Rayos de regaliz

El mundo está lleno de personas rotas.
La diferencia radica en que algunas saben que
lo están y otras aún no.

 

April tenía un don. Lo había descubierto una tarde, quince años atrás, cuando el coche de su madre con todas sus pertenencias dentro había recorrido por última vez Marshall Street y había observado el rostro desencajado de su vecino, Cory Graham, haciéndose cada vez más pequeño hasta desaparecer. Lo supo justo cuando su cara comenzaba a desdibujarse. Fue un boom, un aguijón clavado en sus tripas, un destello fugaz de algo que solo podría definirse como dolor, un rayo que atravesó el cuerpo del chico e implosionó contra el iris atigrado de ella. ¿Alguna vez habéis tirado un globo de agua desde una ventana? Pues esa fue la última imagen que tuvo April de Cory antes de mudarse de Morgan City y no volver a verlo nunca más: la de su corazón rompiéndose.

Cinco años después, hubo un acto que se lo confirmó de nuevo. Estaba jugando a pintar estrellas en la pared del pasillo. Pretendía que estas iluminaran la casa cuando su hermano Otto se levantase a hacer pis por las noches y, de ese modo, su miedo a que un monstruo lo engullera desapareciese, pero su madre, en vez de agradecerle la idea, la había castigado y obligado a borrarlas con un viejo cepillo de dientes y una pieza de jabón de glicerina mientras Otto lloraba en una esquina abrazado a sus rodillas. En realidad, las lágrimas no se veían, pero April sabía que su hermano estaba llorando por dentro; lo hacía continuamente, pero los adultos estaban tan ciegos que rara vez podían verlo. O, aún peor, porque la triste verdad era que no querían hacerlo.

En aquel momento, April estaba tan enfadada con su madre que cuando los astros desaparecieron del todo y las paredes volvieron a ser planos muertos a su alrededor, se plantó con los puños cerrados por la ira frente a ella y le dijo las palabras que pusieron su don a funcionar por segunda vez en su vida.

—Te odio. Y no lo hago por haberme hecho borrar los dibujos, ni porque me escuezan los dedos, ni porque me importe que pienses que solo hago tonterías. Te odio porque no lo comprendes, ni siquiera lo intentas. Te odio porque es tan fácil como leer en sus ojos, en sus manos, en sus pasos. Otto no es un problema matemático, mamá. Ni un acertijo. Otto solo es... como esos mundos de fantasía de los cuentos, pero ¿cómo vas a entenderlo si no crees en él?

Los hombros de su madre se debilitaron, como si hubiera recibido un golpe fuerte, y sus ojos le dijeron a April que lo había vuelto a hacer, que su don seguía funcionando. Y es que April no solo era especialista en leer a su hermano, sino que también tenía una facilidad asombrosa para hacerlo con los demás. Eso sí, para ella no era un don, sino una especie de castigo, ya que solía conocer más de la gente de lo que deseaba y eso no siempre era bueno. La hacía sentirse una ladrona de pensamientos, de sueños, de secretos que no le correspondían.

Pasaron otros cinco años antes de que el don despertase de nuevo. Como si hubiera establecido una especie de rutina, de período de descanso para activarse con más fuerza que nunca una vez por lustro. O eso pensaba April. En aquella ocasión estaba en un parque, bajo la sombra de un sauce. El calor se le pegaba a las mejillas, y los puestos de la calle le traían el olor de las palomitas y de masa para gofres. Jason Newell estaba frente a ella con las manos en los bolsillos de los vaqueros y la cabeza gacha. Su pelo rubio estaba rizado por la nuca debido al sudor y apretaba los dientes con furia, pero April intuía que no era por la inminente despedida, sino porque estaba haciendo serios esfuerzos por no llorar. Le pidió perdón de nuevo, aunque April pensaba que no había que disculparse por no querer a alguien, que los sentimientos no tenían razón de ser y, por lo tanto, no responsabilizaban a nadie de nada, pero, aun así, creyó que aquello haría sentir mejor al que había sido su novio durante treinta y tres días y nueve horas. Se habían dado la mano veintitrés veces y se habían besado unas doce. Y ahora estaban ambos estrenándose en el marcador de las rupturas. Jason asintió y se marchó, pero April vio sobrevolando su don como si fuera una mano gigante que cubrió al chico y que lo guio de vuelta a la feria como si de una marioneta se tratase.

Había sido difícil, aunque no tan duro como los adultos siempre contaban que resultaban las rupturas, al menos para ella, y respiró tranquila, porque tenía una nueva tregua con el destino durante los próximos cinco años.

Volvió a sumergirse en las calles ajetreadas de Nueva Orleans y se compró un batido de fresa. Después caminó hacia su casa despacio, disfrutando del sabor dulce y ajena a lo que la rodeaba, totalmente obnubilada con sus pensamientos. Dándole vueltas a lo de siempre, preguntándose por qué, de entre todos los dones posibles que la vida le había podido otorgar, a ella le había tocado precisamente ese. Cuestionándose, sin obtener respuesta alguna, el motivo de tener la capacidad de romper el corazón de los demás.

