CARTAGENA DE INDIAS

Bolívar

«Me bastó dar un paso dentro de la muralla para verla en toda su grandeza a la luz malva de las seis de la tarde, y no pude reprimir el sentimiento de haber vuelto a nacer.»

G. G. M.

Su nombre era José, Jaime, Joaquín. Estoy segura que era uno de esos tres, pero ahora tengo dudas. Estoy buscándolo en mi Facebook, segura también de que lo tengo entre mis amigos, pero ahora no lo encuentro. ¿Jacobo? ¿Facundo? Creo que ahora, simplemente, estoy repitiendo todos los nombres más argentinos que se me vienen a la mente. ¿Fede? No sé, ya no recuerdo su nombre, ni lo encuentro entre mis amigos. Y necesito encontrarlo, necesito ver su foto.

Era una tarde cálida del año 2014 cuando lo conocí. Estaba tocando guitarra en una plaza de Cartagena y pidiendo dinero para continuar su camino como mochilero por Sudamérica. Y, contrariamente a lo que pueda estar creyendo el lector en este momento, no me flecharon sus ojos azules, ni su forma de pronunciar la «y» como «she», ni su espíritu temerario. Le hice una entrevista y él subió una foto a su Facebook. En esa foto me etiquetó y en esa foto escribió el nombre de la plaza en la que estábamos. Sólo eso. «Sha» está.

Estoy en Cartagena y quiero volver a aquella plaza. Era linda, era tranquila, era fotogénica. Tenía muchas fachadas de color naranja que rodeaban un pequeño espacio con vegetación. Una descripción que puede ajustarse a casi todas las plazas de Cartagena. ¿¡Dónde estás, Joaquín!? ¡Quiero recordar el nombre de aquella plaza!

Decido dejar de perder el tiempo, agarro una guía de la ciudad que está en la cómoda de la habitación de mi hotel. Paso las páginas y me entretengo en la sección de bares y restaurantes, mi parte favorita. Gabo decía que el amor es tan importante como la comida, pero no alimenta. ¡Qué va! Lo fundamental de la comida no es que sea nutritiva; es el disfrute, el placer. Como el amor, ¿qué importa si no alimenta?

Este es mi cometido principal en Cartagena. Voy a recorrer los lugares de Gabo, pero voy a pasear por cada uno de ellos teniendo a la comida y a la bebida como ejes principales.

A veces, los viajeros ponemos sobre nuestros hombros una mochila que carga con la responsabilidad de explorar y no descansar, de pasar incomodidades, de conocer lo más débil de nosotros para llegar fortalecidos.

Pero en Cartagena el placer es difícil de evitar. El placer de los platos caribeños típicos con pescados frescos recién sacados del mar, el de las cervezas frías con escarcha de sal en el borde del vaso y unas gotas de limón, el de las cocadas tradicionales, que en su confitura contagian cada muela de pedazos de coco, el que cobija transversalmente tanto a los mejores chefs de talla internacional como a las cocineras descalzas de las plazas de mercado.

El barrio Getsemaní, arte urbano y mango biche

«Mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme. Para estar seguro necesito tener flores amarillas (de preferencia rosas amarillas) o estar rodeado de mujeres.»

G. G. M.

Gabo caminó muchas veces este barrio, no solamente porque gustaba de las pinturas que adornan sus paredes, sino porque buscó incansablemente «el arlequín más bello del mundo», una obra de la pintora Cecilia Porras, con quien se citaba frecuentemente en esta zona. El barrio Getsemaní es un lugar que se caracteriza por la convivencia entre la población afro y los mochileros que prefieren los hostales aquí ubicados por la onda bohemia que tienen. Y es una zona llena de color, quizás la más colorida de una ciudad colorida.

Si algo tiene el sol de Cartagena, es que hace lucir radiantes los colores con los que están pintadas las fachadas de las casas del centro histórico. Un cian no se ve como un simple cian, se ve como un arriesgado cielo neón que espera llegar a otros rincones del mundo en forma de postal. Un amarillo va más allá de cómo se vería en la fachada de otra ciudad, se convierte en una invitación a dejarlo todo para irse a vivir al Caribe.

Por si fuera poco, Getsemaní abre espacio entre todas estas fachadas para destinar muros enteros al arte urbano. Entre calle y calle es posible encontrar murales enormes que exaltan la cultura afro, las costumbres palenqueras, el pasado de los esclavos cartageneros. Pinturas de negras que sonríen y de cuyos cabellos trenzados salen frases de colores, colibríes azules con plumajes psicodélicos, manos que sostienen ramos de flores.

