II

1

A Wanda le resultaba más duro el camino cuesta abajo que cuesta arriba. Ahora le pesaban los cántaros de la leche y le pesaba el corazón. Pero el miedo casi la hacía correr por las pendientes. El camino atravesaba malezas, matorrales y bosques; de la espesura llegaban extraños murmullos y siseos. Ella sabía que andaban sueltos los duendes y los espíritus burlones, y que podían gastarle malas bromas: poner una piedra en medio del camino, colgarse de los cántaros para que pesaran más, enredarle el pelo o ensuciar la leche con estiércol de diablo. En el pueblo y en las montañas de los alrededores abundaban los malos espíritus. Cada casa tenía el suyo, que vivía detrás del fogón. Los caminos estaban infestados de hombres-lobo y de enanos, cada monstruo con sus añagazas particulares. Ululó un búho. Las ranas croaban con voz de persona. Kobalt, el diablo que hablaba con el vientre, no andaba lejos de allí; Wanda oía su respiración jadeante, que sonaba a estertor de muerte. Pero el miedo no mitigaba la pena de amor. El hecho de que el esclavo judío la hubiera rechazado no hacía sino aumentar su deseo. Lo hubiera dejado todo: su pueblo, su casa, su familia, y desnuda y con las manos vacías se hubiera ido tras de Jacob. Muchas veces se decía que era una necia por enfadarse. ¿Quién era aquel hombre? Si ella quería, cualquiera de los hombres del pueblo lo mataría, y nadie lloraría su muerte. Pero, ¿de qué sirve matar si amas a la víctima? Sentía en la garganta una pena que la ahogaba. Le escocía la cara como si la hubiese abofeteado. A ella siempre la habían acosado los hombres, su propio hermano, e incluso el guardador de los gansos. Jacob tenía una voluntad más fuerte.

“¡Es un hechicero! —se dijo Wanda—. Me ha embrujado.”

Pero, ¿dónde estaba el encantamiento? ¿En un pliegue de la ropa? ¿Prendido del fleco de la pañoleta? ¿En un rizo del pelo? Buscó en todas partes, pero no pudo hallarlo. ¿Y si consultara con la vieja Maciocha, la bruja del pueblo? Estaba loca, y luego pregonaba sus secretos. No; no podía fiarse de Maciocha. Preocupada con sus pensamientos, Wanda bajó de la montaña casi sin darse cuenta. Ya estaba cerca de la cabaña de su padre. Era poco más que un cobertizo a punto de desmoronarse, con las maderas cubiertas de musgo y nidos colgando del tejado de paja. Tenía dos ventanas; una, tapada con una vejiga de vaca, y la otra, abierta, para que saliera el humo. En verano, Jan Bzik no toleraba luces, pero en las noches de invierno ardía una mecha en un vaso de barro o se encendía un fuego de leña. Wanda entró, y aunque el interior de la cabaña estaba a oscuras, ella veía como si fuese de día.

Su padre estaba en la cama, descalzo y con las ropas hechas trizas. Casi nunca se desnudaba. Wanda no distinguió si dormía o, simplemente, descansaba. Su madre y Basha, su hermana, trenzaban una soga de paja. La cama de Jan Bzik era la única de la cabaña; en ella dormía toda la familia, incluida Wanda. Años atrás, cuando Antek, su hermano, era soltero, Jan Bzik copulaba con su mujer antes de dormirse, y los niños tenían algo en que divertirse. Pero Antek ya no vivía en la casa, y el matrimonio ya estaba muy viejo para esas cosas. Todos esperaban que Jan Bzik muriera pronto. Antek, que estaba ansioso de heredar la casa, se presentaba de vez en cuando para preguntar desvergonzadamente:

—¿Todavía vive el viejo?

—Sí, todavía —le contestaba su madre. Ella también estaba deseando verse libre de aquel estorbo. El hombre no valía ya ni el pan que se comía. Se había vuelto débil, huraño, irritable. Se pasaba el día eructando. Seguía cortando árboles, como un castor, pero los troncos que llevaba a casa, delgados y torcidos, sólo servían para el fuego.

En aquella cabaña nadie se hablaba con nadie. La madre reprochaba a Wanda que no hubiera vuelto a casarse. Wojciech, el marido de Basha, se había ido a casa de sus padres; después de la boda se había vuelto taciturno. Basha había tenido ya tres hijos; uno, de su marido, y dos, bastardos; todos murieron. Jan Bzik y su esposa enterraron también a dos hijos, dos varones fuertes como robles. La familia se había impregnado de amargura y tristeza; un antagonismo callado la consumía a fuego lento.

