La dureza del doble rasero

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Una mañana de domingo, paseando por los puestos de libros del mercado de San Antonio, compré un librito cuyo título me llamó la atención, Cinco novelistas inglesas, firmado por Charles David Ley. Abriéndolo por el índice vi que trataba de las cinco grandes novelistas inglesas del siglo XIX: Charlotte, Emily y Anne Brontë, Jane Austen y Mary Ann Evans, más conocida como George Eliot. Comprendo que la leyenda que rodea a estas cinco grandes mujeres resulte motivo de muchas sutiles ironías. Ya están las mujeres, otra vez, hablando de las mismas de siempre... que si Jane Austen, que si Virginia Woolf... Es difícil, para un lector confortablemente instalado en un mundo de valores que no le agrede particularmente, hacerse una idea del impacto que supuso, y sigue suponiendo, la lectura de aquellas novelas ( Jane Eyre, Orgullo y prejuicio, Cumbres borrascosas, Middlemarch) donde, por primera vez de una forma tan rotunda, un grupo de escritoras se atrevía a romper los paradigmas masculinos exponiendo públicamente su visión del mundo a través de sólidas ficciones sustentadas en la propia subjetividad. ¿Qué lectora no se ha sentido conmovida con el descubrimiento de una escritura tan interiormente libre como la de estas inglesas cercadas por la fuerza de la costumbre?

Sin embargo, y en general, las mujeres nos hemos acostumbrado a silenciar las verdaderas influencias recibidas, porque esas influencias han carecido del prestigio alcanzado por otros libros. Pienso ahora en las lecturas juveniles de mi generación: los libros leídos por los adolescentes varones que descubrían la literatura aproximadamente a la misma edad que las chicas. Ellos lograron dotar a esas lecturas formativas de un atractivo indiscutible. En sus autobiografías y memorias la experiencia adquiere una proyección universal: las maravillosas historias de Alejandro Dumas, de Emilio Salgari, de Julio Verne y tantos más, cargadas de héroes masculinos que luchan por su honor, por la ciencia, por el amor de una mujer y lo hacen disfrutando de atributos admirables (coraje, valentía, lealtad, honradez y sentido de la justicia). Poco sabemos todavía, sin embargo, de las lecturas que influyeron en las jóvenes de cualquier época. Con alguna excepción, como la de Emilia Pardo Bazán, la escritora sin miedo que dejó una magnífica descripción de sus lecturas adolescentes en los «Apuntes autobiográficos», tan erróneamente considerados por sus contemporáneos como un ejercicio de pedantería y presunción .1 Leamos qué dice Cristina Fernández Cubas sobre esta cuestión:

Hace algunos años, en cierta mesa redonda de imborrable recuerdo, nos preguntaron a los participantes cuáles habían sido nuestras lecturas de infancia. Citamos a Verne, a Stevenson, a Salgari... Y yo, sin sospechar a lo que me exponía, incluí el nombre de Louise May Alcott. Enseguida percibí una sonrisa entre mis compañeros de mesa. Una actitud de condescendencia que el público me devolvió como un espejo.2

Muchas de nosotras leímos aquel maravilloso relato de iniciación en una versión censurada;3 a pesar de ello la fuerza vital, tan emersoniana, de la familia March resultaba más que inspiradora. Pero el prestigio no está del lado de la mujer a no ser que hablemos de largas piernas o de una piel de melocotón, de modo que su formación intelectual, por ejemplo, apenas ha interesado. Sólo las modelos, actrices y sopranos consiguen alcanzar un reconocimiento público que no se pone en entredicho ni pierde su valor por el hecho de haberlo alcanzado una mujer. En efecto, la lectura de Mujercitas ejerció una influencia enorme entre las adolescentes de aquella España franquista a la que se refiere Fernández Cubas,4 aunque no se haya estudiado todavía su valor como posible modelo femenino. Por más que Alcott se mostrara ajena a la proyección alcanzada con su relato, nada más publicarse en 1868, el formidable personaje de Jo March sirvió para que muchas jóvenes, más aficionadas a la lectura y al ejercicio que a pensar en vestidos y encuentros sociales, encontraran en ella un referente no sólo literario sino practicable.

Vuelvo al librito de Ley, editado por José Janés en marzo de 1948.5 Aquella misma noche me dispuse a leerlo. Primero lo hojeé, como suelo hacer, descubriendo para mi sorpresa comentarios francamente extraños. En el capítulo dedicado a Jane Austen leí, por ejemplo: «George, el hermano menor, aún más joven que Jane, fue un simplón, como solía acontecer con el último vástago de las familias inglesas numerosas. En efecto, se siente uno tentado de pensar que acaso se deba al hecho de haber estado tan a punto de caer en la idiotez, que Jane haya llegado a convertirse en una artista de fama mundial. A pesar de su vida tranquila en la rectoría lugareña, su figura constituye un posible estudio para aquellos que gustan de investigar en la patología del genio».6 Me pareció un comentario francamente extraño, pero unas páginas atrás hablando de los hombres de letras y de su valor en la sociedad victoriana exclamaba: «Pero no vamos a extendernos aquí acerca de los genios, puesto que tratamos de las escritoras».7 No daba crédito a las palabras que leía. Me incorporé lo más que pude en mi butaca pensando que no era posible que un crítico literario abordara la semblanza de estas importantes novelistas con tales prejuicios, aun escribiendo en los años cuarenta, pero la experiencia no había hecho más que empezar. El autor parece carcomido por la desgracia de tener que admitir que la mejor literatura inglesa del siglo XIX, parte de la mejor en cualquier caso, fue femenina, de modo que los juicios despectivos sobre estas lúcidas y retraídas mujeres son continuos: Orgullo y prejuicio8 es una novelita que, simplemente, ha tenido suerte; los errores narrativos de George Eliot son tantos que resulta providencial que finalmente sus historias lleguen a buen puerto y en Cumbres borrascosas la actitud de Emily Brontë como narradora es tan ambivalente como la que los campesinos muestran con su ganado: con una mano acarician el lomo de una ternera mientras que con la otra afilan el cuchillo que la degollará. No obstante, el autor no desperdicia la ocasión de ensalzar al sublime autor de La feria de las vanidades, William Tackeray, quien, por su parte, admiró sinceramente a la autora de Jane Eyre, Charlotte Brontë, por ejemplo, y procuró obsequiarla lo que pudo durante sus breves estancias en Londres. No importa, Ley parece apenado cuando debe referirse al último viaje de la novelista, hermana mayor de Emily, a la capital, en 1851. Por lo visto, Charlotte Brontë asistió a dos conferencias pronunciadas por Thackeray queriendo responder así a su cortesía y sin pretenderlo en absoluto se convirtió en ambas en el centro de atención de la sala. Ley se lamenta: «En la segunda conferencia fue todavía peor. Los asistentes, gentes del medio literario y de la aristocracia, abrieron paso a Charlotte y esperaron de pie a que ella saliese, como si ella fuese la reina de Inglaterra. La pobre Charlotte, haciendo un supremo esfuerzo, consiguió llegar a la puerta sin desmayarse».

