DARWIN Y EL SIGNIFICADO DE LAS FLORES

Todos conocemos la historia canónica de Charles Darwin: el joven de veintidós años que se embarca en el Beagle rumbo a los confines de la tierra; Darwin en la Patagonia; Darwin en la Pampa Argentina (donde demuestra su habilidad con el lazo echándoselo a las patas de su propio caballo); Darwin en Sudamérica, recogiendo huesos de gigantescos animales extinguidos; Darwin en Australia –cuando todavía es creyente–, atónito al ver por primera vez un canguro («seguramente el mundo es obra de dos Creadores distintos»). Y, naturalmente, Darwin en las Galápagos, observando que los pinzones eran distintos en cada isla, comenzando a comprender de una manera completamente nueva cómo evolucionan los seres vivos, algo que, un cuarto de siglo después, daría como resultado la publicación de El origen de las especies.

La historia alcanza aquí su clímax con la publicación de El origen en noviembre de 1859, y cuenta con una especie de epílogo elegiaco: la visión de un Darwin mayor y achacoso, en los veintipico años que le quedan, entreteniéndose en sus jardines de Down House sin ningún plan ni propósito concreto, quizá publicando un libro o dos, aunque su obra importante la ha completado hace ya tiempo.

Nada más lejos de la verdad. Darwin siguió siendo muy sensible tanto a las críticas como a las pruebas que sustentaba su teoría de la selección natural, lo que le condujo a sacar a la luz no menos de cinco ediciones de El origen. Es posible que se hubiera retirado (o regresado) a su jardín y a sus invernaderos después de 1859 (un extenso terreno rodeaba Down House, que contaba con cinco invernaderos), pero para él se trataba de máquinas de guerra desde las cuales lanzaba grandes misiles en forma de pruebas a los escépticos que vivían en el exterior –descripciones de estructuras y comportamientos insólitos de plantas muy difíciles de atribuir a una creación o diseño especial–, pruebas en abundancia que apoyaban la evolución y la selección natural de una manera todavía más abrumadora que las presentadas en El origen.

Resulta extraño que incluso los estudiosos de Darwin presten relativamente poca atención a su obra botánica, aun cuando abarca seis libros y setenta y pico artículos. Así, Duane Isely, en su libro de 1994 One Hundred and One Botanists, escribe que a pesar de que

se ha escrito más sobre Darwin que sobre cualquier otro biólogo de la historia [...] casi nunca se le ha presentado como botánico. [...] El hecho de que escribiera varios libros acerca de su investigación sobre las plantas se menciona en gran parte de los estudios sobre el autor, pero siempre de pasada, más o menos como si dijeran: «Bueno, el gran hombre de vez en cuando tiene que distraerse.»

Darwin siempre había sentido un cariño especial por las plantas, y también una especial admiración. («Siempre me ha gustado elevar las plantas a la categoría de seres organizados», escribió en su autobiografía.) Creció en una familia de botánicos: su abuelo, Erasmus Darwin, había escrito un extenso poema en dos volúmenes titulado The Botanic Garden, y el propio Charles creció en una casa cuyos vastos jardines estaban llenos no solo de flores, sino de una variedad de manzanos cruzados para aumentar su vigor. Cuando era estudiante universitario en Cambridge, las únicas clases a las que Darwin asistía de manera regular eran las del botánico J. S. Henslow, y fue este, al reconocer las extraordinarias cualidades de su alumno, quien le recomendó para que le dieran un puesto en el Beagle.

Fue a Henslow a quien Darwin escribió cartas muy detalladas llenas de observaciones acerca de la fauna, la flora y la geología de los lugares que visitaba. (Estas cartas se publicaron y circularon, y contribuyeron a que Darwin se hiciera famoso en los círculos científicos antes incluso de que el Beagle regresara a Inglaterra.) Y fue para Henslow para quien Darwin, mientras estaba en las Galápagos, reunió una esmerada colección de todas las plantas en flor y observó que las distintas islas del archipiélago a menudo poseían diferentes especies del mismo género. Para él resultaría una prueba fundamental a la hora de reflexionar acerca del papel de divergencia geográfica en el origen de las nuevas especies.

De hecho, tal como David Kohn señalaba en un espléndido ensayo de 2008, los especímenes botánicos que Darwin reunió en las Galápagos, en un número superior a doscientos, constituyen «la colección individual de organismos vivos de historia natural más influyente en toda la historia de la ciencia [...]. También resultaría ser el ejemplo mejor documentado de Darwin de la evolución de las especies de las islas».

