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—¡Vamos a hacer una competición! —anunció la señorita Guinda a la clase, una mañana de primavera luminosa y llena de flores—. ¡Una competición de cocina! Va a ser como ese concurso que veis todos en la televisión: Bizcocho a las ocho.

—¡Oh! —exclamó Oliver—. ¡Me encanta ese programa!

—¡A mí también! —gritó Sashi entusiasmada—. ¡Lo veo todas las semanas!

—Los ganadores —continuó la señorita Guinda— conseguirán entradas para ir a la final del concurso. ¡Podréis estar entre el público y verlo en la vida real!

—¡Síííííí! —chilló Zoe a mi lado.

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Todos en clase se pusieron a charlar animadamente. Bueno, todos menos yo. Nunca había oído hablar de Bizcocho a las ocho. Ni siquiera tengo tele.

Mi mamá es un hada, ya sabéis… Le encanta estar al aire libre y no puede comprender por qué a los humanos les gusta «sentarse delante de cajas con fotos que se mueven».

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Aunque si tuviéramos tele, solo podría ver Bizcocho a las ocho cuando papá no estuviera en casa. Para él sería un programa de horror. Es un vampiro, y toda la comida que no es roja le parece asquerosa.

—Tenéis que poneros por parejas —dijo la señorita Guinda— ¡y hacer la tarta más impresionante que podáis! La pareja que haga la mejor tarta ganará las entradas. Tenéis todo el fin de semana para cocinar, y yo valoraré las tartas el lunes por la mañana.

—¡Síííííí! —chilló Zoe otra vez—. ¡Qué emocionante! Isadora, ¿serás mi pareja, verdad?

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—¡Claro que sí! —respondí encantada. Zoe es mi mejor amiga, aparte de Pinky. Pinky era mi peluche favorito hasta que mamá le dio vida con su varita mágica.

—Tengo una idea —dijo Zoe—. ¿Por qué no vienes a mi casa el sábado? Podemos preparar la tarta y después hacer una fiesta de pijamas. ¡Será muy divertido! ¡Dormir en la misma habitación, contar historias de fantasmas y hacer un banquete secreto a medianoche!

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—Me encantaría —dije—. Nunca he ido a una fiesta de pijamas.

—Entonces le diré a mi madre que hable con la tuya después del colegio —dijo Zoe—. ¡Oh, va a ser tan divertido…! ¡Qué ganas tengo!

—Nosotros también vamos a tener una fiesta de pijamas —dijo Oliver, detrás de nosotras—. Bruno y yo vamos a hacer la mejor tarta del mundo.

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—Va a ser un dinosaurio —añadió Bruno—. De color verde…

—¡Shhh! —dijo Oliver—. No les cuentes nuestro plan.

—¡Ay! Perdón —dijo Bruno, poniéndose rojo—. No va a ser un dinosaurio.

—No pasa nada —le tranquilizó Zoe—. No te preocupes. No os robaremos la idea. ¡Tenemos una mucho mejor!

—¿Ah, sí? —le pregunté mientras recogíamos nuestras cosas para volver a casa.

—Bueno —susurró Zoe—, todavía no. ¡PERO LA TENDREMOS!

 

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Isadora va a ir a una fiesta de pijamas —dijo mamá en el desayuno, esa noche. En nuestra casa hacemos dos desayunos, porque papá duerme de día y se despierta por la noche.

—¿Una fiesta de pijamas? —preguntó papá—. ¿Para qué?

—Para divertirse —dijo mamá—. Al parecer, a los humanos les gusta.

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—Sí —asentí—. Mis amigos están siempre haciendo fiestas de pijamas. ¡Zoe dice que te quedas despierto toda la madrugada y haces un banquete a medianoche!

—¿Ah, sí? —preguntó papá, confuso—. Eso suena igual que mi vida normal —siguió bebiendo su zumo rojo con una pajita, haciendo un ruido horrible al sorber. Cuando terminó, se limpió la boca y dijo—: Los humanos son unas criaturas muy raras.

 

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Al día siguiente, pasé la tarde preparando mi bolsa para la fiesta de pijamas. No quería que se me olvidara nada. Metí mi pijama de murciélagos, mis zapatillas, mi almohada y mi saco de dormir de cuando nos fuimos de acampada.