Wanda no dijo a ninguno una sola palabra. Vertió la leche de los cántaros en varias jarras. La mitad de lo que daban las vacas era para Zagayek, el mayordomo, que poseía una quesería en el pueblo. Los Bzik consumirían al día siguiente la otra mitad para guisar y hacer sopas de pan. La familia vivía bien, comparada con las demás. En el cobertizo detrás de la casa tenían dos sacos, uno de cebada y otro de centeno, y un molino de mano para el grano. Los campos de Bzik, a diferencia de la mayor parte, habían ido quedando limpios de piedra, y éstas fueron utilizadas para construir una tapia. Pero la comida no lo es todo. Jan Bzik seguía llorando a sus hijos muertos. No podía soportar a Antek ni a Marisha, la nuera. A Basha tampoco la quería, a causa de sus indiscreciones. Wanda era su preferida, y hacía ya varios años que era viuda y no le había deparado satisfacción alguna. Antek, Basha y la madre eran aliados. Ellos tres tenían sus secretos, que no revelaban a Wanda, como si ésta fuese una extraña. Pero Wanda gobernaba la casa. Hasta el padre la consultaba sobre las faenas del campo. Ella tenía cerebro de hombre. Cuando decía una cosa, podía uno estar seguro.

La muerte de Stach le ocasionó humillación. Entonces se vio obligada a volver a casa de sus padres y a dormir otra vez con ellos y con Basha en la misma cama. Ahora, muchas noches iba a dormir al granero o al henil, a pesar de que estaban infestados de ratas. Aquella noche decidió dormir en el granero. La cabaña hedía. Su familia se comportaba como si fuesen animales. A ninguno se le había ocurrido que podía bañarse en el arroyo que corría delante de la casa. Era el mismo que pasaba junto al establo de Jacob.

Wanda cogió la almohada. Estaba rellena de paja y heno. Se fue hacia la puerta.

—¿Te vas a dormir al granero? —preguntó su madre.

—Sí, al granero.

—Te despertarás con la nariz roída.

—Mejor la nariz que el alma.

Muchas veces la misma Wanda se asombraba de las palabras que salían de sus labios. A veces tenían más energía y vivacidad que las de un obispo. Basha y su madre se quedaron con la boca abierta. Jan Bzik se revolvió en la cama y murmuró algo entre dientes. Se ufanaba de que Wanda se parecía a él y había heredado su cerebro. Pero, ¿de qué sirve la inteligencia si no tienes suerte?

2

Los campesinos se acostaban temprano. ¿Para qué iba uno a velar a oscuras? Además, tenían que levantarse a las cuatro. Pero siempre había unos cuantos que se quedaban en la taberna hasta tarde. Seguramente la taberna debía de ser propiedad del conde, pero en realidad el dueño era Zagayek, que suministraba el licor de su destilería. Aquella noche, entre los clientes estaba Antek. Una de las hijas ilegítimas de Zagayek servía las mesas. Los campesinos comían salchicha de cerdo y bebían. Se hablaba de toda clase de prodigios y extraños sucesos. Durante la época de la recolección de la cosecha anterior había aparecido en los campos un mal espíritu, la Polonidca, vestida de blanco, y con una hoz en la mano. La Polonidca proponía adivinanzas a todo el que encontraba. Por ejemplo: Cuatro hermanos que se persiguen y nunca se alcanzan. Respuesta: las cuatro ruedas del carro. ¿Qué cosa es la que está vestida de blanco, pero es negra a la vista y habla adondequiera que va? Respuesta: una carta. ¿Qué es lo que come como un caballo, bebe como un caballo, pero ve con la cola tanto como en los ojos? Respuesta: un caballo ciego. Si el campesino no sabía la respuesta, la Polonidca trataba de cortarle la cabeza con la hoz y lo perseguía hasta la puerta de la iglesia. El hombre se ponía enfermo y tardaba muchos días en sanar.

La Dizwosina era otro mal espíritu. Este engendro aterrador tenía el cabello estropajoso y venía de Bohemia, del otro lado de las montañas. Últimamente entró en la choza del viejo Maciek y estuvo haciéndole cosquillas en la planta de los pies hasta que el hombre se murió de risa. En una ocasión sedujo a tres hombres jóvenes del pueblo y los obligó a echarse en el campo y obedecerla. Uno de ellos se quedó demacrado y murió tísico. La Dizwosina solía acechar también a las muchachas, ganarse su confianza trenzándoles el cabello y adornándoles el cuello con guirnaldas y bailando en círculo. Pero después de divertirse con ellas las rociaba de barro.

Aquel año también se habían visto skrzots en los graneros. El skrzot era un pájaro que arrastraba por el suelo alas y cola. Como nadie ignoraba, salía de un huevo incubado en el sobaco de una persona. Pero, ¿quién haría semejante granujada en el pueblo? Los hombres no, por descontado; sólo una mujer podía tener tiempo y paciencia para hacer una cosa así. En el invierno, el skrzot sentía frío en el granero, y llamaba a las puertas de las casas para que lo dejaran entrar. Entonces el skrzot llevaba la buena suerte. Pero en todos los otros casos era dañino, y se comía mucho grano. Si te caía en el ojo el guano del skrzot, te quedabas ciego. En opinión de los hombres de la taberna, debía formarse una partida para buscar a las mujeres que llevaran huevos debajo del brazo. Pero lo más extraordinario que había sucedido últimamente era lo de la muchacha, una doncella que juraba que un vampiro la había atacado. El monstruo le había clavado los dientes en el pecho y bebido su sangre hasta el amanecer. Por la mañana la encontraron desmayada, con las marcas de los dientes visibles en la carne.

