
El gobierno en tiempos del rey Aegon I
Aegon I Targaryen fue un guerrero célebre, el más grandioso conquistador de la historia de Poniente, si bien muchos consideran que sus mayores hazañas llegaron en tiempo de paz. El Trono de Hierro se forjó a base de fuego, acero y espanto; así se cuenta. Pero, una vez templado, se convirtió en la sede de la justicia de todo Poniente.
La reunificación de los Siete Reinos bajo el gobierno de los Targaryen fue la piedra angular de la estrategia de Aegon I como monarca. Con este fin, puso gran empeño en atraer a su séquito y su consejo a hombres, e incluso mujeres, de todas partes del reino. Alentó a sus antiguos enemigos a enviar a la corte a sus hijos (sobre todo a los más jóvenes, ya que la mayoría de los grandes señores se mostraban reacios a separarse de sus herederos), donde sirvieron de pajes, coperos y escuderos, y las muchachas, de doncellas y acompañantes de las reinas de Aegon. En Desembarco del Rey presenciaron la justicia real, y se los instó a pensar en sí mismos no como occidentales, tormenteños o norteños, sino como súbditos leales de un gran reino.
Los Targaryen también concertaron muchos matrimonios entre casas nobles de los rincones más remotos del reino, con la esperanza de que las alianzas contribuyesen a unir las tierras conquistadas y convertir los Siete Reinos en uno. Visenya y Rhaenys, las reinas de Aegon, se entregaron a la tarea con entusiasmo. En pago a sus esfuerzos, el joven Ronnel Arryn, señor del Nido de Águilas, tomó por esposa a una hija de Torrhen Stark, de Invernalia, mientras que el hijo mayor de Loren Lannister, heredero de Roca Casterly, se casó con una Redwyne del Rejo. Cuando el Lucero de la Tarde, señor de Tarth, tuvo trillizas, la reina Rhaenys las prometió con las casas Corbray, Hightower y Harlaw. La reina Visenya pactó una boda doble entre los Blackwood y los Bracken, rivales cuya enemistad se remontaba a varios siglos, emparejando a un vástago varón de cada familia con una hembra de la otra para sellar la paz entre ambas. Y cuando una doncella de Rhaenys, de la casa Rowan, se quedó embarazada de un ayudante de cocina, la reina consiguió casarla con un caballero de Puerto Blanco y que otro de Lannisport aceptase a su bastardo como pupilo.
Aunque nadie dudaba de que Aegon Targaryen tenía la última palabra en cualquier cuestión relacionada con el gobierno, sus hermanas Visenya y Rhaenys compartieron el poder durante todo su reinado. Ninguna otra reina de la historia de los Siete Reinos gozó jamás de tanta influencia política como las hermanas del Dragón, salvo quizá la Bondadosa Reina Alysanne, esposa de Jaehaerys I. Cuando el rey salía de viaje, tenía por costumbre llevarse a una, mientras que la otra se quedaba en Rocadragón o en Desembarco del Rey, a menudo para ocupar el Trono de Hierro y solventar los asuntos que se presentaran.
A pesar de que Aegon eligió Desembarco del Rey como sede real e instaló el Trono de Hierro en el salón cargado de humo de su fuerte, apenas pasó allí la cuarta parte de su reinado. Otros tantos días con sus noches los pasó en Rocadragón, la fortaleza insular de sus antepasados. El castillo que se alzaba a los pies de Montedragón era diez veces mayor que el Fuerte de Aegon y mucho más cómodo, seguro y venerable. El Conquistador afirmó en cierta ocasión que le gustaba incluso el olor de la isla, el aire salado que siempre transportaba humo y azufre. Aegon dividía el tiempo entre ambos asentamientos, que alternaba durante la mitad del año aproximadamente.
La otra mitad la consagraba a sus interminables visitas reales: arrastraba a la corte de castillo en castillo y se alojaba por turnos con todos los grandes señores. Su alteza honró numerosas veces con su presencia Puerto Gaviota y el Nido de Águilas; Harrenhal, Aguasdulces, Lannisport y Roca Casterly; Refugio Quebrado, Roble Viejo, Altojardín, Antigua, el Rejo, Colina Cuerno, Vado Ceniza, Bastión de Tormentas y hasta el Castillo del Atardecer; pero podía presentarse en cualquier otra parte, en ocasiones con un séquito de un millar de caballeros, señores y damas. Viajó tres veces a las Islas del Hierro, dos a Pyke y otra a Gran Wyk; se quedó quince lunas en Villahermana en el año 19 d. C. y visitó el Norte en seis ocasiones; en tres de ellas se alojó en Puerto Blanco; en dos, en Fuerte Túmulo, y en una, en Invernalia, en el que sería su último viaje real, en el 33 d. C.