En lo primero que se piensa es que si escritoras del fuste indiscutible y excepcional de las aquí mencionadas han tenido que sortear estas mezquinas reservas a la persona y a la obra ¿qué no habrá ocurrido con las que no dispusieron de su talento literario?9 Pero también cabe pensar que la situación inversa —una ensayista abordando la obra de cinco grandes escritores en estos términos despreciativos y abiertamente hostiles, cuando no insultantes— es inconcebible. En lo tercero, que la consideración intelectual de las escritoras no ha cambiado tanto desde el siglo XIX, a pesar de las llamativas apariencias y algunos éxitos de ventas que ya conocieron, por cierto, las hermanas Brontë. Un ejemplo reciente lo proporciona el profesor José-Carlos Mainer en su ensayo Tramas, libros, nombres. A pesar de tan elocuente subtítulo —Para entender la literatura española, 1944-2000—, su trabajo no considera la obra de ninguna escritora que haya publicado en el periodo estudiado, nada menos que la segunda mitad del siglo XX, periodo privilegiado en cuanto se refiere al acceso de la mujer a la literatura concebida profesionalmente. Mainer no considera a las novelistas que han ejercido una influencia indudable como Carmen Laforet, Ana María Matute o Carmen Martín Gaite. Cualquier lector/a poco informado cierra el libro con la seguridad de que puede explicarse perfectamente la historia de la novela española de los últimos cincuenta años sin que las escritoras hayan contribuido a su desarrollo en lo más mínimo. Simplemente no existen en su ensayo, no tienen ningún papel, ni bueno, ni malo, ni regular.10 Un ejemplo al azar:

Nuestro año (Mainer se refiere a 1952) apenas cuenta sino por una novela de Zunzunegui, Esta oscura desbandada, que acompañó a otra de Pedro de Lorenzo, Una conciencia de alquiler, que pertenece a su ciclo Los descontentos; pero ni la presunta crudeza de la una, ni la corrección de la otra son, a la postre, otra cosa que moralina.11

Bien, una estudiante de filología se hace a la idea —el profesor Mainer es una autoridad indiscutible y admirada en cuanto se refiere a literatura española del siglo XX— de que aquel año, «nuestro año», publicó un tal Zunzunegui, un tal Pedro de Lorenzo... Libros regulares al parecer y sospechosos de moralina. ¿Nada más? Pues sí. 1952 es el año en que Carmen Laforet publica su segunda y esperadísima novela (después de Nada, en 1944) titulada La isla y los demonios; o bien el año en que Elena Quiroga, futura académica de la RAE, da a conocer su novela La sangre. También el año en que María Martínez Sierra publica un libro de culto sobre los años anteriores a la guerra civil, Una mujer por tierras de España. Y aparece el primer libro de cuentos de Rosa Chacel, titulado Sobre el piélago... En definitiva, es una monografía —imagen de una situación cultural— que invita a preparar otra que sí considere el papel de las escritoras durante ese importante período. ¿A qué se debe esta actitud de silenciamiento? Sea cual fuere, es la misma lógica del rechazo o de la invisibilidad que explica los resultados de una encuesta realizada por la revista Quimera, en pleno furor del canon literario generado por el cambio de siglo y de milenio.12 La pregunta giraba en torno a «las diez mejores novelas españolas del siglo XX» y fue enviada a críticos, profesores y escritores, aunque ignoro los detalles del procedimiento. Las diez mejores novelas según el resultado de la encuesta y por orden de votos son: Tiempo de silencio, La colmena, El Jarama, Tirano Banderas, La saga/fuga de J. B., Niebla, Señas de identidad, El árbol de la ciencia, El obispo leproso y Si te dicen que caí. Es muy significativo que novelas como Nada, Primera memoria, Entre visillos, El cuarto de atrás, Barrio de maravillas o La plaça del Diamant, que han mostrado su perdurabilidad en los estudios literarios, hayan quedado excluidas del improvisado canon. ¿El obispo leproso antes que Nada o La plaça del Diamant?

Es obligado hablar pues de la pervivencia de un pensamiento adverso o, en el mejor de los casos, indiferente a la mujer y a su trabajo, herencia de una tradición intelectualmente misógina, que ha combatido, y sigue combatiendo, a veces con desesperación digna de mejor causa, el valor de la inteligencia femenina, negándole no ya el reconocimiento sino el derecho a ser considerada parte inalienable de la producción cultural. La historia literaria en nuestro país sigue rechazando firmemente la integración del colectivo femenino.13 Sigue minimizando por las razones que sea las aportaciones de las escritoras y ridiculizando su idea de la libertad personal o su forma de relacionarse con el público, y ahí unas pecan de exceso y se las odia por ello y otras por defecto, y también se les reprocha su actitud. Así, cuando Elfriede Jelinek se negó a recoger su galardón en Estocolmo en octubre de 2004 aduciendo fobia social, puso de manifiesto su escaso aprecio por la vanidad profesional, y los comentarios mordaces en la prensa española se sucedieron. Parecía un concurso de graciosos.14 Un intelectual escribió un artículo dedicado a la novelista austríaca. Las primeras frases ya eran preocupantes: admitía no haber leído una sola línea de Jelinek, pero su comportamiento ante el jurado de Estocolmo le había sacado de quicio. Está claro que al tratarse de una mujer, no importaba demasiado reconocer no haberla leído. Como digo no fue el único, quien más quien menos se apresuró a decir que no conocía de nada a la autora premiada, sólo para subrayar la extravagancia de la decisión del comité sueco. De más está decir que nadie adoptó esta actitud el año anterior cuando se le concedió el premio al sudafricano J. M. Coetzee. Hubiera sido una actitud indudablemente arriesgada, en medio de nuestro esnobismo cultural, presumir de ignorar a Coetzee. Sin embargo, tratándose de la excéntrica Jelinek no tener idea de si merecía la pena descalificarla o no, pero en todo caso hacerlo, era no más que una forma fácil de solventar la colaboración semanal en el periódico para el que se trabaja. Y encima quedar como alguien que sabe sacar punta al lápiz que lo merece.

Admito que yo tampoco había oído hablar de ella y ante la imposibilidad de adquirir los primeros días (después de que se conociera la noticia) alguno de sus libros, pedí ayuda a una colega de filología alemana, Loreto Vilar. Ella tiene la obra de Jelinek en su programa de literatura alemana. Me recomendó La pianista y leí la novela gracias al ejemplar que me prestó. Es una novela que recuerda a Kafka (y también a Ingeborg Bachmann, precursora de Jelinek en su afán de construir una subjetividad femenina), por la mirada fría con que se analizan las relaciones humanas, pero que es indiscutiblemente original, corrosiva y sumamente perturbadora. La escritora austríaca, como Kafka, se muestra preocupada, obsesionada incluso, por escribir sobre dichas relaciones y sobre las desiguales fuerzas de poder que sostienen la estructura familiar. En La pianista se trata de una mujer joven que permanece junto a su dominante madre a pesar del odio inconfesado y atroz que siente por ella. Eso le genera una tensión que la joven desvía inconscientemente recurriendo a formas perversas de comunicación con los demás. En definitiva, Jelinek escribe sobre el dominio moral (que ella misma ha sufrido con su madre, según sus declaraciones) que unos seres son capaces de ejercer sobre otros. Un dominio o explotación que, sin hacerse jamás explícito si no muy al contrario envuelto en supuesto amor y dedicación, algunas mujeres han ejercido y ejercen sobre su entorno, sus hijas por ejemplo, alterando fatalmente el curso de sus vidas.

