Los técnicos lo informan de que la chica que está al otro lado del cristal no ha dicho ni una sola palabra desde que ha llegado. Al principio no le sorprende, teniendo en cuenta los horrores por los que ha pasado, pero al contemplarla desde el otro lado del espejo unidireccional comienza a cuestionárselo. Está desplomada sobre una silla de metal, con la barbilla apoyada en una mano vendada, mientras con la otra traza símbolos sin sentido en la superficie de acero inoxidable de la mesa. Tiene los ojos entornados y, debajo de ellos, unas sombras oscuras magullan su piel; su pelo negro, recogido en un moño desaliñado, se ve sucio y sin vida. Es evidente que está exhausta.
Pero no diría que está traumatizada.
Mientras le da un trago a su café, el agente especial del FBI Victor Hanoverian observa a la chica y espera a que lleguen los demás miembros de su equipo. O, al menos, su compañero. El tercer miembro fundamental está en el hospital con las otras chicas, intentando conseguir información sobre su estado y, si es posible, sus nombres y sus huellas digitales. Otros agentes y técnicos están en la propiedad, y lo poco que ha sabido de ellos ha despertado en su interior el deseo de llamar a sus propias hijas para asegurarse de que están bien. Pero Victor sabe cómo tratar a las personas, especialmente a los niños traumatizados, así que lo mejor es que siga ahí, esperando para entrar y hablar con ella.
Alrededor de la nariz y de la boca de la chica nota las marcas rosadas y apenas visibles de la mascarilla de oxígeno, y también puede ver las manchas de mugre y hollín en su cara, así como la ropa que le han prestado. Tiene las manos y el brazo derecho envueltos en vendas; Victor puede seguir la línea abultada que dibujan las que están debajo de la fina camiseta que le dieron en el hospital. La chica, vestida con unos pantalones quirúrgicos, tiembla y mantiene los pies encogidos para no tocar el suelo frío, pero no se queja.
Él ni siquiera sabe su nombre.
No conoce los nombres de la mayoría de las jóvenes a las que rescataron ni de aquellas que no consiguieron salvar. Ésta sólo ha hablado con las otras chicas, con nadie más, e incluso en esa conversación no se mencionaron nombres ni ninguna otra información. Únicamente..., bueno, algo que no puede definir como consuelo: «Tal vez mueras, tal vez no, así que relájate para que los médicos puedan hacer su trabajo». No eran exactamente palabras de aliento, pero así fue como parecieron tomárselo las otras chicas.
Ella se retrepa en su silla y extiende los brazos sobre la cabeza con lentitud hasta que su espalda se curva como la cuerda de un arco. Los micrófonos captan el doloroso crujido de una vértebra. Negando con la cabeza, se deja caer sobre la mesa, apoya la mejilla contra el metal y coloca las palmas contra la superficie. Está de espaldas al espejo, de espaldas a él y a los demás que sabe que deben de estar ahí, pero el ángulo ofrece otro detalle de interés: las líneas.
En el hospital le dieron una foto al agente; sólo son visibles los bordes de colores brillantes que asoman por la parte de atrás de sus hombros. Es difícil ver el resto del diseño, pero la camiseta no es lo suficientemente gruesa como para ocultarlo por completo. Saca la fotografía de su bolsillo y la sostiene contra el cristal; recorre con la mirada el papel brillante y alcanza a ver del diseño en la espalda de la chica. No sería relevante si no fuera porque sólo una de las chicas no lo tiene. Diferentes colores, diferentes diseños, pero todos básicamente iguales.
—¿Cree que se los ha hecho él, señor? —pregunta uno de los técnicos mientras observa a la chica por el monitor. La cámara está colocada al otro lado de la sala de interrogatorios y ofrece una vista ampliada de su cara, sus ojos cerrados y su respiración lenta y profunda.
—Ya lo descubriremos.
No le gusta hacer suposiciones, especialmente cuando saben tan poco. Ésta es una de las pocas veces en su carrera en las que lo que han encontrado es mucho más terrible de lo que imaginaban. Está acostumbrado a pensar lo peor. Cuando un niño se pierde, trabaja como un loco, pero no espera hallarlo con vida. Quizá lo desea, pero no lo espera. Ha visto cadáveres tan pequeños que es increíble que haya féretros de su tamaño; ha visto niños que fueron violados antes de que conocieran el significado de la palabra, pero de algún modo este caso es tan inesperado que no sabe qué pensar.
Ni siquiera sabe cuántos años tiene la chica. Los médicos suponen que está entre los dieciséis y los veintidós, pero eso no lo ayuda mucho. Si tiene dieciséis, probablemente debería estar ahí un representante de Protección de Menores, pero ya se arremolinaron en el hospital como un enjambre y sólo complicaron las cosas. Ofrecen un servicio valioso y necesario, pero eso no hace que estorben menos. Victor intenta pensar en sus hijas, en qué harían si estuvieran encerradas en un cuarto como esa chica, pero ninguna de ellas tiene tanto autocontrol. ¿Eso significa que ella es mayor? ¿O sólo demuestra tener más práctica en parecer impasible?
—¿Se sabe algo más de Eddison o de Ramírez? —les pregunta a los técnicos sin dejar de observar a la chica.
—Eddison viene de camino; Ramírez sigue en el hospital, con los padres de la más pequeña —responde una de las mujeres. Yvonne no mira a la chica que está en la habitación, ni siquiera a través de los monitores. Tiene un bebé en casa.
Victor se pregunta si debería sacarla del caso, pues acaba de reincorporarse al trabajo, pero decide que ella misma dirá algo si no puede soportarlo.
—¿Ésa fue la que desencadenó la búsqueda?
—Sólo estuvo perdida un par de días. Desapareció del centro comercial mientras estaba de compras con sus amigas. Según ellas, salió de los probadores para buscar otra talla y ya no volvió.
«Una persona menos a la que buscar.»
En el hospital habían sacado fotos de todas las chicas, incluso de las que habían muerto en el trayecto o al llegar, y estaban buscándolas en la base de datos de personas desaparecidas. Sin embargo, los resultados tardarían en estar disponibles. Cuando los agentes o los médicos les preguntaban su nombre a las que estaban en mejores condiciones, ellas se volvían a mirar a esa chica, que sin duda era su líder, y la mayoría no decía nada. Unas cuantas parecieron pensarlo antes de romper en sollozos, lo que hizo que las enfermeras acudieran a toda prisa.
Pero con la chica que está en la sala de interrogatorios no fue así. Cuando le preguntaron, ella simplemente miró hacia otro lado. Por lo que han podido ver, parece que es alguien que no tiene ningún interés en que la encuentren. Esto hace que entre ellos haya quien se pregunte si es realmente una víctima.
Victor suspira, se acaba lo que queda de su café y aplasta el vaso antes de lanzarlo a la papelera que está junto a la puerta. Preferiría esperar a Ramírez; que haya otra mujer en la habitación siempre es de ayuda en circunstancias como ésa. ¿Puede esperarla? No hay forma de saber cuánto tiempo estará con los padres, o si otros padres acudirán en masa al hospital cuando las fotos aparezcan en los medios. «Si es que se las hacen llegar a los medios», se corrige frunciendo el ceño. Odia esa parte, odia exponer las fotos de las víctimas en todas las televisiones y en los periódicos, porque ya nunca habrá manera de olvidar lo que les pasó. Esperarán hasta tener la información de las personas desaparecidas.
Detrás de él, la puerta se abre y se cierra de golpe. La habitación está insonorizada, pero el cristal vibra ligeramente y la chica se yergue con rapidez, entornando los ojos ante el espejo. Y es de suponer que también ante aquellos que están detrás, como ella debe de saber.
Victor no se gira. Nadie pega portazos como Brandon Eddison.
—¿Tienes algo?
—Encontraron coincidencias con un par de informes bastante recientes; los padres están de camino. Hasta ahora todas son de la costa Este.
Victor retira la fotografía del cristal y vuelve a guardársela en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Algo más sobre nuestra chica?
—Algunas se refirieron a ella como Maya, después de que la trajeran aquí. Sin apellidos.
—¿Es su verdadero nombre?
—Lo dudo.
Eddison se esfuerza para cerrarse la cremallera de la chaqueta por encima de su camiseta de los Redskins. Cuando el personal de emergencias encontró a las supervivientes llamó al equipo de Victor, que estaba fuera de servicio, para que se hiciera cargo. Conociendo los gustos de Eddison, Victor agradece que no haya ninguna mujer desnuda en su camiseta.
—Tenemos un equipo registrando la casa principal para ver si ese bastardo guardaba algo personal.
—Creo que estaremos de acuerdo en que guardaba cosas muy personales de las chicas.
Quizá al recordar lo que vio en la casa, Eddison no discute.
—¿Por qué ella? —pregunta—. Ramírez dice que hay otras que no tienen heridas graves. Están más asustadas, quizá con más ganas de hablar. Ésta parece una chica dura.
—Las demás están pendientes de ella. Quiero saber por qué. Deberían estar desesperadas por volver a casa, pero entonces ¿por qué se vuelven a mirarla y eligen no responder a nuestras preguntas?
—¿Crees que ella podría estar involucrada?
—Eso es lo que debemos averiguar. —Victor inhala profundamente mientras coge una botella de agua de la mesa—. Bueno, vamos a hablar con Maya.
La chica se apoya en el respaldo de su silla cuando los hombres entran en la sala de interrogatorios; tiene los dedos cubiertos de vendas y entrelazados sobre el estómago. No es una postura tan defensiva como Victor habría esperado, y resulta evidente por el gesto de su compañero que a él también lo desconcierta. Ella los mira con desinterés, observando detalles y tomando nota mental de sus ideas, ninguna de las cuales se refleja en su rostro.
—Gracias por haber venido con nosotros —la saluda Victor, pasando por alto que no ha tenido opción—. Él es el agente especial Brandon Eddison, y yo soy el agente al mando, Victor Hanoverian.
Las comisuras de los labios de la chica se elevan en un movimiento tan fugaz que no podría llamarse sonrisa.
—Agente especial al mando, Victor Hanoverian —repite ella con la voz ronca a causa del humo que ha inhalado—. Menudo trabalenguas.
—¿Prefieres Victor?
—En realidad, no tengo ninguna preferencia, pero gracias.
Él abre la botella de agua y se la pasa, aprovechando el momento para recalcular su estrategia. En efecto, no está traumatizada y tampoco es tímida.
—Normalmente hay otra parte en las presentaciones.
—¿Los chismes graciosos? —pregunta la chica—. ¿Como que a usted le gusta hacer cestas de ganchillo y nadar durante largo rato y que a Eddison le gusta recorrer las calles con tacones y minifalda?
Eddison gruñe y golpea la mesa con el puño.
—¿Cómo te llamas?
—No sea grosero.
Victor se muerde el labio para reprimir la tentación de sonreír. No ayudaría a la situación y, sin duda, tampoco ayudaría a tranquilizar a su compañero, pero la tentación está ahí de todos modos.
—¿Podrías decirnos cómo te llamas, por favor?
—No, gracias. Creo que no quiero compartir eso.
—Algunas de las chicas te llamaron Maya.
—Entonces ¿para qué me preguntan?
Victor oye cómo Eddison respira hondo, pero lo ignora.
—Nos gustaría saber quién eres, cómo llegaste aquí. Queremos ayudarte a volver a casa.
—¿Y si les digo que no necesito su ayuda para volver a casa?
—Me preguntaría por qué no has vuelto antes.
Ella casi esboza una sonrisa y mueve una ceja de una manera que podría significar aprobación. Es una chica guapa, con la piel dorada y los ojos de color marrón claro, casi ámbar; pero no es amable. Si él quiere una sonrisa, tendrá que ganársela.
—Creo que ambos sabemos la respuesta a eso. Pero ya no estoy allí, ¿verdad? Desde aquí sí puedo irme a casa.
—¿Y dónde está tu casa?
—No estoy segura de si aún sigue ahí.
—Esto no es un juego —suelta Eddison.
La chica lo observa con serenidad.
—No, claro que no. Hay gente muerta, vidas arruinadas, y estoy segura de que a usted le supo fatal tener que abandonar su partido de fútbol antes de tiempo.
Eddison se ruboriza mientras se sube más la cremallera de la chaqueta para cubrir su camiseta.
—No pareces nerviosa en absoluto —señala Victor.
Ella se encoge de hombros y le da un trago al agua, sosteniendo la botella con cuidado entre sus manos vendadas.
—¿Debería estarlo?
—La mayoría de la gente se pone nerviosa cuando habla con el FBI.
—No es tan diferente de hablar con... —Se muerde el magullado labio inferior y hace una mueca de dolor ante las perlas de sangre que escapan de su piel agrietada. Da otro trago.
—¿Con? —Victor le refresca la memoria con amabilidad.
—Con él —responde—. El Jardinero.
—¿Hablabas con el jardinero del hombre que te tenía prisionera?
Ella niega con la cabeza.
—Él era el Jardinero.
Tienen que entender que no le puse ese nombre por miedo, ni por adoración ni por ningún extraño sentido de la propiedad. Yo ni siquiera le puse ese nombre. Como todo lo que había en aquel lugar, se tejió con los hilos de nuestro desconocimiento. Lo que no se conocía se creaba, y lo que no se creaba al final dejaba de importar. Supongo que es una forma de pragmatismo. Las personas cálidas y afectuosas que necesitan desesperadamente la aprobación de los demás se vuelven víctimas del síndrome de Estocolmo, mientras que el resto caemos en el pragmatismo. Después de ver ambos lados en otros, yo me quedo con el pragmatismo.
Oí ese nombre durante mi primer día en el Jardín.
Desperté con un dolor de cabeza insoportable, cien veces peor que cualquier resaca que hubiera experimentado en mi vida. Al principio ni siquiera podía abrir los ojos. Con cada respiración, sentía punzadas en la cabeza, y ni hablar de moverme. Debí de hacer algún ruido, porque de pronto tenía un paño frío y húmedo sobre la frente y los ojos, y una voz me juraba que era sólo agua.
No estoy segura de qué me desconcertaba más: si el hecho de que era evidente que para ella era habitual preocuparse por eso o el hecho de que fuera una chica. Ninguno de los dos que me habían secuestrado era mujer, de eso estaba completamente segura.
Un brazo se deslizó por detrás de mis hombros, enderezándome con suavidad, y una mano llevó un vaso hasta mis labios.
—Es sólo agua, lo prometo —dijo.
Bebí. En realidad ni siquiera importaba si era «sólo agua» o no.
—¿Puedes tragar pastillas?
—Sí —susurré, y ese mínimo sonido hizo que otro clavo se me hincara en la cabeza.
—Entonces, abre la boca.
Cuando lo hice, ella me puso dos comprimidos en la lengua y me acercó el agua de nuevo. Me los tragué obedientemente, luego intenté no vomitar cuando me recostó con suavidad sobre un colchón firme y una sábana fresca. No dijo nada más durante largo rato, hasta que las luces de colores dejaron de bailar en el interior de mis párpados y comencé a controlar mis movimientos. Entonces, la chica me retiró el paño de la cara y protegió mis ojos de la luz del techo hasta que pude dejar de parpadear.
—No es la primera vez que haces esto —grazné.
Me pasó el vaso de agua.
Aunque estaba encogida en un taburete junto a la cama, era fácil ver que era alta. Alta y fuerte, con unas piernas largas y unos músculos firmes, como una amazona. O, más bien, una leona, porque se doblaba como si no tuviera huesos, igual que un felino. Tenía recogido su cabello dorado oscuro de una manera despreocupada pero elegante, que revelaba un rostro de rasgos fuertes y ojos castaños con toques de oro. Llevaba un vestido negro y suave que se anudaba en la nuca.
Aceptó mi evidente escrutinio con algo parecido al alivio. Supongo que era mejor que si hubiera gritado histérica, situación que probablemente ya había vivido antes.
—Me llaman Lyonette —me dijo cuando ya la había observado lo suficiente y devolví mi atención al agua—. No te molestes en decirme tu nombre porque no voy a poder usarlo. Lo mejor es olvidarlo, si puedes.
—¿Dónde estamos?
—En el Jardín.
—¿El Jardín?
Se encogió de hombros y lo hizo con un movimiento fluido, más grácil que poco elegante.
—Es un nombre tan bueno como cualquier otro. ¿Quieres verlo?
Me miró sin decir nada más.
«De acuerdo.» Bajé las piernas por el borde de la cama, apoyé los puños sobre el colchón y me di cuenta de que estaba completamente desnuda.
—¿Tienes algo de ropa?
—Toma.
Me pasó algo sedoso y negro que resultó ser un vestido por la rodilla, ceñido, con cuello alto y espalda descubierta. Muy descubierta. Si hubiera tenido hoyos en las nalgas, se habrían marcado. Me ayudó a abrocharme el cinturón, que era como una cuerda alrededor de la cadera, y luego me empujó con suavidad hacia la puerta.
La habitación era sencilla e incluso austera; en ella no había nada más que la cama, un pequeño retrete y un lavabo en un rincón. En otro había una diminuta ducha descubierta. Las paredes estaban hechas de cristal grueso, con un espacio abierto donde debería ir la puerta; un raíl recorría el cristal a ambos lados.
Lyonette se percató de que yo miraba los raíles y frunció el ceño.
—Bajan unas paredes sólidas para mantenernos dentro de nuestras habitaciones y fuera de la vista —explicó.
—¿Muy a menudo?
—A veces.
El espacio donde debería estar la puerta daba a un pasillo estrecho que se extendía hacia la derecha y sólo un poco hacia la izquierda antes de llegar a otra esquina. Casi justo al otro lado de la puerta había otra entrada con más raíles: conducía a una cueva húmeda y fría. Más allá de la cueva se abría un arco que dejaba pasar una brisa que recorría el oscuro espacio de piedra; fuera, unos destellos de luz brillaban en la cascada que borboteaba y salpicaba. Lyonette me condujo hacia el exterior, al otro lado de la cortina de agua, a un jardín tan hermoso que casi dolía mirarlo. Unas flores brillantes y de todos los colores imaginables crecían en medio de una desenfrenada profusión de hojas y árboles, con nubes de mariposas revoloteando entre ellos. Un peñasco artificial se erguía frente a nosotras, con más hierbas y árboles en la cima; los árboles de los bordes casi rozaban los lados del techo de cristal, que se elevaba hasta una altura imposible. A través de la parte baja de la vegetación, vi unas paredes altas y negras, demasiado altas para apreciar qué había al otro lado, y unos pequeños espacios abiertos enmarcados por enredaderas. Pensé que podrían ser la entrada a otros pasillos como en el que habíamos estado.
El patio interior era enorme, su tamaño casi resultaba abrumador aun antes de ver la explosión de colores. La cascada desembocaba en un estrecho arroyo que bajaba serpenteando hasta un pequeño estanque adornado con lirios acuáticos, y unos senderos de arena blanca recorrían el verdor hasta las otras puertas.
La luz que entraba por el techo era de un color lavanda oscuro con rayos rosas e índigos: era por la tarde. Me habían secuestrado a plena luz, pero de algún modo no creía que estuviéramos en el mismo día. Me volví con lentitud, intentando contemplarlo todo, pero era demasiado. Mis ojos no podían ver ni la mitad de lo que había y mi cerebro no podía procesar lo que observaba.
—¿Qué diablos...?
Lyonette se rio con ganas, con un fuerte sonido que se cortó de golpe, como si tuviera miedo de que alguien pudiera oírlo.
—Lo llamamos Jardinero —dijo con indiferencia—. Le queda bien, ¿no?
—¿Qué es este lugar?
—Bienvenida al Jardín de las Mariposas.
Me volví para preguntarle qué significaba, pero entonces lo vi.
La chica da un largo sorbo al agua y hace rodar la botella entre las manos. Como no da señales de continuar, Victor golpetea la mesa con suavidad para atraer su atención.
—¿Qué viste? —le recuerda dónde estaban.
Ella no responde.
Victor saca la foto del bolsillo de su chaqueta y la coloca en la mesa entre ellos.
—¿Qué viste? —reitera.
—Mire, hacerme preguntas cuya respuesta ya conoce no me anima a confiar en usted. —Relaja los hombros y se reclina en su asiento con un gesto de comodidad.
—Somos el FBI. Por lo general, la gente considera que somos los buenos.
—¿Y Hitler creía que él era malo?
Eddison se desliza de golpe hasta el borde de su asiento.
—¿Estás comparando al FBI con Hitler?
—No, estoy abriendo un debate sobre perspectiva y relatividad moral.
