El miedo a la enfermedad se hizo en mí malsano, y más cuando a los pocos días del fallecimiento de mi madre, Tenochtitlán sufrió una pandemia de tifus que costó muchas vidas, entre ellas la de mi abuelo paterno, Chicohicoecoatl, o «Siete Serpientes», un caballero águila ya muy debilitado por los años, aunque de renombrado valor, que murió entre vómitos, accesos febriles y escalofríos. Junto a mi madre había sido el gran perdedor de la catástrofe de muertes que había asolado mi casa.
Pero no pararon ahí las desgracias. Recuerdo que nevó levemente el día en el que también murió el emperador Ahuízotl como consecuencia de la inundación que sufrió Tenochtitlán por el desplome del acueducto de Coyoacan y a consecuencia de unas obras que inspeccionaba.
Yo llevaba semanas pensando en la muerte, más por el desconocimiento que había tras de ella, que por la desdicha de dejar el mundo de los vivos. Aún no me había recuperado del zarpazo de la separación de mi madre, y a mi pesar, iba a vivir años de desamparo y soledad. Nuestro Venerable Orador, el gran guerrero, nuestro sostén, el gran diplomático, dejaba huérfano el Cem-Anáhuac, el Único Mundo, el Valle de México que alimentan los manantiales de las montañas. Se abría una nueva era de incertidumbres para el pueblo mexica. El Consejo Palatino elegía a Motecucuhzoma Xocoyotzin II, el indeciso, el vacilante, como el guía que presenciaría el fin del imperio.
Transcurrieron tres años anodinos y huecos, en los que entré en una mustia melancolía que me cambió el carácter, haciéndome más misántropo y callado. Mi padre estaba preocupado y quiso poner fin a aquella apenada situación y prefirió adelantar mi entrada en la Academia de Jóvenes o Calmecac, que significa «la Casa de los Grandes Corredores». Con tan solo nueve años, decidió abandonarme en manos de los severos sacerdotes del colegio reservado a los hijos de los nobles y altos dignatarios, despojándome de golpe de la nube protectora de mi casa.
Se avecinaban años de sacrificios, sangre, penitencias y estudios, presididos por las varas de los maestros y la crueldad de mis compañeros.
El día que ingresé en la Casa de los Jóvenes sentí un sudor frío y angustioso. Estaba previsto que entrara años más tarde, cuando dejara la escuela palatina, pero mi taciturna situación personal precipitó la decisión de mi progenitor. Me sentí como si hubiera bebido una jarra de pulque, o como un borracho cuyos días dichosos se hubieran esfumado. Me cortaron los cabellos aquella misma mañana dejándome la trenza en la nuca, el piochtli, que solo se me cortaría cuando hiciera un prisionero en combate. La muerte de mi madre había provocado el derrumbe definitivo de mi inocencia, y no el inicio de una exitosa carrera de honores, como aseguró mi padre a un desatento sacerdote ataviado de ropones negros que nos recibió en la puerta de la escuela, y cuyo hedor a sangre reseca de su sucia melena, repugnaba.
Al poco, por tratarse de mi padre, mayordomo mayor del tlatoani, fuimos a conocer al quequetzalcoa, el sucesor o vicario de Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada o Estrella de la Mañana, que recibió de mi padre un suculento regalo de pepitas de oro, cuentas de jade, un collar de pedrerías y un costal de granos de cacao. Nos obsequió con una larga perorata, agradeciendo la pródiga limosna y augurando un valioso futuro para mí.
Allí iba a lograr el conocimiento, la verdad y el endurecimiento para la vida, pero también conocería la zafiedad de los hombres, la rutina de los ritos, el clasismo de los jóvenes aristócratas, la envidia, el dolor, el arribismo, la lascivia y la crueldad. Pero por vez primera luchaba contra lo no deseado y eso me hizo fuerte. Cuando mi padre me dejó en la puerta del colegio del templo de Quetzalcoatl, una insufrible presión en el pecho pugnaba por arrancar lágrimas de mis ojos.
