La mirada perturbada
Rodrigo Cordero Cortés
Se decía antaño que los poetas pintaban con palabras;
los pintores pueden hacerlo también.
Michel Butor, Las palabras en la pintura
Michel Butor (Mons-en-Barœul, 1926; Contamine-sur-Arve, 2016) es conocido principalmente por su vinculación con el movimiento del Nouveau Roman, donde destacó junto a otros escritores como Nathalie Sarraute, Claude Simon y Alain Robbe-Grillet. Dicho movimiento, que se desarrolló en Francia a contar de la segunda mitad de la década de 1950, se caracterizó por intentar subvertir la forma tradicional de la novela, tal como esta había sido instituida por los grandes autores europeos. De este periodo, datan sus publicaciones más famosas como El empleo del tiempo (1956) y, en particular, La modificación (1957).
No obstante, la escritura de Butor está lejos de limitarse a ese periodo de celebridad. Él mismo advirtió en diversas oportunidades acerca de los peligros que ese reconocimiento temprano podía significar en cuanto al encasillamiento definitivo de su obra, al mismo tiempo que identificaba el efecto liberador que, en contra de ese encasillamiento, podía operar su interés por otras prácticas artísticas.
Así es como a contar de Degrés (1960), considerada por la crítica como su última novela, la producción de Butor se multiplica en número y en direcciones que muchas veces son difíciles de seguir o de clasificar. De ello dan cuenta los trece volúmenes que ocupan sus OE uvres complètes en la edición de La Différence, el abordaje de una amplia variedad de géneros –poesía, ensayo, crítica de arte y de literatura, relatos de viajes y traducciones–, y la experimentación constante con todo tipo de formas mixtas –óperas, programas radiales, guiones de cine, libros-objeto, libros de artista, y poemas-collages–. Particularmente importantes en este plano son las numerosas obras en colaboración con diversos artistas –la primera de las cuales es Rencontres (1962) con el pintor y grabadista chileno Enrique Zañartu– que, debido a su publicación en pequeños tirajes, a veces resultan prácticamente inencontrables en la actualidad.
Este es el contexto, entonces, donde es preciso situar Las palabras en la pintura. Un volumen que, desde su aparición en 1969 en la colección “Les Sentiers de la Création” de las Ediciones de Arte de Albert Skira, ha sido considerado como un título clave para el estudio de las relaciones entre textualidad y visualidad.
Su aparición en Skira, por cierto, desempeñó un papel importante en ello. Conocido por sus ediciones de Las metamorfosis (1931) de Ovidio ilustradas por Picasso, de Poesías (1932) de Mallarmé ilustradas por Matisse, y de las revistas Minotaure (1933-1939) y Labyrinthe (1944-1946), entre otros títulos, Albert Skira fue uno de los editores de libros de arte más célebres del siglo XX. Sus colecciones se caracterizaron por modificar la recepción de las obras de arte mediante el uso cuidadoso de reproducciones en color de gran calidad para la época, que contribuyeron a ampliar notablemente su circulación. En particular, la colección “Les Sentiers de la Création” (1969-1976), bajo la dirección de Gaëtan Picon, consistió en la publicación de 26 volúmenes con textos e imágenes de escritores y de artistas, quienes recibieron la invitación de volver a recorrer los caminos que conducen “desde la emoción a la creación” con la finalidad de encontrar, según Skira, “lo inesperado que los acechaba”. A esta invitación respondieron escritores y artistas tan diversos como Jean Starobinsky, Roland Barthes, Roger Caillois, Pierre Alechinsky, Yves Bonnefoy, Octavio Paz, Henri Michaux, Jean Dubuffet, Claude Lévi-Strauss y Francis Bacon, entre otros.
A medio camino entre un libro sobre arte y una obra de creación, Las palabras en la pintura se ofrece, así como el diario de la mirada, abierto por un escritor ante la interrogación que recibe por parte de las imágenes. Un recorrido personal a través de la historia del arte en Occidente, desde el Políptico de Gante (1426-1432) de Jan van Eyck hasta el Libro-collage (1966) de Jirí Kolár, cuyo hilo conductor –siempre lleno de meandros– es la presencia material de la palabra escrita alrededor de la superficie visual, o bien, sobre la superficie visual misma. De este modo, la organización del volumen evita conscientemente su disposición en una secuencia cronológica, lo cual permite el establecimiento de relaciones entre imágenes tan distantes –y distintas– como El paisaje con la caída de Ícaro (c. 1558) de Pieter Brueghel e Impresión, sol naciente (1872-1873) de Claude Monet, o bien, entre La Piedad de Villeneuve-les-Avignons (c. 1455) y la publicidad.
