I

La noche que ejecutamos al licenciado

Lo único que sé hacer es matar.

Fui sicario y primer lugarteniente de un cártel mexicano dedicado al narcotráfico. Dejé de ver a mi familia a los doce años de edad, cuando me hice malandro. Durante un tiempo robé carros y a los quince años empecé a secuestrar. Fue por este delito que me metieron en el Albergue Tutelar de Menores Infractores. Ahí conocí al hijo del comandante de la entonces Policía Judicial del Estado, con quien terminé de madrina. Entré en un grupo especial denominado Política Criminal y Combate a la Delincuencia Organizada. Poco después de un cateo realizado por este grupo, se me invitó a jalar para una de las organizaciones criminales más pesadas del norte de México. Al principio mi trabajo consistía en matar, luego escalé a jefe de sicarios. Llegué a tener a mi cargo hasta cien pistoleros.

No sé a cuántas personas maté, pero sin duda fueron las necesarias para mantener mi lugar dentro del cártel. Lo más que llegué a cobrar por una ejecución fueron cincuenta mil dólares. Los asesinatos comunes no se piensan, son enfrentamientos sin premeditación, pero que las ejecuciones estratégicas se planean durante mucho tiempo, con información recabada desde antes. Como todos, yo también me equivoqué haciendo mi trabajo: una vez, sin quererlo, clavé al gemelo de un abogado. Podría decirse que por el mismo dinero maté dos veces a un mismo objetivo. Los accidentes son inevitables: basta con parecerse a alguien o estar a la hora equivocada en el lugar equivocado, estar, por ejemplo, en el estacionamiento del aeropuerto de Guadalajara, en un auto propiedad de la Iglesia pero muy parecido al de un importante narcotraficante.

No hay mucho pedo en cumplir con una ejecución, a menos que se tengan órdenes específicas. Aunque es muy pronto para decirles cómo se ejecuta a un traidor o a alguien al que se le debe hacer sufrir, sólo quiero adelantar que se les mata de una forma lenta y dolorosa. Su muerte debe servir de ejemplo a los demás miembros de la organización. Para una ejecución en vía pública se usa desde un arma nueve milímetros hasta un cuerno de chivo, mientras que para una ejecución en privado se utiliza un cable de acero, con el que se corta la cabeza, o la navaja de costilla, con la que previamente se tortura a quien también ha sido golpeado con un bate de beisbol. Hay quienes piensan que entre más ruido haya es mayor el pavor. Yo más bien creo que sin balas es mejor.

Hasta hace un tiempo pertenecí al Programa de Testigos Colaboradores de la Procuraduría General de la República, al cual me uní después de que el cártel por el que yo daba la vida me traicionó.

Todo comenzó con el asesinato de un directivo de la Procuraduría General de la República, quien a pesar de recibir dinero de nuestra organización comenzó a favorecer a otra, cosa que enfureció al jefe. El jefe estaba pesado, por eso yo le decía, para mis adentros, Elefante.

Cierta noche el jefe me mandó una alerta por radiolocalizador. Cuando nos hablábamos por teléfono o radio, lo hacíamos en clave. No voy a dar detalles de las claves porque está complicado entenderlas, pero el caso es que me dijo que esa noche yo iría con mi compadre a darle piso al licenciado. A mi compadre, que era el yerno de Elefante, yo le decía Tiburón, por una historia que en un momento más contaré. Tras recibir la alerta, miré mi reloj, me quité las botas y apagué la televisión. Tenía veinte minutos, quería descansar aunque fuera un rato. Llegada la hora me preparé: fierro, me dije, y salí hacia donde estaba mi compadre.

Terminamos el trabajo poco antes de las diez de la noche. Tiburón sudaba y su mandíbula estaba trabada. Antes de cada ejecución, se metía un chingo de perico. Mi compadre, a quien conocí en el último decomiso que hice cuando era madrina de la judicial, fue el que me introdujo en el cártel. Él era varios años mayor que yo, y en la jerarquía de la organización era el segundo al mando, sólo después de Elefante. Más que su compadre, decía que yo era como su hijo. No sólo porque nos parecíamos un chingo o porque, como explicaré más adelante, fui amigo de su hijo de sangre, más bien porque había sido él quien apadrinó mi ingresó a la organización.

Antes de seguir quiero pedir a los lectores que no confundan a este Tiburón con un mafioso que solía tener el mismo apodo, un famoso pistolero mexicano de la década de los noventa. A este Tiburón, cuyo sobrenombre alude al animal que mi compadre tenía en una piscina que mandó construir en una de sus casas de seguridad, así como al resto de los personajes que aparecen referidos por su apodo en este libro, sólo yo les digo así y únicamente lo hago en estas páginas. La mascota de mi compadre, por cierto, alimentaba sus casi dos metros de hambre con los enemigos del cártel que no respondían las preguntas que les hacíamos; yo mismo los arrastraba hasta la piscina ubicada a un lado del comedor. Recuerdo haber mirado muchos cuerpos amputados, saliendo del agua oscurecida, sin un pie o sin una mano.