Pero por más que les preocuparan los vampiros y los trasgos, los de la taberna hablaban todavía más de Jacob, el hombre que vivía en la montaña cuidando el ganado de Jan Bzik. Decían que era pecado tener a un infiel en un pueblo cristiano. ¿Quién sabe de dónde venía el hombre ni cuáles podían ser sus intenciones? Decía que era judío; por consiguiente, él había matado a Jesucristo. ¿Por qué darle asilo? Antek dijo que en cuanto su padre estirara la pata, él se ocuparía de Jacob. Pero sus contertulios respondieron que ellos no podían esperar tanto.

—Ya ves cómo tu hermana va a hacerle una visita todos los días.

Antek reflexionó antes de contestar.

—Ella dice que no la toca.

—¡Cuentos de mujeres!

—Y tiene el vientre liso.

—Hoy liso y mañana abultado —dijo otro—. ¿Has oído hablar del mendigo que vino a Lippic? Hablaba de maravilla, y las mujeres andaban siempre tras él. Tres meses después de su marcha nacieron en el pueblo cinco monstruos. Tenían garras, dientes y espolones. Estrangularon a cuatro de ellos, pero una mujer sintió pena y trató de criar a uno en secreto. Él le arrancó el pezón de un mordisco.

—¿Y qué hizo ella entonces?

—Gritar, y su hermano cogió el mayal y lo mató.

—¡Bah, ésas son cosas que pasan! —dijo un viejo, relamiéndose la grasa de tocino que le había quedado en el bigote.

La taberna se hallaba casi en ruinas. El tejado estaba roto, y crecían hongos en las paredes. En la pieza, iluminada por una mecha que ardía dentro de un pedazo de olla de barro, había dos mesas y cuatro bancos. La llama echaba humo y chisporroteaba. Los hombres proyectaban grandes sombras en la pared. No había pavimento. Uno de los clientes se levantó y se fue a orinar en un rincón, sobre un montón de basura. La hija de Zagayek se echó a reír enseñando unas encías sin dientes.

—¿Te cansarías demasiado si salieras fuera, padrecito?

Se oyeron pisadas fuertes, gruñidos y resuellos. En la taberna entró Dziobak, el cura. Era un hombre bajo, de hombros anchos. Parecía que le habían serrado por la mitad y vuelto a pegar. Tenía los ojos verdes como la uva crespa, las cejas, como cepillos, la nariz, gruesa y moteada de negro, y el mentón, hundido.

La sotana de Dziobak estaba cubierta de manchas. Andaba encorvado, renqueando, apoyándose en dos gruesos bastones. Los sacerdotes van rasurados, pero éste tenía en la cara unos pelos negros, gruesos y ásperos como cerdas. Desde hacía años se le acusaba de descuidar sus obligaciones. La iglesia tenía goteras. La mitad de la cabeza de la Virgen había saltado en pedazos. Muchos domingos, a la hora de la misa, Dziobak estaba durmiendo. Pero tenía a un buen abogado en Zagayek, que hacía caso omiso de todas las denuncias. Y la mayoría de los campesinos seguían adorando a los antiguos ídolos que eran los dioses de Polonia antes de que la verdad fuera revelada.

—Hola, padres de familia, ya veo que estáis ocupados con la botella. —Dziobak tenía una voz hueca que parecía salirle del pecho, como del fondo de un barril—. Sí, uno necesita un trago para quemar el diablo.

—Estos tragos no queman a nadie —dijo Antek.

—¿Le habrá echado agua? —preguntó Dziobak señalando a la tabernera—. ¿Estás estafando a la parroquia?

—De agua, ni una gota, padrecito. Ésos huyen del agua como el diablo del incienso.

—Bien dicho.

—¿Se sienta, padre?

—Sí, mis pobres pies me duelen. Tienen que trabajar mucho para llevar el peso de mi persona.

Todavía sabía hablar con grandilocuencia. Había estudiado en un seminario de Cracovia; pero todo lo demás que había aprendido allí se le había olvidado.

Abrió su boca de rana, dejando al descubierto un diente largo y negro.

—¿No quiere beber, padrecito? —le preguntó la tabernera.

—Beber —repitió Dziobak.

Ella le sirvió una jarra de madera llena de vodka. Dziobak la miró con evidente desagrado y desconfianza. Hizo una mueca, como si le doliese el estómago.

—A vuestra salud, buenas gentes.