Pero no lloré, como lo hacían otros niños más débiles.
Nosotros, los mexicas, somos un sencillo pueblo guerrero, trashumante y agricultor que tras años de penurias y humillaciones se había convertido en un imperio poderoso regido por el emperador, o «señor de los guerreros», que gobernaba vastos territorios con mano de hierro, y con la ayuda interesada de la clase dirigente, los pilli, o sea, los sacerdotes, los que juzgaban, los que guerreaban o administraban el estado. Y yo era uno de ellos. No podía quejarme.
Como vástago de la clase real, poseía la oportunidad de educarme en un colegio sacerdotal de prestigio, compartiendo la vida austera, los sacrificios y los conocimientos con otros niños también distinguidos. Pasados once años de vida aislada optaría por dejar el retiro, casarme y abrazar la carrera de las armas y de la administración, o por el contrario convertirme en sacerdote, que era el deseo más apetecido por mi padre. Tenía previsto que primero me formaría para convertirme en un simple clérigo de un templo menor, y luego proseguiría los estudios de tlenamacac, para formar parte del influyente consejo sacerdotal del emperador y alcanzar el título de gran sacerdote o «serpiente de plumas», de uno de los dos pontífices del dios Huitzilopochtli o Tláloc, o sea, la segunda y la tercera autoridad del imperio.
Esta era la pretensión de mi padre Ueman y así se lo hizo saber al prior, el teohuatzin, un sacerdote tuerto y de rostro verdusco e inexpresivo, quien le manifestó que, para alcanzar tan esclarecido cargo, primero tenía que poseer sangre ilustre, condición que atesoraba doblemente, demostrar talento para el estudio, que estaba por comprobar, y ser humillado, acrisolado y castigado más que los demás. No eran muy halagüeñas las perspectivas y deduje que me aguardaba una vida de pesares.
Me despedí de mi padre y de mi hermana Iztli, que prometieron venir a visitarme pasadas unas semanas. Aún no usaba el taparrabos viril, el maxtlatl, que los mexicas llevamos bajo el manto anudado en el hombro, y eso hizo que el sacerdote señalara con su bastón nudoso mi entrepierna, y se burlase de mí con su mirada lasciva.
—Un príncipe que aún moja el jergón de noche, ¿no? Te convertiremos en un hombre, aunque tengas que sudar sangre, pequeño colibrí.
Mi indignación afloró en mi rostro, pero no podía desobedecer a mi padre y contestar a aquel vulgar sacerdote como se merecía.
Esa misma mañana del primer mes, el de Atlcoualco, o el de «la necesidad del agua», primero de los dieciocho meses en los que los mexicas dividimos el año, el superior mandó tocar el tambor del templo, y anunció desde las escaleras que, si no se celebraba de inmediato un sacrificio de prisioneros xochimiques para aplacar al dios Tláloc, la capital sufriría una terrible calamidad, como lo anunciaban las estrellas.
Y como él conocía por los libros sagrados que pronto llegaría la estación de las lluvias, estalló una tormenta acompañada de un furioso viento del norte. Las nubes pasaban henchidas de agua fría, ofreciendo a la vista unas imágenes fantasmagóricas. Y resultó tan intensa la cellisca, que de inmediato se procedió a traer una nutrida reata de prisioneros al gran templo que fueron sacrificados entre la densa lluvia y un fárrago de rayos y truenos. No asistió el emperador Moctezuma, el Divino Orador de Tenochtitlán, pero sí un gran gentío.