La noche que ejecutamos al licenciado, mi compadre y yo hicimos solos el trabajo, es decir, no llevé a mis gatilleros de confianza, pues así se me había ordenado. Al terminar, Tiburón me pidió que lo acompañara a su cantón, donde nos esperaba el jefe. Cuando llegamos, desde el pasillo de la entrada vi a Elefante en la cocina; uno de sus escoltas le abrió el refrigerador y el jefe cogió una bolsa de carne cruda y un jarrón con jugo del que bebió un largo trago, luego dejó el jarrón en la mesa y le entregó la bolsa al escolta. Ya en la sala observé la mancha negra que se paseaba bajo el agua, así como los seis televisores, divididos cada uno en cuatro cuadros, que registraban lo que sucedía dentro y fuera de la casa. En una de las televisiones vimos que Elefante caminaba sin prisa, dirigiéndose a la sala donde lo esperábamos.

Una vez que estuvo sentado, Elefante pidió a uno de sus escoltas que trajera un portafolios. De inmediato, el escolta se puso enfrente de una televisión, se estiró por encima de ésta, le dio un jalón y sonó un chasquido seco. El muro sobre el que estaba montado el aparato se abrió, quedando al descubierto un espacio lo suficientemente grande para que pasara una persona y para que cupieran los paquetes de cocaína que ahora se asomaban. El maletín, que estaba a un lado de la droga, era de piel café y tenía hebillas metálicas. Mi compadre lo recibió de manos del escolta, lo puso sobre la mesa de centro, sin abrirlo, y volteó a ver a Elefante, que a su vez me volteó a ver a mí. Segundos después ellos dos se rieron y me miraron, entonces yo también me reí.

—Te has portado muy bien —dijo Elefante—, has cumplido con todo lo que se te ha pedido y no tienes problemas con nadie. La gente a tu cargo está controlada y, en cuanto a los trabajos que se te han encargado, no has dejado cola que te pisen. Sin embargo, tú y yo sabemos que no todo lo que brilla es oro y precisamente sobre eso es lo que quiero que hablemos nosotros tres.

Los miembros de la escolta, como siempre, fingían no escuchar. De golpe, sentí que mi fusca se había vuelto más pesada.

—A partir de hoy nada estará tranquilo —advirtió Tiburón—, ahora que le dimos piso al licenciado, los federales vendrán por nosotros. Están por acabarse las vacaciones, compadre, aunque el pedo puede componerse, siempre y cuando tú estés de acuerdo. Ha llegado la hora de portarnos como familia.

¿Por qué no hablaste antes conmigo a solas?, me pregunté en silencio mientras escuchaba las palabras de mi compadre. Calmado, cabrón, me dije, un soldado de la organización no hace preguntas, un soldado obedece. Entonces uno de los escoltas abrió el portafolios y lo puso frente a mí.

—Todos saben que soy agradecido con la gente fiel —aseguró Elefante elevando el tono de su voz—, necesitamos que te hagas pasar por tu compadre para que estos cabrones del gobierno se apacigüen y la organización siga trabajando. La organización es tu familia, todos estamos por debajo de la organización, ahora te toca a ti, mañana le tocará a tu compadre y algún día me va a tocar a mí. Nosotros ya lo hablamos y creemos que esto es lo que más conviene.

Que me hiciera pasar por mi compadre. La idea me sacó de onda, era como de cura. Pero no era cura porque Elefante y Tiburón, obviamente, no eran cabrones de cura. Aunque mi compadre era mayor que yo, como ya dije, nos parecíamos físicamente, incluso alguna vez alguien relacionado con el cártel nos llegó a confundir. Las negociaciones muchas veces se hacen cara a cara, pero era raro que Tiburón se apersonara en operativos o negocios. No creo que en ese momento la procuraduría hubiera tenido una foto actualizada de Tiburón. A pesar de todo, la idea era más bien absurda.

—Lo que va a pasar es lo siguiente —advirtió Elefante—: te van a llevar y luego te van a procesar, ingresarás al Centro Federal de Readaptación Social Número Uno. Por hacerlo, recibirás dos portafolios como el que tienes enfrente, uno ahora y el otro cuando salgas. Nosotros te vamos a dar todo lo que necesites para cumplir con lo que te pedimos: vas a andar en los carros y con la gente de tu compadre, te vas a vestir como tu compadre y hasta vas a tragar como tu compadre. Si no te digo que vas a coger como tu compadre es porque no sé qué tanto le guste esta idea a la comadre.

Tiburón y Elefante se carcajearon y yo escuché rebotar en las paredes el agua de la alberca. Se me había puesto seca la boca. Al terminar de reír, Elefante frunció el ceño y preguntó:

—¿Qué tienes que decir a este respecto?