—Creo que esto es todo —le dije a Pinky—. ¿Se te ocurre algo más?

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Pinky señaló mi varita, que estaba en la mesita de noche. La cogí y la puse entre las cosas para llevar.

—¡Buena idea! —le dije—. Podemos usarla como linterna.

 

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Cuando terminé de hacer la bolsa, estaba un poco nerviosa.

—No te preocupes —dijo mamá—. Seguro que te lo pasas muy bien.

—Sí, seguro que sí —asentí con un hilo de voz.

Mientras nos acercábamos andando a la puerta de la casa de Zoe, de pronto ya no estaba nada segura querer ir.

—A lo mejor no debería quedarme a pasar la noche —murmuré—. Quizá podría estar solo algunas horas y que después vinieras a buscarme.

—Si tú quieres, sí —dijo mamá—. Pero me parece que, en cuanto veas a Zoe, vas a cambiar de opinión. ¿Y si le digo a papá que venga en su paseo nocturno a comprobar cómo estás? Puede esperarte en el jardín de Zoe y, si sigues despierta a medianoche, te asomas a la ventana y le saludas para que sepa que estás bien.

—Pues… vale —dije, sintiéndome mucho mejor.

Mamá llamó a la puerta y oímos a alguien que se acercaba correteando.

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—¡Isadora! —gritó Zoe cuando la puerta se abrió.

Saltó sobre mí y me dio un abrazo tan grande y apretado que la bolsa se me cayó al suelo.

—Hola, Isadora —dijo la madre de Zoe sonriendo.

Parecía tan amable y acogedora que los nervios se me quitaron de golpe.

Mamá me dio un beso de despedida y yo le dije adiós con la mano alegremente.

—¿Quieres merendar? —me preguntó Zoe—. He sacado mi juego de té para muñecas. ¡Está todo preparado!

Me llevó hasta la cocina, donde había puesto la mesa.

—Como es un día especial, mamá me ha dejado hacer pan de hadas.

—¿Pan de hadas? —repetí, preguntándome qué podía ser. Nunca lo había oído, ¡y eso que mamá era un hada!

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—Sí —dijo Zoe, sentándose en una de las sillas—. Está riquísimo, ¡mira!

En cada uno de los dos platitos había una rebanada de pan con mantequilla, espolvoreada con fideos de colores por todas partes.

—Pensé que te haría sentir como en casa —dijo Zoe dándole un mordisco a la suya. Podía oír cómo crujían los fideos de azúcar entre sus dientes—. ¡Por ser medio hada y todo eso…!

—Gracias, Zoe —dije mordiendo mi propio trozo de pan de hadas. No quise decirle que eso no lo hacían las hadas de verdad. Deben de habérselo inventado los humanos.

—Está bueno, ¿eh? —dijo Zoe, haciendo ruido al masticar.

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Asentí educadamente con la cabeza. Tenía la boca demasiado llena de mantequilla y fideos como para hablar. El pan de hadas estaba bueno, pero no tanto como el sándwich de mantequilla de cacahuete que tomo siempre para merendar.

Mientras nos lo comíamos, nos pusimos a ver la televisión pequeña que había en la pared de la cocina. Estaban echando el programa Bizcocho a las ocho. Había cinco personas de pie detrás de unas encimeras de color rosa pálido, con grandes boles y cucharas de madera en las manos.

—Tres, dos, uno… ¡A COCINAR! —gritó la presentadora, Natty MacDalena.

Estaba tan emocionada que su pelo, arremolinado como un helado, se bamboleaba de un lado a otro.

Los concursantes se pusieron como locos a echar ingredientes en sus boles. Mantequilla, azúcar, harina, pepitas de chocolate… Zoe y yo nos quedamos mirándolos fascinadas, con los ojos clavados en la pantalla.

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—A lo mejor nos dan alguna idea para nuestra tarta —dije.

Natty MacDalena se puso a bailar por la sala, metiendo los dedos en los boles de los concursantes y probando las diferentes masas.

—¡Delicioso! —exclamó—. ¡Oh, qué ácido! Mmm…, sabe a limón —sonrió alegremente a la cámara y sus blancos dientes resplandecieron.

—Qué simpática es —comentó Zoe—. Me encantaría conocerla.

—Pues quizá lo hagamos —dije—, si ganamos la competición.