Los niños fuimos alineados frente a las graderías, soportando impávidos el aguacero. Era mediodía y fue mi primera ceremonia en la Academia. Contemplé a medio centenar de elegidos xochimiques, que uno tras otro fueron sostenidos en cruz por cuatro sacerdotes ataviados como cuervos con ropones negros y con sus largas e indecorosas melenas pegadas al rostro por la cellisca. El acuchillador, que ocultaba su rostro con una máscara de la divinidad, los fue abatiendo con un puñal vibrante en la mano y de un tajo certero. Con la otra les extraía los corazones chorreantes, que echaba luego en el cuauxicalli de piedra, que pronto se colmó de vísceras aún cálidas. Un torrente de agua y sangre chapoteaba pirámide abajo en una cascada rojiza y viscosa. La gente ovacionaba cada muerte con el grito de la lechuza y del jaguar, que se confundía con el estruendo de las trompas y del atabal del templo.
El dios estaba complacido y su apetito de sangre, satisfecho.
Los cuerpos mutilados fueron distribuidos entre las gentes que acudieron al sacrificio, otros, enviados en barcas para los fieles de tierra firme, y las entrañas, para los jardines de animales enjaulados de la ciudad. La sangre fresca mezclada con el diluvio descendió por las escalinatas y un reguero rosado llegó hasta mis sandalias. Yo aparté mis pies en un impulso infantil. Pero ante mi confusión, un niño de mi edad que estaba a mi lado me dio un empellón y enfurecido me regañó:
—¿Te produce espanto la sangre de los prisioneros, niño de teta? Así nunca llegarás a ser un guerrero temido, renacuajo miedoso.
—No me da miedo la sangre. ¡Soy un príncipe mexica! —le repliqué.
Lo miré con el ceño fruncido, mientras cundía la hilaridad entre los chiquillos. Un nudo apretó mi garganta y mis ojos se empañaron por el dolor que sentía en el hombro. Lo conocía de palacio, donde se comportaba altaneramente, aunque poseía el don del liderazgo y la fe de los guerreros de estirpe real. Era el príncipe Yaotl («guerrero enemigo»), hijo del fallecido emperador Ahuízotl, un muchacho valentón de ojos enfebrecidos, saltones y vidriosos, y arrogante con sus inferiores, ante los que blasonaba de su valor y cuna ilustre. Era un muchacho malcriado y sobreprotegido, formado en un ambiente de superioridad, quien por su cuna y fanfarronería se había procurado cierto ascendiente entre los alumnos.
Nada más poner el pie en la escuela ya había cosechado el primer enemigo poderoso, pero no sospechaba hasta qué punto lo sería a lo largo de mi vida futura, sin yo proponérmelo. Semejante panorama me abatió y mis piernas temblaron, mientras colgaba la bolsa de mis pertenencias junto a la esterilla donde dormiría.
La vida en el Calmecac era incierta, dura, insufrible y tediosa.
Se trataba de un lugar de estudio y oración donde también abundaban las calumnias, las maledicencias, los descontentos y un muestrario completo de las más sórdidas miserias humanas. Antes de que el sol saliera por el horizonte, los alumnos del colegio sacerdotal ya estábamos en pie. Los religiosos, escribanos, médicos, cronistas, poetas y funcionarios imperiales del futuro emprendimos unos años de una educación severa, rigurosa y yo diría que hasta cruel, que nos encumbraría años más tarde en los más altos cargos del estado. Durante la noche nos levantaban para orar, o para quemar incienso en solitario en la montaña en honor a Quetzalcoatl, nuestra deidad protectora y patrón del autosacrificio, de la penitencia, del ayuno, de los libros, del calendario, de las artes y de la cultura, o a buscar espinas de maguey con las que nos extraíamos sangre de las piernas, brazos y orejas. Muy parecido a lo que luego vi pasados los años en los monasterios españoles.
A las pocas horas aparecíamos en la Academia, hambrientos, somnolientos y chorreando sangre. Y aquel que más sucio se presentara y más sangre derramara, o más costras resecas exhibiera, era el más alabado por los sacerdotes educadores, que así constataban nuestros progresos en el endurecimiento y en el dominio personal.
