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¿Qué tipo de consumidores somos?
No es la intención de este libro teorizar sobre lo que nos sucede a los argentinos a nivel nacional, regional o mundial. Dejaremos las hipótesis sobre la crisis y lo que debería hacerse para otro momento —u otro libro—. Ahora, apuntemos a algo que es vital entre otras cosas porque posibilita configurar economías y sus análisis, la célula de todo sistema: los consumidores.
Formar parte de la sociedad en el siglo XXI supone que de alguna u otra manera somos consumidores. Sí, nos guste o no la llamada «sociedad de consumo», somos parte de ella. Podríamos decir que hasta somos sus protagonistas a partir de las decisiones que tomamos en forma permanente.
Ahora bien, existen distintas maneras de pararnos en el mundo, en esta sociedad y, por supuesto, también existen distintas formas de consumir. Esa conducta que tenemos respecto de lo que compramos es la que nos puede llevar por un camino más parecido a la organización o bien, al caos y la desprevención. Podríamos decir que, más allá de lo que se haga, «la plata no alcanza» pero el tema aquí, en este capítulo, es hablar de qué hacemos con lo que tenemos. No importa cuánto tenemos, o cuánto no tenemos sino qué hacemos a la hora de consumir, cómo nos comportamos: ¿pensamos antes de ir al supermercado cuáles son los productos, las cantidades y las marcas de lo que vamos a comprar?, ¿nos detenemos a ver precios antes de entrar en un comercio para evaluar cuál ofrece mejores beneficios?
Todas estas preguntas que para algunos pueden no tener relación ni consecuencias sobre nuestro bolsillo, señalan en realidad disparadores de conductas que hay que atender. Cómo nos manejamos ante cada una de ellas nos mostrará qué tipo de consumidor somos. Ensayemos aquí una posible clasificación para poner más en claro esto. Tengamos en cuenta que estos modos también pueden ser estados, es decir que cierta situación puede hacer que nos comportemos de una manera distinta, por ejemplo podemos ser muy cuidadosos en general pero más impulsivos el día de cobro. Aquí, una posible clasificación:

No es mejor consumidor el que gasta menos sino el que logra ser más feliz con el dinero que tiene.
Es importante mencionar que en general llevamos una conducta de consumo bastante intuitiva. Es decir, en la mayoría de los casos no nos detenemos a pensar una estrategia de consumo que incluya esas preguntas que rara vez nos hacemos, sino que nos dejamos guiar más por nuestro deseo del momento, instintos quizás o necesidades básicas como, por ejemplo, puede ser el hambre.
Ahora bien, tenemos que tener en cuenta que mientras nosotros vamos inocentemente al supermercado, del otro lado —aquellos que nos venden productos— se encuentran permanentemente abocados a mejorar tanto la distribución espacial en lo que hace a la exhibición de los productos, como al uso de herramientas de neuromarketing que tienen por objetivo operar sobre nuestras decisiones en el plano del subconsciente.
Con el mismo fin, las marcas también se esmeran en desarrollar estrategias que construyan sentido y nos lleven a «desear» productos que luego descubrimos inútiles, crear necesidades, o a elegir bienes más caros cuando podríamos optar por otros más económicos y de la misma o de mejor calidad. Desde este punto de vista, plantean una batalla desigual porque están armados para una guerra que la mayoría de los consumidores no sabemos que estamos librando.
Consumir información
Los avances tecnológicos y científicos nos han llevado a estar comunicados todo el tiempo y en cualquier lugar. A su vez, esa comunicación permanente ha dado lugar a distintas transformaciones a nivel de sociedades, avances también en cuanto a la defensa de los derechos de los usuarios y consumidores, tanto desde lo legal como desde lo práctico. La información que antes era propiedad de algunos ha pasado a ser territorio y herramienta de todos, solo que de manera asimétrica.
Lo que por un lado es positivo y por otro, peligroso. Alguien puede decir en un comentario que la oferta que se publica es una estafa, puede haber otra persona que nos comente en Twitter que eso que estamos buscando se encuentra más barato en otro sitio, pero también puede suceder que la misma información de los comercios, esto es la publicidad de sus productos, descuentos y promociones, se amalgame con las opiniones sinceras y comentarios críticos de los usuarios. La multiplicación de voces, de canales de compra también —a los locales debemos sumar tiendas online, plataformas de descuento, plataforma de compra y venta— ha dado lugar a un sinfín de alternativas posibles para concretar nuestro consumo.
Actualmente, hablamos del concepto de omnicanalidad para referimos a una categorización de las ventas que identifica que como clientes podemos observar un producto online para luego adquirirlo en una tienda tradicional, o bien ver un producto offline es decir en la vidriera de un local, y luego realizar la compra online. Cualquier canal puede conducirnos a destino.
Ahora podemos informarnos no solo del precio sino también de la calidad, de las características del producto al usarlo, de su garantía, de los secretos que puede haber en la letra chica, entre otras muchas cuestiones.