Aquellos primeros días de recepción periodística del Nobel se calificó repetidamente a la escritora de pornógrafa y obscena.15 No niego que la lectura de Deseo, por ejemplo, lo pueda resultar, pero habría que preguntarse qué persigue con ello. La fijación de Jelinek por las formas humanas de dominio la ha llevado a observar ciertas manifestaciones —la pornografía, la prostitución, pero también el coito conyugal— como un ejercicio de deshumanización a través del sexo. En sus libros, la mujer es un pobre ser claudicante, un ser «a medio hacer, a medio educar» al que se le pide poco ruido y un buen comportamiento en la cama.

En otras palabras: una novelista denuncia con un lenguaje feroz la transacción sexual humillante y oculta en tantas formas de relación y es una pornógrafa, mientras que un escritor puede hablar impunemente de «mis putas» como quien habla de «mis plumas», o bien parodiar la violación salvajemente repetida a una muchacha de catorce años (pienso en La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada) y ser sólo un maestro del lenguaje.16 ¿En qué mundo vivimos? Que un escritor manifieste en su obra la obsesión por el placer sexual de un anciano en su relación con una muchacha todavía virgen, o el que pueda obtener prostituyendo imaginariamente a una niña que acaba de tener su primera menstruación, entra dentro de la libertad creadora estrictamente personal —allá cada cual con sus obsesiones y con su imaginario—, pero no procede si aceptamos este punto de vista y no lo calificamos de obsceno, señalar a Jelinek como una novelista que, en cambio, sí lo es, y entonces eso se dice con todas las letras. Si el arte es la principal construcción simbólica de que dispone una sociedad para fijar y proyectar sus anhelos y frustraciones, es decir es una herramienta indispensable en la construcción de los valores culturales, todos —creadores y lectores— tenemos derecho a pensar por nosotros mismos qué tipo de símbolos consumimos y por qué. Preguntémonos pues qué consecuencias se derivan de ambas lecturas. Porque las hay, sólo que, hablando de Jelinek y García Márquez o Camilo José Cela, transcurren en direcciones opuestas.

Sin embargo, plantear una cierta ética literaria o defender una nueva perspectiva crítica orientada a leer la obra literaria en clave feminista son actitudes que chocan frontalmente con las corrientes y las voces que insisten en mantener alejada la obra de arte de la conciencia personal: es la posición repetidamente defendida por Vargas Llosa, por ejemplo. La idea de que el arte se sostiene al margen de cualquier significación, al margen de una perspectiva histórica o moral es mayoritaria y diría que un rasgo que ayuda a explicar la deriva del arte contemporáneo.17 ¿Es posible que todos tengamos razón y que ambos planteamientos sean indispensables, aún siendo recíprocamente incompatibles? Es verdad que no podemos pensar y defender las dos cosas al mismo tiempo, pero sí es posible tal vez que ambas actitudes ante la obra de arte se requieran mutuamente como garantía de su libertad creadora.

Jelinek parece revolverse contra la exclusión a la que se ha visto sometida la mujer, ella en concreto, en razón de su sexo. Nada puede salvarse a su alrededor, tampoco en su literatura, pues el mal está hecho. Es una actitud ante el mundo que nos recuerda otras (Fritz Horn, Thomas Bernhard, Fernando Vallejo). Pero sólo Jelinek tiene sus dificultades para sostener esa denuncia y sus consecuencias ante los medios de comunicación. Es evidente que no todas las mujeres están preparadas para la dureza del doble rasero a la hora de medir a un colectivo o a otro, y no es extraño que una escritora que va tan lejos cuando se trata de formalizar su mirada del mundo que la rodea, se resista a la exposición pública. No es la primera en hacerlo: sabemos que Charlotte Brontë se resistió con todas sus fuerzas a la mirada ajena posada sobre ella. Tampoco será la última. Sencillamente, muchas mujeres que de verdad tienen algo nuevo que decir saben lo que les espera. Como lo sabía Caterina Albert, más conocida como Víctor Català, que vivió aterrorizada con la idea de que pudieran burlarse de ella por el hecho de escribir novelas en las que procuraba expresar su forma de ver el mundo rural que la rodeaba: «Es tan extraño el papel de escritora, que no siento la menor envidia por representarlo. Y ustedes que me parece que son muy buenos, me ayudarán a esconderme para que la gente no se ría de mí en plena cara»18 le comenta a su amigo, el también novelista catalán Narcís Oller al pedirle que respete el seudónimo que ha elegido para firmar sus libros, ocultando su condición femenina tras él. Caterina Albert se negaba incluso, en caso de apuro, a admitir que había escrito los libros que escribía. Era lo suficientemente fuerte y vigorosa para escribirlos, pero sabía muy bien que si exhibía esta fortaleza públicamente el daño que se le haría podía ser irreversible. «Cuando una mujer se vuelve demasiado fuerte el hombre siente deseos de matarla», dice enfáticamente Thomas Bernhard, nada sospechoso de feminismo, en su conversación con Krista Fleischmann.19 No dejo de pensar en esta frase.

Al miedo, una vez concluida la escritura, ha aludido en más de una ocasión la argentina Luisa Valenzuela: «Por mi parte, el miedo viene después, en el momento de darse la escritura sólo siento la euforia por más tremendo que sea el tema. Es sólo al leer lo escrito que me asusto».20 Pero es posible aventurar que esa fragilidad, reflejo de una profunda inseguridad femenina, es en buena parte la responsable de la pervivencia de la misoginia: «¿Qué es lo que perpetúa, a través de los siglos y de los continentes, el odio hacia la mujer? Respuesta: su debilidad, porque es la de todos», afirma André Glucksmann en su libro El discurso del odio,21 ya citado. Debilidad, terror ante unos pocos juicios de valor escupidos en pleno rostro: puta, guarra, fea, gorda, marimacho.22 Han bastado esas palabras, cualquiera de ellas, para arruinar el prestigio de muchísimas mujeres. A las feministas se las ha asociado visceralmente con el grupo de las feas, gordas y/o marimachos («Debajo de toda feminista hay una lesbiana, o una fea», ha dejado escrito en los periódicos Francisco Umbral, cambiando a veces lesbiana por catalana). En cuanto a la palabra «puta» es una palabra que habría que desterrar de nuestro idioma, como el estigma que sufre un mundo que no sabe, lo peor es que no pueda, respetar la diferencia. Muy al contrario, como decía es una palabra cada vez más visible tal vez porque, de igual modo, la prostitución se está convirtiendo en un problema preocupante que sólo la educación ciudadana y la actitud firme de las mujeres ante ella podría convertir en verdaderamente incómodo, aunque no parece que se vaya en esta dirección. Por su parte, la fijación que nuestra literatura ha manifestado —y lo sigue haciendo, indiferente a los cambios— por las prostitutas merecería estudiarse como lo que es: la expresión de una canallada moral que se refugia allí donde puede hendirse un cuchillo sin peligro de que alguien nos devuelva el golpe.