Cuando habían recibido la llamada, Ramírez había ido directamente al hospital y Victor había acudido allí a coordinar la avalancha de información entrante. Fue Eddison quien inspeccionó la propiedad. Él siempre reacciona con furia ante el horror. Y, con eso en mente, Victor dirige su mirada a la chica que está al otro lado de la mesa.
—¿Te dolió?
—Muchísimo —contesta trazando las líneas en la foto.
—El hospital dice que es de hace algunos años.
—Lo dice como si fuera una pregunta.
—Es una declaración que busca ser confirmada —aclara, y esta vez sí se le escapa una sonrisa.
Eddison lo mira con el ceño fruncido.
—Los hospitales son muchas cosas, pero completamente incompetentes no suele ser una de ellas.
—¿Y qué diablos quiere decir eso? —pregunta Eddison.
—Que sí, es de hace algunos años.
Victor reconoce el patrón de comportamiento tras años de preguntarles a sus hijas sobre sus boletines de notas, sus exámenes y sus novios. Deja que el silencio se extienda durante un minuto, luego dos, y observa que la chica da la vuelta a la foto con cuidado. Probablemente los loqueros del equipo tendrían mucho que decir al respecto.
—¿A quién le pidió que lo hiciera?
—A la única persona en el mundo en la que podía confiar sin reservas.
—Un hombre con numerosas aptitudes.
—Vic...
Sin apartar los ojos de la chica, Victor golpea la pata de la silla de su compañero, desconcertándolo. Su gesto recibe como recompensa algo que apenas sugiere una sonrisa. No es una sonrisa real, ni siquiera su fantasma, pero sí algo que se le parece.
La chica echa un vistazo bajo los bordes de la venda que envuelve sus dedos, colocada más como si fueran unos guantes que como mitones.
—Las agujas hacen un sonido espantoso, ¿verdad? Al menos cuando no son algo que tú has elegido. Sin embargo, sí es una elección, porque existe una alternativa.
—La muerte —aventura Victor.
—Peor.
—¿Peor que la muerte?
Pero Eddison palidece y la chica lo nota; en lugar de burlarse, le ofrece un movimiento de cabeza solemne.
—Él lo sabe. Pero usted no ha estado ahí, ¿verdad? Leer al respecto no es lo mismo.
—¿Qué es peor que la muerte, Maya?
Ella se rasca con la uña una de las costras frescas en su dedo índice, arrancándola y provocando que unos puntos de sangre se extiendan por la venda.
—Le sorprendería lo fácil que es conseguir herramientas para hacer tatuajes.
Cada noche de la primera semana había algo en mi cena que me volvía dócil. Lyonette se quedaba conmigo durante el día, pero las otras chicas —aparentemente había más que unas pocas— se mantenían alejadas. Era lo normal, según me dijo mi acompañante cuando lo comenté durante el almuerzo.
—Los lloriqueos las estresan —dijo con la boca llena de ensalada. Pese a todo lo que podía decirse del misterioso Jardinero, servía una comida excelente—. La mayoría prefiere mantener las distancias hasta que sepamos cómo se va a adaptar la chica.
—Excepto tú.
—Alguien tiene que hacerlo. Yo puedo soportar las lágrimas si es necesario.
—Entonces debes de estar muy agradecida de que a mí no me hayas visto ninguna.
—Por cierto... —Lyonette pinchó una tira de pollo asado y giró su tenedor—, ¿has llorado?
—¿Tendría sentido hacerlo?
—Te odiaré o te amaré.
—Avísame, intentaré comportarme como corresponda.
Me ofreció una enorme sonrisa, mostrando todos los dientes.
—Mantén esa actitud, pero no la emplees con él.
—¿Por qué quiere que duerma durante la noche?
—Medidas de seguridad. Después de todo, ahí afuera hay un peñasco.
Eso hizo que me preguntara cuántas chicas se habrían arrojado desde allí antes de que él implementara esas medidas de seguridad. Intenté calcular la altura de esa monstruosidad artificial. ¿Siete, quizá nueve metros? ¿Era lo suficientemente alto como para que alguien muriera por el impacto?
Me había acostumbrado a despertar en ese cuarto vacío cuando las drogas perdían su efecto, con Lyonette sentada en un taburete junto a la cama. Pero al final de la primera semana desperté tumbada boca abajo en una camilla con un relleno duro y el olor astringente y denso del antiséptico en el aire. Era una habitación distinta, más grande, con las paredes de metal en vez de cristal.
Y había alguien más en ella.
Al principio no pude ver nada a causa del sueño artificial, que aún mantenía mis párpados pegados, pero podía sentir que había alguien más. Mantuve la respiración pausada y tranquila, esforzándome por escuchar, hasta que una mano se posó sobre mi pantorrilla desnuda.
—Sé que estás despierta.
Era la voz refinada de un hombre con un acento transatlántico. Una voz agradable. La mano acarició mi pierna, subió por mis nalgas y recorrió la curva de mi espalda. Conforme despertaba, la piel se me erizó pese a lo cálido del cuarto.
—Preferiría que te quedaras muy quieta; de lo contrario, los dos tendremos que lamentarlo. —Cuando intenté volverme en dirección a su voz, la mano se movió hacia la parte posterior de mi cabeza para que me quedara quieta—. Preferiría no tener que atarte para hacer esto, arruina los trazos de mi trabajo. Si sientes que no puedes permanecer inmóvil, te daré algo para que así sea. Pero, repito, preferiría no hacerlo. ¿Puedes quedarte quieta?
—¿Para? —pregunté casi en un susurro.
Entonces depositó un trozo de papel suave y brillante sobre mi mano.
Intenté abrir los párpados, pero los somníferos siempre hacían que se me pegaran más de lo normal por la mañana.
—Si no va a empezar, ¿puedo sentarme, por favor?
La mano acarició mi cabello y sus uñas rasparon ligeramente mi cabeza.
—Puedes —respondió en tono sorprendido, pero igualmente me ayudó a sentarme en la camilla.
Me froté los ojos para retirar las legañas que se me habían formado y miré la imagen que tenía en la mano, consciente de que la suya seguía acariciando mi cabello. Pensé en Lyonette, en las otras chicas que había visto de lejos, y no podría decir que me sorprendiera.
Me asqueaba, pero no me sorprendía.
Se detuvo detrás de mí; el aire que lo rodeaba estaba impregnado de una colonia con olor a especias. Sutil, probablemente cara. Tenía frente a mí el equipo completo de un tatuador, con las tintas dispuestas sobre una bandeja.
—Hoy no haré el diseño completo.
—¿Por qué nos tatúa?
—Porque un jardín debe tener sus mariposas.
—¿Hay alguna posibilidad de que dejemos eso en una metáfora?
Se rio, y su risa se oyó como un sonido fuerte y simple. Era un hombre que amaba reírse y no encontraba suficientes razones para hacerlo tanto como le habría gustado, por eso le encantaba que surgiera una oportunidad. Con el tiempo aprendes cosas, y ésa es una de las más importantes que aprendí sobre él. Quería más alegría en la vida de la que podía encontrar.
—Ahora entiendo por qué le caes bien a mi Lyonette. Eres un espíritu salvaje, como ella.
No tenía una respuesta para eso, nada que tuviera sentido.
Con cuidado, enredó los dedos en mi cabello, echándolo por detrás de mis hombros, y cogió un cepillo. Lo pasó por todo mi pelo hasta que no quedó ni un solo nudo, e incluso siguió después de eso. A decir verdad, creo que lo disfrutaba tanto como otras cosas. Cepillar el cabello de otra persona es un placer tan simple... Al igual que el hecho de que se te permita hacerlo. Finalmente lo recogió en una cola de caballo que sujetó con una goma, luego la enrolló en un pesado moño y lo fijó con un coletero y con horquillas.
—Por favor, túmbate boca abajo de nuevo.
Obedecí y, mientras se alejaba, alcancé a ver unos pantalones chinos y una camisa de vestir. Giró mi cabeza para que no lo mirara, con mi mejilla presionada sobre el cuero negro, y dejó que mis brazos reposaran a los lados. La postura no era muy cómoda, pero tampoco terriblemente incómoda. Cuando me preparé para no saltar ni encogerme por el dolor, me dio una suave palmada en el culo.
—Relájate —ordenó—. Si te tensas, te dolerá más y tardará en curar.
Respiré profundamente y obligué a mis músculos a distenderse. Abrí y cerré los puños, y cada vez que los abría soltaba un poco más de tensión de mi espalda. Sophia nos había enseñado eso, especialmente para evitar que Whitney tuviera una de sus frecuentes crisis, y...
—¿Sophia? ¿Whitney? ¿Son dos de las chicas? —interrumpe Eddison.
—Sí, son chicas. Bueno, probablemente Sophia cuenta como mujer. —Da otro trago y sus ojos evalúan cuánta agua queda en la botella—. De hecho, también Whitney, supongo. Así que son mujeres.
—¿Qué aspecto tienen? Podemos buscar sus nombres en...
—No son del Jardín. —Es difícil interpretar la mirada que la muchacha le lanza al agente más joven, pues al mismo tiempo es de lástima, diversión y burla—. Antes tenía una vida, ¿sabe? Mi existencia no comenzó en el Jardín. Bueno, al menos no en ese jardín.
Victor gira la foto, intentando calcular cuánto tiempo se necesitó para hacer una cosa así. Tan grande, tan detallada.
—No se hizo todo de una vez —le dice ella, siguiendo la mirada del agente hasta el diseño—. Comenzó con la silueta. Luego estuvo agregando todos los colores y detalles durante dos semanas. Y, cuando terminó, ahí estaba yo: tan sólo otra de las Mariposas de su Jardín. Un dios que creaba su propio y pequeño mundo.
—Háblanos de Sophia y de Whitney —pide Victor, contento por dejar el tatuaje durante un rato. Sospecha lo que pasó cuando estuvo terminado, y está dispuesto a llamarse cobarde si eso significa no tener que oírlo todavía.
—Yo vivía con ellas.
Eddison saca una Moleskine de su bolsillo.
—¿Dónde?
—En nuestro apartamento.
—Tienes que...
Victor lo interrumpe:
—Háblanos del apartamento.
—Vic —protesta Eddison—, ¡no nos está dando nada!
—Lo hará —responde—. Cuando esté lista.
La chica los mira sin decir nada, pasándose la botella de una mano a otra como si fuera un disco de hockey sobre hielo.
—Háblanos del apartamento —repite Victor.
Allí vivíamos ocho chicas, todas trabajábamos en el restaurante. Era un loft enorme de una sola habitación, con camas y taquillas dispuestas como en un cuartel. Cada una de las camas tenía un riel para colgar ropa a un lado, y barras con cortinas al otro y al pie de la cama. No era algo muy privado, pero era suficiente. En circunstancias normales, el alquiler habría sido una locura, pero era un vecindario de mierda y vivíamos tantas que podías conseguir el dinero del alquiler en una o dos noches y pasar el resto del mes gastando lo que ganaras.
Algunas así lo hacían.
Éramos una mezcla extraña: estudiantes, marimachos y una prostituta retirada. Algunas querían la libertad para ser quienes quisieran, otras queríamos la libertad de que nadie nos molestara. Lo único que teníamos en común era que trabajábamos en el restaurante y vivíamos juntas.
Y, la verdad, era algo así como el cielo.
Claro, a veces chocábamos: había discusiones, peleas y algo de mezquindad, pero la mayor parte del tiempo esas cosas se olvidaban bastante rápido. Siempre había alguna dispuesta a prestarte un vestido, unos zapatos o un libro. Teníamos trabajo, clases para las que las hacían, pero además de eso teníamos dinero y una ciudad entera a nuestros pies. Incluso para mí, que había crecido bajo una mínima supervisión, esa clase de libertad era maravillosa.
La nevera siempre estaba llena de bagels, alcohol y agua embotellada, y siempre había condones y aspirinas en los cajones. A veces podías encontrar sobras de comida a domicilio, y cuando los de Servicios Sociales venían a visitar a Sophia para ver cómo iban sus avances, corríamos a por víveres y escondíamos la bebida y los condones. Casi todo lo que comíamos era a domicilio. Como trabajábamos con comida todas las noches, por lo general evitábamos la cocina del apartamento como se evita la peste.
Ah, y también estaba el borracho. Nunca supimos si realmente vivía en el edificio o no, pero por las tardes lo veíamos bebiendo en la calle y cada noche se quedaba inconsciente frente a nuestra puerta. No en la puerta del edificio, sino en la de nuestro apartamento. Además, era un maldito pervertido, así que cuando volvíamos y ya había oscurecido, lo cual sucedía casi cada noche, subíamos hasta la azotea y luego bajábamos un piso por la escalera de incendios para entrar por la ventana. Nuestro casero nos había instalado una cerradura especial ahí, porque a Sophia le daba lástima el borracho pervertido y no quería denunciarlo a las autoridades. Dada su situación —era una prostituta retirada y drogadicta en tratamiento que intentaba recuperar a sus hijas—, las demás no le insistimos.
Las chicas fueron mis primeras amigas. Supongo que había conocido a personas como ellas antes, pero eso fue diferente. Sabía mantenerme alejada de la gente y, por lo general, lo hacía. Pero trabajaba con esas chicas y, además, vivía con ellas, y simplemente era... distinto.
Estaba Sophia, que era como la madre de todas y que, cuando la conocí, se las había arreglado para estar completamente limpia de drogas durante un año, tras dos años de intentarlo y recaer. Tenía las dos hijas más bonitas del mundo, que de hecho estaban juntas en el mismo hogar de acogida. Aún mejor, las personas que las cuidaban apoyaban totalmente la meta de Sophia de recuperarlas. Le permitían ir a ver a las niñas prácticamente cuando ella quería. Cuando las cosas se complicaban, cuando la adicción volvía a la carga, una de nosotras la metía en un taxi para ir a ver a sus hijas y recordarle por qué se estaba esforzando tanto.
Luego estaban Hope y su pequeña secuaz, Jessica. Hope era la que tenía ideas y hacía travesuras, y Jessica la seguía en todo lo que decía y hacía. Hope llenaba el apartamento de risas y sexo, y si bien Jessica usaba esto último como un medio para sentirse mejor respecto a sí misma, al menos Hope le enseñaba cómo divertirse un poco al hacerlo. Ellas eran las más jóvenes, apenas tenían dieciséis y diecisiete años cuando yo llegué.
Amber también tenía diecisiete, pero, a diferencia de las otras dos, ella tenía una especie de plan. Logró que la declararan emancipada para poder salirse del sistema de acogida, había obtenido un certificado de estudios y asistía a una universidad pública para conseguir su título de preparación básica hasta que pudiera decidir en qué se licenciaría. Kathryn era un par de años mayor y nunca hablaba de cómo era su vida antes de llegar al apartamento. Ni de ninguna otra cosa, la verdad. A veces la convencíamos de que saliera con nosotras a hacer algo, nunca hacía nada sola. Si alguien nos hubiera puesto a las ocho contra una pared y hubiera preguntado quién estaba huyendo de algo o de alguien, todo el mundo habría señalado a Kathryn. No obstante, no le preguntábamos. Una de las reglas básicas del apartamento era que no nos presionábamos para conocer las historias personales. Todas teníamos un pasado.
De Whitney ya les he hablado, la de las crisis ocasionales. Estaba estudiando psicología, pero era jodidamente nerviosa. No en el mal sentido, sino que únicamente no reaccionaba bien ante el estrés. Entre semestres era fantástica. Durante los semestres, todas nos turnábamos para calmar sus malditos nervios. Noémie también era estudiante y estaba en proceso de conseguir uno de los títulos más inútiles conocidos por la humanidad. En serio, creo que la única razón por la que iba a la universidad era porque tenía una beca, y conseguir una licenciatura le proporcionaba una excusa para leer mucho. Por suerte, era generosa y compartía sus libros.
Noémie fue quien me habló acerca del apartamento, en mi segunda semana en el restaurante. Era mi tercera semana en la ciudad y aún estaba viviendo en un albergue, llevaba todas mis pertenencias al trabajo a diario. Estábamos en la pequeña sala de empleados quitándonos los uniformes. Yo dejaba el mío en el restaurante, porque, si me robaban las cosas mientras dormía, al menos podría seguir trabajando. Las demás se cambiaban allí porque el uniforme —un vestido largo y tacones— no era la clase de ropa con la que caminarían de vuelta a casa.
—Así pues..., eres de fiar, ¿no? —dijo sin preámbulos—. Quiero decir, no incordias a los ayudantes de camarero o a la anfitriona, no robas las cosas de nadie de la sala de empleados. Nunca hueles a drogas ni nada por el estilo.
—¿A qué viene eso? —Tiré de mi sujetador y me lo abroché en la espalda, acomodándome los senos. Vivir en un albergue te genera cierta falta de pudor, que reforzaba la pequeña sala de empleados y la cantidad de chicas que tenían que cambiarse allí.
—Rebekah dice que estás a un paso de vivir en la calle. Sabes que varias de nosotras vivimos juntas, ¿verdad? Pues tenemos una cama de sobra.
—¡Habla en serio! —gritó Whitney, deshaciendo la trenza que recogía su cabello cobrizo—. Hay una cama.
—Y una taquilla —agregó Hope entre risitas.
—Lo hemos estado hablando y nos peguntábamos si querrías mudarte con nosotras. El alquiler sería de trescientos al mes, incluye gastos.
No había estado lo suficiente en la ciudad, pero hasta yo sabía que eso era imposible.
—¿Trescientos? ¿Qué diablos consigues con trescientos?
—El alquiler total es de dos mil —aclaró Sophia—. Como lo compartimos, son trescientos. Con lo que sobra cubrimos gastos.
Sonaba bien, salvo que...
—¿Cuántas vivís allí?
—Contigo seríamos ocho.
Lo cual no era tan distinto de vivir en el albergue, la verdad.
—¿Puedo quedarme esta noche con vosotras para verlo y decidir mañana?
—¡Suena genial! —Hope me pasó una falda vaquera que era apenas lo suficientemente larga para cubrirme las bragas.
—No es mía.
—Ya lo sé, pero creo que te quedaría superbién.
Ya había metido una pierna en mis pantalones extragrandes de pana, pero, en vez de discutir, me puse la falda y decidí ser extremadamente cuidadosa al agacharme. Hope era muy voluptuosa, un poco rellena, así que pude bajarme la falda hasta las caderas para darme un poco más de largo.
Los ojos del dueño se iluminaron cuando vio que me iba con las chicas.
—Ahora vives con ellas, ¿eh? ¿Estás segura? —preguntó con un marcado acento italiano.
—Ya no hay clientes, Guilian.
Abandonó el acento y me dio una palmada en el hombro.
—Son buenas chicas. Me alegra que estés con ellas.
Su opinión contó mucho para convencerme aun antes de ver el apartamento. Mi primera impresión de Guilian había sido que era «duro pero justo», y demostró que tenía razón cuando le ofreció una semana de prueba a una chica que hizo la entrevista con un bolso de lona y una maleta junto a ella. Fingía haber nacido en Italia, porque eso hacía que por alguna razón los clientes pensaran que la comida era mejor, pero era un pelirrojo alto y fornido, con el pelo fino y un mostacho que se había comido su labio superior y ahora buscaba devorar el resto de su cara. Creía que era mejor juzgar a una persona por su trabajo que por sus palabras, y medía a la gente de acuerdo con eso. Al final de mi primera semana, simplemente me entregó el horario de la siguiente con mi nombre escrito en él.
Eran las tres de la mañana cuando nos fuimos. Memoricé las calles y los trenes, y no estaba tan nerviosa como debería cuando llegamos a su barrio. Con los pies doloridos por todas las horas pasadas con tacones, ascendimos fatigosamente la larga escalera hasta el último piso y luego subimos a la azotea, donde zigzagueamos entre muebles de terraza, barbacoas cubiertas y lo que parecía ser un floreciente jardín de marihuana en una esquina, para después bajar un tramo de la escalera de incendios hasta un gran conjunto de ventanas. Sophia metió la llave en la cerradura mientras Hope me hablaba entre risitas del borracho pervertido del pasillo.
En el albergue había algunos de ésos.
El apartamento era un espacio enorme, amplio y limpio, con cuatro camas alineadas en cada pared y un grupo de sofás reunidos en un cuadrado en el centro. La cocina tenía una isla que la separaba del resto del lugar, y una puerta daba al baño, donde había una gran ducha abierta con diez alcachofas apuntando en diferentes direcciones.
—No hacemos preguntas sobre la gente que vivió aquí antes —dijo Noémie con delicadeza cuando me lo mostró—. Pero sólo es una ducha, no una orgía.
