NOTA DE LA AUTORA

      

En todas mis novelas hay canciones que acompañan muchas escenas que se quedan sobre el papel. La música es inspiración. En esta ocasión, es algo más. Un envoltorio en ciertos momentos, un hilo que tira un poco de los personajes. Podéis encontrar la lista completa de canciones que escuché mientras escribía la historia, pero, si os apetece, os animo a que escuchéis algunas de las más importantes en el instante exacto en que marcaron la novela. En el capítulo 24, Yellow submarine. En el 48, Let it be. Y en el 76, The night we met.

PRÓLOGO

      

«Todo puede cambiar en un instante.» Había escuchado esa frase muchas veces a lo largo de mi vida, pero nunca me había parado a masticarla, a saborear el significado que esas palabras pueden dejar en la lengua cuando las desmenuzas y las sientes como propias. Esa sensación amarga que acompaña a todos los «y si…» que se desperezan cuando ocurre algo malo y te preguntas si podrías haberlo evitado, porque la diferencia entre pasar de tenerlo todo a no tener nada a veces es tan solo de un segundo. Solo uno. Como entonces, cuando ese coche invadió el carril contrario. O como ahora, cuando él decidió que no tenía nada por lo que luchar y los trazos negros y grises terminaron por volver a engullir el color que unos meses antes flotaba a mi alrededor…

Porque, en ese segundo, él giró a la derecha.

Yo quise seguirlo, pero tropecé con una barrera.

Y supe que solo podía avanzar hacia la izquierda.

ENERO

      

(VERANO)

1

      

AXEL

Estaba tumbado encima de la tabla de surf mientras el mar se mecía con suavidad a mi alrededor. Aquel día el agua cristalina parecía contenida dentro de una piscina infinita; no había olas, ni viento ni ruido. Podía oír mi propia respiración calmada y el chapoteo cada vez que hundía los brazos, hasta que dejé de hacerlo y tan solo permanecí allí, sin moverme, con la mirada clavada en el horizonte.

Podría decir que estaba esperando a que el tiempo cambiase para poder pillar una buena ola, pero sabía perfectamente que ese día no habría ninguna. O que pasaba el rato, algo que hacía a menudo. Pero recuerdo que lo que de verdad estaba haciendo era pensar. Sí, pensar en mi vida, en que tenía la sensación de haber alcanzado todas las metas y de haber ido cumpliendo un sueño tras otro. «Soy feliz», me dije. Y creo que fue el tono que resonó en mi cabeza, esa leve interrogación, lo que de repente me hizo fruncir el ceño, sin apartar la vista de la superficie ondulante. «¿Soy feliz?», cuestioné. No me gustó esa duda que pareció agitarse en mi cabeza, viva y reclamando mi atención.

Cerré los ojos antes de zambullirme en el mar.

Después, con la tabla de surf cargada bajo el brazo, regresé a casa caminando descalzo por la arena de la playa y el sendero plagado de malas hierbas. Abrí la puerta de un empujón, porque siempre estaba atascada por culpa de la humedad, dejé la tabla en la terraza trasera y entré. Coloqué una toalla doblada encima de la silla y no me vestí para sentarme delante de mi escritorio, que ocupaba todo un lado del salón y era caótico. Al menos, para cualquier persona cuerda. Para mí, era el orden en su máxima expresión. Papeles repletos de notas, otros con pruebas descartadas y el resto con trazos sin sentido. A la derecha, tenía un espacio más despejado, con bolígrafos, lápices, pinturas; encima, un calendario con varios tachones en el que marcaba los plazos de entrega y, al otro lado, mi ordenador.

Repasé el trabajo acumulado y contesté un par de correos antes de decidir continuar con el proyecto que tenía entre manos, un folleto turístico de Gold Coast. Era básico, con una ilustración de una playa y olas de líneas curvas bajo las que surfeaban algunas sombras con poco detalle. Justo el tipo de encargo que más disfrutaba: sencillo, rápido de hacer y bien pagado y explicado. Nada de «improvisa» o «queremos tener en cuenta tus sugerencias», sino un simple «dibuja una puta playa».

Pasado un rato, me preparé un sándwich con los pocos ingredientes que quedaban en la nevera y me serví el segundo café del día, sin azúcar y frío. Estaba a punto de llevarme la taza a los labios cuando llamaron a la puerta. No era muy dado a recibir visitas inesperadas, así que dejé el café sobre la encimera de la cocina con el ceño fruncido.

Puede que, si en ese momento hubiese sabido todo lo que arrastrarían ese par de golpes, me hubiese negado a abrir. ¿A quién quiero engañar? Jamás podría haberle dado la espalda. Y habría ocurrido, de todos modos. Antes. Después. ¿Qué más da? Tenía la sensación de que, desde el principio, fue como jugar a la ruleta rusa con todas las balas cargadas; estaba destinado a que alguna me atravesase el corazón.

Todavía sostenía el marco de la puerta en la mano cuando supe que aquello no era una visita de cortesía. Me aparté para dejar que Oliver, taciturno y serio, entrase en casa. Lo seguí a la cocina preguntándole qué había ocurrido. Él ignoró el café y abrió el armario alto en el que guardaba las bebidas para coger una botella de brandy.

—No está mal para ser un martes por la mañana —dije.

—Tengo un jodido problema.

Esperé sin decir nada, aún vestido solo con el bañador que me había puesto al despertar. Oliver llevaba pantalón largo y una camisa blanca metida por dentro; el tipo de ropa que juró que jamás se pondría.

—No sé qué voy a hacer, no dejo de pensar alternativas, pero las he agotado todas y creo…, creo que te voy a necesitar.

Eso captó mi atención; principalmente porque Oliver nunca pedía favores, ni siquiera a mí, que era su mejor amigo desde antes de que aprendiese a andar en bicicleta. No lo hizo cuando vivió el peor momento de su vida y rechazó casi toda la ayuda que le ofrecí, no sé si por orgullo, porque pensaba que era una molestia o porque quería demostrarse a sí mismo que podía hacerse cargo de la situación, por difícil que fuese.

Quizá por eso, no titubeé:

—Sabes que haré cualquier cosa que necesites.

Oliver se terminó de un trago la bebida, dejó el vaso dentro del fregadero y se quedó ahí, con las manos apoyadas a ambos lados.

—Me han destinado a Sídney. Es algo temporal.

—¿Qué cojones…? —abrí los ojos.

—Tres semanas al mes durante un año. Quieren que me encargue de supervisar la nueva sucursal que van a abrir y que vuelva cuando todo se estabilice. Me gustaría poder rechazar la oferta, pero, joder, me doblan el sueldo, Axel. Y ahora lo necesito. Por ella. Por todo.

Lo vi pasarse una mano por el pelo, nervioso.

—Un año no es tanto tiempo… —dije.

—No puedo llevármela. No puedo.

—¿Qué significa eso?

No nos engañemos, conocía muy bien las implicaciones que escondía aquel «no puedo llevármela» y se me secó la boca en respuesta porque sabía que no podía negarme, no cuando ellos eran dos de las personas que más quería en el mundo. Mi familia. No la que te toca, de esa iba bien servido, sino la que eliges.

—Sé que lo que te estoy pidiendo es un sacrificio para ti. —Sí que lo era—. Pero es la única solución. No puedo llevármela a Sídney ahora que ya ha empezado el curso, después de que perdiese el anterior, no puedo arrancarla en este momento de todo lo que conoce, vosotros sois lo único que nos queda, y serían demasiados cambios. Dejarla sola tampoco es una opción; tiene ansiedad y pesadillas, y no está…, no está bien; necesito que Leah vuelva a «ser ella» antes de que se vaya a la universidad este próximo año.

Me froté la nuca mientras imitaba los movimientos que Oliver había hecho minutos antes y abría el armario para sacar la botella de brandy. El trago me calentó la garganta.

—¿Cuándo te marchas? —pregunté.

—En un par de semanas.

—La hostia, Oliver.

2

      

AXEL

Acababa de cumplir siete años cuando a mi padre lo despidieron del trabajo y nos mudamos a una ciudad bohemia llamada Byron Bay. Hasta entonces, siempre habíamos vivido en Melbourne, en el tercer piso de un bloque de edificios. Cuando llegamos a nuestro nuevo hogar, tuve la sensación de que era como estar permanentemente de vacaciones. En Byron Bay no era extraño ver a gente caminando descalza por las calles o el supermercado; se respiraba un ambiente relajado, casi sin horarios, y creo que me enamoré de cada uno de sus rincones antes incluso de abrir la puerta del coche y golpear con ella al niño con cara de malas pulgas que, a partir de entonces, iba a convertirse en mi vecino.

Oliver llevaba el pelo despeinado, la ropa holgada y parecía un salvaje. Georgia, mi madre, solía relatar ese momento con frecuencia, en las reuniones familiares, cuando se tomaba una copa de vino de más, diciendo que estuvo a punto de cogerlo y arrastrarlo a nuestra nueva casa para darle un baño de espuma. Por suerte, los Jones salieron justo cuando ella ya estaba sujetándolo por la manga de la camiseta. Lo soltó en cuanto comprendió que tenía enfrente la raíz del problema. El señor Jones, sonriente y con un poncho manchado de pintura de colores, le tendió una mano. Y la señora Jones la abrazó, dejándola congelada en el sitio. Mi padre, mi hermano y yo nos reímos al ver la estupefacción que cruzaba su rostro.

—Imagino que sois los nuevos vecinos —dijo la madre de Oliver.

—Sí, acabamos de llegar —mi padre se presentó.

La charla se alargó unos minutos más, pero Oliver no parecía demasiado interesado en darnos la bienvenida, así que, con cara de aburrido, vi cómo se sacaba del bolsillo un tirachinas y una piedra, y apuntaba con él a mi hermano Justin. Acertó a la primera. Yo sonreí, porque supe que íbamos a llevarnos muy bien.

3

      

LEAH

«Here comes the sun, here comes the sun»; la melodía de esa canción se repetía en mi cabeza, pero no había rastro de ese sol en los trazos negros que plasmaba sobre el papel. Solo oscuridad y líneas rectas y duras. Noté cómo el corazón empezaba a latirme más rápido, más sofocado, más caótico. Taquicardia. Arrugué la hoja, la tiré y me tumbé en la cama llevándome una mano al pecho e intentando respirar…, respirar…

4

      

AXEL

Bajé del coche y subí los escalones de la entrada del hogar de mis padres. La puntualidad no era lo mío, así que llegué el último, como todos los domingos de comida familiar. Mi madre me recibió peinándome con los dedos y preguntándome si ese lunar que tenía en el hombro estaba ahí la semana pasada. Mi padre puso los ojos en blanco cuando la oyó y me dio un abrazo antes de dejarme entrar en el salón. Una vez allí, mis sobrinos se lanzaron a mis piernas, hasta que Justin los apartó tras prometerles una chocolatina.

—¿Sigues con los sobornos? —pregunté.

—Es la única técnica útil —contestó resignado.

Los gemelos se rieron por lo bajo y tuve que hacer un esfuerzo para no unirme a ellos. Eran diablos. Dos diablos encantadores que se pasaban el día gritando «Tío Axel, súbeme», «Tío Axel, bájame», «Tío Axel, cómprame esto», «Tío Axel, pégate un tiro», y ese tipo de cosas. Eran la razón por la que mi hermano mayor se estaba quedando calvo (aunque él nunca admitiría que usaba productos para evitar la caída del cabello) y por la que Emily, esa chica con la que empezó a salir en el instituto y que terminó convirtiéndose en su mujer, se había refugiado en la comodidad de vestir mallas y sonreír cuando alguno de sus retoños le vomitaba encima o decidía pintarrajearle la ropa con rotulador.

Saludé a Oliver con un gesto vago y me acerqué hasta Leah, que estaba delante de la mesa puesta, con la mirada fija en el dibujo de la enredadera que surcaba el borde de la vajilla. Alzó la vista hacia mí cuando me senté a su lado y le di un codazo amistoso. No respondió. No como lo habría hecho tiempo atrás, con esa sonrisa que le ocupaba todo el rostro y que era capaz de iluminar una habitación entera. Antes de que pudiese decirle algo, mi padre apareció sosteniendo una bandeja con un pollo relleno que dejó en el centro de la mesa. Ya estaba mirando a mi alrededor consternado cuando mi madre me tendió un bol con un salteado de verduras. Le sonreí agradecido.

Comimos sin dejar de hablar de esto y de aquello; de la cafetería de la familia, de la temporada de surf, de la última enfermedad contagiosa que mi madre había descubierto que existía. El único tema que no se tocó fue el que flotaba en el ambiente por mucho que evitásemos prestarle atención. Cuando llegó la hora del postre, mi padre se aclaró la garganta y supe que se había cansado de fingir que no ocurría nada.

—Oliver, muchacho, ¿lo has pensado bien?

Todos lo miramos. Todos menos su hermana.

Leah no apartó los ojos de la tarta de queso.

—La decisión está tomada. Pasará rápido.

Con gesto teatral, mi madre se levantó y se llevó la servilleta a la boca, pero no pudo ocultar el sollozo y se alejó hacia la cocina. Negué con la cabeza cuando mi padre quiso seguirla y me ofrecí a calmar la situación. Suspiré hondo y me apoyé en la encimera junto a ella.

—Mamá, no hagas esto, no es lo que necesitan ahora…

—No puedo evitarlo, hijo. Esta situación es insoportable. ¿Qué más puede pasar? Ha sido un año terrible, terrible…

Podría haber dicho cualquier mierda como «no es para tanto», o «todo se arreglará», pero no tuve valor porque sabía que no era cierto, ya nada podía ser igual. Nuestras vidas no solo cambiaron el día que los señores Jones murieron en aquel accidente de tráfico, sino que pasaron a ser otras vidas, diferentes, con dos ausencias que estaban siempre presentes con fuerza, como una herida que supura y no llega a cerrarse nunca.

Desde el día que pusimos un pie en Byron Bay, habíamos sido una familia. Nosotros. Ellos. Todos juntos. A pesar de todas las diferencias: de que los Jones amanecían cada día pensando solo «en el ahora» y mi madre pasaba cada minuto preocupándose por el futuro; de que unos eran artistas bohemios acostumbrados a vivir en la naturaleza y otros tan solo conocían la vida en Melbourne; de los síes y los noes que se alzaban a la vez ante una misma pregunta; de las opiniones contrarias y de los debates que duraban hasta las tantas cada vez que cenábamos juntos en el jardín…

Habíamos sido inseparables.

Y ahora todo estaba roto.

Mi madre se enjugó las lágrimas.

—¿Cómo se le ocurre dejarte a cargo de Leah? Nosotros podríamos haber buscado alternativas, como hacer una reforma rápida en el salón y dividirlo en dos habitaciones, o comprar un sofá cama. Sé que no es lo más cómodo y que necesita tener su espacio, pero, por lo que más quieras, tú no puedes cuidar ni de una mascota.

Alcé una ceja un poco indignado.

—De hecho, tengo una mascota.

Mi madre me miró sorprendida.

—Ah, sí, ¿y cómo se llama?

—No tiene nombre. Aún.

En realidad, no era «mi mascota», yo no era muy dado a tener seres vivos «en propiedad», pero, de vez en cuando, una gata tricolor delgaducha y con cara de odiar a todo el mundo aparecía en mi terraza trasera pidiendo comida y yo le daba las sobras del día. Algunas semanas se pasaba tres o cuatro veces, y otras ni siquiera se molestaba en acercarse.

—Esto va a ser un desastre.

—Mamá, tengo casi treinta años, joder, puedo cuidar de ella. Es lo más razonable. Vosotros estáis todo el día en la cafetería, y cuando no es así, tenéis que quedaros a cargo de los gemelos. Y no va a dormir durante un año en el salón.

—¿Qué comeréis? —insistió.

—Comida, coño.

—Esa boca, hijo.

Me di la vuelta y salí de la cocina. Volví al coche, cogí el paquete de tabaco arrugado que guardaba en la guantera y me alejé un par de calles. Sentado en el bordillo de una acera baja, me encendí un cigarro con la mirada fija en las ramas de los árboles que agitaba el viento. Aquel no era el barrio en el que habíamos crecido, ese en el que nuestras familias se entrelazaron hasta convertirse en una sola. Las dos propiedades se habían puesto a la venta; mis padres se habían mudado a una casa pequeña de una sola habitación en el centro de Byron Bay, quedaba muy cerca de la cafetería que habían abierto más de veinte años atrás, cuando nos asentamos aquí. Tampoco tenían ninguna otra razón por la que seguir viviendo a las afueras cuando Justin y yo nos habíamos ido, habían perdido a sus vecinos, y Oliver y Leah se habían trasladado a la casa que él había alquilado al independizarse poco después de que los dos volviésemos de la universidad.

—Pensaba que ya no fumabas.

Entrecerré los ojos por el sol cuando levanté la cabeza hacia Oliver. Expulsé el humo del cigarrillo mientras él se sentaba a mi lado.

—Y sigo sin hacerlo. Un par de cigarrillos al día no es fumar. No como el resto de la gente que sí lo hace, al menos.

Él sonrió, me quitó uno del paquete de tabaco y se lo encendió.

—Te he metido en un buen lío, ¿no?

Supongo que estar de repente a cargo de una chica de diecinueve años que no se parecía en nada a la niña que había sido, sí, podía considerarse «un lío». Pero entonces recordé todo lo que Oliver había hecho por mí. Desde enseñarme a montar en bicicleta hasta dejar que le partiesen la nariz cuando se metió en una pelea por mi culpa mientras estudiábamos en Brisbane. Suspiré y apagué el cigarrillo en el suelo.

—Nos las arreglaremos bien —dije.

—Leah puede ir al instituto en bici, y el resto del tiempo lo suele pasar encerrada en su habitación. No consigo sacarla de allí, ya sabes…, que todo vuelva a ser igual. Y tiene algunas normas, pero ya te lo explicaré más adelante. Yo vendré todos los meses y…

—Tranquilo, no suena tan complicado.