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En Cartagena hay palenqueras en varias de las plazas y barrios más concurridos de la ciudad. Aunque su actividad es la venta de frutas, también cobran por ser fotografiadas.

Frente a una de las casas amarillas hay una palenquera, como se llaman las descendientes de los cimarrones que se liberaron de la esclavitud y que en Cartagena se dedican habitualmente a la venta de frutas. Tiene la tez negra brillante y un vestido con los colores de la bandera de Colombia. Por 2.000 pesos le compro un vaso de plástico lleno de trozos cuadrados de mango biche, un pequeño pedazo de paraíso ácido que despierta mis papilas gustativas y me refresca la garganta, que estaba seca (aunque no había alertado a mi cerebro, obnubilado por tantos colores).

Le pido que le eche más zumo de limón, que le eche más vinagre, que le eche más sal, que le eche más pimienta. Y ahora el amarillo está pintado de un montón de colores y formas sin sentidos. Si Pollock fuera costeño, habría pintado este mango biche. Una pareja de esposos de unos 60 años mira entre risas la combinación y me pregunta en inglés si se la recomiendo. «I don’t think so. It’s just for Colombian people», respondo. «¡Déjelos! Que aprendan de una vez cómo se come aquí».

Esta negra es mi gurú.

Las de coco para los locos, las de panela para Micaela

«Se sumergió en la algarabía caliente de los limpiabotas y los vendedores de pájaros, de los libreros de lance y los curanderos y las pregoneras de dulces que anunciaban a gritos por encima de la bulla las cocadas de piña para las niñas, las de coco para los locos, las de panela para Micaela

El amor en los tiempos del cólera

Camino por la Calle 25 y me detengo en el restaurante Red Knife, que me habían recomendado prometiéndome que encontraría la mejor carne a la parrilla de Cartagena. A pesar de que al visitar una ciudad caribeña es fácil sucumbir ante la frescura de los pescados y los mariscos, creo que vale la pena acudir al lugar del que todos hablan.

Empiezo mi manjar con una entrada de carpaccio de filete de res: un delicado plato con finas rodajas de carne que guardan un ligero sabor condimentado, reforzado de una manera deliciosa con las lonjas de queso parmesano que decoran el centro del plato y con el cremoso de alcaparras que provoca una descarga eléctrica en mi paladar.

¿Pulpo con chorizo? Acepto la sugerencia del camarero y empiezo a probar el molusco servido en una suave espuma de papa con tajadas pequeñas de chorizo campesino. Su sabor parrillado es apenas perfecto para los incontables mordiscos que debo darle. Es evidente que ha sido cocinado con algún tipo de aceite picante que deja en el último rincón del paladar un ligero cosquilleo.

Para finalizar, pruebo el Rib Eye, la especialidad de la casa, un corte grueso de carne de res que cuenta con el sello Certified Angus Beef Gold, es decir, el reconocimiento que proporciona la Asociación de Ganado Angus de Estados Unidos.

Estoy absolutamente convencida de que Cartagena se debe caminar con calma, con tiempo y con el estómago dispuesto a probar un abanico de posibilidades de todos los presupuestos. Así que pago un total de 150.000 pesos y salgo en dirección a la Avenida Blas de Lezo, a la búsqueda de la Plaza de los Coches.

Me encuentro antes, a mano izquierda, con el famoso Centro de Convenciones de la ciudad. Allí se encontraban el puerto y el mercado durante la época de la colonia, lugar al que acude Sierva María de Todos los Ángeles el día en que es mordida por un perro rabioso en Del amor y otros demonios. Recuerdo la historia y que, por culpa de este episodio, el personaje es internado en el convento de Santa Clara. No puedo terminar el día sin visitarlo también.

Cinco minutos más tarde llego a la Plaza de los Coches, un escenario amplio de forma horizontal que no produce la impresión de ser del todo una plaza, debido a la forma en que la muralla lo limita unos metros más adelante. En este lugar estaba el taller del fotógrafo Jeremiah de Saint Amour, de El amor en los tiempos del cólera. Me detengo a ver la estatua de Pedro de Heredia (el fundador de la ciudad de Cartagena de Indias), su color verde grisáceo contrasta con los amarillos y naranjas de las fachadas adornadas con balcones de madera de color café.

