Nagada. Los primeros ritos funerarios
Los artefactos más antiguos que encontramos en el valle del Nilo tienen una antigüedad cercana al millón de años, aunque son muy fragmentarios e insuficientes para hacernos una idea sobre las formas de vida de estas comunidades primigenias, tan vinculadas al mundo de la naturaleza. En una fecha comprendida entre el 40000 y el 30000 a. C. se produce la desecación del Sáhara y, después de varios milenios en los que la información es inexistente, nos encontramos, hacia el 18000 a. C., con una industria floreciente (Halfiense) extendida desde la segunda catarata hasta Kom Ombo en el Alto Egipto. Estos individuos viven en pequeños campamentos y se dedican a la caza y la pesca, con una organización que apenas difería de la de sus contemporáneos del Próximo Oriente. Entre el 13000 y el 10000 a. C. hay una nueva evolución después de un período de grandes inundaciones, cuando aparecen nuevos centros culturales que llevan a cabo los primeros intentos de domesticación agrícola.
El Epipaleolítico se inicia en Egipto hacia el 10000 a. C., pero es poco conocido, mientras que el Neolítico parece tener un origen asiático. El proceso de neolitización empieza en el sexto milenio (aunque los primeros indicios son anteriores) con culturas como la Omari en el norte y la Badariense en el sur, aunque se conoce mejor la secuencia en el Alto Egipto por la mayor colmatación sedimentaria. A partir de estos momentos podemos encuadrar la historia de Egipto en el Período Predinástico, el cual se divide en una serie de fases, cada una con sus propias pautas culturales, y con una concepción del mundo de ultratumba que más tarde se va a desarrollar en tiempos faraónicos.
En términos generales podemos definir el Egipto Predinástico como el período comprendido entre la aparición de la agricultura y la ganadería, y la unificación del Alto y el Bajo Egipto bajo el reinado de Narmer hacia el 3000 a. C. Este período, fundamental para conocer la naturaleza del Egipto faraónico, fue identificado hacia 1896 por Jacques de Morgan, después de excavar diversos cementerios en la región de Abidos, pero fue responsabilidad de Petrie probar las teorías de su compañero excavando en los cementerios de Nagada, Abadilla y Ballas, en los que reconoció tres culturas distintas a las que más tarde dio el nombre de Amratiense, Gerzeense y Semainiense. Más tarde, estos términos cayeron en desuso a favor de Nagada I, II y III, como períodos que presentan una auténtica unidad cultural, pero con ligeras diferencias que justificaban un estudio por separado.
El Predinástico primitivo se desarrolla en el sur con la cultura Badariense y en el norte con Fayum A o Merimdense. En el Bajo Egipto la población vivía en cabañas circulares fabricadas con cañas y no se constata una auténtica jerarquización social. La excavación de sus lugares de habitación nos ha permitido saber que el excedente de la producción se almacenaba en graneros colectivos, pero, para nosotros, lo fundamental es constatar la existencia de una creencia en la vida después de la muerte, entre otras cosas, por la presencia de granos al lado de la cabeza de los difuntos, lo que indicaría un intento por parte de los vivos de asegurar la subsistencia de los muertos en el más allá.
En el Alto Egipto, la cultura Badariense está datada en el quinto milenio antes de Cristo y no difiere en mucho de la de su vecina del norte. De esta sociedad agrícola y ganadera conocemos gran cantidad de pequeños yacimientos que han proporcionado unas seiscientas tumbas, lo que nos permite por primera vez, en lo que concierne a la religión egipcia, comprender la importancia que tuvo el mundo de ultratumba a lo largo de su historia. La mayor parte de los sepulcros son unos sencillos agujeros en el suelo que contienen una pequeña estera en donde se depositaba, sin mucho ornamento, el cuerpo del difunto. Habitualmente, el cadáver está en posición fetal y casi siempre reposando sobre su lado izquierdo, con la cabeza hacia el sur y mirando hacia el oeste.

William Matthew Flinders Petrie nació en la ciudad de Charlton, el 3 de junio de 1853, y murió en Jerusalén, el 28 de julio de 1942. Petrie está considerado uno de los egiptólogos más influyentes, no solo por la importancia de sus descubrimientos, sino también por ser el pionero en la utilización de un método sistemático en el estudio arqueológico. Ocupó la primera cátedra de Egiptología en el Reino Unido, y realizó varias excavaciones en las zonas con mayor interés arqueológico de Egipto, como Naucratis, Tanis, Abidos y Amarna.
En las tumbas badarienses es habitual la presencia de un tipo de cerámica fabricada a mano pero de gran calidad, pues cuenta con paredes muy finas cubiertas con un desengrasante orgánico. Estos interesantes vasos cerámicos se ponían a modo de ofrenda para acompañar al difunto en el viaje por el mundo del más allá, aunque hay poco más que podamos decir sobre estos aún rudimentarios ajuares. Estos se irán haciendo cada vez más complejos en fechas posteriores, como en la cultura Nagada I o Amraciense, la cual comienza a principios del cuarto milenio y cuyos restos tan solo han sido encontrados en el Alto Egipto.