Las palabras en la pintura –cuya edición original incluía un aguafuerte de Roberto Matta en sus doscientos primeros ejemplares– está compuesto por 51 secciones de extensión breve, cada una de las cuales cuenta con un título, y por 53 reproducciones de obras de arte visual o de detalles específicos de las mismas. En su reedición en Répertoire IV (1974), además de cambios en el texto y las imágenes, Butor introduce una serie de subtítulos, que organizan temáticamente el volumen sin agotar su sentido: La proclamación de los títulos (secciones 1-12), La aventura de los emblemas (secciones 13-18), El sentido de las realidades (secciones 19-26), La marca y el don (secciones 27-35), Palabras (secciones 36-39), Las palabras sobre las cosas (secciones 40-48), y Pequeña fanfarria para terminar (secciones 49-51).
El uso de reproducciones ritma el movimiento de la mirada sobre la superficie de la página en un vaivén que replica el movimiento de la misma sobre la superficie pictórica, aunque no todas las imágenes a las que Butor hace referencia son reproducidas, así como varias de las obras que efectivamente son reproducidas no son propiamente pinturas.
De este modo, se puede afirmar que el libro Las palabras en la pintura asume la condición de una galería o de un museo de palabras a través del cual Butor hace de cicerone de acuerdo con la milenaria tradición retórica y poética de la écfrasis, al mismo tiempo que expande esa galería o ese museo hacia un ámbito que no está circunscrito a las imágenes pictóricas.
El primer paso del recorrido propuesto por Butor es tan simple como vasto es su alcance: “Toda nuestra experiencia pictórica implica de hecho una considerable parte verbal (...). Nuestra visión jamás es pura visión”.
A partir de esta premisa, la primera parte de Las palabras en la pintura tiene un carácter introductorio, que está orientado a llamar la atención sobre la diversidad de mediaciones verbales que determinan la percepción de las imágenes visuales en el contexto de su exhibición museal. Un “murmullo insoportable” de voces que se arremolinan en torno a la obra misma y, particularmente, en torno a sus reproducciones. Una palabra oral (comentarios al pasar, conversaciones entre conocidos, las audioguías de los museos), pero también una palabra escrita (catálogos, libros de crítica o de historia del arte, todo tipo de invitaciones o de afiches), que “perturban nuestra vista” porque no permiten la observación solitaria de las imágenes en silencio.
En este sentido, Butor reconoce que asume una actitud completamente tradicional en sus visitas a los museos, a la vez que expresa una ansiedad típicamente letrada ante la transformación de esa institución en un “establecimiento de espectáculos audiovisuales” que, a su juicio, automatiza y estandariza la percepción de las obras de arte. No obstante, el mismo Butor se muestra plenamente consciente de que su propio ensayo se propone como una mediación verbal de una experiencia visual, como si asumiera –no sin ironía y con un impulso lúdico– que las palabras, al perturbar la mirada, al mismo tiempo la hacen posible.
Así se entiende el énfasis con que Butor apuesta decididamente desde un comienzo de Las palabras en la pintura por una postura mixta, híbrida o impura, que se propone compensar la ceguera que, a su juicio, ha aquejado hasta entonces a los estudios sobre pintura frente la presencia de escritura sobre la superficie pictórica. Su intención es explícita: “Remece[r] el muro edificado por nuestro sistema de enseñanza para separar las letras y las artes”.
Después de la introducción, el recorrido de Butor prosigue cuando logra acallar el “molesto rumor” de las palabras, solo para darse cuenta de que este último ha quedado adherido a la obra en el silencioso rectángulo escrito de la cédula, que indica el título y el nombre del autor.
Cuando el título y el nombre del autor –la firma– cruzan la frontera del rectángulo de la cédula y se desplazan hacia el interior del rectángulo del cuadro, nos encontramos con el paso decisivo. Butor dedica parte fundamental de su volumen a la reflexión acerca de la escritura de los títulos y de las firmas sobre la superficie de la imagen –sus orígenes, sus distintas formas, funciones y ubicaciones, su recepción por parte del observador–. Pero, enseguida, una vez franqueado el límite del cuadro, nada impide que la escritura prolifere en todo tipo de inscripciones, sentencias, filacterias, banderolas, emblemas, dedicatorias, paisajes y objetos escritos, así como también en aquello que Butor denomina “texturas ópticas”. Por otra parte, una vez franqueado el límite del cuadro, nada impide que las palabras puedan ser consideradas como imágenes. Lo que importa aquí no es tanto su legibilidad como su estatuto de grafismo, arañazo o inscripción ejecutada con algún tipo de instrumento sobre una superficie.
