Gran Bretaña controla hoy los destinos de unos trescientos cincuenta millones de súbditos extranjeros, incapaces aún de gobernarse, y víctimas fáciles de la rapiña y la injusticia, a menos que un fuerte brazo los proteja. Ella les proporciona un régimen que, sin duda, tiene sus defectos, pero de una calidad que (me atrevo a afirmarlo) ninguna nación conquistadora nunca antes proporcionó a un pueblo subordinado.
Profesor GEORGE M.WRONG, 1909
El colonialismo ha generado el racismo, la discriminación racial, la xenofobia y formas conexas de intolerancia, y […] los africanos y las personas de origen africano, y las de origen asiático y los pueblos indígenas fueron víctimas del colonialismo y continúan siendo víctimas de sus consecuencias.
Declaración de la Conferencia contra el Racismo, la
Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de
Intolerancia, en Durban, 2001
Hubo en otro tiempo un imperio que controlaba aproximadamente a un cuarto de la población mundial, abarcaba casi la misma proporción de la superficie terrestre y dominaba prácticamente todos sus océanos. Se trataba del imperio más grande de todos cuantos han existido en el mundo: el imperio británico. Este libro intenta dar respuesta a uno de los interrogantes fundamentales no solo de la historia británica sino universal: ¿cómo llegó a dominar el mundo un archipiélago de islas lluviosas en la costa noroccidental de Europa? La siguiente pregunta, que es quizá la más compleja, es saber simplemente si el imperio fue algo positivo o negativo.
Actualmente la opinión generalizada es que se trató de algo malo. Es probable que la principal razón de que el imperio cayera en el desprestigio haya sido su participación en la trata de esclavos en el Atlántico, así como en la misma esclavitud. Ya no se trata en exclusiva de una cuestión de juicio histórico, sino que se ha convertido en una cuestión política y legal. En agosto de 1999, la African World Reparations and Repatriation Truth Commission, reunida en Acra, propuso la posibilidad de una demanda de indemnizaciones a «todas las naciones de Europa Occidental y América, y a las instituciones que participaron y se beneficiaron de la trata de esclavos y del colonialismo». La suma sugerida como indemnización adecuada (basada en estimaciones de «el número de vidas humanas perdidas para África durante la trata de esclavos, así como en una estimación del valor del oro, diamantes y otros minerales extraídos del continente durante el régimen colonial») era de setecientos setenta y siete billones de dólares (EE. UU.). Dado que más de tres de los aproximadamente diez millones de africanos que cruzaron el Atlántico en calidad de esclavos antes de 1850 fueron embarcados en naves británicas, la suma de las supuestas indemnizaciones británicas podría cifrarse en torno a los ciento cincuenta billones de libras esterlinas.
Aunque la demanda pueda parecer algo fantasiosa, la idea recibió cierto respaldo en la Conferencia de las Naciones Unidas contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia, llevada a cabo en Durban (Sudáfrica) en el verano de 2001. El informe final de la conferencia «reconocía» que la esclavitud y la trata de esclavos constituyeron «un crimen contra la humanidad», del cual fueron víctimas «las personas de origen africano, las de origen asiático y los pueblos indígenas». En otra declaración de la conferencia, el «colonialismo» fue citado casualmente junto con «la esclavitud, la trata de esclavos… el apartheid… y el genocidio» en un llamamiento general a los estados miembros de la ONU «a honrar la memoria de las víctimas de las tragedias del pasado». Señalando que «algunos estados han tomado la iniciativa de pedir perdón por las graves y masivas violaciones cometidas y han pagado indemnizaciones, cuando ha sido apropiado», la conferencia hizo «un llamamiento a todos los que todavía no han contribuido a restaurar la dignidad de las víctimas, a que encuentren el modo apropiado de hacerlo».
Estos llamamientos no han dejado de ser escuchados en la propia Gran Bretaña. En mayo de 2002, el director del centro («think-tank»)* Demos, con sede en Londres, que puede ser considerado como la vanguardia del nuevo laborismo, sugirió que la reina debía realizar «una gira mundial para pedir perdón por los pecados pasados del imperio como primer paso para hacer que la Commonwealth sea más efectiva y relevante». La agencia de noticias que informó de esta notable sugerencia apostilló lo siguiente: «Los críticos del imperio británico (el cual en 1918, en su momento de mayor auge, comprendía un cuarto de la población y el área mundiales) dicen que su gran riqueza se basaba en la opresión y la explotación».