Recuerdo una frase de un profesor colega de la facultad que me parece excelente para ilustrar lo que sucede hoy en día: «Hay más un vaciamiento por sobreinformación que un enriquecimiento por selección». Es decir, no nos dejemos marear por tantos datos, comentarios, publicidades, ofertas. Seamos consumidores inteligentes de información. Tomemos aquello que nos sirva para satisfacer nuestras necesidades y aprendamos a leer lo que precisamos saber para tomar buenas decisiones.
Siempre, pero aun más ahora cuando la inflación supera los dos dígitos hace más de una década, lograr hacer más con menos es un desafío vital. El consumidor inteligente sabrá usar a su favor la información que esté a su alcance para luego configurar estrategias que le permitan cumplir con sus gastos regulares, responsabilidades y también deseos cuando sea posible. Estar atentos a los comentarios de los usuarios en los sitios que visitamos, los descuentos posibles de determinadas páginas, es decir, las ventajas que podamos obtener si tenemos la información correcta en el tiempo adecuado son enormes.
Esto supone tener plena conciencia que del otro lado hacen todo lo posible para que nuestras decisiones de consumo sean exactamente lo contrario a «eficiente». Es decir, tratan de vendernos cosas que no necesitamos, hacer que paguemos de más por la misma calidad porque viene en un envase diferente, entre miles de incentivos que buscan maximizar el lucro a partir de decisiones que tomamos sin considerar que no siempre son las mejores para nuestros intereses.
Lo perfecto es enemigo de lo bueno
Aquí tenemos que hacer un pequeño stop. En principio, «estar informado» antes requería de cierta actitud y cierta acción. Hoy es más difícil no enterarse de las cosas que conocerlas. Llegarán a nosotros sin necesidad de que las busquemos infinidad de ofertas, promociones, propuestas que nos vienen «como anillo al dedo». Ahondar en esto nos llevaría por una temática distinta a la de este libro y no tiene sentido además, porque todos sabemos a esta altura que si hablamos con nuestra pareja sobre las vacaciones de verano, a los dos minutos nos estará llegando un mail con la promo ideal para ir a Florianópolis en familia o si entramos a Facebook aparecerán las publicidades de aerolíneas, hoteles y empresas de turismo en la barra lateral.
Es decir, cuando en la actualidad decimos estar informados deberíamos aclarar «estar bien informados». No digo descartar este tipo de ¿invitaciones? Pero sí pensarlas como alternativas posibles. No «entrar de cabeza» pero tampoco desestimarlas. Cuando debamos decidir, tendremos la información que nos buscó, la que buscamos y, claro, la que encontramos en el camino.
Esto por un lado, por otro lado y más importante aún, hay algo que debemos tener siempre presente: por más que lo intentemos, nunca podremos tener toda la información disponible. Puede suceder que pasemos horas y días buscando el mejor precio para lograr así comprar bajo la más eficiente relación precio/calidad y aun así no sabremos nunca si fue la mejor opción existente.
Es decir, supongamos que tenemos que cambiar nuestra computadora, evaluar la cantidad de opciones que se ofrecen en los comercios reales y virtuales, podría llevarnos una vida y aún así no llegaríamos a poder garantizar que ese producto que elegimos es la mejor alternativa. Primero porque hoy por hoy —sobre todo en algunos rubros— la información es infinita y segundo, porque está en permanente actualización. Esa oferta que vimos hace dos días quizá no exista mañana, del mismo modo la semana entrante podría aparecer un modelo de procesador que se adapte mejor a nuestras necesidades. Entonces, vale la pena preguntarse ¿existe la posibilidad hoy de ser infalible a la hora de consumir? Por más que estemos muy bien informados, debemos saber que la respuesta es no. Siempre hay un riesgo de que exista una opción mejor para nosotros.
Pensemos para ilustrar esto en una situación en la que incluso las opciones son acotadas como puede ser una feria de comidas de esas que a veces se organizan en las plazas de barrio. Llegamos e inmediatamente, casi sin darnos cuenta, decidimos comenzar a transitarla o bien por la derecha o bien por la izquierda. Bordeamos la plaza, mirando las ofertas de los puestos y vamos tomando nota mental de las opciones. Esa feria termina como mucho a los doscientos o trescientos metros. Entonces, en función de nuestros gustos, el dinero del que disponemos y la calidad de lo que vimos, tomamos una decisión. Incluso en esas circunstancias, podemos después pensar que quizá no tomamos la mejor opción, que habría sido mejor consumir menos, gastar menos o comer algo más sano. En el mundo real —que incluye internet—, convivimos y conformamos redes de información que multiplican las alternativas al límite de lo infinito. Por lo cual, una premisa del consumidor inteligente debería ser: «no sé si es la decisión perfecta, pero es la mejor que puedo tomar ahora».