Cuando le preguntaron el porqué de tantos viajes, respondió con su famosa máxima: «Prevenir la rebelión es mejor que reprimirla». Contemplar al rey en todo su poderío, montado en Balerion el Terror Negro, y acompañado de centenares de caballeros ataviados de resplandeciente seda y acero, contribuía mucho a infundir lealtad en los banderizos revoltosos. Añadió que el pueblo llano necesitaba ver de vez en cuando a sus monarcas, y saber que tenía la oportunidad de exponerles sus quejas y preocupaciones.
Y así era. Gran parte de cada viaje real transcurría entre banquetes, bailes, partidas de caza y jornadas de cetrería, puesto que los señores competían en hospitalidad y magnificencia, pero Aegon también se aseguraba de celebrar audiencia en todos los lugares que visitaba, ya fuese desde un estrado en el castillo de un gran señor o desde una piedra cubierta de musgo en las tierras de un labriego. Lo acompañaban seis maestres para resolver todas sus dudas sobre la historia, las leyes y las costumbres locales, y para consignar los decretos y dictámenes de su alteza. Un señor debe conocer la tierra que gobierna, como dijo más adelante el Conquistador a su hijo Aenys, y los viajes de Aegon le sirvieron para obtener muchos conocimientos sobre los Siete Reinos y sus habitantes.
Cada reino conquistado contaba con leyes y tradiciones propias, y el rey Aegon procuraba no interferir. Permitió que sus señores continuasen gobernando como hasta entonces, con los mismos poderes y privilegios. Las leyes de sucesión y herencia se mantuvieron; se consolidaron las estructuras feudales, y los señores, grandes y pequeños, conservaron el fuero de disponer sobre la vida y suerte de sus villanos, así como el derecho de pernada allí donde existiera esa costumbre.
Aegon buscaba la paz ante todo. Antes de la Conquista eran habituales las guerras entre los reinos de Poniente; lo inusitado era que transcurriese un año sin que nadie se peleara con nadie en ninguna parte. Incluso en los reinos en los que se decía que había paz, los señores vecinos solían resolver sus disputas a punta de espada. El ascenso de Aegon al trono remedió la situación en gran medida: los señores menores y los caballeros hacendados debían presentar sus querellas ante aquellos a quienes debieran vasallaje y acatar sus juicios. En cuanto a las diferencias entre las grandes casas del reino, correspondía a la Corona resolverlas. «La ley suprema del reino será la Paz del Rey —decretó Aegon—, y cualquier señor que vaya a la guerra sin mi permiso se considerará un rebelde y un enemigo del Trono de Hierro.»
El rey Aegon también promulgó decretos que regulaban los impuestos, las tasas y los aranceles de todo el reino; antes de su reinado, cualquier puerto o señor menor era libre de exigir cuanto quisiera a aparceros, campesinos y mercaderes. Además, dictaminó que los hombres y mujeres santos de la Fe, al igual que sus tierras y posesiones, estaban exentos de tributos, y secundó el derecho de los tribunales de la Fe a juzgar y sentenciar a cualquier septón, hermano juramentado o hermana sagrada cuya conducta estuviera en entredicho. Pese a no ser devoto, el primer rey Targaryen siempre procuró granjearse el apoyo de la Fe y del Septón Supremo de Antigua.

Desembarco del Rey creció en torno a Aegon y su corte hasta abarcar las tres grandes colinas cercanas a la desembocadura del río Aguasnegras y expandirse a su alrededor. La mayor empezó a recibir el nombre de Colina Alta de Aegon, y pronto a las otras se las conoció como la Colina de Visenya y la Colina de Rhaenys; sus nombres anteriores cayeron en el olvido. La sencilla fortificación asentada en un montículo que Aegon había construido apresuradamente no era apropiada en tamaño ni en grandeza para alojar al rey y la corte, y empezó a ampliarse ya antes del fin de la Conquista. Se erigió un torreón de troncos de casi veinte varas de altura, con un salón inmenso en la parte inferior, y al otro lado de la muralla, una cocina, de piedra y con techo de pizarra por si se producía un incendio. Aparecieron establos, seguidos de un granero. Se levantó una nueva atalaya que doblaba en altura a la anterior. El Fuerte de Aegon no tardó en amenazar con reventar su propia muralla, de manera que se construyó otra empalizada que abarcaba una parte mayor de la cima de la colina y dejaba espacio para un barracón, una armería, un septo y una torre achatada.
