CAPÍTULO 1

Una tragedia que no fue

Nunca pregunté ni indagué. Nunca nos sentamos con mis papás a hablarlo, tampoco lo comenté con mis hermanas o amigos. No es que fuera un tema tabú, porque ha estado siempre rondando, en el aire, pero desde arriba, en el terreno de lo abstracto. Y ahora que decidí contar mi vida, tengo que enfrentar ese instante decisivo en mi historia, ese accidente que marcó mi esencia, mi carácter y mi cuerpo.

Enero de 1965, pleno verano, y mi mamá, Teresa Gazitúa Costabal —recién casada con mi papá, el publicista Francisco Undurraga Mackenna—, iba en auto con unas amigas por la calle Holanda (o quizás era por Lota), en Providencia, y en un cruce, con un disco Pare que evidentemente el otro vehículo no vio, las chocaron violentamente. Ella, que iba en el asiento de atrás, fue quien recibió todo el impacto por el costado. Quedó completamente aturdida, sangrando por un tajo en su cabeza y con un intenso dolor de espalda. Al llegar la ambulancia, recuerda que pidió que la llevaran al Hospital del Salvador, ya que el director de neurología era su tío político, el doctor Jorge González Cruchaga. En el lugar le hicieron una serie de exámenes, que incluían radiografías, para descartar algún daño mayor en su columna, y la dejaron internada en neurocirugía. Antes de llevarla a rayos equis le preguntaron si estaba embarazada: «No sé, pero podría ser», respondió. Entonces le cubrieron el vientre con una manta plomada y le tomaron las radiografías.

Mis papás se habían casado el 14 de agosto de 1964 —cuatro meses antes del accidente— después de un corto pololeo, mientras mi mamá terminaba sus estudios de pedagogía en arte. Dicen que fue amor a primera vista. Mi padre trabajaba en una exitosa agencia por esos años, llamada RP Publicidad, junto con otros amigos artistas como Eugenio Dittborn y Claudio di Girolamo. Les iba bien y teníamos una buena situación económica. Según las fotos, y lo que opinaban las mujeres de la época, él era muy buenmozo y hasta tenía fama de playboy. Mi abuela materna, Elena Costabal, recordaba que siempre la llamaban para preguntarle cómo podía ser posible que su hija estuviera de novia con ese salvaje. Porque mi papá era un salvaje, aunque siempre elegante y vestido como un dandy, amigo de la Mary Rose Mac Gill y de toda esa generación. Cuando mi mamá lo conoció era un tipo más bien cuico, campeón de bridge y un personaje habitual en el Club de la Unión. Simpatizaba con la Democracia Cristiana, aunque eso cambiaría tras el golpe de Pinochet. Fue el sexto de doce hijos, e igual que yo, un pésimo alumno del colegio San Ignacio.

En esa época, mi mamá era una joven artista seducida por el existencialismo. La mayor de cinco hermanos, dos de ellos también artistas. Le seguía la Irene —ingeniera química— y luego Francisco, quien es escultor y compañero de colegio, en los Padres Franceses, de Jaime Guzmán, senador de la UDI asesinado en 1991. Claro que entre ellos había un mundo de distancia: Francisco era comunista y estuvo muy activo en la época de la Unidad Popular. Además, fue jefe en la Casa de Cultura de Coya, un campamento minero en El Teniente, y cayó preso para el golpe. La tercera de los hermanos de mi mamá es la Carmen —pintora, aunque no de manera comercial— y, por último, José Miguel, ex miembro del Mapu, movimiento político de izquierda fundado en 1969.

