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El Grupo Zeta

Director nominal de Lib y otras revistas eróticas

Nunca nadie fue procesado por escándalo público más veces que yo. Ni siquiera Antonio Álvarez Solís o Manuel Vázquez Montalbán, directores de Interviú y Primera Plana, consiguieron superarme. Ellos sacaban a una chica desnuda en portada cada semana en sus revistas: Marisol, Norma Duval, Carmen Cervera, Nadiuska, Marisa Medina, Susana Estrada, Bibi Andersen… Pero yo los ganaba porque dirigía (es una manera de hablar) más revistas que ellos. Se trataba, sin duda, de un trabajo estimulante, pero también de alto riesgo, porque destapar tetas y culos en papel impreso, allá por 1977, era delito en España. Delito de escándalo público, lo que convertía al desnudo y al sexo en banderas de la pelea por las libertades que en aquellos momentos se libraba en el país. Los fiscales se empeñaron en castigar nuestra perversidad y, en mi caso, quisieron condenarme a más de ochocientos años de inhabilitación para ejercer el periodismo y a unos ¡setenta! cursos escolares completos encerrado en prisión. ¿Multas? El equivalente a lo que ahora serían seis millones de euros. ¿Conseguiría salir indemne de aquel despropósito? Parecía lógico que Álvarez Solís y Vázquez Montalbán no llevaran nada bien que un veinteañero les ganara por la mano y estuviera procesado más veces que ellos, venerables luchadores antifranquistas de toda la vida. Merced al título de licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Autónoma de Barcelona, primera promoción de una cuestionable facultad, viví ricas e intensas experiencias en los palacios de justicia de toda España, incluida la Audiencia Nacional. En privilegiada primera fila, pude observar a jueces de mirada torva y fiscales inquisitivos. Solícitos ujieres transportaban centenares de folios que engordaban carpetas y más carpetas con fechas y números en clave junto a mi nombre y apellidos en sumarios, sentencias y recursos. Durante años me atribuyeron atroces delitos que yo escuchaba sentado en banquillos aún calientes porque en la misma sala, momentos antes, acababa de celebrarse el juicio contra unos presuntos terroristas. No era para tomárselo a broma y, aunque yo partía de la convicción de que los tiempos estaban cambiando y de que pronto la ley sería modificada, las sentencias se daban más prisa en llegar (a pesar de su proverbial lentitud) que los nuevos tiempos por los que el gobierno centrista de Adolfo Suárez aseguraba estar trabajando. Según fluctuase el criterio de los miembros de la sala en que recalaban mis expedientes por escándalo público, en similar proporción me iban llegando las condenas y las absoluciones. No pisé la cárcel de milagro, porque a muchos jueces se les veía en la cara las ganas que tenían de escarmentarme. Pero nunca se atrevieron. Me sentenciaron a multas astronómicas que el Grupo Zeta consideraba una provechosa inversión y que pagaba sin rechistar. Las revistas de desnudo femenino eran una verdadera mina y contaban con un insensato como yo para dar la cara por tres de ellas, nada menos.

En esos excitantes años, los sumarios judiciales abiertos contra mí por escándalo público llegaron a superar los ciento cuarenta expedientes. El código penal franquista, que el gobierno de la Transición no parecía tener prisa alguna en derogar, me convirtió, a finales de la década de los setenta, en delincuente múltiple. Presunto, eso sí. El honor de tan distinguido récord se lo debo a mi título de periodista y, cómo no, a mi imprudente osadía, rasgo de mi carácter que también es responsable de algún que otro comprometido apuro a lo largo de mi vida. Como reza aquella maldición: ojalá te toque vivir tiempos interesantes. A mí me tocaron, y me vi metido de cuajo en ellos; por ejemplo, el día en que acepté ser director de paja de aquellas revistas eróticas en lugar de dedicarme a la enseñanza, que hubiera sido mi destino natural. Dado que en la llamada Facultad de Ciencias de la Información sobraba tiempo, obtuve también el título de licenciado en Filología Hispánica. Así, al acabar la mili, me puse a buscar trabajo por los institutos de Cataluña, como profesor de lengua y literatura española, al tiempo que preparaba oposiciones, como estaban haciendo ya algunos de mis mejores amigos. Cumplía todos los requisitos exigibles a quien quisiera dedicarse a la enseñanza, e incluso había perdido el tiempo obteniendo el diploma del CAP (Curso de Aptitud Pedagógica, que, según dicen mis amigos del ramo, continúa siendo tan obligatorio como inútil). Solo había que ponerse a repartir currículos y esperar hasta septiembre. Pero no, no supe tener paciencia ni tampoco, según mi familia, sentido común.

Como estábamos en junio, y septiembre quedaba todavía lejos, una buena mañana de aquel verano llamé a Jerónimo Terrés, almeriense como yo, y concertamos una cita que acabaría marcando mi destino. Con Jerónimo había coincidido, a comienzos de los años setenta, en algunos de los saraos que se celebraban con cierta frecuencia en la Casa de Almería en Barcelona. Por entonces él se ganaba la vida como gerente (el único gerente con el que recuerdo haberme entendido) en el grupo Mundo, un conglomerado de empresas periodísticas cuyo dueño era Sebastián Auger, controvertido empresario catalán relacionado con el Opus Dei, cuyo imperio de comunicación se desmoronó cuando acabó comido por las deudas.1 Terrés se marchó de allí poco antes de la hecatombe porque, junto con otros amigos, tenía una idea in mente en la que se pusieron a trabajar pocos días después de la muerte de Franco. No tardó mucho en convertirse en uno de los tres accionistas que, en la primavera de 1976, pusieron en marcha Interviú, la revista matriz del Grupo Zeta, una publicación que desde el primer momento agotaba su tirada y que, al cabo de poco más de un año, llegaría a vender más de un millón de ejemplares cada semana.

Cuando me recibió en su despacho de consejero delegado, en el número seis de la barcelonesa calle Londres, Jerónimo era el mayor de los tres miembros del consejo de Administración del Grupo Zeta. Tenía treinta y seis años y un veinticinco por ciento de las acciones de una empresa que iba viento en popa. El éxito de Interviú animó a sus impulsores a crecer con nuevas cabeceras hasta el punto de que los quioscos de todo el país acabaron atestados de publicaciones del grupo. Allí, en el despacho de Terrés y a escasos metros de las redacciones de tantas revistas nacidas en menos de un año, me imaginé metido en faena por los vericuetos de aquella fábrica de adrenalina. Parecía tener mejor pinta moverse en ese mundo que impartir clases de lengua y literatura en un instituto de enseñanza media. En Interviú, donde enseguida soñé con escribir, se mezclaban los reportajes de denuncia, entrevistas interesantes, informes sobre los desmanes del franquismo y muchas páginas con fotos de chicas desnudas, incluida la portada. Investigaría, publicaría… y disfrutaría, ¡qué caray! Pero Jerónimo parecía tener otros planes para mí, como empezó a quedar claro apenas me preguntó si, al terminar la carrera, me había inscrito en la Asociación de la Prensa y contaba ya con número de inscripción en el ROP (Registro Oficial de Periodistas).

El ROP2 era uno de los muchos vestigios del franquismo con los que la nueva situación política aún no había acabado, aunque pronto iban a cumplirse dos años de la muerte de Franco. Ese número de inscripción había funcionado como instrumento de control de los periodistas durante la dictadura, y en teoría garantizaba al gobierno que nadie sacara los pies del plato. O que se atuviera a las consecuencias si lo hacía. A cambio, a los registrados se les compensaba con variadas prebendas en las asociaciones de la prensa de cada provincia. En esos años no se editaban periódicos el primer día de la semana porque el hueco estaba reservado a la Hoja del Lunes,3 publicación que editaban las asociaciones provinciales del gremio y cuyos beneficios, cuando los había, redundaban en atractivos viajes o generosas cestas de Navidad para los socios, entre otros privilegios. En aquella época preconstitucional, el ROP no era ya un requisito necesario para escribir en los periódicos, pero sí imprescindible aún para dirigir cualquier tipo de publicación impresa. Inscribirse en ese registro solo era posible si habías finalizado la carrera de Periodismo —hasta el curso inmediatamente anterior al mío había sido suficiente estudiar en una Escuela de Grado Medio— y si habías pagado los correspondientes derechos para la tramitación del título definitivo.

