Nada más abrir la puerta me encontré a Menshiki allí plantado.
Llevaba una camisa blanca de cuello americano, un elegante chaleco de cuadros de lana, una americana de tweed gris azulado a conjunto con un pantalón mostaza tipo chino y unos zapatos de ante marrón. Como era habitual en él, su forma de vestir provocaba una impresión inmejorable. Su abundante pelo blanco resplandecía bajo la luz otoñal y a su espalda vi el Jaguar plateado aparcado junto al Toyota Prius. Los dos coches juntos producían el mismo efecto que una persona con los dientes torcidos riéndose con la boca abierta.
Le invité a pasar sin decir nada. La situación parecía tensar su gesto y, por alguna razón, me recordaba a una pared recién enyesada aún por secar. Nunca había visto esa expresión en su rostro. Era un hombre con un gran autocontrol, que no perdía la calma en ninguna situación, ni mostraba nunca sus sentimientos. Incluso después de permanecer encerrado una hora en el fondo del agujero del bosque completamente a oscuras, ni siquiera el color de su cara había experimentado cambio alguno. Sin embargo, en ese momento estaba pálido.
—¿Puedo pasar? —me preguntó.
—Por supuesto —le dije—. Estábamos a punto de terminar de comer.
—No quiero molestar —dijo mirando la hora en su reloj en un acto reflejo y sin apartar la vista de él durante un tiempo que me pareció excesivo, como si tuviera algo que objetar al movimiento de las agujas.
—Terminamos enseguida. He preparado algo sencillo para comer y si le parece bien podemos tomar café juntos y le presento a mis invitadas. Puede esperarnos en el salón.
Menshiki sacudió la cabeza.
—No, quizá no sea el momento oportuno. Pensé que ya estaba usted solo, pero al llegar he visto un coche desconocido y no sabía bien qué hacer...
—Es buen momento —le interrumpí—. No se preocupe. Déjelo en mis manos. Lo haremos con naturalidad.
Asintió y se quitó los zapatos para entrar en la casa, pero parecía costarle mucho. Esperé a que terminase y le acompañé al salón. Ya había estado allí en varias ocasiones y, sin embargo, miró a su alrededor como si fuera la primera vez en su vida que lo veía.
—Espere aquí —le dije tocando ligeramente su hombro—. Póngase cómodo, por favor. No tardaré ni diez minutos.
Le dejé allí solo y volví al comedor con cierta inquietud. En mi ausencia, Shoko y Marie habían acabado de comer. Los tenedores ya estaban encima del plato.
—¿Tiene usted visita? —preguntó Shoko con gesto preocupado.
—Sí, pero no se preocupe. Es un amigo que vive cerca y tenemos confianza. Está esperando en el salón. Voy a terminar de comer.
Mientras ellas recogían la mesa preparé café.
—¿Por qué no vamos al salón y tomamos café juntos? —propuse a Shoko.
—¿No le molestamos?
Sacudí la cabeza.
—En absoluto. Quizá sea el destino, quién sabe. Se lo presentaré. Le he dicho que vive cerca, pero en realidad su casa está al otro lado del valle. Quizás aún no le conozca.
—¿Cómo se apellida?
—Menshiki. Se escribe con los ideogramas de «eximirse» y de «color», en otras palabras: «eximirse de color».
—Qué apellido tan peculiar —dijo ella—. No lo había oído nunca. Es verdad, la otra ladera del valle no queda lejos, pero casi nunca vamos por allí.
Serví cuatro tazas de café y las puse en una bandeja junto con una jarrita de leche y azúcar, y nos fuimos juntos al salón.
Menshiki no se encontraba allí y me quedé muy sorprendido. El salón estaba vacío. Tampoco estaba en la terraza y no parecía haber ido al lavabo.
—¿Adónde ha ido? —pregunté sin dirigirme a nadie en especial.
—¿Estaba aquí? —preguntó Shoko.
—Sí, hasta hace un momento.