No lo sería para mí, no en el mismo sentido en que lo había sido para él. Tan solo tendría que acostumbrarme a convivir con alguien, algo que no ocurría desde hacía años, y mantener el control. Mi control. El resto lo solucionaríamos sobre la marcha. Después del accidente, Oliver se había visto obligado a renunciar a ese estilo de vida despreocupado en el que habíamos crecido para hacerse cargo de la tutela de su hermana y empezar a trabajar en algo que no le gustaba, pero que le daba un buen sueldo y una estabilidad.

Mi amigo tomó aire y me miró.

—Cuidarás de ella, ¿verdad?

—Joder, claro que sí —aseguré.

—Vale, porque Leah…, ella es lo único que me queda.

Asentí y sobró una mirada para entendernos: para que él se quedase tranquilo y supiese que iba a hacer todo lo que estaba en mi mano para que Leah estuviese bien, y para que yo fuese consciente de que probablemente era la persona en la que Oliver más confiaba.

5

      

AXEL

Sonriendo, Oliver alzó su copa en alto.

—¡Por los buenos amigos! —gritó.

Brindé con él y le di un trago al cóctel que acababan de servirnos. Era el último sábado antes de que Oliver se marchase a Sídney y lo había convencido a base de insistir para que saliésemos un rato por ahí. Habíamos acabado donde siempre, en Cavvanbah, un local al aire libre, casi a las afueras y cerca de la orilla de la playa. El nombre del sitio era el de la población aborigen de la zona y significa «lugar de encuentro», lo que en esencia resumía el espíritu y la identidad de Byron Bay. La caseta en la que servían las bebidas y las pocas mesas que había estaban pintadas de un azul isleño muy en sintonía con el tejado de paja, las palmeras y los columpios colgados del techo que servían de asientos alrededor de la barra.

—No puedo creer que vaya a irme.

Le di un codazo y él se rio sin humor.

—Solo será un año y vendrás todos los meses.

—Y Leah…, joder, Leah…

—Yo cuidaré de ella —repetí, porque llevaba diciéndole esa misma frase casi todos los días desde la mañana que le abrí la puerta y trazamos el plan—. Es lo que hemos hecho siempre, ¿no? Salir a flote, seguir adelante, esa es la clave.

Él se frotó la cara y suspiró.

—Ojalá aún fuese igual de sencillo.

—Lo sigue siendo. Eh, vamos a divertirnos. —Me levanté tras dar el último trago—. Voy a por dos copas más, ¿te pido lo mismo?

Oliver asintió y yo me alejé de la mesa haciendo un par de paradas para saludar a algunos conocidos; casi todos teníamos relación en una ciudad tan pequeña, aunque fuese superficial. Apoyé un codo en la barra y sonreí cuando Madison hizo un mohín tras servirles dos copas a los clientes que estaban al lado.

—¿Vienes a por más? ¿Estás intentando emborracharte?

—No lo sé. Depende. ¿Te aprovecharás de mí si lo hago?

Madison reprimió una sonrisa mientras cogía la botella.

—¿Tú querrías que lo hiciera?

—Sabes que, contigo, siempre.

Me tendió las copas mirándome fijamente.

—¿Te espero o tienes planes?

—Estaré por aquí cuando termines.

Oliver y yo pasamos el resto de la noche entre copas y recuerdos. Como esa vez que llamamos a su padre porque estábamos bebidos en la playa, y en vez de recogernos y llevarnos a casa, decidió pintarnos en su cuadernillo, tirados en la arena de mala manera, para después fotocopiar el dibujo y pegarlo por las paredes de mi casa y de los Jones como recordatorio de lo idiotas que habíamos sido; Douglas Jones tenía un humor muy especial. O esa otra vez que terminamos metidos en un buen lío en Brisbane un día que pillamos maría, fumamos hasta que yo perdí la cabeza y, entre risas, lancé al mar las llaves del apartamento que teníamos alquilado. Oliver fue a buscarlas y se metió vestido en el agua, colocado, mientras yo me reía a carcajadas desde la orilla.

Por aquella época nos habíamos prometido que siempre viviríamos así, como en el lugar que nos había visto crecer, que era tan sencillo, relajado, anclado en la esencia del surf y la contracultura.

Miré a Oliver y reprimí un suspiro antes de acabarme el trago.

—Voy a irme, no quiero dejarla sola más tiempo —me dijo.

—De acuerdo. —Me reí cuando vi que se tambaleaba al levantarse, y él me enseñó el dedo corazón y dejó un par de billetes encima de la mesa—. Hablamos mañana.

—Hablamos —respondió.

Estuve un rato más por allí con un grupo de amigos. Gavin nos habló de su nueva novia, una turista que había llegado dos meses atrás y, al final, se quedaría por tiempo indefinido. Jake nos describió tres o cuatro veces el diseño de su nueva tabla de surf. Tom se limitó a beber y a escuchar a los demás. Yo dejé de pensar mientras el local se vaciaba al caer la madrugada. Cuando el último se marchó, rodeé la caseta, abrí la puerta de atrás y me colé dentro.

—Recuérdame por qué tengo tanta paciencia.

Madison me sonrió, cerró la persiana y avanzó hacia mí con una sonrisa sensual curvando sus labios. Sus dedos se colaron por el dobladillo de mis vaqueros y tiraron de mí hasta que nuestros labios chocaron entreabiertos.

—Porque te compenso bien… —ronroneó.

—Refréscame un poco la memoria.

Le quité el pequeño top. No llevaba sujetador. Madison se frotó contra mí antes de desabrocharme el botón del pantalón y arrodillarse con lentitud. Cuando su boca me acogió, cerré los ojos, con las manos apoyadas en la pared de enfrente. Hundí los dedos en su pelo, instándola a moverse más rápido, más profundo. Estaba a punto de correrme cuando di un paso hacia atrás. Me puse un preservativo. Y luego me hundí en ella contra la pared, embistiéndola con fuerza, agitándome cada vez que la oía gemir mi nombre, sintiendo aquel momento; el placer, el sexo, la necesidad. Solo eso. Tan perfecto.

FEBRERO

      

(VERANO)

6

      

LEAH

Mantuve la mirada en mis manos entrelazadas mientras el vehículo avanzaba por el camino sin asfaltar y el sol del atardecer teñía el cielo de naranja. No quería verlo, no quería el color, nada que arrastrase recuerdos y sueños que había dejado atrás.

—No se lo pongas difícil a Axel, nos está haciendo un gran favor, eres consciente de eso, ¿verdad, Leah? Y come. Intenta estar bien, ¿vale? Dime que lo estás haciendo.

—Lo estoy intentando —respondí.

Siguió hablando hasta que frenó delante de una propiedad rodeada por palmeras y arbustos salvajes que crecían a su antojo. Apenas había estado un par de veces en casa de Axel y todo me pareció diferente. Yo era diferente. Durante el último año, había sido él quien se dejaba caer por nuestro apartamento de vez en cuando para pasar un rato. Cerré los ojos cuando un pensamiento me azotó de repente, ese que me gritaba que, si esto hubiese ocurrido antes, el mero hecho de compartir el mismo techo que él me habría provocado un cosquilleo en el estómago y un nudo en la garganta. Y en ese momento, en cambio, no sentía nada. Eso era lo que había ocurrido tras el accidente: el rastro que había dejado en mí, un vacío inmenso y desolador sobre el que era imposible construir algo, porque no existía ningún suelo donde poder hacerlo. Sencillamente, ya no «sentía». Tampoco quería volver a hacerlo. Era mejor vivir así, aletargada, que con dolor. A veces había picos, alguna subida inesperada, como si algo intentase abrirse paso dentro de mí, pero lograba controlarlo, terminaba por hacerlo. Era como tener delante una masa de pizza llena de imperfecciones y de protuberancias justo antes de decidirme a pasar el rodillo con fuerza hasta dejarla plana.

—¿Estás preparada? —mi hermano me miró.

—Supongo que sí —me encogí de hombros.

7

      

AXEL

Tenía ganas de ir atrás en el tiempo tan solo para decirle a mi yo del pasado que era un gilipollas por pensar que «no sería tan complicado». Fue jodidamente complicado desde el primer minuto, cuando Leah puso un pie en mi casa y miró a su alrededor sin mucho interés. Tampoco había demasiado que ver: las paredes estaban desnudas y sin ningún cuadro a la vista, el suelo era de madera, al igual que casi todos los muebles, de diferentes colores y estilos, el salón estaba separado de la cocina por una barra y, según mi madre, la decoración era típica de un local de copas con aire isleño.

En cuanto Oliver se marchó con el tiempo justo para llegar al aeropuerto, empecé a sentirme incómodo. Ella no pareció percatarse mientras se mantenía callada y me seguía para que le enseñase la habitación de invitados.

—Aquí está. Puedes redecorarla o… —Cerré la boca antes de añadir: «O lo que sea que hagan las chicas de tu edad», porque ella ya no era una de esas jóvenes risueñas que recorrían Byron Bay con sus tablas de surf a cuestas y sus vestidos veraniegos. Leah se había alejado de todo aquello como si de algún modo el recuerdo la conectase con el pasado—. ¿Necesitas algo?

Me miró con sus inmensos ojos azules y negó con la cabeza antes de dejar la maleta sobre la cama pequeña y abrir la cremallera con la intención de empezar a sacar y colocar sus cosas.

—Para cualquier cosa, estaré en la terraza.

La dejé a solas y respiré hondo.

No iba a ser fácil, no. Dentro de mi caos, tenía una rutina muy marcada. Me levantaba antes del amanecer, tomaba una taza de café y salía a surfear o a darme un baño si no había olas; después me preparaba el almuerzo y me sentaba delante del escritorio para organizar el trabajo pendiente. Solía adelantar algo, un poco de aquí y otro tanto de allá, nunca lo hacía de una forma demasiado organizada a no ser que tuviese un plazo de entrega muy ajustado. Más tarde, llegaba la segunda y la última taza de café del día, normalmente mientras observaba el paisaje a través de la ventana. Aunque no se me daba mal cocinar, rara vez encendía el fuego para hacer algo, más por pereza que por otra cosa. Por la tarde todo seguía casi igual: más trabajo, más surf, más horas de silencio sentado en la terraza conmigo mismo, más paz. Después la hora del té, el cigarro de la noche y un rato de lectura o de música antes de irme a la cama.

Así que, el primer día que Leah llegó a casa decidí seguir mi rutina. Pasé la tarde trabajando en uno de los últimos encargos, concentrado en construir una imagen a base de líneas, en redondear, perfilar y detallar hasta lograr el resultado perfecto.

Cuando dejé el bolígrafo y me levanté, me di cuenta de que ella todavía no había salido de la habitación. La puerta seguía tal y como la había dejado yo, entornada. Me acerqué, golpeé con los nudillos y la abrí despacio.

Leah estaba escuchando música tumbada en la cama con el cabello rubio despeinado sobre la almohada. Apartó la mirada del techo y se quitó los auriculares mientras se incorporaba.

—Perdona, no te había oído.

—¿Qué escuchabas?

Pareció dudar, incómoda.

—Los Beatles.

Hubo un silencio tenso.

Me atrevería a decir que todo el mundo que conocía a los Jones sabía que su grupo de música preferido eran los Beatles. Yo recordaba veladas enteras en su casa bailando sus canciones y cantando a voz de grito. Cuando años más tarde empecé a hacerle compañía a Douglas Jones mientras pintaba en su estudio o en el jardín trasero, le pregunté por qué siempre trabajaba con música y él me contestó que era su inspiración; que nada nacía de uno mismo, ni siquiera la idea base, pero sí el cómo plasmarla. Me explicó que las notas le marcaban el camino y las voces le gritaban cada trazo. Por aquel entonces, yo solía imitar cada cosa que Douglas hacía, admirado por sus pinturas y por su facilidad para sonreír a todas horas, así que decidí seguir sus pasos e intenté buscar mi propia inspiración, una que me traspasase la piel, pero jamás la encontré y, quizá por eso, a medio camino, terminé tomando un desvío inesperado que me llevó a hacerme ilustrador.

—¿Te apetece pillar alguna ola? —pregunté.

—¿Surfear? —Leah me miró tensa—. No.

—De acuerdo. No tardaré en volver.

Recorrí intranquilo los pocos metros que separaban mi casa del océano, fijándome en la bicicleta de color naranja que descansaba apoyada en la barandilla de madera de la terraza. Oliver la había dejado ahí tras descargarla del coche; era tan solo un objeto, pero un objeto que denotaba cambios que todavía no había asimilado.

Esperé, esperé y esperé hasta que llegó la ola perfecta. Entonces arqueé la espalda, coloqué bien los pies y me alcé; bajé por la pared de la ola y, una vez cogí impulso, giré para alejarme de la parte que se iba rompiendo antes de terminar en el agua.

Cuando regresé, la puerta de la habitación de invitados estaba cerrada. No llamé. Me di una ducha y luego fui a la cocina para hacer algo de cenar. Había ido a comprar el día anterior, algo que no solía hacer con frecuencia; al menos, no así, no una compra grande, pero había intentado tener algo de variedad en la nevera; solo sabía que a Leah le gustaban las piruletas de fresa, porque de niña siempre solía llevar una en la boca y, cuando se la terminaba, se pasaba horas mordisqueando el palito de plástico. Y también el pastel de queso que mi madre preparaba, aunque eso no era ninguna sorpresa, porque todo el mundo sabía que era el mejor del mundo.

Mientras cortaba en tiras algunas verduras variadas, me di cuenta de que ya no conocía a Leah tan bien como creía. Quizá nunca lo había hecho del todo. No a fondo. Ella había nacido cuando Oliver y yo teníamos diez años y nadie esperaba ya otra incorporación a la familia. Aún recuerdo perfectamente el primer día que la vi: tenía los mofletes redondos y rosados, unos dedos diminutos que se aferraban a cualquier cosa que encontrase cerca y el pelo tan rubio que parecía calva. Rose estuvo un buen rato explicándonos que, a partir de entonces, teníamos que cuidarla y portarnos bien con la pequeña. Pero Leah se pasaba el día llorando o durmiendo, y nosotros estábamos más interesados en pasar las tardes en la playa, cazando bichos o jugando.

Cuando nos marchamos a Brisbane a estudiar en la universidad, ella acababa de cumplir ocho años. Cuando regresamos, tras pasar una temporada allí haciendo prácticas y trabajando, Leah tenía casi quince años y, a pesar de que veníamos a menudo, tuve la sensación de que había crecido de golpe, como si una noche se hubiese acostado siendo una niña y a la mañana siguiente se hubiese convertido en una mujer. Era alta y delgada, casi sin curvas, como una espiga. Había empezado a pintar durante mi ausencia, siguiendo los pasos de su padre, y un día cualquiera, cuando crucé el jardín y me paré delante del cuadro que estaba sobre el caballete, no pude evitar fijarme en las líneas delicadas, en los trazos que parecían vibrar llenos de color. Se me erizó la piel. Supe que esa pintura no podía ser de Douglas, porque tenía algo diferente, algo… que no podía explicar.

Ella apareció por la puerta trasera de la casa.

—¿Esto lo has hecho tú? —señalé el cuadro.

—Sí. —Me miró con cautela—. Es malo.

—Es perfecto. Es… distinto.

Ladeé la cabeza para mirarlo desde otro ángulo, absorbiendo los detalles, la vida que se palpaba, la confusión. Había pintado el paisaje que se alzaba enfrente: las ramas curvas de los árboles, las hojas ovaladas y los troncos gruesos, pero no era una imagen real; era una distorsión, como si hubiese cogido todos los elementos para agitarlos en una batidora dentro de su cabeza y después volver a soltarlos interpretándolos de otra manera.

Leah se sonrojó y se colocó delante del cuadro con los brazos cruzados. Su rostro angelical y dulce se frunció cuando me dirigió una dura mirada de reproche.

—Te estás quedando conmigo.

—No, joder, ¿por qué piensas eso?

—Porque mi padre me pidió que pintara eso —señaló los árboles—, y yo he hecho esto, que no se parece en nada. Empecé bien, pero luego…, luego…

—Luego hiciste tu propia versión.

—¿De verdad lo crees?

Asentí antes de sonreírle.

—Sigue haciéndolo igual.

Durante los siguientes meses, cada vez que iba de visita a casa de mis padres o de los Jones, pasaba un rato con ella echándoles un vistazo a sus últimos trabajos. Leah era…, era ella misma, no había nada parecido, no tenía influencias, sus trazos eran tan suyos que yo podría haberlos reconocido en cualquier lugar. Era luz y había algo que me mantenía a su alrededor, como si sus pinturas me atasen a seguir mirándolas, descubriéndolas…

8

      

LEAH

Me levanté de la cama con un suspiro cuando Axel llamó y me dijo que la cena estaba lista. Había preparado unos tacos de verduras que esperaban humeantes encima de la mesa auxiliar, que era una tabla de surf con cuatro patas de madera delante del sofá. Aparte de su escritorio lleno de trastos, era la única mesa que había en su casa sin contar el baúl antiguo sobre el que tenía el tocadiscos. Todo aquel lugar en sí era muy él, con esos muebles que combinaban a pesar de ser tan diferentes, el orden dentro del desorden, el reflejo de su paz interior en las pequeñas cosas.

Lo envidiaba. Esa manera que tenía de vivir, tan despreocupado y relajado, siempre mirando hacia delante sin pararse a ver qué dejaba atrás, siempre centrado «en el ahora».

Me senté en un extremo del sofá y comí en silencio.

—Así que mañana irás al instituto en bici.

Asentí.

—¿Prefieres que te acerque en coche?

Negué.

—Está bien, como quieras. —Axel suspiró—. ¿Te apetece té?

Levanté despacio la cabeza hacia él.

—¿Té? ¿Ahora?

—Siempre lo tomo de noche.

—Lleva teína —susurré.

—Yo no noto nada.

Axel se llevó los platos a la cocina. Lo miré por encima del hombro mientras se alejaba. Su cabello era rubio oscuro, como el trigo maduro o la arena de la playa al atardecer. Aparté los ojos de él de golpe, confundida, alejando los colores a un lado, enterrándolos.