(Los pájaros que Darwin reunió, por el contrario, no siempre fueron correctamente identificados ni etiquetados con su isla de origen, y no fue hasta su regreso a Inglaterra cuando estos, complementados con los especímenes recogidos por sus camaradas de a bordo, fueron clasificados por el ornitólogo John Gould.)

Darwin trabó una estrecha amistad con dos botánicos: Joseph Dalton Hooker, de Kew Gardens, y Asa Gray, de Harvard. Hooker se convirtió en su confidente en la década de 1840 –el único hombre al que le enseñó el primer borrador de su obra sobre la evolución–, y Asa Grey pasaría a formar parte de su círculo íntimo en la década de 1850. Darwin escribiría a ambos con creciente entusiasmo refiriéndose a «nuestra teoría».

Sin embargo, aunque Darwin se contentaba con calificarse de geólogo (escribió tres libros de geología basados en sus observaciones durante el viaje del Beagle, y concibió una teoría sorprendentemente original sobre el origen de los atolones de coral que no fue confirmada experimentalmente hasta la segunda mitad del siglo XX), siempre insistió en que no era botánico. Una de las razones fue que la botánica (a pesar de un comienzo precoz a principios del siglo XVIII con Vegetable Staticks, de Stephen Hales, un libro lleno de fascinantes experimentos sobre la fisiología de las plantas) siguió siendo una disciplina casi completamente descriptiva y taxonómica: las plantas se identificaban, se clasificaban y se nombraban, pero no se investigaban. Darwin, por el contrario, era sobre todo un investigador, preocupado por el «cómo» y el «por qué» de la estructura y comportamiento de la planta, y no solo por el «qué».

Para Darwin, la botánica no era una simple distracción o un hobby, al igual que para muchos victorianos; en su caso, el estudio de las plantas siempre tuvo un propósito teórico relacionado con la evolución y la selección natural. Tal como escribió su hijo Francis, estaba «como poseído de una capacidad de teorización dispuesta a fluir por cualquier cauce a la menor agitación, de manera que ningún hecho, por insignificante que fuera, podía evitar liberar un flujo de teoría». Y el flujo discurría en los dos sentidos; el propio Darwin decía a menudo que «nadie que no fuera un teorizador activo podía ser un buen observador».

En el siglo XVIII, el científico sueco Carlos Linneo había demostrado que las flores poseían órganos sexuales (pistilos y estambres), y de hecho había basado su clasificación en ellos. Pero la creencia casi universal era que las flores se fertilizaban a sí mismas: ¿por qué, si no, poseían todas órganos masculinos y femeninos? El propio Linneo se reía un poco de la idea, y representó una flor con nueve estambres y un pistilo como si fuera un lecho nupcial en el que una doncella está rodeada de nueve amantes. Una idea semejante aparecía en el segundo volumen del libro del abuelo de Darwin The Botanic Garden, titulado The Loves of Plants. Ese era el ambiente en que creció el joven Darwin.

Pero un año o dos después de su regreso del Beagle Darwin se sintió obligado, por razones teóricas, a poner en entredicho la idea de la autofertilización. En un cuaderno de 1837 escribió: «¿Acaso las plantas que poseen órganos femeninos y masculinos juntos no reciben también influencia de otras plantas?» Razonó que si las plantas tenían que evolucionar, la fertilización cruzada era clave, pues de otro modo nunca habría modificaciones, y en el mundo no existiría más que una sola planta que se reproduciría a sí misma en lugar de la extraordinaria variedad de especies que existían. A principios de la década de 1840, Darwin comenzó a poner a prueba su teoría, diseccionando una variedad de flores (azaleas y rododendros entre ellas) y demostrando que muchas poseían mecanismos estructurales para impedir o minimizar la autopolinización.

Pero no fue hasta después de la publicación de El origen de las especies, en 1859, cuando Darwin dedicó toda su atención a las plantas. Y si antes se había dedicado sobre todo a observar y coleccionar, ahora, para obtener nuevos conocimientos, se dedicó sobre todo a la experimentación.

Al igual que otros, había observado que las flores de prímula aparecían en dos formas diferentes: una forma en «ojo de aguja» con un largo estilo –la parte femenina de la flor– y una forma «en borlas» con un estilo corto. Se creía que estas diferencias no tenían ninguna importancia. Pero Darwin sospechaba lo contrario, y al examinar ramos de prímulas que sus hijos le traían, descubrió que la proporción de formas en ojo de aguja y formas en borla era exactamente de uno a uno.