Fui a la entrada. Sus zapatos de ante también habían desaparecido. Me puse unas sandalias y salí. El Jaguar plateado seguía aparcado en el mismo sitio, lo cual quería decir que no se había marchado. El parabrisas brillaba bajo la luz del sol y no veía si había alguien dentro del coche o no. Me acerqué. Menshiki estaba sentado en el asiento del conductor y se afanaba en buscar algo. Di un golpe con los nudillos en la ventanilla, la bajó y me miró con un gesto de perplejidad.
—¿Le ocurre algo? —le pregunté.
—Quería medir la presión de los neumáticos, pero no encuentro el barómetro. Creo recordar que siempre llevo uno en la guantera.
—¿Y tan urgente es que tiene que hacerlo en este momento?
—No, pero mientras estaba sentado en el salón, de pronto me he preocupado por la presión de los neumáticos. Últimamente no he medido la presión del aire.
—Eso quiere decir que no les pasa nada a las ruedas, ¿verdad?
—No, no. Están perfectamente.
—En ese caso, ¿por qué no lo deja y volvemos adentro? He preparado café. Le están esperando.
—¿Me están esperando? —dijo en un tono más bien seco—. ¿Me están esperando a mí?
—Sí. Les he dicho que le presentaría.
—¡Qué situación!
—¿Qué situación por qué?
—Aún no estoy preparado. Quiero decir, mi corazón no está preparado.
En sus ojos se notaban el miedo y la perplejidad, como cuando una persona tiene que tirarse del décimo sexto piso de un edificio en llamas y acertar en una lona sujeta por los bomberos que desde allí arriba se ve como un posavasos.
—Vamos, venga conmigo —insistí en un tono firme—. Ya verá como todo irá bien.
Menshiki asintió sin decir nada, salió del coche y cerró la puerta. Iba a cerrar con llave, pero debió de caer en la cuenta de que no hacía falta (al fin y al cabo, allí en lo alto de la montaña nunca aparecía nadie). Se guardó la llave en el bolsillo del pantalón.
Cuando entramos en el salón, Shoko y Marie estaban sentadas en el sofá. Nada más vernos se levantaron cortésmente. Hice las presentaciones de rigor con la mayor sencillez posible, como si en el encuentro no hubiera nada de extraordinario.
—También he pintado un retrato del señor Menshiki —dije—. Vive cerca de aquí y tenemos buena relación.
—Vive usted al otro lado del valle, ¿verdad? —preguntó Shoko.
Al mencionar la casa, Menshiki se quedó lívido sin poder disimularlo.
—Sí, vivo ahí desde hace algunos años. Veamos... Pues... ¿Tres o cuatro años?
Me miró como si me lo preguntase a mí, pero no le dije nada.
—¿Se ve su casa desde aquí? —le preguntó Shoko.
—Sí —contestó, para añadir enseguida—: pero no es nada del otro mundo. Está en un lugar muy incómodo.
—Incómoda, eso es lo mismo que se puede decir de nuestra casa —dijo Shoko en un tono de voz agradable—. Solo ir a la compra ya es casi un trabajo. No llegan bien ni la señal del teléfono ni las ondas de radio, y hay tanta pendiente que cuando nieva me da miedo sacar el coche. Por suerte, solo me pasó una vez hace cinco años.
—Es verdad, por aquí no nieva tanto. Se debe al viento cálido que llega desde el mar. El mar tiene un poder enorme. Así que...
—Sea por la razón que sea —le interrumpí—, es de agradecer que no nieve mucho durante el invierno.
Notaba una actitud tan apremiante en Menshiki que si le dejaba podía ponerse a explicar las razones de la existencia de la corriente cálida del Pacífico que baña las costas japonesas.
Marie observaba a Menshiki y a su tía alternativamente. No me pareció que él le hubiera causado una impresión especial. Menshiki no la había mirado directamente en ningún momento, como si quisiera concentrarse solo en su tía y se sintiera atraído por ella.