Axel me llamó unos minutos después, con el vaso de té en la mano y un paquete de tabaco en la otra.

—¿Vienes a la terraza? —propuso.

—No, me voy ya a la cama. Buenas noches.

—Buenas noches, Leah. Descansa.

Me metí bajo las sábanas a pesar de que no hacía frío y escondí la cabeza debajo de la almohada. Oscuridad. Solo oscuridad. En casa de Axel no se oía ningún coche pasar por la calle de vez en cuando ni voces lejanas, solo silencio y mis propios pensamientos, que parecían gritar y agitarse, contenidos. Cuando noté la ansiedad que empezaba a oprimirme el pecho y la respiración más irregular, cerré los ojos con mucha fuerza y me aferré a las sábanas, deseando que todo desapareciese. Todo.

A la mañana siguiente, lo encontré en la cocina.

Solo llevaba puesto un bañador rojo aún mojado y estaba preparándose una tostada. Me sonrió. Y lo odié un poco por eso, por sonreírme así, con esa curva perfecta, con ese brillo en los ojos. Evité mirarlo y abrí la nevera buscando la leche.

—¿Has dormido bien? —preguntó.

—Sí —mentí. Había vuelto a tener pesadillas.

—¿Seguro que no quieres que te acerque?

—Seguro. Pero gracias.

Me alejé de allí, de él, un rato después, pedaleando sin parar hasta llegar al instituto y dejar la bicicleta atada a la valla pintada de azul. El edificio de madera era pequeño, con una terraza alrededor. Bajé la mirada al traspasar el umbral y no hablé con nadie. Tiempo atrás, había sido uno de mis momentos preferidos del día: llegar a clase, encontrarme con mis amigas, contarnos los últimos cotilleos y encaminarnos juntas al aula. Pero ya no podía hacer eso. Lo había intentado, de verdad que sí, pero había una barrera entre ellas y yo, algo que antes no estaba.

Deseé que ella no hubiese empezado a trabajar allí cuando pasé cerca de Blair con la cabeza gacha, dejando que el pelo me cubriese un lado del rostro; creo que por eso lo llevaba tan largo, porque intentaba pasar desapercibida, esconder la expresión que sabía que todos podían leer en mis ojos. Si me hubiesen ofrecido un superpoder, habría elegido el de la invisibilidad. Así podría haber escapado de las miradas de lástima iniciales y de las que vinieron después, esas que parecían gritar que era rara, que no me entendían, que no estaba esforzándome lo suficiente para salir de nuevo a la superficie y respirar…

Estuve toda la mañana sentada en mi escritorio, trazando espirales en una esquina del libro de Matemáticas, concentrándome en cómo las líneas se curvaban y en el movimiento suave del bolígrafo negro. Cuando terminó la clase, me di cuenta de que apenas había escuchado nada de lo que había dicho la profesora. Estaba guardándome los libros en la mochila cuando Blair entró en el aula con timidez y vino hacia mí. Casi todos los demás compañeros habían salido ya. La miré cohibida, deseando escapar.

—¿Podemos hablar un momento?

—Yo… tengo que irme…

—Solo serán unos minutos.

—De acuerdo.

Blair tomó aire.

—Me he enterado de que tu hermano va a tener que pasar un tiempo en Sídney y quería que supieses que, si necesitas algo, cualquier cosa, sigues teniéndome aquí. De hecho, nunca me fui, en realidad.

El corazón me latía más deprisa.

Yo deseaba aquello, que todo volviese a ser como antes, pero no podía. Cada vez que cerraba los ojos veía el coche dando vueltas y vueltas, un surco verde borroso que significaba que nos habíamos salido de la carretera, una canción que cesó abruptamente, un grito congelado. Y después…, después ellos estaban muertos. Mis padres. No podía olvidarlo, no podía alejarme de la escena más allá de unas horas, como si hubiese ocurrido la víspera y no hacía casi un año. No podía caminar al lado de Blair y sonreír cada vez que nos cruzásemos con un grupo de turistas surfistas o hablar de todo lo que haríamos en el futuro, porque lo único que quería hacer era… nada, y lo único en lo que podía pensar era… en ellos, y nadie podía entenderme. Al menos, a esa conclusión había llegado tras varias sesiones con el psicólogo al que me llevó Oliver.

—No tiene por qué ser igual, Leah.

—No podría serlo —logré decir.

—Pero sí diferente, nuevo. ¿No era eso lo que hacías tú antes, cuando pintabas? Coger algo que ya existía e interpretarlo de otra manera. —Tragó saliva nerviosa—. ¿No podrías hacer eso con nuestra amistad? No hará falta que hablemos de nada que tú no quieras.

Asentí antes de que terminase, dejando una pequeña rendija abierta entre nosotras. Blair sonrió y después salimos juntas del instituto. Se despidió con la mano mientras yo subía en mi bicicleta naranja y empezaba a pedalear en sentido contrario.

9

      

AXEL

La puerta de su habitación seguía cerrada.

Llevaba en mi casa casi tres semanas y cada día, cuando llegaba del instituto, comía en silencio lo que le hubiese preparado, sin protestar ni poner objeciones, y después se encerraba entre esas cuatro paredes. Las pocas veces que entré, estaba escuchando música con los auriculares o dibujando con un bolígrafo de punta fina; nada interesante, solo figuras geométricas, repeticiones, borrones sin sentido.

Probablemente, la frase más larga que me dirigió fue durante la primera noche, cuando me dijo que el té llevaba teína. Después, nada. De no haber sido porque había un cepillo de dientes más en mi cuarto de baño y estaba aficionándome a eso de ir a hacer la compra de vez en cuando, apenas habría notado su presencia. Leah solo salía para comer, cenar y acudir a clase.

Como era de esperar, mi madre había venido un par de veces a traer fiambreras, a pesar de que me había dejado caer varios días por la cafetería para dar parte de que todo iba bien, comer tarta sin pagar y pasar un rato con Justin, que, si en algún momento mis padres dejaban de ser adictos al trabajo, tomaría el relevo del negocio.

—¿Cómo van las cosas? —me preguntó.

—Supongo que van. O no, qué coño.

—Es una situación complicada. Ten paciencia. No hagas de las tuyas.

—¿De las mías?

—Sí, ya sabes, alguna mierda que se te cruce por la cabeza y que no tenga mucho sentido.

Me reí y me bebí el café de un trago. Nunca había sido amigo de Justin, no éramos ese tipo de hermanos que salen juntos por ahí y terminan emborrachándose o pasando el rato. No teníamos nada en común y, probablemente, si la sangre no nos hubiese unido de por vida, habríamos sido dos desconocidos que jamás se habrían dirigido más de un par de palabras. Justin era serio y un poco estirado, responsable y sensato, supongo. De pequeño, solía tener la sensación de que él se había quedado un poco rezagado en la vida que teníamos en Melbourne, como si lo hubiesen arrancado de allí de cuajo para dejarlo en un lugar que no comprendía bien. Conmigo había sucedido al revés. Ese trozo de costa era mi sitio, casi creado para mí al milímetro; la libertad, el poder caminar descalzo a todas horas, el surf y el mar, la vida relajada y el ambiente bohemio. Todo.

Caminé por las calles de Byron Bay tras despedirme de mi hermano y compré algunas frutas ecológicas. Después, mientras me dirigía hacia casa, llamé a Oliver. Habíamos hablado el día anterior, pero él tuvo que colgar enseguida, después de un par de frases, cuando lo avisaron de que llegaba tarde a una reunión.

—¿Cómo va eso? —me preguntó.

—Tengo algunas dudas nuevas.

—Soy todo oídos —contestó.

—Leah se pasa el día encerrada en la habitación.

—Ya te lo dije. Necesita su espacio.

—¿Puedo quitarle ese espacio?

Hubo un silencio al otro lado de la línea.

—¿Qué intentas decirme, Axel?

—¿Nunca le has pedido que deje de encerrarse y punto?

—No, no funciona así, el psicólogo dijo…

—¿Tengo que seguir esas normas? —insistí.

—Sí —pidió—. Es cuestión de tiempo. Lo ha pasado mal.

Reprimí el impulso de llevarle la contraria y me mordí la lengua. Después me habló del trabajo que estaba haciendo allí, de la organización que había llevado a cabo durante esas tres semanas. Quizá, con un poco de suerte, podría reducir algunos meses su estancia en Sídney. No quise aferrarme antes de tiempo al alivio que sentí.

Ese día era sábado. Llevaba toda la mañana encerrada y estaba empezando a perder la paciencia, a pesar de que Oliver llegaría el lunes y yo recuperaría la normalidad durante siete días. No es que no la entendiese, claro que comprendía su dolor, pero eso no cambiaba las cosas, el presente. Según el psicólogo al que Oliver la había llevado durante unas cuantas sesiones, no estaba avanzando correctamente a través de las fases de duelo. En teoría, seguía anclada en la primera, la negación, aunque yo no estaba del todo de acuerdo con eso. Quizá fue lo que me hizo llamar a su puerta.

Leah levantó la cabeza y se quitó los auriculares.

—Hay buenas olas, coge tu tabla.

Ella parpadeó confundida. Ahí fue cuando me percaté de que las propuestas que le hacían estaban formuladas como una pregunta. Propuestas que Leah siempre se encargaba de rechazar. En mi caso no se trató de algo cuestionable.

—No me apetece, pero gracias.

—No me las des. Mueve el culo.

Me miró alarmada. Vi su pecho subiendo y bajando al ritmo de su respiración acelerada, como si no hubiese esperado un ataque así, repentino, después de tantos días de calma. Yo tampoco lo había planeado, y le había prometido a mi mejor amigo que no haría algo semejante, pero me fiaba de mi instinto. Y había sido instintiva la necesidad de sacarla de esa habitación, las ganas de arrastrarla y alejarla de ese lugar. Leah se sentó recta, tensa.

—No quiero ir, Axel.

—Te espero fuera.

Me tumbé en la hamaca que tenía colgada de dos vigas de la terraza, esa en la que leía por las noches o cerraba los ojos mientras escuchaba música. Esperé. Diez minutos. Quince. Veinte. Veinticinco. Apareció al cabo de media hora, con la nariz arrugada de disgusto, el pelo recogido en una coleta y cara de no entender la situación.

—¿Por qué quieres que vaya?

—¿Por qué quieres quedarte?

—No lo sé —contestó en voz baja.

—Yo tampoco. En marcha.

Leah me siguió en silencio y atravesamos la corta distancia hasta la playa. La arena blanca nos recibió caliente bajo el sol del mediodía y ella se quitó el vestido quedándose en bikini. No supe por qué, pero aparté la mirada con brusquedad y la fijé en la tabla antes de tendérsela.

—Es muy corta —se quejó.

—Como tiene que ser. Más agilidad.

—Menos velocidad —replicó.

Le sonreí, no por la respuesta, sino porque por primera vez en aquellas tres interminables semanas estábamos manteniendo algún tipo de conversación. Me dirigí hacia el agua y ella me acompañó sin rechistar.

A pesar de que la ciudad era la meca de muchos surfistas, las olas no solían ser grandes; sin embargo, aquel día se daba un fenómeno conocido como «la famosa ola de Byron Bay». Sucedía cuando se juntaban tres points al subir la marea, creando una larga ola que avanzaba hacia la derecha, comenzando en la punta del cabo y entrando en la bahía con tubos regulares y sincronizados.

Yo jamás perdía una ocasión como esa.

Nos dirigimos hacia una zona más profunda. Una vez allí, permanecimos en silencio, sentados sobre nuestras tablas de surf, esperando el momento perfecto, esperando… Leah reaccionó y me siguió cuando le hice una señal y me moví, oliendo el nacimiento de una ola buena, la energía creciente en el agua en calma.

—Ya viene —le susurré.

Luego nadé mar adentro, apurando el tiempo, y me puse de pie en la tabla antes de deslizarme sobre la ola y bordearla, imprimiendo velocidad para hacer una maniobra. Sabía que Leah me seguía. Podía sentirla a mi espalda, abriéndose paso por la pared de la ola.

Feliz, la miré por encima del hombro.

Y un segundo después, ella ya no estaba.

10

      

LEAH

El agua me golpeó y cerré los ojos.

Después no hubo color y volví a sentirme a salvo de esos recuerdos que a veces intentaban entrar, de la vida que ya no tenía, de las cosas que había deseado y que ya habían dejado de importarme. Porque no era justo que todo siguiese igual, adelante, como si nada hubiese cambiado, cuando todo lo había hecho. Me sentía tan lejos de mi anterior vida, de mí misma, que a veces tenía la sensación de que también había muerto ese día.

Abrí los ojos de golpe.

El agua se arremolinaba a mi alrededor. Me estaba hundiendo. Pero no había dolor. No había nada. Solo el sabor salado del mar en la boca. Solo calma.

Y entonces lo sentí. Sus manos sujetándome contra su cuerpo, su fuerza, su impulso arrastrándonos hacia arriba. Luego el sol nos golpeó tras romper la superficie del agua. Noté una arcada. Tosí. Axel me rozó la mejilla con los dedos, y sus ojos, de un azul tan oscuro que casi parecían negros, revolotearon sobre mi rostro.

—Joder, Leah, cariño, joder, ¿estás bien?

Lo miré agitada. Sintiendo…, sintiendo algo…

No, no estaba bien. No si volvía a sentirlo a él.

11

      

AXEL

Pánico. Perderla de vista así, había sido pánico. Aún tenía el corazón en la garganta cuando volvimos a casa, y no podía dejar de pensar en ella hundiéndose, en el mar enfurecido a su alrededor, en lo frágil que parecía. Quería preguntarle por qué no había intentado salir, pero me daba miedo romper el silencio. O, quizá, lo que de verdad temía era su respuesta.

Me quedé en la cocina mientras ella se daba una ducha, mirando por la ventana, dándole vueltas a la idea de coger el teléfono y llamar a Oliver. Cuando Leah salió y me miró avergonzada e inquieta, tuve que contenerme para no aflojar las riendas.

—¿Cómo te encuentras?

—Bien, solo me he mareado.

—¿Al caer al agua?

Apartó la vista y asintió con la cabeza.

—Estaré en mi habitación —dijo.

—De acuerdo. Pero esta noche quiero hablar contigo.

Leah abrió la boca para protestar, pero se fue a su dormitorio y entornó la puerta. Respiré hondo, intentando recuperar la calma. Descalzo, salí a la terraza trasera, me senté en los escalones de madera agrietada y me encendí un cigarro.

Joder, claro que teníamos que hablar.

Di una última calada antes de entrar en casa. Me acerqué a mi escritorio, removí los papeles sueltos y encontré uno en blanco. Cogí un bolígrafo y garabateé todas las preguntas que me había hecho durante aquellas tres largas semanas. Dejé el papel cerca y fui apuntando alguna más mientras hacía la cena. Preparé una ensalada y llamé a su puerta. Leah no puso objeciones cuando le propuse cenar en la terraza.

El cielo estaba cuajado de estrellas y olía a mar.

Comimos en silencio, casi sin mirarnos. Al terminar, le pregunté si quería té, pero negó con la cabeza, así que fui a la cocina a dejar los platos. Cuando volví, Leah estaba de espaldas, apoyada en la valla con la mirada fija en la oscuridad.

—Siéntate —le pedí.

Suspiró sonoramente antes de volverse hacia mí.

—¿Esto es necesario? Me voy pasado mañana.

—Y volverás una semana después —repliqué.

—No te molestaré. —Me miró suplicante. Parecía un animal asustado—. Yo no quería, fuiste tú el que me obligó a meterme en el agua…

—No tiene nada que ver con eso. Vamos a pasar mucho tiempo juntos durante este año y necesito saber algunas cosas. —Bebí un trago de té y le eché un vistazo al papel lleno de interrogaciones que sostenía en la mano—. Para empezar, ¿no tienes amigos? Ya me entiendes. Gente con la que relacionarte, como hacen las chicas de tu edad.

—¿Estás bromeando?

—No, claro que no.

Leah permaneció en silencio. Yo no tenía prisa, así que me senté en la hamaca y dejé el vaso de té en el borde de la valla de madera para poder encenderme un cigarro.

—Sí que tenía. Tengo. Creo.

—¿Y por qué nunca sales por ahí?

—Porque no quiero hacerlo, ya no.

—¿Hasta cuándo? —insistí.

—¡No lo sé! —Respiró agitada.

—De acuerdo… —Reparé en las arrugas que surcaban su frente, en el movimiento de su garganta al tragar saliva con brusquedad—. Eso resuelve tres de mis dudas. —Revisé el papel—. ¿Cómo te va en el instituto?

—Me va normal, supongo.

—¿Lo supones o lo sabes?

—Lo sé. ¿Por qué te interesa?

—Nunca te veo estudiar.

—Tampoco es asunto tuyo.

Me di unos golpecitos con el dedo sobre el mentón. Y al final la miré. De igual a igual. No como si ella fuera alguien que necesitara que la cuidasen y yo estuviera dispuesto a hacerlo. Vi miedo en sus ojos. Miedo porque ella sabía lo que iba a decirle.

—No quería tener que recordarte esto, pero tu hermano lleva un año matándose a trabajar por ti, para que puedas ir a la universidad, para que sigas adelante…

Cerré la boca ante el primer sollozo.

Me levanté, sintiéndome como la mierda, y la abracé. Su cuerpo se agitó contra el mío y cerré los ojos, aguantando, aguantando a pesar de que dolía, porque no pensaba pedir perdón por lo que había dicho, porque sabía que tenía que ser así.

Leah se apartó limpiándose las mejillas.

Me quedé a su lado, con los brazos sobre la barandilla de madera que cruzaba la terraza y el viento húmedo de la noche agitándose alrededor. Recuperé mis anotaciones.

—Voy a seguir. —La tenía justo en el punto que quería; abierta en canal, temblando. Nada de esa coraza que usaba a todas horas—. ¿Por qué ya no pintas?

Si no hubiese encontrado tantas cosas en sus ojos, podría haber separado lo que veía diseccionando las partes para intentar entenderla, pero no pude.