La imaginación de Darwin se activó al instante: una proporción de uno a uno era lo que cabría esperar de una especie en la que los órganos masculinos y femeninos estuvieran separados. ¿Podía ser que las flores de estilo largo, aunque hermafroditas, estuvieran en proceso de convertirse en flores femeninas, y las de estilo corto en flores masculinas? ¿Estaba viendo en realidad formas intermedias, la evolución en acción? Era una idea seductora, pero no se sostenía, pues las flores de estilo corto, las supuestas masculinas, producían tantas semillas como las de estilo largo, las «femeninas». Fue un ejemplo de (tal como lo habría expresado su amigo T. H. Huxley) «una hermosa hipótesis destruida por una fea realidad».

¿Cuál era, entonces, el significado de esos estilos diferentes y de su proporción uno a uno? Darwin dejó de teorizar y pasó a experimentar. De manera muy concienzuda, intentó actuar él mismo como polinizador, tumbándose boca abajo en el césped y transfiriendo polen flor a flor: de estilo largo a estilo largo, de estilo corto a estilo corto, de estilo largo a estilo corto y viceversa. Cuando salieron las semillas, las recogió y las pesó, y descubrió que la cosecha más abundante de semillas procedía de las flores cruzadas. Concluyó que la heterostilia, en la que las plantas poseen estilos de diferente longitud, era un mecanismo especial que había evolucionado para facilitar la reproducción externa, y que el cruzamiento aumentaba el número y vitalidad de las semillas (lo que él llamó su «vigor híbrido»). Darwin escribió posteriormente: «Creo que no ha habido nada en mi vida científica que me haya proporcionado tanta satisfacción como averiguar el significado de la estructura de estas plantas.»

Aunque este tema siguió siendo de especial interés para Darwin (en 1877 publicó un libro sobre el tema, Las formas de las flores), su preocupación central era cómo las plantas que dan flores se adaptan para utilizar insectos como agentes para su propia fertilización. Se sabía que los insectos se sentían atraídos por ciertas flores, que las visitaban y emergían de ellas cubiertos de polen. Pero a nadie se le había ocurrido que eso fuera de gran importancia, pues se suponía que las flores se autopolinizaban.

Era algo que Darwin ya había sospechado en 1840, y en la década de 1850 puso a cinco de sus hijos a trabajar en el trazado de las rutas de vuelo de abejorros machos. Admiraba sobre todo las orquídeas nativas que crecían en los prados que rodeaban la casa, de manera que comenzó con estas. Posteriormente, con la ayuda de amigos y corresponsales que le mandaron orquídeas para que las estudiara, y sobre todo Hooker, que entonces era director de Kew Gardens, amplió sus estudios a las orquídeas tropicales de todo tipo.

El trabajo sobre las orquídeas avanzó deprisa y sin obstáculos, y en 1862 Darwin pudo enviar su manuscrito a la imprenta. El libro tenía uno de esos títulos victorianos largos y explícitos: Sobre las variadas estrategias por las cuales las orquídeas británicas y foráneas son fertilizadas por insectos. Sus intenciones, o esperanzas, quedaban claras en sus páginas iniciales:

En mi libro El origen de las especies presenté tan solo razones generales para la creencia de que es una ley casi universal de la naturaleza que los seres orgánicos superiores precisan un cruzamiento esporádico con otro individuo. [...] Deseo mostrar aquí que no he hablado sin haber entrado en detalles [...]. Este tratado me brinda la oportunidad de intentar demostrar que el estudio de los seres orgánicos puede ser tan interesante para un observador que está plenamente convencido de que la estructura de cada uno se debe a leyes secundarias como para aquel que considera que cada mínimo detalle de la estructura es el resultado de la directa interposición del Creador.

Aquí, sin la menor ambigüedad, Darwin arroja el guante, como diciendo: «Explícalo mejor... si eres capaz.»

Darwin estudió las orquídeas, estudió las flores, como nadie lo había hecho antes, y en su libro sobre las orquídeas proporcionó abundantes detalles, muchos más de los que se encuentran en El origen. Y no lo hizo por pedantería ni por obsesión, sino porque consideraba que cada detalle era potencialmente importante. A veces se dice que Dios está en los detalles, pero para Darwin no era Dios, sino la selección natural, actuando a lo largo de millones de años, lo que emanaba de los detalles, detalles ininteligibles, sin sentido, si no era a la luz de la historia de la evolución. Sus investigaciones botánicas, escribió su hijo Francis,

aportaban argumentos contra aquellos críticos que tan alegremente habían dogmatizado sobre la inutilidad de algunas estructuras concretas, y de la consiguiente imposibilidad de que se hubieran desarrollado por medio de la selección natural. Sus observaciones sobre las orquídeas le permitieron afirmar: «Soy capaz de demostrar el significado de algunas de las protuberancias y cuernos aparentemente gratuitos; ¿quién se atreverá ahora a decir que esta o esa estructura es inútil?»