Al pie de las colinas, a orillas del río, surgieron muelles y almacenes; donde antes no había sino un puñado de barcos de pesca empezaron a atracar naves mercantes de Antigua y las Ciudades Libres, junto con barcoluengos de los Velaryon y los Celtigar. Gran parte de la actividad comercial que se desarrollaba en Poza de la Doncella y el Valle Oscuro se trasladó a Desembarco del Rey. Surgieron un mercado de pescado en la ribera y otro de paños al pie de las colinas, así como un edificio de aduanas. Se instaló un modesto septo en el casco de una coca abandonada en el Aguasnegras, seguido de otro más sólido, de cañas y bajareque, en la costa. Más adelante se construyó un segundo septo en la Colina de Visenya, el doble de grande y el triple de imponente, con oro que envió el Septón Supremo. Las casas y tiendas brotaron como hongos. Los ricos construyeron mansiones amuralladas en la ladera de las colinas, mientras que los pobres se arracimaron en miserables casuchas de adobe en la parte baja.
Desembarco del Rey no se planificó: simplemente, creció; pero creció deprisa. En la primera coronación de Aegon no era más que una aldea agazapada a los pies de una sencilla fortaleza. En la segunda era ya una ciudad floreciente que albergaba millares de almas. En el 10 d. C. se había convertido en una auténtica urbe, casi tan grande como Puerto Gaviota o Puerto Blanco. En el 25 d. C. había superado a ambas en tamaño para convertirse en la tercera localidad más poblada de todo el reino, solo por detrás de Antigua y Lannisport.
Sin embargo, Desembarco del Rey se distinguía de sus rivales en que no tenía muralla. No le hacía falta, se oía decir a los residentes; ningún enemigo osaría atacarla mientras estuvieran los Targaryen y sus dragones para defenderla. Quizá hasta el rey compartiese esa opinión al principio, pero la muerte de su hermana Rhaenys y de Meraxes, la dragona de esta, en el año 10 d. C., así como los ataques a su real persona, sin duda lo hicieron recapacitar.
En el año 19 d. C., Poniente tuvo noticia de un osado ataque a las Islas del Verano, una flota pirata que saqueó Árboles Altos para llevarse a un millar de mujeres y niños como esclavos, junto con un botín inconmensurable. El relato de la incursión consternó al soberano, pues se dio cuenta de que Desembarco del Rey sería igualmente vulnerable a cualquier enemigo que tuviera la astucia suficiente para caer sobre la ciudad cuando Visenya y él se ausentaran. En consecuencia, encomendó al gran maestre Gawen y a ser Osmund Strong, la Mano del Rey, la tarea de construir una muralla alrededor de la ciudad, tan alta y fuerte como las que protegían Antigua y Lannisport. Para honrar a los Siete, Aegon decretó que tuviese siete puertas, todas ellas dotadas de enormes cuerpos de guardia y torres defensivas. Las obras se emprendieron al año siguiente y continuaron hasta el 26 d. C.
Ser Osmund fue la cuarta Mano del Rey. La primera había sido lord Orys Baratheon, su hermano bastardo y compañero de juventud, pero cayó prisionero durante la guerra Dorniense y le amputaron la mano de la espada. Cuando lo rescataron pidió al rey que lo relevase de sus funciones. «¿Cómo voy a ser Mano del Rey sin la mano? —dijo—. No puedo consentir que me llamen el Muñón del Rey.» Entonces Aegon convocó a Edmyn Tully, señor de Aguasdulces, para que asumiera el cargo. Lord Edmyn lo ocupó del 7 al 9 d. C., año en que su mujer murió de parto y él decidió que sus hijos lo necesitaban más que el reino, por lo que solicitó permiso al rey para retirarse a las Tierras de los Ríos. Lo sustituyó Alton Celtigar, señor de Isla Zarpa, quien desempeñó la función con destreza hasta que murió de manera natural en el 17 d. C., año en que el rey nombró a ser Osmund Strong.
El gran maestre Gawen había sido el tercero en el cargo. Aegon Targaryen siempre había tenido un maestre a su servicio en Rocadragón, igual que su padre y el padre de su padre antes que él. Todos los grandes señores de Poniente, así como numerosos señores menores y caballeros hacendados, contaban con maestres educados en la Ciudadela de Antigua, que ejercían de sanadores, escribas y consejeros; criaban y entrenaban a los cuervos mensajeros y escribían y leían los mensajes para aquellos señores que carecían de estas habilidades; ayudaban a los mayordomos con las cuentas domésticas e instruían a los niños. Durante las guerras de la Conquista, Aegon y sus hermanas contaban con un maestre cada uno, y más adelante, el rey llegó a tomar a su servicio hasta media docena para que lo ayudaran en sus asuntos.