—¿Usáis esto como es debido?
—Claro que no, jugamos con ellas todo el tiempo. Es parte de la diversión.
Sonreí sin querer. Era divertido trabajar con las chicas; siempre estaban bromeando, soltándose insultos y halagos en la cocina, quejándose de clientes molestos o coqueteando con los cocineros y los lavaplatos. Había sonreído más en esas dos semanas de lo que recordaba haberlo hecho en toda mi vida. Todas dejaron sus bolsas y sus mochilas en sus taquillas, y varias se pusieron un pijama o algo parecido, pero aún faltaba mucho para dormir. Whitney cogió su libro de psicología, mientras Amber sacaba veinte vasos de chupito y los llenaba de tequila. Me acerqué para coger uno, pero Noémie me detuvo dándome un vaso de vodka.
—El tequila es para estudiar.
Luego me senté en uno de los sofás y observé a Kathryn leer el test de prácticas de Amber; había un chupito por cada pregunta. Si Amber se equivocaba al responder, tenía que tomarse el chupito. Si acertaba, podía hacer que otra se lo tomara en su lugar. Me pasó el primero a mí y yo intenté no vomitar por la mezcla de tequila y vodka, que sabía asquerosa.
Seguíamos despiertas cuando amaneció, y Noémie, Amber y Whitney se fueron a sus clases con paso cansado mientras el resto al fin caíamos rendidas. Cuando despertamos a primera hora de la tarde, firmé el acuerdo que tenían por contrato y pagué mi primer mes con las propinas de las dos noches anteriores. Y, de esa forma, ya no estaba sin casa.
—¿Has dicho que ésa era tu tercera semana en la ciudad? —pregunta Victor, repasando una lista de ciudades a las que podría referirse. La voz de la chica no tiene grandes marcadores dialécticos, no hay regionalismos que puedan ayudar a identificar su origen. El agente está seguro de que es a propósito.
—Así es.
—¿Dónde estabas antes?
Ella se termina el agua en vez de responder. Tras dejar cuidadosamente la botella vacía en una esquina de la mesa, se apoya en la silla y, despacio, recorre sus brazos de arriba abajo con las manos vendadas.
Victor se levanta y se quita la chaqueta, rodeando la mesa para ponerla sobre los hombros de ella. La chica se tensa cuando el agente se le acerca, pero él se cuida de no rozarla. Cuando vuelve a su lado de la mesa, ella se relaja lo suficiente para meter los brazos en la prenda. Le queda grande, se arruga en algunas partes y se abulta en otras, pero sus manos salen de las mangas con comodidad.
Victor decide que se trata de Nueva York. Apartamentos tipo almacén, restaurantes que permanecen abiertos hasta muy tarde. Además, la chica ha mencionado trenes en lugar de metro; eso significa algo, ¿verdad? Toma nota mental de contactar con la oficina de Nueva York para ver si pueden encontrar algo sobre ella.
—¿Estudiabas?
—No. Sólo trabajaba.
Un ligero golpe en la ventana hace que Eddison salga de la habitación. La chica lo observa marcharse con cierta satisfacción, luego se vuelve hacia Victor con una expresión neutra.
—¿Por qué decidiste ir a la ciudad? —le pregunta él—. No parece que conocieras a nadie allí, ni que tuvieras un plan para cuando llegaras. ¿Por qué fuiste?
—¿Por qué no? Es algo nuevo, ¿no? Algo diferente.
—¿Algo lejano?
Ella enarca una ceja.
—¿Cómo te llamas?
—El Jardinero me llamaba Maya.
—Pero antes ése no era tu nombre.
—A veces es más fácil olvidar, ¿sabe? —Juguetea con el borde de las mangas, enrollándolas y desenrollándolas con movimientos rápidos. Probablemente no era muy diferente envolver cubiertos cuando le tocaba hacerlo—. Estás ahí, sin posibilidad de escapar, sin forma de volver a la vida que conoces, así que, ¿para qué aferrarte? ¿Por qué causarte más dolor recordando lo que ya no tendrás?
—¿Estás diciendo que olvidaste tu nombre?
—Estoy diciendo que él me llamaba Maya.
Hasta que mi tatuaje quedó terminado permanecí separada de las otras chicas casi por completo, a excepción de Lyonette, que seguía acudiendo a diario a hablar conmigo y a ponerme ungüentos en mi espalda dolorida. Me dejó estudiar su tatuaje sin dar muestras de dolor o de molestia. Ya era parte de ella, como respirar, como la gracia inconsciente de sus movimientos. El nivel de detalle era impresionante, y me pregunté cuánto dolería esa complejidad cuando llegara el momento de refrescar el brillo de la tinta. No obstante, algo evitaba que preguntara. Un buen tatuaje tarda años en desteñirse lo suficiente como para que sea necesario retocarlo; no quería pensar en lo que significaría estar en el Jardín todo ese tiempo.
O, peor, lo que podría significar que no estuviera ahí.
Las drogas seguían apareciendo en mi desayuno, que Lyonette me traía en una bandeja junto al suyo. Cada dos días no me despertaba en la cama, sino en la dura camilla de cuero, con el Jardinero pasando sus manos sobre las áreas previamente entintadas para comprobar cómo iban sanando y cuán sensibles estaban. No me permitía mirarlo y, a diferencia de mi cuarto, con sus cristales semirreflectantes por todas partes, las paredes de metal opaco no me dejaban ni la esperanza de echar un vistazo.
Él canturreaba mientras trabajaba; era un sonido encantador, de alguna manera, pero chocaba terriblemente con el zumbido mecánico de las agujas. Principalmente eran clásicos: Elvis, Sinatra, Martin, Crosby, hasta un poco de las Andrews Sisters. Me provocaba un dolor extraño quedarme allí, tendida bajo las agujas y permitiéndole que grabara en mi piel que yo le pertenecía. Pero no veía muchas opciones. Lyonette me dijo que ella se quedaba con cada chica hasta que todo estuviera terminado. Aún no podía explorar el Jardín, no podía buscar una salida. Tampoco estaba segura de si Lyonette sabía que no había manera de escapar o si sencillamente ya no le importaba. Así que lo dejé tatuarme esas malditas alas. Nunca pregunté qué pasaría si me resistía, si me negaba.
Estuve a punto de hacerlo, pero Lyonette palideció, así que cambié la pregunta.
Pensaba que tenía que ver con el hecho de que nunca me llevaba por los pasillos, sólo hacia el Jardín, por la cueva y detrás de la cascada. Fuera lo que fuese lo que no quería que viera —o que no quería enseñarme, que no es para nada lo mismo—, podía esperar. Era cobarde, supongo. O pragmática.
Estaba a punto de acabar mi tercera semana en el Jardín cuando terminó.
Durante toda esa mañana, el Jardinero había estado más intenso, más concentrado, se había tomado descansos más cortos y menos frecuentes. El primer día tatuó a lo largo de mi columna y trazó los bordes de las alas, las líneas y los bloques de los diseños más grandes. Después de eso, comenzó en las puntas de las alas y fue bajando hacia la columna, intercalando entre los cuatro cuadrantes de mi espalda para evitar que un área quedara demasiado lastimada como para seguir trabajando en ella. Si algo era, era meticuloso.
Luego el canturreo se detuvo y su respiración se tornó entrecortada y rápida mientras limpiaba los restos de sangre y el exceso de tinta. Le temblaban las manos ante su trabajo, cuando antes se habían mantenido perfectamente firmes. Después llegó un ungüento frío y resbaladizo que extendió con cuidado en cada centímetro de mi piel.
—Eres exquisita —dijo con voz ronca—. Absolutamente impecable. Una gran incorporación a mi jardín. Y ahora..., ahora debes tener un nombre.
Con los pulgares acarició mi columna vertebral, donde había empezado el tatuaje y, por tanto, era la parte más sana, y la recorrió hasta mi nuca, donde se enredaron en mi cabello recogido. Aún tenía algo del grasiento ungüento en los dedos, que dejaron ese cabello apelmazado y denso a su paso. Sin previo aviso, me bajó de la camilla de un tirón hasta que mis pies quedaron sobre el suelo, con la mitad superior del cuerpo aún apoyada en el cuero. Podía oír que luchaba con la hebilla de su cinturón, y entonces cerré los ojos con tanta fuerza como pude.
—Maya —gimió pasando sus manos por mis costados—. Ahora eres Maya. Mía.
Un fuerte golpe en la puerta evita que la chica describa lo que pasó después, y ella parece tan sorprendida como agradecida.
Victor maldice entre dientes y se levanta repentinamente de su silla para ir a abrir. Eddison le hace una seña para que salga al pasillo.
—¿Qué diablos te pasa? —pregunta con rabia—. Había empezado a hablar.
—El equipo que debía registrar el despacho del sospechoso encontró algo. —Sostiene una gran bolsa de pruebas llena de carnets de conducir y de identidad—. Parece que los conservó todos.
—Al menos, los de todas las que los tenían. —Coge la bolsa, son muchos carnets, y la sacude un poco para ver más allá de la primera capa de nombres y fotografías—. ¿Has encontrado el suyo?
Eddison le pasa otra bolsa, una pequeña que sólo tiene un pedazo de plástico. Es un carnet de Nueva York, y él la reconoce de inmediato. Un poco más joven, el rostro de la chica se ve más suave, aunque su expresión no.
—Inara Morrissey —lee, pero Eddison niega con la cabeza.
—Escanearon el resto y están comenzando a revisarlos, pero introdujeron éste primero. Inara Morrissey no existía hasta hace cuatro años. El número de la seguridad social concuerda con el de un bebé de dos años que murió en los setenta. La oficina de Nueva York enviará a alguien al lugar de su último empleo conocido, un restaurante llamado Evening Star. La dirección del carnet es un edificio en ruinas, pero llamamos al restaurante y conseguimos las señas del apartamento. El agente con el que hablé soltó un silbido cuando me dio la información; al parecer, es un barrio complicado.
—Ella ya nos lo ha dicho —señala Victor con desinterés.
—Sí, parece tan fidedigna y comunicativa...
El agente no responde enseguida, pues está absorto estudiando el carnet. Cree a su compañero cuando dice que es falso, pero es una gran falsificación, joder. Debe admitir que lo habría engañado en circunstancias normales.
—¿Cuándo dejó de ir al trabajo?
—Hace dos años, según su jefe. Los impuestos lo avalan.
—Dos años... —Le entrega la bolsa más grande y dobla la otra alrededor del carnet solitario hasta que puede metérselo en el bolsillo trasero—. Haz que los revisen tan pronto como sea posible; pide prestados a algunos técnicos de otros equipos si es necesario. Identificar a las chicas del hospital es prioritario. Luego consíguenos un par de auriculares para que los técnicos puedan pasarnos las novedades de la oficina de Nueva York.
—Entendido. —Eddison mira la puerta cerrada con el ceño fruncido—. ¿De verdad estaba hablando?
—Hablar no era realmente su problema —contesta Victor entre risas—. Cásate, Eddison, o, mejor aún, ten hijas adolescentes. Esa chica es mejor que la mayoría, pero los patrones son los mismos. Sólo hay que analizar la información hasta encontrar algo significativo. Escuchar lo que no te están diciendo.
—Hay una razón por la que prefiero hablar con los sospechosos antes que con las víctimas. —Y se va hacia la sala de observación sin esperar una respuesta.
Ya que ha tenido que salir de la habitación, lo mejor es aprovechar el descanso. Victor camina enérgicamente por el pasillo y se dirige hacia la sala principal del equipo, avanzando entre escritorios y cubículos, hasta la esquina que hace las veces de cocina y sala de descanso. Saca la jarra de la cafetera de su base y la olisquea. El café no está caliente, pero tampoco huele rancio. Lo sirve en dos tazas que parecen limpias y las mete al microondas. Mientras se calientan, Victor mira en el frigorífico buscando algo que parezca fresco.
Un pastel de cumpleaños no es exactamente lo que está buscando, pero servirá, y pronto tiene unos platos de papel bien servidos con dos pedazos gruesos y varios sobres de azúcar y botecitos de crema de leche. Mete los dedos por las asas de las tazas y vuelve a la sala de observación.
Eddison hace un gesto de molestia, pero sostiene los platos para que Victor pueda ponerse los auriculares. Ni siquiera intenta ocultar el cable; la chica es demasiado inteligente para eso. Cuando los tiene puestos, coge los platos y entra en la sala de interrogatorios.
La chica se sorprende al ver el pastel, y Victor esboza sutilmente una sonrisa mientras le pasa uno de los platos y desliza una taza sobre la superficie de acero inoxidable.
—Pensé que tendrías hambre. No sé cómo te gusta el café.
—No me gusta, pero gracias.
Le da un sorbo al café solo y hace una mueca, pero se lo traga y luego da otro. Victor espera hasta que la chica tiene la boca llena con una rosa escarchada del pastel.
—Háblame del Evening Star, Inara.
Ella no se atraganta, no hace ni un gesto de sorpresa, pero sí una ligerísima pausa, un momento de inmovilidad absoluta que se va tan rápido que Victor no lo habría notado de no haber estado buscándolo. Ella traga el bocado y lame el azúcar de sus labios, dejando manchas de un rojo brillante en ellos.
—Es un restaurante, pero eso ya lo sabe.
Victor saca el carnet de su bolsillo y lo pone en la mesa junto a la bolsa. Ella da golpecitos con la punta de un dedo contra la credencial, tapando su rostro intermitentemente.
—¿Los guardó? —pregunta sin poder creerlo—. Parece algo...
—¿Estúpido?
—Claro. —Su rostro se contrae en un gesto triste y pensativo, y extiende los dedos para ocultar el carnet de plástico—. ¿Todos?
—Hasta donde sabemos.
La chica hace girar el café dentro de la taza, contemplando el pequeño torbellino.
—Pero Inara es tan falsa como Maya, ¿verdad? —pregunta él con amabilidad—. Tu nombre, tu edad, nada de eso es real.
—Es lo suficientemente real —lo corrige con suavidad—. Es tan real como necesita serlo.
—Lo suficiente para conseguir un trabajo y un lugar donde vivir. Pero ¿qué hubo antes?
Una de las cosas buenas de Nueva York era que nadie hacía preguntas nunca. Es uno de esos lugares a los que va la gente, ¿sabe? Es un sueño, es una meta, un lugar en el que puedes desaparecer entre millones de personas que están haciendo lo mismo. A nadie le importa de dónde vienes o por qué te fuiste, pues están demasiado concentrados en sí mismos y en lo que quieren y adónde van. Nueva York tiene mucha historia, pero todos los que están allí sólo quieren saber sobre el futuro. Aunque seas de la ciudad de Nueva York, si te mudas, puede que nunca te encuentren.
Tomé el autobús a Nueva York con todo lo que tenía metido en un bolso y una maleta. Encontré un comedor para indigentes en el que no les importaba que durmiera en el consultorio del piso de arriba siempre y cuando ayudara a servir la comida, y uno de los voluntarios me habló de un tipo que acababa de hacerle unos documentos para su esposa, que era una inmigrante venezolana. Llamé al número que me dio y al día siguiente ya estaba en la biblioteca, sentada bajo la estatua de un león, esperando a que un completo desconocido se me acercara.
No me inspiró mucha confianza cuando por fin apareció, una hora y media después de lo que habíamos acordado. Era de estatura media, delgado; su ropa parecía estar llena de sal y otras manchas que no quise identificar. Su cabello lacio estaba en proceso de enredarse en rastas y sorbía por la nariz constantemente, mientras sus ojos miraban hacia todas partes antes de levantar una manga para frotarla contra su nariz rojo cereza. Quizá fuera un genio de la falsificación, pero no resultaba difícil adivinar en qué se gastaba el dinero.
No me preguntó mi nombre, más bien, sólo me preguntó el nombre que quería. Fecha de nacimiento, dirección, carnet de identidad o de conducir, si quería ser donante de órganos. Mientras hablábamos, caminamos por la biblioteca como una excusa para estar en silencio y, cuando llegamos a una pancarta que tenía una franja blanca, me paró frente a ella y me hizo una fotografía. Me había arreglado mucho antes de ir a la biblioteca a verlo, incluso había comprado algo de maquillaje para estar segura de que podía aparentar ser alguien de diecinueve. Aunque la verdad es que todo está en los ojos. Si has visto lo suficiente, simplemente pareces mayor, no importa cómo esté el resto de tu cara.
Me dijo que fuera a verlo esa misma tarde a cierto puesto de perritos calientes y tendría lo que yo necesitaba. Cuando nos reencontramos —de nuevo llegó tarde— me entregó un sobre. Uno muy pequeño, a decir verdad, pero era suficiente para cambiar una vida. Me dijo que serían mil dólares, pero que lo bajaría a quinientos si me acostaba con él.
Le pagué el precio completo.
Se alejó en una dirección y yo en otra, y cuando llegué a la parte trasera del albergue donde planeaba pasar la noche —a una buena distancia del comedor para indigentes y de alguien que pudiera recordar a una chica a la que le había hablado sobre documentos ilegales—, abrí el sobre y vi por primera vez a Inara Morrissey.
—¿Por qué no querías que te encontraran? —pregunta Victor mientras usa un bolígrafo para mezclar la crema de leche en su café.
—No me preocupaba que me encontraran; para que te encuentren, alguien tiene que estar buscándote.
—¿Por qué no te estaba buscando nadie?
—Echo de menos Nueva York. Allí nadie hace ese tipo de preguntas.
El agente oye un crujido en el auricular cuando uno de los técnicos abre la línea:
—En Nueva York dicen que obtuvo su certificado de estudios hace tres años. Se graduó con honores, pero nunca se inscribió para hacer el examen de acceso a la universidad y tampoco pidió que sus calificaciones fueran entregadas a ninguna escuela ni a ningún empresario.
—¿Dejaste el instituto? —pregunta Victor—. ¿U obtuviste tu certificado para no tener que sacarte un título?
—Ahora que tiene un nombre es mucho más fácil investigar sobre mi vida, ¿verdad? —La chica se termina el pastel y coloca el tenedor de plástico en un ángulo perfecto, atravesando el plato, con las puntas hacia abajo. El papel cruje cuando abre uno de los sobrecitos de azúcar y lo vacía en un montón sobre el plato. A continuación, se lame el único dedo que no está cubierto por vendas y esparadrapo, lo presiona contra el azúcar y se lo lleva a la boca—. Pero eso sólo le da información sobre Nueva York.
—Lo sé, por eso necesito que me cuentes lo que pasó antes.
—Me gustaba ser Inara.
—Pero no lo eres —comenta él con amabilidad, y la ira destella en los ojos de la chica y desaparece tan rápido como llega su semisonrisa o su expresión de sorpresa.
—Entonces ¿cuando llama a una rosa por otro nombre ya no es una rosa?
—Eso es lenguaje, no identidad. No eres un nombre, sino una historia, y yo necesito conocer la tuya.
—¿Por qué? Mi historia no le hablará del Jardinero, ¿y no es eso de lo que se trata en realidad? ¿Del Jardinero y su Jardín? ¿De todas sus Mariposas?
—Y, si él sobrevive para ir a juicio, necesitamos darle al jurado unos testigos creíbles. Una joven que ni siquiera dice la verdad respecto a su nombre no sirve de mucho.
—Es sólo un nombre.
—No, si es el tuyo.
La no-exactamente-sonrisa se posa en sus labios por un instante.
—Bliss, decía ahí.
—¿Bliss?
Como siempre, Lyonette estaba frente al cuarto de tatuar, y desvió la mirada amablemente hasta que yo pude ponerme el ajustado vestido negro que se había convertido en mi única pieza de ropa.
—Cierra los ojos —me pidió—. Vamos por pasos.
Había mantenido los ojos cerrados durante tanto tiempo en esa habitación que la idea de estar ciega de nuevo por voluntad propia hizo que la piel me hormigueara. Sin embargo, Lyonette había sido buena conmigo hasta ese momento, y claramente había hecho eso con otras chicas. Tomé la decisión de confiar en ella un poco más. Una vez cerré los ojos, ella cogió mi mano y me llevó por el pasillo en dirección contraria a la que seguíamos normalmente. Era un pasillo largo, y al final doblamos a la izquierda. Tenía mi mano derecha contra las paredes de cristal y mi brazo caía torpemente cada vez que pasábamos por las puertas abiertas.
Luego me condujo a través de una de ellas y me colocó donde me quería, apoyando las manos en la parte superior de mis brazos con suavidad. Sentí que daba un paso atrás.
—Abre los ojos.
