Prólogo

Juan Luis Linares

Mercedes Bermejo, en este bonito libro, es convicta y confesa de trasgredir dos de las limitaciones históricas de la terapia familiar al ocuparse tanto de las emociones como de los niños. Que lo haga simultáneamente de ambos temas la sitúa de pleno en el campo de una fecunda y estimulante heterodoxia.

De que esos límites, rayanos a veces en el tabú, existieron, querría dar testimonio personal, especialmente en lo que a las emociones se refiere. Cuando, en 1981, estuve en el Mental Research Institute (M.R.I.) de Palo Alto en el curso de un programa de formación, pude detectar un explícito escepticismo respecto a la utilidad de la focalización y el manejo de aspectos emocionales en terapia. No había motivos para sorprenderse, puesto que Watzlawick no dudaba en referirse a ello, tanto por escrito como verbalmente, manifestando lo inadecuado de aludir a lo que las personas “sienten” en vez de a lo que “piensan”. También Minuchin mostraba sus preferencias por lo que se “hace” en detrimento de lo que se “siente”. Y es un lugar común en la historia de la terapia familiar que Bateson consideraba a las emociones un concepto dormitivo, en lo que para él constituía el colmo de la descalificación. A este respecto, y en honor a la complejidad de estos temas, hay que hacer constar que Nora Bateson asegura que su padre nunca afirmó tal cosa y que tal creencia se debe al sesgo intelectualizante introducido por Watzlawick,

En cualquier caso, me considero testigo directo del relativo descrédito que, en el M.R.I. de los años 80, afectaba a una figura como Virginia Satir, precisamente por su espectacular y desacomplejado trabajo con las emociones. Por eso constituyó para mí una revelación cuando, en el congreso de Praga de 1987, pude verla personalmente como animadora de la ceremonia inaugural. En el imponente escenario del palacio de congresos, presidido por rígidos miembros de la nomenclatura checa, Virginia Satir introdujo un divertidísimo deshielo, premonitorio de la revolución de terciopelo, haciendo interactuar en clave corporal y emocional a aquellos formales burócratas con sus informales colaboradoras californianas.

Y como, afortunadamente, la historia de las trasgresiones es tan densa como la de la humanidad, ya en los años 90 del pasado siglo se celebró en Sorrento, Italia, un congreso de terapia familiar, organizado por Andolfi y en el que yo participé, bajo el sugestivo título de “Sentimenti e Sistemi”. De hecho, la terapia familiar europea ha sido siempre más sensible al discurso reconocedor de la importancia de las emociones que la americana, sumida aún hoy en los excesos intelectualizantes del postmodernismo. Y es en esa tradición donde se sitúa la autora, lo cual la aproxima inevitablemente a las terapias humanistas, para cuya integración en el universo sistémico el presente libro puede ser considerado un significativo aporte.

Mención especial merece la cuestión de los niños.

Es evidente que, si la terapia familiar tiene un sentido, es precisamente para tratar a los niños. Así se reconoció desde los orígenes, cuando los menores problemáticos y sus aparentemente caprichosos intercambios de síntomas, inspiraron algunas de las primeras teorizaciones y especialmente las que tenían que ver con la cibernética. ¿Cómo no iba a estimular la reflexión sobre la familia observar que el hermano de un niño curado individualmente de una fobia escolar desarrollaba, por ejemplo, una enuresis? Y, sin embargo, una vez promulgados los primeros dogmas de la terapia familiar, resultó difícil sustraerse a ellos, incluyendo el que ordenaba trabajar con la familia en su conjunto y, ciertamente, no con alguno de sus miembros.

En cualquier caso, el posicionamiento de los pioneros en este asunto no fue monolítico, y la terapia estructural, con Minuchin a su cabeza, escribió muy pronto páginas sublimes de intervenciones terapéuticas con niños.

En esta tradición se sitúa también la autora cuando manifiesta su interés por el niño como objeto de aproximación terapéutica, pero sin renunciar a ocuparse de la familia. Contrasta así con las estereotipadas declaraciones que, desde ámbitos burocráticos de protección infantil, hacen bandera de la atención al “interés superior del menor”, a la vez que, lastimando burdamente a la familia, lo revictimizan sin consideración alguna.

En este libro emociones y niños son los dos ejes conductores de una reflexión compleja que transcurre a través de múltiples vías, alternando teoría y práctica. Una teoría que recala en una importante revisión bibliográfica de la que se extraen originales conclusiones, y una práctica que desciende al detalle de numerosas sugerencias concretas de gran utilidad. Estoy seguro de que el lector sabrá apreciarlo.

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