Me extrañó mucho que Terrés se interesara tanto por mi situación burocrática y le preocupara si tenía al día mis papeleos en la Asociación y en el Registro. Me sonó raro porque buena parte de los reporteros que trabajaban en Zeta no solo no tenían carné alguno, sino que ni siquiera habían estudiado Periodismo. Para la empresa era suficiente con que fueran buenos periodistas, poseyeran una nutrida agenda y supieran contar historias atractivas. Salí de dudas apenas me manifestó su propósito: quería que aceptara figurar como director de Lib, la revista erótica de la empresa, que disfrutaba de una acogida espectacular. Luego contaré quiénes fueron mis antecesores.

Lib era un semanario hijo de Interviú, al estilo de las secuelas de las series televisivas, nacido cuando el éxito de la primera revista del Grupo Zeta comenzó a generar sabrosos excedentes en el stock de material publicable. Fotos de chicas desnudas, carpetas y carpetas de diapositivas compradas a agencias internacionales prácticamente al peso, nutrían una jugosa inversión que pedía a gritos ser amortizada. Interviú proporcionaba a sus compradores la coartada de acompañar las fotos de desnudo con abundante material de lectura, pero Lib, «revista sugestivamente libre», según figuraba en el subtítulo de portada, no se andaría con remilgos ni rodeos a la hora de complacer a sus potenciales consumidores, una generación a la que censuraron hasta los besos en las películas y que había vivido el sexo como tabú durante décadas. Allí estaba Lib, para deleite de camioneros, soldados, adolescentes rebosantes de testosterona y población reprimida en general, gentes que jamás en su vida habían podido ver hasta entonces una teta en el cine, en el teatro, ni mucho menos en revistas o en la realidad. Allí estaban, desnudas y contando sus cuitas, Agatha Lys, Paula Pattier, Carmen Cervera (hoy baronesa Thyssen), Marisa Medina, Norma Duval (años después musa del PP), Jenny Llada, Sara Mora, Victoria Vera, Sandra Alberti, Susana Estrada, Adriana Vega, Linda Lay, Nadiuska, Eva León, Carmen Platero… Las páginas de Lib se convirtieron en una excelente plataforma de promoción para los espectáculos eróticos que en aquella fogosa época del destape hervían, generosos, repartidos por las principales ciudades del país, sobre todo en Madrid y Barcelona. Buena parte de aquellas musas lucían su palmito a diario en escenarios de teatros y cafés-teatro donde los empresarios se ahorraban, encantados, los gastos de vestuario. Aparecer sin ropa era un requisito técnico que solían exigir los livianos y urgentes guiones de libretistas como Fernando Gracia, Juan José Alonso Millán o Fernando Vizcaíno Casas,4 reconocido derechista este último, autor de libros franquistas que se convertirían en superventas, pero cuyas ideas no le suponían obstáculo alguno para despelotar cada noche a media docena de actores y actrices (mayor número de actrices que de actores) en la madrileña Boîte del Pintor, en pleno corazón del decoroso barrio de Salamanca. Manuel Fraga, líder por entonces de Alianza Popular, hombre que llevaba a gala cumplir con todos sus compromisos, acudía con cara de circunstancias a los estrenos de este tipo de espectáculos cuando era invitado y procuraba no perderse detalle, como pude comprobar personalmente en alguna ocasión. Eso sí, a las doce en punto, cual Cenicienta en el baile, pasara lo que estuviera pasando en el escenario, y a fe que pasaban cosas, se levantaba y se marchaba, a veces con gran estrépito y por lo general con el disimulado mal humor de sus contrariados guardaespaldas a quienes dejaba siempre, pobres, con la miel en los labios. A la mañana siguiente, aquel hombre de quien se decía que le cabía el Estado en la cabeza debía madrugar mucho porque tenía que continuar redactando la Constitución y debatir cada palabra del texto con los otros seis padres de la criatura.5

Un buen porcentaje de páginas de la revista Lib se dedicaban al mundo gay y a los espectáculos de travestis y transexuales, representados en prósperos night clubs que cada noche colgaban el cartel de no hay billetes. Espectáculos que protagonizaban Nicol, Bibi Andersen (hoy Bibiana Fernández, quien años después llegó a interpretar diversos papeles en algunas películas de Pedro Almodóvar como Matador, Kika o Tacones lejanos), Paco España, Angie von Pritt, Yeda Brown o Carla Antonelli (años más tarde diputada autonómica por el PSOE en la Asamblea de Madrid). En salas del Paralelo barcelonés, como Barcelona de Noche, o en el madrileño Gay Club, en Atocha esquina paseo del Prado, vi a veces parejas de recién casados, con el traje de novia ellas aún, rematando en primera fila la celebración de su enlace acompañados por buena parte de los invitados al banquete. Muy atentos todos ellos a las insinuantes contorsiones sobre el escenario del travesti cabeza de cartel, y pendientes de la llegada del momento culminante del número erótico, por si acababa siendo un visto y no visto. No era así porque, por lo general, aquellos protagonistas de muchas de las páginas de Lib no defraudaban y solían ser generosos en sus espectáculos.

Las películas también enriquecían, cual jugosa cantera, las páginas del fértil sector de revistas eróticas que editaba el Grupo Zeta. Hasta las casas de discos acudían a aquel vigorizante panal de rica miel en busca de promoción. Grupos musicales como Triana, uno de los principales representantes del rock andaluz, se fotografiaban con chicas desnudas a instancias de sus representantes, quienes andaban convencidos de que aparecer en Lib contribuiría al aumento de ventas de los nuevos discos que iban colocando en el mercado. A todos estos ingredientes de la publicación, se añadía un encarte central con un instructivo consultorio sexológico y una sección de cartas de los lectores (recibíamos muchas más de las que podíamos publicar) donde aparecían imaginativos y estimulantes testimonios eróticos que nada tenían que envidiar a los relatos de La Sonrisa Vertical, aquella famosa colección de Tusquets Editores.6 Un cóctel tan explosivo en un momento histórico como aquel por fuerza tenía que funcionar. ¡Y vaya si funcionó!

Quien accedió a figurar como director de Lib cuando la publicación hizo su aparición en los quioscos fue Antonio Álvarez Solís,7 también director de Interviú, que a las pocas semanas decidió presentar su renuncia irrevocable. Se vieron entonces obligados en Zeta a buscar soluciones de urgencia y contrataron a Jordi Palarea y Francisco Javier Sebastián (ambos habían sido compañeros míos en la facultad), pero los dos decidieron poner pies en polvorosa a las pocas semanas. Se necesitaba, pues, un nuevo sustituto y ahí estaba yo, sentado en el despacho de Jerónimo, con todas las papeletas para convertirme en director nominal, o de paja, como se quiera, de dos revistas eróticas. Porque en el paquete no solo estaba Lib, sino que también entraba Yes, publicación recién nacida que contenía fotos más atrevidas, textos más cuidados y una novedosa sección de contactos que llegó a obtener un éxito incuestionable. La producción ejecutiva de estas publicaciones tenía lugar al margen de la persona que apareciera como responsable oficial en sus staffs. Por eso éramos directores de paja, incluso en Interviú, donde las dimensiones del despacho de Álvarez Solís eran mucho mayores que su capacidad de influir en el contenido de la revista. Darío Jiménez de Cisneros, director ejecutivo, era quien mandaba en el día a día, aunque la persona que adoptaba las decisiones trascendentales y tenía la última palabra sobre lo que debía aparecer o no en aquella revista que les estaba haciendo de oro se llamaba Antonio Asensio Pizarro.

Accionista mayoritario de Zeta y con apenas treinta años de edad, Antonio Asensio asombraba cada semana al país con su osadía editorial en tiempos convulsos, su desafío a la legalidad vigente y su capacidad para mezclar la iniciativa empresarial con una clarividencia incontestable a la hora de acertar con los productos editoriales por los que apostaba. A juzgar por la velocidad con la que se agotaban las revistas en los quioscos, el mercado le daba la razón. En Interviú, Asensio decidía hasta el planillo,8 pero en las demás revistas pronto entendió que tenía que delegar.

Intenté poner en orden mis ideas mientras Jerónimo continuaba contándome cosas. Lo que me estaba pidiendo, en resumen, era que aceptara figurar como director de paja en dos revistas de tías en pelotas, unas publicaciones que transgredían la legislación vigente, y con todas las papeletas en mi poder para gastar más horas del día en los juzgados que en casa. El abogado que, llegado el caso, me acompañaría a declarar sería Paco Abellanet y, como es natural, acabamos siendo amigos. Nunca tendré muy claro si los argumentos que Terrés empleó para convencerme se los creía o no, pero después de decirme que necesitaba en el puesto a alguien de confianza y que, si aceptaba, pasaría a formar parte del staff de una editorial que se atrevía a hacerle frente a la censura franquista, me habló del sueldo: la cantidad era aproximadamente unas tres veces lo que podría ganar como profesor de instituto, y ese pequeño detalle acabaría teniendo cierto peso a la hora de tomar la decisión definitiva.