—Estoy pintando el retrato de Marie —le expliqué—. Le he pedido que pose para mí.
—Por eso venimos los domingos por la mañana —añadió Shoko—. No vivimos lejos, pero por culpa de la montaña hay que dar muchas vueltas para llegar hasta aquí.
Menshiki miró por fin a Marie de frente. Sus ojos, sin embargo, se movían intranquilos, como si siguieran a una mosca revoloteando alrededor de la cara de la niña sin encontrar dónde posarse.
Para echarle una mano, alcancé el cuaderno de bocetos y se lo mostré.
—Son los bocetos que he hecho hasta ahora. Aún estamos en la fase preliminar y no he empezado con el trabajo sobre el lienzo.
Contempló los tres bocetos durante mucho tiempo, como si fueran mucho más importantes para él que la propia Marie. No era así, obviamente, pero se veía incapaz de mirarla de frente. Los bocetos solo eran una tabla de salvación. Por primera vez estaba tan cerca de ella y quizá por eso aún no podía poner en orden sus sentimientos. Marie, por su parte, le observaba como si tuviese delante un animal extraño.
—Es un trabajo magnífico —dijo al fin. Enseguida miró a Shoko y añadió—: Hay mucha vida en ellos, una atmósfera muy bien captada.
—Sí, a mí también me lo parece —dijo ella con una sonrisa.
—Pero Marie es una modelo muy difícil —le expliqué—. No resulta fácil pintarla. Cambia de expresión todo el rato y comprender su esencia me está llevando más tiempo del que esperaba. Quizá por eso aún no he podido empezar con el lienzo.
—¿Difícil? —se extrañó él.
Entornó los ojos y miró de nuevo a Marie como si tuviese delante un objeto resplandeciente.
—Si se fija, cada uno de los bocetos capta un gesto muy distinto. Un pequeño cambio y el conjunto varía por completo. Para el retrato necesito capturar su esencia interior, no solo los cambios superficiales. De lo contrario, tan solo seré capaz de plasmar una parte del conjunto.
—Entiendo —dijo Menshiki aparentemente impresionado.
Miró los bocetos de nuevo y los cotejó con la cara de Marie.
Su cara lívida había empezado a recuperar el color. Al principio, solo fue un pequeño punto, pero pronto aumentó de tamaño hasta alcanzar el de una pelota de ping pong, después el de una de béisbol hasta extenderse al fin a la totalidad de la cara. Marie observaba el cambio de coloración de su cara con sumo interés. Shoko evitaba mirarle directamente para no ser descortés. Yo me serví otro café.
—A partir de la próxima semana tengo intención de ponerme a trabajar en serio con el retrato. O sea, empezaré a pintar en el lienzo.
Hablaba para llenar el silencio que se había instalado entre nosotros. No me dirigía a nadie en concreto.
—¿Ya tiene una idea? —me preguntó Shoko.
Negué con la cabeza.
—Nada concreto todavía. Reconozco que si no estoy delante del lienzo con el pincel en la mano no se me ocurre nada.
—Ha pintado usted el retrato del señor Menshiki, ¿verdad? —me preguntó Shoko.
—Sí, el mes pasado.
—¡Un trabajo espléndido! —intervino Menshiki impetuoso—. La pintura aún tiene que secarse y no lo he enmarcado, pero ya lo he colgado en mi estudio. Quizá llamarlo retrato no sea la forma más correcta de referirse a él. En cierta manera me ha pintado a mí, pero al mismo tiempo no soy yo. No sé cómo explicarlo, pero es una obra muy profunda. No me canso de mirarla.
—¿Es usted, pero no es usted? —preguntó Shoko extrañada.
—No se trata de un retrato al uso, más bien de un cuadro que entra en terrenos más profundos.
—Me gustaría verlo —dijo Marie.
Era la primera vez que hablaba desde que nos habíamos sentado en el salón.
—Pero Marie, eso no puede ser. No puedes presentarte en casa de otra persona...