En un libro de 1793 titulado El secreto de la naturaleza en la forma y fertilización de las flores descubiertas, el botánico alemán Christian Konrad Sprengel, un observador muy atento, había advertido que las abejas iban cargadas de polen que transportaban de una flor a otra. Darwin siempre calificó este libro de «maravilloso». Pero Sprengel, aunque se acercó, no descubrió el secreto final, porque todavía era firme partidario de la idea de Linneo de que las flores se autofertilizaban, y consideraba a las flores de la misma especie esencialmente idénticas. Fue aquí donde Darwin llevó a cabo una ruptura radical y descifró el secreto de las flores mostrando que sus características especiales –los diversos diseños, colores, formas, néctares y aromas mediante los cuales atraían a los insectos para que revolotearan de una planta a otra, y los mecanismos que aseguraban que los insectos recogerían el polen antes de abandonar la flor– eran todas «artimañas», tal como él lo expresó; todo había evolucionado al servicio de la fertilización cruzada.

Lo que antaño había sido la bonita imagen de unos insectos zumbando alrededor de unas flores de vivos colores se convertía de pronto en un drama esencial de la vida, lleno de profundidad y significado biológicos. Los colores y olores de las flores se adaptaban a los sentidos de los insectos. Mientras que las abejas se veían atraídas por las flores azules y amarillas, hacían caso omiso de las rojas, porque eran ciegas al color rojo. Por otro lado, su capacidad de ver más allá del violeta es explotada por las flores que utilizan manchas ultravioleta: la miel guía a esas abejas a sus nectarios. Las mariposas, que ven bien el rojo, fertilizan las flores rojas, pero puede que no hagan caso de las azules y las violetas. Las flores polinizadas por las polillas nocturnas suelen carecer de color, pero exudan su aroma por la noche. Y las flores polinizadas por las moscas, que se alimentan de materia en descomposición, pueden llegar a imitar los repelentes (para nosotros) olores de la carne podrida.

No era tan solo la evolución de las plantas, sino la coevolución de las plantas y los insectos lo que Darwin iluminó por primera vez. Así, la selección natural se aseguraría de que las partes bucales de los insectos encajaran con la estructura de sus flores preferidas, y Darwin disfrutó enormemente haciendo algunas predicciones. Al examinar una orquídea de Madagascar que poseía un nectario de casi treinta centímetros, predijo que encontraríamos una polilla con una probóscide lo bastante larga para sondear sus profundidades; décadas después de su muerte por fin se descubrió esa polilla.

El origen supone un ataque frontal (aunque delicadamente presentado) contra el creacionismo, y aunque Darwin había tenido la prudencia de no explayarse en el libro sobre la evolución humana, las implicaciones de su teoría estaban perfectamente claras. Lo que había provocado la indignación y el ridículo había sido sobre todo la idea de que el hombre podía considerarse un simple animal –un simio– que descendía de otros animales. Pero para casi todo el mundo, las plantas eran algo distinto: ni se movían ni sentían; habitaban un reino propio, separado del reino animal por un gran abismo. La evolución de las plantas, intuyó Darwin, podía parecer menos relevante, o menos amenazadora, que la evolución de los animales, y por lo tanto más accesible a una consideración serena y racional. De hecho, le escribió a Asa Gray: «nadie se ha dado cuenta de que mi principal interés en el libro sobre las orquídeas era llevar a cabo un “movimiento de flanco” contra el enemigo». Darwin nunca fue beligerante, al contrario de Huxley, a quien algunos llamaban el «bulldog» de Darwin, pero sabía que había una batalla que librar, y no era reacio a las metáforas militares.

Sin embargo, no es ni la militancia ni la polémica lo que más brilla en su libro sobre las orquídeas; es el puro goce, la dicha que le provoca lo que está viendo. Es un placer y una euforia que afloran en sus cartas:

No te puedes imaginar cómo he disfrutado con las orquídeas. [...] ¡Qué estructuras tan maravillosas! [...] La belleza de la adaptación de las partes me parece sin parangón. [...] Casi enloquecí con la riqueza de las orquídeas. [...] Un espléndido ejemplar de Catasetum, la orquídea más maravillosa que he visto [...]. ¡Dichoso aquel que ha visto un enjambre de abejas volando alrededor de una Catasetum, con las polinias pegadas a su espalda! [...] En toda mi vida ningún tema me ha interesado tanto como el de las orquídeas.