Mientras le daba vueltas a la oferta de Jerónimo, me acordé de la época en la que él aún era gerente del grupo Mundo y de lo mucho que disfrutamos, durante los tiempos de universidad, con una revista llamada Desfase, en la que habíamos participado con José Manuel P. Tornero, José María Perceval, Fernando Valls, Lola Maldonado o Carlos Santos, almerienses todos ellos, y también con el diseñador Joaquín Monclús, portadista de la editorial Lumen. La Casa de Almería en Barcelona patrocinó la aventura y Terrés se encargó de producirla. Además de temas almerienses, en Desfase se hablaba de política, literatura y comunicación. Aquel osado empeño de unos voluntariosos estudiantes universitarios se mantuvo vivo durante cierto tiempo, aunque solo conseguimos ver en la calle, impreso y distribuido, el primer número de la publicación. Aun así, ya bastó para causar cierto escándalo en nuestra querida y provinciana Almería, poco habituada a contenidos heterodoxos en los primeros años de la década de los setenta.

Convertido algo más tarde en consejero delegado del Grupo Zeta, la oferta que ahora me hacía Jerónimo Terrés no tenía nada que ver con aquellos tiempos de Desfase y, aunque no parecía difícil adivinarlo, obligaba a preguntarse dónde puñetas estaba la trampa. Fuera cual fuera la contestación a los currículos que había repartido o enviado a los institutos, decidí aceptar, qué caray, lo que me llevó a debutar en el universo periodístico de los primeros años del posfranquismo de la manera más atípica imaginable, en una editorial dirigida por unos kamikazes locos de la vida, unos negociantes con buen olfato periodístico que me habían invitado a subir a su despendolado barco para una travesía con la zozobra asegurada. Lib pasaría a la historia como una de las revistas emblemáticas de la época de la Transición. Aún hoy son muchos los cincuentones a los que, cuando conocen esta época de mi trayectoria profesional, les cambia el semblante y, adoptando un tono entre pícaro y cómplice, me confiesan cómo aquellas revistas que salían a la calle con mi nombre en el staff contribuyeron a despertar sus instintos en la adolescencia y llegaron a proporcionarles memorables momentos de inmenso placer.

Nunca pensé que a las primeras de cambio acabaría extrayéndole semejante rédito a uno de mis títulos universitarios. Me había puesto a buscar trabajo, y lo primero con lo que me había encontrado era una oferta para vivir de las rentas, si es que esa hubiera sido mi opción. Tan difícil de creer resultaba aquello que preferí complicarme la vida escribiendo y haciendo reportajes (pagados aparte) para las revistas del grupo. Como decidí no dedicarme a la enseñanza, también hubiera podido emplear mi tiempo ejerciendo el periodismo en otros medios ajenos a Zeta, y mantener con el grupo una relación contractual tan solo en lo concerniente a la representación legal, pero no lo hice. No supe verlo, o quizá me sentía más cómodo vinculado a la actividad diaria de la empresa que me pagaba la nómina.

El 17 de agosto firmé los contratos en los que asumí la dirección periodística de Lib y Yes, justo un mes después de la apertura de una legislatura en la que las fuerzas políticas habrían de ponerse de acuerdo para redactar una nueva Constitución. Los periódicos vendían miles de ejemplares, pero Lib lo hacía por cientos de miles, concretamente cuatrocientos mil cada semana. Yes consiguió superar los doscientos mil y Club Privado, la tercera revista de destape que acabé dirigiendo simbólicamente meses más tarde, hubo un momento en que estuvo cerca de rebasar los cien mil ejemplares semanales. El hombre en quien Asensio había delegado la producción ejecutiva de las revistas eróticas del Grupo Zeta se llamaba Dondo, Gustavo Adolfo Sobrino Dondo. El día que firmé, Jerónimo Terrés lo llamó a su despacho para hacer las presentaciones oficiales. Treinta y cuatro años, gafas de intelectual existencialista y bigote a lo siglo XIX, Dondo lucía una melena similar a la de su homónimo el poeta sevillano Bécquer. Había llegado de Argentina apenas un año antes. Allí, según él, fue productor ejecutivo de varias revistas. No tardó en seducir a Antonio Asensio hasta tal punto que este, cuando decidió que no podía cubrir solo todos los frentes abiertos en poco más de un año y debía delegar algunas de sus funciones, lo puso al frente de la sección de revistas eróticas. Fue en ese mismo momento cuando Álvarez Solís, clarividente, dijo que él se quitaba de en medio. Al viejo luchador antifranquista no le gustaba el personaje elegido por Asensio. Nada más conocer a Dondo, saludarlo y estrechar su mano, lo tuve claro: tampoco yo me entendería con él.

La lucha contra la censura en plena Transición

El Grupo Zeta y sus publicaciones revolucionaron un panorama periodístico que había empezado a fermentar algunos años antes de la muerte del general Franco. A comienzos de la década de los setenta, muchas universidades y empresas contaban entre sus responsables con catedráticos y directivos que en la guerra civil aún eran niños, o que ni siquiera habían nacido. La mayoría eran hijos de papá, niños pijos, hijos de los vencedores, pero gente viajada y algunos de ellos militantes antifranquistas, con dinero y ganas de cambiar las cosas, de preparar el país para el momento en que muriera el dictador. Eso era lo máximo a lo que parecían dispuestos, pero algo era algo. Ni por asomo se les ocurriría hacer nada por acelerar el proceso, pero sí parecían tener claro que el franquismo debía acabar con la muerte de Franco y que había que ponerse a la tarea cuanto antes para que eso fuera factible. La mayoría de ellos eran de derechas, pero no fascistas, y tampoco querían que su país continuara siéndolo. Aspiraban a sobrevivir y a perpetuarse.9

Este era el perfil de quienes, a comienzos de los setenta, se atrevieron a impulsar el nacimiento de periódicos y revistas que comenzaron a usar un lenguaje distinto:10 tímido, pero diferente, divulgando temas cuyo tratamiento en la llamada «Prensa del Movimiento»11 había sido impensable hasta entonces. Comenzó así el pulso con la censura, lo que estimuló el ingenio y la creatividad de reporteros, portadistas, escritores de artículos y dibujantes. Entre 1971 y 1975 se vivieron unos años «divertidos» pero arriesgados en el periodismo español. Arriesgados para quienes ponían el dinero, porque se aventuraban a perderlo, como muchas veces ocurrió, cuando las publicaciones acababan secuestradas y los ejemplares requisados. Los promotores de Triunfo, Cuadernos para el Diálogo, Cambio1612 y otras revistas semanales de información política vieron en ocasiones cómo tiradas completas de algunas de sus ediciones, decenas de miles de ejemplares, acababan machacados y triturados a conciencia, para que ni los empleados de los vertederos donde recalaban aquellos humillados textos pudieran llegar a tener la tentación de leerlos. Los secuestros de publicaciones impresas, que llegaron a afectar incluso a revistas de humor como La Codorniz o Hermano Lobo se prolongaron durante años, incluso después de la muerte de Franco.13 Los hombres grises suelen desconfiar mucho de la sátira aunque esta provenga de creativos con perfil conservador, como era el caso de los impulsores de La Codorniz. Se trataba de un pulso entre quienes querían perpetuar el sistema y quienes aspiraban a reformarlo, y al timón de ambos grupos se encontraban, mayoritariamente, familias ganadoras de la guerra civil convenientemente adobadas por el Opus Dei, la Santa Mafia, inevitable ingrediente de casi todas las salsas por aquel entonces, reflejado en libros como el que Jesús Ynfante14 publicó en París, en la editorial Ruedo Ibérico15 y que circuló con fluidez por España, de manera clandestina, durante los últimos años del franquismo. La librería que los vendía se llamaba Maspero y allí acudía yo de vez en cuando a comprar libros. En 1973, tras un registro fronterizo en mi viaje de vuelta, la policía de aduanas me requisó todos los que llevaba encima, y allí se quedaron, en La Junquera. Que pasados unos días, si quería, podía reclamarlos en el gobierno civil de Gerona, me dijeron.