El estudio del registro material de estas nuevas culturas, nos permite suponer que no hubo una ruptura social con el Badariense, es más, Badari y Nagada I coexisten en ciertos territorios, asimilándose para formar la primera civilización homogénea en el Alto Egipto. Afortunadamente para los estudiosos de la arqueología funeraria, la mayor parte de los yacimientos encontrados son cementerios, y algunos de ellos fueron utilizados durante toda la época predinástica. Las excavaciones realizadas por Flinders Petrie permitieron descubrir cerca de tres mil tumbas que ofrecían una amplia y valiosísima información.
Las prácticas funerarias del Amraciense seguían las mismas pautas de las tumbas asociadas a la cultura anterior. El muerto era enterrado reposando sobre su lado izquierdo, en posición fetal o contraída, con la cabeza orientada hacia el sur y mirando hacia el oeste, lo que nos indica una posible creencia en la resurrección asociada con el culto al Sol. Algunas de estas tumbas, especialmente las más tempranas, eran simples agujeros circulares y muy poco profundos, sin apenas diferenciación social, pero poco a poco empezamos a detectar un destacable aumento de individuos sepultados en tumbas más grandes y complejas. Las del yacimiento de Hieracómpolis destacan por su gran tamaño y su forma rectangular. Allí también fueron encontrados diferentes utensilios que podemos considerar símbolos de poder. Durante esta fase de Nagada I se empieza a detectar la progresiva desaparición de la costumbre de enterrar a los muertos envueltos en una piel de animal, de cabra o gacela, propia de las primeras fases, al tiempo que aparecen los primeros ataúdes de madera o arcilla.
Cabe destacar, por último, la progresiva evolución de las tumbas amracienses. Desde las primeras, en las que apenas se detecta diferenciación en los enterramientos, hasta las más cercanas a la época dinástica, en las que podemos observar los ejemplos más antiguos de arquitectura funeraria. En términos generales, y siguiendo los estudios de Maciver y Mace, distinguimos tres grandes grupos:
– Fosas poco profundas y redondeadas, excavadas a 1,30 metros, con un espacio claramente insuficiente para dar sepultura al cuerpo en posición fetal y situar, a su alrededor, un mínimo ajuar funerario.
– Tumbas con forma oblonga, con ángulos redondeados, que se encuentran excavadas a más profundidad que las anteriores, casi a 2 metros. Algunas de estas tumbas empiezan a adquirir un tamaño destacable, e incluso algunas, fechadas en momentos cercanos al Gerzense, están cubiertas o techadas.
Al final del Amraciense hacen su aparición las tumbas de nicho, desarrolladas a partir de las anteriores para dar solución al problema del espacio y poder ubicar un mayor ajuar funerario. En esta época, los arqueólogos detectaron la costumbre de situar los objetos que acompañaban al cuerpo del difunto en una especie de bancada, a un nivel más alto del que se encontraba el muerto, depositando tan solo los bienes de uso personal pegados al cuerpo. El resto del ajuar estaba situado en estos nichos, e incluso, más adelante, en pequeñas habitaciones subsidiarias, haciendo más compleja la estructura de la tumba, en un proceso que ya no se detendrá en la historia del Egipto faraónico.
En el sur, el Gerzense, o Nagada II, sustituye al anterior a mediados del cuarto milenio. La mayor parte de los autores parecen intuir el nacimiento de los nomos durante este período y la existencia de conflictos armados entre distintas unidades políticas. Culturalmente, esta fase no parece más que una evolución de Nagada I, caracterizada por una auténtica expansión hacia el norte y el sur.
Las tendencias funerarias de etapas anteriores se aceleran en estos momentos, se detecta la presencia de algunas tumbas más grandes y elaboradas con unos ajuares muy ricos como los encontrados en el cementerio T de Nagada y la tumba 100 de Hieracómpolis. La tipología de las tumbas del Gerzense es muy variada; se constatan tanto las pequeñas sepulturas redondas u ovaladas, junto a los enterramientos en recipientes cerámicos, como los recintos rectangulares que incluyen distintos compartimentos para depositar unos ajuares cada vez más generosos. La presencia de ataúdes simples hechos con barro sin cocer o con madera se hace más habitual, pero lo realmente interesante de estos enterramientos gerzenses son los primeros intentos de momificación al envolver los cuerpos con tiras de lino, tal y como podemos observar en la tumba doble de Adaima. Frente a otras pautas culturales del Egipto faraónico que aparecen casi desde la nada en lo referente a las prácticas funerarias, estas se desarrollan a partir de un proceso evolutivo fácilmente identificable desde tiempos predinásticos, e incluso no se descartan orígenes muy anteriores.