La fertilización de las flores interesó a Darwin hasta el final de su vida, y casi quince años después de la publicación de su libro sobre las orquídeas apareció otro más general: The Effects of Cross and Self Fertilization in the Vegetable Kingdom.

Pero las plantas, si han de alcanzar alguna vez el punto de la reproducción, también tienen que sobrevivir, florecer y encontrar (o crear) nichos en el mundo. Darwin estaba igualmente interesado en los mecanismos y adaptaciones mediante los cuales las plantas sobrevivían, así como en sus variados y a veces asombrosos estilos de vida, que incluían órganos sensoriales y capacidades motoras afines a las de los animales.

En 1860, durante unas vacaciones de verano, Darwin descubrió y se enamoró de unas plantas que comían insectos, e inició una serie de investigaciones que quince años después culminaron en la publicación de Plantas carnívoras. Este volumen posee un estilo fácil y amable, y como casi todos sus libros, se inicia con un recuerdo personal:

Me sorprendió descubrir la cantidad de insectos que quedaban atrapados por las hojas de la rocío del sol (Drosera rotundifolia) en un brezal de Sussex. [...] En una de las plantas, cada una de las seis hojas había atrapado una presa. [...] Hay muchas plantas que provocan la muerte de los insectos [...] sin obtener, por lo que podemos ver, ningún beneficio; pero pronto quedó claro que la Drosera estaba magníficamente adaptada al propósito de atrapar insectos.

La idea de la adaptación estuvo siempre en la mente de Darwin, y le bastó con una ojeada a la rocío del sol para darse cuenta de que se trataba de adaptaciones de un tipo completamente nuevo, pues las hojas de la Drosera no solo cuentan con una superficie pegajosa, sino que están cubiertas de delicados filamentos (Darwin los llamó «tentáculos») con glándulas en la punta. ¿Para qué servían?, se preguntó.

«Si un objeto orgánico o inorgánico pequeño se coloca en las glándulas que hay en el centro de la hoja», observó,

estas transmiten un impulso motor a los tentáculos marginales. [...] Los más próximos son los que primero quedan afectados, y lentamente se inclinan hacia el centro, seguidos de los que están más alejados, hasta que todos acaban rodeando el objeto de cerca.

Pero si el objeto no servía de alimento, rápidamente lo soltaban.

Darwin pasó a demostrarlo colocando grumos de blanco de huevo sobre algunas hojas y grumos parecidos de materia inorgánica en otros. La materia inorgánica quedó liberada enseguida, pero se retuvo el blanco de huevo, y se estimuló la formación de un fermento y un ácido que pronto lo digirió y lo asimiló. Lo mismo pasó con los insectos, sobre todo los vivos. La Drosera, sin boca, intestino ni nervios, capturaba eficazmente su presa y la asimilaba utilizando enzimas digestivos especiales.

Darwin no solo abordó la cuestión de cómo funcionaba la Drosera, sino por qué había adoptado un estilo de vida tan extraordinario: observó que la planta crece en turberas, en suelos ácidos relativamente desprovistos de materia orgánica y nitrógeno asimilable. Pocas plantas pueden sobrevivir en esas condiciones, pero la Drosera había encontrado una manera de reclamar ese nicho asimilando el nitrógeno directamente de los insectos en lugar de obtenerlo del suelo. Darwin, asombrado por esa coordinación de los tentáculos de la Drosera más propia de los animales, pues se cerraban sobre su presa como los de una anémona marina, y por la capacidad de digerir de la planta, también más propia de un animal, le escribió a Asa Gray: «Eres injusto con los méritos de mi querida Drosera; es una planta maravillosa, o más bien un animal de lo más sagaz. Defenderé la Drosera hasta el día de mi muerte.»

Y se volvió aún más entusiasta de la Drosera cuando descubrió que si cortaba una pequeña muesca en mitad de la hoja se paralizaba solo esa mitad, como si hubiera cortado un nervio. Escribió que el aspecto de esa hoja parecía «el de un hombre al que le han roto la columna vertebral y le han quedado paralizadas las extremidades inferiores». Posteriormente Darwin recibió especímenes de la Venus atrapamoscas –miembro de la familia de la Drosera–, la cual, en el instante en que algo rozaba sus pelos, que eran como un disparador, cerraba sus hojas sobre el insecto y lo aprisionaba. Las reacciones de la atrapamoscas eran tan rápidas que Darwin se preguntó si no intervendría la electricidad, algo análogo a un impulso nervioso. Lo comentó con su colega fisiólogo Burdon Sanderson, y se quedó encantado cuando Sanderson le demostró que la corriente eléctrica de hecho era generada por las hojas, y que también podía estimularlas para que se cerraran. «Cuando las hojas se irritan», relató Darwin en Plantas insectívoras, «la corriente se ve alterada de manera parecida a cuando se contrae el músculo de un animal».