Yo tenía generalmente un aspecto deplorable. Famélico y con grandes ojeras, mi cuerpo aparecía lleno de moratones de los punzamientos, que como un mosaico de dolor adornaban mi piel. A mi madre Papalotl no le hubiera gustado verme en aquel estado. Paseaba mi ruina personal por los pasillos, dormitorios, patios y cocinas, tratando de pasar inadvertido, y sobre todo alejado de las miradas de reto del príncipe Yaotl, que no desaprovechaba cualquier ocasión para demostrarme su superioridad y zaherirme con brumas burdas y epítetos despreciativos:
—¡Sabandija, renacuajo —solía decirme—, todavía sigues vivo!
En el colegio no solo practicábamos la penitencia personal y el ayuno ritual o atamalqualo, sino que también éramos instruidos por versados maestros en el estudio de los astros y en el discurrir de los signos celestes, en la contemplación y en la meditación de la existencia. Otras disciplinas eran la historia de la nación mexica, los idiomas de los países conquistados, la escritura pictográfica, la adivinación del futuro, los cantos divinos, la reverencia y modales ante los superiores, la astronomía maya, la poesía y la observancia de la castidad, aunque de esta última, conforme fui cumpliendo años, me di cuenta de que era una burlesca invención, pues nadie en el Calmecac observaba el celibato debido, y menos los sacerdotes.
Mi vida como aspirante o tlamacazton duraría hasta que hubiera atesorado los conocimientos y los méritos necesarios para ser considerado sacerdote. Entonces debería dejarme crecer el cabello y me embadurnaría de negro la faz, para así dedicar mi existencia a los dioses y ofrecerles incienso, mi propia sangre, la de otros, o de inocentes codornices, o por el contrario tomar el camino de las armas. El tiempo lo diría.
Mientras tanto endurecía mis músculos acarreando leña del monte, rasgando mi pecho con ortigas, corriendo por las cañadas, o cavando acequias y zanjas para el templo y forjando mi entendimiento con saberes y conocimientos excepcionales. Por la noche, ya hiciera calor, frío, lloviera o granizara, tomaba mi zurrón con las espinas de maguey, mi incensario y una torta de maíz y frijoles, y a una media legua del colegio ejecutaba cada vigilia mis penitencias, rezos y meditaciones.
Era mi único momento de dicha.
Me busqué un lugar solitario donde acudía cada atardecer, empleando los conocimientos enseñados por mi padre en los días de la caza. Me construí un chamizo de ramas y hojas, y sentado en una roca meditaba y rezaba, mientras resonaban los tambores y cuernos del templo anunciando la declinación del sol. Tenochtitlán y sus lagos parecían en la lejanía un luminoso relicario, y mi espíritu se sosegaba con su visión ultraterrena. El Valle de Tenochtitlán, la gran isla ciudad de los mexicas, resplandecía a mis pies, colmada de sauces, álamos, mimosas, ceibas y acacias; y por encima de sus copas sobresalían las blancas cúpulas de los templos y palacios. La gran avenida de piedra que cruzaba el lago se iba vaciando de gente y se llenaba de rumores extenuados; y en la fortaleza de Acachinanco, que impediría por la noche el paso a la ciudad, los guardias encendían las antorchas.
Solo entonces era feliz.
Las semanas y los meses transitaron como un soplo. Pasaron ante mí los meses de primavera, los de la sangre, las danzas y la alegría, luego los meses del estío, que traían siempre sacrificios masivos y guerras, y después, para cerrar el año, los meses otoñales y de invierno, que los mexicas llamábamos de borracheras, castidad y frío. Desgraciadamente no había año en el que los huracanes venidos de las grandes aguas azules no provocaran catástrofes en los milpa, los campos de maíz, nuestro principal sustento, o que las sequías no se cebaran en nuestros cultivos sedientos de agua. Entonces se recrudecían los sacrificios y cientos de prisioneros eran sacrificados en los altares de Huitzilopochtli y Tláloc.