Se tragó rápidamente el líquido y torció la boca, con desilusión en sus ojos verdes. Daba la impresión de que le habían servido vinagre.

—Estábamos hablando del judío que tiene en las montañas Jan Bzik.

Dziobak se puso furioso.

—Me gustaría saber para qué hay que hablar tanto. Subid y despachadlo de una vez en nombre de Dios. Yo os lo advertí, ¿no es cierto, hermanos? Os dije que sólo traería desgracias.

—Zagayek lo ha prohibido.

—Zagayek es amigo mío. Podemos estar seguros de que él no quiere que el pueblo caiga en manos de Lucifer.

Dziobak miró la jarra con el rabillo del ojo.

—Otro traguito.

3

Jacob despertó en plena noche. Tenía el cuerpo tenso y caliente, y el corazón le latía con fuerza. Estaba soñando con Wanda. Le asaltó la pasión, y una idea entró súbitamente en su cerebro. Bajar al valle a buscarla. Sabía que ella solía dormir en el granero. “Ya estoy condenado”, se dijo. Pero al decirlo comprendía ya que Satanás hablaba por él.

Tenía que calmarse. Se acercó al arroyo que nacía en las nevadas cumbres y cuyas aguas eran frías como el hielo, incluso en verano. Jacob tenía que hacer sus abluciones. ¿Qué otra cosa podía hacer sino observar estas prácticas? Se quitó los pantalones y entró en el arroyo. La luna se había puesto ya, pero el cielo estaba cuajado de estrellas. Se decía que en aquellas aguas moraba un diablo que por las noches atraía con sus hermosos cantos a los jóvenes y a las muchachas para causar su muerte. Pero Jacob sabía que un judío no debía asustarse de brujerías ni de astrología. Y si la corriente le arrastraba, tanto mejor.

“Sea su voluntad que mi muerte redima mis pecados”, murmuró, usando las mismas palabras que pronunciaban en la antigüedad los que eran condenados a muerte por el Sanedrín. El arroyo era poco profundo y pedregoso, pero en un punto se hundía Jacob hasta el pecho. Caminaba con precaución. Resbaló y casi cayó. Temía que Balaam empezara a ladrar, pero el animal siguió durmiendo en su perrera. Jacob llegó al lugar más profundo y se sumergió. Qué extraño. El frío no mitigaba su deseo. Acudió a su memoria un pasaje de El cantar de los cantares: Muchas aguas no sacian el amor, ni los diluvios pueden ahogarlo. “¡Qué comparación!”, se dijo, en tono de reproche. El amor de que hablaban las Escrituras era el amor de Dios a su pueblo elegido. Cada palabra estaba impregnada de misterio. Jacob permaneció en el agua hasta que empezó a sentirse más calmado.

Salió del arroyo. Si antes temblaba de deseo, ahora tiritaba de frío. Entró en el establo y se cubrió con la sábana. Murmuró una plegaria: “Señor del Universo, llévame de este mundo antes de que tropiece y provoque Tu ira. Estoy cansado de ser un peregrino entre idólatras y asesinos. Devuélveme a la fuente de la que salí.”

Ahora estaba en guerra consigo mismo. La mitad de su ser rezaba para que Dios lo librara de la tentación, y la otra mitad buscaba la forma de sucumbir a la carne. Wanda no estaba casada, era viuda, argumentaba su mitad recalcitrante. Cierto que no se sometía a las abluciones después de sus periodos, pero allí estaba el arroyo, y nada le impedía cumplir este rito. ¿Alguna otra prohibición? Sólo la que impedía el matrimonio de judíos con gentiles. Pero tal prohibición no regía en este caso. Había circunstancias extraordinarias. ¿Acaso Moisés no se había casado con una etíope? ¿Y Salomón? ¿No tomó él por esposa a la hija del faraón? Claro que ellas se hicieron judías. Pero Wanda también podía hacerse judía. La ley talmúdica que dice que el hombre que cohabita con una gentil puede ser muerto por cualquier miembro de la comunidad, sólo podía aplicarse después de un aviso y siempre que hubiera testigos del adulterio.

En el caso de Jacob se había alterado el orden natural de las cosas. Era Dios el que usaba el lenguaje más simple, mientras que el mal abundaba en citas rebuscadas. ¿Cuánto tiempo se vive en este mundo? ¿Cuánto dura la juventud? ¿Merecía la pena destruir la existencia en este mundo y en el otro por unos momentos de placer? “Es porque no estudio la Torá”, se dijo Jacob. Se puso a murmurar versos de los Salmos, y una idea acudió a su mente. A partir de entonces, para ocupar su tiempo enumeraría los doscientos cuarenta y ocho mandamientos y las trescientas sesenta y cinco prohibiciones contenidas en la Torá. Aunque no las sabía de memoria, sus años de destierro le habían enseñado que la memoria humana es muy avara. No le gusta dar, pero si se le pide con insistencia, paga a veces más de lo que se le exige. Si no le daba punto de reposo, acabaría por devolver todo lo que se había depositado en ella.