Lo cierto es que cada vez que en la historia surgieron mujeres portadoras del simple deseo de realizarse, o de querer cumplir con su vocación, más allá de las lindes hogareñas, tuvieron que luchar con el doble de coraje, de voluntad, de firmeza, y aun así no pudieron verse libres de las habladurías, los comentarios acerca de su equilibrio mental, las mentiras capciosas, la persecución, la burla. El miedo al «qué dirán» ha hecho de la mujer un ser vulnerable que apenas se conoce a sí mismo. Lo veremos más adelante, por ejemplo en el capítulo «Las literatas, caballos o peces» que reúne algunos de los comentarios que suscitó la presencia de las escritoras en la vida pública española del siglo XIX. Las descalificaciones (gordas, cursis, sabihondas, putas, perezosas, pedantes, bas-bleu...) fueron una pieza habitual de la vida literaria: cómo sería que, por ejemplo, durante años el nombre de la escritora y maestra del relato corto, Carmen de Burgos, más conocida como Colombine, sólo sirvió para bautizar un prostíbulo en su ciudad natal, Almería, según puede leerse en una biografía dedicada a la periodista.23 Y eso aun teniendo en cuenta que la mayoría de las mujeres relevantes en la historia de España han procedido de una situación económica o social privilegiada.24

Como lo es también que podría hacerse una tesis —interesante tesis— sobre las dudas sembradas acerca de la autoría de obras particularmente importantes escritas por mujeres de ámbito español. Pienso en Mercè Rodoreda, por ejemplo, cuya valía literaria ha crecido hasta convertirse (con Joan Sales) en el principal referente de la novela catalana contemporánea. Pero ha crecido a la sombra de las sospechas sobre la posible intervención de su amante, Joan Prat, en parte de la misma.25

La vida es difícil para todos viviendo, como vivimos, de un espejismo, y, siendo así, quizá lo más valioso de que disponemos para movernos y ser, sea la confianza en nosotros mismos, la autoestima. En mi opinión —y ésta fue la tesis principal sostenida en La vida escrita por las mujeres— atentar contra este sentimiento esencial y necesario para que un individuo encuentre la forma de materializar sus aspiraciones y definir su estar en el mundo es lo que hace el misógino, o la misógina, respecto de la mujer. Se empeña en reducirla con mil estrategias distintas a una posición inferior, humillante, subalterna, por el mero hecho de ser mujer y así poder agrandarse a sí mismo/a, reduciendo a la hembra que, sin embargo, tiene los mismos derechos que él. Sólo los que por alguna razón se han visto a sí mismos pequeños se preocupan por parecer más grandes de lo que son, empequeñeciendo a quienes les rodean.

2

En cualquier caso, aquel librito de David Ley cargado de desdén hacia cinco grandes autoras del siglo XIX que no tuvieron una vida fácil precisamente, me hizo ver negro sobre blanco lo importante que es el ser conscientes de las dificultades contra las que hay que luchar a cada paso. Hay que saber de dónde venimos las mujeres, de qué mundo de prejuicios y elogios estereotipados,26 de actitudes que huyen en realidad de la mujer real, de cuántas conspiraciones de silencio. Se me dirá, sin embargo, que un ensayo escrito en los años cuarenta mal puede representar a la cultura de nuestros días (el comportamiento de la historia literaria forma parte de ella). Pero ahí está el problema, que sí que puede. Citaré dos ejemplos de la misoginia que todavía se mantiene en los ámbitos de la cultura, de modo que cualquier machito tiene su lugar bajo el sol, mientras muchas mujeres de valía repliegan velas, calculan sus posibilidades e intentan sobrevivir a la presión masculina que insiste de una u otra forma en minar la confianza adquirida en las últimas décadas. Algunos de los sujetos rozan la crueldad mental con sus groseros comentarios. No sé si hubiera sido posible en los años setenta del pasado siglo que un comentarista de libros abriera su reseña sobre una novela de la escritora belga Amelie Nothomb con estas palabras: «La Nothomb lo tenía todo para despertar mi tirria: escritora, joven, con éxito y, la gota que colma el dedal, belga» [el autor de Tintín era belga, ¿no? Simenon también y no creo que les haya perjudicado]. Además, tiene demasiada frente, imagen de rarita y es de un prolífico envidioso. Mis amigos parisienses tampoco la soportan: al parecer, la señorita Amelie (el nombre ya da dentera) va vendiendo por la tele que se alimenta de legumbres podridas».27 ¿Y de qué clase de verduras se alimenta Hernán Migoya recurriendo a formas tan soeces para ridiculizar a una novelista que no hace más que publicar un nuevo libro, por más que publique sin parar? Hemos pasado de rechazar la biografía del escritor por considerarla ajena al texto (yo nunca estuve de acuerdo con ese anatema lanzado por el estructuralismo y de estricto cumplimiento durante décadas) a recurrir a ella para denigrar a una novelista. Peor aún, no se recurre en este caso a su biografía sino a su aspecto físico, o a sus costumbres cotidianas. ¿Dónde están los avances interpretativos de la crítica literaria?

El asunto alcanza el puro disparate cuando afirma: «Sea o no Mademoiselle Nothomb una mujer deplorable o un personaje grimoso, una moda o una buena escritora, para mí la persona que ha escrito ese libro tiene montañas de talento». Es decir, que para reconocer que se trata de una buena novela debe pasar por alto todas sus prevenciones sobre las mujeres que se dedican a la literatura, la grima que le dan, en especial si son jóvenes, belgas, se alimentan de legumbres o tienen una buena frente. Está claro que en un caso así lo que se busca es la provocación. El mismo autor en su página de Lateral (enero de 2005) incluye una especie de crónica de un viaje a Estados Unidos. En ella puede leerse: «Una noche de aburrimiento en el Hotel Flamingo iba a alquilar una puta, pero al final alquilé una película de pago» .28

Segundo ejemplo: el periodista Salvador Sostres, en su columna diaria del periódico Avui contestaba a la escritora Empar Moliner. Ésta se había lanzado a una burla del verso de Valentí Puig «nada chabacano puede prevalecer». Para replicarla Sostres escribía: «Esta chica cree que tiene talento y que es alguien y se atreve a hacerte observaciones sobre el verbo que utilizaste en aquel artículo. Su mofa partía de la convicción de sentirse superior, ella que si hubiera nacido hombre trabajaría en la Seat porque como no nos hace falta cuota, los hombres con sensibilidad de operario hacen de mecánicos y no de vicepresidenta o de escritora». Sostres no tiene bastante y necesita hacer más sangre: «Si al menos siendo mujer se duchara, presentaría el programa de tarde: pobrecilla, estos juegos de palabras que hace. Pero la doble marginación le ha abierto algunas puertas y entonces forma parte de nuestro panorama literario: el fracaso de una literatura (la catalana, se entiende) cansada de buscar y no encontrar mujeres para incluir en el canon y que al final ha tenido que conformarse con lo que había, aunque sólo hubiera esto».