Estaba de pie frente a mí, a un lado de una habitación que era casi idéntica a la mía. Ésta tenía unos cuantos detalles personales: criaturas de origami sobre una estantería situada encima de la cama, sábanas, mantas, almohadas y unas cortinas color calabaza que escondían el retrete, el lavabo y la ducha. El borde de un libro sobresalía bajo la almohada más grande y unos cajones recorrían el espacio que había debajo de la cama.
—¿Qué nombre te dio?
—Maya. —Contuve el temblor que me provocó decirlo en voz alta por primera vez, recordar cómo él lo repetía una y otra vez mientras...
—Maya —repitió Lyonette, dándome otro sonido al que aferrarme—. Mírate, Maya.
Levantó un espejo, colocándolo en posición para que pudiera ver otro espejo que estaba detrás de mí. Varias partes de mi espalda aún estaban enrojecidas, irritadas e hinchadas alrededor de la tinta fresca, la cual sabía que se veía más oscura ahora que cuando las costras se cayeran. Eran visibles unas huellas de dedos en mis costados, donde la tela se abría, pero no había nada que cubriera el diseño. Era feo y terrible.
Y encantador.
Las alas superiores eran de un tono marrón dorado, aleonadas, como el cabello y los ojos de Lyonette, salpicadas con toques de negro, blanco y bronce oscuro. Las inferiores eran de color rosa y púrpura, y también las cruzaban patrones en blanco y negro. El detalle era impresionante, las ligeras variaciones de color daban la impresión de escamas individuales. Los colores eran vivos, incluso saturados, y cubrían casi toda mi espalda, desde las puntas de mis hombros hasta un poco más allá de la curva de mis caderas. Las alas eran altas y estrechas, los bordes exteriores se doblaban apenas sobre mis costados.
La destreza no podía negarse. Fuera lo que fuese, el Jardinero tenía talento.
Odiaba ese tatuaje, pero, al mismo tiempo, debía reconocer que era adorable.
Una cabeza se asomó por la puerta, seguida rápidamente por el resto del cuerpo de una joven diminuta. No medía más de uno cincuenta con la espalda bien erguida, pero al ver sus curvas nadie habría pensado que era una niña. Su piel era blanca e impecable como la nieve, y tenía unos enormes ojos azul violeta, enmarcados por una vorágine de apretados rizos negros recogidos al azar. Era un conjunto de impresionantes contrastes, con una nariz de botón más adorable que hermosa, pero, como todas las chicas a las que había visto de reojo en el Jardín, era como mínimo deslumbrante.
La belleza pierde su sentido cuando te rodea en exceso.
—Así que ésta es la chica nueva. —Se tumbó en la cama, abrazando una pequeña almohada contra su pecho—. ¿Cómo te ha llamado ese bastardo?
—Podría oírte —la regañó Lyonette, pero la chica simplemente se encogió de hombros en la cama.
—Que me oiga. Nunca nos ha pedido que correspondamos a su amor. Bueno, ¿qué nombre te ha puesto?
—Maya —dije al mismo tiempo que Lyonette, y oír la palabra se volvió un poco menos difícil. Me pregunté si seguiría así, si con el tiempo el nombre ya no dolería en absoluto o si sería una pequeña esquirla que me lastimaría para siempre, como la punta de una astilla que no puedes sacar con las pinzas.
—Ah, no está tan mal. A mí el cabrón me llamó Bliss. —Hizo un gesto de hastío y resopló—. ¡Bliss! Como bendición en inglés. ¿Parezco bendecida? Ah, déjame ver. —Hizo una señal con sus dedos para que me volviera, y en ese momento me recordó un poco a Hope. Con eso en mente, me di la vuelta con lentitud para mostrarle mi espalda—. No está tan mal. Al menos, los colores te van bien. Tendremos que buscar de qué tipo es.
—Es una western pine elfin —afirmó Lyonette con un suspiro. Y se encogió de hombros ante mi mirada de soslayo—. Es algo con lo que entretenerse. Quizá lo hace un poco menos horrible. Yo soy una mariposa de cobre.
—Y yo una mariposa bufón —agregó Bliss—. Es bastante bonita. Horrible, claro, pero no tengo que mirarla. Pero ¿lo del nombre? Podría llamarnos A, B o Tres, y no importaría. Responde al nombre, pero no finjas que es tuyo. Es menos confuso así.
—¿Menos confuso?
—¡Pues claro! Recuerda quién eres; lo demás consiste tan sólo en interpretar un personaje. Si comienzas a pensar que ésa eres tú, empieza la crisis de identidad. Y casi siempre las crisis de identidad llevan a una crisis nerviosa, y una crisis aquí lleva a...
—Bliss...
—¿Qué? Parece que puede soportarlo. Aún no está llorando, y todas sabemos lo que él hace cuando termina el tatuaje.
Era como Hope, pero mucho más inteligente.
—¿Y bien? ¿A qué te lleva una crisis nerviosa?
—Mira en los pasillos, pero nunca lo hagas después de comer.
—Acababas de recorrer los pasillos —le recuerda Victor.
—Con los ojos cerrados.
—Entonces ¿qué era lo que había en ellos?
En lugar de responder, la chica revuelve en su taza lo que queda del café, echándole a Victor una mirada que sugiere que ya debería saberlo.
El auricular cruje de nuevo en el oído del agente.
—Ramírez acaba de llamar del hospital —dice Eddison—. Está enviando fotos de las chicas que los médicos esperan que se salven. Los de Personas Desaparecidas han tenido suerte. Entre ellas y las que están en la morgue han identificado casi a la mitad. Y tenemos un problema.
—¿Qué clase de problema?
La muchacha lo mira con intensidad.
—Una de las chicas a las que han identificado tiene familiares importantes. Aún se hace llamar Ravenna, pero sus huellas digitales coinciden con las de Patrice Kingsley.
—¿Te refieres a la hija desaparecida de la senadora Kingsley?
Inara se retrepa en su silla con una expresión claramente divertida. Victor no sabe qué encuentra de gracioso en eso, puesto que promete ser una complicación de mucho cuidado.
—¿La senadora ya ha sido informada? —pregunta.
—Aún no —responde Eddison—. Ramírez quería avisarnos antes. La senadora Kingsley está desesperada por encontrar a su hija, Vic; no hay ni una maldita posibilidad de que no se meta en la investigación.
Y, cuando eso pase, toda la privacidad que podrían ofrecer a esas chicas estará perdida. Sus rostros aparecerán en todos los canales de noticias de ahí a la costa Este. E Inara... Victor se frota los ojos con cansancio. Si la senadora se entera de que tienen la más mínima sospecha sobre esa jovencita excesivamente reservada, no descansará hasta que le levanten cargos.
—Pídele a Ramírez que lo retrase todo lo que pueda —dice finalmente—. Necesitamos tiempo.
—De acuerdo.
—Recuérdame cuánto tiempo ha estado desaparecida.
—Cuatro años y medio.
—¿Cuatro años y medio?
—Ravenna —murmura Inara, y Victor la observa fijamente—. Nadie olvida nunca cuánto tiempo ha pasado ahí.
—¿Por qué no?
—Eso cambia las cosas, ¿verdad? Que una senadora esté involucrada.
—También cambia las cosas para ti.
—Pues claro. ¿Cómo no iba a hacerlo?
Con incomodidad, Victor se da cuenta de que ella lo sabe. Quizá no conoce los detalles, pero sabe que sospechan que ella estuvo involucrada de algún modo. Él sopesa el gesto de diversión en los ojos de la chica, la curvatura cínica de su boca. Está extrañamente cómoda con esa nueva información.
Es momento de cambiar de tema, antes de que Victor pierda el control de la conversación.
—Has dicho que las chicas del apartamento fueron tus primeras amigas.
Ella se mueve un poco en su silla.
—Así es —contesta con recelo.
—¿Por qué?
—Porque antes no tenía ninguna.
—Inara...
Ella responde a ese tono de voz de la misma forma que lo hacen las hijas de Victor: de manera instintiva, con un poco de pesar cuando se da cuenta de ello demasiado tarde y ligeramente malhumorada.
—Es bueno en esto. ¿Tiene hijos?
—Tres niñas.
—Y, aun así, decidió trabajar con niños con problemas.
—Intentando rescatar a niños con problemas —corrige él—. Intentando obtener justicia para ellos.
—¿De verdad cree que a ellos les importa la justicia?
—¿Tú no?
—No. En el mejor de los casos, la justicia es una cosa fallida, no arregla nada.
—¿Dirías eso si hubieras tenido justicia cuando eras niña?
Su cuasi sonrisa es amarga y desaparece demasiado pronto.
—¿Y para qué habría necesitado justicia?
—He trabajado en esto toda mi vida, ¿crees que no reconozco a una niña con problemas cuando la tengo frente a mí?
Ella inclina la cabeza para concederle la razón; luego se muerde el labio y hace un gesto de dolor.
—No es totalmente exacto. Digamos que fui una niña en la sombra, más que con problemas, ignorada. Soy el oso de peluche que se llena de polvo bajo la cama, no el soldadito de plomo con una sola pierna.
Victor sonríe ligeramente y le da un trago a su café, que se enfría con rapidez. Ella vuelve a dar rodeos. Por más desconcertante que lo encuentre Eddison, Victor está en terreno conocido.
—¿En qué sentido?
A veces, asistes a una boda y te das cuenta con cierta resignación de que el hijo que nazca de ese matrimonio terminará jodido inevitablemente. Es un hecho, no tanto un presentimiento, como la triste aceptación de que esas dos personas no deberían reproducirse, pero sin duda lo harán.
Como mis padres.
Mi madre tenía veintidós años cuando se casó con mi padre: su tercer marido. El primero lo tuvo a los diecisiete, cuando se casó con el hermano del que entonces era el esposo de su madre. Él murió menos de un año después de un ataque al corazón mientras mantenían relaciones sexuales. La dejó bastante bien situada, así que unos meses más tarde se casó con un hombre unos quince años mayor que ella y, cuando se divorció de él, un año después, le fue aún mejor. Luego llegó mi padre, y, si no la hubiera dejado embarazada, dudo que la boda hubiera tenido lugar. Era guapo, pero no era rico ni tenía futuro, y era apenas dos años mayor, lo que para mi madre representaba una infranqueable serie de impedimentos.
Eso se lo podemos agradecer a su madre, que tuvo nueve maridos antes de que una menopausia precoz le hiciera tomar la decisión de que estaba demasiado seca como para volver a casarse. Murieron absolutamente todos, cada uno más rápido que el anterior. Sin trampas. Simplemente... murieron. La mayoría de ellos eran viejísimos, claro, y todos la dejaron con una buena suma de dinero, así que a mi madre la criaron con ciertas expectativas que su tercer esposo no cumplía.
En defensa de mis padres puedo decir esto: lo intentaron. Durante los primeros años vivimos cerca de la familia de mi padre, con primos, tíos y tías, y casi puedo recordarme jugando con otros niños. Luego nos mudamos y los lazos se cortaron por ambos lados; quedamos sólo yo, mis padres y sus muchas aventuras. Siempre estaban visitando a sus amantes más recientes, o metidos en su cuarto, así que me convertí en una chica bastante autosuficiente. Aprendí a usar el microondas, memoricé los horarios del autobús para poder ir a la tienda, ahorraba para los días de la semana en que ninguno de mis padres tendría dinero en sus carteras y así poder comprar cosas en el mercado.
Usted imaginará que eso resultaría extraño, ¿no? Pero si alguien preguntaba en la tienda —una mujer preocupada o un cajero—, yo decía que mi mamá estaba en el coche con el bebé y el aire acondicionado en marcha. Incluso en invierno se lo creían, sonreían y me decían que era una hija y una hermana maravillosa.
Así que no sólo era autosuficiente: llegué a tener una opinión bastante baja de la inteligencia de la mayoría de la gente.
Tenía seis años cuando decidieron aprovechar la terapia de pareja. No probarla, sino aprovecharla. Alguien en la oficina de mi padre le dijo que el seguro cubriría la terapia; parecía mejor opción que un juez y, además, los ayudaría a acelerar el divorcio. Una de las cosas que el terapeuta les pidió fue que hiciéramos un viaje familiar, sólo nosotros tres, a algún sitio divertido y especial. Quizá a un parque de atracciones.
Llegamos al parque sobre las diez, y durante las primeras horas las cosas marcharon bien. Luego pasó lo del tiovivo. Odio los jodidos tiovivos. Mi padre se quedó en la salida para esperar a que yo me bajara y mi madre se quedó en la entrada para ayudarme a subir; simplemente se quedaron en lados opuestos y me observaron dar vueltas y vueltas. Yo era demasiado pequeña para alcanzar los estribos de metal, y el caballo en el que iba era tan ancho que hacía que me dolieran las ingles, pero seguía dando vueltas y vueltas y vueltas. Entonces vi que mi padre se iba con una latina bajita. Otra vuelta y vi a mi madre marcharse con un pelirrojo alto que llevaba un cinturón de herramientas.
Un niño mayor tuvo la amabilidad de ayudarme a bajar del caballo después de que bajara a su hermana pequeña y me cogió de la mano mientras caminábamos hacia la salida. Quería quedarme con esa familia, ser la hermanita de alguien que se subía a las atracciones contigo y te cogía de la mano al caminar, alguien que te miraba con una sonrisa y te preguntaba si te habías divertido. Pero salimos del tiovivo y le di las gracias, haciéndole señales con la mano a una mujer que estaba distraída con su móvil para que el chico pensara que había encontrado a mi madre, y los vi a él y a su hermana caminar hacia sus padres, que estaban encantados de verlos.
Pasé el resto del día deambulando por el parque de atracciones, intentando que los de Seguridad no me vieran, pero llegó la tarde, el parque cerró y aún no había encontrado a mis padres. Los policías me vieron y me llevaron al «salón de la infamia». Bueno, ellos lo llamaban el «sitio de los padres perdidos». Difundieron algunos mensajes por el sistema de megafonía, pidiendo que los padres que hubieran perdido a sus hijos pasaran a recogerlos. Había más niños, otros que habían sido olvidados, se habían alejado o estaban escondidos.
Luego oí que uno de los adultos mencionaba los Servicios de Protección de Menores. Concretamente, hablaba de llamar a Protección de Menores si no habían recogido a alguno después de las diez en punto. Mis vecinos de la casa de al lado se ofrecían como familia de acogida, y la idea de vivir con gente como ellos me resultaba aterradora. Por fortuna, uno de los niños más pequeños se hizo pis encima y empezó a llorar de tal manera que hizo que todos los adultos se abalanzaran sobre él intentando tranquilizarlo, y yo me las arreglé para salir y volver al parque.
Tuve que buscar un poco, pero finalmente encontré la puerta principal. Salí sin que nadie me viera, uniéndome a la fila de un grupo escolar que se había quedado un rato atascado en una de las atracciones, y me dirigí al parking. Tardé como una hora en recorrerlo entero hasta llegar a una gasolinera que aún estaba abierta para todos los que iban de vuelta a casa. Todavía tenía la mitad del dinero que mi padre había metido en mi bolsillo para que comiera algo antes de lo del tiovivo, así que los llamé a sus respectivos móviles y luego al teléfono de casa; a continuación, como no se me ocurrió qué más hacer, llamé al vecino.
Eran casi las diez de la noche, pero él se subió a su coche y condujo dos horas para ir a por mí y otras dos horas de vuelta. Cuando llegamos, no había ninguna luz encendida en mi casa.
—¿Era el vecino que acogía temporalmente a menores? —pregunta Victor cuando la chica hace una pausa para lamer sus labios agrietados. Él coge la botella de agua vacía, apunta con ella al falso espejo y no la baja hasta que uno de los técnicos le dice que Eddison va de camino.
—Sí.
—Pero te llevó sana y salva a casa, ¿por qué era tan terrible la idea de vivir con él?
—Cuando nos detuvimos frente a su casa, me dijo que debía darle las gracias por el viaje lamiéndole su pirulí.
La botella de plástico chirría cuando el puño de Victor la aplasta.
—Por Dios.
—Cuando empujó mi cabeza hacia su regazo, me metí un dedo en la garganta y vomité sobre él. Además, me aseguré de hacer sonar el claxon para que saliera su esposa. —Abre otro sobre de azúcar y se echa la mitad en la boca—. Lo arrestaron por acoso sexual más o menos un mes más tarde y ella se cambió de casa.
La puerta se abre de golpe y Eddison le lanza una nueva botella de agua a la chica. El protocolo dice que deben quitarle el tapón antes —por peligro de ahogamiento—, pero tiene la otra mano ocupada con un montón de fotografías; las echa sobre la mesa junto con una bolsa de carnets que sujeta con el codo.
—Al no decirnos la verdad —protesta—, estás protegiendo al hombre que hizo esto.
Inara tiene razón: es diferente verlo que simplemente leer al respecto. Victor exhala con lentitud, aprovechando para contener un asco instintivo. Pasa la primera foto de la pila, luego la segunda, la tercera, la cuarta; todas muestran fragmentos de los pasillos del Jardín en ruinas.
Ella lo detiene en la séptima, levantando el papel para poder verlo más de cerca. Cuando vuelve a bajarlo, su dedo acaricia una curva castaño claro cerca del centro de la imagen.
—Ésa es Lyonette.
—¿Tu amiga?
Su dedo vendado se mueve suavemente sobre la línea de cristal en la fotografía.
—Sí —susurra—. Era mi amiga.
Al igual que con los nombres, en el Jardín lo mejor era olvidar los cumpleaños. Según fui conociendo a las otras chicas, supe que eran bastante jóvenes, pero la edad no era algo que se preguntara allí. Simplemente no parecía necesario. En algún momento moriríamos, y los pasillos ofrecían recordatorios diarios de lo que eso significaría, así que, ¿para qué agravar la tragedia?
Hasta que pasó lo de Lyonette.
Llevaba seis meses en el Jardín, y aunque me había hecho amiga de la mayoría de las chicas, me sentía más cercana a Lyonette y a Bliss. Ellas eran las más parecidas a mí, las que no se decantaban por el drama de llorar o lamentar nuestro destino inevitablemente trágico. No nos acobardábamos ante el Jardinero ni lo halagábamos, como si ser sus favoritas cambiara nuestra suerte de algún modo. Éramos las que soportaban lo que había que soportar y, aparte de eso, simplemente nos ocupábamos de nuestros asuntos.
El Jardinero nos adoraba.
Salvo por las comidas, que se servían a horas específicas, no había ningún lugar en el que tuviéramos que estar, así que la mayoría de las chicas iban de un cuarto a otro para darse ánimos. Si el Jardinero quería verte, simplemente revisaba las habitaciones y te buscaba. Cuando Lyonette nos pidió a Bliss y a mí que pasáramos la noche en su cuarto, no me llamó la atención. Era algo que hacíamos todo el tiempo. Debería haber reconocido la desesperación en su voz, el tono de sus palabras; pero ésa era otra cosa ante la que el Jardín te insensibilizaba. Al igual que la belleza, el miedo y la desesperación eran tan comunes como respirar.
Teníamos ropa para el día —siempre negra, siempre prendas que dejaban descubiertas nuestras espaldas para que pudieran verse las alas—, pero no nos daban nada para dormir. La mayoría simplemente dormíamos en bragas y anhelábamos tener sujetadores. El albergue y el apartamento fueron una buena práctica para mí; tenía mucho menos pudor que la mayoría de las chicas al llegar al Jardín; una humillación menos que pudiera derrumbarme.
Las tres nos acurrucamos sobre el colchón, esperando que las luces se apagaran, y poco a poco nos fuimos dando cuenta de que Lyonette estaba temblando. No era una convulsión ni nada parecido, sólo un temblor que la recorría bajo la piel y electrizaba cada parte de su cuerpo con el movimiento. Me incorporé, cogí su mano y entrelacé nuestros dedos.
—¿Qué te pasa?
Las lágrimas brillaban en sus ojos con destellos dorados e hicieron que sintiera unas náuseas súbitas. Nunca antes había visto llorar a Lyonette; odiaba las lágrimas en todos, especialmente en ella misma.
—Mañana cumplo veintiún años —susurró.
Bliss soltó un alarido y lanzó los brazos sobre nuestra amiga, hundiendo la cara en su hombro.
—Mierda, Lyon, ¡lo siento mucho!
—Entonces ¿tenemos una fecha de caducidad? —pregunté suavemente—. ¿Veintiuno?
Lyonette se aferró a Bliss y a mí con una fuerza desesperada.
—Yo... yo aún no he decidido si debería luchar o no. De todos modos, voy a morir y, en cierta manera, quiero hacer que se lo gane, pero ¿y si luchar hace que sea más doloroso? Me siento tan cobarde, joder, pero si tengo que morir, ¡no quiero que duela!