En las revistas que nacieron durante aquella época, la mayoría de ellas puestas en marcha por prohombres del franquismo con veleidades aperturistas, encontraron hueco y salario jóvenes inquietos con ganas de cambiar el mundo. También se percibía savia nueva en periódicos como Tele Exprés y Mundo Diario en Barcelona, o Informaciones en Madrid, donde los contenidos empezaron a ser más frescos y atrevidos. En muchas salas de redacción de entonces, gentes de derechas se sentaban junto a militantes del PCE, MC, PT, LCR… Maoístas, trotskistas y prosoviéticos se intercambiaban tabaco con jóvenes promesas de la democracia cristiana en aquellas redacciones de ruido y humo, de sonoras y chasqueantes máquinas de escribir, teletipos hirviendo y estridentes teléfonos que no paraban de sonar. Se contaba la revolución portuguesa de los claveles, se condenaba el golpe de estado de Augusto Pinochet en Chile o se daba a los escritores, cantautores y cineastas comprometidos la cancha que los medios del régimen les negaban. En aquellas redacciones se encargaban, y alguna vez se conseguían colar, columnas a intelectuales críticos, análisis que ayudaban a entender algo mejor lo que estaba pasando. Había mucha pasión y, por supuesto, no faltaban los trepas, los conflictivos, los sumisos ni los histéricos, aderezos eternos en el mundo del periodismo. Con los años, en las redacciones dejaría de haber ruido y humo, pero los celos, envidias, inseguridades y ambiciones continúan gozando de excelente salud, y doña Vanidad, por supuesto, siempre campando por sus respetos.

A comienzos de 1974, tras el atentado de ETA que acabó con la vida de Luis Carrero Blanco en diciembre del año anterior y la llegada a la presidencia del gobierno de Carlos Arias Navarro, se pensó en algún momento que la apertura iba a ser inminente tras un discurso que este político falangista pronunció en las Cortes el 12 de febrero.16 Pero se trató de un espejismo porque continuaron los secuestros de publicaciones y los encarcelamientos políticos, esquizofrénica atmósfera por otra parte muy útil como caldo de cultivo para la sutileza, la elipsis y la sátira a la hora de escribir o dibujar. El poder tenía tantos asuntos simultáneos a los que atender que no era capaz de controlarlos todos, y la información se abría paso a codazos intentando burlar la legislación vigente y arriesgándose a que te censuraran, secuestraran la publicación,17 o te abrieran un proceso judicial.

Jugando al ratón y al gato. Así estuvimos hasta la muerte de Franco en noviembre de 1975, y hasta bastante tiempo después. Durante los siete meses posteriores a la desaparición del dictador, no sucedió nada distinto a lo que habíamos vivido los cuarenta años previos. Mientras Juan Carlos I, el sucesor, acababa de entender que tenía que destituir a Arias Navarro como presidente si quería poner en marcha un proceso de cambio que lavara la cara al país ante Occidente y le permitiera continuar a él en el puesto, las clases medias se abrían camino en los quioscos con publicaciones que le comieron el terreno a la prensa de la dictadura. Ese fue el contexto en el que surgió la idea de fundar una revista llamada Interviú, tras las provechosas vacaciones de semana santa del 76 en Almería de tres jóvenes catalanes, Antonio Asensio, Jerónimo Terrés y José Ilario, a quienes poco más tarde se uniría Javier Salvadó, hombre vinculado a la familia Bruguera. José Ilario, gran inventor de revistas, también se había dedicado durante un tiempo a registrar a su nombre, en España, las cabeceras de las publicaciones extranjeras más conocidas, afición que con el paso de los años constituiría un valioso patrimonio.18

Para constituir la redacción de Interviú, lo primero que hicieron sus mentores, por el infalible procedimiento de ofrecer a los reporteros el doble de lo que ganaban, fue contratar a buena parte de la plantilla de las revistas que se habían ido abriendo camino en los quioscos durante los últimos años de la dictadura. En mayo sacaron el primer número a la calle, apenas dos semanas después del nacimiento del diario El País y unos meses antes de la aparición de Diario16. Sobre estas tres publicaciones se edificarían los tres grupos de comunicación que más importancia iban a adquirir durante los años posteriores a la muerte de Franco. El País sería el germen del grupo Prisa; Interviú, la publicación en torno a la cual crecería la actividad editorial del Grupo Zeta; y Diario16 vendría a redondear una política editorial iniciada por el semanario Cambio16 durante los últimos años del franquismo que propiciaría la aparición de nuevas revistas, todas ellas con la marca «16».

Junto con las publicaciones que llevaban ya varios años en la pelea, las cabeceras nacidas en 1976 ayudaron a ventilar la vida ciudadana: las cosas empezaron a contarse de manera más explícita, los temas tabú se abordaban sin tapujos y el desafío a la legalidad vigente fue tal que los juzgados se atascaban sin remedio con las denuncias a las que la fiscalía sometía de oficio a tanto papel impreso díscolo. Durante este tira y afloja, que duró varios años, se hizo en España buen periodismo, incluso los informativos de Televisión Española llegaron a parecer decentes cuando los presentaron Eduardo Sotillos y Ladislao Azcona. El anhelo común era la desaparición de la censura, pero este era un asunto que el gobierno de Adolfo Suárez parecía haber decidido tomarse con calma. Fue un pulso de años en el que hubo que hacer periodismo a pelo. No estábamos en Europa, no existía la Troika ni la moneda única, ni tampoco las televisiones privadas, y las grandes empresas de luz, agua y teléfono aún no habían sido privatizadas. Apenas existían gabinetes de prensa en las empresas o en las instituciones, y las únicas estridencias en el mundo de la información se producían en el periodismo deportivo.

Serían cinco intensos y convulsos años que nadie sabía entonces muy bien cómo demonios terminarían. Tampoco nadie se atrevía a pensar que el término «transición», cuyo uso empezaba a extenderse tímidamente, acabaría haciendo fortuna para bautizar con él aquella espesa etapa de nuestra historia reciente. En ese contexto, en esa variopinta y excitante ensalada coincidimos en las redacciones de periódicos y revistas, radios y televisión (solo había una por aquel entonces, y aún habría de transcurrir un decenio largo antes que llegara la televisión privada) tres generaciones de periodistas. Una era la de los viejos lobos fascistas que más que informadores habían actuado como diligentes comisarios políticos y eficaces altavoces de la dictadura, algunos de ellos aún con estrechos bigotitos marca de la casa que les conferían aquella tétrica seña de identidad de la que ellos se sentían orgullosos. La segunda generación era la de los treintañeros, y algún cuarentón, que llevaban ya años luchando, jugándose el sueldo y a veces el pellejo, por hacer visible un periodismo distinto que se había ido abriendo paso con manifiesta dificultad. Y en tercer lugar figurábamos los recién llegados, los jovencitos de las últimas promociones de la Escuela de Periodismo y los primeros de las facultades recién nacidas. Treintañeros y recién llegados fueron poco a poco relegando o directamente jubilando a los veteranos, que se resistían con todas sus fuerzas a dejar libres sus mullidas y durante tanto tiempo rentables poltronas. Igual que el país se llenó de alcaldes, concejales y diputados treintañeros, ocuparon las redacciones de los medios chicas resueltas y jovenzuelos melenudos y barbudos cuyo pelo negro acabó con un paisaje de calvas y bigotes blancos que habían pastado con éxito en los prados de la dictadura y a los que les había llegado el momento de hacerse a un lado. Aunque no todos lo hicieron. Algunos permanecieron como columnistas durante años; otros, los menos viejos, encontraron acomodo en los periódicos más de derechas como El Imparcial (menuda paradoja llamar así a un periódico de ultraderecha) o El Alcázar (nombre este con el que no engañaban a nadie), cabeceras que sobrevivieron y continuaron existiendo durante años.

Como ocurrió en el plano político, en periodismo, la libertad se fue conquistando y enhebrando, a partir de 1976, con tejidos de costuras más bien endebles y poco definidas. Tan poco definidas que fue en ese convulso caldo de cultivo donde germinó el caos en que este país se encuentra desde entonces en materia de comunicación. Unos profesionales del periodismo salieron mejor parados que otros en la vida y en el oficio, pero, pasados los años, son muchos los que tienden aún a sentirse con la misma autoridad para continuar pontificando y sentando cátedra hoy que hace cuatro décadas. El tiempo ha pasado, las cosas han cambiado, pero ellos se resisten a dejar de predicar. El tabú aplicado a todo lo que rodeaba a la institución monárquica llegó un día en que empezó a saltar por los aires. Hubo un momento en que empezó a entenderse que la Constitución no es intocable y que plantear cambios en su articulado es factible. Sucedió que, tras mucho debate, nadie salvo el PP, y no todos ni siempre, parece discutir ya que las heridas de la guerra civil se cerraron en falso. En definitiva, las cosas han ido cambiando. Y, del mismo modo, el modo de entender la información en nuestro país exige una transformación a fondo que, cuarenta años más tarde, aún continúa pendiente.