Que nadie piense que la ira de Sostres se detiene aquí, el artículo sigue buscando los puntos débiles de Empar Moliner como mujer —no como escritora— con la expresa voluntad de hacerle el mayor daño posible. Sostres en sus artículos no oculta su misoginia, no la disfraza con palabras condescendientes; es rotunda, inapelable, carcamal. En realidad, es el buque insignia de sus escritos: «Acaba de salir un documental en Chile sobre la infidelidad femenina, la infidelidad femenina que en realidad no existe. La infidelidad es estrictamente masculina. Los hombres tenemos aventuras que no tienen nada que ver con nuestro matrimonio, ni con si amamos o no a nuestra mujer ni si con ella las cosas nos van mejor o peor. Tenemos una aventura por el goce de tenerla, y nuestra simplicidad no nos permite pensar en nada más. Es la ventaja o desventaja de tener alma, sentimientos. Las mujeres, en cambio, no tienen alma ni sentimientos para estas cosas: tienen una definida, pulcrísima estrategia».29

No sé si Sostres cree que su idea de negar a las mujeres el espíritu que concede a los hombres con verdadero embeleso (¡ay!) es una idea suya y que le distingue. En cualquier caso, fue un concepto muy trabajado ya por los grandes misóginos medievales: «Las mujeres, por la mayor parte, todos sus hechos son cautelas y maneras, y con mentiras las coloran y adornan», puede leerse en el Corbacho de Alfonso Martínez de Toledo.

En la génesis de las imágenes negativas de la mujer que pueblan la historiografía literaria, la astucia ha sido la única forma de inteligencia atribuida a las mujeres, dado que durante siglos se les ha negado la inteligencia racional, reservada exclusivamente a los hombres, y algo había que reconocerles.30 En el siglo XX, esa idea que recorre el pensamiento contra femina es reelaborada por Otto Weininger, paradigma del antifeminismo moderno. Según él, el «hecho original» es la espiritualidad del hombre, mientras que la fascinación que el hombre siente por la mujer proviene de su «caída». Pocos pensadores han quedado con el tiempo tan desacreditados como el del austríaco cuando defendía al varón como sujeto por excelencia. Pero aun siendo una perspectiva infame la que Weininger tenía de la mujer ¿no es interesante ver cómo la exaltación de lo masculino, en detrimento de lo femenino, es el significante de la castración? Es una idea desarrollada por Carlos Castilla del Pino, cuando señala que la misoginia expresa el odio a la mujer de quien no se siente suficientemente masculino.31 El misógino la rechaza porque se rechaza a sí mismo en aquello que tiene de femenino y es pues, en relación a la mujer, el paisaje mismo de la impotencia y la desolación. Y es que la relación amorosa debe resultar bastante trágica para un misógino, porque un hombre que tiene esa (poca) disposición anímica hacia la mujer, que la comparte con tantos prejuicios temores, difícilmente será una buena pareja. Y si fracasa como amante, sus sentimientos violentos contra la mujer se exacerbarán en un bucle imparable.

La misoginia es pues una ideología fundamentalmente reactiva, como ya dejara escrito Feijoo: «Hay hombre tan maldito que dice que una mujer no es buena, sólo porque ella no quiso ser mala».32 Esa actitud reactiva está en el origen de las popularizadas ideas misóginas y sobre todo misógamas del filósofo Arthur Schopenhauer, por ejemplo, desarrolladas progresivamente, a medida que su experiencia amorosa iba nutriéndose de desengaños debidos a su escaso atractivo físico y a su terrible carácter.33 «¡Qué menudencias exiges a una mujer!», exclama su hermana, sorprendida, en una carta.34 A esa desairada experiencia personal debe sumarse otra primera y decisiva en Schopenhauer: la difícil relación mantenida con su madre, Johanna Trosiener, cuyo salón literario en Weimar se hizo célebre por ser el primero en aceptar a Christiane Vulpius (casada con Goethe después de años de convivencia). Schopenhauer, irritado por su éxito y su carácter dominante, muy pronto la acusaría de despilfarrar parte de la herencia paterna que le correspondía.

Y es que, en general, deberíamos preguntarnos siempre qué hay detrás de muchas actitudes hostiles y, en definitiva, la relación que dichas actitudes guardan con la «biografía profunda» de quien las sostiene.35 El ego masculino no ha sido precisamente un ejemplo de tolerancia y savoir faire cuando ha tenido que enfrentarse a las reclamaciones femeninas. En honor a la verdad, hay mujeres que tampoco están a la altura de sus circunstancias. La propia Empar Moliner, tan zarandeada por Sostres, reacciona en sus artículos periodísticos de forma incomprensiblemente cómplice. Su decálogo de la mujer separada,36 por poner un ejemplo, manifiesta una mirada tan empequeñecedora de la mujer, tan insultante, que consigue reducirla a un ser ridículo, minúsculo, un harapo de ser. Tal vez tenga tanta fuerza la hegemonía masculina que a las mujeres nos es suficiente a veces con soñar que formamos parte de ella.

Juan Cueto en unas breves páginas que dedicó a la misoginia en 198337 tenía su propia hipótesis: el misógino no es el que siente aversión u odio a las mujeres según la versión obsoleta que da el DRAE; no es el que odia a las mujeres sino el que vive o aspira a vivir al margen de ellas después de una experiencia calamitosa. Algunas enciclopedias aclaran que la misoginia es una alteración de carácter psíquico. ¿Provocada por qué? Eso no lo dice ninguna enciclopedia, aunque sí lo aclara Castilla del Pino. Cueto se pregunta el porqué del rechazo o la indiferencia hostil a la mujer: es una reacción defensiva ante un fracaso sentimental y en nuestros días estaría ya exenta de animadversión y sería puramente autoprotectora. La cuestión es: ¿acaso las mujeres no sufren experiencias amorosas igualmente catastróficas para su autoestima (diría que más, por la repercusión que tienen dichas experiencias en embarazos no deseados, por ejemplo, capaces de arruinar hasta fechas recientes el futuro de cualquier muchacha adolescente) sin que por ello dispongamos siquiera de una palabra equivalente a misoginia que nos permita suponer una animadversión ontológica de naturaleza parecida? En realidad un rechazo al varón, de naturaleza equivalente a la que estoy tratando, la mujer no lo sintió nunca: «No estoy hecha para vivir con tu odio, sino para estar con lo que amo», le dice Antígona a Creonte asumiendo altivamente su destino femenino. Sin embargo, al varón ese destino volcado al amor antes que al odio, le ha causado un profundo desasosiego, como se lo causa al rey Creonte la dignidad de Antígona... Si quieres amar, «vete a amar donde los muertos», le responde fuera de sí.

«El odio más largo de la historia, más milenario aún y más planetario que el del judío, es el odio a las mujeres.» En efecto, es un odio que como sostiene André Glucksman, sorprende por su recurrencia en el tiempo y en los múltiples espacios del planeta. Es una constante antropológica que nos habla fundamentalmente de la voluntad de dominio de un sexo sobre otro. Silenciar al otro, ignorarlo, mantenerlo en la invisibilidad, es tal vez la forma más perversa de dominio.