—No soporto los colores.

—¿Por qué no? —susurré.

—Me recuerdan a «antes» y a él.

Douglas Jones. Siempre lleno de pintura, de colores, de vida. En mi papel quedaban muchas más preguntas: «¿Por qué no puedes aceptar lo que ha ocurrido?», «¿Por qué te estás haciendo esto a ti misma?», «¿Hasta cuándo crees que vas a estar así?». Lo arrugué en la mano y me lo metí en el bolsillo del pantalón.

—¿Ya has acabado? —preguntó insegura.

—Sí. —Me encendí otro cigarro.

—Pensaba que lo habías dejado.

—Y lo he hecho. No fumo. No como el resto de la gente que sí fuma.

Entonces sonrió. Fue una sonrisa tímida y fugaz, todavía entre el rastro salado de las lágrimas, pero durante una milésima de segundo estuvo ahí, iluminando su rostro, tensando sus labios, dibujada para mí.

12

      

LEAH

No recuerdo cuándo me enamoré de Axel, no sé si fue un día concreto o si el sentimiento siempre estuvo ahí, dormido, hasta que crecí y tomé conciencia de lo que era el amor, desear a alguien, anhelar una mirada suya más que cualquier otra cosa en el mundo. O, al menos, eso era lo que pensaba con trece años, cuando él vivía en Brisbane con mi hermano. Si venía de visita, yo pasaba la noche anterior en vela con un cosquilleo en el estómago. Dibujaba su nombre en la agenda del colegio, les hablaba a mis amigas de él y memorizaba cada gesto suyo, como si fuesen valiosos o escondiesen un mensaje. Y tiempo después, cuando Axel regresó y se quedó de nuevo en Byron Bay, empecé a quererlo hasta los huesos. Me bastaba con tenerlo cerca y dejar que ese sentimiento creciese lentamente a pesar de permanecer en silencio, guardado en una cajita cerrada con llave que protegía y alimentaba cuando soñaba despierta.

La primera vez que sus ojos se detuvieron en una pintura mía fue como si el mundo se parase; cada brizna de hierba, cada aleteo lejano. Me quedé sin respiración mirándolo por la ventana, mientras ladeaba la cabeza sin apartar la vista del cuadro. Lo había dejado ahí después de pasarme la mañana pintando el tramo de bosque que crecía detrás de nuestra casa, intentando seguir en vano las instrucciones de mi padre.

Cuando logré que me respondiesen las piernas, salí.

—¿Esto lo has hecho tú? —me preguntó.

—Sí. —Lo miré con cautela—. Es malo.

—Es perfecto. Es… distinto.

Cruzada de brazos, noté que me sonrojaba.

—Te estás quedando conmigo.

—No, joder, ¿por qué piensas eso?

Dudé, sin apartar mis ojos de los suyos.

—Porque mi padre me pidió que pintara eso —señalé los árboles—, y yo he hecho esto, que no se parece en nada. Empecé bien, pero luego… luego…

—Luego hiciste tu propia versión.

—¿De verdad lo crees?

Asintió antes de sonreírme.

—Sigue haciéndolo igual.

Axel alabó ese lienzo lleno de líneas que hasta a mí me costaba comprender, aunque, de algún modo que no podía explicar, encajaban, se amoldaban, tenían sentido. Su cabello rubio oscuro se sacudió con el viento y sentí la necesidad de conseguir la mezcla perfecta que diese como resultado esa tonalidad; una base ocre con una pizca de marrón, algunas sombras en las raíces y el reflejo del sol salpicando las puntas más rubias que se curvaban con suavidad. Luego me centraría en su piel, con ese dorado por el bronceado que disimulaba las pocas pecas que tenía en la nariz, y los ojos entrecerrados, la sonrisa canalla, astuta y, al mismo tiempo, también despreocupada, dentro de su desorden, de él mismo…

13

      

AXEL

Pensé que sentiría un alivio acojonante el día que Oliver regresase para pasar la última semana del mes con su hermana, pero apenas noté la diferencia. Así de etéreo y poco perceptible fue el paso de Leah por mi casa.

Durante los siguientes días mantuve la costumbre de cocinar. No sé por qué, pero empezó a resultarme relajante. Mi vida volvió a ser como siempre: despertarme al amanecer, café, playa, almuerzo, trabajo, segundo café y la tarde más tranquila. Volví a caminar desnudo por la casa, a dejar la puerta del baño abierta cuando me duchaba, a poner la música a todo volumen al anochecer o a masturbarme en el salón. La diferencia era una cuestión de intimidad, de querer hacer todo lo que no podía en su presencia, no tanto porque me apeteciese, sino por la necesidad de marcar mi territorio.

El viernes había conseguido terminar dos encargos importantes, así que decidí pasar la tarde entre las olas; buscándolas, deslizándome por ellas, hasta que comencé a sentir los músculos entumecidos por el esfuerzo. Todavía era de día cuando volví a casa y me encontré a mi hermano sentado en el sofá y a mis sobrinos de seis años corriendo por el salón. Alcé una ceja mientras dejaba un rastro de agua a mi paso (¿quién quiere fregar cuando el agua se seca sola?, solo hay que tener paciencia). Justin se acercó a la zona de la cocina.

—¿Cómo se te ocurre entrar sin avisar?

—Me diste una llave —me recordó.

—Sí, para casos de emergencia.

—Este lo es. Además, si alguna vez cogieses el dichoso teléfono y no lo dejases por ahí apagado durante días, no habría tenido que venir hasta aquí. Necesito tu ayuda.

Cogí una cerveza de la nevera y le tendí otra a él, pero la rechazó.

—Habla —dije tras el primer trago.

—Hoy es nuestro aniversario.

—¿Y eso me importa porque…?

—Se me ha olvidado. Se me ha ido de la cabeza. Emily llevaba todo el día cabreada, ya sabes, cerrando y abriendo las puertas, lanzándome miradas que no entendía y ese tipo de cosas. Hasta que he caído en qué día era y, recórcholis, ahora…

—No vuelvas a decir «recórcholis» bajo este techo.

—Es por los críos. Son esponjas, te lo juro.

—Ve al grano, Justin.

—Quédatelos. Solo esta noche.

Cerré los ojos y suspiré. ¿En qué momento mi casa se había convertido en un albergue familiar? No es que no los quisiese, amaba a mis sobrinos, adoraba a Leah, pero no tanto las responsabilidades que suponían. Yo siempre había sido muy mío, y me gustaba estar solo. Se me daba bien. No era una de esas personas que sienten la necesidad de relacionarse, podía pasar semanas sin cruzarme con nadie y no era algo que echase en falta. Pero de repente parecía destinado a experimentar los efectos de la convivencia. Solo me había quedado una vez cuidando a los gemelos, lo que me llevó al siguiente punto:

—¿Por qué no los dejas con los papás?

—Hoy es el concurso de tartas.

Me imaginé a mi madre en el mercadillo lleno de comida, música y ambiente que montaban casi a las afueras, seguramente criticando los postres de los demás competidores y dispuesta a hacer llorar a la mitad de los asistentes a base de miradas punzantes solo para conseguir ganar. Byron Bay era famosa por sus muchas cafeterías, y cada una de ellas hacía sus propias tartas caseras, aunque, sin lugar a duda, la de mi familia era la mejor.

—Está bien, lo haré —cedí y lo miré divertido—. Pero espero que el polvo de reconciliación valga la pena.

Justin me dio un puñetazo en el hombro.

—No va a haber reconciliación.

—O sea, que te va a follar a lo salvaje en pleno enfado, nunca dejas de sorprenderme.

—Cállate. Emily no sabe que se me ha olvidado y nunca lo sabrá. He reservado una habitación en Ballina; le diré que era una sorpresa y que por eso llevaba todo el día sin decirle nada. —Me reí y él me fulminó con la mirada—. En cuanto a los niños, he metido en la mochila todo lo que pueden necesitar y una muda de ropa. Vendremos a recogerlos mañana por la mañana. Intenta comportarte como una persona normal. Tampoco les dejes quedarse despiertos hasta las tantas. Recuerda encender el móvil.

—Me está entrando dolor de cabeza.

—Y gracias por esto, Axel, te debo una.

Mi hermano se marchó después de despedirse de sus hijos con un abrazo y varios besos como si estuviese a punto de irse a la guerra y temiese no volver a verlos nunca más. Cuando cerró la puerta, hice una mueca y ellos se echaron a reír.

—Vale, chicos, ¿qué os apetece hacer?

Connor y Max me dedicaron dos sonrisas melladas.

—¡Comer golosinas!

—¡Pintar contigo!

—¡Subir a la hamaca!

—Será mejor que hagamos una lista. —Fui a mi escritorio, cogí un papel y empecé a apuntar cada una de las tonterías que mis sobrinos soltaban. Tonterías que, por supuesto, en su mayoría me parecieron ideas cojonudas. Esa era la mejor parte de ser tío; cada vez que los veía, lo único que tenía que hacer era divertirme con ellos.

Al caer la noche, habíamos cenado espaguetis con kétchup (aunque el plato de Connor terminó siendo más bien «kétchup con espaguetis»), había sacado la vieja videoconsola que guardaba encima del armario para jugar con ellos y les había dejado que se columpiasen en la hamaca durante un buen rato. Terminé dándoles permiso para que usasen algunas de mis pinturas y, cuando volví al salón después de lavar los platos de la cena, encontré a Max dibujando un árbol en la pared, justo al lado de la televisión. Me encogí de hombros, pensando que tenía pintura de sobra y que al día siguiente arreglaría el desastre; así que me coloqué a su espalda y le cogí la mano con la que sujetaba el pincel.

—Las líneas más suaves, ¿lo ves?

—Yo también quiero —dijo Connor.

Cuando quise darme cuenta, ya era casi de madrugada, tenía un trozo de pared lleno de dibujos hechos por críos y recordé que no había encendido el móvil. Justin me iba a matar. Había llegado la hora de ir a dormir. Los dos protestaron a la vez.

—¿Y qué pasa con las golosinas?

—Está en la lista —me recordó Max.

—No tengo. Bueno, ahora que lo dices…

Esa semana, al hacer la compra, había cogido un puñado de esas piruletas de fresa con forma de corazón que a Leah le gustaban de cría. Saqué un par del armario y se las di. Encontré el móvil en el cajón de la ropa interior; tenía seis llamadas de Justin, así que le escribí para asegurarle que todo iba bien. También tenía un mensaje de Madison para que nos viésemos el sábado por la noche. Respondí con un simple «sí» y volví al salón.

—Ahora sí, chicos, a la cama.

Esta vez no opusieron resistencia. Los acompañé a la habitación de invitados y los dos se acostaron en la misma cama. Justo antes de apagar la lamparita de noche, reparé en los papeles que Leah había dejado encima de la mesilla. Los cogí y me los llevé a la terraza. Me encendí un cigarro y los miré. Uno a uno. Despacio. Fijándome en las espirales que llenaban la primera hoja; un dibujo mecánico y sin sentimiento, justo como lo que yo me dedicaba a hacer. Pasé un par de ellos más sin mucho interés hasta que uno me llamó poderosamente la atención. Expulsé el humo de golpe y le di la vuelta a la hoja cuando comprendí que, visto en horizontal, esas líneas temblorosas formaban el perfil de un rostro. Estaba dibujado a carboncillo. Las lágrimas negras se deslizaban por las mejillas de la chica que se había quedado congelada para siempre en ese papel, y hubo algo en su expresión que me resultó enternecedor dentro de la tristeza. Deslicé la punta de los dedos por las lágrimas y las emborroné un poco hasta convertirlas en manchas grisáceas. Y después aparté la mano como si quemase, porque yo no pintaba así, para expresar nada íntimo, no funcionaba de esa manera para mí.

14

      

LEAH

Llevaba meses sintiéndome egoísta e inútil, incapaz de avanzar, pero no sabía cómo cambiarlo. Un día, con los ojos hinchados y rojos de tanto llorar, me vi poniéndome un chubasquero para evitar que el dolor pudiese mojarme y, de algún modo, entendí que la felicidad, la risa, el amor y todas las cosas buenas entre las que había vivido siempre tampoco podrían tocarme.

Una vez leí que los sentimientos tienen cierta mutabilidad: es posible que el dolor se transforme en apatía, por ejemplo, y que se manifieste de una manera diferente, a través de otras sensaciones. Yo había provocado eso, había logrado que mis emociones permaneciesen agarrotadas, congeladas, a un nivel que me resultaba soportable de manejar. Y sin embargo…, Axel había agujereado mi chubasquero en menos de tres semanas. Lo había temido desde el principio; tanto, que no quería volver a su casa, a ese sitio tan suyo que hacía que me sintiese acorralada.

Supongo que aún estaba pensando en eso cuando la última noche antes de volver a marcharse Oliver me propuso cenar una pizza y ver una película. Mi primer impulso fue decir «no». El segundo impulso fue salir corriendo para encerrarme en mi habitación. Y el tercero…, el tercero habría sido algo parecido si no hubiera sido porque las palabras de Axel sobre el esfuerzo que estaba haciendo mi hermano por mí se repitieron en mi cabeza. Me tembló la voz cuando pronuncié un «sí» bajito. Oliver sonrió, se inclinó hacia mí y me dio un beso en la frente.

MARZO

      

(OTOÑO)

15

      

AXEL

Leah volvió. Y con ella, la puerta cerrada, el silencio en casa y las miradas esquivas. Pero había algo diferente. Algo más. No se levantaba corriendo en cuanto terminaba de cenar, sino que se quedaba sentada un rato, arrugando distraída la servilleta entre los dedos, o se ofrecía para fregar los platos. A veces, por las tardes, mientras merendaba alguna pieza de fruta apoyada en la encimera, miraba el mar a través de la ventana; ausente, perdida.

Esa primera semana le pregunté tres veces si quería venir conmigo a surfear, pero rechazó la oferta y, después de lo que había ocurrido la última vez, no la forcé. Tampoco dije nada cuando la gata tricolor que venía a visitarme a menudo se pasó por allí y Leah estuvo dispuesta a darle las sobras de la cena. Ni cuando el primer sábado por la noche, tumbado en la hamaca, oí sus pasos a mi espalda. Había puesto el tocadiscos y, no sé por qué, pensé que los acordes de la canción se habían enredado en su pelo y la habían empujado hacia la terraza paso a paso, nota a nota.

—¿Puedo quedarme aquí?

—Claro. ¿Quieres té?

Negó con la cabeza mientras se sentaba en los almohadones sobre el suelo de madera.

—¿Qué tal la semana?

—Como todas. Normal.

Tenía muchas preguntas que hacerle, pero ninguna que ella fuese a querer responder, así que no me molesté en formularlas. Suspiré relajado, contemplando el cielo estrellado, escuchando la música, viviendo solo ese instante, ese presente.

—Axel, ¿tú eres feliz?

—¿Feliz…? Claro. Sí.

—¿Y es fácil? —susurró.

—Debería serlo, ¿no crees?

—Antes pensaba que lo era.

Me incorporé en la hamaca. Leah estaba sentada con las rodillas abrazadas contra el pecho; allí, bajo la oscuridad de la noche, parecía pequeña.

—Hay un error en lo que has dicho. Antes eras feliz precisamente porque no lo pensabas, ¿y quién lo hace cuando tiene el mundo a sus pies? Entonces solo vives, solo sientes.

Había miedo en su mirada.

Pero también vi el anhelo.

—¿Nunca volveré a ser así?

—No lo sé, Leah. ¿Tú quieres?

Tragó saliva y se lamió los labios, nerviosa, antes de tomar una brusca bocanada de aire. Me arrodillé a su lado, la cogí de la mano e intenté que me mirase a los ojos.

—No puedo… respirar…

—Ya lo sé. Despacio. Tranquila… —susurré—. Cariño, estoy aquí, estoy justo a tu lado. Cierra los ojos. Tú solo piensa…, piensa en el mar, Leah, en un mar revuelto que empieza a calmarse, ¿lo estás viendo en tu cabeza? Ya casi no hay olas…

Ni siquiera tenía claro qué estaba diciéndole, pero conseguí que Leah respirase más despacio, más relajada. La acompañé hasta su habitación y algo se agitó dentro de mí cuando en la puerta me dio las buenas noches. Compasión. Impotencia. Yo qué sé.

Esa noche rompí mi rutina. En lugar de leer un poco e irme a la cama, encendí el ordenador y aparté las cosas que tenía sobre el teclado antes de teclear en el buscador «ansiedad». Estuve horas leyendo y tomando notas.

«Síndrome de estrés postraumático: trastorno psiquiátrico que aparece en personas que han vivido un episodio dramático en sus vidas.» Seguí apuntando: «Las personas que lo sufren tienen pesadillas frecuentes rememorando la experiencia. Otros signos característicos son la ansiedad, palpitaciones y secreción elevada de sudor». Y continué, incapaz de irme a dormir: «Sentirse psíquicamente distante, paralizado ante cualquier experiencia emocional normal. Perder el interés por las aficiones y diversiones».

Supe que hay cuatro tipos de estrés postraumático.

En el primero, el paciente revive constantemente el suceso que lo ha desencadenado. El segundo es la hiperexcitación, cuando se sufren signos constantes de peligro o sobresaltos. El tercero se centra en los pensamientos negativos y la culpabilidad. Y el cuarto…, joder, el cuarto era Leah, toda ella. «Se adopta la evasión como maniobra. El paciente muestra y trasmite insensibilidad emocional e indiferencia ante actividades cotidianas; elude lugares o cosas que le hagan recordar los acontecimientos.»

El domingo me desperté al amanecer, como siempre, a pesar de haber dormido tan solo un par de horas. Hacía un día soleado, aunque las temperaturas habían bajado. Preparé café y dejé a Leah durmiendo antes de coger la tabla y caminar hasta la playa. Pero cuando vi los delfines tan cerca de la orilla, regresé sobre mis pasos, porque no podía dejar que se perdiese aquello y que esa mañana no terminase entre las olas a mi lado, no cuando empezaba a entenderla, como ese acertijo que deseas descifrar o esa pieza que necesitas que encaje.