—No me importa en absoluto —saltó Menshiki como si cortase las palabras de Shoko con un hacha.
Su inesperada reacción nos dejó a todos (incluido al propio Menshiki) sin respiración. Cuando nos recuperamos tras un lapso de tiempo, continuó:
—Ya que vivimos tan cerca, vengan cuando quieran a ver el cuadro. Vivo solo, de manera que no hay nada de que preocuparse. Estaré encantado de recibirles.
Al terminar, Menshiki volvió a sonrojarse aún más. Tal vez pensó que se había expresado con demasiado apremio.
—Marie, ¿a ti también te gusta la pintura?
Menshiki se dirigió a la niña mirándola a los ojos. Su voz había recuperado el tono de siempre.
Marie asintió en silencio con una ligera inclinación de la cabeza.
—Si no tienen inconveniente, podría venir a buscarlas el próximo domingo a esta misma hora.
—No queremos causarle tantas molestias —dijo Shoko.
—Pero yo quiero verlo —dijo Marie contundente.
Finalmente acordaron la cita para el siguiente domingo a partir de las doce. Menshiki me invitó a mí también, pero me excusé con el argumento de que tenía algo que hacer. En realidad, no quería inmiscuirme aún más en el asunto. Lo que ocurriese a partir de ese momento lo dejaba en manos de los interesados. Yo quería mantenerme lo más alejado posible. Ya me había visto en la obligación de hacer de intermediario a pesar de no haber tenido nunca ningún interés.
Menshiki y yo salimos para despedirnos de aquellas dos cautivadoras mujeres. Shoko observó el Jaguar plateado de Menshiki con mucho interés, como un amante de los perros cuando se detiene en medio de la calle entusiasmado ante un magnífico ejemplar que pasea otra persona.
—Es el último modelo, ¿verdad? —le preguntó a Menshiki.
—Sí, de momento es el último coupé que ha sacado Jaguar. ¿Le gustan los coches?
—No, en realidad no mucho, pero mi difunto padre tenía un modelo sedán de Jaguar. Me llevaba a todas partes en él y de vez en cuando me dejaba conducirlo. Por eso, cuando veo el símbolo de Jaguar en un coche siento nostalgia. Creo recordar que era un XJ6 con cuatro faros delanteros redondos y un motor V6 de 4,2 litros.
—De la serie III. Sí, lo recuerdo bien. Era un modelo muy bonito.
—A mi padre le encantaba ese coche. Lo tuvo mucho tiempo, aunque se quejaba de que consumía mucho y de que a menudo se le rompían pequeñas piezas.
—Es verdad. Ese modelo en concreto consumía mucho y el sistema electrónico daba muchos problemas. Jaguar nunca ha sido una buena marca para los sistemas electrónicos, pero si no tiene demasiadas averías y a uno no le importa lo mucho que consume, es un coche estupendo. Es cómodo y se conduce bien. Tiene algo que los demás no tienen, aunque a casi todo el mundo le preocupan las averías y el consumo, por supuesto. Por eso se vende tanto el Toyota Prius.
—Este me lo compró mi hermano. No lo elegí yo —dijo ella como si se excusara—. Según él, es fácil de conducir, seguro y respetuoso con el medio ambiente.
—El Prius es un coche magnífico. Yo también valoré la posibilidad de comprármelo.
Me pregunté si eso era cierto. No me imaginaba a Menshiki conduciendo un Toyota Prius, como no me imaginaba a un leopardo pidiendo una ensalada niçoise en un restaurante. Shoko se acercó para echar un vistazo al interior del coche.
—No quisiera ser indiscreta —dijo—, pero ¿podría subir un momento, quiero decir, sentarme al volante?
—Por supuesto —dijo Menshiki carraspeando para aclararse la voz—. Tómese su tiempo y si quiere puede conducirlo. No me importa en absoluto.