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En la introducción general a La vida escrita por las mujeres me preguntaba cuándo dispondríamos de una historia del pensamiento misógino en España. Un libro que me parece necesario, indispensable, si queremos comprender muchas actitudes contra la mujer que no sólo perviven en el presente sino que, como decía, han adquirido un nuevo empuje. Es un libro que requiere un esfuerzo colectivo de reflexión y sobre cuyo contenido hay ya excelentes aportaciones sobre periodos concretos.38 Recientemente, el libro editado por Jacqueline Cruz y Barbara Zecchi (ambas profesoras en universidades norteamericanas), La mujer en la España actual. ¿Evolución o involución?, de subtítulo transparente, analiza la situación desde diferentes perspectivas y muestra que la situación de la mujer ha sufrido una involución en los últimos años: el feminismo, después del discurso aparentemente liberador para todos de la posmodernidad, figura como una corriente out y desacreditada. La violencia contra la mujer se mantiene (y aunque podría tratarse del fin de una situación añeja no deja de ser un fin sangriento y desleal) y los espacios que fomentan la obsesión femenina por el aspecto físico han crecido de forma exponencial. ¿Cómo se explica que la mujer, hoy, sea más objeto sexual que nunca? ¿Que niños y adolescentes apenas puedan ver un anuncio de cualquier cosa —un coche, un queso fresco, un yogur, una prenda de vestir, un electrodoméstico— sin que se ofrezca insinuante un cuerpo femenino? Me pregunto a qué conclusión puede llegar un niño de diez años (una edad que no habría que subestimar pues nada es comparable al impacto de la formación recibida en la infancia) al que se invita constantemente a ver en la mujer un mero reclamo publicitario: ¿que pensará si no que se trata de un físico tras el cual se oculta el interés o el negocio?39 ¿A qué conclusión llegará una niña si crece, como lo hace, rodeada de anuncios que aspiran a centrar la atención de las mujeres en los aspectos más rechazables de su cuerpo? ¿Tiene algo que ver esa imagen de la mujer obsesionada por su aspecto con la realidad, con los miles y miles de mujeres que sacan sus vidas adelante defendiéndose como pueden del acoso social que les exige estar permanentemente atractivas y en forma? Sí, sí tiene que ver y llena de estupor ver cómo el mercado de la cirugía estética sólo ha encontrado pleno eco entre la población femenina. La mujer, sometiéndose a ella, exhibe su fragilidad, que es la de todos, aunque no todos lleguen tan lejos a la hora de manifestarla. Rehacerse en un quirófano para evitar las huellas del tiempo, querer parecerse a las inanes playmates de papel couché, extirparse dos costillas sólo para hacer más visible la cintura... Son hechos que ponen en evidencia lo que hay detrás de esas decisiones: vivificar tal vez el destino de Antígona y poder amar y gustar hasta donde sea posible.

Porque a poco que lo pensemos, todos podemos percibir cuál es el problema de fondo: la mujer es el objeto privilegiado de la mirada masculina y debe bregar con esa imperiosa circunstancia que ha pivotado, y al parecer según y como sigue haciéndolo, su propio y en muchos casos todavía inseguro destino. La forma en que el hombre ha mirado a la mujer, como toda mirada, conlleva una toma de posición, un punto de vista, una perspectiva, un universo. La mirada masculina sobre la mujer —y eso es concluyente— siempre ha sido una mirada de dominio y, por tanto, de exclusión de aquellos aspectos del otro sexo que, sencillamente, se han rechazado. Y esa mirada a veces se practica con una insolencia insufrible: el periodista Arcadi Espada en la segunda entrega de Diarios encara dos fotografías: una tela que se conoce con el título El origen del mundo del pintor Gustave Courbet y una imagen de la soldado norteamericana Sabrina Harman sonriendo, con el pulgar hacia arriba, junto al cadáver de un preso iraquí visiblemente torturado.40 Para Espada esa foto de la soldado es la foto del siglo (¿no es un poco pronto para calificarla así?) y reclama a las revistas femeninas que se pronuncien sobre lo que él entiende un indicio de la «mujer nueva».41 El pie quiere ser provocador y dice: «El final de un sexo». ¿De qué sexo está hablando Espada? Porque creo que el sexo femenino no está en peligro por el hecho de que una policía militar se extralimite en sus funciones. Lo que sí está en peligro, afortunadamente, es un arquetipo de mujer. ¿Desde cuándo la conducta de un individuo, de un solo individuo —hombre o mujer—, es suficiente para categorizar la especie? El acceso de la mujer occidental al mundo profesional ha vuelto explícita su libertad de usar su propio poder —sea el que sea—, que es como decir su propia vida, de acuerdo con su voluntad. El resultado es que las mujeres responden y responderán a los patrones de la naturaleza humana de igual modo al que responden los hombres, es decir, según su conciencia, sus intereses y sus necesidades. ¿Por qué no señalar como indicio de la «mujer nueva» a cualquier bióloga de las muchas que trabajan en la investigación de la reproducción asistida? Muy fácil, porque la lectura resultante sería positiva y se desea lo más negativa posible. El periodista Espada, tan amigo de insistir en la ética de la palabra, debería saber que la verdad consiste ante todo en el uso correcto de las palabras en nuestras afirmaciones. Declarar el fin de un sexo sólo porque una mujer soldado participó en Irak de las conductas denigrantes llevadas a cabo en la cárcel de Abu Ghraib es como sostener que de la excepción se deriva la regla.

(La misma operación metonímica se llevó a cabo en la presentación de la novela Pasiones romanas de Maria de la Pau Janer, premio Planeta [2005] por parte de Francisco Umbral. ¿Cómo es posible que para valorar una obra concreta, valga lo que valga, se recurra todavía a cuestiones de género?42 Decir que el estilo es la «impronta masculina» es como decir que la creación literaria en la mujer carece de forma, de definición, de estructura. Pero en la forma está la cultura, de modo que implícitamente se la está excluyendo, como cien años atrás, del dominio estético para reducirla al ámbito de la naturaleza, del azar, de lo invertebrado.)

La fijación masculina en un ideal femenino irreal, pero al cual muchos hombres no quieren renunciar sin presentar batalla, a menudo queda reflejada en aquello que responde o depende de su mirada a la mujer. De forma que la naturaleza de esa mirada puede inferirse de lo que aquel imagina o lo que ve en la mujer (sin embargo, al revés —la mirada de la mujer al hombre— resulta mucho más difícil de precisar, seguramente porque está menos ejercitada). Y lo que han visto muchos hombres, a juzgar por sus representaciones, es una mujer eternamente joven y seductora, que se sabe vista y juega complacientemente con ese pequeño y engañoso «poder», que se corresponde además con unos pocos años de su vida . Han querido ver también a una enternecedora ama de casa con la mesa puesta y el foie en su punto. La mujer en manos de cierta mirada masculina ha sido tradicionalmente un ser pasivo en la mayoría de roles (no en el erótico ni en el doméstico, por supuesto), sin mundo propio, un cuerpo liso y erotizado o con un pulcro delantal, listo para la seducción o para la entrega.43 Y hay que decir que la situación ahora mismo es todavía más preocupante por la colonización que la pornografía digital está haciendo de los imaginarios juveniles a través de la red, situación tantas veces denunciada por los colectivos feministas. La pornografía, por ejemplo, en lugar de retroceder, como parecería lógica consecuencia de los avances en los derechos de las mujeres, tiene más presencia pública que nunca, podría decirse que se está empotrando en las nuevas formas sociales de ocio y por más que hagamos por ignorar lo que está pasando, es difícil permanecer impasible ante una situación cada vez más degradada para todos.44 ¿Dónde estará el límite?