En el momento en que escribo estas líneas, una página web de la BBC (aparentemente dedicada a los escolares) ofrece una visión mordaz de la historia imperial:
El imperio se engrandeció asesinando a muchos pueblos peor armados que él, y despojándolos de sus tierras, aunque sus métodos cambiaron después: el ejército hizo de la matanza masiva perpetrada con ametralladoras su táctica principal […] Se desintegró debido a la acción de personas como Mahatma Gandhi, heroico revolucionario, sensible a las necesidades de su pueblo.
Las preguntas recientemente planteadas por un importante historiador en la BBC sintetizan el conocimiento actual del hecho: ¿cómo un pueblo que se consideraba libre terminó subyugando una parte del mundo tan grande? ¿Cómo un imperio de hombres libres se convirtió en un imperio de esclavos? ¿Cómo, pese a sus «buenas intenciones», los británicos sacrificaron la «humanidad universal» en aras del «fetiche del mercado»?
Gracias al imperio británico tengo parientes desperdigados por todo el mundo: en Alberta, Ontario, Filadelfia y Perth, Australia. Gracias al imperio, a los veinte años, John, mi abuelo paterno, se dedicó a vender herramientas y alcohol de baja calidad a los indios en Ecuador.1 Crecí admirando dos grandes óleos del paisaje andino que trajo a su regreso, los cuales iluminaban la sala de estar de mi abuela, y dos muñecas indias, de cara taciturna, que cargaban leña, situadas de modo incongruente junto a la vitrina con figurillas chinas. Gracias al imperio, mi otro abuelo, Tom Hamilton, pasó más de tres años como oficial de la RAF (Royal Air Force) luchando con los japoneses en la India y Birmania. Sus cartas, preservadas amorosamente por mi abuela, son relatos maravillosamente perspicaces y elocuentes del Raj (la soberanía británica sobre la India) durante la guerra, llenos de ese liberalismo escéptico que era el eje de su filosofía. Todavía recuerdo la alegría que experimentaba al mirar las fotografías que tomó cuando estaba estacionado en la India, y la emoción de oírle hablar del terrible calor. Gracias al imperio, el primer trabajo de mi tío, Ian Ferguson, después de obtener el título de arquitecto, fue para McIntosh Burn, una firma de Calcuta, filial de la agencia Gillanders. Ian había comenzado su vida laboral en la Royal Navy; pasó el resto de su vida en el extranjero, primero en África, y después en los países del Golfo. A mí me parecía la viva imagen del aventurero expatriado: tostado por el sol, bebedor y cínico, el único adulto que, desde mi temprana niñez, me trató siempre como un adulto más, sin evitar las blasfemias, el humor negro y todo lo demás.
Su hermano, mi padre, también tuvo su momento de Wanderlust. En 1966, después de haber terminado los estudios de medicina en Glasgow, desoyó el consejo de sus amigos y parientes, llevándose consigo a su esposa y a sus dos hijos pequeños a Kenia, donde trabajó dos años enseñando y ejerciendo la medicina en Nairobi. Así, gracias al imperio británico, mis recuerdos infantiles más lejanos se sitúan en África colonial, pues aunque Kenia era independiente hacía tres años, y la radio constantemente tocaba el disco de Jomo Kenyatta «Harambe, Harambe» (Let’s all pull together), casi nada había cambiado desde los días del escándalo llamado White Mischief.* Teníamos un bungalow, una niñera, conocíamos un poco de swahili, y sentíamos una inconmovible seguridad. Fue una época mágica que dejó grabada en mi conciencia de modo indeleble la imagen del guepardo cazando, el sonido de los cantos de las mujeres kikuyus, el olor de las primeras lluvias y el gusto del mango maduro. Sospecho que mi madre nunca fue tan feliz como entonces. Y aunque finalmente regresamos a los cielos grises y a la fangosa nieve del invierno de Glasgow, nuestra casa estaba siempre llena de recuerdos de Kenia. Había una piel de antílope sobre el sofá; el retrato de un guerrero masai colgaba en la pared; había un escabel toscamente labrado, pero exquisitamente decorado, donde a mi hermana y a mí nos gustaba sentarnos. Cada uno de nosotros tenía un tambor de piel de cebra, una colorida canasta de Mombasa, un matamoscas de pelo de ñu, una muñeca kikuyu. No lo sabíamos, pero crecimos en un pequeño museo poscolonial. Todavía conservo el hipopótamo, el elefante y el león de madera que otrora fueron mis posesiones más preciadas.