Argentinos en el exilio

Salvo fechas señaladas, el cementerio de aquel pequeño pueblo toledano se encontraba siempre cerrado porque la media de fallecimientos era de uno al mes y las visitas eran escasas. El párroco nos había prestado las llaves, cosa que facilitaba llevar a cabo la idea que había surgido para promocionar la obra que protagonizaba la conocida actriz Marisa Medina. Inquieta y transgresora, había pedido una excedencia de su trabajo como presentadora en TVE, cambiando así los platós de Prado del Rey por el escenario del teatro Arniches en la calle Cedaceros, a cien escasos metros del Congreso de los Diputados. En ese local, la famosa locutora llenaba cada noche la sala como protagonista de un musical en el que se despelotaba junto a una docena de mozos y mozas de excelente ver y mejor parecer. El espectáculo se llamaba Satán azul, el guionista era Enrique Barreiro y el autor de la música Alfonso Santisteban, marido de Marisa. La pareja buscaba promocionar el show para que la sala continuara llenándose cada noche. Fue entonces cuando, dado el carácter transgresor del espectáculo, se pensó en un reportaje en el que debía aparecer todo el elenco, desperdigado y desnudo, entre las tumbas de un cementerio. Pedro Corro y Javier Candial no dejaron de disparar sus cámaras y gastar carretes de fotos mientras Marisa y compañía daban rienda suelta a sus fantasías y reproducían por todo el camposanto algunas de las escenas del musical. Hubiéramos querido disponer de más material del que conseguimos, pero alguien en el pueblo se percató del trasiego y casi tuvimos que salir por piernas.

La mayoría de los actores que trabajaban en Satán azul eran argentinos. Desde el golpe militar de Jorge Rafael Videla, en marzo de 1976, miles de artistas, intelectuales y profesionales comprometidos en la lucha por las libertades estaban huyendo de aquel país. Un buen número de ellos figuraban en las listas negras de los militares golpistas; de no haberse marchado, disponían de suficientes papeletas para acabar figurando entre los inquilinos de instalaciones tan siniestras como la Escuela Superior de Mecánica de la Armada de Buenos Aires, la ESMA. Allí, tan cerca de la cancha del River Plate que los gritos de los hinchas podían escucharse con claridad cuando se disputaban partidos de fútbol, los prisioneros políticos eran torturados antes de pasar a convertirse oficialmente en desaparecidos. Algunos, muy pocos, sobrevivieron, como el entrañable Héctor Chimirri, torturado en Tucumán; una vez en España, se convertiría en redactor jefe de Sal y Pimienta y Protagonistas y más tarde de Interviú.19 Antes que él, una buena parte de los periodistas que consiguieron escapar a la persecución del gobierno golpista argentino recalaron en España, y muchos de ellos se instalaron en Barcelona, justo en el momento en que Zeta empezó a crecer hasta colocar en los quioscos aquella docena larga de publicaciones atrevidas y diferentes. Una época en la que las leyes iban a cambiar y era presumible que jueces y fiscales se lo pensaran dos veces antes de aplicar a rajatabla un código penal alcanforado y caduco. Según su artículo 431,20 tan solo la exhibición de un pecho femenino en la portada de una revista podía llegar a significar una pena de seis meses de cárcel para el director de la publicación, además de la correspondiente multa de seiscientas mil pesetas (tres mil seiscientos euros) y la inhabilitación profesional por seis años. La redacción de ese artículo era tan abierta y ambigua (advertía textualmente a quien «de cualquier modo ofendiere el pudor o las buenas costumbres con hechos de grave escándalo o trascendencia») que permitía interpretaciones a la carta, como de hecho ocurría, al criterio de los fiscales y jueces en cuyas manos acabaran recayendo los expedientes abiertos de oficio.

En ese contexto de indefinición política y renovación periodística se movía aquel equipo de jóvenes emprendedores catalanes que había fundado el Grupo Zeta con Antonio Asensio al frente. Pusieron en marcha iniciativas editoriales donde se la jugaban a cara o cruz, como si estuvieran en medio de una partida de póker. Necesitaban profesionales con experiencia en medios, y justo entonces aparecieron en Barcelona los primeros periodistas que llegaban de Buenos Aires. Algunos de ellos, como Carlos Alfieri (redactor jefe de Interviú durante los principales años de gloria de la publicación), encontraron hueco para seguir desarrollando su trabajo con la misma competencia y rigor que antes lo habían hecho en su país. Otros como Adolfo Dondo, cuya trayectoria era más enigmática, pero con innegable sentido de la oportunidad para aprovechar el momento que se vivía en España, consiguieron ganarse el favor de Antonio Asensio y hacerse con las riendas de publicaciones como Lib, Yes, Club Privado o la edición española de Penthouse. Revistas eróticas que, al arrasar en el mercado, proporcionaron al grupo durante varios años impensables y sustanciosos ingresos. Dondo y su segundo, Enrique Torres, convertidos en responsables de la elaboración de estas revistas, disponían de un generoso presupuesto que administraban a su antojo,21 lo que derivó en un paulatino aumento de los profesionales procedentes de Argentina que acabaron trabajando para el Grupo Zeta. A medida que transcurrían las semanas y los meses, y a Barcelona iban llegando periodistas que huían de la dictadura de Videla, muchos conseguían trabajo en las publicaciones del grupo. Un buen porcentaje de ellos acababan a las órdenes de Dondo y Torres, en aquella especie de república independiente que ambos habían conseguido tejer dentro de la empresa. Sin ningún tipo de control, o eso parecía, Dondo y Torres repartían prebendas a discreción entre quienes trabajaban para las publicaciones que ellos controlaban: viajes, dietas, asistencia a acontecimientos y generosos salarios. Eran los días en que Mario Vargas Llosa había publicado La tía Julia y el escribidor, donde uno de los personajes, el trastornado escritor de radionovelas boliviano Pedro Camacho, profesa un odio irracional a los argentinos: «¿Se ha topado usted en la vida con argentinos? Cuando vea uno, cámbiese de vereda, porque la argentinidad, como el sarampión, es contagiosa», le decía Camacho al joven protagonista y narrador de la historia, quien pensaba que el enfado de este se debía a los plagios de los que era víctima. «No se trata de eso, a mí no me importa ser plagiado», aclaraba el escribidor. «Los artistas no trabajamos por la gloria, sino por amor al hombre. Qué más quisiera yo que mi obra se difundiera por el mundo, aunque sea bajo otras rúbricas. Lo que no se les puede perdonar a los cacógrafos del Plata es que alteren mis libretos, que los encanallen…»

Yo no compartía el punto de vista del personaje de Vargas Llosa, dado que la mayor parte de mis compañeros argentinos eran cultos, profesionales y con algunos incluso llegué a trenzar amistades que aún conservo. Pero en el caso de los gestores de las revistas por las que yo daba la cara y comprometía mi futuro ante los juzgados, las irregularidades eran palpables. Cuando decidí hacer partícipe de mis sospechas a Antonio Asensio, admito que me llevé una sorpresa con la reacción del presidente del Grupo Zeta, quien, tras agradecerme la información, me aclaró que estaba perfectamente al tanto de lo que ocurría en el negociado de las revistas eróticas desde hacía ya algún tiempo. Me explicó que por el momento Dondo y su gente le eran útiles y, como tenía demasiados asuntos de los que ocuparse, añadió (corría el otoño del 78 y estaba a punto de nacer El Periódico), tomaría medidas en el momento que él considerara más oportuno. Pocos meses más tarde, en su despacho madrileño de Potosí 8, Antonio me confesaría que estaba desesperado con Dondo, quien, intuyendo que algo ocurría, le había hecho firmar un documento por el que quedaba mucho más vinculado al grupo y mejor blindado aún de lo que ya estaba. Fue entonces cuando, reclinándose hacia atrás en el asiento y con las manos cruzadas tras la nuca, Asensio tomó aire y, con una sola frase, me dio toda una clase de mentalidad práctica empresarial: «Claro que, lo mismo que le he firmado ese papel —dijo—, mañana le puedo firmar otro diciendo lo contrario». Así lo debió hacer porque, pasado algún tiempo, la policía se presentó en el número 104 de la calle Rocafort, sede por entonces del Grupo Zeta en Barcelona, y nunca más volví a ver a Dondo ni a Torres. Ambos desaparecieron del mapa mientras el Código Penal continuaba sin reformar y yo ya tenía más de un centenar de procesos pendientes de juicio. Cada vez estaba haciendo más méritos para acabar figurando en el Libro Guinness de los récords.22