El primero de los mandamientos era crecer y multiplicarse. (Tal vez tener un hijo de Wanda, apuntaba su yo legalista.) ¿Cuál era el segundo mandamiento? La circuncisión. ¿Y el tercero? Jacob no recordaba otro mandamiento en todo el libro del Génesis. De manera que empezó a repasar el Éxodo. ¿Cuál era el primer mandamiento de este libro? Seguramente, comer la ofrenda de Pascua y el pan ácimo. Sí, pero, ¿de qué servía acordarse de estas cosas si al día siguiente podía olvidarlas? Tenía que encontrar el medio de ponerlo por escrito. De pronto comprendió que podía hacer lo mismo que Moisés. Si Moisés pudo grabar en la piedra los Diez Mandamientos, ¿por qué no había de poder grabarlos él? Ni siquiera tenía que grabarlos: podía rayarlos con un punzón o un clavo de las vigas. Recordó haber visto un gancho torcido en algún rincón del establo. Ahora ya no podía volver a dormir. El hombre debe ser hábil para luchar con el Espíritu del Mal. Debe adelantarse a todas sus estratagemas. Jacob, sentado en la oscuridad, esperaba la salida del astro del día. El establo estaba en silencio. Las vacas dormían. Se oía el murmullo del arroyo. Toda la tierra parecía esperar el día conteniendo el aliento. Jacob había olvidado su pasión. Recordó una vez más que, mientras él permanecía sentado en el establo de Jan Bzik, Dios seguía gobernando el Universo. Los ríos fluían, y las olas rizaban el mar. Cada astro seguía la órbita que se le había fijado. Pronto maduraría el grano de los campos y empezaría la recolección. Pero, ¿quién habría hecho madurar el grano? ¿Cómo podía la espiga surgir de la semilla? ¿Cómo podía el árbol, hoja, rama, fruta, brotar de un hoyo? ¿Cómo podía aparecer el hombre de una gota de semen depositado en el vientre de una mujer? Todo eso eran milagros, maravillas de maravillas. Sí, había muchas preguntas que hacer a Dios; pero, ¿quién era el hombre para comprender los actos de la Divinidad?

Jacob, impaciente, no pudo esperar el amanecer.

—Te doy gracias —dijo.

Se levantó y se lavó las manos. Un rayo púrpura apareció entonces en la rendija de la puerta. Salió. El sol acababa de surgir detrás de las montañas. El pájaro que anunciaba siempre la llegada del día trinó con estridencia. Era una criatura que nunca se dormía.

Ya había luz suficiente para buscar el clavo. Estaba en el estante, donde se guardaban los botes de la leche. Pero ahora había desaparecido. Esto tenía que ser obra de Satanás, pensó Jacob. No quería que él grabara en la piedra las seiscientas trece leyes. Jacob sacó todos los botes, uno a uno, y volvió a colocarlos. Revolvió en el suelo, entre la paja. No perdía la esperanza. Lo importante era no desanimarse. Las cosas buenas nunca se conseguían con facilidad.

Al fin lo encontró. Se había incrustado en una grieta del estante. No comprendía cómo se le pasó por alto la primera vez. Sí, al parecer todo estaba dispuesto de antemano. Años atrás, alguien había dejado aquel clavo allí para que Jacob pudiera grabar los edictos de Dios.

Salió del establo en busca de una piedra adecuada. No tuvo que ir muy lejos. Detrás del establo, una enorme peña asomaba de la tierra. Tan a mano y bien preparada como el carnero que el padre Abraham había sacrificado en lugar de Isaac. La piedra estaba esperando desde la Creación.

Nadie vería lo que él escribiera; quedaba escondido detrás del establo. Balaam empezó a mover la cola y a dar saltos, como si su alma canina comprendiera lo que su amo se disponía a hacer.

4

Se acercaba la época de la recolección, y Jan Bzik bajó a Jacob de la montaña. ¡Qué triste era para el esclavo dejar su soledad! Había escrito ya en la piedra cuarenta y cinco mandamientos y sesenta y nueve prohibiciones. Su mente obraba prodigios. Se torturaba la memoria y aparecían cosas que había olvidado hacía tiempo. Era la suya una lucha interminable con Purah, el señor del olvido. En aquella batalla eran necesarias la fuerza y la persuasión; la paciencia también, pero lo más importante era la concentración. Jacob se sentaba a medio camino entre la peña y el establo, escondido entre la hierba y las ramas de un pino enano. Rebuscaba en su interior, como los hombres remueven la tierra buscando tesoros. Era un trabajo lento. En la piedra grababa frases, fragmentos de frases y palabras sueltas. La Torá no había desaparecido. Estaba oculta en los recovecos de su mente.

Y ahora lo obligaban a abandonar el trabajo.