Llamé a la puerta de su habitación, pero no contestó, así que terminé abriéndola sin hacer ruido. Ese fue mi primer error. Cogí aire al verla sobre la cama, de espaldas, vestida tan solo con una camiseta y la ropa interior blanca. Sus piernas desnudas estaban enredadas entre las sábanas. Ella se movió un poco y yo entorné la puerta y salí de casa.

—Joder —mascullé mientras me abrochaba el leash.

Estuve en el agua durante varias horas.

Supongo que por eso ella vino a buscarme.

Todavía mar adentro, la distinguí sentada cerca de la orilla, con las piernas cruzadas y la mirada fija en el horizonte. Salí un poco después, con la tabla bajo el brazo y agotado. Me dejé caer a su lado sin decir nada, estirándome sobre la arena.

—Siento lo de anoche, no quería asustarte.

—Es ansiedad, Leah, no es culpa tuya; cuanto más intentes evitarlo o lo pienses, peor será. Las cosas no siempre son fáciles, pero deberías ir avanzando poco a poco.

—Nadie me cree, pero lo intento.

Yo la creía. Estaba convencido de que luchaba cada día por salir adelante sin ser consciente de que era ella misma la que se frenaba y lo impedía. Lo deseaba. Pero su instinto era más fuerte, y ese instinto le gritaba que el camino para llegar a la meta era demasiado complicado, que era más sencillo quedarse donde estaba, agazapada y protegida, anclada en un lugar que ella misma se había construido.

Al día siguiente, tras verla desaparecer por el sendero de la entrada encima de su bicicleta naranja, monté en la pickup y me dirigí hacia la cafetería familiar para cobrarme el favor que le había hecho a mi hermano y desayunar gratis. Pedí café y un trozo de tarta.

—¿Cómo fue la noche? ¿Un polvo memorable?

—Mi mujer no es «un polvo», Axel. Cierra el pico.

—Vale, tienes razón. Es un polvazo, perdona.

Mi hermano me atravesó con la mirada y yo me reí, porque lo decía en serio. Emily era una tía tan fantástica que todavía no tenía muy claro qué hacía con Justin.

—¿Quién tiene un polvazo? —Mi padre apareció sonriente, como de costumbre. Solía intentar usar la misma jerga coloquial que los surfistas o los hippies que vivían en la zona, pero nunca lo conseguía del todo y mamá le daba una colleja cada vez que lo escuchaba.

—Déjalo, papá. Es Axel. Es idiota.

—Pues tus hijos piensan que soy «el tío más guay».

—Mis hijos tienen seis años —replicó con los ojos en blanco—. Y no te perdono que les dejases pintar en las paredes, ¿en qué estabas pensando? El otro día pusieron el salón perdido y no entendían por qué les reñíamos.

—Yo les dije que podían hacerlo un día. Si ellos se han tomado la libertad de alargar la cosa, no es mi problema. Tengo que irme, hablamos mañana.

—¡Que vaya bien, colega! —gritó mi padre sonriente.

Intenté no reírme mientras me despedía y luego subí al coche y conduje durante un buen rato hasta una ciudad cercana. No es que en Byron Bay no pudiese comprar lo que buscaba, pero había menos variedad y los precios solían ser más caros. Me tomé mi tiempo para elegir cada cosa. Quería que todo fuese nuevo, sin usar, sin marcas ni recuerdos. Aproveché para llevarme algunos materiales de trabajo que necesitaba. Cuando regresé a casa, salí a la terraza y lo dejé todo preparado. Luego metí en la nevera el sushi que había traído y esperé fumándome un cigarro hasta que la vi aparecer pedaleando a lo lejos.

16

      

LEAH

—Así que las cosas están mejor... —Blair me miró.

Asentí sin apartar los ojos del lazo morado que colgaba al final de su trenza; era un color intenso, vivo, como el de la piel de las berenjenas. Inspiré hondo y, luego, hice eso que llevaba tanto tiempo evitando, interesarme por otra persona, romper la capa de indiferencia.

—¿Tú también estás bien? —pregunté.

Blair sonrió antes de contarme cómo había sido su trabajo durante las primeras semanas. Como su madre era profesora del centro, la había recomendado para que pudiese ayudar en el jardín de infancia mientras estudiaba un curso de educación infantil. Ella nunca había querido salir de Byron Bay. Yo, en cambio, había soñado con ir a la universidad, estudiar Bellas Artes y regresar con la cabeza llena de ideas que plasmar. Y cuando me imaginaba haciéndolo, lo veía a él mirando mis pinturas, analizándolas con esa manera que tenía de ladear suavemente la cabeza.

Qué lejos quedaba todo aquello…

—Podríamos quedar algún día para tomar un café. O un refresco, no sé, lo que te apetezca. Ya sabes, ni siquiera hace falta que hablemos mucho.

—De acuerdo —accedí rápido, porque no soportaba ver a Blair así, casi suplicándome pasar un rato conmigo, cuando tendría que estar huyendo en sentido contrario a mí y no molestarse en dirigirme la palabra ni una sola vez más.

Con las palmas de las manos sudorosas a pesar de que el viento era fresco, monté en la bicicleta y pedaleé lo más rápido que pude hacia la casa de Axel, como si con cada impulso intentase dejar atrás el desasosiego. Y lo hice, en algún momento durante el camino me quedé vacía, porque cuando llegué sentí un cosquilleo al verlo apoyado en la valla de madera con un cigarro entre los dedos. Enterré el cosquilleo. Lo enterré muy hondo. En mi mente, arañé el suelo con la punta de los dedos, excavé en la tierra, metí en ese hoyo cualquier atisbo de emoción y volví a cubrirlo.

Con un nudo en la garganta, dejé la bicicleta a un lado y subí los escalones. Había estado tan concentrada en él que no reparé en que allí había algo más, algo nuevo que no estaba en la terraza cuando me había ido esa mañana. Temblé al verlo. Un caballete impoluto y de madera clara con un lienzo en blanco encima.

—¿Qué es esto? —me falló la voz.

—Esto es para ti. ¿Qué me dices?

—No —fue casi una súplica.

—¿No? —Axel me miró sorprendido.

—No puedo… Es imposible…

Axel tragó saliva, como si no hubiese esperado mi reacción. Intenté escapar a mi habitación, pero antes de que lograse entrar en la casa él me cogió de la muñeca y tiró de mí con firmeza. «Mierda.» Sentí sus dedos rodeándome la piel…, su piel…

—He visto los dibujos que haces. Si puedes pintar sobre un papel, ¿por qué no puedes hacerlo aquí? Es lo mismo, Leah. Necesito que lo hagas. Necesito que empieces a avanzar.

Cerré los ojos. Lo odié por decirme aquello.

«Necesito…» ¿Él necesitaba? Me tragué la frustración, todavía temblando.

—He quedado con una amiga para tomar algo.

Axel me soltó de golpe. Sus ojos me taladraron en el silencio del mediodía y me empequeñecí frente a él, sintiéndolo capaz de ver a través de mi chubasquero…

—Así que has quedado. ¿Con quién? ¿Cuándo?

—Con Blair. No hemos concretado un día.

—¿Acaso no es un requisito para quedar?

—Sí, pero lo hablaremos más adelante.

—Claro. El año que viene. O el próximo —se burló.

—Vete a la mierda, Axel.

17

      

AXEL

Oí un portazo cuando Leah desapareció, pero no me moví. Me quedé allí, delante del lienzo en blanco que había comprado esa misma mañana, con el corazón agitado. Y, joder, ¿cuánto tiempo hacía que el corazón no me latía así, tan caótico, tan rápido? Mi vida solía ser como un mar sin olas: tranquila, serena, fácil. Solo había tenido que encajar un golpe de verdad y ese había sido la muerte de los Jones.

Recordaba aquel día como si acabase de ocurrir.

Unas horas antes, Oliver y yo habíamos salido y nos habíamos emborrachado con un grupo de turistas inglesas que nos invitaron a terminar con ellas la fiesta en el hotel. Cuando el teléfono sonó, los dos enfilábamos ya el camino de gravilla hacia la salida riéndonos de anécdotas de la noche anterior. El sol brillaba en lo alto de un cielo despejado y Oliver atendió la llamada todavía con una sonrisa.

Supe que era grave al ver su expresión, como si algo acabase de partirse en su interior. Oliver parpadeó y se sujetó al pilar que tenía delante cuando se le doblaron las rodillas. Murmuró: «Un accidente», y yo le quité el teléfono de las manos. Sentí la voz de mi padre como un golpe seco, duro: «Los Jones han tenido un accidente». Y solo pude pensar en ella.

—¿Y Leah? Papá… —Tragué saliva—. ¿Leah está…?

—Está herida, pero no parece grave.

Colgué y sujeté a Oliver por los hombros mientras él vomitaba en la jardinera de aquel hotel. Mi hermano nos recogió diez minutos más tarde en una calle cercana. Diez minutos que fueron eternos, en los que él perdió el control y yo hice acopio de fuerzas para mantenerlo en pie.

18

      

LEAH

No salí de la habitación durante toda la tarde. Pero sí abrí la mochila, saqué los libros e hice los deberes. Cuando los terminé, me puse los auriculares y dejé que las canciones me llenasen. Era el único nexo con el pasado que me permitía mantener, porque no podía…, no podía prescindir de él. Imposible.

Sonó Hey Jude y luego Yesterday.

Cuando llegó Here comes the sun, la pasé.

Volví a Yesterday, a Let it be, a Come together.

Por primera vez en mucho tiempo, las horas dentro de esas cuatro paredes en las que me había sentido tan segura se me hicieron interminables. Salí casi al anochecer para ir al servicio y Axel no estaba en casa, así que me acerqué a la cocina para coger algo de comida, evitando mirar hacia la puerta de la terraza trasera, porque seguía siendo dolorosamente consciente de lo que había allí. Abrí un par de armarios antes de encontrar una caja de galletas Tim Tam y encogí los dedos cuando vi la bolsa que había al lado; estaba llena de piruletas de fresa con forma de corazón. Estaba a punto de sacar una cuando Axel entró en casa; mojado aún, dejó la tabla en el umbral y me miró con cautela.

—Lamento lo de antes. Lo lamento mucho —dije.

—Olvídalo. ¿Qué te apetece cenar?

—No quiero olvidarlo, Axel, es que no puedo. Siento que me ahogo cada vez que hago algo normal, algo de lo que hacía entonces, porque es como si eso significase que la vida sigue su curso y yo no entiendo cómo es posible que sea así, cuando una parte de mí sigue dentro de ese coche, con ellos, incapaz de salir de allí.

Axel se pasó una mano por el pelo húmedo suspirando. Y entonces…, entonces dijo algo que me rompió. Crac.

—Te echo de menos, Leah.

—¿Qué? —susurré.

Apoyó un brazo en la barra de la cocina que nos separaba.

—Echo de menos a la chica que eras antes. Ya sabes, verte pintar, bromear contigo, esa sonrisa que tenías… Y no sé cómo, pero voy a conseguir sacarte de ahí, de donde quiera que estés, y traerte de vuelta.

No dijo nada más antes de meterse en la ducha, pero esas palabras fueron suficientes para conseguir que sufriese una leve taquicardia. Me quedé quieta, con la mirada fija en la ventana y una mano sobre el pecho, temerosa de que cualquier movimiento pudiese generar un terremoto y el suelo empezase a temblar bajo mis pies. No ocurrió. La calma fue casi peor. La ausencia de ruido o caos. Solo eso, calma. De la que anuncia que la tormenta está cerca, o es una señal de que estás en el ojo del huracán.

19

      

AXEL

Cuando hablé con Oliver por la noche, no le conté lo que había pasado esa tarde. Al colgar, me di cuenta de que apenas le estaba diciendo nada de lo que ocurría bajo ese techo en el que vivíamos, como si se hubiese convertido en un lugar cerrado, aislado, en el que las cosas solo tuviesen la importancia que nosotros queríamos darles. Y, pese a todo, Leah y yo nos entendíamos bien; podíamos enfadarnos y después cenar como dos personas civilizadas. O pasar días sin dirigirnos más que unas cuantas palabras y sin que resultase raro; de algún modo, nos acoplábamos, incluso a pesar de la tristeza que a ella la carcomía y de la desesperación que yo empezaba a sentir, porque si tenía un defecto en este mundo era la impaciencia.

Nunca había sido muy dado a esperar.

Recuerdo que, cuando era pequeño, deseaba comprarme un coche teledirigido y estuve insistiéndoles a mis padres durante días. Mi hermano se había empeñado meses atrás en un juego de mesa de lo más aburrido que a mí me hacía poner los ojos en blanco solo al oír su nombre. Así que, siguiendo mi lógica infantil, una tarde cogí la hucha de mi hermano, saqué todo el dinero y volví a dejarla en su lugar sin que se diese cuenta. Mis padres me compraron el coche pensando que eran ahorros míos y lo disfruté jugando con Oliver por todos los caminos que había detrás de nuestras casas, poniendo trampas con piedras, troncos y hojas para ver si podía escalarlas. Durante muchas semanas, fui recogiendo el dinero que me ganaba portándome bien o haciendo las tareas de la casa y devolviéndolo a la hucha de Justin poco a poco. Cuando él se decidió a comprarse su capricho, yo le había vendido el coche, ya medio destrozado, a un chico de mi colegio y no faltaba ni un céntimo del dinero que había cogido.

Y la moraleja de toda la historia es algo así como «¿Por qué esperar a conseguir algo mañana cuando puedes tenerlo hoy?».

En esos momentos la impaciencia me estaba matando.

Por Leah. Porque necesitaba verla sonreír.

Al día siguiente, cuando se levantó, me fijé en sus ojeras.

—¿Una mala noche?

—Algo así.

—Quédate aquí. Descansa.

—¿Me das permiso para no ir a clase?

—No. Eres mayor para saber si debes ir a clase. Pero si te interesa mi opinión, creo que hoy vas a perder el tiempo mirando la pizarra y sin enterarte de nada, porque parece que estés a punto de caerte al suelo. A veces es mejor recuperar fuerzas para coger impulso.

Leah volvió a acostarse. Yo estuve poco rato entre las olas antes de regresar a casa y prepararme un sándwich. Me senté delante de mi escritorio para intentar recuperar el trabajo que no había hecho el día anterior por ir a por ese caballete que ya estaba cogiendo polvo en la terraza trasera de mi casa. Anoté en un papel los plazos de entrega más próximos y lo clavé encima del calendario. Después adelanté algunos encargos hasta que Leah volvió a salir de su habitación casi a media mañana.

—¿Has conseguido dormir?

—Sí, un poco. ¿Queda leche?

—No lo sé, tengo que ir a comprar.

—Quizá…, quizá podría acompañarte.

—Claro, me vendrá bien un poco de ayuda.

Eso y conseguir sacarla de allí, que le diese el aire al menos. Volví a concentrarme en el encargo más urgente mientras ella desayunaba sentada delante de la barra. Cuando terminó, para mi sorpresa, rodeó el escritorio y se inclinó sobre mi hombro para ver qué estaba haciendo.

—¿Qué es? —preguntó frunciendo el ceño.

—La duda ofende, son las orejas de un canguro.

—Los canguros no tienen las orejas tan largas.

Asimilé que nuestra primera conversación trivial iba a girar en torno al tamaño de las orejas de los canguros. Le pedí que cogiese un taburete de la cocina y se sentase a mi lado. Codo con codo, extendí la viñeta de dibujos delante de ella.

—La cosa va de que el Señor Canguro tiene que explicarles a los niños por qué no está bien tirar basura al suelo, dejar el agua del grifo abierto o comer hamburguesas hasta reventar.

Leah parpadeó, todavía con una arruga en la frente.

—¿Qué tiene que ver eso con sus orejas?

—Es un dibujo, Leah. La gracia está en hacerlo así. Ya sabes, un poco exagerado, como con los pies más grandes o los brazos de rata. Tampoco se ríen así en la realidad.

Señalé los dientes blancos y brillantes que había dibujado en una de las viñetas y vi cómo una sonrisa temblaba en los labios de Leah antes de extinguirse de golpe, como si se hubiese dado cuenta y diese marcha atrás. Quise mantenerla a mi lado un poco más, porque la alternativa era ver cómo se encerraba en su habitación.

—¿Qué opinas de mis dotes artísticas?

Ladeó la cabeza. Se lo pensó. Suspiró.

—Opino que desperdicias talento.

—Dijo la chica que ya no pintaba…

Ella me dirigió una mirada dura y yo sentí alivio al ver una reacción por su parte, una respuesta inmediata. Golpe y efecto. Quizá por ahí iba la cosa: coger una cuerda y tensarla, tensarla y tensarla más…

—¿Y cuál es tu excusa? —replicó.

Alcé una ceja. Eso sí que no me lo esperaba.

—No sé de qué estás hablando. ¿Quieres café?

Negó con la cabeza mientras yo me levantaba para ir a la cocina. Me serví una taza, sin calentar, y volví a sentarme junto a ella delante del escritorio. Le enseñé algunos trabajos más, los últimos que había hecho, y me escuchó con atención sin hacer más preguntas ni interesarse por nada concreto. Estar con ella era fácil, cómodo, como las cosas que me gustaban de la vida.

Yo continué trabajando, y ella cogió sus auriculares y salió a la terraza trasera. Mientras delineaba el borde de los árboles que había detrás del Señor Canguro, no podía dejar de mirarla; porque allí, de espaldas, con los codos apoyados en la barandilla de madera y escuchando música, parecía tan frágil, tan difusa, tan nublada…

Esa fue la primera vez que sentí el cosquilleo.

Pero entonces no sabía que esa sensación hormigueante en la punta de los dedos significaba que deseaba dibujarla, guardarla para mí entre líneas y trazos, quedármela para siempre en los dedos llenos de pintura. No fui capaz de plasmarla real, viva, entera, hasta mucho tiempo después.