Norma Duval, Susana Estrada y El Periódico

Las publicaciones del Grupo Zeta copaban buena parte del surtido de revistas expuestas en los quioscos, entre otras razones porque sus promotores decidieron hacerse su propia competencia. Semanarios como Reporter o Primera Plana estaban pensados para desanimar a quien pudiera tener la idea de entrar en el mercado ofreciendo un producto similar a Interviú. Entre los socios de Reporter figuraba el abogado republicano Antonio García Trevijano, que, entre otros méritos bastante dudosos, era autor de la Constitución de Guinea Ecuatorial. Para dirigir Primera Plana ficharon a Manuel Vázquez Montalbán, destacado militante del Partido Socialista Unificado de Catalunya (PSUC), vaca sagrada para la izquierda y para los estudiantes de Periodismo, reconocido y prolífico escritor de docenas de libros de referencia entre los que destacaba por entonces el titulado Informe sobre la información,23 un trabajo elaborado en plena época franquista, durante el tiempo que su autor pasó en la cárcel. Vázquez Montalbán, que cultivó todos los géneros, ganaría con Los mares del sur el Premio Planeta de novela 1979. Eran años en los que el periodismo contribuyó sin duda a cambiar las cosas, años en los que la lucha por la libertad difuminó las fronteras entre quienes se dedicaban estrictamente a la información y los que se inclinaban por la acción política. Tantos acontecimientos decisivos juntos, y a tal velocidad, no ayudaban a despejar la confusión. En aquellas peleas por cambiar las cosas se forjaron amistades entre periodistas y políticos que, cuando estos últimos llegaron al poder, se transformaron en dificultades para delimitar con acierto las fronteras entre una y otra actividad. ¿Dónde finalizaba la independencia de criterio para un periodista y dónde comenzaba la complicidad, que no la lealtad, con la fuente? ¿Dónde terminaba el informador y empezaba el político? Hubo profesionales que llegaron a anteponer el afecto hacia su amigo convertido en poderoso a la lealtad para con unos lectores que confiaban en su independencia de criterio y en su neutralidad.

El periodismo de los años de la Transición fue vibrante, sobre todo porque nos ayudó a escapar del ostracismo, el control y la censura. Sin embargo, no tardaría en toparse con sus límites: el amiguismo, la dependencia de la publicidad tanto comercial como institucional y la fortaleza que tuviera la empresa editorial en cuestión para resistir las presiones. Aun así, en aquel entonces, el oficio periodístico conseguía cumplir más bien que mal su cometido principal: la vigilancia del poder y la denuncia de sus abusos. El Abc era monárquico, como La Vanguardia, y la Iglesia contaba con el Ya, pero también en estos periódicos podían leerse columnas y editoriales de cariz progresista que a veces presentaban coincidencias con los planteamientos editoriales de El País, Diario16 y según qué revistas semanales. Podría decirse que, en materia de libertad de prensa, íbamos homologándonos a los países libres. A paso de tortuga, pero algo era algo. Ya no era imprescindible buscar la prensa extranjera para enterarnos de lo que pasaba en España, o escuchar Radio Pirenaica,24 aunque los análisis y las crónicas de José Antonio Novais, corresponsal de Le Monde en Madrid, continuaran aun siendo un ilustrativo y necesario complemento durante algunos años más. En esos tiempos de la Transición, ya casi remotos, la prensa continuó sufriendo sus limitaciones, sí, pero al menos se podía leer. Ese cuadro ha cambiado, para peor, cuarenta años después. En 2018, la prensa española apenas se puede leer. No es muy bueno para la salud hacerlo. Salud mental y física. Al menos según qué prensa en papel que aún se vende en los quioscos, cuya capacidad de influir continúa siendo importante, a pesar de su cada vez menor difusión y del constante crecimiento de los diarios digitales, como veremos más adelante.

Volviendo de nuevo a la pujanza del Grupo Zeta a finales de los setenta, decíamos que ni siquiera Vázquez Montalbán fue capaz de resistir la tentación de dejarse querer por aquellos osados y jóvenes empresarios catalanes que, desde sus despachos en Barcelona, habían conseguido poner patas arriba el mundo de la edición periódica en España. Las redacciones de Primera Plana y de Interviú eran auténticas facultades de Ciencias de la Información, nada que ver con la ñoñez de algunas aulas donde habíamos estado cinco años perdiendo prácticamente el tiempo. En Zeta se ponían en marcha informes y reportajes impensables pocos años antes, y además se publicaban. En el Consejo Editorial del grupo figuraban destacados miembros del amplio espectro ideológico de aquellos momentos aún preconstitucionales que vivía España: desde Manuel Martín Ferrand (derecha-derecha) a Eliseo Bayo (izquierda-izquierda). Y en la nómina de los colaboradores de opinión figuraban excondenados a muerte, como Eleuterio Sánchez, el Lute, y también petulantes marqueses como José Luis de Vilallonga. Tenían como viñetistas a Forges y a Martínmorales, y contaban con columnistas como Fernando Fernán Gómez o Francisco Umbral, todos ellos pagados espléndidamente. En la redacción había reporteros que se indignaban al conocer que algunos colaboradores cobraban, por cuatro viñetas o un par de columnas de opinión al mes, el doble o el triple que ellos, que estaban al pie del cañón cada día con dedicación exclusiva. Los salarios de aquellos que se quejaban podían, a su vez, doblar perfectamente lo que ingresaba un redactor o un fotógrafo en cualquier otra empresa del sector en esos momentos, por lo que alguna vez escuché a Álvarez Solís salir al paso de algunas quejas en la redacción invitando a los protestones a mantener los pies en el suelo. «Si estáis contentos con lo que os pagan, ¿qué más os da lo que cobren los demás?», les decía.

Por aquellos días, Antonio Asensio, Jerónimo Terrés y compañía decidieron que ya contaban con suficientes mimbres para poner en marcha lo que se consideraba la puesta de largo de cualquier empresa informativa que aspirara a pintar algo en el país que estábamos inventando. El espaldarazo tenía que venir con un periódico diario. ¿Cómo llamarlo? No se calentaron mucho la cabeza. O sí. Lo llamarían El Periódico y dispondría de una edición en Barcelona y otra en Madrid. Así fue: El Periódico nació el 26 de octubre de 1978 y yo tuve el privilegio de encontrarme en el taller de impresión cuando el primer ejemplar salió de las rotativas. Allí se encontraba su director, Antonio Franco, junto con toda la plana mayor del Grupo Zeta y los subdirectores que se encargarían de la edición de Madrid: Julián Lago, delegado del grupo en la capital, y José Luis Orosa, cuyo mayor mérito en la vida era ser el hombre de confianza de Manuel Martín Ferrand. Contaba la edición de Madrid con una sección de cultura a cargo del polifacético Moncho Alpuente. Músico, actor, presentador de televisión, escritor, periodista… «¿Sabes por qué hago tantas cosas distintas, Juan?», me decía. «Porque así tienes al personal despistado y es más difícil que te acaben pillando por los huevos. Si no cambias de actividad con frecuencia, al final terminas cayendo en la trampa.»25

En los dominios de Moncho Alpuente fue donde recalé, empeñado como estaba en diversificar mi trabajo en los medios del grupo, que no todo iba a ser organizar reportajes en cementerios. Allí trabajé con Manuel Hidalgo o con Antonio García-Rayo. Y desde entonces permutaba mi cometido en El Periódico de Madrid con viajes semanales a la redacción de Barcelona, por lo general los lunes, para ponerme al día y acudir a los juzgados a declarar por los procedimientos judiciales contra las revistas eróticas a cuyo frente aún figuraba como director nominal. Pasaban las semanas y los meses, y el Código Penal de la dictadura continuaba sin modificación alguna. Norma Duval no entendía que ella pudiera exhibirse, sin problema, ligera de ropa en la obra que protagonizaba como vedette en el teatro Calderón junto con Fernando Esteso, y en cambio yo tuviera dificultades cuando esos mismos desnudos aparecían publicados en Lib. Me lo dijo cuando Pedro Corro y yo nos fuimos con ella a Benidorm a elaborar un reportaje y nos instalamos en el apartamento frente al mar que unos tíos suyos tenían en la playa de Levante. Conocí a la familia de Norma Duval, pero también a la de otras muchas actrices de entonces, y me parecía muy interesante tratar y escuchar a sus madres, como a la de Bibiana Fernández, con quien coincidí en la sala Río de Barcelona cuando su hija, todavía Bibi Andersen, actuaba allí; escucharlas y percibir el apoyo incondicional que daban a las decisiones de sus hijas. Cuando Interviú decidía hacerles un reportaje, yo solía actuar de intermediario entre algunas actrices y César Lucas. César había sido el autor de las fotos de Marisol, cuyo desnudo supuso una verdadera convulsión en aquella España rancia y cuya publicación aceleró el crecimiento de la revista. Por el estudio fotográfico de César pasó la mayor parte de las estrellas que fueron portada en las revistas de Zeta. Por los suyos y por los de Sylvia Polakov o José María Castellví, quien un buen día lo dejó todo para convertirse durante un tiempo en fotógrafo de Julio Iglesias. Ellos también se veían obligados a darse de vez en cuando una vuelta por los juzgados. Cuando algún veterano fiscal se enfadaba mucho, acababa citando no solo al director, sino a quien firmaba el reportaje, al autor de las fotos y hasta al dueño del local donde se había elaborado. El fotógrafo Óscar Laser y el reportero Jorge Pérez Camacho llegaron incluso a acabar en la cárcel de Carabanchel tras ser detenidos por fotografiar desnuda a la actriz Susana Estrada en una calle desierta del madrileño barrio de Chamartín y, hasta que se deshizo el entuerto, no hubo manera de evitar que durmieran varias noches en prisión.