Los enterramientos en Nagada II siguen siendo mayoritariamente individuales, aunque los múltiples se van haciendo más abundantes y con rituales funerarios más complejos. En este sentido, podemos constatar la existencia de auténticos sacrificios humanos, preludio de los que se llevaron a cabo durante el Dinástico Temprano en la ciudad de Abidos, y cuya función sería no dejar solo al faraón en la vida del más allá.
La unificación del Antiguo Egipto. Apofis, la serpiente del inframundo
No podemos seguir con mucha seguridad el proceso que se desarrolla en Egipto desde el Gerzense hasta la monarquía unificada, por eso, y a diferencia de lo que ocurre en Mesopotamia, nos encontramos con que en el valle del Nilo hay un reino totalmente formado, como salido de la nada, y en fechas relativamente tempranas. Lo mismo podemos decir de la escritura jeroglífica, de la que tenemos las primeras evidencias hacia el 3100 a. C.
Las pequeñas aldeas agrícolas fueron evolucionando hacia sociedades más complejas a lo largo del cuarto milenio. Se genera entonces un doble conflicto: el interno, al establecerse una sociedad de clases, y el externo, al entrar en contacto distintas comunidades y solucionar sus litigios mediante el recurso de la guerra. Esto explica el inicio del proceso de unificación territorial en Egipto, tal y como podemos rastrear en los relatos mitológicos elaborados por distintas ciudades, y que nos hablan de luchas entre distintos dioses que representaban, en el fondo, los conflictos entre los distintos gobernantes de las principales comunidades que existían tanto en el Alto como en el Bajo Egipto.
De esta forma, la unificación eliminó el sistema tribal con una elaboración religiosa basada en la existencia de animales totémicos que, por otra parte, se van a perpetuar en época dinástica, pero ahora integrados dentro de un orden divino más jerarquizado afín al nuevo sistema político. Este proceso queda reflejado en las tres cosmologías que nos han llegado: la de Heliópolis, la de Hermópolis y la de Menfis. En cuanto al proceso de unificación territorial egipcio, los problemas a los que se deben enfrentar los arqueólogos derivan de la falta de datos y, especialmente, de su difícil interpretación. La maza del rey Escorpión representa la victoria de un monarca del sur sobre los nomos del Bajo Egipto. El dios Horus, representado como un halcón sobre un recinto amurallado y que aparece en los jeroglíficos de los nombres de los faraones, toma mayor importancia en esta época, lo que indicaría que su ciudad, Hieracómpolis, en el sur, fue adquiriendo la hegemonía.
De Hieracómpolis también procede la Paleta de Narmer, en la que se representa al monarca en una cara con la corona blanca del Alto Egipto, y en la otra con la roja del norte, una clara evidencia de la unificación política de los dos reinos. Si los datos arqueológicos sitúan a Narmer como el posible unificador, la tradición literaria lo atribuye a Menes, con el que se inicia la I dinastía de Manetón. Para colmo de males, la cuestión parece complicarse ya que la piedra de Palermo da el nombre de Aha al primer faraón. A día de hoy la opinión más generalizada es que Escorpión sería uno de los últimos representantes de la lucha por la unidad del Antiguo Egipto, mientras que Narmer-Menes sería el fundador del Imperio hacia el 3100 a. C., y Aha su primer sucesor, aunque no faltan los autores que dicen que Aha y Menes son el mismo faraón, el descendiente de Narmer.
La información arqueológica nos permite corroborar el mayor protagonismo que va a adquirir el faraón, al que los egipcios consideran como la imagen del dios solar Ra, a finales del cuarto milenio antes de Cristo. Además de cabeza del nuevo reino, jefe del ejército e intermediario con los dioses, el rey debía garantizar el bien y establecer el maat, un concepto que implicaba justicia, orden y bienestar, y esto solo se conseguiría si tras su muerte lograba acceder a la vida del más allá, por lo que los egipcios emplearon una buena parte de su tiempo en la elaboración de complejos rituales funerarios para combatir el caos y mantener la prosperidad de su pueblo.
Una de las principales obligaciones del faraón consistía en la construcción de grandes templos dedicados a las deidades del panteón egipcio, como un acto de agradecimiento para conseguir un largo y próspero reinado. Algunos faraones vieron cumplidos sus ruegos porque a los treinta años de su reinado pudieron celebrar el festival de Sed, durante el cual se llevaban a cabo complejos rituales para renovar su fuerza y poderes sobrenaturales. Obviamente, no todos tuvieron la oportunidad de celebrar esta festividad, ya que la muerte se cruzó en sus caminos, obligándolos a iniciar un largo y decisivo viaje, porque de su resultado dependía la supervivencia de toda una civilización.