Aquí mismo está ubicado el Portal de los Dulces, donde «Fermina Daza, poco diestra en el uso de la calle, se metió en el portal sin fijarse por dónde andaba, buscando una sombra de alivio para el sol bravo de las once» en El amor en los tiempos del cólera. Y no puedo evitar percatarme de cómo muchos turistas miran (con la sorpresa y prevención propias de Fermina) a los vendedores que les ofrecen dulces de diferentes estilos, sabores, preparaciones y composiciones. No parecen tampoco muy diestros en el uso de la calle.

Cartagena es un semoviente del rebusque. La ciudad se comporta sola, con su propia dinámica de vendedores/turistas yendo y viniendo, todos los días, a todas horas, en todas las temporadas. Sombreros, toallas, souvenirs, ceviches y dulces. Persecuciones incansables por calles… y calles… y calles, hasta que el vendedor consigue cerrar la venta y obtiene un par de dólares de un turista hastiado y asustado.

Yo debo de tener una apariencia tan colombiana que resulto el plato de segunda mesa de todos los rebuscadores del comercio, pues es más atractivo perseguir a la rubia, alta, de tez brillantemente blanca, más fácilmente impresionable por la retahíla inentendible que, con acento costeño, le arroja el vendedor. Así que, gracias al mestizaje que porto, me puedo escabullir con menos prevención que Fermina y empezar a explorar entre las tiendas todos los dulces que ofrece este portal.

Compro unas cocadas grandes que no se ven en absoluto refrescantes, sino totalmente empalagosas. Minutos después me arrepiento de haber cedido ante la insistencia de la vendedora. Pruebo un par de mordiscos mientras subo las escaleras de un reconocido bar de rock que está a pocos metros. Pido una cerveza negra en el vaso más helado que tenga el bar, tratando de refrescarme de nuevo tras el desliz en el Portal de los Dulces.

Tomo un sorbo de la cerveza y, casi en piloto automático, parto un trozo de la cocada. ¡Carajo! La combinación entre amargo y café que guarda la cerveza negra del lugar, junto con la dulzura de los pedazos de coco que estaban partiendo mis dientes, resultaron ser una combinación magistral. Lo intento otra vez y paso así la siguiente hora, creando una mezcla tan increíblemente placentera que olvido por completo del riesgo al que estoy sometiendo mi sistema digestivo. «A Fermina lo que le faltaba era salir más a la calle», pienso ensimismada.

El viajero en su laberinto

«Montilla reunió esa noche a lo más granado de la ciudad en su casa señorial de la calle de La Factoría, donde malvivió el marqués de Valdehoyos [...] pero el general no se hacía ilusiones, pues sabía que en el Caribe cualquier causa de cualquier clase, hasta una muerte ilustre, podía ser el motivo de una parranda pública

El general en su laberinto

Busco la Calle 33 en mi ruta hacia la Casa del Marqués de Valdehoyos, no sin antes preguntar dónde queda la famosa Calle del Candilejo, que había despertado una obsesión literaria en Gabo, quien afirmaba que había un punto en el que la estrechez de la vía era tanta que se juntaban las paredes de las viviendas de sus lados y no permitía definir si un sujeto iba o venía. La recorro y encuentro casas en restauración, gente pasando apurada, pero nunca la ilusión óptica. Hay que tener sensibilidad de Nobel para hallar este realismo mágico entre aceras.

Encuentro de paso la Plaza de la Aduana, lugar donde Florentino Ariza bailó toda la noche durante los carnavales con una loca rodeada de enigmas en El amor en los tiempos del cólera. El amarillo sigue predominando en esta plaza; fachadas con diferentes matices de este color contrastan con balcones blancos y algunos detalles en color vino tinto. Resulta paradójico pensar que Gabo tenía cierta cábala con el color amarillo, creyendo que mientras este estuviera presente nada malo le podría pasar; pero durmió en esta plaza su primera noche en Cartagena a la intemperie y sin dinero, rodeado de fachadas amarillas.

Las pulidas tejas de barro de color terracota sirven como tapete de la fachada de la iglesia San Pedro Claver, una de las más emblemáticas de la Ciudad Heroica. Digno momento para detenerse a tomar varias fotografías.