Las plantas a menudo se consideran insensibles e inmóviles, pero las plantas que se alimentan de insectos nos proporcionan una refutación categórica de esta idea, y Darwin, ansioso por examinar otros aspectos del movimiento de las plantas, pasó a estudiar las plantas trepadoras. (Lo que culminaría con la publicación de Plantas trepadoras.) Trepar era una adaptación eficaz que permitía a las plantas prescindir del tejido rígido de apoyo utilizando otras plantas para que las sustentaran y las elevaran. Y no solo había una manera de trepar, sino muchas. Había plantas que se enroscaban, que trepaban por las hojas, y plantas que trepaban con el uso de zarcillos. Estas fascinaban especialmente a Darwin: para él era como si tuvieran «ojos» y pudieran inspeccionar el entorno en busca de un apoyo adecuado. «Creo, señor, que los zarcillos pueden ver», le escribió a J. D. Hooker. ¿Cómo surgían adaptaciones tan complejas?

Darwin consideraba que las plantas que se enroscaban eran anteriores a otras plantas trepadoras, y creía que las plantas que poseían zarcillos habían evolucionado a partir de estas, y que las que trepaban por las hojas, a su vez, procedían de las que poseían zarcillos, y que cada evolución abría más y más nichos posibles, papeles que puede desempeñar el organismo en su entorno. Así, las plantas trepadoras habían evolucionado con el tiempo, no se habían creado todas en un instante por decreto divino. ¿Cómo comenzaron a enroscarse? Darwin había observado movimientos de enroscamiento en los tallos, hojas y raíces de todas las plantas que había examinado, y dichos movimientos de enroscamiento (que él denominó circunmutación) podían observarse también en las primeras plantas que habían evolucionado: cícadas, helechos, algas marinas, etc. Cuando las plantas crecen hacia la luz, no solo se dirigen hacia arriba; se retuercen como un sacacorchos hacia la luz. Darwin acabó pensando que la circunmutación era una disposición universal de las plantas, y el antecedente de todos los demás movimientos de enroscamiento vegetal.

Expuso todas estas ideas, junto con docenas de hermosos experimentos, en su último libro sobre botánica, The Power of Movement in Plants, publicado en 1880. Entre los ingeniosos y deliciosos experimentos que relató había uno en el que plantó unas plántulas de avena y proyectó luz sobre ellas desde direcciones distintas, descubriendo que siempre se doblaban o se retorcían hacia la luz, aun cuando fuera tan tenue que el ojo humano no pudiera verla. ¿Existía (tal como imaginaba de las puntas de los zarcillos) una región fotosensible, una especie de «ojo» en las puntas de las hojas de las plántulas? Ideó unos gorritos, oscurecidos con tinta china, para cubrirlos, y descubrió que ya no respondían a la luz. Concluyó que estaba claro que cuando la luz caía en la punta de la hoja la estimulaba a emitir algún tipo de mensaje que, al llegar a las partes «motoras» de la plántula, provocaba que se retorciera hacia la luz. De manera parecida, descubrió que las raíces primarias (o radículas) de las plántulas, que tienen que sortear otro tipo de obstáculos, eran en extremo sensibles al contacto, la gravedad, la presión, la humedad, los gradientes químicos, etc. Escribió:

En las plantas no existe estructura más maravillosa, por lo que se refiere a sus funciones, que la punta de la radícula. [...] Apenas resulta exagerado afirmar que la punta de la radícula [...] actúa como el cerebro de los animales inferiores [...] recibe impresiones de los órganos sensoriales y dirige los diversos movimientos.

Pero tal como Janet Browne comenta en su biografía de Darwin, The Power of Movement in Plants resultó ser «un libro inesperadamente polémico». La idea de la circunmutación de Darwin fue tremendamente criticada. Él siempre había reconocido que se trataba de un salto especulativo, pero una de las críticas más hirientes llegó del botánico alemán Julius Sachs, el cual, en palabras de Browne, «se burló de la teoría de Darwin de que la punta de la raíz pudiera compararse al cerebro de un organismo simple y declaró que las técnicas experimentales caseras de Darwin eran risibles y defectuosas».

Pero por caseras que fueran las técnicas de Darwin, sus observaciones fueron precisas y correctas. Sus ideas de que un mensajero químico transmitía señales hacia abajo desde la punta sensible de la plántula hasta su tejido «motor» llevarían, quince años más tarde, al descubrimiento de hormonas vegetales como las auxinas, que, en las plantas, ejercen muchas de las funciones que los sistemas nerviosos tienen en los animales.