Comenzó a sollozar y deseé que ésa fuera una de esas veces en que las paredes sólidas descendían para cubrir el cristal, para que pudiéramos estar atrapadas en ese pequeño espacio y que su llanto no fuera oído por todo el pasillo. Entre las chicas, Lyonette tenía la reputación de ser fuerte, y yo no quería que, cuando ya no estuviera, pensaran que era débil. Pero, por lo general, las paredes sólo bajaban dos mañanas cada semana —lo que nos habíamos acostumbrado a llamar el fin de semana, lo fuera o no— para que los jardineros pudieran hacer los trabajos de mantenimiento de nuestra hermosa prisión. Los empleados nunca nos veían, y las muchas puertas cerradas entre nosotras y ellos garantizaban que tampoco nos oyeran.
No, espere... Las paredes descendían también cuando llegaba una nueva chica. O cuando una moría.
No nos gustaba que bajaran las paredes. Desear que lo hicieran era algo extraordinario.
Permanecimos con Lyonette toda la noche, lloró hasta quedarse dormida y siguió llorando al despertar. Cerca de las cuatro se despejó lo suficiente para ir a la ducha con torpeza; la ayudamos a lavarse el pelo, se lo cepillamos y se lo arreglamos en una elegante corona de trenzas. Había un vestido nuevo en su armario, una prenda elegante de seda ámbar con hilos dorados que era tan brillante como una llama y destacaba entre todas las prendas negras. El tono hacía que sus alas resplandecieran en su piel ligeramente bronceada, dibujadas en un reluciente color calabaza, con matices de dorado y amarillo cerca de los puntos, y las bandas negras con flecos blancos en las puntas. Las alas abiertas de una mariposa de cobre.
El Jardinero vino a por ella justo antes del amanecer.
Era un hombre muy elegante, quizá un poco más alto que la media, y fornido. El tipo de hombre que siempre parece al menos diez o quince años más joven de lo que en realidad es. Cabello castaño claro, siempre perfectamente arreglado y bien cortado, ojos verdes como el mar. Era guapo, eso no podía negarlo, aunque mi estómago aún se retorcía al mirarlo. Nunca antes lo había visto vestido todo de negro. Se quedó parado en el umbral de la puerta con los pulgares enganchados en sus bolsillos y simplemente nos observó.
Tras respirar profundamente, Lyonette abrazó a Bliss con fuerza y susurró algo en su oído antes de darle un beso de despedida. Luego se volvió hacia mí, con sus brazos dolorosamente apretados alrededor de mis costillas.
—Me llamo Cassidy Lawrence —susurró tan bajo que apenas pude oírlo—. Por favor, no me olvides. No dejes que él sea el único que me recuerde. —Me besó, cerró los ojos y dejó que el Jardinero se la llevara.
Bliss y yo pasamos el resto de la mañana en el cuarto de Lyonette, examinando los pequeños artículos personales que había logrado acumular en los últimos cinco años. Había estado ahí cinco años. Quitamos las cortinas de privacidad, las doblamos junto con las sábanas y las dejamos perfectamente colocadas al borde del colchón desnudo. El libro que guardaba bajo su almohada resultó ser la Biblia, con cinco años de rabia, desolación y esperanza garabateados entre los versículos. Había suficientes animales de origami para todas las chicas del Jardín y hasta sobraban, así que pasamos la tarde repartiéndolos, junto con la ropa negra. Cuando nos sentamos para cenar, ya no quedaba nada de Lyonette en el cuarto.
Esa noche, las paredes bajaron. Bliss y yo nos acurrucamos en mi lecho, que ahora tenía más ropa de cama además de una sábana bajera. Los detalles personales eran cosas que nos ganábamos si no éramos conflictivas ni intentábamos suicidarnos, así que yo ya tenía sábanas y mantas, del mismo rosa brillante y morado que las alas bajas en mi espalda. Bliss lloró y maldijo cuando las paredes descendieron y nos atraparon en la habitación. Se levantaron tras algunas horas y cuando sólo se separaron medio metro del suelo, ella cogió mi mano e hizo que pasáramos por debajo para examinar los pasillos.
Pero sólo pudimos avanzar unos metros.
Allí estaba el Jardinero, apoyado contra la pared lateral del jardín, mientras observaba el cristal donde estaba la chica. Ella tenía la cabeza caída sobre el pecho, y unos pequeños estribos en sus axilas la mantenían erguida. Una resina transparente llenaba el resto del espacio, y su vestido había quedado atrapado en el líquido como si estuviera debajo del agua. Era visible cada detalle de las brillantes alas de su espalda, que casi estaba aplastada contra el cristal. Todo lo que caracterizaba a Lyonette —su sonrisa salvaje, sus ojos— estaba escondido, de manera que las alas eran el centro de atención.
Él se volvió hacia nosotras y pasó una mano por mi cabello enredado por el sueño, tirando suavemente de los nudos que encontraba.
—Has olvidado recoger tu cabello, Maya. No puedo ver tus alas.
Comencé a recogerlo y a enroscarlo en un moño, pero él me agarró de la muñeca y tiró de mí para que lo siguiera.
Hacia mi cuarto.
Bliss maldijo y corrió por el pasillo, pero no antes de que yo pudiera ver sus lágrimas.
El Jardinero se sentó en mi cama y cepilló mi cabello hasta que brilló como la seda, pasando los dedos por él una y otra vez. Luego movió las manos hacia otra parte y después la boca; yo cerré los ojos y recité en silencio «El valle de la inquietud».
—Espera, ¿qué? —interrumpe Eddison con una expresión de asco.
La chica aleja los ojos de la fotografía, ofreciéndole al agente una mirada perpleja.
—«El valle de la inquietud» —repite—. Es un poema de Edgar Allan Poe: «Partieron las gentes a la guerra, dejando a los luceros de ojos dulces que velaran, de noche, desde azuladas torres, las flores...». Me gusta Poe. Hay algo refrescante en un hombre que era tan descaradamente lúgubre.
—Pero ¿qué...?
—Es lo que hacía cada vez que el Jardinero iba a mi cuarto —dice sin emoción—. No pensaba en luchar contra él, porque no quería morir, pero tampoco iba a participar. Así que le dejaba hacer lo suyo y, para mantener mi mente ocupada, yo recitaba poemas de Poe.
—El día que acabó tu tatuaje, ¿fue la primera vez que tú, eh..., la primera vez...?
—¿Que recité a Poe? —termina por él con una ceja enarcada con aire burlón. Victor se ruboriza, pero asiente—. No, gracias a Dios. Me había entrado curiosidad por el sexo unos meses antes, así que Hope me prestó a uno de sus chicos. O algo así.
Eddison hace un sonido como si se estuviera ahogando, y Victor no puede evitar sentirse agradecido porque sea su esposa quien mantenga las conversaciones sobre esos temas con sus hijas.
En cualquier otro escenario, probablemente habríamos dicho que Hope era una puta, salvo porque Sophia —que realmente fue prostituta hasta que los policías se llevaron a sus hijas— era un poco sensible ante palabras como ésa. Además, Hope lo hacía por diversión, no por dinero. Aunque podría haber hecho una fortuna. Hombres, mujeres, parejas, tríos o grupos: Hope le pegaba a todo.
Y realmente no había intimidad en el apartamento. Salvo por el baño, todo era una sola habitación, y las cortinas entre las camas no eran lo suficientemente gruesas como para ocultar mucho. No eran separaciones reales. No hacían gran cosa para disimular los sonidos. Hope y Jessica no eran las únicas chicas que llevaban gente a la casa, pero ellas lo hacían con más frecuencia, en ocasiones más de una vez al día.
La exposición precoz a los pedófilos me había dejado casi sin interés por el sexo. Eso, además de mis padres. Me parecía horrible, algo con lo que no quería tener nada que ver; pero vivir con las chicas cambió eso gradualmente. Cuando no lo estaban haciendo, con frecuencia hablaban al respecto, y aun cuando se burlaban de mí, respondían a mis preguntas tontas —o, en el caso de Hope, decidían mostrarme cómo masturbarse—, así que finalmente la curiosidad venció al disgusto y decidí probarlo. Bueno, decidí pensar en probarlo. Al principio me zafé de muchas oportunidades, porque aún no estaba segura.
Entonces, una tarde en la que no tenía que trabajar por la noche, Hope llegó seguida de dos chicos: Jason, con quien trabajábamos, uno de los pocos hombres en un equipo abrumadoramente conformado por mujeres, y su amigo Topher; ambos eran personajes habituales en el apartamento. Se presentaban allí con frecuencia, estuviera o no Hope; nos parecía divertido pasar el rato con ellos. A veces traían comida. Nada más entrar por la puerta, Hope ya se estaba encargando de quitarle la ropa a Jason, y ambos ya estaban completamente desnudos al cruzar las cortinas hacia la cama, con torpeza y entre risas.
Topher al menos tuvo la elegancia de ruborizarse y patear el rastro de ropa para acercarlo a la cama.
Yo estaba en uno de los sofás con un libro. Una de las primeras cosas que hice cuando tuve una dirección real fue conseguir un carnet de la biblioteca, y hacía un par de viajes a la semana hasta allí. Leer había sido una vía de escape cuando era más joven, y aunque ya no tenía nada en particular de lo que necesitara escapar, seguía siendo algo que me encantaba. Cuando la ropa estuvo más o menos recogida, Topher sirvió dos vasos de zumo de naranja —los de Servicios Sociales se habían presentado un par de días antes, así que el frigorífico estaba lleno, de hecho— y me pasó uno de ellos mientras se dejaba caer junto a mí en el sofá.
—¿Qué?, ¿no te vas a unir a ellos? —le pregunté por molestarlo, y su rubor se hizo más intenso.
—No es un misterio que estar con Hope es más o menos como tener un tiempo compartido, pero no lo comparto al mismo tiempo —dijo entre dientes, y yo solté unas risitas. Hope era exactamente como un tiempo compartido, y estaba orgullosa de serlo.
Topher era modelo, tenía unos diecinueve años, y a veces ayudaba a Guilian con el reparto a domicilio para ganarse unos cuantos dólares extras. Era guapo al estilo insulso de los modelos; ya sabe, ese tipo de belleza que en realidad parece ordinaria porque te la muestran todo el tiempo. Pero era un tipo decente. Hablamos sobre la matiné a la que varios de nosotros habíamos asistido la semana anterior, sobre un trabajo que tuvo durante unos días como muñeco viviente para una exposición temporal en un museo, sobre uno de nuestros conocidos en común que iba a casarse y sobre si iban a durar o no, todo eso mientras Hope y Jason estaban gimiendo y riendo.
Así que fue una tarde bastante normal.
Pero en algún momento su diversión tenía que terminar.
—¡Ya casi son las cuatro! —grité para que me oyeran, pese a los gemidos—. ¡Tenéis que ir a trabajar!
—Vale, ¡haré que acabe!
Fiel a su palabra, Hope hizo que Jason aullara en menos de treinta segundos, y diez minutos después los dos se dieron una ducha rápida y se fueron a trabajar. La mayoría de las chicas estaban en el trabajo esa noche, salvo por Noémie y Amber, que tenían clase hasta tarde los miércoles y no volverían casi hasta las diez. Topher se marchó durante un rato, pero volvió con comida del restaurante de Taki, que estaba en la esquina.
Sabía que la manera que Hope tenía de invitar a alguien a tener sexo era besarlo y meterle la mano en los pantalones, pero yo no era Hope.
—Oye, Topher.
—¿Sí?
—¿Quieres darme clases de sexo?
Yo tenía otro estilo, que también era directo.
Probablemente cualquier otro se habría asustado, pero Topher era amigo de Hope. Además, había estado ahí durante algunas de nuestras conversaciones. Lo único que hizo fue sonreír, y a mí me tranquilizó el hecho de que no fue un gesto de malicia.
—Claro, si crees que estás lista.
—Creo que sí. Bueno, siempre podemos parar.
—Claro que podemos. Dime si algo te resulta incómodo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Cogió los restos de nuestra cena y los metió en el cubo de la basura, desbordado junto a la puerta; se suponía que Hope debía sacarla cuando se fuera al trabajo. Cuando volvió a los sofás, se sentó sobre el cojín y tiró suavemente de mí para que me apoyara en él.
—Comenzaremos despacio —anunció, y me besó.
En realidad no tuvimos sexo esa noche; él dijo que había sido «de todo menos eso». Sin embargo, fue cómodo y divertido, y nos reímos como si no pasara nada, lo cual en sí mismo habría parecido extraño cuando llegué, tan sólo un año antes. Nos quedamos vestidos cuando Noémie y Amber volvieron a casa después de sus clases, pero él pasó esa noche en mi pequeña cama y seguimos jugando bajo las sábanas hasta que Noémie se rio en la cama de al lado y dijo que si no nos callábamos se iba a unir a nosotros. Fue unos días después cuando tuvimos la intimidad suficiente para llegar hasta el final, y la primera vez no entendí por qué tanto alboroto.
Luego lo hicimos de nuevo, y entonces sí lo entendí.
Seguimos haciéndolo unas semanas más, hasta que en la iglesia conoció a una chica con la que quería una relación seria, pero tan fácilmente como nos hicimos amigos con derecho a roce volvimos a ser sólo amigos, sin sentirnos incómodos ni heridos. Ninguno se había enamorado del otro, ninguno estaba dando más que el otro. A mí me encantaba cuando iba al apartamento, después de comenzar a salir con su chica de la iglesia, pero no porque esperara sexo. Simplemente Topher era un buen chico, alguien a quien todas adorábamos.
Sin embargo, eso no hizo que yo comprendiera la fascinación de mis padres con el sexo por encima de todas las cosas.
La chica retira el tapón y le da un largo sorbo al agua, acariciando su garganta herida mientras traga. Victor agradece el silencio y piensa que Eddison debe de sentirse igual, mientras ambos mantienen la mirada clavada en la mesa. Al tratarse de semejante trauma, Victor no recuerda una entrevista con una víctima en la que el sexo fuera tratado tan directamente.
Se aclara la garganta, dando la vuelta a las fotos para no tener que ver los pasillos llenos de chicas muertas en cristal y resina.
—Tu vecino de cuando eras niña era un pedófilo, pero ¿quiénes eran los otros?
—El jardinero de mi abuela.
Se detiene, parpadea y mira con el ceño fruncido hacia la botella de agua, y Victor no puede evitar pensar que no quería decirlo. Quizá el cansancio le está pesando cada vez más. Guarda esa idea por el momento, pero buscará otras oportunidades.
—¿Veías muy a menudo a tu abuela?
Ella suspira y juguetea con una costra de su dedo.
—Vivía con ella —responde sin ganas.
—¿Cuándo fue eso?
Mis padres se divorciaron finalmente cuando yo tenía ocho años. Todas las preguntas sobre el dinero, la casa, los coches y todas esas cosas se resolvieron en una reunión. Durante los ocho meses siguientes, ambos argumentaron que el otro debía quedarse conmigo.
¿No es estupendo? Habría que obligar a todos los niños a pasar ocho meses oyendo a sus padres rechazándolos activamente.
Al final se decidió que me enviarían a vivir con la abuela, la madre de mi madre, y mis padres le pagarían mi manutención. Cuando llegó el día de irme, estaba en la puerta principal con tres maletas, dos cajas y un osito de peluche, la totalidad de mis posesiones. Ninguno de mis padres se hallaba en casa.
Un año antes se habían mudado nuevos vecinos al otro lado de la calle, una pareja algo joven que acababa de tener a su primer hijo. Me encantaba ir a ver al bebé, un niño precioso que aún no estaba jodido ni tenía problemas. Con padres como los suyos quizá nunca los tendría. Ella siempre me daba un plato de galletas y un vaso de leche, y él me enseñaba cómo jugar al póquer y al blackjack. Fueron ellos quienes me llevaron a la estación de autobuses, quienes me ayudaron a comprar mi billete con el dinero que mis padres habían dejado en mi mesilla de noche un día antes, quienes me ayudaron a meterlo todo en la parte de abajo del autobús y quienes me presentaron al chófer y me ayudaron a encontrar un asiento. Ella incluso me dio comida para el viaje, además de unas galletas de avena con pasas que aún estaban calientes, recién salidas del horno. Ésa fue otra familia de la que deseé haber sido parte, pero yo no era suya. Aun así, me despedí de ellos con la mano mientras el autobús se alejaba; ellos se quedaron juntos en la acera, con su bebé en medio, y me dijeron adiós hasta que nos perdimos de vista.
Cuando llegué a la ciudad donde vivía la abuela, tuve que tomar un taxi de la estación de autobuses a su casa. El conductor maldijo todo el camino a la gente que no debería haber tenido hijos, y cuando le pregunté qué significaban algunas de sus palabras, incluso me enseñó las frases en que podía usarlas. Mi abuela vivía en una casa enorme y en ruinas de un barrio que había sido adinerado hacía sesenta años, pero que rápidamente se había ido a la mierda, y cuando el conductor terminó de ayudarme a descargarlo todo en el pequeño porche, le pagué y le dije que tuviera un jodido buen día.
Se rio, le dio un tirón a mi trenza y me dijo que me cuidara.
La menopausia le había hecho cosas extrañas a la abuela. Había sido novia —y viuda— en serie cuando era más joven, pero «ese momento» la había convencido de que ya estaba seca y de camino a la tumba, así que se atrincheró en su casa y comenzó a llenar todas las estancias y los pasillos de cosas muertas.
No, en serio: de cosas muertas. Hasta los taxidermistas creían que era rara, y tienes que estar muy mal para ganarte ese galardón. Tenía cosas que compraba ya hechas, como presas salvajes, y animales exóticos, como osos y gatos monteses, que no eran algo que vieras en la ciudad. Tenía pájaros, armadillos y, lo que yo más odiaba, una colección de los gatos y los perros del barrio que habían sido asesinados de distintas maneras a lo largo de los años y que ella había llevado a que los disecaran. Estaban por todas partes, incluso en los baños y en la cocina, y llenaban absolutamente todas las habitaciones.
Cuando entré arrastrando mis cosas detrás de mí en el recibidor, no la encontré por ningún lado. Pero la oí:
—Si eres un violador, estoy seca, ¡no malgastes tu tiempo! Si eres un ladrón, no tengo nada de valor que puedas robar, y si eres un asesino, ¡muy mal!
Seguí el sonido de su voz y por fin la encontré en una pequeña sala con montones de animales disecados separados por estrechos pasillos. Estaba en una mecedora, vestida con un bodi con diseño de tigre y un abrigo de piel de color marrón, fumando sin parar mientras veía «El precio justo» en una televisión de siete pulgadas cuya imagen temblaba y que frecuentemente perdía los colores.
Ni siquiera me miró hasta que empezaron los anuncios.
—Ah, ya has llegado. Arriba, tercera puerta a la derecha. Sé una buena niña y tráeme la botella de whisky que está en la encimera de la cocina, antes de que te vayas.
Se la llevé —¿por qué no?— y observé maravillada cómo vertía toda la botella en pequeños platos y tazones frente a los gatos y los perros muertos, los cuales había acomodado en un sofá que en sus mejores tiempos debía de ser espantoso.
—Bebed, preciosos míos, estar muerto no es fácil, os lo habéis ganado.
Los vapores del whisky llenaron rápidamente la habitación, mezclándose con el aroma rancio del pelaje y los cigarrillos.
Arriba, la tercera puerta a la derecha daba a un cuarto lleno de tantos animales muertos que se cayeron cuando la abrí. Pasé el resto de ese día y toda la noche amontonándolos y buscando lugares donde meterlos con el fin de poder subir mis cosas. Dormí hecha un ovillo sobre la maleta más grande porque las sábanas estaban asquerosas. Pasé el día siguiente limpiando el cuarto de arriba abajo, sacudiendo el polvo y las cacas de ratón —y sus cadáveres— que había en el colchón, y poniendo mis propias sábanas en la cama. Cuando quedó lo más parecido a un hogar que pude, volví a bajar.
El único indicio de que la abuela se había movido del sitio era su bodi, que ahora era de un morado brillante y reluciente.
Esperé hasta que comenzaron los anuncios y entonces me aclaré la garganta.
—Ya he limpiado mi cuarto —le dije—. Si metes más cosas muertas ahí mientras yo viva en esta casa, les prenderé fuego.
Se rio y me dio un golpecito.
—Buena chica. Me gustan tus agallas.
Y así fue mudarme con mi abuela.