Pero los más sabios e instruidos de los Siete Reinos eran los archimaestres de la Ciudadela: cada uno representaba la autoridad suprema en una de las grandes disciplinas. En el 5 d. C., el rey Aegon, consciente de lo beneficiosa que sería esa sabiduría para el reino, solicitó al Cónclave que enviara a uno de sus miembros para que lo asesorase en todas las cuestiones relativas al gobierno. Así se creó el cargo de gran maestre, por petición del rey Aegon.
El primer investido fue el archimaestre Ollidar, custodio de las crónicas, cuyo anillo, báculo y máscara eran de bronce. Su sabiduría era excepcional, pero también lo era su vejez, y dejó este mundo menos de un año después de vestir el manto de gran maestre. Para ocupar su lugar, el Cónclave eligió al archimaestre Lyonce, con anillo, báculo y máscara de oro amarillo. Resultó tener mejor salud que su antecesor y sirvió al reino hasta el 12 d. C., cuando resbaló en el barro, se rompió la cadera y murió poco después, momento en que ascendió al cargo el gran maestre Gawen.
La institución del consejo privado del rey no floreció en plenitud hasta el reinado de Jaehaerys el Conciliador, lo cual no significa que Aegon gobernase sin consejo alguno. Es sabido que solía consultar al gran maestre de turno, así como a los demás maestres que tenía a su servicio. En cuestión de tributos, deudas e ingresos recurría al consejero de la moneda. Pese a tener un septón en Desembarco del Rey y otro en Rocadragón, prefería escribir al Septón Supremo de Antigua para tratar los asuntos religiosos, y nunca dejaba de visitar el Septo Estrellado durante sus viajes anuales. Pero, más que en ningún otro, el rey confiaba en su Mano y, por supuesto, en sus hermanas, las reinas Rhaenys y Visenya.
La reina Rhaenys era una gran protectora de los bardos y trovadores de los Siete Reinos, y bañaba en oro y regalos a quienes la complacían. A pesar de que la reina Visenya la consideraba una costumbre frívola, mostraba una sabiduría que iba más allá de la afición a la música: los bardos del reino, en su afán por ganarse su favor, compusieron muchas canciones en alabanza de la casa Targaryen y el rey Aegon, que luego cantaron en todos los castillos, fortalezas y plazas con que se toparon entre las Marcas de Dorne y el Muro. Así glorificaron la Conquista a ojos de las gentes sencillas e hicieron un héroe del rey Aegon el Dragón.
La reina Rhaenys también se interesaba mucho por el pueblo llano, y mostraba especial cariño hacia las mujeres y los niños. En cierta ocasión, cuando celebraba audiencia en el Fuerte de Aegon, llevaron a su presencia a un hombre que había matado a golpes a su esposa. Los hermanos de la mujer pedían castigo, pero el hombre adujo que era su derecho legítimo, puesto que la había encontrado en la cama con otro. El derecho del marido de escarmentar a una esposa descarriada era bien conocido en los Siete Reinos, salvo en Dorne. Añadió que la vara con que había propinado los golpes no era más gruesa que su pulgar e incluso la mostró como prueba, pero no supo responder cuando la reina le preguntó cuántas veces la había usado. Los hermanos insistían en que había asestado un centenar de golpes.
La reina Rhaenys consultó a sus maestres y septones antes de pronunciar su veredicto. Una adúltera era una ofensa para los Siete, quienes crearon a la mujer para que guardase fidelidad y obediencia a su marido, y por tanto merecía castigo. Sin embargo, dado que siete eran los rostros divinos, el castigo debía constar solo de seis golpes, puesto que el séptimo sería para el Desconocido, y el Desconocido es la faz de la muerte. En consecuencia, los seis primeros golpes habían sido legítimos…, pero los noventa y cuatro restantes constituían una ofensa ante los dioses y los hombres, y debía resarcirse en especie. Desde ese día, la «regla del seis» pasó a formar parte, junto con la «regla del pulgar», de la ley del reino. Al marido lo llevaron al pie de la Colina de Rhaenys, donde los hermanos de la difunta le propinaron noventa y cuatro golpes con varas del grosor reglamentario.
Aunque la reina Visenya no compartía el amor de su hermana por la música y el canto, no carecía de humor, y tuvo su propio bufón durante muchos años, un jorobado hirsuto llamado Lord Caramono, cuyas payasadas la entretenían sobremanera. Cuando se asfixió con un hueso de melocotón, la reina se hizo con un mono y lo vistió con la ropa de Lord Caramono. A menudo se le oía decir que el nuevo era más listo.