Alcancé al fin la virilidad, y mi cuerpo sintió los ardores propios de la juventud, una dolorosa carga. Los sacerdotes nos pedían que observáramos un comedido celibato en el Calmecac, aunque no eran muy rigurosos en la práctica diaria, pues los pueblos de Anáhuac rendíamos culto a los placeres que nos ofrecía la naturaleza. Pero pronto comprendí que una cosa es aconsejar y otra muy distinta cumplir lo que se predica, por lo que pronto el velo cayó de mis inocentes ojos.
Resultó que una vigilia calurosa y aromática dedicada a Quetzalcoatl, los grandes señores acudieron a mi templo para ofrecerle al dios perfumes, limosnas y comida. Yo regresaba del monte de realizar mis mortificaciones, y rodeé el templo para pasar desapercibido. No crucé la gran plaza, como era en mí habitual, y entré por el postigo de las cocinas para no encontrarme con el bullicio de siervos, guardias, sacerdotes y magistrados. Transcurría el décimo mes, el Xocotlhuetzi, el de «la caída de los frutos», el período de los juegos donde competíamos los más jóvenes en el palenque.
Súbitamente llegó a mis oídos un delicioso sonido de flautas de caña, tambores de agua y calabazas sonoras, y también de risas, alborozos y gemidos femeninos, que llamaron mi atención. Esa eufonía era impropia de un lugar de ayuno, penitencia y meditación, y la curiosidad pudo conmigo. Solté mi incensario y trepé hasta una terraza baja que precedía a las habitaciones de los sacerdotes.
Lo que allí vi abriría para siempre la ceguera de mi inocencia.
Festejaban el banquete sacro de Quetzalcoatl en un ambiente de gran sensualidad y desenfreno, impropio de hombres dedicados a la religión, el ayuno y la penitencia. Humeaban las cazuelas de frijoles, las tortillitas, las mazorcas de maíz hervidas con miel, los jitomates con carne de caza y las jícaras de cocholatl y octli, el lechoso néctar de maguey que embota los sentidos. Un grupo de auyanime, las niñas que elegían no casarse y servir a los guerreros, se abrazaban y besaban entre sí, o copulaban con mis maestros, en medio de un cuadro de lascivia voluptuosa.
Mis pupilas se dilataron y mi perplejidad se acentuó hasta el límite al ver a mis sacerdotes embrutecidos, entregados a sus más bajas pasiones en aquellos catres de lujuria. Algunos yacían con las sacerdotisas del colegio femenino, en una bacanal de sensualidad desconocida para mí y otros fornicaban con las esclavas del templo. También vi tendidas en los lechos acolchados a algunas famosas meretrices, que se apareaban con los sacerdotes en posturas eróticas inconcebibles para mí.
Otros fumaban tabaco y nopal seco, o se ahormaban con siervos jóvenes del templo; y eso que algunos estaban ya consumidos por los años y encorvados por la edad, y que sus cabelleras sucias de costras de sangre repugnaban. Me quedé sin habla, por cuanto creía que el adulterio y la sodomía —el cuilónyotl que decimos los mexicas—, y también el patlachuia o sexo entre mujeres, estaban castigados con la pena capital. Pues bien, todos los pecados repudiados por nuestros códigos morales se estaban consumando en aquel lugar y en aquella depravada noche de fiesta.
Presencié una fiesta de bebidas prohibidas y de incontrolada lujuria.
Sobre el sensual enredo de cuerpos desnudos flotaba una música acogedora que adormecía los sentidos y embriagaba los deseos. Fue la primera vez y por eso lo evoco. Mi tepule —mi miembro viril— pugnó por escaparse del taparrabos, y a los pocos instantes, muy excitado, experimenté un fuego interior que jamás había sentido. Sin yo tocarlo exhaló un líquido fluyente, y entonces supe que ya era un hombre.
Me oprimió una sensación de repulsión, pero otro de los cerrojos de la vida se había forzado y me había descubierto su verdad.