El escenario cambió, pero la vida no. A ella le llevaba sus víveres a domicilio un chico de aspecto nervioso que recibía una propina tan grande como la cuenta sólo porque era la única forma de que fuera al barrio. Era bastante simple llamar a la tienda y agregar artículos de primera necesidad a la cesta de la compra. Me inscribió en una escuela donde no enseñaban nada, donde los maestros ni siquiera pasaban lista, porque no querían que el ausentismo provocara que se quedaran atascados con esos niños un año más. Se suponía que había maestros muy buenos en la escuela, pero eran pocos y nunca me tocó ninguno de ellos. Los demás estaban hartos y ya no les importaba nada más que recibir su sueldo.
Sin duda los estudiantes fomentaban eso. Había venta de drogas en las clases, incluso en primaria, por cuenta de los hermanos mayores. Cuando llegué a secundaria, había detectores de metal en todas las puertas de entrada, pero a nadie le importaba un carajo ni investigaban si se encendían, lo cual pasaba muy a menudo. Nadie se fijaba en si estabas en clase, nadie llamaba a las casas para preguntar por los estudiantes que llevaban varios días ausentes.
Una vez quise comprobarlo y me quedé en casa durante toda una semana. Ni siquiera me pusieron deberes extras cuando volví. Sólo regresé porque estaba aburrida. Triste, más bien. Dejaba en paz a todo el mundo para que ellos también me dejaran en paz a mí. No salía de casa después de que oscureciera, y todas las noches me quedaba dormida con el arrullo de los disparos y de las sirenas. Y cuando venía el jardinero de la abuela, dos veces al mes, me escondía debajo de la cama por si entraba en la casa.
Probablemente tenía unos veintiocho o veintinueve, quizá un poco más, y siempre usaba vaqueros demasiado ajustados y demasiado bajos, intentando sacar todo el provecho posible de un paquete que, incluso a mi edad, no me parecía muy impresionante. Le gustaba llamarme «niñita linda», y si estaba allí cuando volvía de la escuela, intentaba tocarme y me pedía que le llevara cosas. Una vez lo pateé justo en las pelotas, y maldijo y me persiguió hasta el interior de la casa, pero tropezó con el ciervo de la entrada y la abuela le propinó otro golpe por hacer demasiado ruido mientras estaba viendo su telenovela.
Después de eso, me quedaba en la gasolinera, a unas manzanas de allí, hasta que veía que su camioneta se iba.
—¿Y tus padres nunca se interesaron por si estabas bien? —Victor sabe que es una pregunta estúpida, pero ya ha salido de su boca, así que asiente mientras ella frunce los labios.
—Mis padres nunca iban a verme, nunca llamaban, nunca mandaban tarjetas, regalos ni nada. Mi madre envió cheques durante los primeros tres meses, mi padre los primeros cinco, pero luego también dejaron de llegar. Después de mudarme a casa de la abuela, no volví a ver a mis padres ni supe de ellos. Sinceramente, ni siquiera sé si siguen vivos.
Han estado ocupados con ese tema todo el día, y el pastel ha sido la primera comida de Victor desde la cena de la noche anterior. Puede sentir que su estómago se queja, y sabe que ella debe de estar igual de hambrienta. Han transcurrido casi veinticuatro horas desde que el FBI llegó al Jardín. Hace aún más tiempo que ambos están despiertos.
—Inara, estoy dispuesto a permitirte que cuentes las cosas a tu manera, pero necesito que me des una respuesta directa a una pregunta: ¿debería llamar a Protección de Menores?
—No —dice de inmediato—. Y ésa es la verdad.
—¿Cómo de cerca está esa verdad de una mentira?
Esta vez es una verdadera sonrisa, torcida y seca, pero incluso una así de pequeña suaviza todo su rostro.
—Cumplí dieciocho ayer. Puede felicitarme por mi cumpleaños.
—¿Tenías catorce cuando llegaste a Nueva York? —pregunta Eddison.
—Sip.
—¿Qué diablos...?
—La abuela murió. —Se encoge de hombros y se estira para tomar la botella de agua—. Un día volví a casa después de la escuela y estaba muerta en la silla, con quemaduras en los dedos donde el cigarrillo se había consumido por completo. Me sorprendió que no estuviera en llamas todo el maldito lugar por los vapores del whisky. Creo que su corazón se paró o algo así.
—¿Diste parte?
—No. El jardinero o el chico de la comida la encontrarían cuando fueran a que les pagara, y no quería que nadie discutiera qué hacer conmigo. Quizá hubieran buscado a uno de mis padres y me habrían obligado a ir con ellos, o simplemente habrían llamado a Servicios Sociales. O tal vez hubieran buscado a uno de esos tíos o tías paternos y me habrían colocado con otro pariente que no me quería. No me gustaban esas opciones.
—Y entonces ¿qué hiciste?
—Llené una maleta y un bolso, luego saqueé las reservas de la abuela.
Victor no está seguro de si lamentará la respuesta, pero tiene que preguntarlo:
—¿Reservas?
—De dinero. La abuela sólo confiaba a medias en los bancos, así que siempre que recibía un cheque, lo cobraba y escondía la mitad en la parte trasera del pastor alemán. La cola tenía una bisagra para poder meter la mano debajo y sacar el dinero. —Da un trago, luego arruga los labios y los apoya contra la boca de la botella dejando que el agua le empape las heridas—. Había casi diez mil dólares —agrega cuando aleja la botella—. Los escondí en mi maleta y en el bolso, pasé la noche en la casa; por la mañana desperté, caminé hasta la estación de autobuses en vez de ir a la escuela y compré un billete a Nueva York.
—Pasaste la noche en la casa con tu abuela muerta...
—Aún no estaba disecada, pero, aparte de eso, ¿cuál era la diferencia con cualquier otra noche?
Victor agradece un crujido en sus auriculares.
—Hemos pedido comida para los tres —le dice Yvonne desde la sala de observación—. Unos minutos más. Y Ramírez ha llamado. Unas cuantas chicas han comenzado a hablar. No mucho todavía; parecen más preocupadas por las muertas que por sí mismas. La senadora Kingsley viene de camino desde Massachusetts.
Bueno, han empezado siendo buenas noticias. Probablemente sea demasiado pedir que la senadora tenga que hacer un aterrizaje forzoso en otra parte debido al mal tiempo.
Victor sacude la cabeza y se reclina en su silla. La senadora aún no está ahí, ya se las arreglarán con ella cuando llegue.
—Vamos a hacer un descanso pronto para que podamos comer, pero una pregunta más antes de eso.
—¿Sólo una?
—Cuéntanos cómo llegaste al Jardín.
—Eso no es una pregunta.
Eddison se golpea el muslo con impaciencia, pero sigue siendo Victor el que habla.
—¿Cómo llegaste al Jardín?
—Me secuestraron.
Tres hijas adolescentes, y Victor prácticamente puede oír un «¡Obvio!» silencioso al final.
—Inara...
—Es muy bueno en esto.
—Por favor.
Ella suspira y pone los pies en el borde de la silla, rodeándose los tobillos con las manos vendadas.
El Evening Star era un restaurante bastante bueno. Sólo aceptaban clientes con reserva, a menos que fuera una noche con poca afluencia, pero los precios eran lo suficientemente elevados como para que la mayoría de la gente no cenara allí de imprevisto. En las noches normales, los camareros usaban esmóquines y las camareras vestidos negros con cuellos y mangas como los de los esmóquines. Incluso teníamos pajaritas negras que eran difíciles de anudar correctamente; no nos permitían las de clip.
Eso sí, Guilian sabía cómo tratar a los clientes estúpidamente ricos, así que era posible reservar todo el restaurante para ocasiones especiales y disfrazar al personal. Había unas cuantas reglas básicas —su límite era la indecencia—, pero dentro de un rango relativamente amplio de opciones, si nos proporcionaban los disfraces, nosotros los usábamos para el evento y luego podíamos quedárnoslos. El jefe siempre nos advertía sobre los disfraces para que cambiáramos nuestros turnos si pensábamos que no íbamos a poder con ellos.
Dos semanas antes de mi dieciséis cumpleaños —o, según sabían las chicas, mis veintiuno—, el restaurante fue alquilado por alguien que iba a hacer una colecta de dinero para un teatro. Su primer show iba a ser una representación de Madame Butterfly, así que nos vestimos de acuerdo con eso. Por petición del cliente, sólo las chicas podían participar, y a todas nos dieron vestidos negros que se extendían en un par de enormes alas de alambre y seda que se sostenían con pegamento cosmético y látex —era todo un proceso, joder—, y teníamos que llevar el pelo completamente recogido.
Todas convinimos en que era mejor que los disfraces fetichistas de pastorcillas o la cena de ensayo de boda con temática de la guerra civil, que nos dejó con unos faldones con miriñaque que después convertimos en candelabros navideños cuando nos hartamos de que ocuparan todo un rincón del apartamento. Aunque significaba ir horas antes a trabajar para poder ponernos las malditas alas, el resto no era tan malo, y podíamos volver a usar los vestidos. Pero intentar atender mesas con esas enormes alas era un problema, y para cuando se sirvió el plato principal y pudimos retirarnos a la cocina durante la presentación de los donativos, la mayoría de nosotras no sabía si maldecir o reír. Unas cuantas hacíamos ambas cosas.
Rebekah, la anfitriona a cargo, suspiró y se hundió en un taburete, apoyando los pies sobre una caja que había a un lado. Su embarazo al fin había hecho que usar tacones le fuera imposible y, además, la había salvado de tener que soportar la vergüenza de las alas.
—Esta cosa necesita salir de mí pero ya —dijo.
Me metí detrás del taburete con las alas, como pude, y comencé a masajear la tensión en sus hombros y su espalda.
Hope se asomó a la puerta de vaivén por una rendija.
—¿Alguien más cree que el anfitrión de la fiesta es absolutamente follable para ser un viejo?
—No es tan viejo, y ten cuidado con lo que dices —la regañó Whitney. Había ciertas palabras que Guilian prefería que no usáramos en el trabajo, ni siquiera en la cocina, y follar era una de ellas.
—Pues su hijo parece mayor que yo, así que es un viejo.
—Entonces disfruta mirando al hijo.
—No, gracias. Es guapo, pero hay algo que está mal en él.
—¿Que no te está mirando?
—Está mirando, y mucho, a varias de nosotras. Simplemente hay algo que está mal. Prefiero follarme con la mirada al viejo.
Nos quedamos en la cocina, charlando e inventando chismes sobre los invitados, hasta el descanso de la presentación, cuando salimos con más botellas de vino y bandejas de postres. En la mesa del anfitrión pude ver más de cerca al viejo de Hope y a su hijo. De inmediato entendí lo que decía de este último. Era guapo, musculoso y con buenas facciones, con unos ojos de un marrón intenso y un cabello castaño claro como el de su padre, un tono que contrastaba con su piel bronceada.
Aunque el bronceado parecía un poco falso.
Sin embargo, había algo más profundo: una crueldad que se traslucía en su sonrisa, por otra parte cautivadora; la manera en la que nos miraba a todas mientras nos movíamos por la habitación. A su lado, su padre era simplemente encantador, con una sonrisa suave que nos daba las gracias sin palabras a todas por nuestro esfuerzo. Me detuvo posando dos dedos sobre mi muñeca, de una forma que no sentí demasiado familiar ni amenazadora.
—Qué tatuaje tan encantador, querida.
Eché un vistazo a la abertura de mi falda. Unos meses antes, todas las chicas del apartamento, incluso Kathryn, habíamos ido a hacernos el mismo tatuaje, algo que aún nos parecía absurdo y no entendíamos por qué lo habíamos hecho, salvo porque la mayoría de nosotras estaba un poco ebria y Hope nos había insistido hasta que aceptáramos. Lo tenía en el exterior del tobillo derecho, justo por encima del hueso, y era elegante y con unas largas líneas negras. Hope lo había elegido. Sophia, la otra que estaba sobria, se había opuesto a la mariposa, porque era muy exagerada y demasiado típica, pero Hope no había cedido. Era imposible cuando quería, y dijo que era una mariposa tribal. Normalmente, en el trabajo teníamos que mantener nuestros tatuajes tapados con ropa o maquillaje, pero, por el tema del evento, Guilian dijo que podíamos dejárnoslos a la vista.
—Gracias. —Serví el vino espumoso en su copa.
—¿Te gustan las mariposas?
No particularmente, pero no parecía muy brillante mencionar eso dado el tema de su fiesta.
—Son hermosas.
—Sí, pero, como la mayoría de las criaturas hermosas, viven muy poco. —Sus ojos verde claro se movieron desde el tatuaje en mi tobillo por todo mi cuerpo, hasta que su sonrisa se posó en mis ojos—. No sólo tu tatuaje es adorable.
Tomé nota mental para decirle a Hope que el viejo era tan desagradable como su hijo.
—Gracias, señor.
—Pareces joven para trabajar en un restaurante como éste.
Una cosa que nunca nadie me había dicho era que parecía demasiado joven para algo. Lo observé durante un momento excesivamente largo, y vi que una especie de satisfacción destellaba en sus ojos claros.
—Algunas somos más jóvenes de los años que tenemos —dije por fin, y enseguida me maldije. Lo último que necesitaba era que un cliente rico convenciera a Guilian de que le estaba mintiendo con respecto a mi edad.
No dijo nada cuando pasé a la siguiente copa, pero sentí sus ojos en mí durante todo el camino hasta la cocina.
Durante la segunda mitad de la presentación, me metí en el vestuario para coger un tampón de mi bolso, pero cuando me di la vuelta para ir al baño, el hijo estaba parado en la entrada. Tendría unos veintitantos, pero al estar sola en una pequeña estancia con él, definitivamente me transmitía mayores vibraciones de amenaza. Por lo general, no le concedía a Hope que fuera demasiado intuitiva, pero esta vez tenía razón: había algo muy malo en ese chico.
—Lo siento, pero esta zona es sólo para el personal.
Me ignoró y siguió bloqueando la puerta mientras una de sus manos se estiraba para darle un golpecito al borde de una de mis alas.
—Mi padre tiene un gusto exquisito, ¿no te parece?
—Señor, tiene que irse. Ésta no es un área para clientes.
—Sé que tienes que decir eso.
—Y también lo digo yo. —Barrilete, uno de los ayudantes de camarero, lo empujó con el hombro para hacerlo a un lado—. Sé que el dueño lamentará mucho echarlo del restaurante, pero lo hará sin miramientos si no vuelve a su fiesta.
El extraño lo miró, pero Barrilete era alto, robusto y perfectamente capaz de sacar a la gente cargada sobre los hombros como si fueran barriles de cerveza; por eso lo llamaban así. Frunciendo el ceño, el chico asintió y se fue.
Barrilete lo observó hasta que dobló la esquina para entrar en el comedor principal.
—¿Estás bien, preciosa?
—Sí, gracias.
Decíamos que era «nuestro» ayudante de camarero, principalmente porque Guilian siempre lo asignaba a nuestras secciones y él nos consideraba sus chicas. Estuviera trabajando esa noche o no, Barrilete siempre acompañaba al metro a las chicas a las que les tocaba cerrar, y se aseguraba de que nos subiéramos a salvo en el vagón. Era la única persona que inexplicablemente ignoraba las reglas de Guilian sobre tatuajes y piercings. Claro, era un ayudante y no un camarero, así que no interactuaba con los clientes; pero aun así podían verlo. Guilian nunca dijo nada sobre sus orejas con dilatadores, la ceja, el labio y la lengua perforados ni los negros tatuajes tribales que recorrían sus dos brazos y casi brillaban bajo su camisa blanca de vestir. Se asomaban por las mangas y llegaban al dorso de sus manos, y también a su nuca, cuando no estaba cubierta por su cabello largo. A veces se recogía el pelo y quedaban a la vista los tatuajes que subían por la parte baja de su cráneo, que llevaba rasurada.
Me besó en la mejilla y me acompañó al baño, donde se quedó fuera mientras yo me encargaba de lo mío, y luego me acompañó de regreso a la cocina.
—Cuidado con el hijo del anfitrión —les anunció a todas las chicas.
—Te lo dije —comentó Hope entre risitas.
Esa noche, Barrilete nos acompañó a todas hasta nuestro apartamento. Al día siguiente, Guilian escuchó lo que había pasado con expresión molesta y luego nos dijo que no nos preocupáramos mucho por eso, porque los clientes habían regresado a Maryland. O eso creíamos.
Un par de semanas después, una tarde en que Noémie y yo salíamos de la biblioteca y nos topamos con dos de sus compañeros de clase, le dije que se fuera con ellos y que yo podía recorrer el resto del camino a casa sola.
Recorrí tres manzanas sola antes de notar una puñalada, y, antes de que pudiera siquiera gritar, las piernas me fallaron y el mundo se tornó negro.
—¿En plena tarde, por las calles de Nueva York? —pregunta Eddison con escepticismo.
—Como he dicho, en Nueva York la mayoría de la gente no hace demasiadas preguntas, y tanto el padre como el hijo pueden ser muy encantadores cuando quieren. Estoy segura de que dijeron algo que tuvo sentido para la gente que estaba a nuestro alrededor.
—¿Y despertaste en el Jardín?
—Sí.
La puerta se abre y aparece la analista, que aún tiene la cadera contra la manija y las manos llenas de bebidas y bolsas de comida. Casi las tira sobre la mesa, y le agradece a Victor que la ayude a colocar la caja de las bebidas.
—Hay perritos calientes, hamburguesas y patatas —anuncia Yvonne—. No sé lo que te gusta, así que les he pedido que pusieran los complementos y las salsas aparte.
La chica tarda un momento en darse cuenta de que es a ella a quien le está hablando, y entonces lo único que dice es «Gracias».
—¿Alguna novedad de Ramírez? —pregunta Eddison.
Ella se encoge de hombros.
—Nada importante. Identificaron a otra chica, y dos de ellas ya han dado su nombre y su dirección, aunque a veces incompleta. La familia de una chica se mudó a París, ¡pobrecilla!
Mientras sirve la comida, Victor observa cómo Inara estudia a la analista. Algunas preguntas se reflejan en su rostro, pero el agente no puede definir cuáles. Después de un momento, la chica sacude la cabeza y se estira para coger un sobre de kétchup.
—¿Y la senadora? —interroga Eddison.
—Todavía no ha aterrizado, tuvieron que cambiar la ruta por una tormenta.
Vaya, a Victor casi se le concede su deseo.
—Gracias, Yvonne.
La analista se da unos golpecitos en la oreja.
—Si hay cualquier cosa de interés, te la haré saber.
Le dirige un movimiento con la cabeza a Inara y sale de la habitación. Segundos después, el espejo vibra ligeramente cuando la puerta de la sala de observación se cierra.
Victor mira a la chica mientras echa mostaza y pepinillos en su bocadillo. No está seguro de si debería hacer la pregunta. Nunca se siente inseguro sobre la dinámica de poder que se establece en la sala, no con una víctima; pero, claro, ella no es exactamente una víctima común, ¿verdad? Eso es al menos la mitad del problema. Dirige la mirada a su comida, pues no está dispuesto a permitir que la chica piense que su ceño fruncido es por ella.
Eddison ya tiene cubierta esa parte.
Sin embargo, necesita saberlo.
—No te ha sorprendido saber lo de la senadora Kingsley.
—¿Debería haberme sorprendido?
—Así pues, conoces el verdadero nombre de las demás.
—No. —Aprieta el sobrecito de kétchup sobre la hamburguesa y las patatas, luego se lleva una a la boca.
—Entonces ¿cómo...?
—Algunas no podían dejar de hablar sobre sus familias. Tenían miedo de olvidar, supongo. Pero sin nombres. Ravenna dijo que su madre era senadora. Eso era todo lo que sabíamos.
—Su nombre real es Patrice —señala Eddison.
Inara simplemente se encoge de hombros.
—¿Cómo llamas a una Mariposa que está entre el Jardín y el exterior?
—¿Cómo las llamas tú?
—Supongo que depende de si su madre es senadora o no. ¿Cuánto daño le causarán si la obligan a ser Patrice antes de que esté lista para soltar a Ravenna?
Le da un enorme mordisco a su hamburguesa y mastica con lentitud, cerrando los ojos. Un sonido suave, como un gemido, se le escapa y su rostro se suaviza por el placer.
—¿Hacía mucho que no tomabas comida basura? —pregunta Eddison con una sonrisa involuntaria.
Ella asiente.
—Lorraine tenía instrucciones estrictas de prepararnos comida sana.