Los Gazitúa, con zeta, oriundos de Valparaíso, tuvieron mucho dinero, pero lo perdieron todo con la crisis de la Bolsa en 1929. Mi abuelo, Miguel Gazitúa Germain, fue un hombre de gran esfuerzo que partió trabajando desde muy chico y que se formó en el Banco del Estado. Se enamoró de Elena Costabal Echeñique, una mujer intelectual que quería estudiar ingeniería, pero nunca se lo permitieron. Era hija de Luis Costabal Zegers y Perpetua Echeñique Domínguez. La vieja Perpe era muy conservadora y don Luis bastante liberal, ambos venían de familias agrícolas y tenían campos en el sector de La Pintana, que en ese entonces se llamaba La Chacra. La actual sede de la Municipalidad de La Pintana era la casa de mi bisabuelo.

Mi abuelo Miguel disfrutaba del cine y de la comida, era bien «patachero» y le encantaba estar con sus perros. Gran deportista —aunque nunca fue flaco—, se ponía buzo y salía a trotar al San Cristóbal, algo inusual en la época: «Eso es muy raro...», le decían siempre. En Las Cruces, donde tenían casa, le decían «míster vóleibol», porque llevaba la malla de vóley y organizaba los campeonatos, lo que les daba mucha vergüenza a mi mamá y a todos sus hermanos. Él era un tipo distinto. Eran tiempos en que los viejos bajaban de terno a la playa, se sentaban en la arena y nadie se bañaba. Pero mi abuelo sí lo hacía, era un gozador, puro corazón, con la cabeza bastante más libre que la del aristócrata o el pseudoaristócrata castellano vasco que imponía el apellido Undurraga de mi familia paterna.

Los primeros Undurraga —dos hermanos— llegaron a Chile a finales del siglo XVIII. Eran originales de un villorrio llamado igual que su apellido, situado en la provincia de Vizcaya en el País Vasco. Yo tuve la suerte de conocer ese lugar, ubicado en la cordillera que va entre Bilbao y Vitoria, en España. Como la mayoría de los inmigrantes, mis antepasados deben haber viajado a América buscando nuevas oportunidades, eran comerciantes y tenían un barco. Llegaron primero a Guatemala y luego a Chile, y se instalaron finalmente en la zona de Curicó. La decendencia del hermano mayor, Francisco Undurraga Vicuña, fundó en 1885 la Viña Undurraga. Sin embargo, mi familia desciende del hermano menor, así que éramos parientes lejanos. La viña pasó a ser de nuestro lado de la familia cuando mi abuelo, Pedro Undurraga Fernández, se la compró, en la década del 50 aproximadamente, junto a otros dos socios. Trabajó intensamente en ella, la hizo crecer y la convirtió en sociedad anónima, pero en 1978 se endeudó en dólares para modernizar los procesos de vinificación y construir una bodega más grande y resultó ser una decisión fatal. Pidió el crédito con el precio de la divisa muy bajo y tuvo que pagarlo con el dólar por las nubes. Su deuda se convirtió en un lastre millonario, lo que lo obligó a vender el cincuenta por ciento de la viña, en 1988, a la familia Picciotto, originaria de Colombia.

Los Undurraga eran —y siguen siendo— una familia muy católica y extremadamente tradicional. Varios de mis primos pertenecen al movimiento religioso del Opus Dei. Mi abuelo Pedro fue presidente del Partido Conservador Social Cristiano y su tendencia política se explica, en parte, por la influencia de su propio abuelo, Domingo Fernández Concha, un personaje muy conservador, dueño de la Viña Santa Rita y del Portal Fernández Concha, ubicado frente a la Plaza de Armas de Santiago. Él donó al partido la casona que aún existe en la calle Compañía, y que sirvió de sede, porque era el sector político que defendía los intereses de la Iglesia. Era tan católico y amigo de los curas que a su casa de la Viña Santa Rita, en Alto Jahuel, le decían «el Vaticano chico». Por otra parte, mi abuela, Fanny Mackenna, era de origen irlandés, descendiente de Juan Mackenna O’Reilly, oficial del ejército de Chile. Su padre, mi tatarabuelo, fue Guillermo Mackenna, quien se casó con la hija de Fernando Lazcano y llegó a ser presidente del Senado. Gente, digamos, muy «encopetada». De una mezcla de todo eso, y algo más, nací yo.