Buena parte de mi generación, nacida en los años cincuenta, fantaseó con un ideal que parecía relativamente próximo después de la ruptura producida en 1968. Presentíamos entonces la fuerza enorme de una nueva relación hombre/mujer que estaba prácticamente por forjarse y que ya apuntaba Simone de Beauvoir al final de El segundo sexo. Lo masculino y lo femenino en pie de igualdad, compañeros, solidarios, sin falsas superioridades ni capciosas inferioridades... Personas de un sexo, del otro, del mismo, que se aman, se complementan, se respetan en su diferencia o en su igualdad y en su lucha común por una vida que, insisto, es difícil para todos. Es muy tentador ver ahora la trampa de la igualdad de los sexos por la que se había empezado a luchar hace más de cien años. Porque para alcanzar esa verdadera igualdad de derechos —eje de las utopías femeninas— la mujer ha tenido que rehacerse precipitadamente, arrojar por la borda modelos y patrones de conducta que la esclavizaban con guante más o menos blanco, sin disponer, sin embargo, de otros modelos eficaces que le sirvieran de ejemplo y alternativa. Se ha endurecido, más que masculinizado, irremediablemente a fin de poder acceder al mundo profesional sin las trabas de costumbres ancestrales que la dejaban fuera de juego. En teoría ese acercamiento de posiciones —mujeres con comportamientos neutros y/o masculinos y hombres metrosexuales— podía generar una sociedad más abierta y flexible, respetuosa con el otro sexo del que al fin se compartían algunas características (la ambición profesional, la libertad sexual, el acceso a los estudios superiores... ellas; la costumbre del diálogo, la afectividad explícita, el cuidado de los hijos... ellos). Pero por alguna razón no ha sido así y el rechazo a «lo femenino» sorprende por la forma con que sigue planteándose. Un ejemplo cualquiera: un periodista comenta noticias culturales como el estreno de la película (que no ha visto, según dice) Sylvia inspirada en la figura de Sylvia Plath e interpretada por Gwyneth Paltrow, pero escribe: «Un biopic maquiavélicamente pergeñado para las espectadoras cultas del mundo entero... y sus sufridas y sensibles parejas masculinas, que no podrán por menos que acompañarlas a ver la película so pena de quedar como unos machistas insensibles y crueles».45 Para mí que, si no la crueldad, al menos la dudosa intención está en el desdeñoso comentario hacia esas mujeres «cultas» (no se piensa que la película pueda interesar a ningún varón)... ¿Se construiría esta frase a la inversa si en lugar de tratarse de esa película fuera Rambo o cualquiera de los Torrentes, películas que podrían considerarse muy bien como «maquiavélicamente pergeñadas para los espectadores zafios del mundo entero»? ¿Se pensaría entonces en las sufridas y sensibles parejas femeninas que han visto tantísimas películas «de acción», o partidos de fútbol, sin desearlo, sólo porque a su pareja les interesaba? Yo diría que nadie sufre en estos casos, simplemente convivimos con otras personas que pueden tener otros paradigmas vitales, otra sensibilidad, otros gustos y todos nos probamos a nosotros mismos asumiendo la diferencia como parte innegociable de la vida en sociedad.

Creo que el mayor fracaso de la posmodernidad será con los años el hecho de haber instalado la excentricidad en el centro del interés por la vida humana. Y, en el ámbito que nos atañe aquí, esa postmodernidad, vista ya con cierta perspectiva, ha puesto de manifiesto la imposibilidad de superar el androcentrismo dominante, de forma que en lugar de ir hacia la expresión plural y abierta de una civilización donde hombres y mujeres conviven por primera vez en todos los órdenes de la vida, estamos yendo en dirección contraria, pues constantemente surgen nuevas e inesperadas barreras que nos separan. La pregunta es hasta qué punto la sociedad de consumo que explota interesadamente la división sexual del mercado no está generando —que sí lo hace, en mi opinión— conflictos de convivencia. ¿Podemos hablar entonces de un retroceso cultural, como plantea el libro coordinado por las profesoras Cruz y Zecchi, ya citado?

Pensemos, por ejemplo, en cuántas mujeres están interesadas en que se las considere feministas, es decir, que se manifiesten conscientes de su condición de mujer y que sean consecuentes con ella. La respuesta es que pocas, si prescindimos de aquellas, como la infatigable luchadora Lidia Falcón, que han transformado la ideología feminista en un logo político por el que se las reconoce y se las desactIVa automáticamente. Más allá, todos cuantos estamos familiarizados con la prensa escrita sabemos las reservas que el tema suscita, a pesar del dinamismo y la lucha tenaz de tantos colectivos que trabajan por una verdadera igualdad de sexos.46 En general, sin embargo, se considera una ideología superada que las propias mujeres procuran sacudirse de encima como se hace con las gotas de lluvia que han caído sobre la gabardina que nos protege del agua. Fuera humedades molestas. En un libro de entrevistas a escritoras españolas preparado por María del Mar López-Cabrales (profesora en una universidad norteamericana, por supuesto) a todas ellas les hace una pregunta sobre qué opinan del boom de las escritoras en España. Todas se desentienden de la pregunta: «a mí eso me da igual», «es un tema comercial que ayuda a vender», «eso me aterroriza», «no soy historiadora de la literatura y, por tanto, no tengo por qué reflexionar sobre ello», «no opino nada»... Dice Esther Tusquets: «Rosa Chacel y Ana María Matute, y creo que también Carmiña Martín Gaite, no querían oír hablar de escritura femenina».47 La impresión es que, en general, hacen lo imposible por no ver, por no comprometerse con un asunto que les resulta humillante.

¿Tiene sentido entonces que las historiadoras de la literatura insistamos en subrayar la especificidad de una escritura femenina en la que muchas autoras no desean reconocerse? A juzgar por el espacio que ocupan en los estudios literarios, por supuesto que sí. ¿Es legítimo plantear la necesidad del feminismo si las mujeres más activas intelectualmente no se solidarizan con su forma de pensar que es, indudablemente, una forma de proceder también? Es probable que el feminismo con sus divisiones interiores (el feminismo de la igualdad, de la diferencia...) y su desconcierto ante la respuesta tóxica del mercado, ha favorecido el desentendimiento de muchísimas mujeres.48 La idea es que ya no se requiere de una defensa colectiva, de una actitud socialmente activa porque ya no se vive una situación discriminatoria y, por tanto, las preocupaciones políticas y sociales no deben dirigirse monotemáticamente a la mujer, sino al ser humano. Paralelamente a este proceso de individuación del feminismo («yo desarrollo mi concepto de la femineidad como considero más conveniente y no deseo aceptar consignas de ningún tipo»), las descalificaciones a la mujer (a la que ha triunfado, la que no consigue hacerlo, la que resulta demasiado segura de sí misma, la que, por el contrario muestra en público su debilidad...) no dejan de estar presentes en los medios de comunicación, incluso, como vemos, por parte de las propias mujeres.