El verano era seco, y aunque en el pueblo nunca fueron abundantes las cosechas, la de aquel año sería aún más escasa. Las espigas estaban más distanciadas que nunca, y el grano era pequeño y seco. Como siempre, los campesinos rogaban a la Virgen y a los viejos limeros que mandaban en los espíritus de las lluvias.

Pero no eran estos ritos los únicos. Ramas de pino, que atraían la lluvia, eran colocadas entre los surcos. El gallo de madera del pueblo, reliquia de tiempos pasados, fue envuelto en tallos de trigo verde y cubierto de ramas tiernas. La gente del pueblo bailaba alrededor de los limeros, portando el adornado gallo, al que rociaban con agua. Además de estas ceremonias públicas, cada campesino tenía sus ritos particulares, que eran transmitidos de padres a hijos. Los parientes de los que se habían ahorcado visitaban la tumba del suicida para pedir a aquellos huesos no sacrificados que no siguieran causando la sequía. Pero no era la falta de lluvia el único mal. Como todo el mundo sabía, una Baba malvada moraba en los tallos, y un mal Dziad, en el grano. Cuando se cortaban las espigas de un surco, la Baba y el Dziad se escapaban e iban a esconderse en otras. Y ni siquiera cuando, cortada la cosecha, se habían atado las gavillas, podía uno estar seguro de que hubiera pasado el peligro, pues unas Babas y unos Dziads pequeñísimos se refugiaban en las cáscaras, y había que desalojarlos a golpes de mayal. No estaba segura la cosecha hasta que había sido aplastada la última Baba.

Aquel año se observaron escrupulosamente todas las costumbres; pero de nada sirvió. Cuando los campesinos se enteraron de que Jan Bzik había traído de las montañas a Jacob, se pusieron a murmurar. Acaso fuera el culpable de la mala cosecha. Se presentó una queja a Zagayek, el mayordomo, pero su respuesta fue:

—Primero, que trabaje. Nunca es tarde para matarlo.

Y desde el amanecer hasta la puesta del sol trabajaba Jacob en los campos. Wanda no se apartaba de su lado. Ella le enseñó a cortar la espiga y a afilar la hoz, y ella le llevaba la comida que él podía tomar: pan, cebollas y fruta. La ley no le permitía beber leche ahora, pues no había estado presente en el momento de ordeñar. Pero, por fortuna, las gallinas ponían bien, y Wanda le daba en secreto un huevo cada día, que él bebía crudo. También podía tomar leche agria y mantequilla, ya que, según la ley, la leche de los animales impuros no se aceda. Bastante horrible era ya su pecado de comer el pan de los gentiles. Su alma no toleraba más impureza.

La tarea era difícil, y los demás segadores no cesaban de burlarse de él. Aquel hombre no bebía sopa ni leche, y jamás probaba el cerdo. Era un tipo que trabajaba y ayunaba.

—Te vas a deshacer —le advertían—. Te vas a ver tirado en el suelo sin darte cuenta.

—Dios me da fuerzas —respondió Jacob.

—¿Qué Dios? El tuyo debe de vivir en la ciudad.

—Dios está en todas partes, en la ciudad y en el campo.

—No cortas recto. Vas a estropear la paja.

Las mujeres cuchicheaban y se reían.

—¿Has visto cómo suda tu hombre, Wanda?

—Es el más fuerte del pueblo.

Al oír el comentario, Jacob la reconvino.

—El más fuerte es el hombre que sabe dominar sus pasiones.

—¿Qué está diciendo ese necio?

Las mujeres intercambiaban guiños y ademanes obscenos. Una muchacha se acercó a Jacob y se levantó la falda. Esto hizo retorcerse de risa a los campesinos.

—Vaya un cuadro, judío.

Mientras segaba, Jacob no cesaba de recitar para sí los Salmos y pasajes de la Mishná y de la Guemará. Él estaba allí cuando los bueyes araban los campos y cuando se esparció la simiente. Ahora cosechaba el grano. Entre las espigas crecían las hierbas, y había amapolas junto a los surcos. A medida que avanzaba las guadañas, los ratones huían de su hoja, pero otros animales se quedaban en los campos segados: saltamontes, mariquitas, escarabajos, orugas e insectos de todas clases y formas. Sin duda una Mano tenía que haber creado todo aquello. Y tenía que haber unos Ojos que lo vigilaran. De las montañas acudían las cigarras y unos pájaros que tenían voz de persona. Los campesinos los mataban a golpes de pala. Pero de nada servían sus esfuerzos, pues, cuantos más mataban, más iban llegando. Jacob pensaba en la plaga de langostas que Dios había enviado a los egipcios. Él no mataba ningún animal. Sacrificar a un animal de modo que se redimiera su alma era una cosa, y otra era pisar y aplastar a pequeños seres que no pretendían más que el hombre: simplemente, comer y multiplicarse. Al anochecer, cuando los campos eran un hervidero de sapos, Jacob andaba cuidadosamente para no pisarlos.