Salí al cabo de media hora, le quité los auriculares y me los puse. Sonaba Something. Con los primeros acordes, ese bajo alfombrando las demás notas, caí en la cuenta de que hacía una eternidad que no escuchaba a los Beatles. Tragué saliva al recordar a Douglas en su estudio hablándome de cómo sentir, de cómo vivir, de cómo llegar a ser la persona que era en ese momento, y me pregunté si una parte de mí lo habría evitado a propósito. Me quité los auriculares y se los devolví.

—¿Sigue en pie lo de acompañarme a comprar?

Fuimos a la ciudad en coche, atravesándola hasta llegar al extremo opuesto. Estacioné casi en la puerta, entramos al supermercado y avanzamos entre las estanterías. Leah cogió unas galletas para desayunar y pan de molde sin corteza.

—Pero ¿qué haces? Es casi ofensivo.

—A nadie le gusta la corteza —replicó.

—A mí me flipa la corteza. ¿Qué gracia tiene que todo el pan sea blanco, sin nada que rompa la monotonía? No, joder. Muerdes primero los laterales y luego rematas el centro.

Vi una sonrisa tímida cruzando su rostro antes de que la cortina de pelo rubio se interpusiese cuando se inclinó para alcanzar un paquete de espaguetis. Veinte minutos después, mientras estábamos en la caja, noté que Leah parecía más relajada, como si los nubarrones que siempre llevaba en la cabeza se hubiesen disipado un poco, y me dije que tenía que encontrar la manera de sacarla más de casa, de conseguir alejarla de la apatía que vestía todos los días; el siguiente mes las cosas iban a cambiar, aunque todavía no había establecido un plan.

Al salir del supermercado, estuvimos a punto de tropezar con una chica de ojos redondos y castaños que llevaba el pelo oscuro recogido en una coleta alta. Le sonrió a Leah, mirándola con cariño, y habló gesticulando con las manos.

—¡Qué casualidad! Acababa de llamarte para ver si estabas bien al no verte por el instituto, pero luego recordé que ya no tienes…, que ya no usas…

Dado que Leah no reaccionaba, intervine:

—El teléfono móvil.

—Eso es. Me llamo Blair, aunque ya nos conocemos.

No la recordaba. Había conocido a varias amigas de Leah cuando la veía pasear rodeada de chicas aquí y allá, de la playa a la ciudad y de la ciudad a la playa sin ninguna preocupación a la vista y riendo como una chiquilla.

—Encantado. Axel Nguyen.

—No había dormido bien —logró decir Leah.

—Entiendo. Aun así, si te sigue apeteciendo ese café…

—Sí que le apetece —me adelanté.

Leah intentó asesinarme con la mirada.

—Venía a por champú, pero estoy libre —añadió Blair.

—Y ella también. Toma —le di a Leah un par de billetes—. Comed algo juntas. Yo tengo cosas que hacer. ¿Quedamos aquí dentro de una hora?

Vi el pánico arremolinándose en sus ojos. Una parte de mí quiso hacerlo desaparecer de inmediato, pero la otra parte…, la otra se alegró, joder. Me tragué la compasión y le di la espalda a la súplica silenciosa que sus labios no llegaron a pronunciar.

20

      

LEAH

Me quedé allí, de pie y en medio de la acera, mientras Axel desaparecía calle abajo. Tragué saliva al notar las pulsaciones más rápidas y bajé la vista al suelo. Había una hoja justo al lado del zapato de Blair. Era rojiza, con las pequeñas membranas dibujándose en su interior como un esqueleto que crecía bajo la piel llena de color. Aparté la mirada al pensar en la tonalidad, en la mezcla que daría ese resultado.

—¿Me acompañas a por el champú y vamos a comer?

Asentí, ¿cómo negarme? No solo porque Axel me hubiese obligado a hacerlo, sino porque era imposible ignorar el anhelo que escondían los ojos de Blair, siempre tan transparente incluso cuando se esforzaba por no serlo. Así que volví a internarme de nuevo con ella en la zona de droguería, y después nos dirigimos hacia un local que estaba cerca, en el que hacían ensaladas variadas y siempre servían pescado fresco.

—Por lo que veo, la convivencia con Axel va bien.

Rodeé la mesa para sentarme enfrente de Blair.

—Algo así, hoy no ha sido su mejor día.

Ella me miró con interés cuando el camarero se marchó después de que hiciéramos el pedido. Me fijé en el movimiento rítmico de sus piernas por debajo de la mesa y supe que estaba nerviosa, sin saber cómo romper el hielo, algo que solo me hizo sentir peor.

—¿Sigues sintiendo algo… todavía?

No hizo falta más para que la entendiese.

—No. —«Porque ahora ya no siento nada», quise añadir, pero dejé que las palabras bajasen por mi garganta, impidiéndoles salir. Qué lejos parecía aquella época en la que me pasaba todo el día junto a Blair, jugando a hacernos mayores cuando aún éramos unas crías, hablándole constantemente de él, de Axel, de lo mucho que lo quería, de lo especial que era, de que lo que pedí al soplar las velas en mi cumpleaños número diecisiete fue poder besarlo alguna vez y saber qué sentiría al hacerlo. Respiré hondo, incómoda y con la boca seca. Y después me propuse ser normal durante esos tres cuartos de hora que quedaban; o lo más cerca que pudiese llegar a estar de ese concepto—. ¿Qué tal te va en el trabajo?

Ella sonrió animada y feliz por tener algo de qué hablar.

—Bien, bien, aunque es mucho más sacrificado de lo que esperaba. Los niños no paran quietos ni un momento, te juro que la primera semana tuve agujetas. Y los padres…, en fin, algunos deberían hacer un cursillo educativo antes de ponerse a procrear.

Esbocé una sonrisa trémula que casi me dolió.

—Es lo que siempre has querido hacer.

—Sí que lo es. ¿Y tú? ¿Vas a ir a la universidad?

—Eso parece —me encogí de hombros.

Había sido mi sueño tiempo atrás, pero en esos momentos me resultaba difuso, una carga. No quería irme. No quería estar sola en Brisbane. No quería tener que conocer a gente nueva cuando ni siquiera era capaz de relacionarme con las personas que me habían visto crecer. No quería pintar ni estudiar nada que tuviese que ver con eso. No quería, pero Oliver…

Mi hermano había pasado de vivir pegado a una tabla de surf y caminar descalzo a todas horas a ponerse un traje que odiaba para trabajar como director administrativo de una importante agencia de viajes, porque él siempre había sido el mejor con los números y uno de los socios del negocio conocía a mi padre y le había ofrecido el puesto dos semanas después del accidente. Recuerdo que Oliver le dijo que «no se arrepentirá», y mi hermano era un hombre de palabra, de los que siempre cumplen lo que se proponen; como ahorrar hasta el último dólar para que yo fuese a la universidad.

Y por mucho que odiase la idea, no quería decepcionarlo, no quería causarle más dolor y más problemas, pero no sabía cómo dejar de sentirme así, tan triste, tan vacía…

—Axel parece muy directo —dijo Blair.

—Lo es. —Y estaba enfadada con él.

—También parece que se preocupa por ti.

Bajé la mirada al plato y me concentré en el color verde intenso de la lechuga, tan vibrante, el rojo del tomate y el ámbar de las pepitas, el amarillo de los granos de maíz y el morado oscuro, casi negro, de las pasas. Tomé aire. Era bonito. Todo era bonito; el mundo, el color, la vida, así lo veía antes. Si miraba a mi alrededor, solo encontraba cosas que quería transformar; plasmar mi propia versión de una ensalada, de un amanecer frente al mar o de ese bosquecillo que había delante de mi antigua casa y que, al ver la expresión de Axel contemplándolo, me hizo desear pasar el resto de mi vida con un pincel en la mano.

21

      

AXEL

Leah ya estaba delante de la puerta del supermercado cuando llegué. Estaba enfadada. Ignoré su ceño fruncido, montamos en el coche y nos pasamos todo el trayecto callados. Cargué las bolsas de la compra hasta la cocina y todavía no había empezado a guardar las cosas en los armarios cuando ella apareció, furiosa y preciosa, con líneas nuevas rodeándola, delimitando contornos que el mes anterior habían estado difusos. Le brillaban los ojos.

—¡¿Cómo has podido hacerme eso?!

—¿Eso? Sé más específica, Leah.

—¡Traicionarme así! ¡Decepcionarme!

—Sí que eres de piel fina.

—Y tú sí que eres un imbécil.

—Puede ser, pero ¿te lo has pasado bien? ¿Qué tal es lo de relacionarse con otro ser humano?, ¿agradable? Ahora debería venir el «gracias, Axel, por ayudarme a dar el paso y ser tan paciente conmigo».

Pero no hubo nada de eso. Leah parpadeó para contener las lágrimas y, cargada de frustración, dio media vuelta y se metió en su habitación. Cerré los ojos, cansado, y apoyé la frente en la pared intentando centrarme. Quizá había sido un poco brusco, pero yo sabía…, no, sentía que era lo que tenía que hacer. Pese a ella, e incluso pese a lo que de verdad me apetecía a mí. Porque verla así, tan cabreada y dolida, era jodidamente mil veces mejor que verla vacía. Recordé lo que había pensado esa misma mañana: la idea de tener una cuerda en la mano y tensarla, tensarla más…, y eso fue lo que me hizo avanzar hasta su habitación y abrir sin llamar a la puerta.

—¿Puedo entrar?

—Ya estás dentro.

—Cierto. Intentaba ser educado. —Ella me fulminó con la mirada—. Vayamos al grano. ¿Te la he jugado un poco? Sí. ¿Era por una buena causa? También. Quería avisarte de que voy a seguir haciéndolo. Y sé que piensas que soy un jodido cabrón insensible que disfruta metiendo el dedo en la herida, pero algún día, Leah, algún día me lo agradecerás. Acuérdate de esta conversación.

Ella se llevó una mano temblorosa a los labios y me susurró que me marchase antes de levantarse, abrir la ventana y coger los auriculares que estaban sobre la mesilla.

Apenas hablamos durante los siguientes días.

Me dio igual. No podía dejar de pensar en la información que había leído sobre el síndrome de estrés postraumático. Y al menos, había encontrado una manera de romper esa parálisis y apatía durante unos segundos, que era mejor que nada. Cuando Leah se enfadaba, no había indiferencia en su mirada y las emociones la abrazaban sin remedio. Así que la tenía ahí, tirando de la cuerda despacio, buscando la manera correcta de hacerlo.

Oliver vino a recogerla el lunes de la última semana de marzo. Ella todavía estaba en el instituto, y yo lo abracé más fuerte que otras veces, porque lo había echado de menos, joder, y no me imaginaba lo que sería estar en su pellejo. Saqué dos cervezas de la nevera y salimos a la terraza trasera. Me encendí un cigarro y le tendí otro a él.

—Está bien esto de no fumar —dijo riendo.

—Es genial. Liberador. —Expulsé el humo—. ¿Cómo van las cosas por Sídney?

—Mejor que el mes pasado. ¿Qué tal aquí?

—Por el estilo. Leah avanza despacio.

Él miró la punta del cigarrillo y suspiró.

—Ya casi no recuerdo cómo era antes. Ya sabes, cuando se reía por cualquier cosa y era tan…, tan intensa que siempre me dio miedo que se hiciese mayor y no fuese capaz de gestionar sus propias emociones. Y ahora, mira. Jodida ironía.

Me tragué las palabras que me quemaban en los labios; de no hacerlo, le hubiese dicho que para mí seguía siendo igual de intensa en todos los aspectos, también a la hora de encerrarse y obligarse a no sentir nada porque, si lo hacía, sentía dolor por lo ocurrido y culpabilidad ante la idea de seguir disfrutando de la vida cuando sus padres ya no podían hacerlo, como si no lo considerase justo. Oliver había asimilado la tragedia desde una óptica diferente; emocional, sí, pero con su parte práctica casi por obligación. Había llorado en el entierro, se había despedido de ellos y se había emborrachado conmigo la noche siguiente; después se había limitado a ponerse a trabajar, a organizar las cuentas familiares y a cuidar de Leah, que estaba hasta arriba de calmantes.

Yo había pensado mucho últimamente en la muerte.

No en lo que pasa cuando ocurre, no en ese adiós que todos terminaremos diciendo algún día, sino en cómo afrontarla cuando se lleva a las personas que más quieres. Me preguntaba si la tristeza y el dolor eran sentimientos instintivos o si nos habían inculcado cómo debíamos digerir ese trance.

Me terminé el cigarro.

—¿Te apetece? —señalé el mar con la cabeza.

—¿Estás loco? Vengo directo del aeropuerto.

—Vamos, será como en los viejos tiempos.

Cinco minutos después le había dejado un bañador y una tabla de surf y estábamos caminando por la arena. Aquel día hacía viento y el agua estaba fría, pero Oliver no se inmutó mientras nos adentrábamos en el mar. Algunos rayos de sol se colaban entre la telaraña de nubes que cubría el cielo e intentamos pillar algunas olas, aunque eran bajas y apenas tenían fuerza. Cogimos un par, haciendo maniobras cortas y rápidas, y después nos quedamos tumbados sobre las tablas, de cara al horizonte.

—He conocido a alguien —dijo Oliver de pronto.

Lo miré sorprendido. Oliver «no conocía a mujeres», tan solo «se acostaba con mujeres».

—Vaya, eso sí que no me lo esperaba.

—Da igual, porque no puede ser.

—¿Por qué? ¿Está casada? ¿Te odia?

Oliver se echó a reír e intentó tirarme de la tabla.

—No es un buen momento para empezar una relación; en unos meses volveré aquí y luego está Leah, responsabilidades, el tema del dinero, muchas cosas… —Nos quedamos callados, cada uno pensando en lo suyo—. ¿Tú sigues viéndote con Madison?

—Alguna vez, cuando me aburro, cosa que casi nunca ocurre ahora que trabajo como niñera a tiempo completo.

—Sabes que voy a estar siempre en deuda contigo, ¿verdad?

—No me jodas, no digas chorradas.

Salimos del agua y vi la bicicleta de Leah al lado del poste de madera de la terraza. Cuando Oliver la encontró en la cocina, la abrazó con fuerza a pesar de llevar el bañador mojado y de que Leah no dejaba de quejarse. Se apartó de ella y, sujetándola por los hombros, la observó despacio.

—Tienes buen aspecto.

A Leah se le escapó una sonrisa.

—Tú no. Deberías afeitarte.

—Enana, te he echado de menos.

Volvió a abrazarla y, cuando nuestras miradas se cruzaron mientras él la sujetaba contra su pecho, vi la gratitud reflejada en sus ojos; porque él sabía…, los dos sabíamos que ella estaba mejor, un poco más despierta.

22

      

LEAH

El caos se desató en cuanto entré en casa de los Nguyen; los gemelos se lanzaron hacia mí, aferrándose a mis piernas como hacían con todo el mundo mientras su padre intentaba apartarlos y Emily me daba un beso en la mejilla. Conseguí llegar a la cocina siguiendo a Oliver, y Georgia nos abrazó a los dos como si llevara años sin vernos; a Oliver le revolvió el pelo y le pellizcó la mejilla diciéndole que «estaba tan guapo que era un delito que saliese a la calle», y a mí me meció con delicadeza, como si creyese que fuese a romperme si lo hacía más fuerte. No sé por qué, pero me emocioné como no lo había hecho las semanas anteriores. Quizá fue porque olía a harina y me recordó las tardes que ella y mamá pasaban en nuestra cocina hablando y riendo, con una copa de vino blanco en la mano y la encimera llena de ingredientes. O porque estaba bajando las defensas.

La idea me aterró. Volver a sentir tanto…

Fui al salón y me senté en un extremo del sofá deseando fundirme con la pared. Estuve un rato con la mirada fija en los pequeños hilitos que sobresalían de un lado de la alfombra, oyendo la voz fuerte y serena de Oliver mientras hablaba con Daniël de un partido de fútbol australiano. Me gustaba verlo con el padre de Axel porque volvía a ser el de siempre, animado y relajado como si nada hubiese cambiado.

Axel llegó media hora más tarde; el último, claro.

Me dio un codazo cuando nos sentamos a comer.

—¿Preparada para volver mañana a la diversión?

—¿Qué tonterías dices, hijo? —replicó su madre—. Espero que no estés haciendo de las tuyas; Leah necesita tranquilidad, ¿verdad, cariño?

Asentí y removí la comida.

—Estaba bromeando, mamá. Pásame las patatas.

Georgia le tendió el bol desde el otro extremo de la mesa y el resto de la comida fue como de costumbre: conversaciones de lo más variopintas; los gemelos lanzando algunos guisantes y Axel riendo la gracia mientras su hermano y Emily se lo reprochaban con muecas; Oliver hablando con Daniël de su trabajo en Sídney, y yo contando los minutos que faltaban para regresar a casa y no tener que morirme un poco por dentro viendo a mi alrededor todo lo que no sabía cómo volver a disfrutar.

Era como si no recordase cómo ser feliz.

«¿Se podía aprender a serlo?» Como andar en bicicleta. Mantener el equilibrio, colocar bien las manos en el manillar, la espalda recta, la mirada al frente, los pies en los pedales…

Y aún más importante, ¿era lo que quería?

ABRIL

      

(OTOÑO)

23

      

AXEL

Leah regresó a casa con sus auriculares colgando sobre los hombros, la mirada esquiva y más cauta de lo normal, como si temiese que yo fuese a hacer algo imprevisto, montar una fiesta de pijamas o tocar la pandereta a las tres de la madrugada. Tenía claro que me evitaba; si entraba en la cocina, ella se iba; si salía a la terraza, ella se metía en casa. Y quizá no debería joderme tanto, pero lo hacía. Vaya si lo hacía.

—¿Tengo alguna enfermedad contagiosa y nadie de mi familia me ha dicho nada porque voy a morir y quieren que pase mis últimos días siendo feliz o algo así?

Ella se obligó a no reír.

—No. Al menos, que yo sepa.

Ahí estaba esa puntillita que marcaba la diferencia respecto al primer mes, porque entonces solo se habría limitado a decir «no» antes de salir corriendo. Y en ese momento, aunque quería hacerlo, se mantenía delante de mí desafiante.