***

Tras el accidente, mi mamá estuvo quince días hospitalizada y cuando le dieron el alta no pudo regresar al departamento de recién casados que tenían con mi papá cerca de la Plaza Las Lilas. Debía guardar reposo absoluto por más de un mes y estaba inmovilizada con un yeso que le cubría todo el torso, como si fuera un traje de baño. Tampoco podía irse donde su mamá, ya que mi abuela Elena estaba gravemente enferma, en la etapa terminal de un lupus que arrastraba desde hacía años y que también la tenía inmovilizada, tanto así que la última vez que se levantó fue para asistir al matrimonio de mis padres. Ese verano se instalaron entonces en la casa de mis abuelos Undurraga en el fundo Santa Ana de Talagante, frente a la viña, que aún le pertenecía a mi familia. Fue en ese mismo lugar donde pasé los mejores veranos de mi infancia con mis queridos primos y donde aprendí, entre otras cosas, a aburrirme y a montar a caballo.

Cuando por fin le sacaron el yeso, se dieron cuenta de que estaba embarazada, pues su estado se hizo evidente. Comenzó además a tener otros síntomas como náuseas y vómitos y comprendió que el día del accidente —y de los exámenes y radiografías— sí estaba embarazada, aunque de tan solo tres semanas. Pero no había nada de qué preocuparse: le habían puesto una manta plomada sobre su vientre. Sin embargo, su tío neurólogo, Jorge González Cruchaga, no estaba tan tranquilo y algo intuía, pero no podía confirmar ni descartar nada pues no existían las ecografías. Mi mamá continuó tranquila con su embarazo, tomó clases de parto sin dolor y, salvo al principio, que le tenían que cambiar los yesos a medida que le crecía la guata, siguió como si nada, soñando con ese hijo tan anhelado, que sería el primer bisnieto de sus abuelos aún vivos, Luis Costabal y Perpetua Echeñique. Lamentablemente, mi abuela Elena no resistió al lupus y murió en marzo de ese año, por lo que no me alcanzó a conocer, pero su cara nos acompañaría de adultos pues se convertiría en el logo del Emporio la Rosa (tema de otro capítulo de esta historia).

Nací la madrugada de un miércoles 29 de septiembre de 1965 en la Clínica Santa María, tal como se estilaba en la época entre la gente pituca. Mi mamá, que había sido muy rigurosa con los ejercicios de relajación y respiración, llegó casi a punto de tenerme a la clínica en la fecha estimada. En la casa me esperaba un coche y una cuna de mimbre que mi mamá había intercambiado con un vendedor ambulante a cambio de un traje usado de mi papá. Según ella —que es una mujer muy práctica—, el traje era «horrible», pero aquella decisión le costaría la indignación de mi papá. Dicen que de él heredé mi carácter explosivo.

El plan de ambos era tenerme por parto natural, sin anestesia, y así estaba sucediendo hasta que en el instante en que iba a nacer los doctores de golpe la echaron hacia atrás y la durmieron. Por supuesto mi papá, como se usaba en aquellos tiempos, no había entrado al parto. Sin embargo, inmediatamente supo el desenlace por una enfermera que le avisó sin demora. Su cara, me han contado los que llegaron aquella mañana a la clínica, era de desolación y lloraba a mares.

Nací sin la pierna derecha bajo la rodilla, la izquierda fue amputada años después sobre el tobillo y sin un brazo. En el otro tenía la mano con cuatro dedos y dos de ellos pegados. El doctor decidió no operarme para separarme los dedos de la mano porque no sabía si entre ellos había algún nervio y corría el riesgo de dejarme con la mano inutilizable, y era la única que tenía.