Como el domicilio social de la sociedad era Barcelona, los sumarios abiertos a instancias de la fiscalía contra las publicaciones de Zeta iban acumulándose en los juzgados de esa ciudad semana a semana. Se trataba de procedimientos de oficio, pero inexorables, porque nos expedientaban al mismo ritmo al que aparecían las publicaciones en los quioscos. «Ya puestos —me decía Moncho Alpuente—, ¿por qué no atracas un banco o algo? Por lo menos que te resulte rentable si alguna vez acaban condenándote.» Cuando, como ocurría en nuestra empresa, convivían en el mismo edificio gentes de distintas publicaciones, acababas relacionándote con personas y personajes muy diferentes, a cual de ellos más interesante, la mayoría de profesión contadores de historias, y cada uno con la suya a cuestas. En los chaflanes barceloneses de Rocafort con Consejo de Ciento, igual que en las cafeterías de la calle Potosí en Madrid, jugué al dominó después de comer con redactores de Tiempo, maquetistas de Penthouse o fotógrafos de Interviú. Con administrativos, secretarias o abogados como Abellanet, mi inseparable compañero de fatigas en los juzgados. Paco Abellanet, que años más tarde se convertiría en juez de lo Penal, era quien me acompañaba los lunes a primera hora al Palacio de Justicia de Barcelona, donde coincidíamos con Álvarez Solís, Vázquez Montalbán y periodistas como Ricardo Cid Cañaveral, José Luis Morales, Xavier Vinader y otros muchos, citados también ante el juez por algún polémico reportaje recién publicado. Solíamos gastar la mañana prestando declaración de juzgado en juzgado, porque el tiempo iba pasando y los procesos continuaban acumulándose. Acabé conociendo a los oficiales de los catorce juzgados de lo Penal que por entonces había en Barcelona porque no existía ni un solo negociado donde no hubiera acabado recalando algún expediente con mi nombre. A todos les había tocado estar de guardia alguna vez cuando llegaba el requerimiento del fiscal, aunque no es que el hombre se acercara a los quioscos cual obseso reprimido (que a lo mejor también), porque ni siquiera tenía necesidad de hacerlo: aún continuaba vigente el llamado depósito previo.26 Se trataba de una exigencia heredada de los tiempos de la dictadura que consistía en que toda publicación periódica, antes de distribuirse, necesitaba pasar control administrativo y presentar para ello, en instancias oficiales, varios ejemplares de la revista, el periódico o el folleto que se quisiera distribuir, para facilitar el trabajo a la censura y a la fiscalía. De hecho, en los expedientes que se me abrían, el ejemplar que aparecía grapado en los sumarios tenía el sello del registro en su portada, las tetas de Susana Estrada, por ejemplo, y en una de las dos, bien visible, el tampón del ministerio rebosante de tinta azul. O verde. Llegué a adquirir tal grado de familiaridad con los oficiales de los juzgados que me repartía el trabajo con Abellanet para que ambos pudiéramos ganar tiempo. Así, mientras él iba preparando los papeles en uno dejándolos pendientes solo de mi firma, yo me encontraba en otro, con la citación en la mano, en busca del oficial que la había cursado. ¿Quién es la «M»?, preguntaba yo con la desenvoltura propia de un picapleitos de toda la vida, dado que conocía sobradamente los códigos y claves que aparecían en los escritos. Yo soy la «M», me contestaban desde alguna mesa donde las elevadas columnas de expedientes acumulados impedían a veces ver a la persona que estaba sentada tras ellos hasta que no te acercabas lo suficiente. ¿Dónde está el acusado?, me preguntaba entonces el funcionario, sin acabar de creerse que fuera yo mismo. Hasta que pasó un tiempo y terminamos siendo amigos, de tanto como nos veíamos por allí. Nos preguntábamos por la familia, nos contábamos las andanzas del fin de semana y hasta discutíamos de fútbol cuando repasábamos los expedientes.

Al tiempo, yo procuraba continuar permutando mi trabajo en El Periódico de Madrid con el resto de mis cometidos. Había que cuidar la relación con las protagonistas de las portadas de nuestras revistas. Con algunas no pareció muy necesario, como fue el caso de Carmen Cervera, pronto baronesa Thyssen. Pero con otras sí era conveniente, en particular con quienes aparecían en ellas de manera periódica como Rosa Valenty, Carmen Platero, Mabel Escaño o Carla Antonelli, aunque en el caso de esta última actriz su vida cambió cuando decidió apostar por la lucha por los derechos de los transexuales y acabó dedicándose de lleno a la política.27

Las redacciones de las publicaciones de Zeta en Madrid compartían todas las mismas dependencias, apenas separadas por tabiques de pladur o frágiles biombos. En el aquel amplio espacio adquirido para Zeta por José González Rielo, en el número ocho de la calle Potosí, cuando Cristina Lay, Agatha Lys o Eva Lyberten, por ejemplo, acudían a la redacción de Lib o Interviú, podían cruzarse por los pasillos con Manuel Cerdán, José Calabuig, Fernando Jáuregui, Mariló Ruiz de Elvira, Jesús Cacho o Ladislao Azcona. Con los periodistas que trabajaban en El Periódico de Madrid se podían componer varias alineaciones de primera división en el oficio. La sección de deportes era un claro ejemplo, porque por allí andaban Fernando Soria, Luis de Benito, Roberto Gómez o Pedro Pablo Parrado, y el capitán del barco era, cómo no, el insigne José María García, quien permutaba este cometido con su programa deportivo nocturno en la Cadena SER.28 Ese perejil no podía faltar en aquella ambiciosa salsa cocinada sin miserias por Antonio Asensio. Como siempre que acometía un proyecto, el accionista mayoritario de Zeta no había reparado en gastos y continuaba fichando periodistas igual que los presidentes de grandes clubes de fútbol contratan jugadores: tirando de talonario (años más tarde, Asensio haría sus pinitos también en el mundo del balompié, con intereses en distintos equipos de primera y segunda división). Aun disponiendo de tan reconocido plantel, nada consiguió evitar que en la edición madrileña de El Periódico se perdieran muchos partidos: había demasiados egos en el vestuario. Aquella excitante y convulsa aventura fue un rotundo fracaso y duró solamente seis meses. La tragedia empezó a mascarse el día en que los dos subdirectores, José Luis Orosa y Julián Lago, perdieron la compostura y se liaron a tortazo limpio en plena redacción. La solución de urgencia se llamó Miguel Ángel Bastenier, pero llegó tarde. Aquello acabó como el rosario de la aurora: en marzo de 1979, el Grupo Zeta renunció a tener un periódico en Madrid. Por mi parte, mientras llegaban tiempos mejores, continué dedicándome a escribir donde podía y me dejaban, ya fuera redactando críticas de espectáculos, entrevistando a vedettes, haciendo de negro de futbolistas como Pirri o Camacho, o asaltando a políticos por los pasillos del Congreso para publicar informes en Penthouse, una revista erótica internacional en papel couché para la que su fundador, Bob Guccione, había acuñado un lema rotundo: «Sexo, política y protesta». De periodicidad mensual, Penthouse había sido, desde su fundación en 1965, un símbolo mundial de transgresión.