Cada vez que las canciones obscenas de los segadores resonaban en los campos, Jacob entonaba sus propios cantos, el oficio del Shabat, el de Rosh Hashaná y Yom Kippur o cantaba el Akdamoth, una canción de Pentecostés. Wanda le acompañaba; tenía buen oído y captaba pronto la melodía, y su voz, hecha a otras baladas, desgranaba cantos y recitados judíos. El alma de Jacob vibraba de música. Mantenía con el Todopoderoso un constante debate. “¿Cuánto tiempo van a seguir los paganos dominando el mundo, mientras prevalecen el escándalo y la oscuridad de Egipto? Revela Tu Luz, Padre Celestial. Haz que terminen el dolor, la idolatría y el derramamiento de sangre. Deja de azotar con epidemias y con el hambre. No permitas que el débil sea vencido y que triunfe el malvado… Sí, era necesario el libre albedrío, y Tu Rostro debía ocultarse, pero ya es bastante ocultación. Estamos ya con el agua hasta el cuello.” Tan absorto estaba en su canto, que no advirtió que todos se habían callado. Sólo se oía su voz, y los demás escuchaban. Los campesinos aplaudieron, riendo y remedándole. Jacob bajó la cabeza, avergonzado.

—Reza, judío, reza. Ni tu Dios puede hacer de ésta una buena cosecha.

—¿No estará maldiciéndonos?

—¿Qué lengua es ésa, judío?

—La Lengua Sagrada.

—¿Qué Lengua Sagrada?

—La de la Biblia.

—¿La Biblia? ¿Qué es la Biblia?

—La Ley de Dios.

—¿Y qué es la Ley de Dios?

—La que prohíbe matar y robar y desear la mujer del prójimo.

—Dziobak dice esas cosas en la iglesia.

—Todo sale de la Biblia.

Los campesinos quedaron en silencio. Uno tendió un nabo a Jacob.

—Come, forastero, que ayunar no te dará fuerzas.

5

La cosecha fue escasa, pero, a pesar de todo, los campesinos hicieron fiestas. Las muchachas salieron a los campos llevando coronas de flores en la cabeza, y también las mujeres mayores se reunieron. Había llegado el momento de que Zagayek supervisara la elección de la doncella que cortaría la última Baba. La elección se hacía al azar, y la elegida cortaba las últimas espigas, convirtiéndose entonces en Baba. Después de su elección, era envuelta en tallos, que se ataban a su cuerpo con hebras de lino, y llevada de choza en choza en una carreta de madera tirada por cuatro muchachos. Todo el pueblo iba en la procesión, riendo, cantando y batiendo palmas. Se decía que en tiempos antiguos, cuando los campesinos eran todavía idólatras, la Baba era arrojada al río y ahogada, pero ahora el pueblo era cristiano.

La noche siguiente a la ceremonia los campesinos bailaban y reían. La Baba bailaba con el muchacho que era elegido gallo. El gallo cantaba, perseguía a las gallinas y hacía cabriolas. Llevaba unas alas prendidas en los hombros, cresta y espolones de madera. También estaba presente el gallo del año anterior, y los dos peleaban abombando el pecho, empujándose y arrancándose las plumas. Era muy gracioso, y las muchachas no paraban de reír. Ganaba siempre el gallo del año, que después bailaba con la Baba, que se había disfrazado de bruja, con la cara tiznada de hollín y una escoba en la mano, en la que volaba hacia el lugar en que se celebraba la misa negra. La Baba se sentaba en el aro de un barril, preparada para el viaje. Los campesinos olvidaban sus penas, y los niños no querían irse a la cama: bebían traguitos de vodka, reían y chillaban.

Como ya no se podía tirar al río a la Baba de carne y hueso, los chicos hacían una muñeca de paja, y modelaban, cara, pecho, caderas y pies con tanta habilidad que el espantajo, con sus ojos de carbón, parecía tener vida. A la salida del sol, la llevaban al río. Las mujeres la maldecían y le pedían que se llevara consigo el mal de ojo y todas sus desdichas y sus males. Los hombres y los niños le escupían y, por último, la arrojaban al arroyo. Todos se quedaban a ver cómo se la llevaba la corriente. Los campesinos sabían que aquel arroyo desembocaba en el Vístula, y que el Vístula salía al mar, donde los malos espíritus esperaban a la Baba. Aunque no era más que un muñeco, las muchachas lloraban por ella. ¿Tanta diferencia había entre la carne y la paja? Terminada la ceremonia, corría el vodka. También ofrecieron a Jacob. Wanda le susurró al oído:

—Me gustaría ser la Baba. Nadaría contigo hasta el fin del mundo.