Con todo, nosotros habíamos regresado para siempre. Quien no volvió a Escocia fue mi tía abuela Agnes Ferguson (Aggie para los amigos). Nació en 1888, hija de mi bisabuelo James Ferguson, un jardinero, y su primera esposa Mary. Aggie personificó el poder transformador del sueño imperial. En 1911, atraídos por las encantadoras fotografías de las praderas canadienses, ella y Ernest Brown, con quien se acababa de casar, decidieron seguir el ejemplo del hermano de este: dejaron su patria, su familia y amigos en Fife, y se dirigieron al oeste. El cebo era la oferta de sesenta y cinco hectáreas de tierra virgen en Saskatchewan gratis. La única estipulación era que tenían que construir una vivienda allí y cultivar la tierra. Según una leyenda de la familia, Aggie y Ernest no se encontraban entre los pasajeros del Titanic por casualidad; solo su equipaje iba en el barco cuando este se hundió. Fue una suerte, pero hizo que tuvieran que comenzar de nuevo a partir de cero. Si Aggie y Ernest pensaron que se librarían del terrible invierno escocés, rápidamente se desilusionaron. En Glenrock encontraron un bosque azotado por el viento donde las temperaturas podían bajar mucho más que en la lluviosa Fife. Ernest escribió a su cuñada Nelli que el lugar era «terriblemente frío». El primer cobijo que pudieron construirse era tan rudimentario que lo llamaban «el corral de pollos». El pueblo más cercano, Moose Jaw, estaba a ciento cincuenta y tres kilómetros. Y para colmo, sus vecinos más próximos eran indios; por suerte estos eran pacíficos.
Pero las fotografías en blanco y negro que enviaban a sus parientes cada Navidad con sus retratos y «nuestra casa en la pradera» reflejaban una historia de éxito y plenitud, de una felicidad obtenida con esfuerzo. Como madre de tres niños sanos que era, Aggie perdió la mala cara de novia que tenía cuando emigró. Ernest se puso negro y se le ensancharon los hombros de tanto roturar el suelo de la pradera; se afeitó el mostacho, y su anterior físico abatido cobró vigor. El «corral de pollos» fue sustituido por una casa de tablas de madera. La sensación de aislamiento disminuyó a medida que se fueron estableciendo en el área más escoceses. Era tranquilizador poder celebrar Hogmanay (Nochevieja) tan lejos de la patria con otros compatriotas, ya que «aquí no celebran tanto el Año Nuevo como los escoceses». Hoy sus diez nietos viven en Canadá, una país cuya renta per cápita anual no solo es el diez por ciento más alta que la de Gran Bretaña, sino que es la segunda respecto a la de Estados Unidos. Y todo gracias al imperio británico.
De modo que si digo que crecí a la sombra del imperio sería evocar una imagen demasiado tenebrosa, cuando para los escoceses, el imperio representaba la brillante luz del sol. Hacia la década de 1970, poco quedaba de él en el mapa, pero mi familia estaba tan completamente imbuida del ethos imperial que su importancia siguió sin ser cuestionada. Es más, el legado del imperio era tan ubicuo y omnipresente que lo considerábamos parte de la condición humana. Las vacaciones en Canadá no alteraron para nada esta impresión. Tampoco la sistemática difamación de la Irlanda católica que en esa época era parte intrínseca de la vida al sur del Clyde. Crecí todavía pensando complacientemente que Glasgow era la «segunda ciudad» (del imperio); leyendo sin ánimo crítico las novelas de H. Rider Haggard y John Buchan; disfrutando de todos los torneos deportivos imperiales (el mejor de todos: las giras de rugby de los British Lions a Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica (hasta que fueron lamentablemente interrumpidas).2 En casa comíamos «galletas Empire». En la escuela competíamos en concursos de tiro «Empire».
Debo admitir que, al llegar a la pubertad, la idea de un mundo dominado por tipos de semblante estirado con chaquetas rojas y cascos puntiagudos se había convertido en una especie de burla, materia prima para Carry On Up the Khyber, It Ain’t Half Hot Mum y Monty Python’s Flying Circus.* Quizá, la frase arquetípica del género se encuentra en la película de Monty Python (El sentido de la vida), cuando un tommy (soldado raso británico), ensangrentado y herido de muerte en una batalla con los zulúes, exclama extasiado: «Le digo, maté quince de esos hijos de puta, señor. ¡Allá, en Inglaterra, me colgarían! ¡Aquí, me darán una medalla, señor!».