Todas las personas nacen con un don. Esa era la premisa que había guiado la vida de April desde que comenzó a observar lo que pasaba a su alrededor y lo descubrió. Esto ocurrió porque ella era de esa clase de gente que escucha más que habla y que no solo mira, sino que ve. El mundo está lleno de lo contrario, de personas que clavan los ojos en lo que les rodea, pero que nunca se quitan la venda que les impide ver lo esencial y que les hace estar pendientes de cosas más allá del perímetro de su ombligo. Quizá April hubiera sido una más, pero tener a su lado a alguien como Otto provocó que tuviera que aprender a leer otros idiomas si querían entenderse. Otto, al que muchos colgaban la etiqueta de chico especial, pero no por todo lo que brillaba, sino por esas cosas diferentes que el resto no comprendía. Otto, que había nacido con un diagnóstico bajo el brazo de trastorno del espectro autista, con retraso mental asociado y ausencia de lenguaje, palabras que para April estaban vacías y no decían absolutamente nada de su hermano. ¿Cómo podían resumir todo lo que era una persona con ese puñado de palabras? ¿Cómo podían decir que no hacía uso del lenguaje cuando con ella no dejaba de comunicarse? Otto era mucho más que eso; aquello solo era un bache insignificante en el mapa de su vida para rellenar informes institucionales. Pero April lo veía de verdad, vaya si lo hacía, y sí que merecía más que nadie el adjetivo de especial, pero porque había muy pocas personas en el mundo con tanta luz como su hermano pequeño.

Su madre tenía el don de aguar los colores. De conseguir que un momento azul intenso se volviese gris. Era capaz de no terminar un crucigrama, pero sí de encontrar una errata, en caso de que la hubiera. De ensalzar el fallo en un examen de notable. De hacer que la vida pareciese un poco más difícil cuando lograbas superar una cima. No era un buen don, April lo sabía, pero nadie ha dicho que la vida sea justa y que los dones siempre tengan que ser positivos; de ahí que ella misma odiase el suyo, pero lo que sí que sabía es que todos tenían una función.

A su padre nunca lo recordaban, pero April sabía que tenía el don de provocar sonrisas. Lo sabía porque en todas las fotografías en las que él aparecía su madre iluminaba la imagen con una gran sonrisa llena de todo lo que no mostraba desde que él se había marchado. Por eso, April pensaba que se habían querido mucho, porque se complementaban como esos polos opuestos que se atraen de forma inevitable. Su madre era toda melancolía, pero esta se contrarrestaba con la alegría excesiva de su padre, y viceversa. Al menos le gustaba pensar eso, porque en realidad no tenía ni idea, ya que ella apenas conservaba recuerdos de él antes de que un Toyota Corolla se lo llevase por delante mientras cruzaba la calle con dos bolsas llenas de gominolas y helado. Fue el día que April cumplía tres años. No hace falta que explique que no se comieron dulces aquel día, pero sí conviene decir que la calle acabó cubierta de una lluvia de azúcar y de colores pastel. Su padre había muerto, sí, pero a ella le gustaba imaginar que lo había hecho rociando la ciudad de caramelos. Una ciudad que habían abandonado con la mirada triste de Cory Graham despidiéndose de ellos, porque su madre no podía evitar cruzar esa calle sin imaginarse el cuerpo de su marido inerte en el suelo, mientras que April sonreía a su lado, pensando en gotas de fresa y rayos de regaliz.

Otto era un privilegiado, porque era una de esas pocas personas que poseían más de un don. Para empezar, conocía todos los mundos posibles, incluso los que aún no se habían descubierto. Su mente era como un laberinto lleno de secretos, de paisajes solo inventados para él y de animales fantásticos que necesitaban un lugar seguro en el que vivir, y ese sitio era la cabeza de su hermano. También sabía hablar a través de la música. Creaba instrumentos con los trastos del garaje y después era capaz de comunicar todas las emociones del mundo acariciándolos con sus dedos. Además, entendía a los cactus y una vez lo había visto hablando con una ardilla. Ninguno había abierto la boca, pero April sabía que habían compartido verdades que los demás humanos no comprenderíamos.

Sin embargo, por encima de todos esos dones que él poseía, Otto era la persona a la que más admiraba April en el mundo, porque tenía un don que lo hacía más especial que ninguno. Y es que Otto conocía el verdadero significado del amor, porque lo llevaba dentro, solo hacía falta escarbar un poco para encontrarlo. Había nacido con la capacidad de amar de forma innata, sin necesidad de reciprocidad, sin concesiones, sin compromisos, sin más que la certeza de que si quería a alguien, lo aceptaba y vivía sin cuestionarlo.

Podría seguir relatando los dones de todas las personas que de alguna forma compartían la vida de April, pero esta historia no va de eso; esta historia va de una chica que decía tener el don de romper el corazón de los demás y de un chico que aún no conocéis, pero que lo tenía de piedra. De una chica que podríamos decir que tenía muchos más dones que ella no consideraba, como leer en los ojos de los demás y conocer sus dones con una facilidad asombrosa cuando algunos ni siquiera conocían los propios. De una chica que se llamaba April y de un chico que aún no ha sido presentado, pero del que os puedo contar que, casualmente, creía haber nacido sin un solo don.

Puede que no fuera eso; puede que solo necesitase cruzarse con ella para recordarlo, porque lo había olvidado. O para encontrarlo a su lado.

O quizá no; quizá ya estuviera todo perdido.