En aquellos años de calamidades premonitorias, no faltaron terremotos que asolaron barrios enteros en Texcoco y Tlascala, y también varios sucesos que recrudecieron mis enfrentamientos con Yaotl, primo de nuestro Venerable Orador, el tlatoani Moctezuma Xocoyotzin. Ya no me asustaba su presencia, pues era tan fuerte y alto como él. Un día nos disputamos abiertamente. Me situé frente a él y le grité a la cara:
—Solo tienes dos formas de expresarte, Yaotl: estando en silencio y maquinando una nueva maldad, o en estado de ira.
—Conozco otra más, y cuida que no la emplee contigo, Ocelotl.
Existía en el Calmecac la costumbre de que varios de los aspirantes realizaran labor de vigilancia de la conducta interna y de la limpieza de los dormitorios, comedores y aulas. Yaotl siempre era elegido como vigilante por su rango superior, y no hubo una sola inspección en la que mi nombre no fuera denunciado por la negligencia con mis enseres personales. Los castigos eran poco dolorosos, si acaso una vigilia en vela o algún latigazo en las corvas. Jamás perdonaría al príncipe sus rigurosas delaciones.
Sucedió por aquellos días que un alumno al que llamábamos despreciativamente, Azcaltl («hormiga»), hijo de un cacique de la ciudad tributaria de Chiauhtla, muchacho tímido, abúlico y de poco coraje, fue denunciado por los alumnos supervisores, los «guardianes de la pureza». Lo acusaron ante el prior de que no demostraba suficiente ardor con las púas y que no se distinguía por ser un dechado de abnegación y sacrificio en los ayunos. Aseguraron que fue delatado por Yaotl y su grupo de celadores y que exageraron sus faltas con tal de humillarlo. Por su reiteración fue castigado a permanecer cinco noches en un estanque de agua helada. De resultas del riguroso correctivo murió al sexto día echando sangre por la boca, quizá porque estuviera enfermo por la consunción de los pulmones, o arrastrara una enfermedad antigua.
—Quetzalcoatl repudia a los apocados y apáticos —fue cuanto escuchamos del prior, que miró el cadáver con desprecio.
Nunca olvidaré su pequeño rostro azulado antes de expirar, tiritando de frío y de fiebre. Pero no había soltado una sola lágrima.
—No era merecedor de pertenecer un día al sacerdocio, o a la Orden del Águila —se pronunció el altivo príncipe Yaotl en el entierro.
No puedo acusar a Yaotl de su muerte, pero la denuncia partió de él, pues repudiaba a los débiles a los que no consideraba dignos de ser mexica, y menos aún de convertirse en sacerdotes, guerreros águila, o en caballeros jaguar. El espíritu del infortunado Azcaltl era frágil, pero ojalá hallara pronto el camino del Mictlan, el Lugar de los Muertos.
Aquel día deseé tomarme cumplida venganza del sanguinario príncipe.
Tras el sepelio nocturno de Azcaltl, compareció triste el día Cuatro Echecatl, «o del viento», del mes Tlacaxipehualiztli, en el que se ajusticiaba a los condenados a muerte y se ofrecían sacrificios de combate en los que algunos sacrificados, para morir con más gloria, lo hacían combatiendo con grandes guerreros de mi pueblo. Vestidos con pieles de jaguar sostenían un desafío singular contra escogidos combatientes águila, ante la curiosidad de la concurrencia que vociferaba con las arremetidas de las víctimas propiciatorias, a las que, enfervorizados, echaban flores y papelillos.
Competían en la sagrada Piedra de la Batalla de la gran pirámide hasta caer rendidos, antes de entregarse a la muerte del altar. Sus nombres serían recordados durante años, su carne enviada a los grandes señores, y los sacerdotes, tras desollarlos, se vestirían con su piel valerosa.
Algunos de ellos acompañaron al pobre Azcaltl al Paraíso del Sol.
Se sucedieron una tras otra las estaciones, y yo seguía en el Calmecac.