Cuando ingresé en Oxford en 1982 el imperio ya no era siquiera divertido. En aquellos días el sindicato de Oxford todavía debatía mociones serias de la siguiente guisa: «Esta casa lamenta la colonización». Joven y necio, me opuse apresuradamente a esta moción y al hacerlo acabé de modo prematuro con mi carrera de político estudiantil. Creo que fue el momento en que me di cuenta de que obviamente nadie compartía mi confiada visión rosa del pasado imperial. En efecto, algunos de mis coetáneos se escandalizaron bastante de que yo estuviera dispuesto a defenderlo. Cuando comencé a estudiar el tema en serio, me percaté de que mi familia y yo habíamos estado lamentablemente mal informados: los costes del imperio británico, de hecho, habían superado sustancialmente sus beneficios. El imperio, después de todo, había sido una de las Cosas Malas de la historia.
No hay necesidad aquí de recapitular en todo detalle los argumentos contra el imperialismo. Creo que se pueden resumir en dos categorías: los que subrayan las consecuencias negativas para los colonizados, y los que subrayan las consecuencias negativas para los colonizadores. Dentro de la primera categoría se encuentran tanto los nacionalistas como los marxistas, desde el historiador mogol Gholam Hossein Khan, autor de Seir Mutaqherin (1789), hasta el académico palestino Edward Said, autor de Orientalismo (1978), entre otros, pasando por Lenin y muchos más. A la segunda categoría pertenecen los liberales, desde Adam Smith en adelante, los cuales han sostenido casi desde el principio del imperio británico que este era, incluso para Gran Bretaña, «un despilfarro de dinero».
El supuesto básico nacionalista-marxista es, por supuesto, que el imperialismo era económicamente explotador; cada aspecto del dominio colonial, incluidos los esfuerzos aparentemente sinceros de los europeos por estudiar y entender las culturas indígenas, estaban radicalmente concebidos para maximizar la «plusvalía» o el valor excedente que podía ser extraído de los pueblos sometidos. El supuesto básico liberal es más paradójico. Precisamente, debido a que el imperialismo distorsiona las fuerzas del mercado, utilizando desde la fuerza militar hasta los aranceles preferentes para organizar los negocios en beneficio de la metrópoli, lo cual tampoco favorecía los intereses de esta a largo plazo. De acuerdo con este parecer, lo que importaba era la integración económica libre con el resto de la economía mundial, no la integración coercitiva del imperialismo. Por tanto, invertir en la industria nacional habría sido mejor para Gran Bretaña que invertir en remotas colonias, mientras que el coste de la defensa del imperio era una carga para los contribuyentes, que de otro modo habrían podido gastar el dinero en los productos de un sector productor de bienes de consumo moderno. Uno de los historiadores que colaboró en la nueva Oxford History of the British Empire ha llegado a especular que si Gran Bretaña se hubiera librado del imperio a mediados de la década de 1849, habría cosechado un «dividendo de la descolonización» equivalente a una reducción de impuestos del 25 por ciento. El dinero que los contribuyentes se habrían ahorrado podría haberse gastado en electricidad, automóviles y bienes de consumo duraderos, con lo que se habría fomentado la modernización industrial en el país.
Casi un siglo antes, los seguidores de J. A. Hobson y Leonard Hobhouse debatían sobre esta cuestión empleando términos semejantes; a su vez eran herederos en cierta medida de Richard Cobden y John Bright de las décadas de 1840 y 1850. En La riqueza de las naciones (1776), Adam Smith había expresado sus dudas sobre la sensatez de «promover una nación de consumidores que debían ser obligados a comprar en los establecimientos de nuestros diversos productores todos los bienes que estos podían suministrarles». Pero fue Cobden quien había insistido originalmente en que la expansión del comercio británico debería ir de la mano con una política externa de no intervención, al afirmar:
El comercio solo era la gran panacea […] que como un descubrimiento medicinal benéfico, servirá para inocular el saludable apego por la civilización a las naciones del mundo. No dejará nuestras costas ningún fardo de mercaderías, si no lleva las semillas de la inteligencia y el pensamiento fructífero a los miembros de una comunidad menos ilustrada, tampoco visitará un mercader las sedes de nuestra industria manufacturera, sin que vuelva a su país convertido en un misionero de la libertad, la paz y el buen gobierno, mientras nuestros vapores, que ahora visitan todos los puertos de Europa, y nuestros milagrosos ferrocarriles, de los que hablan todas las naciones, son anuncios y títulos de valor de nuestras ilustradas instituciones.