—Entonces estaría bien que dejaras de evitarme.

—No lo hago. Es difícil coincidir contigo.

—¿Difícil? Vivimos juntos —le recordé.

—Ya, pero siempre estás en la playa o trabajando.

—Ahora estoy aquí. Genial. ¿Qué quieres que hagamos?

—Nada, iba…, iba a escuchar música.

—Buen plan. Y luego me ayudarás a hacer la cena.

—Pero ¡Axel! Nosotros no…

—Nosotros no, ¿qué?

—No funcionamos así.

—En realidad, no funcionamos de ninguna manera. Espera, mejor dicho, tú no quieres funcionar, pero vamos a ir cambiando eso. Estoy cansado de entrar en una habitación y verte salir, y, por si te lo estás preguntando, sí, esto es ahora mismo una especie de dictadura temporal. Nos vemos en la terraza en cinco minutos.

Busqué entre los discos que acumulaban polvo al lado del baúl de madera sobre el que estaba el tocadiscos. Al final lo encontré, un vinilo de los Beatles. Limpié la cubierta con la manga de la sudadera que me había puesto porque por las noches refrescaba un poco, y lo puse.

I’m so tired empezó a sonar con suavidad mientras salía a la terraza. Me senté en los almohadones y, como si la música tirase de ella, Leah se acomodó a mi lado. Me rozó el codo con el brazo, se estremeció y aumentó la distancia entre nuestros cuerpos.

Cuando sonaron los primeros acordes de Blackbird, ella suspiró hondo, como si hubiese estado conteniendo el aliento. Me pregunté qué estaría sintiendo con esa música, tan cerca de mí. Tenía los labios entreabiertos y los ojos perdidos en el mar, sobre el que caía la noche.

—Esta me gusta —dije.

I will —susurró ella.

—Un día, en el estudio, tu padre me obligó a escucharla de principio a fin con los ojos cerrados. —Ella hizo el amago de levantarse, pero fui lo suficiente rápido como para sujetarla del brazo y mantenerla a mi lado—. Me contó que, según decían, Paul McCartney necesitaba encontrar la inspiración en alguien que estuviera a su lado para componer; tuvo varias musas, incluida su perra a falta de una mujer, hasta que apareció Linda. Y esta fue una de las canciones que le escribió. ¿Sabes qué me dijo Douglas? Que el primer día que vio a tu madre oyó en su cabeza las notas de esta canción. Por eso siempre se la ponía cuando pintaba algo relacionado con el amor.

Leah parpadeó y yo sentí que se me encogía el pecho al ver sus pestañas mojadas, preguntándome cómo las dibujaría si me pidiesen ese encargo, justo ese, el momento exacto en el que se movían como un aleteo que intentaba ahuyentar el dolor.

—¿Por qué me haces esto, Axel?

Joder, y la súplica que había en su voz… Le limpié una lágrima con el pulgar.

—Porque esto es bueno para ti. Llorar.

—Pero me hace daño.

—El daño es un efecto colateral de vivir.

Cerró los ojos, la noté temblar y la abracé.

—Entonces, no sé si quiero vivir…

—No digas eso. Joder, no lo digas nunca.

Me aparté de ella temiendo que fuese a derrumbarse, pero vi justo lo contrario: parecía más fuerte, más entera, como si algún pedazo se hubiese puesto en su lugar. Quería entenderla. Yo quería…, necesitaba saber qué estaba ocurriendo dentro de ella; entrar, escarbar, abrirle el corazón y verlo todo. Y la impaciencia me podía, la curiosidad me consumía. Intentaba dejarle espacio, pero terminaba quitándoselo.

—Sabía lo de mi padre —dijo Leah tan bajito que el viento de la noche se comía sus palabras y yo tenía que inclinarme hacia ella para oírla—. Me dijo que, si al encontrar a tu alma gemela suena una canción en tu cabeza, es un regalo. Algo especial.

Asentí, callado, con la espalda apoyada en la madera.

—¿Y a ti te ha ocurrido alguna vez?

Intenté sonar divertido, quitarle hierro al asunto, pero Leah me miró muy seria, con los labios apretados y los ojos aún brillantes después de llorar.

—Sí.

24

      

LEAH

Papá siempre estaba escuchando música y yo adoraba cada nota, cada estribillo, cada acorde; cuando regresaba a casa del colegio caminando con Blair y veía nuestro tejado a lo lejos, siempre me la imaginaba como cuatro paredes mágicas que guardaban dentro melodías y colores, emociones y vida. Mi canción preferida de pequeña era Yellow submarine, la podía cantar con mis padres durante horas, manchada de pintura en el estudio de papá o abrazada a mamá en el sofá, que era tan viejo que casi te hundías cuando te sentabas. Y se quedó conmigo al crecer. El ritmo infantil, las notas desordenadas, la letra tan imprevisible que hablaba del pueblo en el que nací, de un hombre que navegaba por el mar y contaba cómo era la vida en la tierra de los submarinos.

Una semana después de que yo cumpliera los dieciséis, Axel vino a casa, estuvo un rato hablando con mi padre en el salón y luego llamó a la puerta de mi habitación. Yo estaba enfadada con él, porque era una niña y cosas así eran mi máxima preocupación, como que no hubiese venido a mi cumpleaños porque se fue a un concierto con un grupo de amigos a Melbourne y pasó allí el fin de semana. Lo recibí con el ceño fruncido y dejé el pincel lleno de acuarela encima del estuche abierto que tenía sobre la mesa.

—Hey, ¿a qué viene esa cara?

—No sé de qué hablas.

Axel sonrió de lado, esa sonrisa que hacía que me temblasen las rodillas. Y lo odié por provocar en mí ese efecto sin saberlo, porque siguiese tratándome como a una cría pequeña cuando yo me sentía muy mayor delante de él, porque ya me había roto el corazón varias veces…

—¿Qué es eso? —señalé la bolsa que llevaba.

—¿Esto? —Me miró divertido—. Esto es el regalo que no vas a tener como no desaparezca esta arruga que tienes aquí… —Se inclinó hacia mí y yo dejé de respirar cuando me alisó la frente con el pulgar. Después me lo tendió—. Feliz cumpleaños, Leah.

Estaba tan emocionada que tardé medio segundo en olvidar mi enfado. Rompí el papel de regalo y abrí la caja pequeña con impaciencia. Era una plumilla fina y flexible de una conocida marca que costaba una fortuna; él sabía que había empezado a utilizarlas para perfeccionarme en otras técnicas.

—¿Lo has comprado para mí? —me tembló la voz.

—Para que sigas creando magia.

—Axel… —Tenía un nudo en la garganta.

—Espero que algún día me dediques algún cuadro. Ya sabes, cuando seas famosa y llenes galerías de arte y ya casi no te acuerdes de ese idiota que no vino a tu cumpleaños.

Tenía la mirada borrosa y no podía ver bien su expresión, pero con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho oí la melodía infantil, las notas se arremolinaron en mi cabeza, el sonido del mar que acompañaba los acordes iniciales…

Él no podía ni imaginarse las palabras que se me atascaron en la garganta, deseando salir. Esas que casi quemaban. Resbalaban. «Te quiero, Axel.»

Pero, cuando abrí la boca, tan solo dije:

—Todos vivimos en un submarino amarillo.

Axel frunció el ceño.

—¿Estás hablando de la canción?

Negué con la cabeza, dejándolo confundido.

—Gracias por esto. Gracias por todo.

25

      

AXEL

A partir del 9 de abril, cuando comenzaron las vacaciones escolares del primer trimestre, fue inevitable que empezásemos a convivir de verdad. Leah se negó a meterse en el agua por las mañanas, pero si algún día se levantaba temprano, caminaba hacia la playa y se sentaba en la arena con la taza de café en las manos. Yo la veía a lo lejos, mientras esperaba la siguiente ola con impaciencia, en el silencio que acompaña el amanecer.

Almorzábamos juntos, sin hablar demasiado.

Y luego trabajábamos. Conseguí hacerle un hueco en mi escritorio y, mientras yo terminaba encargos, ella hacía los deberes y estudiaba en silencio, con un codo apoyado en el borde y la mejilla sobre la palma de la mano. A veces me distraía su respiración pausada o que moviese las piernas bajo la mesa, pero en general estaba sorprendido por lo fácil que me resultaba tenerla al lado.

—¿Puedo poner música? —preguntó un día.

—Claro. Elige el disco que quieras.

Puso uno de mis preferidos, Nirvana.

Tras la primera semana de vacaciones, los dos teníamos ya una rutina marcada. Al atardecer, mientras yo continuaba trabajando un poco más, ella pasaba un rato a solas en su habitación, tumbada en la cama o dibujando con un trozo de carboncillo casi consumido. Salía para ayudarme a hacer la cena y, al terminar, estábamos un rato en la terraza.

Esa noche, la gata se pasó por allí.

—Eh, mira quién está aquí. —Bajé de la hamaca y le acaricié el lomo; el animal respondió con un bufido—. Así me gusta, agradecida y dulce —ironicé.

—Iré a buscar algo de comida.

Leah apareció con una lata de atún y un cuenco lleno de agua. Se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas y un suéter rojo viejo y lleno de bolitas, a pesar de que llevaba pantalón corto. Y allí, mirándola mientras le daba de comer a la gata, pensé…, pensé que alguien debería pintar esa escena. Alguien que pudiese hacerlo. El momento de paz, los pies descalzos, el pelo rubio revuelto y despeinado, la cara lavada y el mar hablando en susurros a lo lejos.

Aparté la vista de ella y le di un trago al té.

—En dos días empieza el Bluesfest. Iremos.

Leah alzó la cabeza hacia mí con el ceño fruncido.

—Yo no. Blair me invitó y le dije que no podía ir.

—Ah, ¿tienes algún compromiso social? ¿Una cita con el médico? Si no es el caso, te aconsejo que enciendas ese teléfono que tienes cogiendo polvo y que llames a Blair para aclararle que te equivocaste. Queda con ella. Así me despejaré un rato.

—Hablas como si fuese una carga.

—Nadie ha dicho eso —repliqué.

Aunque puede que tuviese razón. Me motivaban sus avances, pero también echaba de menos pasar una noche por ahí, sin responsabilidades, sin estar pendiente de otra persona.

Así que, el viernes al atardecer me dirigí con Leah hacia Tyagarah Tea Tree Farm, al norte de Byron Bay, donde se celebraba el Bluesfest, uno de los festivales de música más importantes de Australia. La zona era también el hábitat de varios grupos de koalas, y la organización estaba comprometida con su cuidado, de modo que muchos turistas podían observarlos; el año anterior habían plantado ciento veinte árboles de caoba y financiaban programas de vigilancia que llevaba a cabo la Universidad de Queensland.

Divisamos docenas de carpas blancas ya desde lo lejos, antes de que nos aproximásemos a una de las varias entradas distribuidas por las hectáreas del prado. Esperamos en aquella puerta porque Leah había quedado allí con Blair después de que la amenazase con unirme a ellas.

«¿Qué dices? ¿Venir con nosotras?», había preguntado alucinada.

«Sí, a menos que hagas cosas normales, te vayas a pasar un rato con tus amigos y dejes que yo haga lo mismo con los míos. O si lo prefieres y no te incomoda, me uno a vosotras, veo cómo os hacéis trencitas en el pelo e intercambiamos pulseras de colores de la amistad. Tú eliges. Hay dos opciones. A mí me sirve cualquiera, pienso emborracharme igual.»

«¿Tengo permiso para hacer eso mismo?»

«Claro que no. Ni una gota de alcohol.»

«Está bien, llamaré a Blair, tranquilo.»

No respiré aliviado hasta que vi aparecer a su amiga caminando sonriente hacia nosotros. La saludé distraído, pensando ya en las ganas que tenía de tomarme una cerveza, escuchar música, relajarme y hablar de cualquier cosa fácil que no implicase tensión ni ir con pies de plomo como si caminase por un campo lleno de minas.

—Recuerda estar pendiente del teléfono —le dije.

—Vale, pero no…, no tardes mucho. —Me miró suplicante y estuve a punto de echarme atrás, sacarla de allí y llevármela a casa, a la seguridad de esas cuatro paredes en las que parecía sentirse cómoda.

Pero luego recordé el brillo que nacía en sus ojos cuando rompía esa capa con la que se protegía y decidí seguir adelante.

—Luego te llamo. Disfruta, Leah. Pásatelo bien.

Me interné en el recinto sin mirar atrás. Como todos los años, el festival estaba lleno de gente y tardé un rato en encontrar a mis amigos cerca de una de las muchas casetas en las que servían comida y bebida. Saludé a Jake y a Gavin dándoles una palmada en la espalda y me pedí una cerveza. A esas horas, varios grupos ya estaban tocando. Tom apareció unos minutos después, ya un poco tocado.

—Hacía semanas que no se te veía el pelo.

—Ya sabes, vivo con una adolescente a tiempo completo.

—¿Dónde la has dejado? —Tom miró alrededor.

—Está con sus amigas. Ponme al corriente de todo.

Nos conocíamos desde el instituto, pero nunca habíamos llegado a tener una relación profunda; si me pedían un favor, lo hacía, y tanto Oliver como yo habíamos salido con ellos durante años, antes de irnos y después de regresar a Byron Bay, ya fuese por las noches o para pasar un rato entre las olas. Todas mis amistades, excepto la de Oliver, habían sido siempre un poco así: superficiales, sencillas, con esa sensación de que nunca traspasarían el límite marcado desde el principio. Pero a mí me bastaba.

—Pensaba que no vendrías. —Madison apareció más tarde, cuando ya llevábamos allí un par de horas y yo empezaba a preocuparme por Leah lo suficiente como para estar a punto de enviarle un mensaje para asegurarme de que todo iba bien.

Sacudí la cabeza, no era propio de mí estar tenso, intranquilo.

—¿Cómo van las cosas?

—Bien, Tom ya está borracho.

Me agaché cuando ella se puso de puntillas para darme un beso en la mejilla y, en cuanto quiso acercarse a uno de los escenarios, la seguí sin dudar. La música envolvía el ambiente y la gente se movía al son de la melodía. Bailé con ella y sentí que eso era todo lo que necesitaba. La vida que conocía; tan fácil y despreocupada, sin nada que me perturbase demasiado. Cogí su mano y le sonreí antes de darle una vuelta completa. Madison tropezó con sus propios pies y estuvo a punto de caer, pero la cogí al vuelo y los dos terminamos riéndonos a carcajadas bajo el cielo oscuro de la noche cerrada. Y entonces noté la vibración del móvil.

La solté y me alejé de la música.

—¿Axel? ¿Puedes oírme? ¿Axel?

—Te escucho. ¿Eres tú, Blair?

—Sí. Necesito tu ayuda… —No entendí sus siguientes palabras—. Y no la encuentro… Estamos cerca del segundo escenario, en la caseta de comida, y yo… no sabía qué hacer…

—No te muevas, voy hacia allí.

Corrí hacia el otro extremo del festival con el corazón en la garganta. Porque solo de pensar que le hubiese ocurrido algo…

Encontré a Blair en la zona que me había indicado.

—¿Dónde está Leah?

—No lo sé. Hemos estado toda la noche bien, se estaba divirtiendo, parecía… la de antes, pero se ha ido con un chico del grupo y hace más de media hora que no la veo. Se ha dejado el bolso y estaba preocupada por ella, no sabía qué hacer…

—Quédate aquí, voy a intentar encontrarla.

Rodeé el escenario tratando de distinguirla entre la multitud que bebía, reía y saltaba al son de la música, pero parecía imposible que pudiese dar con ella en medio de tanta gente. Dejé atrás caras desconocidas y docenas de chicas rubias de cabello largo que no eran ella; recorrí toda la zona, agitado y con los nervios a flor de piel. Ya estaba planteándome qué opciones tenía, si poner un puto cartel con su cara en cada farola o prepararme el discurso para contarle a Oliver que había perdido a su hermana como quien pierde una pieza del Lego, cuando la encontré.

Tomé una brusca bocanada de aire mientras caminaba hacia ella. No veía nada más. Solo la mano del chico debajo de su camiseta, acariciándole la espalda, y a ella con los ojos cerrados, casi en trance, sin reaccionar cuando él le dio un beso en los labios y se pegó más a su cuerpo, bailando al ritmo de la canción lenta que sonaba, meciéndose bajo los focos y las luces como una marioneta que se deja llevar.

—Aléjate de ella —gruñí.

El chico la soltó y Leah me miró con los ojos entrecerrados y brillantes. No solo había bebido, sino que también se había tirado encima algún cubata porque olía a ron y llevaba la camiseta empapada. La cogí de la mano y la arrastré a mi paso, que no era lento, ignorando sus protestas. O balbuceos. Lo que fuese.

Conseguimos salir de allí y alejarnos de la multitud.

La subí al coche. No decía nada. Apenas me miraba. Y casi mejor, porque estaba tan cabreado que me habría bastado un gesto para ponerme a gritar y desahogarme.

De todos los escenarios que me había imaginado que podrían ocurrir cuando decidí que iríamos al Bluesfest, el último era aquel. Había pensado que se pasaría la noche mosqueada y apartada en algún rincón; que estaría un rato con su amiga y me llamaría en cuanto se cansase. Pero no que me la encontraría borracha y… así.

Aparqué delante de casa, todavía nervioso.

El silencio se hizo más denso cuando entramos y tiré las llaves encima del mueble del salón. Me pasé una mano por el pelo, debatiéndome sobre qué decir y cómo hacerlo, pero terminé dejándome llevar y alzando la voz.

—Al final va a ser verdad que sí que soy tu puta niñera. ¿En qué estabas pensando, Leah? ¿Sales una noche después de un año sin pisar la calle y acabas así? ¿No controlas, no eres capaz de comportarte como una persona normal? ¿Y qué coño hacías con ese tío? ¿Te has vuelto loca? ¿Cómo se te ocurre desaparecer sin llevar el móvil encima, sin avisar a nadie y…?