Pero Visenya Targaryen tenía un lado oscuro. El rostro que presentaba ante la mayoría era el de una guerrera adusta e implacable. Hasta su hermosura estaba teñida de aspereza, afirmaban sus admiradores. Visenya, la mayor de las tres cabezas del dragón, sobrevivió a sus dos hermanos, y corrieron rumores de que en sus últimos años, cuando ya no podía esgrimir la espada, se dedicó a experimentar con las artes oscuras, preparar pócimas y practicar hechizos malignos. Hubo incluso quien dejó caer las palabras «matasangre» y «matarreyes», pero nunca se ofrecieron pruebas de tales maledicencias.
Amarga sería la ironía si fueran ciertas, porque nadie puso más empeño en proteger al rey que ella durante su juventud. En dos ocasiones, Visenya blandió a Hermana Oscura para salvar a Aegon de sendos ataques de asesinos dornienses. A veces recelosa, a veces belicosa, no confiaba en nadie más que en su hermano. Durante la guerra Dorniense adoptó el hábito de vestir cota de malla día y noche, incluso bajo la ropa cortesana, e insistió en que Aegon la imitara. Cuando Aegon se negó, se puso furiosa: «Por mucho que empuñes a Fuegoscuro, sigues sin ser más que un hombre, y yo no puedo estar siempre a tu lado para protegerte». Cuando el rey le recordó que estaba rodeado de guardias, Visenya desenvainó a Hermana Oscura y le hizo un corte en la mejilla antes de que nadie acertara a reaccionar. «Tus guardias son lentos y perezosos. Igual que te he cortado, podía haberte matado. Necesitas más protección.» El ensangrentado rey no tuvo más remedio que darle la razón.
Muchos reyes habían tenido adalides a cargo de su defensa; Aegon era el señor de los Siete Reinos, de modo que Visenya resolvió que necesitaba siete adalides. Así nació la Guardia Real, una hermandad de siete caballeros, la flor y nata del reino; con capas y armaduras del blanco más puro y la protección del rey como único propósito, a costa de sus propias vidas si fuera menester. Visenya formuló sus votos a semejanza del juramento de la Guardia de la Noche; al igual que los cuervos con sus vestiduras negras en el Muro, los espadas blancas servirían de por vida y renunciarían a sus tierras, títulos y bienes terrenales para llevar una vida de obediencia y castidad, sin otra recompensa que el honor.
Fueron tantos los caballeros que aspiraban a unirse a la Guardia Real que el rey Aegon se planteó organizar un gran torneo para decidir su valía, pero Visenya lo desechó, pues en su opinión, ser un caballero de la Guardia Real exigía mucho más que destreza con las armas. No estaba dispuesta a correr el riesgo de rodear al rey de hombres de lealtad dudosa, por muy bien que se desenvolvieran en las justas. Decidió que los elegiría personalmente.
Entre los seleccionados había jóvenes y viejos, altos y bajos, rubios y morenos. Procedían de todos los rincones del reino. Algunos eran segundones; otros, herederos de casas venerables que habían renunciado al derecho de sucesión para servir al rey. Uno era un caballero andante; otro, un bastardo. Pero todos eran rápidos, fuertes, despiertos, diestros con la espada y el escudo, y fieles al rey.
Los nombres de los Siete de Aegon quedaron inmortalizados en el Libro Blanco de la Guardia Real: ser Richard Roote; ser Addison Colina, el Bastardo del Trigal; los hermanos ser Gregor y ser Griffith Goode; ser Humfrey el Titiritero; ser Robin Darklyn, al que llamaban el Zorzal Negro, y el lord comandante, ser Corlys Velaryon. La historia da fe del buen criterio de Visenya Targaryen: todos sirvieron con valor hasta el final de sus días, y dos murieron defendiendo al rey. Muchos son los valientes que desde entonces han seguido sus pasos, escrito sus nombres en el Libro Blanco y vestido la capa blanca. La Guardia Real es sinónimo de honor hasta nuestros días.
Dieciséis Targaryen sucedieron a Aegon el Dragón en el Trono de Hierro, hasta que la rebelión de Robert acabó con la dinastía. Entre ellos hubo sabios y necios, gentiles y crueles, bondadosos y taimados. Sin embargo, si juzgamos a los reyes dragón solamente por su legado, por el progreso, las leyes y las instituciones que nos dejaron, el nombre del rey Aegon I debe destacar entre los primeros, así en la guerra como en la paz.