Para Cobden el punto crítico era que ni el comercio ni la difusión de la civilización británica requerían que se les «hiciera respetar» mediante estructuras imperiales. De hecho, el uso de la fuerza no lograría nada si iba contra las beneficiosas leyes del mercado libre global:
En lo que concierne a nuestro comercio, tampoco puede ser respaldado ni ser gravemente perjudicado en el extranjero por medio de la violencia. A los clientes extranjeros que visitan nuestros mercados no los trae aquí el miedo al poder o a la influencia de los diplomáticos británicos: no son capturados por nuestras flotas ni ejércitos; tampoco les atraen sentimientos de amor por nosotros; pues una máxima aplicable por igual a las naciones como a los individuos es que «en el comercio no hay amistad». Es solo por incitación del interés propio que los mercaderes de Europa, como los del resto del mundo, envían sus barcos a nuestros puertos a ser cargados con los productos de nuestro trabajo. El mismo impulso llevó a todas las naciones, en diferentes períodos de la historia, a Tiro, Venecia y Amsterdam; y si, en la revolución de épocas y acontecimientos, se hallase un país cuyas telas de algodón y lana fueran más baratas que las de Inglaterra y el resto del mundo, entonces todos los comerciantes de la tierra acudirían a ese lugar —aun si estuviera (supongamos) enterrado en el rincón más remoto del globo—; y ningún poder humano, ni las flotas ni los ejércitos, impedirían que Manchester, Liverpool y Leeds compartieran el destino de sus orgullosas predecesoras de antaño en Holanda, Italia y Fenicia.
Por tanto, no había necesidad de un imperio; el comercio podía cuidarse por sí solo, y también todo lo demás, incluida la paz mundial. En mayo de 1856, Cobden llegó a manifestar que «sería feliz cuando Inglaterra no tenga ni un acre de territorio en Asia continental».
Sin embargo, el rasgo común en todos estos argumentos era y sigue siendo la presunción de que los beneficios del comercio internacional pueden existir y ser obtenidos sin haber de pagar los costes de un imperio. Para decirlo de forma sucinta, ¿puede existir globalización sin cañoneras?
Se ha convertido casi en un tópico que la globalización actual tiene mucho en común con la integración de la economía mundial en las décadas anteriores a 1914. Pero ¿qué significa exactamente este concepto tan manido? ¿Se trata, como sostenía Cobden, de un fenómeno económicamente determinado, en el que el comercio libre de materias primas y manufacturas tiende «a unir a la humanidad con lazos de paz»? ¿O podría el libre comercio requerir un marco político dentro del cual operar?
Los detractores izquierdistas a la globalización naturalmente la consideran como la última manifestación de un capitalismo internacional terrible y resistente. En cambio, el consenso moderno entre los economistas liberales es que la creciente apertura económica hace aumentar el nivel de vida, a pesar de que algunos sectores, hasta entonces privilegiados o protegidos, salgan perdiendo al verse expuestos a la competencia del mercado internacional. Pero los historiadores económicos y los economistas prefieren centrar su atención en el flujo de productos, capital y mano de obra, y se fijan menos en los flujos de conocimiento, cultura e instituciones. También tienden a prestar más atención a los modos en que el gobierno puede facilitar la globalización mediante la desregulación, antes que a los modos en que puede activamente promoverla o realmente imponerla. Hay una creciente apreciación de la importancia de las instituciones legales, financieras y administrativas, como el imperio de la ley los regímenes monetarios fiables, los sistemas fiscales transparentes y una burocracia no corrupta en fomentar los flujos de capital transnacionales. Pero ¿cómo pudieron las versiones europeas occidentales de estas instituciones difundirse tan ampliamente como lo hicieron?
En unos cuantos casos (el más obvio es el de Japón), hubo un proceso de imitación voluntaria y consciente. Pero por lo general, las instituciones europeas fueron impuestas por la fuerza, a tiros de cañón. En teoría, tal como Cobden previó, la globalización es posible que surja de forma espontánea en un sistema internacional de cooperación multilateral, pero también puede ser resultado de la coerción, si la potencia dominante en el mundo favorece el liberalismo económico. El imperio —en concreto, el imperio británico— es el primer ejemplo que nos viene a la mente.