—Señor, lo primero es que le agradezco su confianza —aunque mi boca seguía seca, no dejé de hablar—, usted sólo ordene y yo hago todo para ganarme ese dinero.

El jefe sonrió complacido mientras Tiburón me observaba en silencio.

—Tu compadre te va a poner a alguien para que te explique cómo vamos a empezar —dijo señalando a Tiburón, quien a su vez, luego de sentarse, aseguró:

—Yo sé que me aprecias y que harías esto y mucho más por mí, como ya has demostrado. Eso sí, piensa  que ahora es diferente, que ya me empapelaron. Sabrá qué acuerdos se están haciendo arriba, pero la cosa es que ya traigo a los agentes tras de mí, que no puedo salir del frente y que yo no puedo estarme escondiendo y dejando a un lado los negocios pendientes. Las cosas están cambiando, el pedo ahora sí se ha puesto cabrón.

En este punto Elefante interrumpió a Tiburón, quien inmediatamente guardó silencio.

—Te van a llevar a la fiscalía especializada y vas a declarar que tú eres al que están buscando. Luego vas a estar arraigado hasta que te trasladen al penal, donde a lo mucho pasarás un año, que es lo que dura el proceso. Luego nosotros haremos que te saquen.

Los escoltas permanecían inmóviles mientras mis jefes hablaban. En las pantallas la imagen estaba congelada y hasta la piscina lucía en calma. Elefante me miró fijamente:

—Cuando salgas vas a estar forrado. Tienes mi palabra de que ya que pase todo esto podrás gastar tu feria en lo que quieras. Ni siquiera tendrás que seguir jalando si no quieres, te conseguirás una ruca y los negocios que tienes a tu cargo seguirán su curso. Nosotros seguiremos en lo mismo y tú serás un hombre rico al que la organización cuidará siempre. Eso sí, si aceptas, hay que empezar ya.

Antes de continuar, quizá deba decir ahora que cuando se creó la Agencia Federal de Investigación (AFI) el gobierno pactó con las organizaciones del narcotráfico toda una serie de nuevos acuerdos, o al menos eso es lo que oía decir a Tiburón. Tal y como sucede cada vez que México cambia de presidente, los directivos de la Procuraduría General de la República se apalabraron con cierta gente que estaba, según Tiburón, enemistada de manera directa con él. Así que el licenciado murió por apoyar a esta gente, aun habiendo recibido dinero de parte de Elefante. Su asesinato era necesario pero puso en aprietos a la organización. Ya sólo sería cuestión de semanas para que aprehendieran a uno de los cabecillas del cártel, el más visible y el más odiado de los cuales era mi compadre.

Pero volvamos a donde nos quedamos: la feria que me darían era más de lo que había ganado hasta entonces. Bastaba, pues, con pasar un año clavado, para estar forrado a mi salida, rehacer mi vida en el lugar que quisiera y con la ruca que quisiera. Eso sí, si no lograba obtener la libertad durante el primer año, lo más seguro era que me quedara en el clavo toda mi vida. Como me gustan los riesgos, acepté. Entonces el jefe le pidió a Tiburón que, como parte del acuerdo, se quitara las joyas que traía y me las diera. Una de sus esclavas tenía escrito su nombre. De mi compadre para abajo todos éramos llamados también por claves y, por lo tanto, no sabía los nombres reales de la mayoría; de Tiburón sí. Poco después salimos todos de la casa.

Hasta el día que aquí he narrado, yo viví en una casa de seguridad que el cártel me asignó y que no quedaba lejos de la de Tiburón, camino hacia la cual recibí una llamada a mi celular privado, cuyo número sólo tenía, además de Elefante y de mi compadre, mi comadre, que era la hija del jefe y la esposa de Tiburón, con quien ella había dejado de tener relaciones sexuales desde hace tiempo. Al menos eso era  lo que mi comadre decía, que me buscaba a mí para que echáramos pata a espaldas de mi compadre, quien por su parte cogía con la mujer de Elefante, que cogía con cualquier mujer que no fuera su mujer. Nuestras vidas sexuales, pues, eran una porquería. La comadre me llamó para citarme en un punto medio del camino hacia mi casa. Quería hablar urgentemente pero nadie debía vernos, así que escogió la esquina de un parque con muy poca iluminación. Evidentemente, si alguien del cártel me veía con ella, todo se iría a la verga.

Cuando llegué al lugar de la cita di varias vueltas antes de estacionarme detrás de la comadre. Luego me bajé, miré a mi alrededor, caminé hacia su camioneta en la que ella me aguardaba y entré por la puerta del copiloto. Mi comadre estaba maquillada, tenía los labios pintados de rojos y olía bien. Pero también tenía los ojos irritados y las manos apretadas al volante.

“Tengo algo muy importante que contarte: esta mañana escuché a tu compadre hablar por el radiolocalizador, quiere hacerte pasar por él para después matarte. Trae una bronca muy grande con los colombianos y no sabe cómo zafarse.”