El hecho de mostrar tanto interés por el Jaguar de Menshiki fue una auténtica sorpresa. Por su aspecto apacible, sencillo y de buen gusto, no me había parecido en absoluto el tipo de mujer que se interesase por los coches. Sin embargo, se sentó en el asiento de cuero de color crema del conductor con un brillo en los ojos, se acomodó, observó atenta el panel de control y colocó las dos manos en el volante. Después, puso la izquierda en la palanca de cambios. Menshiki sacó la llave del bolsillo y se la dio.
—Arranque el motor —le dijo.
Shoko aceptó la llave sin decir nada, la introdujo en la ranura y la giró en el sentido de las agujas del reloj. La enorme bestia felina a sus pies se despertó en un segundo. Se quedó embelesada un buen rato con el rugido cavernoso del motor.
—Este ruido me resulta muy familiar —dijo.
—Es un motor V8 de 4,2 litros. El XJ6 de su padre tenía un motor V6, menos válvulas y un sistema de inyección distinto, pero puede que el sonido sea parecido. Al fin y al cabo, queman combustible fósil alegremente sin la más mínima preocupación. Tanto antes como ahora, casi se las podría considerar máquinas criminales.
Shoko accionó el intermitente derecho y escuchó atenta el alegre tictac.
—Este ruido me trae muchos recuerdos —dijo.
Menshiki sonrió.
—Es un ruido peculiar de los Jaguar, distinto a cualquier otro coche.
—Cuando me saqué el carnet, a veces conducía a escondidas su XJ6. El freno de mano también es especial y la primera vez no sabía cómo quitarlo.
—Sé a lo que se refiere —dijo Menshiki sin perder la sonrisa de su gesto—. Los ingleses se preocupan mucho por cosas extrañas.
—Pero huele distinto al de mi padre.
—Tiene razón. Por toda una serie de circunstancias los materiales del interior ya no son los de antes. Desde que la empresa Connolly Leather cerró y dejó de suministrarles el cuero en 2002, ese olor característico ha cambiado.
—¡Qué lástima! Me gustaba mucho ese olor. Para mí estaba asociado al recuerdo de mi padre.
—A decir verdad —dijo Menshiki con cierto titubeo—, además de este tengo otro modelo más antiguo. Tal vez huela como el de su padre.
—¿Un XJ6?
—No, un clase E.
—¿Se refiere al descapotable?
—Sí. Un serie 1 Roadstar fabricado a mediados de los sesenta. Aún funciona bien. Tiene un motor V6 de 4,2 litros. Es un modelo original de dos asientos, pero tuve que cambiarle la capota y ya no es el auténtico en sentido estricto.
Nunca me han interesado los coches y apenas entendía de lo que hablaban, pero Shoko parecía muy impresionada con todo aquello. En cualquier caso, descubrir que compartían la afición por los Jaguar (sin duda, un campo muy reducido) me hizo sentir alivio. Ya no debía esforzarme por encontrar un tema de conversación en el que coincidieran dos perfectos desconocidos. En cuanto a Marie, mostraba aún menos interés que yo por los coches y se limitaba a escuchar aburrida.
Shoko se bajó del Jaguar, cerró la puerta y le devolvió la llave a Menshiki, que se la guardó enseguida en el bolsillo del pantalón. Marie y ella se subieron al Toyota Prius azul y Menshiki tuvo la cortesía de cerrar la puerta a la niña. También me llamó la atención la diferencia del ruido de la puerta al cerrarse entre el Jaguar y el Prius. Si nos paramos a pensar, en realidad los sonidos pueden ser muy diferentes. Solo hay que prestar un poco de atención para darse cuenta. El sonido de la cuerda de un contrabajo tocado por Charles Mingus o por Ray Brown, por ejemplo, es completamente distinto.
—Nos vemos entonces el próximo domingo —se despidió Menshiki.
Shoko le sonrió. Arrancó el coche y se marcharon. Cuando desapareció de nuestra vista la silueta rechoncha del Toyota Prius, entramos en casa. Tomamos lo que quedaba del café ya frío en el salón y durante un rato no hablamos de nada. Parecía como si a Menshiki le hubieran abandonado las fuerzas, como un corredor de fondo en la línea de meta tras una carrera extenuante.