Hoy las principales barreras para la asignación óptima de mano de obra, capital y recursos en el mundo son, por una parte, las guerras civiles, y los gobiernos corruptos carentes de legalidad, lo que ha condenado a tantos países del África subsahariana y zonas de Asia a décadas de empobrecimiento; y por otra parte, la renuencia de Estados Unidos y sus aliados a practicar, así como a predicar, el libre comercio, o a dedicar más de una mínima fracción de sus vastos recursos a programas de ayuda económica. En cambio, durante buena parte de su historia (aunque no toda, como veremos), el imperio británico actuó como una agencia para imponer el libre mercado, el imperio de la ley, la protección al inversor y un gobierno relativamente honesto en aproximadamente una cuarta parte del mundo. El imperio también hizo mucho para impulsar esas políticas en países que estaban fuera de su dominio imperial pero bajo su influencia económica mediante el «imperialismo del libre comercio». Prima facie, parece por tanto plausible esgrimir el argumento de que el imperio potenciaba el bienestar global, es decir, que fue positivo.
Por supuesto, se pueden lanzar muchas acusaciones contra el imperio británico; no serán omitidas en las páginas que siguen. No afirmaré, como hizo John Stuart Mill, que el dominio británico de la India fue «no solo el más puro en la intención sino uno de los más beneficiosos en la acción nunca habidos en la humanidad»; tampoco diré, como hizo lord Curzon, que «bajo la divina Providencia el imperio británico es el instrumento más grande para el bien que el mundo haya visto»; tampoco sostendré, como hizo el general Smuts, que era «el sistema más amplio de libertad humana organizada que ha existido jamás en la historia humana». El imperio nunca fue tan altruista. De hecho, en el siglo XVIII, los británicos se mostraron tan fervientes en adquirir y explotar esclavos como lo hicieron posteriormente al tratar de erradicar la esclavitud; y durante mucho más tiempo aún practicaron formas de discriminación y segregación racial que hoy se consideran aborrecibles. Cuando la autoridad imperial era desafiada (en la India en 1857; en Jamaica en 1831 o 1865, y en Sudáfrica en 1899) la respuesta británica solía ser brutal. Cuando surgió la hambruna (en la Irlanda en la década de 1840, y en la India en la de 1870), su respuesta fue negligente, en cierta medida culpable. Incluso cuando se interesaban científicamente en las culturas orientales, quizá en el fondo las denigraban de manera sutil en el proceso.
Aun así el hecho incuestionable es que ninguna otra organización en la historia hizo más por promover el libre movimiento de productos, capital y mano de obra que el imperio británico en el siglo xix y los comienzos del xx. Y que ninguna otra organización hizo más por imponer las normas occidentales de ley, orden y gobierno en todo el mundo. Tildarlo de «capitalismo de caballeros» es menospreciar la envergadura y la modernidad del logro en el ámbito económico; al igual que la crítica del carácter «ornamental» (es decir, jerárquico) del dominio británico en ultramar tiende a obviar las virtudes de administraciones que destacaban por su honestidad. No solo mi familia se benefició de estas cosas.
El problema es que es mucho más probable que se den por supuestos los logros del imperio que las faltas de este. Sin embargo, resulta instructivo tratar de imaginar un mundo sin el imperio. Si bien es posible imaginar lo que el mundo habría sido sin la Revolución francesa o sin la Primera Guerra Mundial, la imaginación se inhibe ante la posibilidad contrafáctica de una historia moderna sin el imperio británico.
Cuando en el primer semestre de 2002 viajé por los territorios que habían formado el imperio, no dejé de sorprenderme por su gran creatividad. Imaginar el mundo sin el imperio sería como borrar del mapa los elegantes bulevares de Williamsburg y la antigua Filadelfia; arrojar al mar las almenas de Port Royal (Jamaica); devolver a los bosques los gloriosos rascacielos de Sidney; arrasar la húmeda barriada costera que es Freetown, en Sierra Leona; demoler la misión en Kuruman; lanzar la ciudad de Livingstone a las cataratas de Victoria, que, por supuesto, recuperarían su nombre original de Mosioatunya. Sin el imperio británico, no existiría Calcuta, ni Bombay ni Madrás. Los indios pueden rebautizarlas tantas veces como quieran, pero siguen siendo ciudades fundadas y construidas por los británicos.