Nomás terminó de hablar, la comadre empezó a llorar y yo sentí un hoyo en el estómago.

Algunos meses antes, Tiburón se había robado un cargamento de cocaína base en el aeropuerto de la ciudad de México, donde cada semana llegaban cientos de kilos de esta droga procedentes de Sudamérica, los cuales eran introducidos al país desde Colombia o Bolivia. Hasta antes de que el gobierno federal cambiara de partido, esta operación nos era muy sencilla, pero después, cuando la oposición llegó al poder, nuestro contacto fue arrestado. Ese día, los gatilleros de Tiburón, que sí habían alcanzado a recoger el cargamento, no supieron a quién pagarle, pero mi compadre no hizo mayor esfuerzo por resolver el asunto o por regresar la droga. De todo esto, Elefante no se enteró hasta un par de meses después, cuando llegaron a nuestro país varios colombianos en busca de su dinero. Un cargamento como el que aquí he referido equivale a muchos millones de dólares en las calles de Estados Unidos, por lo que los colombianos venían decididos a matar. Por su parte, mi compadre estaba dispuesto a no pagar ni un dólar por el cargamento, decisión en la que fue apoyado por Elefante. Así que la única manera de restituir la relación con los colombianos era entregar al responsable del desmadre, o a quien se haría pasar por el responsable del desmadre. Si acataba la orden de convertirme en Tiburón, moriría. El problema era que si no lo hacía también me cargaría la chingada. Y todo esto a pesar de haber sido un eslabón ejemplar: como lugarteniente de la organización nunca bebí, ni fumé, ni loqueé frente a mis patrones, siempre fui eficaz en mi trabajo y, mejor aún, discreto. La organización era mi única familia.

La comadre seguía llorando cuando me dijo cómo fue que escuchó aquella conversación:

“El radio de tu compadre estaba en altavoz y oí al jefe darle un cagadón de palo. Que valía verga, que el dinero ya no era el problema, que el pedo ahora era desafanar a esos cabrones, que cómo había sido tan pendejo. Y entonces tu compadre le contestó que la mercancía había pasado de una mano a otra, que los federales se iban a quedar con los paquetes y no sé qué más —la comadre, sólo hasta entonces, soltó el volante—. Según les oí, los colombianos ahora quieren que el cártel pague el doble… dicen que quieren el dinero en ocho días y que ni eso asegura que no se aceleren.”

Por un momento mi comadre dejó de llorar. Aseguró que le había oído decir a Tiburón que si lo mataban se haría un cagadero, que a nadie le convenía ese desmadre.

—[Tiburón] le dijo que ya se había hecho fama de traidor, porque ya tenía mucho tiempo metiéndose en los dominios de otra gente y porque se había llevado a todos entre las patas. [Elefante] le dijo: “Te van a dar piso, cabrón”.

—Con que así está el pedo… —comenté luego de quedarme callado durante unos minutos.

Que me maten a mí pensando que soy mi compadre. Seguro que luego, para que no hubiera sospechas, me harían pozole. El cabrón al que hace apenas unos meses quiso levantar un comando de sicarios en la carretera; el cabrón que cubrí con mi cuerpo mientras los sicarios que venían por él descargaban sus cuernos de chivo contra la camioneta; el cabrón que mantuve bocabajo mientras cortaba cartucho y disparaba a todos lados en lo que llegaban refuerzos; el cabrón, pues, al que le salvé la vida, es el mismo cabrón que había decidido chingarme.

Sin decir nada más, mi comadre se acercó hacia mí y chupó mis lágrimas con sus labios. Luego acarició mi cuello con su lengua. Era la última vez que nos veríamos. Aunque estaba asustado me puse muy caliente, me desabroché la bragueta, desabotoné su blusa, le arranqué el sostén y le chupé las tetas. Imaginé que sus escoltas, ocultándose, nos veían. Poco después me bajé el pantalón, mi comadre me la mamó, y luego en el asiento del copiloto se me montó encima, mordiéndome los labios y las orejas. Cada vez me ponía más caliente. A continuación la sujeté de las caderas con coraje, la giré hacia el parabrisas, la tomé de los cabellos y la penetré por el ano. Estaba bien encabronado. Mientras ella gemía y se zarandeaba alrededor de mi miembro, lloré. Entonces golpeé su cabeza con los puños y mordí su espalda hasta que sangró mientras seguía gimiendo. Al final, luego de explotar dentro de ella, la empujé contra la ventana, le di una cachetada, me sequé las lágrimas, me subí los pantalones, me bajé del auto y cerré la puerta de golpe.

Ya en mi carro me engrané pensando. Estaba bien confundido. Aunque sabía que era cierto, me resistía a creer lo que recién me habían confesado y me dirigí a mi casa de seguridad. En los alrededores todo estaba oscuro. Volví a sentir pesada la fusca, a pesar de que la apretaba a mis costillas. Empezaba a creer lo que me había dicho la comadre, estaba seguro de que en cualquier momento me matarían. Aunque el acuerdo había sido dejar pasar unos días, bien podían haberme seguido hasta el parque. Entonces decidí que si moría lo haría como mueren los sicarios: llevándome por delante a cuantos pudiera. Con más razón si se trataba de mis traidores, la gente por la que yo daba la vida a cambio de nada.