Darwin llevaba enfermo cuarenta años, víctima de una enigmática dolencia que le había afectado desde su regreso de las Galápagos. A veces se pasaba el día entero vomitando o confinado en el sofá, y a medida que se hacía mayor, también padeció problemas cardiacos. Pero todo eso nunca afectó a su energía intelectual ni a su creatividad. Después de El origen escribió diez libros, muchos de los cuales fueron sometidos a importantes revisiones, por no hablar de docenas de artículos e innumerables cartas. Siguió dedicádose a lo que le gustaba durante toda su vida. En 1877 publicó una segunda edición, muy ampliada y revisada, de su libro sobre las orquídeas (publicado originariamente quince años antes). Mi amigo Eric Korn, anticuario y especialista en Darwin, me contó que en una ocasión consiguió un ejemplar en el que se había colado la matriz de un giro postal de 1882 de dos chelines y nueve peniques firmado por el propio Darwin en pago por un nuevo espécimen de orquídea. Darwin moriría en abril de ese año, pero todavía estaba enamorado de las orquídeas, y pocas semanas antes de su muerte seguía coleccionándolas para estudiarlas.

La belleza natural, para Darwin, no era solo estética, sino que siempre reflejaba una función y una adaptación a la actividad desempeñada. Las orquídeas no eran solo algo ornamental para exhibir en un jardín o en un ramo; eran mecanismos maravillosos, ejemplos de cómo funcionaba la imaginación de la naturaleza, la selección natural. Las flores no necesitaban ningún Creador, sino que eran totalmente comprensibles como productos del accidente y la selección, de diminutos cambios incrementales que se extendían a lo largo de cientos de millones de años. Para Darwin, ese era el significado de las flores, el sentido de todas las adaptaciones en las plantas y los animales, el sentido de la selección natural.

A menudo se ha considerado que Darwin, más que ningún otro, desterró el «sentido» del mundo, entendiendo por ello cualquier sentido o propósito global divino. De hecho, en el mundo de Darwin no hay ningún diseño, ni plan, ni borrador; la selección natural no posee dirección ni objetivo, ni se esfuerza por alcanzar ninguna meta. El darwinismo, se ha repetido a menudo, anunció el fin del pensamiento teleológico. Y, sin embargo, su hijo Francis escribe:

uno de los mejores servicios que mi padre ha prestado al estudio de la Historia Natural es la resurrección de la Teleología. El evolucionista estudia el propósito o sentido de los órganos con el celo del teleologista de antaño, pero con un propósito mucho más amplio y coherente. Le estimula saber que no solo está adquiriendo conceptos aislados de la economía del presente, sino una visión coherente tanto del pasado como del presente. E incluso cuando no consigue descubrir la utilidad de alguna parte, gracias al conocimiento de su estructura puede ser capaz de desentrañar la historia de las vicisitudes anteriores en la línea de la especie. Y todo ello proporciona vigor y unidad al estudio de las formas de los seres organizados, algo de lo que antes carecía.

Así, sugiere Francis, «fue como obró Darwin tanto en su obra botánica como en El origen de las especies».

Al preguntar el porqué, al buscar el significado (no un sentido final, sino el sentido inmediato del uso o propósito), Darwin encontró en su obra botánica las pruebas más contundentes a favor de la evolución y la selección natural. Y con ello consiguió que la botánica dejara de ser una disciplina puramente descriptiva y se convirtiera en una ciencia evolucionista. La botánica, de hecho, fue la primera ciencia evolucionista, y la obra botánica de Darwin guiaría a todas las demás ciencias evolucionistas y llevaría a comprender que, tal como lo expresó Theodosius Dobzhansky, «en la biología nada tiene sentido si no es a la luz de la evolución».

Darwin se refería a El origen como «una única y prolongada argumentación». Sus obras botánicas, por el contrario, eran más personales y líricas, menos sistemáticas en su forma, y su efecto se basaba en la demostración, no en la argumentación. Según Francis Darwin, Asa Gray observó que si el libro sobre las orquídeas «hubiera aparecido antes que El origen, los teólogos naturales habrían canonizado al autor en lugar de anatemizarlo».