—¿Lorraine? —Eddison coge su libreta y pasa varias páginas—. Los paramédicos atendieron a una mujer llamada Lorraine. Afirmó que era una empleada. ¿Quieres decir que ella sabía algo sobre el Jardín?
—Ella vivía allí.
Victor la observa, casi sin percatarse de que los pepinillos caen de su perrito al papel de aluminio. Inara se toma su tiempo con la comida y no continúa hasta que la última patata desaparece.
—Creo que he mencionado que algunas de las chicas intentaban ganar puntos.
Lorraine era una de esas historias de «había una vez», alguien tan desesperada por complacer al Jardinero que estaba perfectamente dispuesta a ayudarlo a hacer lo que quisiera a otras personas con tal de tener su aprobación. Quizá estuviera rota desde antes de que él se la llevara. Normalmente, a las chicas como ella les daba otra marca, otro par de alas, pero esta vez en el rostro, para mostrar a las demás que a ellas les encantaba ser una de sus Mariposas. Pero al Jardinero se le ocurrió otro plan para Lorraine y, de hecho, dejó que saliera del Jardín.
La envió a estudiar enfermería y a clases de cocina; estaba tan rota por el sometimiento a sus intereses, tan absolutamente enamorada de él, que nunca intentó escapar, nunca intentó hablarle a nadie del Jardín, las Mariposas muertas o las vivas, que aún podían tener alguna esperanza. Iba a sus clases y, cuando volvía al Jardín, estudiaba y practicaba. En su veintiún cumpleaños, él le quitó los bonitos vestidos negros con la espalda descubierta y le dio un uniforme gris sin adornos que la cubría por completo, y así se convirtió en la cocinera y en la enfermera del Jardín.
Él nunca volvió a tocarla, nunca le hablaba, salvo sobre sus obligaciones, y fue entonces cuando ella por fin comenzó a odiarlo.
Supongo que no lo suficiente, porque siguió sin decir nada.
En los mejores días —que no eran muchos—, casi podía sentir lástima por ella. Ahora tendrá..., ¿cuántos? ¿Cuarenta y tantos? Fue una de las primeras Mariposas; conoce el Jardín desde hace el doble de tiempo de lo que ha conocido cualquier otra cosa. En algún punto, quizá es imposible no romperte. Al menos su estrategia la mantuvo al otro lado de los cristales, por mucho que llegara a lamentarlo.
Era nuestra cocinera-enfermera, y nosotras la despreciábamos. Incluso las aduladoras la odiaban, porque hasta ellas habrían escapado si hubieran podido, habrían intentado llamar a la policía por el bien de las demás. O, al menos, eso era lo que se decían a sí mismas. Pero si se hubiera presentado la oportunidad..., no sé. Se oían algunas historias sobre una chica que había escapado.
—¿Alguien escapó? —pregunta Eddison.
Ella sonríe torciendo la boca.
—Había rumores, pero nadie lo sabía con seguridad. No en nuestra generación ni en la de Lyonette. Parecía algo más ficticio que otra cosa, algo que la mayoría de nosotras creía simplemente porque necesitábamos pensar que era posible escapar, no porque creyéramos que fuera real. Era difícil tener la esperanza de escapar cuando Lorraine había elegido quedarse, pese a todo.
—¿Lo habrías intentado? —plantea Victor—. Escapar.
Ella lo mira pensativa.
Quizá éramos diferentes de las chicas de hace treinta años. Bliss disfrutaba especialmente atormentando a Lorraine, sobre todo porque ella no podía hacer nada para vengarse. El Jardinero se molestaba si nos engañaba con la comida o con nuestras necesidades médicas. Era incapaz de insultarnos, porque las palabras necesitan tener un significado para hacer daño.
No creíamos que los chicos de mantenimiento supieran de la existencia de las Mariposas. Siempre estábamos escondidas cuando se hallaban en el invernadero, no nos permitían estar fuera, donde pudieran vernos u oírnos. Las paredes descendían, opacas e insonorizadas. No podíamos oírlos ni ellos podían oírnos a nosotras. Lorraine era la única que conocía nuestra existencia, pero era inútil intentar pedirle que hiciera algo o que le enviara un mensaje a alguien. No sólo no lo haría, sino que iría directamente a contárselo al Jardinero.
Y entonces otra chica terminaría en el pasillo, en cristal y resina.
A veces Lorraine miraba a las chicas expuestas con una envidia tan evidente que era doloroso verla. Patético, claro, y exasperante, porque, joder, estaba celosa de unas chicas que habían sido asesinadas; pero el Jardinero amaba a las chicas que tenía en los cristales. Las saludaba cuando pasaba junto a ellas, hacía visitas sólo para contemplarlas, recordaba sus nombres, decía que eran suyas. A veces creo que Lorraine anhelaba unirse a ellas algún día. Echaba de menos el tiempo en que el Jardinero la amaba a ella como nos amaba a las demás.
Creo que no se daba cuenta de que eso nunca pasaría. Las chicas del cristal eran preservadas en la cima de su belleza, con las alas de su espalda brillantes y coloridas destacando en su piel joven e impecable. El Jardinero jamás se habría molestado en preservar a una mujer de cuarenta —o los años que tuviera cuando muriera—, cuya belleza se había perdido mucho tiempo atrás.
Las cosas hermosas viven poco, como me dijo la primera vez que nos vimos.
Él se encargaba de eso y luego se esforzaba para darles a sus Mariposas un extraño tipo de inmortalidad.
Ni Victor ni Eddison tienen una respuesta.
Nadie pide que lo asignen a crímenes contra niños porque se aburra. Siempre hay una razón. Victor se asegura de conocer las razones de quienes trabajan para él. Eddison observa sus puños sobre la mesa y Victor sabe que está pensando en su hermana pequeña, que desapareció cuando tenía ocho años y nunca fue encontrada. Los casos sin resolver siempre lo perturban, que las familias tengan que esperar respuestas que quizá nunca lleguen.
Victor piensa en sus hijas. No porque les haya pasado algo, sino porque sabe que enloquecería si algo llegara a pasarles.
Pero, como es algo muy personal, como son personas apasionadas, los agentes de crímenes contra menores generalmente son los primeros en agotarse y venirse abajo. Después de tres décadas en el departamento, Victor ha visto que les ha sucedido a muchos agentes, tanto a los buenos como a los malos. Casi le sucedió a él tras un caso particularmente grave, tras demasiados funerales con ataúdes diminutos para niños que no habían podido salvar. Sus hijas lo convencieron de quedarse. Le dijeron que era su superhéroe.
Esta chica nunca ha tenido un superhéroe. Victor se pregunta si acaso ha deseado tener uno.
Ella los observa y su rostro no revela nada sobre sus pensamientos; Victor tiene la incómoda sensación de que los entiende mucho mejor de lo que ellos la entienden a ella.
—Cuando el Jardinero iba por ti, ¿alguna vez llevó a su hijo? —pregunta intentando recuperar el control en la sala.
—¿Llevar a su hijo? No, pero Avery iba y venía cuando se le antojaba.
—¿Alguna vez él te...?
—Recité a Poe algunas veces mientras me dedicaba sus atenciones —responde encogiéndose de hombros—. Pero yo no le gustaba a Avery. No podía darle lo que quería.
—¿Qué era?
—Miedo.
El Jardinero solamente mataba por tres razones.
Primero, porque las chicas eran demasiado mayores. La fecha de caducidad era una cuenta atrás hasta llegar a veintiuno y, después de eso, bueno, la belleza es efímera y escurridiza, y él tenía que capturarla mientras pudiera.
La segunda razón estaba relacionada con la salud: si estaban demasiado enfermas, demasiado heridas o demasiado embarazadas. Bueno, sólo embarazadas, supongo. Estar demasiado embarazada es como estar demasiado muerta; no es un estado flexible, en realidad. Siempre lo ponían un poco de malas los embarazos; Lorraine nos administraba cuatro veces al año unas vacunas que se suponía que prevenían esa clase de inconvenientes, pero ningún método anticonceptivo es del todo fiable.
La tercera razón era si una chica no se adaptaba totalmente al Jardín. Si tras las primeras semanas no podía dejar de llorar, si intentaba morir de inanición o si seguía buscando la forma de matarse después de cierto número «aceptable» de veces. Las chicas que luchaban demasiado, las chicas que se rompían...
Avery mataba chicas por diversión y a veces por accidente. Siempre que eso pasaba, su padre le vetaba la entrada al Jardín durante un tiempo, pero luego volvía.
Yo llevaba casi dos meses cuando vino a buscarme. Lyonette estaba con una chica nueva que aún no tenía nombre y Bliss estaba aguantando al Jardinero, así que yo me encontraba en el pequeño risco sobre la cascada con Poe, intentando memorizar «Tierra de hadas». La mayoría de las otras chicas no podían subir al peñasco sin que les dieran ganas de lanzarse, por lo que casi siempre lo tenía para mí sola. Era un lugar tranquilo, silencioso, pero, claro, el Jardín siempre estaba en silencio. Incluso cuando algunas de las chicas que se habían adaptado mejor jugaban a pillapilla o al escondite, nunca hacían ruido. Todo se hacía con discreción, y ninguna de nosotras sabía si así lo prefería el Jardinero o si tan sólo era un instinto. Como grupo, aprendíamos nuestras conductas de otras Mariposas, quienes las habían aprendido de otras antes que ellas, porque hacía más de treinta malditos años que el Jardinero llevaba chicas allí.
No secuestraba a nadie menor de dieciséis, y si tenía que equivocarse, prefería a otras mayores, si no estaba seguro, así que la máxima esperanza de vida de una Mariposa era de cinco años. Sin contar las que se solapaban, eran más de seis generaciones de Mariposas.
Cuando conocí a Avery en el restaurante, llevaba un esmoquin como su padre. Yo estaba sentada con la espalda contra una roca y el libro sobre mis rodillas mientras disfrutaba el calor del sol que atravesaba el techo de cristal; levanté la vista cuando noté que su sombra caía sobre mí y lo encontré vestido con unos vaqueros y una camisa formal abierta. Tenía arañazos en el pecho y lo que parecía ser la marca de un mordisco en su cuello.
—Mi padre quiere quedarse con todas vosotras —dijo—. No me ha dicho nada sobre ti, ni siquiera tu nombre. No quiere que te recuerde.
Volví la página y dirigí la vista de nuevo al libro.
Cogió mi cabello con una de sus manos para levantar mi cara y estrelló la otra dolorosamente contra ella.
—Aquí no hay ningún ayudante de camarero que te salve. Esta vez vas a recibir lo que te mereces.
No solté el libro ni dije nada.
Me volvió a golpear y la sangre corrió sobre mi lengua desde mi labio partido mientras unas luces de colores danzaban frente a mis ojos. Me arrancó el libro y lo lanzó al estanque; lo observé desaparecer por el borde de la cascada para no tener que mirarlo a él.
—Vas a venir conmigo.
Me llevó agarrada del pelo, el cual Bliss me había recogido en una elegante trenza francesa que rápidamente se deshizo en sus manos. Si no me movía lo suficientemente rápido para su gusto, se daba la vuelta y volvía a golpearme. Las chicas desviaban la mirada cuando pasábamos junto a ellas, y una incluso comenzó a llorar, aunque las que estaban más cerca de ella rápidamente la acallaron por si Avery decidía que una llorona sería más divertida.
Me lanzó a un cuarto en el que no había estado nunca, cerca del de tatuar, en la parte delantera del Jardín. La habitación estaba cerrada con candados a menos que él estuviera jugando. Ya había una chica allí, con las muñecas sujetas a la pared con pesados grilletes. La sangre, que corría desde un horrible mordisco en uno de sus pechos, le cubría los muslos y parte de la cara, y su cabeza colgaba hacia delante en un ángulo extraño. No levantó la vista pese a que caí en el suelo con un sonoro golpe.
Ella no respiraba.
Avery acarició el cabello rojizo de la chica, enredando sus dedos en él para tirar de la cabeza hacia atrás. Había marcas de dedos alrededor de su cuello y un hueso sobresalía de su piel a un lado.
—No era tan fuerte como tú.
Se lanzó hacia mí, claramente esperando que me defendiera, pero no lo hice. No hice nada.
No, eso no es completamente cierto.
Recité a Poe, y cuando me quedé sin versos que me supiera, los repetí una y otra y otra vez, hasta que me lanzó contra la pared con un gesto de asco y salió molesto de la habitación con los vaqueros desabrochados. Supongo que podría decir que gané.
Aunque en ese momento no lo sentí como una victoria.
Cuando el cuarto al fin dejó de girar, me levanté y busqué una llave o un pestillo, lo que fuera para soltar a la pobre chica de los gruesos grilletes. Nada. Encontré un armario cerrado en el que, al abrir la puerta tanto como el candado lo permitía, vi látigos y flagelos; encontré barras, pinzas y cosas de las que mi mente quería alejarse entre escalofríos; hallé toda clase de cosas, de hecho, excepto una manera de darle a la chica al menos un poco de dignidad.
Así pues, busqué los restos de mi vestido y encontré la forma de envolverla hasta que las partes más íntimas de su cuerpo quedaron cubiertas; besé su mejilla y me disculpé con todo el corazón, como nunca antes me había disculpado con nadie.
—Ya no puede volver a hacerte daño, Giselle —susurré sobre su piel ensangrentada.
Y caminé desnuda por el pasillo.
Me dolía todo, y cada chica con la que me cruzaba me dirigía un gesto de compasión. Ninguna me ofreció ayuda. Se suponía que teníamos que ir a ver a Lorraine para eso, para que pudiera evaluar cada herida e informar al Jardinero, pero no tenía ganas de ver su cara inexpresiva ni sentir cómo presionaba con más fuerza de la necesaria los moretones que se me estaban formando. Tras recoger los restos del libro de poesía de donde había caído en el estanque, volví a mi habitación y me senté en el estrecho espacio de mi ducha. No habría agua corriente hasta la tarde; cada una teníamos una hora asignada, a menos que acabáramos de estar con el Jardinero. Las chicas que llevaban más tiempo allí podían abrir el agua; otro privilegio que se ganaba, pero aún no era mi caso. No lo fue durante algunos meses más.
Tenía tantas ganas de llorar... Había visto que la mayoría de las chicas lo hacían una y otra vez, y algunas de ellas incluso parecían sentirse mejor después. Yo no lloraba desde lo del maldito tiovivo, cuando tenía seis años, cuando me quedé atrapada en aquel caballo bellamente pintado y di vueltas y vueltas mientras mis padres se alejaban y se olvidaban de mí por completo. Y resultó que sentarme en el suelo de la ducha esperando el agua, que llegaría al cabo de unas horas, hizo que se encendiera ese interruptor.
Bliss apareció con agua de su propia ducha aún corriendo por su piel y el cabello envuelto en una brillante toalla azul, el color de las alas que tenía tatuadas en la espalda.
—Maya, ¿qué...? —Se detuvo de golpe, contemplándome—. Maldita sea, ¿qué ha pasado?
Me dolía hablar, por mi labio hinchado y por mi mandíbula dolorida tras tantas bofetadas, entre otras cosas.
—Avery.
—Espera aquí.
Porque, claro, había muchos lugares a los que podía ir.
Pero, cuando volvió, regresó con el Jardinero, quien estaba extrañamente desaliñado. Ella no dijo ni una palabra, solamente lo hizo pasar al cuarto, soltó su mano y se fue.
Al Jardinero le temblaban las manos.
Cruzó la estancia con lentitud, y la expresión de horror de su cara crecía mientras catalogaba cada una de las heridas visibles, cada marca de dientes y arañazos, cada moretón profundo o huella de dedos. Porque lo peor de todo era —y hay mucho entre lo que elegir— que realmente le importábamos, o al menos lo que creía que éramos. Se arrodilló frente a mí y me inspeccionó con ojos preocupados y dedos suaves.
—Maya, yo... Lo siento mucho. De verdad.
—Giselle está muerta —susurré—. No pude bajarla.
Cerró los ojos con un gesto de dolor sincero.
—Ella puede esperar. Vamos a atenderte a ti.
Hasta entonces no me había dado cuenta de que él tenía una suite en el Jardín. Mientras pasábamos por el cuarto de tatuar, llamó a gritos a Lorraine. Pude oírla correr desde la enfermería, que estaba en la habitación de al lado, con su cabello gris y marrón que se le había escapado de la coleta cayendo sobre su cara.
—Consígueme vendas y antiséptico. Y algo para la inflamación.
—¿Qué ha pas...?
—¡Tú tráelo! —la interrumpió. La miró con rabia hasta que desapareció; ella volvió un momento después con una pequeña bolsa de malla llena de medicamentos envueltos deprisa.
El Jardinero introdujo un código en el teclado de la pared y parte de ésta se deslizó hacia atrás y se retiró, revelando un cuarto decorado en colores bermellón, dorado oscuro y caoba. Había un sofá que parecía cómodo, un sillón reclinable bajo una alta lámpara de lectura, una televisión montada en la pared, y eso fue todo lo que alcancé a ver antes de que me llevara por otra puerta hacia un baño, con un jacuzzi más grande que mi cama. Me ayudó a sentarme en el borde y abrió el grifo, luego mojó una toalla para limpiarme la mayor parte de la sangre.
—No permitiré que vuelva a hacerte esto —susurró—. Mi hijo está..., mi hijo carece de autocontrol.
«Por decirlo de manera suave...»
Y, así como le permitía hacerme otras cosas, lo dejé curarme, cuidarme y acomodarme en su cama mientras él iba con Lorraine a por una bandeja. No habría creído que pudiera dormir, pero lo hice durante toda la noche, sintiendo su aliento en mi nuca mientras acariciaba mi cabello y mi costado.
La tarde siguiente, mientras descansaba en mi propia cama y Bliss me hacía compañía, Lorraine me lanzó un paquete. Mientras Bliss mascullaba algo sobre perras malhumoradas que deberían meter la cabeza en un horno, desenvolví el papel marrón y comencé a reír.
Era un libro de Poe.
—Entonces ¿el Jardinero no estaba de acuerdo con lo que había hecho su hijo?
—El Jardinero nos adoraba y realmente lamentaba matarnos. Avery simplemente era... —Niega con la cabeza, doblando las piernas debajo de su cuerpo en la silla. Hace un gesto de dolor y pone una mano sobre su estómago—. Perdón, pero de verdad necesito ir al baño.
La analista abre la puerta un minuto después. Inara se levanta y se dirige a ella, luego le echa una mirada a Victor como pidiéndole permiso. Cuando él asiente, ambas salen y cierran la puerta.
Victor examina las fotos de los pasillos, intentando contar los pares de alas.
—¿Crees que éstas son todas las chicas que secuestró? —pregunta Eddison.
—No —suspira Victor—. Querría poder decir que sí, pero ¿y si una chica era herida de tal manera que su espalda o sus alas quedaban dañadas? Dudo que las exhibiera, porque todas están en perfectas condiciones.
—Están muertas.
—Pero perfectamente conservadas. —Levanta la foto de un primer plano—. Ella ha dicho que es cristal y resina. ¿Los técnicos en el escenario del crimen ya lo han confirmado?
—Lo averiguaré.
Eddison se aleja de la mesa y saca el móvil de su bolsillo. En todo el tiempo que llevan trabajando juntos, Victor nunca ha visto que su compañero sea capaz de quedarse quieto mientras habla por teléfono, y en cuanto marca el número, comienza a caminar de un lado a otro por la pequeña habitación como un tigre enjaulado.
Cogiendo el bolígrafo de la libreta de su compañero, Victor escribe sus iniciales en la bolsa con los carnets y la abre, dejando que las credenciales de plástico se esparzan sobre la mesa. Eddison le lanza una mirada curiosa que él ignora por completo mientras las examina hasta encontrar el nombre que está buscando: Cassidy Lawrence.
Lyonette.
Su carnet de conducir apenas tenía tres días cuando la secuestraron, y en la fotografía una chica bonita resplandece por la emoción. Es un rostro hecho para las sonrisas, para la alegría, y Victor intenta envejecerla para convertirla en la muchacha de ojos salvajes que recibió a Inara en el Jardín. Casi no lo consigue. Aun cuando compara la identificación con la imagen de las alas color calabaza atrapadas en el cristal, no puede lograr aceptar la conexión.
—¿Cuál de ellas supones que es Giselle? —pregunta Eddison guardándose el móvil en el bolsillo.
—Hay demasiadas pelirrojas como para adivinarlo, a menos que Inara pueda decirnos qué mariposa tenía.
—¿Cómo pudo haber pasado treinta años haciendo esto sin que lo notáramos?