Cuando llegué a mi cantón abrí la puerta con cuidado y empuñé mi fusca. Todo parecía estar tal y como lo había dejado. Después de unos segundos guardé otra fusca en mi chamarra, tomé los dos millones y medio de pesos que tenía en una caja fuerte, cogí un cuerno de chivo, una granada de fragmentación, algunos cargadores y varias cajas de tiros. Todo lo empaqué en una bolsa de piel negra. Luego busqué las llaves de una camioneta que mantenía estacionada afuera del departamento y me asomé por la ventana, aún no había amanecido.

Antes de salir, oí el ruido que un motor hace al apagarse, el de unas puertas que se abrían y el de varios pasos. Lo siguiente que escuché fueron varias ráfagas de cuerno de chivo y el estallar de los vidrios de las ventanas. Las paredes de la casa temblaban. Tomé el cuerno, lo cargué y entre la oscuridad disparé hacia el lugar del que venían las balas. Luego salí corriendo por la ventana trasera. Ya valió verga, me dije. El patio estaba muy chico y decidí saltarme la barda. De la prisa resbalé y por poco me parto el hocico. Pero no, me paré de volada, cogí el cuerno y crucé el lote baldío que estaba detrás del cantón, corrí y no me detuve hasta llegar a una gasolinera. Guardé el cuerno en la bolsa. Me pesaba un chingo, estaba sudando y cagado de miedo. De milagro aquellos cabrones no supieron para dónde había jalado; de milagro, además, no había un placa o alguien que pudiera hacerla de pedo. Me acerqué a uno de los despachadores, quien me miró medio asustado. Yo creo que le sacó de onda que estuviera bien sudado y con la bolsota en mi espalda.

—Compa, ¿dónde cojo un taxi? —le pregunté con la voz más tranquila que pude.

—Aquí a un lado es el sitio —contestó sin mirarme a los ojos.

Me acerqué al primer taxista y le pregunté dónde estaba su carro. Ya adentro abrí la bolsa y saqué una feria. Cuando el taxista se subió, puse dos billetes de quinientos pesos en el asiento del copiloto. Me miró por el retrovisor. “Coja carretera”, le ordené.

El bato se quedó callado, encendió el taxi y volvió a verme por el retrovisor. Le pedí que me llevara hacia el sur, al puerto que está a una hora de la ciudad donde aconteció todo lo que he narrado. Aunque no puedo señalar exactamente de qué localidad se trata, confesaré que era en la costa del Pacífico mexicano. Yo creo que el chofer estaba igual de cagado de miedo porque hizo cuarenta y cinco minutos de camino. Al llegar al puerto ya estaba por amanecer y el taxista me dejó en un hotel de paso.

En la recepción pedí un cuarto con ventana a la calle. A pesar de que lo intenté, no pude dormir. En mitad del insomnio revisé los ductos de la ventilación, abrí la única rejilla que hallé y, como sucede en las películas, guardé la bolsa con las armas y el dinero. Poco después me bañé, y para la hora de la comida bajé a la recepción. El tipo que despachaba era un viejo que no despegaba los ojos de un televisor con pésima señal. Ante él saqué un billete de quinientos pesos y le dije: “Quiero que me traigas una puta”, el hombre me miró de reojo, tomó el billete, no contestó y siguió viendo la televisión.

De lo que menos tenía ganas era de coger, pero no quería levantar sospechas. A los treinta minutos tocaron a mi puerta. La puta era morena y tenía el busto enorme. A la luz del día se miraba cateada. Saqué dos billetes de quinientos pesos.

—Quiero que te quedes el resto de la tarde y también la noche, lo que haga falta te lo pago en la mañana.

—Lo que tú quieras —me contestó ella con una sonrisa.

—Saldré un momento a comprar condones y algo de beber, no quiero que salgas de la habitación —antes de irme le prendí la televisión.

A pesar de que había pagado mucho para que se me protegiera, estaba huyendo como un perro. En la calle prendí mi radiolocalizador y los dos celulares que tenía. Marqué a cuatro de mis gatilleros y ninguno me contestó, luego revisé la lista del resto de mis contactos.

Alacrán es el apodo que utilizaré para referirme a un federal que trabajaba para mí, un agente al que le había tomado confianza hacía mucho tiempo. Él fue el único que contestó a una de las alertas que envié por el radio.

—¿Cómo está, señor? A sus órdenes.

—Necesito tu ayuda.

—Lo que se le ofrezca, señor —me contestó tan normal como siempre.

Tal como si hablara con alguien del cártel, le pregunté en clave si alguien de la organización se había comunicado con él. Me respondió que no. Entonces le dije que tenía serios problemas con mis patrones y que la única manera de resolverlos era con su ayuda.