Para mí, en el ámbito de la creación literaria, ahora está claro: las escritoras exigen una consideración específica, no porque por el hecho de ser mujeres escriban de forma distinta, y sobre eso se pueda operar categóricamente —diría que no se puede, aunque... ¿qué hay de malo en que una mujer escriba de acuerdo con lo que es?—. Pero lo fundamental es que a lo largo de la historia las escritoras han tenido que enfrentarse a dificultades comunes y que nunca formaron parte de la problemática masculina. Esas dificultades podrían resumirse en una: la voluntad de dominio que se ha ejercido sobre la mujer y que se ha impuesto por la mayor agresividad e intolerancia del discurso dominante. En el ámbito de las escritoras, su falta de presencia en la historiografía literaria es un conflicto de índole sociocultural, es decir que surge y se explica por las características de una determinada sociedad a la cual pertenecen las mujeres que escriben en ella, por las costumbres de dicha sociedad y por la forma en que todo ello influye y es vivido por el individuo. Así, mientras el dramaturgo noruego Henrik Ibsen creaba, en el último tercio del siglo XIX, un personaje de proyección universal como es el de Nora en Casa de muñecas (1879), una mujer que abandona a su familia para encontrarse a sí misma una vez que toma conciencia de que no es más que un ser hermoso e inmaduro para su marido, como lo fue antes para su padre: un mero objeto de distracción, un ser opuesto a la cultura y por ello ajeno al respeto ajeno, al verdadero respeto y no al paternalismo. A Nora su marido nunca le habla de nada serio y ni siquiera le reconocerá facultad de salvarlo de una quiebra segura. Pues bien, mientras Ibsen se esforzaba por acercarse al dilema interior de la mujer en la puritana sociedad nórdica del diecinueve,49 en Madrid se estrenaba una versión castiza de la obra de Shakespeare, The taming of the Shrew (1595), titulándola Domando la tarasca. Curioso, y entiendo que casual, ejercicio de confrontación de personajes. Mientras la Nora de Ibsen se va de casa porque en ella le ha sucedido algo que la ha hecho madurar, tomando conciencia de su precaria situación, la Catalina del dramaturgo inglés (personaje, no lo olvidemos, creado casi trescientos años antes), es una mujer que se somete al varón por la fuerza de los castigos infligidos: entre otras humillaciones, su marido le impide comer y dormir durante varios días, es decir actúa con su mujer con los mismos ardides de adiestramiento que aplicaría a un animal, a fin de domesticarlo.

Catalina hace lo contrario de Nora Helmer: renuncia a su albedrío en la escena final,50 único pasaje con moraleja por cierto en toda la obra de Shakespeare (y sobre cuya autoría se ha discutido muchísimo). Una cereza tira de la otra, porque en la edición española de las Obras Completas del dramaturgo inglés, quien la firma presume de encontrarse precisamente en la literatura castellana los orígenes de la polémica obra de Shakespeare.51 Vaya por Dios.

Hay que decir que la Nora de Ibsen encontró pocas simpatías entre las mujeres españolas. Según el testimonio de Gregorio Marañón, fue acogida en los escenarios de tres ciudades importantes entre risas y protestas femeninas.52 Con las excepciones de rigor, las mujeres carecían aquí de la preparación intelectual que les permitiera comprender una obra de esta trascendencia: Margarita Nelken las comparaba a los siervos que, al enterarse de su emancipación, comenzaban a llorar por su esclavitud perdida, aterrorizados ante la perspectiva de ser libres y dueños de sí mismos.53

En cualquier caso, cincuenta años después de que Ibsen hiciera el esfuerzo de comprender la angustia de tantas amas de casa enfrentadas a un destino manipulado, nuestro panorama intelectual resultaba desolador:

PERIODISTA: ¿Y qué papel les asigna a las mujeres en la nueva España?

VALLE-INCLÁN: ¡Pero hombre! ¡Qué cosas! ¡Las mujeres! A las pobres se les puede hacer únicamente la justicia de la conocida frase de Schopenhauer. ¡Y ahora ya ni siquiera tienen los cabellos largos! En la presente civilización no tienen nada que hacer las mujeres.54

Las mujeres en España no deberíamos olvidar de dónde venimos, de qué oscuridad y desdén, de cuantas descalificaciones y burlas, del silencio estremecedor que todavía nos acompaña. Nuestra tradición no es Ibsen y está claro que el mayor de los prodigios, aquel que Nora reclamaba a su marido para poder volver a casa, no se ha producido en nuestro país más que de una forma parcial y bastante mezquina.

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La antología que sigue, recorre la cultura española, del siglo XIII hasta el presente, con el propósito de ilustrar lo que, de otro modo, podría parecer una impostura, una mera invención de argumentos para exhibir el espantajo del victimismo. De modo que los textos recogidos en muy distintas épocas y circunstancias dan fe, por sí mismos, de un hecho común: la dificultad por aceptar a la mujer en su realidad, no importa el momento histórico del que hablemos. Dichos textos van en su inmensa mayoría firmados (excepto algunos libros medievales que se han rescatado por su interés) por hombres, aunque se le ha dedicado un capítulo a la complicidad de la mujer en la pervivencia del pensamiento misógino, por las razones ya expuestas. Aquí importan las ideas, no las personas. Este libro no trata de hombres ni de mujeres, sino de actitudes hostiles con respecto a la mujer y, brevemente, de lo que ésta ha generado socialmente a lo largo de nuestra historia. A juzgar por lo que ha quedado escrito, las palabras han ardido muchas veces en su contra. El hecho de convocarlas en un libro, invitando a un recorrido, espero que iluminador e instructivo, tiene que ver con el deseo de que podamos reflejarnos todos en ellas como en una lente de aumento y así liberarnos de una vez de la maldición que llevan consigo. No ha sido una decisión fácil: ante la escritura que sabemos es polémica, la duda es qué hacer con ella. Para muchos el mérito está en guardarse para sí las observaciones susceptibles de debate: mayor mérito cuanto mayor es la tentación de pronunciarse. Personalmente, mantener esa actitud no me ha sido posible y me gustaría pensar que este breve repaso a la misoginia en España puede ayudar a las jóvenes de hoy, a las que dedico la antología: no se trata de que sepan que es lo que quieren ser, bastaría con que las ayudara a saber lo que no es deseable para ellas. El libro, por último, tiene que ver también con mi carácter, un tanto predispuesto a buscarse problemas. Pero ¿quién no los tiene?

Barcelona, octubre de 2005