Linus Pauling afirmaba haber leído El origen cuando tenía nueve años. Yo no fui tan precoz, y no podría haber seguido esa «única y prolongada argumentación» a esa edad. Pero tenía una intuición de la visión del mundo de Darwin en nuestro propio jardín, que en los días de verano estaba lleno de flores y abejas que zumbaban de una planta a otra. Fue mi madre, aficionada a la botánica, quien me explicó lo que hacían las abejas con las patas amarillas de polen, y que ellas y las flores mantenían una relación de interdependencia.

Aunque casi todas las flores del jardín mostraban vivos aromas y colores, teníamos también dos magnolios, de flores de color apagado y carentes de aroma. Las flores de magnolio, cuando estaba maduro, se veían recorridas de diminutos insectos, pequeños escarabajos. Mi madre me explicó que los magnolios eran una de las plantas con flores más antiguas, y que había aparecido hacía casi cien millones de años, en una época en que los insectos «modernos», como las abejas, todavía no habían evolucionado, de manera que necesitaban un insecto más antiguo, el escarabajo, para la polinización. La existencia de las abejas y las mariposas, las flores con colores y aromas, no era algo que estuviera predestinado, esperando entre bambalinas, y podría no haber surgido nunca. Se desarrollaron al mismo tiempo, en fases infinitesimales, a lo largo de millones de años. La posibilidad de un mundo sin abejas ni mariposas, sin aroma ni color, me dejó sobrecogido.

La idea de inmensos eones de tiempo –y la capacidad de cambios ínfimos e indirectos que mediante acumulación podían generar nuevos mundos, mundos de enorme riqueza y variedad– resultaba fascinante. La teoría de la evolución nos proporciona a muchos una sensación de sentido y satisfacción profundos que nunca habíamos encontrado en el plan divino. El mundo que teníamos delante pasó a ser una superficie transparente, a través de la cual se podía ver toda la historia de la vida. La idea de que las cosas podrían haber sido de otra manera, de que los dinosaurios todavía podrían estar deambulando por la tierra, o de que los seres humanos podrían no haber surgido nunca, resultaba perturbadora. Conseguía que la vida pareciera algo aún más preciado y maravilloso, una aventura permanente («un glorioso accidente», tal como la llamó Stephen Jay Gould), no algo fijo ni predeterminado, sino siempre susceptible de cambio y nuevas experiencias.

La vida en nuestro planeta se remonta a varios miles de millones de años, y nosotros encarnamos, literalmente, esta prolongada historia en nuestras estructuras, nuestros comportamientos, nuestros instintos y nuestros genes. Los seres humanos conservamos, por ejemplo, los vestigios de los arcos branquiales, muy modificados, procedentes de nuestros antepasados peces, e incluso los sistemas nerviosos que antaño controlaron el movimiento de las branquias. Tal como escribió Darwin en El origen del hombre: «El ser humano todavía lleva en su estructura corporal la impronta indeleble de sus humildes orígenes.» También llevamos un pasado incluso anterior; estamos hechos de células, y las células se remontan al mismísimo origen de la vida.

En 1837, en el primero de los muchos cuadernos que escribiría sobre «el problema de las especies», Darwin bosquejó un árbol de la vida. Su forma ramificada, tan arquetípica y poderosa, reflejaba el equilibrio de la evolución y la extinción. Darwin siempre hizo hincapié en la continuidad de la vida, en que todas las cosas vivas descienden de un ancestro común, y que, en este sentido, todos estamos emparentados. Así, los humanos no solo son parientes de los simios y otros animales, sino también de las plantas. (Ahora sabemos que las plantas y los animales comparten el setenta por ciento del ADN.) Y, sin embargo, debido a ese fabuloso instrumento que es la selección –la variación– natural, cada especie es única y cada individuo también es único.

No hay más que mirar el árbol de la vida para comprender la antigüedad y el parentesco de todos los organismos vivos, y cómo, en cada momento, encontramos una «descendencia con modificación» (tal como Darwin llamó originariamente a la evolución). También muestra que la evolución nunca se detiene, nunca se repite y nunca va hacia atrás. Muestra que la extinción es irrevocable: si una rama se corta, ese camino evolutivo concreto se pierde para siempre.

Me alegra ser consciente de mi singularidad biológica, mi antigüedad biológica y mi parentesco biológico con todas las demás formas de vida. Ser consciente de ello me arraiga, me permite sentirme cómodo en el mundo natural, experimentar ese sentido biológico propio, sea cual sea mi papel en el mundo cultural y humano. Y aunque la vida animal es mucho más compleja que la vida vegetal, y la vida humana mucho más compleja que la vida de los demás animales, para mí esta idea de sentido biológico se remonta a la epifanía de Darwin sobre el sentido de las flores, y a mi intuición de estas ideas en un jardín de Londres, ahora que ya ha pasado casi una vida.