—No le digas a nadie que hablamos, ya te daré instrucciones más tarde.

Después de hablar con Alacrán, marqué otro par de números pero nadie me contestó. Decidido a hacer tiempo antes de volver al hotel, busqué una tienda de celulares, donde compré un aparato con un número del puerto, y entré en una tienda deportiva, en la que compré un bolso ligero, un cambio de ropa y unos tenis. Luego volví a hacer mis llamadas pero nadie contestó. Al final compré algo de comida, esperé a que se hiciera más tarde y volví hacia el hotel.

Al llegar, desde la calle miré hacia mi cuarto y me percaté de que la ventana estaba abierta. Entré en la recepción con sumo cuidado: no había nadie, la televisión permanecía encendida, con el volumen muy bajo, y el baño estaba abierto. Instintivamente saqué la fusca que guardaba debajo de la chamarra y la pegué a mis costillas. El hotel entero en silencio. Subí a la segunda planta, donde estaba mi cuarto, y me acerqué despacio por el pasillo: la puerta estaba abierta. ¿Para qué darle largas al asunto?, me dije, partámonos la madre de una vez. Entonces me acerqué, escuché un débil gemido y se me secó la boca. Empujé la puerta con cuidado: la puta estaba tirada sobre el suelo. Respiré profundo, empuñé la fusca y miré a mi alrededor. Me acerqué a ella sin guardar el arma y me hinqué. Su cara estaba llena de sangre, al verme comenzó a medio decir algo. Como hablaba muy bajito, acerqué el oído a su boca: que habían tocado la puerta, ella había preguntado quién era, que le habían dicho que era el servicio de limpieza.

Miré el cuarto detenidamente: las lámparas estaban tiradas, los cajones abiertos, el armario roto. La reja que cubría el ducto de ventilación estaba rota. Adentro ya no había nada. Valiendo verga, me dije. Entonces reconstruí en mi mente lo que según yo, luego de haber mirado el cagadero, había sucedido: apenas la puta quitó el seguro, empujaron la puerta derribándola. Debieron de ser uno, quizá dos güeyes, me dije y pensé: le dieron varias bofetadas en la cara, la aventaron contra la cama, la encañonaron y, por la sangre en su entrepierna, seguro la violaron. Cuando terminaron, tal vez se comunicaron con otros hombres y entre todos hurgaron el cuarto, por eso hallaron el ducto de ventilación, la maleta negra con mis armas y mi dinero. “Dinos dónde está el dueño de la maleta”, le habrá exigido a la puta alguno de ellos, sacando su navaja de costilla. “No te vamos a matar para que le cuentes a ese cabrón lo que va a vivir si lo agarramos”, le habrán advertido. Al alejar mi oído de su boca vi que la mujer sangraba aún más entre las piernas. Antes de volver a pensarlo, tomé una almohada, la apreté sobre su cara y disparé.

Salí del hotel corriendo y aún peor de como había llegado: se habían llevado mis armas y mi dinero, sólo me quedó la bolsa y la ropa que acababa de comprar, la pistola que cargaba conmigo y el dinero que traía en los bolsillos. ¿Por qué no me habían esperado para matarme? Como me tardé, quizá pensaron que me di cuenta de que habían caído y que había huido de nuevo. Seguro me estaban buscando aquí en el puerto y en las salidas a la carretera. Otra vez era de noche y la falta de sueño comenzó a hacer estragos en mí: estaba mareado y me dolía la cabeza. Volví a marcarle a Alacrán, quien me dijo que lamentaba mi situación y que haría lo posible para que saliera bien librado: “Para eso estamos, señor, pero necesitaremos dinero”.

Un par de minutos después de que colgué con el agente, ocurrió lo que menos esperaba. Tiburón marcó a mi celular. Al ver que era él, las manos empezaron a sudarme y respondí sin decir nada. Hubo un silencio.

—Es denigrante ver hasta dónde hemos caído después de todo lo que hicimos juntos —escuché que me decía—. Quiero que te abras a la verga de donde estés, sabes muy bien que los traidores por hierro mueren y a ti no se te va a dar aviso.

—Eso lo hubieras pensado antes de mandarme a tu gente...

—Escúchame bien, hijo de tu puta madre —me interrumpió—: vas a valer verga y eso ya está decidido, te vamos a encontrar y yo me encargaré de que te cargue la chingada.

—Elefante necesita desquitarse con alguien por tu cagadero...

—Mira, pendejete de mierda —volvió a interrumpirme—, tú nomás vas a hablar cuando yo te diga que hables...

—Me dices traidor y que me vas a mandar matar y toda esa bola de mamadas, pero aquí el traidor eres tú, pinche culero, yo daba la vida por ti, te consideraba mi familia…

Tiburón no tardó en interrumpir nuevamente:

—¿Vas a chillar, pinche enano cagado? Métete tu puto lloriqueo por el... —fue entonces cuando apagué el aparato, cuando apagué todos los aparatos.