Efectivamente, los egipcios consideraron necesario que su faraón fuese aceptado por los dioses después de su desaparición física, y por eso invirtieron enormes recursos para que el rey triunfase sobre la muerte, como el Sol triunfaba sobre la oscuridad cuando los primeros rayos de luz asomaban por el lejano horizonte. Fiel reflejo de esta preocupación por conservar el maat fue la construcción de unas tumbas cada vez más espectaculares, pero para ello resultaba igualmente importante conocer las circunstancias de ese desconocido trayecto que debía iniciar el difunto, similar al que llevaba a cabo el dios Ra cada noche, para vencer a todos los enemigos sobrenaturales que amenazaban con sumir a Egipto en un nuevo período de caos.
Según la mitología egipcia, cada amanecer, el dios Ra partía en una embarcación mágica, la barca solar, y en ella recorría los cielos acompañado de una tripulación formada por todo tipo de dioses. A mediodía, cuando el Sol llegaba a su cénit, su fuerza era tal que iluminaba el mundo de los hombres, pero cuando nuevamente llegaba hasta el horizonte por el oeste, sumiendo la tierra de Egipto en la oscuridad, Ra-Atum, empezaba su viaje por el reino de la muerte en su Barca del sol nocturno arrastrada por chacales y cobras sagradas. En esta nueva travesía, el sol de la noche se veía obligado a superar numerosos obstáculos, como, por ejemplo, los terribles demonios que vigilaban ciertas puertas que no se abrían hasta que el dios Ra (o el faraón difunto) contestaba correctamente unas misteriosas preguntas. De igual forma, toda una legión de extrañas criaturas se confabulaba para atacar a Ra-Atum, entre ellas la serpiente Apofis o Apep, la mayor y más temida serpiente del Duat. Esta ponía todo su empeño en evitar que la barca completase su recorrido y no alcanzase el nuevo día ni devolviese la luz, el equilibrio y la paz al pueblo egipcio. Movida por su descomunal fuerza, Apofis atacaba la embarcación del dios del sol con la intención de romper el orden cósmico. Durante su trayecto, la serpiente arremetía directamente contra el barco solar, pero también solía culebrear para que se formaran bancos de arena donde el navío encallase.

Apofis, la serpiente gigantesca, herida por el dios Ra.
Afortunadamente, tal y como pudieron comprobar los egipcios a lo largo de su milenaria historia, Apofis nunca resultó vencedora. Sin embargo, la serpiente que representaba el mal no podía ser derrotada del todo, dañada o sometida. Para los egipcios, su existencia era imprescindible, ya que sin ella el ciclo solar no podría haberse llevado a cabo con normalidad (nuevamente vemos la creencia en las ideas opuestas como base de sus estructuras de pensamiento); no en vano, la mentalidad egipcia necesitaba materializar de alguna manera el concepto del mal para darle un sentido concreto al principio del bien. Los egipcios pensaron que los días en los que el cielo se teñía de rojo era por causa de las heridas de Apofis en su lucha con Ra; del mismo modo miraban los eclipses con preocupación porque anunciaban una posible amenaza para la barca solar.
La batalla entre estas dos fuerzas antagónicas se debía llevar hasta sus últimas consecuencias, pues de su resultado dependía el futuro de Egipto. En caso de que Ra no saliese victorioso, las aguas del caos primigenio volverían a anegar la tierra, y el reino de los dioses y el maat desaparecerían para siempre. Poco a poco, el viaje de la Barca del sol nocturno iba llegando a su fin, pero el momento de mayor tensión siempre se producía durante el amanecer, cuando la lucha entre las fuerzas del caos y las del orden llegaba a su punto más alto, en un enfrentamiento en el que, invariablemente, resultaba victorioso el dios del sol.
Algo semejante ocurría tras la muerte del faraón egipcio, un fenómeno crítico para un pueblo que esperaba expectante el resultado final de esta última prueba que debía de emprender el rey, identificado con Osiris. La posibilidad de alcanzar la vida después de la muerte fue, en un principio, privilegio del faraón durante las primeras dinastías de la historia egipcia, pero, tras la caída del Antiguo Reino, observamos que la costumbre de situar inscripciones en los ataúdes junto a planos del mundo de los muertos se generaliza, y así hasta alcanzar el Imperio Nuevo. Por fin, cada egipcio es identificado con Osiris, y, por lo tanto, será capaz de renacer en la otra vida; por este motivo, se hacen enterrar con ensalmos escritos en papiro que debían recitar para superar las pruebas que les esperaban en su viaje. Conforme fue pasando el tiempo, estos escritos mágicos fueron recopilándose para dar forma a un libro que consta de ciento noventa capítulos, los Escritos que serán realidad de aquí en adelante, más conocidos por nosotros por el nombre de Libro de los muertos.