El planeta Tierra tiene múltiples movimientos. El primero de ellos es el de rotación sobre su propio eje, que marca el día y la noche. Este eje está inclinado en relación con el plano de la eclíptica, es decir, con la continuación imaginaria del eje orbital alrededor del sol, lo que da origen a las estaciones en su segundo movimiento, que es el de traslación orbital. Esas estaciones están marcadas por los solsticios y los equinoccios, que han sido siempre las señales más claras para los habitantes del planeta. Ahora bien, el eje de la Tierra tiene un movimiento cónico, como el de un péndulo. Si acaso se hace una prolongación de dicho eje desde el polo norte se verá que apunta a una constelación y a simple vista puede parecer fijo, porque su desplazamiento es muy sutil. Su movimiento es, en promedio, de setenta y dos años por grado, lo que significa que en la vida de una persona eso puede ser poco perceptible. Cada 2.160 años en promedio (72 años por 30 grados) cambia de constelación. Y cada 25.920 años, aproximadamente, el eje da una vuelta completa. Esto es lo que los astrónomos llaman “la precesión de los equinoccios”, pues, justamente, al girar el eje en el sentido contrario del movimiento aparente de los planetas sobre el Zodíaco, produce una variación “retrógrada” en el punto vernal, es decir, en la constelación que está detrás del Sol en el amanecer en el equinoccio de primavera en el hemisferio norte y de otoño en el hemisferio sur (21 de marzo). Cada 2.160 años en promedio el Sol amanece teniendo en el plano de fondo una constelación distinta. Como habíamos dicho, ahora es Acuario y hasta hace poco tiempo era Piscis.
Por cierto, según nuestra experiencia, ningún humano propiamente tal está en condiciones de presenciar durante su vida todo el desarrollo de una era. Incluso, como lo dije antes, no hay registros de que haya habido una conciencia general —o suficientemente amplia— del cambio en las épocas en que este se producía.
El tema de la precesión de los equinoccios es el que más ha contribuido a distanciar la astronomía de la astrología, ya que esta, orientada por concepciones más esotéricas (simbólicas) que objetivas, aplica correctivos a sus cálculos de tal modo que no varíen los signos. Quiero decir que cuando, en el siglo XX, la astrología sostiene que el Sol está en Cáncer, por ejemplo, en la realidad astronómica no lo está, pero misteriosamente las conclusiones que entrega son correctas. Esto pone de relieve el carácter arquetípico de la disciplina y la validez de conocimientos que al ser aplicados resultan certeros, aun cuando sus presupuestos no sean exactamente verdaderos. Misterio.
Cada uno de esos períodos de treinta grados es conocido como una era zodiacal, porque durante ese lapso el eje apunta a una determinada constelación del Zodíaco. Recordemos que el Zodíaco es el conjunto ordenado de las doce constelaciones que apreciamos en el cielo. No es apropiado discutir sobre la conformación de esta rueda con las constelaciones ni sobre quién lo hizo. Los sumerios lo conocían y los griegos también. Me asiste el convencimiento de que su origen es revelado por seres superiores o por lo menos seres anteriores que tenían esta información. La astrología fue “descubierta” por los sumerios, pues sus procesos son descritos, pero no elaborados por ellos. Este análisis y su discusión deben ser materia de otra obra y ya hay muchas y buenas escritas al respecto.
La Tierra tiene aún otro movimiento, que es un ligero bamboleo en su posición. Eso origina que este desplazamiento del eje respecto de las constelaciones no sea regular y la cifra dada no resulte ser más que un promedio. Sabemos —por la información esotérica, por los datos astronómicos, por los monumentos y documentos y por la observación y análisis de los acontecimientos históricos y naturales de que hay registro— que ha habido eras manifiestamente más breves y otras que se han extendido unos siglos.