El corazón me latía rápido y la boca se me había secado de nuevo. Toda la vida había recibido órdenes y acatado los designios de quienes ahora estaban decididos a matarme. Si caía en sus manos, mi muerte sería aún más lenta y dolorosa que la de aquellos a quienes yo mismo ejecuté. Éste es mi destino, pensé. Tiburón tenía razón: el que a hierro mata, a hierro termina. Tomé el par de celulares que había apagado poco antes. En cuanto encendí el primero, vibró: era Alacrán, que volvió a asegurar que me ayudaría. El acuerdo que hicimos fue el siguiente: él y otros agentes me acompañarían a cobrar la feria que yo debería pagarle por su ayuda. A mí mucha gente me debía cuotas por vender a menor escala y quedamos que, además de darle parte de la feria, lo dejaría que aprehendiera a mis deudores. Aun así, lo más importante de todo fue que le daría santo y seña sobre el asesinato del licenciado de la Procuraduría General de la República, asesinato que había removido demasiado las cosas. Le pondría dedo, pues, a Tiburón.

Antes de seguir, quiero hacer una pausa para dejar claras algunas cosas. Y es que, en una organización, más aún, en un mundo en el que constantemente se juega el poder, el dinero y la vida, el valor más importante de todos es la lealtad. ¿A qué se debe, aun así, que el mundo del narco esté lleno de traiciones? A que todos andamos tras la feria, por lo tanto llega un punto en que hay raza que no se conforma con lo que le sueltas. Es entonces cuando empieza a correr la sangre y el hilo de las lealtades se revienta.

Aquellos que nos hemos dedicado al narcotráfico cometemos este error al menos una vez en la vida: suponer que a la placa le bastan los miles de dólares que uno entrega mensualmente para protección. Pero los placas siempre quieren más.

En nuestro país las tiendas de narcomenudeo tienen cola, igual que las tortillerías. En los bares de toda la República hay siempre un encargado que sabe quién es el que vende la droga y detrás de éste siempre hay un policía, un director de Seguridad Pública, un presidente municipal. Todo mundo sabe porque todo mundo, por medio de los intermediarios infinitos, se enriquece y consume el producto. Los funcionarios del gobierno, como muy pocos, son unos atascados. Y no se conforman con el dinero, los muy hijos de puta piden que hasta se les mande su bolsita de perico. Los muy putos creen que se trata de una piñata.

El dinero que se mueve es mucho y toda la gente metida en esto quiere que se le deje trabajar en paz. No así la policía ni las autoridades. El gobierno siempre quiere la rebanada más grande del pastel.

En los despliegues que hace la autoridad, es normal que narcos de otros grupos lleguen a luchar por nuevos territorios, obligando al que estaba antes que ellos a defender su plaza. Pinches agentes federales: los placas no tienen llenadera. Primero se les da un aviso: se les rafaguea. La cosa es que aquí, en realidad, no hay ni segundo ni tercer aviso. Si con eso no entienden, pues a chingar a su madre.

Asesiné a muchos funcionarios que no cumplieron con sus partes del trato. ¿Cómo es posible que un funcionario reciba, por ejemplo, cien mil pesos por semana, y al otro día vaya y catee una casa de la organización? Si tú agarras dinero tienes que tener los huevos para decir “órale”.

Ahora bien, volviendo a donde estábamos, es decir, al momento en el que hablaba por teléfono con Alacrán, luego de pactar cuál sería nuestro acuerdo, éste me dio la dirección de un hotel de paso donde nadie podría hallarme, me aseguró. Confiado, me subí en un autobús de vuelta a la ciudad. Al llegar tomé un taxi que me dejó en el hotel. Ahí pude dormir un par de horas, durante las cuales tuve un sueño.

Estaba en un lugar montañoso con una ruca mayor que yo. Ella me tomaba de la mano y me conducía, o conducía al niño que yo era, por un bosque. En medio de este bosque había un lago enorme de agua transparente donde la ruca y yo nos sumergíamos y luego nos abrazábamos. La ruca, aunque era mayor, no sabía nadar, razón por la cual se sostenía de mí violentamente, agitando los brazos, al mismo tiempo que se reía. En mi sueño era semana santa. Había una casa de campaña a un lado del lago, en cuya orilla había una canoa. La ruca y yo, que de pronto estábamos desnudos, subíamos a la canoa, remábamos hasta que se hacía noche y los peces se volvían de colores fosforescentes. Entonces ella se hacía más y más vieja conforme la noche avanzaba, y yo me hacía más y más joven. Luego la ruca me abrazaba por la cintura y me juraba amor eterno mientras yo la besaba y la acariciaba. Desesperado, le decía a la ruca que necesitaba hablar, que necesitaba volver a casa, aunque no sabía dónde era mi casa. Pero ella me decía que era semana santa y que eso era lo único que importaba. Por alguna razón yo sabía que, si quería olvidar todo lo que hasta ese momento me había llevado a odiarme a cada instante, lo que necesitaba era volver a entrar en el agua. Entonces me paraba sobre la canoa y me quedaba mirando el reflejo de la luna derretirse sobre las montañas. Y justo en ese instante me desperté.