Continúo mi recorrido por la Calle 32 hasta encontrar la Carrera 3, por la que asciendo hasta hallar la famosa Casa del Marqués de Valdehoyos, donde se han filmado varias escenas de películas inspiradas en la obra del Nobel, como Del amor y otros demonios y El amor en los tiempos del cólera. Hoy en día, esta casa que en su momento fue la clara muestra de la influencia de la arquitectura inglesa en Cartagena, ha sido restaurada por el Estado, y la Cancillería colombiana la ha destinado a alojar huéspedes ilustres. El público general puede visitarla en horarios específicos, recorrer sus habitaciones, disfrutar de la increíble vista del mar Caribe que ofrece desde sus ventanales y conocer su historia.

El Marqués de Valdehoyos fue uno de los hombres más adinerados de Cartagena. Acumuló una gran fortuna, en buena parte, gracias al comercio de esclavos, lo que le permitió vivir en uno de los sectores más exclusivos de la ciudad, cuna de comerciantes y gobernantes. En este lugar se instaló Simón Bolívar a su llegada a Cartagena, como se narra en El general en su laberinto. Además, se dice que Gabo se inspiró en la belleza de esta construcción para imaginar la casa del Marqués de Casalduero en Del amor y otros demonios.

El viajero que pisa este lugar sin premuras, puede perderse en sus pasillos, caminar por su patio y su traspatio, fotografiar sus jardines y esperar a que los rayos del atardecer se cuelen entre los ventanales con marco de madera, esparciendo una luz mágica que crea ángulos extraordinarios, con sombras en el suelo y las paredes.

Al salir, camino por la Carrera 2, un encanto de vía estrecha que en uno de sus costados tiene las fachadas de los hoteles más importantes de la ciudad y en el otro la muralla que da al mar Caribe. Por esta misma vía caminó cientos de veces una turista europea fascinada por García Márquez, quizás obsesionada, quizás trastornada. Por aquí caminó muchas mañanas y recogió sus pasos el mismo número de noches. Hasta que, un día, Gabo le abrió la puerta.

Una cerveza en la cripta de Sierva María

«Una cabellera viva de un color de cobre intenso se derramó fuera de la cripta. El maestro de obra quiso sacarla completa con la ayuda de sus obreros, y cuanto más tiraban de ella más larga y abundante parecía, hasta que salieron las últimas hebras todavía prendidas a un cráneo de niña

Del amor y otros demonios

La casa de Gabriel García Márquez es enorme, pero cómo luce en su interior siempre será un misterio para mí. Pocos son los que caminan frente a ella y saben que esa es la edificación que alojó al Nobel tantas noches en sus últimas edades; pero son aún más pocos quienes han logrado cruzar su umbral. Sus amigos más cercanos, sus ayudantes y algunos periodistas conocieron la morada de Gabo en La Heroica. Para todos los demás, existe una fachada. Nada más.

Hace algunos años fue noticia en televisión nacional la historia de una europea que tenía preocupadas a las autoridades de la región. Era una turista que no sabía una sola palabra en español… ni en inglés. Su nacionalidad no fue conocida por los periodistas del canal, pero sus intenciones de conocer a Gabriel García Márquez eran evidentes. Durante semanas visitó su casa y se sentó a esperar pacientemente en el andén de enfrente a que el Nobel saliera. Pero no salió. Salieron sus ayudantes, salieron los policías, salieron las intenciones de quitarla de allí. Y la quitaron. Pero volvió.

Volvía. Volvía. Volvía. Quizás sin imaginarse cuán sospechoso era su comportamiento en un país con memoria para los magnicidios. Hasta que un día Gabo salió. Le preguntó qué quería, le firmó un libro y la vio marcharse.

Hoy soy yo quien está frente a ese andén. Gabo ya murió, la europea consiguió su cometido y en ambos hechos encuentro cuán efímero es el concepto del tiempo. No estoy dispuesta a quedarme aquí por más de un par de minutos mirando la casa del Nobel. Sé que no hay nada para mí, ni para ningún turista, así que camino un par de metros y me encuentro con un lugar que lo tiene todo para ofrecer a los amantes del realismo mágico.

El hoy hotel Sofitel Santa Clara fue el convento de las hermanas clarisas desde el año 1621, escenario que sirvió como inspiración para el lugar donde internan a Sierva María de Todos los Ángeles por creer que estaba poseída por el demonio en Del amor y otros demonios. De hecho, un acontecimiento real ocurrido allí también inspiró a Gabo para este relato.