Los doctores que me recibieron en el parto quedaron choqueados. Lo primero que pensaron fue que mi condición era producto de la Talidomida, un medicamento fabricado por un laboratorio alemán que se recetaba a principios de los sesenta para aliviar los síntomas de náuseas durante los primeros tres meses del embarazo y que después se supo que causaba terribles malformaciones en las extremidades de las guaguas. No se sabe cuántos casos hubo en Chile, pero se calcula que unos veinte mil niños en el mundo nacieron sin brazos, manos o piernas. Mi mamá no había tomado ningún medicamento durante el embarazo, así que esa no era la razón. Llamaron a un pediatra de emergencia para descartar algún problema cardíaco que en ocasiones viene asociado a la falta de extremidades, pero también fue descartado. Pronto se confirmó que tampoco se trataba de un asunto genético, sino que las mutilaciones coincidían con el corte lacerante de los rayos equis sobre el feto en formación, en todo el lado derecho y parte del izquierdo. La manta plomada no había servido de nada.

Mi mamá despertó agobiada por el ajetreo y el entrar y salir de médicos y enfermeras, y empezó a sospechar que algo raro estaba pasando. Tampoco ayudaban a calmar su intuición las caras de todos los presentes, que no sabían cómo reaccionar. Al parecer fue su tío Jorge, el neurólogo, quien le dio la noticia. «Te tenemos una noticia buena y otra mala», comenzó diciéndole. La mala era que su hijo había nacido con amputaciones y la buena era que neurológicamente estaba sano y que sí iba a poder caminar, porque había lugar donde ponerle las prótesis. «Este cabro va a andar. Es muy bueno tener la pierna hasta la rodilla y tiene unos muñones macanudos», le confirmó luego el pediatra Federico Puga, intentando darle ánimo. Las enfermeras se demoraron en llevarme a la pieza y cuando mi mamá me tomó en sus brazos se quedó helada, le daba miedo agarrarme y no sabía cómo reaccionar. Sin duda fue un momento muy duro para ella: su propia madre había muerto hacía seis meses, sus hermanos eran todos más chicos y mi papá estaba hecho un atado de nervios. Pero, fiel a su manera de ser, no hizo drama ni se puso a llorar.

No hubo duelo entonces ni lo ha habido nunca. No porque sea una mujer insensible, todo lo contrario; no podría ser la notable artista que es si así fuera, sino porque tiene una fuerza interior envidiable. Además, fue educada como una persona muy práctica, y para ella no vale la pena llorar sobre la leche derramada, sino que hay que gastar la energía en seguir adelante, avanzar y resolver. Manteniendo esta actitud, junto con mi papá formaron una dupla invencible. Ese mismo día, el de mi nacimiento, tomaron una decisión importante con respecto a mi futuro: no me darían ninguna ventaja. Claro que tenían miedo. En la clínica mi mamá pensó en cómo sería mi vida, en las burlas crueles de los otros niños durante mi infancia y en mi dificultad para formar familia. Los malos pensamientos la acechaban sin cesar durante aquellos primeros días, pero por suerte nunca se convirtieron en realidad.

La sugerencia del pediatra fue que se embarazara nuevamente, de manera rápida, pero perdió dos guaguas en ese tiempo. Seguramente producto de los nervios de que pudiera repetirse el caso, pues aunque tenía la certeza de que lo mío no había sido genético, el miedo inconsciente la paralizaba.

Mis padres tuvieron entonces que madurar a la fuerza y postergar algunos de sus sueños para sacarme adelante. Y así comienza mi historia, una historia en la que ni el reproche ni la culpa han sido parte de la ecuación. Mi mamá nunca recriminó a su amiga que iba manejando, ni pensó en demandar al hospital por las radiografías, pero sí se sintió responsable por mí y esa responsabilidad la movilizó en mi rehabilitación. Yo tampoco he sentido ganas de encarar a nadie. Nunca he querido saber quién fue la persona que las chocó, ni le he echado la culpa a mi mamá. Aunque mi temperamento es explosivo, nunca me educaron con odio ni con rencores. Simplemente nací así.