Paré de hablar. Lo hice porque Leah me rodeó el cuello con los brazos, dejando congeladas las palabras que nunca llegué a decir, y me besó. Eso. Joder. Se puso de puntillas y me besó. Me dio un vuelco el estómago cuando sus labios rozaron los míos y tuve que sujetarla de las caderas para apartarla.

—¿Qué estás haciendo, Leah…?

—Solo quería… sentir. Tú dijiste…

—Joder, pero no así. Leah, cariño…

Me callé, incómodo, al verla tan vulnerable y pequeña y rota. Solo quería abrazarla durante horas y aliviar lo que fuese que empezaba a sentir. Y había olvidado cómo lo hacía ella, con esa intensidad que la cegaba, con esa impulsividad que la llamaba a saltar al vacío.

Irónicamente, todo lo que yo nunca fui.

—No me encuentro bien… —gimió.

Un segundo después, vomitó en el suelo del salón.

—Yo me encargo de esto, tú métete en la ducha.

Leah se alejó tambaleándose un poco y dudé de si estaría lo suficiente serena como para darse una ducha, pero olía a ron y pensé que el agua la despejaría.

No entendí la última mirada dolida que me dedicó. Esa noche no entendía nada.

Limpié aquel desastre mientras oía el agua correr por las cañerías.

Me había besado. A mí. Leah.

Sacudí la cabeza contrariado.

Fui a la cocina cuando cesó el ruido del agua. Busqué en los armarios, pero no quedaba té, había terminado el último sobre la noche anterior. Miré a ver si tenía algo que sustituyese el sabor de Leah en los labios. Y acababa de encontrar unas galletas cuando oí su voz dulce a mi espalda.

—Necesito saber por qué nunca te fijaste en mí.

Me di la vuelta sorprendido. Y ahí estaba ella. Desnuda. Completamente desnuda. Con el pelo mojado y un charco de agua a sus pies, con las curvas de su cuerpo recortándose bajo la luz de la luna que entraba por el ventanal y los pechos pequeños y firmes, redondeados.

Estaba tan bloqueado que ni siquiera pude apartar la mirada. Se me secó la boca.

—Joder. ¿Quieres que me dé un puto infarto? Tápate, coño.

«No, coño no, eso no, porque…» Se me iba a salir el corazón del pecho; seguro que pestañearía y estaría ahí, en el suelo de mi salón. Y joder…, joder…, no sé cuándo pasó ni por qué, pero mi cerebro se desconectó como si alguien acabase de darle a un interruptor, y dejé de pensar. Al menos, con la cabeza. Se me puso dura.

Eso fue lo único que me hizo reaccionar. La excitación.

Cogí la tela que cubría el sofá y se la puse por encima. Leah sujetó los extremos casi por inercia y, por suerte, la mantuvo contra su cuerpo. Respiré aliviado, aún con las pulsaciones a mil por hora, aún encendido delante de la hermana pequeña de mi mejor amigo. Quise darme de cabezazos contra la pared.

—Vete a la cama. Ya. Te lo ruego.

Leah parpadeó, a punto de llorar, con la mirada todavía vidriosa por culpa del alcohol, y se fue a su habitación. Yo me quedé allí, respirando agitado e intentando asimilar todo lo que había ocurrido en apenas unas horas.

26

      

LEAH

—Leah, la vida hay que sentirla. Siempre.

—¿Y si lo que sentimos no siempre es bueno?

Estábamos sentadas en los escalones del porche trasero de casa y mi madre me trenzaba el cabello despacio, moviendo los mechones de pelo entre sus dedos.

—Puedes equivocarte y cometer mil errores, los humanos somos así, metemos la pata, pero para eso existe también el arrepentimiento, saber decir «lo siento» cuando uno debe hacerlo. Pero, cielo, escúchame, ¿sabes qué es lo más triste de no hacer algo por cobardía? Que, con el paso del tiempo, cuando pienses en ello solo podrás pedirte perdón a ti misma por no haberte atrevido a ser valiente. Y reconciliarse con uno mismo a veces es más complicado que hacerlo con los demás.

27

      

AXEL

«Necesito saber por qué nunca te fijaste en mí.»

Las palabras se repitieron en mi cabeza durante el resto de la noche. Tumbado en la cama, sin poder dormir, recordé el día que entré en la habitación de Leah para esperarla porque su madre me había dicho que no tardaría en llegar. Yo solía pasar un rato por la casa de los Jones siempre que visitaba a mis padres; hablaba con Douglas, me reía con Rose o me dedicaba a echarle un vistazo a las últimas pinturas de Leah.

Veía en ella magia. Todo lo que yo nunca tuve.

Recordé una tarde años atrás en que la esperé sentado en la silla que había delante de su escritorio. Estuve mirando distraído unos dibujos desperdigados entre sus deberes. Al apartar algunos, encontré su agenda abierta y llena de notas como «Entregar el trabajo de Biología el miércoles» o «B&L, amigas para siempre». Y justo al lado, un corazón pintado de rojo con un nombre en el centro: «Axel».

Contuve la respiración. Pensé que podía tratarse de una coincidencia; seguramente, un compañero suyo de clase se llamaría igual, o algún jodido cantante famoso que estuviese de moda. La cuestión es que, cuando ella regresó del instituto con una sonrisa inmensa, enterré el recuerdo en algún lugar perdido de mi memoria y lo dejé ahí.

No volví a buscarlo hasta esa noche en la que todo empezó a cambiar.

28

      

AXEL

Ya había amanecido cuando me desperté.

Abrí los ojos un poco desorientado. No estaba acostumbrado a seguir en la cama cuando el sol brillaba en lo alto del cielo. Claro que, por lo general, tampoco estaba acostumbrado a empalmarme viendo a una cría desnuda ni a dormirme pasadas las cinco de la madrugada dándole vueltas a lo ocurrido.

Me incorporé despacio, suspirando.

Mientras iba al cuarto de baño empecé a pensar en todo lo que tenía que hablar con ella. Iba a ser complicado; para empezar, porque ni siquiera sabía qué cojones decir. «Primera prohibición: nada de besos.» Chasqueé la lengua enfadado. «Y también lo de emborracharte y terminar vomitando en mi salón.» En cuanto a lo de salir así de la ducha, bueno, también tenía un par de puntos que discutir con ella.

Las cosas iban a ser diferentes, sí. Y ella tenía que empezar a cooperar.

Abrí la puerta decidido y furioso, pero en cuanto levanté la mirada me quedé congelado en el sitio, con la vista fija en el ventanal que daba a la terraza trasera.

Leah estaba allí, delante de un lienzo que ya no era blanco y estaba lleno de marcas caóticas negras y grises. Me acerqué sigiloso hasta el marco de la ventana, como si cada trazo tirase de mí hacia ella. La observé mientras deslizaba el pincel de un lado a otro con la mano temblorosa.

No sé cuánto tiempo estuve parado al otro lado de la ventana hasta que me decidí a salir a la terraza. Leah alzó la vista hacia mí y me zabullí en sus ojos enrojecidos; en el miedo, en la vergüenza, en las ganas que tenía de salir corriendo.

—Lo de anoche nunca ocurrió —dije.

—Vale. Lo siento… Lo siento mucho.

—No puedes sentir algo que nunca ha ocurrido.

Agradecida, Leah bajó la cabeza y yo me paré a su lado, con la mirada fija en el lienzo. Entonces pude verlo bien. Las salpicaduras grises que eran estrellas sobre el cielo oscuro, las rayas que se deslizaban hacia abajo y se curvaban en las puntas como si la noche estuviese hecha de humo. Todo era humo, en realidad. Lo entendí al ver cómo se enroscaba en los bordes de los laterales, como si aquella lobreguez intentase escapar de los límites del lienzo.

—Es jodidamente siniestro —dije admirado.

—Iba…, iba a ser un regalo —titubeó.

—¿Un regalo?

—Un regalo, un «lo siento» para ti. Pintar.

—¿Has vuelto a pintar por mí, Leah?

—No. Yo solo… —Le tembló el pincel en la mano e intentó dejarlo encima de la madera, pero la sujeté de la muñeca y se lo impedí.

—No quiero que dejes de hacerlo. Y no porque estés arrepentida de eso que nunca ha ocurrido, sino porque lo necesito, aunque solo sea en blanco y negro, no me importa. Necesito lo de antes —repetí—. Ver a través de ti lo que nunca encontraré en mí. Mírame, cariño. ¿Estás entendiendo lo que intento decirte?

—Sí. Creo que sí.

29

      

LEAH

Él nunca le contó a Oliver lo que ocurrió la noche que fuimos al Bluesfest. Esa semana con mi hermano fue un descanso mental, sin presiones, sin nadie pisándome los talones a cada paso que daba. Axel me asfixiaba. Era como si todas las emociones que tanto me esforzaba por mantener controladas se desbordasen cuando él estaba cerca, y ya no sabía cómo lidiar con ello. Cada vez que daba un paso atrás, Axel me empujaba hacia delante.

—He estado pensando… —me dijo mi hermano el sábado, un día antes de volver a marcharse, mientras se secaba el pelo con una toalla—. ¿Te apetece que salgamos a comer? Podríamos dar una vuelta.

—De acuerdo.

—Vaya, no me lo esperaba.

—¿Y por qué has preguntado?

Oliver se echó a reír y yo sentí un cosquilleo en el pecho. Mi hermano era…, era increíble. Tan leal. Tan hecho a sí mismo. Cuando el nudo que tenía en la garganta se hizo más fuerte me obligué a mantener esos sentimientos bajo control. Pude hacerlo. Porque él no era Axel. Él no tiraba más y más llevándome al límite, sino que me dejaba ese espacio que tanto necesitaba para no ahogarme.

Paseamos sin hablar por las calles de Byron Bay y terminamos delante de Miss Margarita, un restaurante bonito y pequeño de comida mexicana al que a veces íbamos con nuestros padres. Oliver me cogió de la mano cuando me quedé parada, dubitativa.

—Vamos, Leah. Seguro que Axel te está matando de hambre con esa mierda suya de ser vegetariano. No me digas que no se te hace la boca agua al pensar en un taco de carne.

Nos sentamos en una mesa de la terraza. Desde allí, al final de la calle en la que había un par de tiendas, se distinguía el azul del mar.

Pedimos tacos y burritos para compartir.

—Humm, joder, esto sí que vale cada dólar que cuesta —dijo mi hermano mientras se relamía tras darle un bocado—. No te puedes ni imaginar lo malo que es ese mexicano que está al lado del curro. La primera vez estuve a punto de pedir que me devolviesen el dinero, pero, ya sabes, era el nuevo y no quería montar el numerito delante de los demás. —Se chupó los dedos—. Me flipa esta salsa.

—¿Las cosas van bien por allí?

No le había preguntado demasiado por su trabajo. No porque no me interesase, sino porque me sentía tan culpable, tan mal… Saber que mi hermano estaba desperdiciando su vida, haciendo todo lo que jamás quiso hacer para cuidar de mí…

—Sí, todo bien, claro.

—Te conozco, Oliver.

—Hay días y días. No es como Byron Bay, nada lo es, ya lo sabes. —Suspiró y me pasó la mitad del burrito—. Y hay una chica que a veces me complica las cosas.

—¿Qué chica?

—Mi jefa. ¿Quieres oír algo divertido? A cambio de que sonrías como lo has hecho antes.

Sonreí en respuesta porque no pude evitarlo al ver cómo le brillaban los ojos y lo relajado que parecía recostado sobre el respaldo de la silla.

—Así me gusta. Estás preciosa cuando lo haces, ¿lo sabías?

—No cambies de tema —dije un poco incómoda.

—Está bien. Pero no se lo dirás a nadie.

—Claro que no.

—Trato de hermanos.

—Trato —contesté, aunque sabía que solo estaba haciendo todo aquello para alargar la conversación un poco más y mantener mi atención.

—La segunda noche que pasé en Sídney estaba todavía alojado en un hotel, aburrido y un poco jodido, así que decidí irme a dar una vuelta, solo, y terminé en un bar de copas tomando algo. Llevaba veinte minutos allí cuando ella apareció. Y era increíble. Le pregunté si podía invitarla a algo y aceptó. Estuvimos hablando un poco y al final acabamos…, ya sabes, en mi habitación.

—No hables como si fuese una niña.

—Está bien. Me la follé. —Aguanté la risa—. ¿Y a que no adivinas a quién me encontré a la mañana siguiente cuando me dijeron que fuese al despacho a conocer a la jefa?

—¿Lo dices en serio?

—Sí, joder. Ahí estaba.

—¿Y qué pasó?

Oliver sonrió y respiró hondo, como si acabase de demostrarse algo a sí mismo que llevaba mucho tiempo esperando. Lo entendí al ver la satisfacción en sus ojos y al darme cuenta de que hacía un rato que yo no pensaba en nada, tan solo estaba allí, en ese presente, prestándole atención a mi hermano, en una situación tan normal, tan cotidiana.

—Será mejor que nos vayamos ya.

Él asintió y se levantó para pagar.

Yo me quedé un rato aún sentada en la terraza, intentando aclarar lo que estaba sintiendo; era como flotar en medio de la nada, un limbo, un lugar entumecido y muy vivo al mismo tiempo, lleno de contrastes e incoherencias, de miedos y anhelos.

Oliver respetó el silencio mientras regresábamos andando. Al llegar a una calle que conocía bien, frené en seco.

—¿Te importa si voy a casa por mi cuenta?

—¿No vive Blair aquí?

—Sí. Tengo que hablar con ella.

—De acuerdo. Dame un beso.

Se inclinó para que pudiese alcanzar su mejilla y luego se marchó caminando a paso rápido. Yo me quedé un rato en el mismo lugar hasta que encontré el valor para llamar. Abrió la señora Anderson, sorprendida hasta que la compasión ganó la batalla e inundó sus ojos oscuros. Yo bajé la cabeza, porque no soportaba ver la lástima desperezándose poco a poco.

—Vaya, cielo, ¡qué alegría verte por aquí! Hacía tanto tiempo que… —Dejó la frase a medias y se hizo a un lado—. Blair está en su habitación. ¿Te apetece tomar algo? ¿Un poco de zumo?, ¿café?

—Gracias, pero no es necesario.

Me indicó el camino hacia el dormitorio de su hija. Recorrí el pasillo con el corazón en la garganta. Las pulsaciones se me dispararon. Tantos momentos felices que había vivido allí…

Tomé aire y llamé a la puerta antes de abrir.

Al verme, Blair se llevó una mano al pecho.

—¡No me lo puedo creer! —Sonrió, y se dio un golpe en el meñique al levantarse corriendo de la cama para venir hacia mí—. ¡Auch, joder! Nada, no importa. El dolor es solo mental, ¿no es eso lo que dicen? Vamos, ven, siéntate aquí. ¿Todo va bien? ¿Ha ocurrido algo? Porque si necesitas cualquier cosa, ya sabes…, bueno, lo sabes.

—No necesito nada. Solo quería pedirte perdón.

Tenía la sensación de que me pasaba los días pidiendo perdón. Pero es que me sentía tan culpable, tan mal, tan nociva… Sabía que estaba haciendo daño a todas las personas a las que quería y aun así no podía evitarlo, porque la alternativa era demasiado…, demasiado, a secas.

—¿Por qué ibas a hacer eso?

—Por lo que ocurrió en el festival.

—No digas tonterías. Me gustó que te animases a venir.

—No debería haber bebido ni ponerte en un aprieto.

Blair sacudió la mano.

—Olvídalo. Lo importante es que estuviste allí.

—Gracias por ser así —susurré.

Me senté a los pies de la cama, cerca de ella. Contemplé la habitación, fijándome en las fotografías de las dos y de otros amigos que llenaban el corcho colgado encima del escritorio, justo al lado de un cuadro que había pintado para ella por su cumpleaños, y que mostraba su delicada silueta de espaldas frente a un mar embravecido. Porque, para mí, Blair siempre había sido un poco así, la calma en medio del caos. La calma en medio de mí misma. Una vez, mi padre me dijo que todos necesitamos un ancla; en cierto modo, ella había sido la mía.

—La próxima vez haremos algo tranquilo —dijo.

—Sí, casi mejor. No sé qué me pasó.

—¿A qué te refieres?

Y no sé si fue porque no sabía qué más decir antes de largarme de allí, si fue por su mirada llena de nostalgia o a causa del momento extraño que estábamos viviendo, pero lo solté de golpe, con las ideas aturulladas y la garganta seca:

—Me desnudé delante de él.

—¿Cómo dices?

—Delante de Axel. Y lo besé.

—Joder, Leah. ¿Hablas en serio?

—No era yo misma —me defendí.

Los rasgos de Blair se suavizaron y sus ojos se llenaron de ternura. Alargó una mano y la apoyó encima de la mía antes de darme un apretón que me calentó por dentro, como si ese contacto fuese una descarga de recuerdos, de una sensación tan familiar, de su amistad.

—¿No te has dado cuenta, Leah? Eras más tú que nunca. La de verdad. ¿Ya no te acuerdas? Siempre fuiste así. Visceral. Impredecible. Hacías cualquier locura que se te pasase por la cabeza, me arrastrabas a mí contigo y eso…, eso me hacía sentir muy viva. Lo echo de menos.

Me levanté temblando.

—Tengo que irme.

30

      

AXEL

Tumbada en la cama, se quitó el sujetador y tiró de mi mano hacia ella. Caí a su lado de rodillas. Clavé la mirada en aquel cuerpo femenino al tiempo que alargaba un brazo y le acariciaba las piernas, ascendiendo con lentitud. Madison separó las rodillas para que pudiese tocarla, y cuando lo hice, ella se arqueó en respuesta, gimiendo.

Entonces pensé en unos pechos más pequeños, más redondeados; diferentes. «Joder.» Sacudí la cabeza para alejar esa imagen, el recuerdo.

Me tumbé. Madison trepó por mi cuerpo, me puso un condón y me olvidé de todo, del resto del mundo, de cualquier otra cosa que no fuésemos nosotros dos moviéndonos al mismo ritmo, sus gemidos en mi oreja, el placer volviéndose más intenso; la necesidad, el sexo, ese momento. Solo eso.