Por supuesto, cabe la posibilidad de que esto hubiera ocurrido de todos modos, aunque con nombres diferentes. Quizá cualquier otra potencia europea habría inventado y exportado los ferrocarriles; quizá habría tendido los cables del telégrafo a través del mar. Quizá, como había afirmado Cobden, habría existido el mismo volumen de comercio sin belicosos imperios que interfirieran en el comercio pacífico. Quizá los grandes movimientos de población que transformaron las culturas y la complexión de continentes enteros, habrían ocurrido de todos modos.
Sin embargo, hay una razón para dudar de que el mundo habría sido igual o siquiera similar sin el imperio. Aun si aceptamos la posibilidad de que el comercio, los flujos de capital y de migración pudieran haber «ocurrido de manera natural» en los pasados trescientos años, por explicar la cultura y las instituciones. Y aquí las huellas del imperio son más perceptibles y menos fáciles de eliminar.
Cuando los británicos gobernaban un país —incluso cuando solo ejercían su influencia sobre el gobierno mostrando su poderío financiero y militar—, había ciertos rasgos distintivos de su propia sociedad que tendían a difundir. He aquí una lista de los más importantes:
Los tres últimos son probablemente los más importantes porque siguen siendo los rasgos más distintivos del imperio, lo que lo diferencia de sus rivales europeos continentales. Esto no significa que todos los imperialistas británicos fueran liberales: algunos distaban mucho de serlo. Pero lo que resulta muy sorprendente de la historia del imperio es que siempre que había una acción despótica por parte de los británicos, había una crítica liberal de esa conducta en el seno de la sociedad británica. Es más, esta tendencia a juzgar la conducta imperial de Gran Bretaña según el patrón de la libertad fue tan fuerte y coherente que imbuyó al imperio británico de un carácter autodestructivo. Una vez que la sociedad colonizada había adoptado suficientemente las instituciones que los británicos habían traído consigo, se hacía muy difícil a los británicos negarles la libertad política a la que atribuían tanta importancia para sí mismos.
¿Habrían generado otros imperios los mismos efectos? Parece dudoso. A lo largo de mis viajes he captado atisbos de imperios que podrían haberse desarrollado mundialmente. En la derruida Chinsura se ve cómo podría haber sido toda Asia, si el imperio holandés no hubiera decaído y terminado; en la blanquecina Pondichéry se aprecia cómo habría sido toda la India si Francia hubiera ganado la guerra de los Siete Años; la polvorienta Delhi evoca cómo podría haberse restaurado el imperio mogol, si la rebelión de los cipayos no hubiera sido aplastada; en el húmedo Kanchanaburi queda el puente sobre el río Kwai que el imperio japonés hizo construir con mano de obra esclava británica. ¿Sería Nueva Amsterdam la Nueva York que conocemos hoy si los holandeses no se hubieran rendido ante los británicos en 1664? ¿No se hubiera parecido más a Bloemfontein, reducto superviviente de la colonización holandesa?
Se han publicado hasta hoy numerosas y muy buenas historias generales sobre el imperio británico. Mi objetivo no ha sido reproducirlas sino relatar la historia de la globalización tal como fue promovida por Gran Bretaña y sus colonias (angloglobalización). La estructura abarca un período cronológico amplio, y cada uno de los seis capítulos aborda un tema distinto. Para simplificar, el contenido puede sintetizarse como la globalización de:
O desde el punto de vista más humano, el papel de:
En el capítulo 1 se ahonda en la idea de que el imperio británico nació primordialmente como un fenómeno económico, cuyo crecimiento fue estimulado por el comercio y el consumo. La demanda de azúcar llevó a los comerciantes al Caribe, y la demanda de especias, té y tejidos los llevó a Asia. Desde el comienzo se trató de una globalización con navíos provistos de cañones. Los británicos no fueron al principio creadores de imperios, sino piratas que se dedicaban a saquear a los imperios de Portugal, España, Holanda y Francia. En realidad, fueron imitadores imperiales.
El capítulo 2 describe el papel de la migración. La colonización británica supuso un amplio movimiento de personas, un Völkerwanderung distinto a los que habían ocurrido antes u ocurrirían después. Algunos dejaron las islas británicas en busca de la libertad religiosa, otros en busca de la libertad política, y otros en busca de riqueza. Otros no tuvieron más opción, pues fueron trasladados como esclavos o como delincuentes condenados. El tema central de este capítulo es la tensión entre las teorías de libertad y la práctica del gobierno imperial, y cómo se resolvió esta tensión.