—Es muy guapa —dije al cabo de un rato—. Me refiero a Marie.
—Sí. De mayor será una belleza —confirmó Menshiki.
A pesar de su comentario, parecía pensar en otra cosa.
—¿Qué ha sentido al verla de cerca?
Sonrió incómodo.
—Si le soy sincero, ni siquiera he podido mirarla como me hubiera gustado. Estaba muy nervioso.
—Pero sí lo suficiente, ¿no?
Asintió.
—Por supuesto.
Volvió a guardar silencio durante un rato y de pronto levantó la cara y me miró con gesto serio.
—Y a usted, ¿qué le ha parecido? —me preguntó.
—¿A qué se refiere?
Su cara volvió a sonrojarse una vez más.
—Me refiero a si hay algún rasgo común entre nosotros. Usted es pintor y ha pintado muchos retratos, imagino que apreciará ese tipo de cosas con facilidad.
Sacudí la cabeza.
—He estudiado para comprender los rasgos de una cara con cierta rapidez, es verdad, pero no se me da bien sacar parecidos entre padres e hijos. De hecho, hay muchos casos en que no se parecen en absoluto y otros que sí.
Menshiki suspiró profundamente. Era un suspiro que parecía brotar de todos los pliegues de su cuerpo. Se frotó las manos.
—No le pido un peritaje o algo por el estilo —dijo—, solo una impresión personal. Me conformo con un detalle, no sé, algo que le haya llamado la atención. Me gustaría mucho oírlo.
Me quedé pensando un rato.
—Si hablo de los rasgos de la cara en concreto —dije al fin—, quizá no tengan muchas cosas en común, pero en los ojos, en la forma de moverlos, sí que he apreciado cierto parecido. Al menos me ha dado esa impresión por momentos.
Menshiki apretó sus finos labios y me miró a los ojos.
—¿Quiere decir que nuestros ojos se parecen?
—Tal vez se deba a que los ojos reflejan los sentimientos. Son cosas sutiles que se notan tanto en su mirada como en la de ella, no sé, la curiosidad, el entusiasmo, la sorpresa, las dudas o cierta resistencia. Quizá las caras no reflejen muchos sentimientos, pero los ojos son realmente una ventana del corazón. Es lo contrario de lo que le sucede al común de los mortales. La mayoría de las personas tienen una cara expresiva, pero no tienen unos ojos tan vivos como los suyos.
Menshiki pareció sorprendido.
—¿Mis ojos son así? —preguntó, incrédulo.
Asentí.
—Nunca se me había pasado por la cabeza —admitió.
—Aunque quiera controlarlo, tal vez no pueda. O tal vez por el hecho de controlar sus gestos, la consecuencia lógica es que sus sentimientos hayan terminado por concentrarse en sus ojos. Sea como sea, uno solo se da cuenta después de observar atentamente. Imagino que a una persona normal le pasará inadvertido.
—¿Y usted puede verlo?
—Digamos que mi profesión se basa en comprender el gesto de las personas.
Menshiki se quedó pensando durante un rato antes de volver a hablar.
—De acuerdo, nuestros ojos se parecen, pero en términos de padre e hija, ¿encuentra usted algún otro parecido?
—Cuando veo a la gente, tengo ciertas impresiones, digamos, pictóricas. A eso sí le presto mucha atención, pero de eso a un hecho concreto y objetivo hay mucha distancia. Son cosas muy distintas. Una impresión no demuestra nada, después de todo. Es como una mariposa arrastrada por el viento. No tiene una utilidad real y concreta. ¿Y a usted qué le ha parecido? ¿No ha sentido nada especial al tenerla enfrente?
Sacudió la cabeza repetidas veces.
—No. No puedo por el simple hecho de verla una sola vez durante poco tiempo. Me hace falta más. Debo acostumbrarme a su presencia...