Todavía bastante adormilado me vestí y caminé hasta el baño, donde me miré en el espejo. Hacía mucho tiempo que no lo hacía y me descubrí avejentado. Minutos después, cuando me asomé por la ventana, descubrí que Alacrán y sus hombres se habían estacionado en doble fila y no habían apagado los motores de sus camionetas. Sus metralletas apuntaban al techo de los autos. Detrás de mí tocaron a la puerta. Lo primero que vi cuando abrí fue un cañón, luego la cacha de una fusca impactándose en mi frente. Terminé en el piso, mientras todos me apuntaban con sus armas. Todos, excepto Alacrán, estaban encapuchados. La sangre me escurría por la cabeza cuando sentí otro golpe, pero con una cacha más grande, como de cuerno, y dos, cuatro, siete patadas en el estómago. Después me envolvieron la cabeza con una funda negra que amarraron a mi cuello. Entonces sentí otro golpe en la cabeza y me esposaron. La funda estaba empapada de sangre. Recordé el sueño de la noche anterior: un enorme lago enfrente de mí, la luna derritiéndose sobre las montañas blancas del reflejo.

Alacrán se me acercó.

—Si serás pendejo, ¿qué chingados pensaste que era? ¿Tu amigo?

—Ya valiste verga —dijo otro de los agentes, quien me cogió por los hombros y me arrastró al exterior de la casa.

Mis pies rebotaron en los escalones. Una vez afuera, me tiraron al concreto y alguien me dio otra patada. Volvieron a arrastrarme y me aventaron en la que supuse era la cajuela de una de las camionetas que había visto por la ventana. Hacía mucho calor y sentía que la cabeza me iba a estallar. Por supuesto, di por hecho que me matarían. Minutos después escuché a Alacrán hablar por su radiolocalizador, que tenía prendido el altavoz.

—Ya lo tenemos, señor.

—Pásamelo —dijo una voz que reconocí de inmediato: era Tiburón.

—No se lo puedo pasar —respondió el agente, antes de pedirle en clave un dinero que habían acordado, según percibí.

—Yo contigo no acordé nada, hijo de tu puta madre —replicó el que fuera mi compadre—. Me marcas para venderme a un cabrón que ni siquiera te he pedido… pásamelo para saber que sí lo tienes.

—No —replicó Alacrán—. Ayer lo cazamos en el puerto y lo dejamos ir nomás para que usted pudiera decidirse por la cantidad. No vamos a esperar más.

La sangre y el sudor me escurrían por los cachetes. ¿Cuál será el precio que tengo? Como no se pusieron de acuerdo, las camionetas se echaron a andar y estuvieron dando vueltas durante media hora, luego se apagaron los motores y ninguno de los agentes hizo ruido.

Cuando me sacaron no tenía fuerza en los brazos ni en las piernas. Me arrastraron por un pasillo muy estrecho, subimos por unas escaleras que parecían metálicas, conté cinco pisos. Finalmente me cargaron entre varias manos mientras hablaban sobre lo que iban a hacerme en las próximas horas, que si iban a violarme igual que a la puta del hotel, que si el cártel no pagaba para que me mataran, ellos de todos modos lo harían. Reconocí algunas de las voces: agentes a quienes les había dado dinero para que me protegieran. Antes, todos se dirigían a mí hablándome de usted. Me decían señor o licenciado. Antes, ninguno de ellos me tuteaba, ahora todos me decían puto, rata, hijo de tu chingada madre.

“¿Sabes qué es lo que le pasa a los traidores? Se los carga la chingada”, oí decir a uno.

Justo en ese momento me tiraron en el piso y sentí mi cabeza estrellarse en el concreto. Cortaron mi camisa, luego los pantalones y la funda. De pronto me vi amarrado a una silla con cinta adhesiva industrial. En el cuarto ni siquiera estaba Alacrán, sólo había cuatro agentes encapuchados con las manos enfundadas en guantes de látex. Uno de ellos me golpeó dos veces en la cara y sentí que la nariz se me rompía.

“Tengo más dinero del que hallaron en mi maleta. Les puedo dar más de lo que les van a pagar.”

Aparentemente nada de lo que dijera importaba. Uno de los policías sacó una navaja de costilla y la colocó sobre la mesa delante de mí. A un lado de la navaja pusieron tres radiolocalizadores, dos celulares y dos cuernos de chivo. Mi pistola, la única que había guardado entre mi ropa, la empuñaba uno de los agentes. Lo último que recuerdo fue que observé mi arma acercándose velozmente hacia mi rostro. La sangre se me metía en los ojos cuando me los taparon y me llenaron la boca con un trapo.