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Cripta original de la época de las hermanas clarisas en Cartagena, ubicada ahora en la planta baja del bar El Coro del hotel.

Ocurrió el 26 de octubre de 1949 cuando Gabo, quien en ese entonces era reportero del periódico El Universal, visitó el lugar. Su jefe de redacción, Clemente Manuel Zabala, le ordenó que asistiera, pues estaban vaciando las criptas del antiguo convento. Aunque los dos se mostraban escépticos ante la posibilidad de una noticia, aquel día García Márquez presenció el hallazgo del esqueleto de una niña de 13 años entre las criptas del lugar. Y allí el reportero sembró la semilla de la historia de Sierva María de Todos los Ángeles.

Actualmente es posible descender a la cripta (aunque no es la misma que se describe en el libro) con previa autorización del personal del hotel. Aunque soy un poco supersticiosa, decido bajar. Es un lugar pequeño con algunos lechos de piedra, una luz tenue y lúgubre y un libro de visitas que se puede firmar para recordar que se está en un hotel cinco estrellas y no en un convento macabro.

Asciendo los escalones de nuevo, cierran la puerta de cristal de la cripta tras de mí y me siento en una de las sillas amplias del bar El Coro. Pido una cerveza michelada, una preparación que cada vez que pruebo me siento como en el Caribe (sólo que esta vez sí lo estoy) y no dejo de pensar en cómo, a pocos metros de mí, hubo tantos muertos, tantos locos, tantos enfermos. El Sofitel Santa Clara ocupa el mismo edificio que alguna vez sirvió como cárcel, convento, manicomio y hospital.

Escucho algunas pistas de bossa nova y disfruto de la escarcha de la sal en las comisuras de mis labios, de la forma en que resalta el gas de la cerveza y del sabor ácido, que me recuerda al mango biche de la mañana. Ya está cayendo la noche y es un buen momento para finalizar mi recorrido garciamarquiano por Cartagena en el último lugar de mi lista.

Entre Fermina, Florentino y Joaquín

«El resto del día fue como una alucinación, en la misma casa donde había estado hasta ayer, recibiendo las mismas visitas que la habían despedido, hablando de lo mismo, y aturdida por la impresión de estar viviendo de nuevo un pedazo de vida ya vivido.»

El amor en los tiempos del cólera

«Aquí vive Fermina Daza». No vivió. No viviría. No hubiese vivido. No. «Aquí vive Fermina Daza». Es un hecho. Y está ocurriendo.

En realidad no vive nadie. La que en El amor en los tiempos del cólera es la vivienda de Fermina Daza, es en realidad una casa con propietarios que poco visitan Cartagena, y un par de vigilantes que duermen allí una noche el uno y otra noche el otro y la otra noche el uno y a la siguiente el otro, cansados de ahuyentar turistas que golpean la puerta adornada con un loro de bronce. Turistas que preguntan si pueden entrar a conocer el lugar donde vive Fermina Daza. Que no. Que no pueden entrar. Que no dejamos entrar a nadie. Que no insistan. Que no. Que… Y así todos los días. Alguien golpea la puerta y quiere pisar los pasos de Florentino Ariza cuando entró acompañado de una criada a entregarle un telegrama al padre de Fermina en El amor en los tiempos del cólera. Y es que no somos pocos los que afirmamos como un hecho que allí vive Fermina Daza. Si lo hizo Gabo, ¿por qué no nosotros?

«Aquí vive Fermina Daza», le dijo hace muchos años Gabo a su hermano Jaime, cuando miró la casa por enésima vez y decidió que su personaje habitaría en esa casona imponente. Estaba feliz con la sonoridad del nombre de Fermina Daza y con haber encontrado la morada desde donde ella vería a Florentino y sus poemas a la sombra de los almendros.

Sé que no voy a poder entrar, así que ni siquiera insisto en golpear (aunque el loro constituye una tentación). Así que dejo de concentrarme en las fachadas, como lo hice los últimos minutos, me giro y veo la plaza de Joaquín. Se llama Parque Fernández de Madrid y tiene un pequeño espacio con vegetación, rodeado de casas mucho menos amarillas de lo que las recordaba. Compro una cerveza en lata a un vendedor que va pasando por allí. 2.500 pesos. ¿Joaquín se habrá tomado algunas de estas o habrá resistido la tentación para ahorrar y continuar su camino como mochilero por Sudamérica?

Quizás si lo encuentro en Facebook pueda saber en qué anda ahora.