Las lluvias regaron los valles y las sierras de Anáhuac, los días largos y las noches cortas se sucedieron sin interrupción, así como las siembras y las cosechas del maíz. Las guerras contra nuestros vecinos y las épocas de paz, unas penosas y otras apacibles, nos llenaron de esclavos para el sacrificio y de riquezas incontables a los templos, y también de nuevos dioses, pues los mexicas acogemos con respeto a las divinidades de quienes conquistamos.
Yo había cumplido los dieciocho años. Había llegado a la cúspide del saber en algunas disciplinas, y era tenido por un alumno íntegro y virtuoso. Fue por aquel entonces cuando aconteció lo más dichoso de mi recién estrenada pubertad, y quizá de toda mi existencia. Transcurría el año Uno Mazatl, «el del venado», y el undécimo mes, «el del tiempo de las escobas», u Ochpaniztli, momento en el que homenajeábamos a nuestros guerreros águila y jaguar. Ignoraba que el destino me tenía designado conocer al que sería el único amor que mi corazón ha aceptado.
Recuerdo el episodio como si fuera hoy mismo.
El divino Tláloc había desatado aquella tarde sus fuerzas, el trueno, el relámpago, el rayo y la tormenta, y la naturaleza brillaba esplendente. Flotaba sobre Tenochtitlán una sutil neblina y se oía el rumor liviano de las ramas de las ceibas. Era una noche serena y me llegaban los ruidos rendidos de la bulliciosa capital dentro de mi refugio de hojarasca. En un principio creí que era la sombra del juguetón dios Tezcatlipoca que trataba de espantarme de mis penitencias, o el culebreo de una serpiente nauyaka, el más letal de los reptiles de dorso de coral y cabeza amarilla que se deslizaban por aquellos cerros. Pero el chillido de una comadreja que huía hacia su guarida y el grito de una mujer me hicieron girar la cabeza.
Con sorpresa vi a una joven que intentaba esconderse en mi cobijo, como si temiera ser asaltada en la noche, o alguien la persiguiera. Tenía miedo y se prosternó a mis pies pidiéndome auxilio. Pasado el peligro, sus labios se movieron para musitar unas palabras de agradecimiento. Alcé mi candil e iluminé su rostro ovalado y perfecto. Era muy agraciada, y fresca como un amanecer en el lago. De airosa flexibilidad y formas torneadas, desde el primer momento en que la vi ejerció sobre mí una poderosa atracción. Exhalaba una fragancia cautivadora y me miraba con ojos melancólicos. Suspiró, y al alzarse le pregunté:
—¿Qué haces sola en el monte, muchacha?
—Busco leña para la Casa del Canto donde resido, pero una alimaña me ha perseguido y me he asustado. Tengo que regresar ya. No puedo hablar con hombres, pues faltaría a las reglas de mi comunidad —me explicó con una voz melodiosa.
—Yo también sirvo a los dioses en la Academia de Quetzalcoatl —dije para tranquilizarla y declararle mis mejores intenciones.
—Ya lo sé. Te he visto algunas noches por aquí, y también competir en el juego de pelota en la palestra —me habló con afabilidad.
Y recogiendo el haz de leña me dio la espalda y se marchó, regalándome una sonrisa dulce y devastadora que sacudió los pliegues más íntimos de mis entrañas. Y conforme su perfil se disipaba entre las sombras, yo observaba sus caderas balanceándose ante mis ojos. Mi corazón galopó violentamente y percibí la necesidad de posesionarme de ella. Lo confieso. Pero era como un botín distante e inaccesible.
—¿Cómo te llamas? —grité en la noche.
Por toda respuesta solo escuché sus tenues pisadas y el viento.
Ya no hubo una sola noche en la que no suspirara por ella y la buscara en las espesuras, atento a cualquier candela o paso furtivo. Pero fue en vano. No volvió a aparecer. Y entre mis ayunos, clases y pensamientos se instaló la figura sublime de la Doncella Sin Nombre.
Sin ella saberlo, ya reinaba única en el trono de mi alma.