A casi cincuenta años de la publicación de Las palabras en la pintura, se puede apreciar en qué medida aquello que ayer podía ser una apuesta, hoy en cambio es una realidad aceptada. En la actualidad el debate acerca de la transmedialidad, de la multimedialidad o de la intermedialidad no necesita posicionarse en contra de la existencia de una imagen pura. Pero por esta misma razón, mirado a la distancia, el ensayo de Butor adquiere precisamente su carácter fundador.
En este sentido, Las palabras en la pintura constituye ciertamente una expresión del cambio producido en el ámbito de la cultura visual a fines de la década de los sesenta cuando, de la mano de la irrupción de los nuevos medios y de la reflexión proporcionada por la semiología, tendieron a abolirse las fronteras que separaban tradicionalmente lo legible, lo audible y lo visible.
Desde esta perspectiva, por ejemplo, me parece que el ensayo de Butor está directamente ligado a la reflexión de François Lyotard en Discurso, figura (1971) y de Louis Marin en Estudios semiológicos (1972). En el caso de Lyotard, no solo porque este último dedica casi un capítulo completo de su libro al análisis de “L’appel des Rocheuses” (1962), un texto que Butor escribió a partir de cuatro fotografías de Ansel Adams y Edward Weston, sino también porque Butor a su vez dedica a Lyotard la reedición de Las palabras en la pintura en Répertoire IV. En el caso de Marin, no solo porque este último reseñó la publicación de Las palabras en la pintura en una serie de apuntes titulada “Textos en representación” (1970), sino también porque su noción de “recorrido de la mirada” se aprecia muy próxima a la reflexión de Butor acerca del “vector”, cuyo impulso introduce la obligatoriedad de leer la escritura en una dirección espacial determinada sobre una superficie, incluso cuando esa escritura no sea legible.
No obstante, creo que la reflexión de Butor se puede escuchar también más allá de los límites estrictos del periodo heroico de la semiología, en un recorrido que podría pasar, por ejemplo, por Michel Foucault (Esto no es una pipa, 1973), Meyer Schapiro (“L’écrit dans l’image”, 1976), Svetlana Alpers (El arte de describir, 1983), W. J. T. Mitchell (Teoría de la imagen, 1994) y James Elkins (On Pictures and the Words that Fail Them, 1998).
En este sentido, me parece que el principal mérito del ensayo de Butor radica en que, sin ser un texto teórico, sitúa la reflexión acerca de las relaciones entre la palabra y la imagen en un plano distinto al de la iconografía y al de los estudios comparatistas tradicionales. Un plano en que, como indica W. J. T. Mitchell, esas relaciones ya no se establecen entre las artes verbales y las artes visuales, sino que dentro de cada una de las artes y de sus medios individuales. “La escritura, en su forma física y gráfica, constituye una sutura inseparable de lo visual y de lo verbal, la ‘imagentexto’ encarnada”.
Desde esta perspectiva, la escritura ya no es una palabra que hace ver mediante la evocación de una imagen mental susceptible de ser trasladada a la tela por la mano del pintor, sino que es ella misma, imagen material, que se da a ver sobre una superficie. La escritura –parece decirnos Butor– es una imagen que establece relaciones con otros tipos de imágenes, las cuales habría que llamar “visuales”, solo que la escritura es ella misma también imagen visual. Butor no niega que las palabras en la pintura puedan ser leídas o incluso pronunciadas por el observador –de hecho, este aspecto inteligible o sonoro abre y cierra el libro–, sino que su reflexión se encamina hacia un punto en que esas palabras adquieren su valor a partir de otros rasgos que ya no son esa lectura o esa pronunciación, tales como la repetición, la frecuencia, la separación y la combinación de grafismos, que producen aquello que Butor denomina como “efecto de escritura”.
El argumento de una escritura cuya legibilidad está graduada o que resulta derechamente ilegible, abre de este modo el espacio de unas “zonas de extravío” o de unas “zonas de desorientación”, que constituyen uno de los territorios hacia donde conduce el recorrido propuesto por Butor.
Santiago de Chile, primavera 2017