En el capítulo 3 se aborda el carácter voluntario, no gubernamental, de la construcción del imperio, centrándose en particular en el papel cada vez más importante desempeñado por las sectas religiosas evangélicas y las sociedades misionales en la expansión de la influencia británica. Un punto no exento de crítica de este apartado es el proyecto conscientemente modernizador que emanaba de estas organizaciones, las ONG victorianas. La paradoja consiste en que fue precisamente la creencia de que las culturas indígenas podían ser anglicanizadas la que provocó la revuelta decimonónica más violenta contra el dominio imperial.
El imperio británico fue lo más parecido que ha existido a un gobierno mundial. Sin embargo, su modo de operar fue el triunfo del minimalismo. Para gobernar una población de cientos de millones, el Servicio Civil Indio contaba como máximo con poco más de mil personas. El capítulo 4 explica cómo fue posible que una burocracia tan pequeña gobernara un imperio tan grande, y estudia la colaboración simbiótica pero insostenible en última instancia entre los gobernantes británicos y las élites indígenas, tanto las tradicionales como las nuevas.
El capítulo 5 aborda principalmente el papel de la fuerza militar en el período del reparto de África, examinando la interacción entre la globalización financiera y la carrera armamentista entre las potencias europeas. Aunque se habían manifestado antes, en esta época surgieron tres fenómenos modernos cruciales: el verdadero mercado global de bonos, el aparato industrial-militar y los medios de comunicación de masas. Su influencia fue esencial para llevar al imperio a su apogeo. La prensa, sobre todo, tentó al imperio con lo que los griegos llamaban hybris: el ciego orgullo que precede a la caída.
Finalmente, el capítulo 6 trata el papel del imperio en el siglo xx, cuando se vio desafiado no tanto por la insurgencia nacionalista (a la que podía haber controlado) como por los imperios rivales más despiadados. El año 1940 fue el momento en que el imperio fue pesado en la balanza de la historia, cuando se vio en el dilema de optar por un compromiso con el imperio del mal hitleriano o de luchar por una victoria pírrica, en el mejor de los casos. En mi opinión, hizo la mejor elección.
En un único volumen que abarca, de hecho, cuatrocientos años de historia global es normal que haya omisiones. Me entristece que las haya. Sin embargo, he tratado de no seleccionar lisonjeramente. La esclavitud y la trata de esclavos son indiscutibles; igual que la hambruna irlandesa, la expropiación de Matabele y la matanza de Amritsar. Pero el balance del logro imperial británico no omite la columna de crédito tampoco. Trato de mostrar que el legado del imperio no solo es «racismo, discriminación racial, xenofobia y formas conexas de intolerancia», que en cualquier caso existían mucho antes del colonialismo, sino:
Cuando era joven, poco después de su primera guerra colonial, Winston Churchill planteó una cuestión interesante:
¿Qué empresa más noble y más provechosa puede intentar una colectividad ilustrada que rescatar de la barbarie regiones fértiles y grandes poblaciones? Dar paz a las tribus guerreras, administrar justicia donde reina la violencia, sacudir las cadenas del esclavo, extraer las riquezas del suelo, plantar las primeras semillas del comercio y la educación, aumentar en pueblos enteros la capacidad para el disfrute y disminuir las ocasiones de dolor, ¿qué ideal más bello o premio más valioso puede inspirar el esfuerzo humano?
Pero Churchill reconocía que, incluso con dichas aspiraciones, las cuestiones prácticas del imperio rara vez eran edificantes:
Sin embargo cuando la mente se vuelve de la maravillosa nube de aspiraciones al feo andamiaje de intentos y logros, surge una serie de ideas opuestas. […] La brecha inevitable entre la conquista y el dominio comienza a ser cubierta con las cifras del comerciante codicioso, el misionero inoportuno, el soldado ambicioso, el especulador mentiroso, que perturba la cabeza de los conquistados y excita los sórdidos apetitos de los conquistadores. Y cuando el ojo del pensamiento se detiene en estos siniestros rasgos, difícilmente parece posible para nosotros creer que pueda alcanzarse cualquier perspectiva bella a través de un camino tan repugnante.
Para bien o para mal, el mundo que hoy conocemos es en gran medida el producto de la era del imperio británico. La pregunta no radica en si el imperialismo británico tenía o no defectos, pues los tenía, sino en si podría haber habido un camino menos sangriento hacia la modernidad. Quizá pudo haberlo en teoría. Pero ¿y en la práctica? Espero que el texto que sigue a continuación ayude al lector a decidirse.