Volvió a mover despacio la cabeza. Metió las manos en los bolsillos de su chaqueta y las sacó enseguida, como si se hubiera olvidado de lo que buscaba.
—No. Tal vez no se trate del número de veces que la vea. Si tengo muchas oportunidades de hacerlo, quizá la confusión no haga más que aumentar y ya no sea capaz de llegar a una conclusión. Puede que sea mi hija biológica y puede que no, pero en ambos casos da igual. El simple hecho de estar frente a ella y pensar en esas dos posibilidades, solo acariciar esa hipótesis, ya hace que una sangre fresca y renovada fluya hasta por el último rincón de mi cuerpo. Es posible que no hubiera entendido hasta ahora el verdadero sentido de la existencia.
Me quedé en silencio. No podía comentar nada de los sentimientos que albergaba en su corazón, de lo que significaba para él vivir. Miró su reloj, que tenía aspecto de ser muy caro, y se levantó del sofá un tanto rígido, como si forcejease consigo mismo.
—Debo agradecerle lo que ha hecho por mí. Si no me hubiera animado usted, no creo que hubiera sido capaz de hacer nada por mí mismo.
Se dirigió hacia la entrada con pasos vacilantes, se puso los zapatos, se tomó mucho tiempo para atarse los cordones y salió. Observé desde allí cómo se subía al coche y se marchaba. Cuando el Jaguar desapareció de mi vista, el silencio característico de las tardes de domingo me envolvió de nuevo.
El reloj marcaba las dos pasadas. Estaba muy cansado. Saqué una manta vieja del armario, me tumbé en el sofá, me tapé y me dispuse a dormir un rato. Cuando me desperté, ya eran las tres pasadas. La luz del sol que iluminaba el salón se había desplazado. Era un día extraño. Me sentía incapaz de determinar si caminaba hacia delante, hacia atrás o si daba vueltas alrededor del mismo punto. Estaba desorientado. Shoko Akikawa, Marie y Menshiki, cada uno de ellos desprendía algo así como una fuerza magnética y yo estaba en medio de ellos sin ningún poder de atracción por mi parte.
Aún me sentía exhausto y el domingo no había terminado. Las agujas del reloj marcaban las tres, ni siquiera había anochecido. Todavía faltaba mucho para que ese día se convirtiera en pasado y diese paso a uno nuevo, pero no tenía ganas de hacer nada. La siesta no había logrado despejar la parte de mi cerebro que aún seguía abstraída, era como cuando una bola de lana en el fondo de un cajón impide cerrarlo. En días así, también debería dedicarme a medir la presión de los neumáticos. Si uno no tiene ganas de hacer nada, al menos le queda el recurso de realizar ese tipo de cosas.
En ese momento caí en la cuenta de que nunca había comprobado la presión de los neumáticos. De vez en cuando me decían algo en la gasolinera y los que trabajaban allí se hacían cargo. No tenía barómetro, obviamente. Ni siquiera sabía qué aspecto tenía ese aparato, pero si cabía en una guantera, no debía de ser tan grande ni tan caro para tener que comprarlo a plazos. Me dije que algún día me compraría uno para probar.
Cuando oscureció, fui a la cocina, abrí una cerveza y preparé bonito asado con sake. Corté también unas verduras encurtidas, hice una ensalada de algas y pepino en vinagre y una sopa de miso con nabo y tofu frito. Después me senté a la mesa y me lo comí todo yo solo en silencio. No tenía a nadie con quien conversar y, de haberlo tenido, tampoco habría sabido qué decir. Cuando estaba a punto de terminar mi solitaria cena, sonó el timbre de la puerta. Al parecer, todo el mundo se había puesto de acuerdo en llamar al timbre de mi puerta ese día cuando todavía no había acabado de comer.
«El día aún no ha terminado», pensé. Tenía la impresión de que iba a ser un domingo muy largo. Me levanté y me dirigí despacio hasta la puerta.