—Si la policía no hubiera recibido esa llamada y visto nuestras marcas sobre algunos de esos nombres, ¿cuánto más crees que habría pasado sin que nadie se diera cuenta?
—Es una pregunta terrible.
—¿Qué han dicho los técnicos?
—Están cerrando la escena del crimen por hoy, ofreciendo una visita guiada a los guardias de esta noche. Han dicho que intentarían abrir los expositores mañana.
—¿Cerrando? —Victor gira la muñeca para mirar su reloj. Son casi las diez—. Por Dios.
—Vic..., no podemos dejarla ir. Podría desaparecer de nuevo. No estoy convencido de que no sea parte de esto.
—Lo sé.
—Entonces ¿por qué no la presionas más?
—Porque es demasiado inteligente y lo usaría en nuestra contra, y... —Se ríe con ganas—. Es demasiado listilla, seguro que lo disfrutaría. Dejémosla que lo haga a su manera; lo único que nos quita es tiempo, y éste es uno de los pocos casos en los que tenemos de eso. —Se inclina hacia delante, juntando las manos sobre la mesa—. Los sospechosos no están en buenas condiciones, podrían sobrevivir esta noche o no. Ella es lo mejor que tenemos para conocer la historia completa del Jardín.
—Si dice la verdad.
—En realidad, no nos ha mentido.
—Que sepamos. Por lo general, la gente que tiene una identificación falsa no es inocente, Vic.
—Quizá está diciéndonos la verdad sobre por qué la tiene.
—Aun así, es ilegal, y aun así no confío en ella.
—Dale tiempo. Eso permitirá que las otras chicas se recuperen lo suficiente para hablar. Cuanto más tiempo la mantengamos aquí, mayores son nuestras posibilidades de hacer que las otras hablen.
Eddison muestra un gesto de inconformidad, pero asiente.
—Es irritante.
—Algunas personas se quedan rotas. Otras recogen sus trozos y vuelven a unirlos con todos los bordes hacia fuera.
Poniendo los ojos en blanco, Eddison recoge los carnets y los mete de nuevo en la bolsa de pruebas. Forma una pila con las fotos y alinea los bordes con la esquina de la mesa.
—Llevamos más de treinta y seis horas despiertos. Tenemos que dormir.
—Sí...
—¿Y qué hacemos con ella? No podemos permitir que desaparezca. Si la llevamos de nuevo al hospital y la senadora se entera de su existencia...
—Se quedará aquí. Consigue algunas mantas y un catre. Seguiremos por la mañana.
—¿En serio crees que es una buena idea?
—Es mejor idea que dejarla ir. Si la mantenemos aquí en vez de llevarla a una celda, sigue siendo una sesión de interrogatorio. Ni siquiera la senadora Kingsley se va a meter en un interrogatorio en curso.
—¿Eso es lo que esperamos? —Eddison recoge los restos de la cena y los mete en una de las bolsas de papel hasta que ésta estalla por la presión. Luego va hacia la puerta—. Conseguiré un catre.
Abre de golpe, mira con el ceño fruncido a Inara e Yvonne, que ya están de vuelta, y se aleja. La analista asiente con la cabeza en dirección a Victor y vuelve a la sala de observación.
—Qué hombre tan agradable —comenta Inara sin emoción, y se tumba en su asiento al otro lado de la mesa. Ya no hay manchas de hollín y mugre en su cara y su cabello está perfectamente enrollado en un pesado moño.
—Es útil para algunas cosas.
—Por favor, dígame que hacer que los niños con problemas hablen no es una de ellas.
—Es mejor con los sospechosos —concede Victor, y se gana una discreta sonrisa. Busca algo con que ocupar sus manos, pero el carácter compulsivo de Eddison ha dejado la mesa perfectamente ordenada—. Háblame de la vida en el Jardín.
—¿Cómo?
—El día a día, cuando no pasaba nada fuera de lo ordinario. ¿Cómo era?
—Asquerosamente aburrido —responde simplemente.
Victor se pellizca el puente de la nariz.
En serio, era aburrido.
Generalmente había veinte o veinticinco chicas en el Jardín al mismo tiempo, sin contar a Lorraine porque, la verdad, ¿por qué íbamos a contarla para nada? Salvo cuando estaba fuera de la ciudad, el Jardinero nos «visitaba», al menos a una cada día, a veces a dos o a tres, si no tenía que trabajar o pasar tiempo con su familia o sus amigos, lo que significaba que aun entonces no estaba con todas en una misma semana. Después de lo que había hecho Avery, tan sólo tenía permiso para ir al Jardín una vez a la semana, y únicamente bajo la supervisión de su padre, aunque se resistía a eso tanto como podía. De todos modos, no duró mucho tiempo.
El desayuno se servía en la cocina a las siete treinta, y teníamos hasta las ocho para comer, de manera que Lorraine pudiera recogerlo todo. No podías saltarte comidas —ella nos vigilaba mientras comíamos e informaba al Jardinero—, pero durante alguna de ellas estaba permitido no tener «tanta hambre». Si lo hacías dos veces, ella iba a tu habitación a examinarte.
Después del desayuno —salvo las dos mañanas de mantenimiento, cuando estábamos atrapadas detrás de las paredes—, éramos libres hasta las doce, cuando se servía el almuerzo durante otra media hora. La mitad de las chicas volvía a la cama, como si creyeran que pasarse los días dormidas haría que éstos transcurrieran más rápido. Por lo general, yo seguía el ejemplo de Lyonette, incluso después de que terminara en el cristal, y todas las mañanas estaba disponible para cualquier chica que necesitara hablar. La cueva debajo de la cascada se convirtió en una especie de oficina. Había cámaras y micrófonos por todas partes, pero el ruido de la cascada, aun en una tan pequeña como ésa, dificultaba que las conversaciones se captaran con claridad.
—¿Y él lo permitía? —pregunta Victor con incredulidad.
—Cuando se lo expliqué, sí.
—¿Se lo explicaste?
—Sí. Una noche, durante la cena, me llevó a su suite para preguntarme al respecto, supongo que para asegurarse de que no estuviéramos planeando una rebelión o algo así.
—¿Y cómo se lo explicaste?
—Le dije que las chicas necesitaban un poco de intimidad para conservar su salud mental, y siempre que esas conversaciones mantuvieran a las Mariposas sanas y cuerdas, ¿cuál era el maldito problema? Bueno, lo expresé de una manera un poco más elocuente que eso. Al Jardinero le gustaba la elegancia.
—Esas conversaciones con las chicas..., ¿cómo eran?
Con algunas sólo eran de desahogo. Estaban inquietas, asustadas y furiosas, y necesitaban hablar con alguien para sacar todos esos sentimientos. Caminaban de un lado a otro, soltaban su ira y golpeaban las paredes, pero al final, cuando sus manos y sus corazones estaban doloridos, al menos se sentían un poco más lejos de romperse. Eran chicas como Bliss, sólo que no tenían su valor.
Bliss decía lo que quería, donde y cuando quería. Como dijo cuando la conocí, el Jardinero nunca nos pidió que lo amáramos. Quería que lo hiciéramos, creo, pero nunca nos lo pidió. Me parece que valoraba la honestidad de Bliss, al igual que llegó a valorar mi crudeza.
Algunas de las chicas necesitaban consuelo, algo en lo que yo no era especialmente buena. Podía soportar algunas lágrimas, o las lágrimas que salían durante el primer mes en el Jardín, pero cuando seguían y seguían y seguían durante semanas y meses e, incluso, años..., bueno, por lo general, era entonces cuando perdía la paciencia y les decía que lo superaran.
O, si me sentía magnánima ese día, las enviaba con Evita.
Evita era una dama pintada americana: el tatuaje de su espalda tenía delicados naranjas y amarillos pardos, y las puntas de las alas se abrían formando intrincados patrones negros. Evita era dulce, pero no muy brillante. No lo digo con maldad, sólo es la verdad. Tenía el entendimiento de un niño de seis años, así que el Jardinero era una fuente de asombro diario para ella. Éste sólo la visitaba una o dos veces al mes, porque ella se sentía muy confundida y asustada ante lo que él quería, y Avery no tenía permitido ni siquiera acercársele. Cada vez que se iba con el Jardinero, a todas nos preocupaba que terminara en el cristal, pero su dulzura tan simple era algo que él parecía apreciar.
Esa dulzura simple significaba que podías acercarte con los ojos llenos de lágrimas y ella te abrazaría, te acariciaría y te arrullaría hasta que dejaras de llorar; escucharía cómo le abrías tu corazón sin decir una palabra. A esas chicas, estar cerca de la luminosa sonrisa de Evita siempre las hacía sentir mejor.
Por mi parte, estar cerca de Evita sólo me hacía sentir triste, pero cuando el Jardinero la solicitaba, ella acudía a mí, y era la única persona cuyas lágrimas siempre pude perdonar.
—¿Deberíamos enviar a un experto en personas discapacitadas al hospital?
La chica niega con la cabeza.
—Murió hace unos seis meses. Fue un accidente.
Alrededor de las once y cuarto, la «oficina» cerraba, y algunas corríamos dando vueltas por los pasillos. Cuando estaba presente, Lorraine nos miraba con odio, pero nunca decía nada al respecto, porque, a decir verdad, era el único ejercicio que hacíamos. El Jardinero no nos daba pesas, ni cintas andadoras ni nada, porque le preocupaba que las usáramos para autolesionarnos. Luego, después del almuerzo, teníamos la tarde libre hasta la cena, a las ocho en punto.
Era entonces cuando el aburrimiento atacaba.
La cima del peñasco se convirtió en mi espacio personal, aún más que la cueva de la cascada, porque yo era una de las pocas que disfrutaban de escalar y recostarme cerca del cristal que marcaba los confines de nuestra prisión. La mayoría de las chicas se sentían mejor fingiendo que el cielo no estaba tan cerca, que nuestro mundo era más grande de lo que era y que nada nos esperaba en el exterior. Si eso las ayudaba, no iba a discutir con ellas, pero a mí me encantaba estar allí arriba. Algunos días incluso trepaba a los árboles, me estiraba y presionaba la mano contra el cristal. Me gustaba recordarme que había un mundo más allá de mi jaula, aunque no fuera a volver a verlo.
Al principio, algunas veces Lyonette, Bliss y yo nos tumbábamos bajo el sol de la tarde y hablábamos o leíamos. Lyonette hacía sus creaciones de origami, Bliss jugaba con la arcilla polimérica que le compraba el Jardinero y yo leía en voz alta obras de teatro, novelas y poesía.
Pero a veces bajábamos al nivel principal, donde el arroyo dividía la hierba, tan crecida que casi parecía una jungla, y pasábamos el rato con las otras chicas. En ocasiones simplemente leíamos juntas o charlábamos de cosas menos delicadas, pero también jugábamos cuando nos aburríamos lo suficiente.
Aquéllos eran los días que parecían hacer más feliz al Jardinero. Sabíamos que había cámaras por todas partes, porque por las noches se veían unos puntos rojos que parpadeaban, pero en los días en los que jugábamos, él iba al Jardín y nos observaba desde las rocas junto a la cascada, con una sonrisa suave en su rostro, como si ése fuera su gran sueño.
Creo que el hecho de que no corriéramos a nuestros cuartos o a realizar alguna otra actividad solitaria en el instante mismo en que lo veíamos llegar es una prueba de lo aburridas que llegábamos a estar.
Hace seis meses, unas diez chicas estábamos jugando al escondite y Danelle era la que buscaba. Tenía que contar hasta cien, cerca del Jardinero, porque era el único lugar donde ninguna de nosotras se escondería, así que también era el único lugar donde no nos podría oír fácilmente mientras nos escondíamos. No estoy segura de si él comprendía la lógica o no, pero parecía encantado de ser parte del juego, aunque sólo fuera de forma tangencial.
Yo casi siempre trepaba al árbol durante esos juegos, más que nada porque practicar durante dos años en la escalera de incendios del apartamento me había hecho capaz de subir más alto y más rápido que cualquiera. Las demás podían encontrarme con bastante facilidad, pero no alcanzaban a tocarme.
Evita tenía miedo a las alturas, así como lo tenía a los espacios cerrados. Por las noches siempre se quedaba alguien con ella por si las paredes bajaban, para que no estuviera sola y aterrada. Evita nunca trepaba. Salvo ese día. No sé por qué quiso hacerlo, sobre todo cuando vimos lo asustada que estaba cuando llegó a unos dos metros del suelo; pero, aunque le gritamos que no pasaba nada, que podía esconderse en otro lado, estaba decidida.
—Puedo ser valiente —dijo—. Puedo ser tan valiente como Maya.
El Jardinero nos observaba junto a Danelle, con preocupación en los ojos, como lo hacía siempre que alguna hacía algo fuera de lo común.
Danelle llegó a noventa y nueve y se detuvo, dándole más tiempo a Evita para esconderse. Lo hacíamos a veces, si aún podíamos oírla. Danelle permaneció de espaldas y con las manos sobre su rostro tatuado, esperando el silencio.
A Evita le llevó casi diez minutos, pero subió centímetro tras centímetro hasta que estuvo a cuatro metros y medio, sentada sobre una de las ramas. Las lágrimas corrían por su rostro, pero miró el árbol cercano donde estaba yo y me ofreció una sonrisa temblorosa.
—Puedo ser valiente —afirmó.
—Eres muy valiente, Evita —le respondí—. Más valiente que todas nosotras.
Asintió y miró hacia abajo entre sus pies, hacia el suelo, que se veía tan lejano.
—No me gusta estar aquí arriba.
—¿Quieres que te ayude a bajar?
Ella asintió de nuevo.
Me puse de pie sobre mi rama con cuidado y me di la vuelta para bajar del árbol, pero en ese momento oí que Ravenna gritaba detrás de mí:
—¡Evita, no! ¡Espera a Maya!
Miré por encima de mi hombro justo a tiempo para ver que Evita movía los brazos como si fueran las aspas de un molino balanceándose mientras avanzaba por la rama hasta que ésta fue demasiado endeble para soportar su peso. La rama se partió y Evita gritó a la vez que caía. Todas salieron corriendo de sus escondites para intentar ayudarla, pero en ese momento su cabeza golpeó contra una de las ramas bajas con un terrible chasquido y sus gritos se detuvieron abruptamente.
Cayó en el estanque salpicando con fuerza y se quedó quieta.
Bajé del árbol tan rápido como pude, arañándome piernas y brazos con la corteza, pero nadie más se movió, ni siquiera el Jardinero. Todos contemplaban a la niña en el estanque, la sangre que se alejaba flotando de su cabello rubio claro. Chapoteando por el arroyo, agarré su tobillo y tiré para acercarla a mí.
Finalmente, el Jardinero acudió corriendo y, sin pensar siquiera en su bonita ropa, me ayudó a sacarla del agua y a llevarla a tierra firme. Los hermosos ojos azules de Evita estaban abiertos como platos, pero no había forma de hacerla respirar.
Parte del chasquido había sido su cuello al romperse.
La muerte era algo extraño en el Jardín, una amenaza omnipresente, pero no algo que realmente viéramos. Las chicas simplemente desaparecían, y un par de alas ocupaban su lugar en un expositor en los pasillos. Para la mayoría de ellas, ésa era la primera vez que veían la muerte de frente.
Al Jardinero le temblaban las manos mientras retiraba el cabello mojado del rostro de Evita y acunaba el desastre empapado en la parte trasera de su cráneo, donde se había golpeado con la rama. Luego, todas lo miramos a él en vez de a Evita, porque estaba llorando. Todo su cuerpo se estremecía con la fuerza de sus sollozos, con los ojos cerrados por completo para enfrentarse a ese dolor inesperado, y se mecía de atrás adelante apretando contra su pecho el cuerpo de Evita mientras la sangre manchaba sus mangas y el agua empapaba su camisa y sus pantalones.
Y entonces fue como si nos hubiera quitado hasta nuestras lágrimas. Alertadas por los gritos, las otras chicas habían venido corriendo desde sus cuartos y otros lugares del Jardín, y las veintidós nos quedamos allí juntas, en un silencio de ojos secos, mientras nuestro captor lloraba por la muerte de una de las chicas que él no había matado.
Inara coge el montón de fotos de los pasillos y las va pasando hasta que encuentra la que busca.
—El Jardinero acomodó su pelo para que no se vieran los daños —informa a Victor, tendiéndole la foto para que la vea—. Pasó el resto de ese día y toda la noche haciendo algo en un lugar donde no podíamos verlo; las paredes bajaron, y al día siguiente ella apareció en el cristal. Él estaba dormido delante, con los ojos rojos e hinchados. Se quedó ahí el resto del día, frente a ella. Hasta hace un par de días tocaba el cristal cada vez que pasaba junto a ella incluso, aunque ya no parecía ser consciente de que lo hacía. Aun cuando el cristal estaba cubierto, tocaba la pared.
—Ella no fue la única que murió de forma accidental, ¿verdad?
La chica niega con la cabeza.
—No, ni de lejos. Pero Evita era..., bueno, era dulce. Profundamente inocente, incapaz de comprender las cosas malas. Cuando le ocurrían, la tocaban ligeramente y luego la dejaban ir. En cierto modo, creo que era la más feliz de todas, simplemente porque no sabía ser de otra forma.
Eddison entra con un chirrido de metal barato, arrastrando un catre con una mano y con el otro brazo lleno de mantas y pequeñas almohadas. Lo deja todo en el rincón más alejado y, jadeando, se vuelve hacia su compañero.
—Acabo de recibir una llamada de Ramírez: el hijo está muerto.
—¿Cuál?
La palabra es pronunciada con tanta suavidad, tan llena de aire y de una emoción imposible de definir, que Victor no está del todo seguro de haberla oído. Mira a Inara, pero sus ojos están clavados en Eddison mientras rasca debajo de las vendas con una de sus uñas hasta que algo carmesí recorre su dedo.
Eddison está igualmente desconcertado. Mira a Victor, que se encoge de hombros.
—Avery —responde Eddison perplejo.
La chica se dobla sobre sí misma, escondiendo el rostro entre los brazos. Victor se pregunta si está llorando, pero cuando levanta la cabeza un minuto después, tiene los ojos secos. Está acongojada de una forma nueva e inexplicable, pero con los ojos secos.
Eddison le dirige una mirada de incomprensión a Victor, pero él no logra ni imaginarse qué está pasando por la cabeza de esa chica. ¿No debería estar feliz de que su verdugo esté muerto? ¿O, al menos, aliviada? Y quizá hay algo de eso enterrado en su complejidad, pero parece más resignada que otra cosa.
—¿Inara?
Sus ojos castaños se dirigen hacia el catre mientras se rasca bajo las vendas de las dos manos con los dedos.
—¿Eso significa que puedo dormir? —pregunta sin emoción.
Victor se levanta y le hace una señal a Eddison para que salga del cuarto. Él obedece sin decir nada, llevándose las fotografías y las bolsas de pruebas, y en menos de un minuto Victor está solo con la chica rota, a quien podría no comprender nunca. Sin hablar, estira las patas chirriantes del catre y lo instala en el rincón más alejado de la puerta, de manera que la mesa quede entre la chica y cualquiera que entre, y coloca una de las mantas como si fuera una sábana bajera. La otra la dobla a los pies, con las almohadas apiladas cerca de la cabecera.
Cuando termina, se arrodilla junto a la silla de la chica y apoya una mano en su espalda con suavidad.
—Inara, sé que estás cansada, así que ahora te dejaremos dormir. Volveremos por la mañana con el desayuno y más preguntas, y espero que con algunas novedades sobre las otras chicas para ti. Pero, antes de que me vaya...
—¿Tiene que ser esta noche?
—¿El hijo menor ya conocía la existencia del Jardín?
Ella se muerde el labio hasta que la sangre corre por su barbilla.
Con un suspiro profundo, el agente le pasa un pañuelo que saca de su bolsillo y avanza hacia la puerta.
—Des.
Él la mira aún con una mano en la puerta, pero la chica tiene los ojos cerrados y su rostro está lleno de un dolor que Victor no puede comprender.
—¿Disculpa?
—Su nombre es Des. Desmond. Y, sí, conocía la existencia del Jardín. De nosotras.
Se le quiebra la voz, y aunque él sabe que un buen agente debe aprovechar una grieta, una vulnerabilidad como ésa, ve a sus hijas ahí sentadas con ese dolor y simplemente no puede hacerlo.
—Habrá alguien en la sala de observación —dice suavemente—. Si necesitas algo, ellos te ayudarán. Que duermas bien.
Ese sonido fracturado podría ser una risa, pero no es algo que Victor quiera volver a oír.
Cierra la puerta con un clic amortiguado al salir.