Al día siguiente empezó la trilla. Desde el amanecer hasta la puesta del sol no se oía más que el batir de los mayales. De vez en cuando sonaba entre las espigas un grito ahogado o un lamento. Alguna Baba pequeña se moría. Las noches eran todavía cálidas, y los trilladores se quedaban fuera. Después de la cena, recogían ramas y encendían fuego. Se asaban castañas, se proponían acertijos y se contaban historias de hombres lobo, de duendes y demonios. La historia más espeluznante era la del campo negro, en el que sólo crecía grano negro, y un segador negro lo cortaba con una guadaña negra. Las muchachas chillaban, se abrazaban unas a otras y se arrimaban a los chicos. Los días del otoño eran claros, pero las noches eran muy oscuras. Caían estrellas fugaces, y en las charcas croaban las ranas con voz de persona. Aparecían murciélagos, y las muchachas corrían tapándose la cabeza y chillando. Si un murciélago se te enreda en el pelo, te mueres antes de un año.

Alguien pidió a Jacob que cantara, y él cantó una canción de cuna que había aprendido de su madre. Aquella canción les gustó y le pidieron que les contara un cuento. Él les contó varias historias de la Guemará y del Midrash.4 La que más les gustó fue la del hombre que había oído hablar de la mujer pública que vivía en un país lejano y que cobraba cuatrocientos gulden. Cuando el hombre llegó a la casa, vio que ella había preparado seis camas de plata con seis escaleras de plata, y una cama de oro con escalera de oro. La mujer estaba sentada delante de él, desnuda, pero de pronto los flecos de la vestidura ritual que él llevaba se levantaron y le golpearon el rostro. Al final de la historia, el hombre convirtió a la mujer a la religión judía, y las camas que ella le había preparado sirvieron en su noche de bodas. No era fácil traducir la historia aquella al polaco, pero Jacob consiguió hacerla entender a los campesinos. Los flecos los fascinaban. ¿Qué clase de flecos eran? Jacob se lo explicó. El resplandor del fuego iluminaba la cara de Wanda. Ella tomó el brazo de Jacob, lo besó y lo mordió. Él trató de desasirse, pero la mujer no lo soltaba. Sus pechos rozaban el hombro de él, y su calor era como el que despide el fogón.

Aquel cuento lo había contado por ella, bien lo sabía Jacob. En forma de parábola, le había prometido que si no lo obligaba ahora a vivir con ella, después la tomaría por esposa. Pero, ¿podía hacer él semejante promesa? Su esposa podía estar viva. ¿Cómo iba Wanda a hacerse judía? En Polonia, el cristiano que se convertía al judaísmo era condenado a muerte; además, la ley judía prohibía la conversión de los gentiles por causas que no fueran las de la fe.

“Cada día me hundo más en el abismo”, pensó Jacob.

El último día de la trilla llegó al pueblo un circo ambulante. Era la primera vez que Jacob veía a gentes de otra región. La compañía estaba compuesta por el dueño y dos hombres más. Tenían un mono y un loro que no sólo hablaba, sino que también adivinaba el porvenir, escogiendo cartas con el pico. El pueblo bullía de excitación. La función se celebró en un campo abierto situado cerca de la casa de Zagayek, y fueron a verla todos los hombres con sus esposas y sus hijos. A Jacob también lo dejaron ir. El oso bailaba, el mono fumaba en pipa y hacía cabriolas, uno de los hombres era acróbata y caminaba sobre las manos y se acostaba en una tabla de púas, y el otro era músico, y tocaba la flauta, la trompeta y un tambor con cascabeles. Los campesinos gritaban de alegría, y Wanda saltaba como una niña. Pero Jacob no aprobaba aquel tipo de diversión, que él consideraba tenía algo de brujería. Allí le llevaba algo más que el deseo de divertirse. Los circos iban de pueblo en pueblo, y tal vez aquél había estado en Josefov. Acaso pudieran darle noticias de su familia. Cuando terminó la representación, y el oso y el mono quedaron encadenados a un árbol, Jacob siguió a los artistas hasta la tienda. El dueño del circo lo miró con asombro al oírle preguntar si habían estado en Josefov.

—¿Qué puede importar dónde vayamos nosotros?

—Yo soy de Josefov. Soy judío y maestro. Escapé de la matanza.

—¿Cómo llegaste hasta aquí?

Jacob se lo contó, y el hombre hizo chascar el látigo.

—Si los judíos supiesen dónde estás, ¿te rescatarían?

—Sí; libertar a un cautivo es una obra de misericordia.

—¿Me darían dinero si les dijese que estás vivo?

—Sí.

—Dime cómo te llamas. He de tener un medio de convencerles de que digo la verdad.

Jacob dijo al dueño del circo cuál era el nombre de su esposa, el de sus hijos y el de su suegro, que fue uno de los ancianos de la comunidad. El hombre no sabía escribir, e hizo un nudo en una cuerda. Dijo a Jacob que todavía no había estado en Josefov, pero que tal vez algún día se detuviera allí. Si en la ciudad quedaban judíos, les diría que Jacob vivía y dónde se encontraba.