La selva misma

Tanto en Barcelona como en Madrid, la vida en las redacciones del Grupo Zeta transcurría agitada y estresante. El trabajo poseía frescura porque los titulares eran directos y claros, nada alambicados ni barrocos, con lenguaje de la calle y ausencia de perífrasis. Por fin las cosas se expresaban sin remilgos en letra impresa. Fuera tabúes. Si el lenguaje era desenvuelto, también lo era la actitud con la que se planteaban los temas. Había cierto entusiasmo en el ambiente. Y descaro y osadía. «¿Sabes por qué yo nunca trabajaré en El País?», me preguntó un día Luis Otero, subdelegado de Interviú en Madrid, un mago de la pluma que Asensio, talonario en mano, le había quitado a la revista Personas. «Porque yo nunca trabajaré en un medio que tenga libro de estilo», me aclaró. Julián Lago, jefe de la delegación, procedía del Grupo Mundo, donde, como Jerónimo Terrés, había trabajado también en su día a las órdenes de Sebastián Auger. «A mí lo que de verdad me gustaría ser en la vida es director de Lib, Juan —me decía Lago—. No sabes cómo te envidio.» Me tomaba el pelo y yo lo mandaba cariñosamente a la mierda. No obstante, vista su trayectoria profesional años más tarde, cuando acabó dirigiendo y presentando un show en Telecinco llamado La máquina de la verdad, quizás aquella coña, que me hizo en el tiempo en que Julián firmaba en Interviú la entrevista política de referencia cada semana, no era tal.29

Entre las tareas que Lago desempeñaba como delegado de Zeta en Madrid figuraba la de actuar como correa de transmisión entre las dos principales sedes del grupo. Era responsable del tráfico de textos en aquellos antediluvianos tiempos sin Internet ni ordenadores. Los originales que se elaboraban en Madrid disfrutaban de una curiosa excursión de ida y vuelta: cada día, una vez redactados los originales, reveladas las fotos, dibujadas las ilustraciones e introducido todo el trabajo en sus correspondientes sobres, un mensajero aparecía en la redacción y se desplazaba con el material hasta Barajas para tomar el Puente Aéreo camino de Barcelona. Así eran aquellos tiempos. En las redacciones centrales de Interviú y Lib se depositaba la producción madrileña del día y el maletín del «correo del zar«, así lo llamábamos, quedaba vacío apenas unos minutos. El hueco lo ocuparían enseguida las páginas definitivamente editadas y maquetadas con las que esa noche se prepararían las planchas de uno o varios de los pliegos de ambas revistas. De vuelta a Madrid, el mensajero las transportaría a las instalaciones de Hauser y Menet, una de las pocas imprentas que por aquel entonces se atrevía con grandes tiradas.

Entre los aspirantes a colaborar en Interviú se encontraba Jesús María Amilibia, que cierto día apareció por la delegación madrileña de la revista ofreciendo una colaboración lista para enviar a Barcelona. Tras atenderlo y quedarse con el texto, Julián Lago no se limitó a ejercer de intermediario, sino que tomó un tarjetón y escribió: «Ojo con este. Te mando lo que propone porque esa es mi función, pero yo no lo avalo. Claro que la decisión, como siempre, es tuya». Acto seguido tomó un clip, unió el tarjetón a la carpeta donde Amilibia le había dejado su propuesta y lo introdujo todo en el sobre dirigido a Darío Jiménez de Cisneros, director ejecutivo de la publicación. No era la primera vez que Darío le devolvía un original a su autor. Cuando decidía no publicar una colaboración que había recibido sin solicitarla, la secretaria de redacción la enviaba por correo a la dirección del remitente, cuyos datos por lo general solían acompañar al texto. Así ocurrió en esta ocasión: Darío le devolvió el original a Amilibia…, con el tarjetón de Julián incluido. ¿Despiste, casualidad, momento tonto? Sea como fuere, en ese mismo instante, Lago se ganó para siempre el odio eterno de Amilibia, quien echaba fuego por los ojos cuando me lo contó uno de los martes que coincidimos en la Peña Primera Plana, a la que ambos pertenecíamos entonces.

La Peña Primera Plana, cuyo núcleo básico lo han integrado casi siempre periodistas de la prensa del corazón y del espectáculo, es uno de esos simpáticos lobbies a los que resulta instructivo pertenecer un tiempo. Se aprende mucho. Digo simpático porque es un lobby light, si lo comparamos con según qué reuniones de profesionales, de las muchas que se celebran en los cenáculos madrileños y que en algunos casos se mueven como verdaderos grupos de presión. La Peña Primera Plana, en cambio, ha sido siempre una familia, unas veces mejor avenida que otras, pero una familia al fin y al cabo. Cada martes se celebraba una comida a la que asistían entre veinticinco y treinta miembros, lenguas entrañablemente viperinas. Más valía no faltar. Peleas a grito pelado, pero también afecto y un hombro cerca cuando tenías problemas. En una profesión tan agresiva e insolidaria, eso no tenía precio. A Rafa Fernández, periodista culto y polémico, compañero de mesa en el Grupo Zeta, le debo el haber pertenecido a aquella peña desde cierto martes de 1978 en que, a instancias suyas, fui invitado a uno de sus almuerzos. Durante muchos años, la sede fue el Club Internacional de Prensa, en el número 5 de la madrileña calle Pinar. Después, el hotel Miguel Ángel, con Cuca García de Vinuesa como anfitriona, y más tarde se sucederían las sedes, en una accidentada peregrinación cuyas vicisitudes no han conseguido acabar con el espíritu de la peña, al menos de momento. Primera Plana otorga cada año los premios Naranja y Limón. El Naranja, para el personaje más accesible a los medios. El Limón, para quien concede menos facilidades a los periodistas en su trabajo. Ni que decir tiene que los agraciados con el amarillo cítrico no siempre acuden a recoger el galardón. A los Naranja y Limón normales no se tardó mucho en añadir los «especiales». Llamábamos normal al premio destinado a famosos pertenecientes por lo general al mundo del espectáculo. Los Naranja y Limón especiales se crearon para premiar cada año a dos personajes del mundo de la política. En las comidas de los martes, cada uno de nosotros pagaba lo suyo más la parte proporcional del cubierto del invitado semanal, quien comía gratis a cambio de someterse a nuestras preguntas a la hora de los postres. Eran actores, cantantes y políticos que, por lo general, estaban empezando. Para ellos, esas comidas significaban promoción, darse a conocer. Por allí, a instancias de los miembros directivos de la peña, desfilaban personajes muy dispares: desde Antonio Banderas tras su primera película en Hollywood a Esperanza Aguirre cuando aún era concejala del Ayuntamiento de Madrid, pasando por Paco Umbral cuando publicaba un libro o el cantante mexicano Luis Miguel cuando era un mocoso de once años que ya hacía sus pinitos en el universo de la canción melódica. Las cenas anuales en las que se entregaban los galardones eran todo un acontecimiento. El Limón fue un año Fernán Gómez, que acudió a recogerlo y nos regaló un discurso tan delicioso que lo convertimos en candidato al Naranja de la siguiente edición. Me gusta este premio, nos dijo, porque sé que lo he conseguido sin recomendación alguna. Los Limón fueron, el año 1984, Miguel Boyer e Isabel Preysler, y en el hotel Los Galgos, lugar de celebración del acto, ambos se presentaron a recogerlo cuando todo Madrid hablaba ya de una relación clandestina que tardaría aún casi dos años en confirmarse oficialmente; premio Naranja fue también el teniente general Gutiérrez Mellado, quien durante la ceremonia de entrega estuvo la mayor parte del tiempo pendiente del teléfono porque Adolfo Suárez se encontraba resolviendo, justo a esas horas, una crisis en el gobierno del que nuestro invitado formaba parte como vicepresidente. Aún no se había producido el intento de golpe del 23-F, pero sí había tenido lugar, en noviembre de 1978, la desmantelada Operación Galaxia, cuyos cabecillas principales fueron Antonio Tejero y Ricardo Sáenz de Ynestrillas, este último asesinado por ETA algunos años más tarde.

Insolidaria casi por definición, la profesión periodística cuenta con escasos cauces para defenderse de las presiones y plantar cara a aquellos que intentan someterla, controlarla o manipularla. Las peñas como Primera Plana no son una asociación ni un colegio profesional. Ni falta que hace, porque si lo fueran estarían muertas como lo están las asociaciones profesionales de periodistas, cuyos mandatarios parecen andar más pendientes de disfrutar de las escasas migajas de poder institucional que administran que de afrontar seriamente los numerosos problemas de quienes se dedican a buscarse la vida en el mundo de la información. Por lo general, las peñas periodísticas no son un lobby en el sentido peyorativo del término, aunque no se me ocurriría poner la mano en el fuego por ninguna. Para muchos, sirven para sentirse menos solos en medio de la selva. Con eso les basta, porque el periodismo puede llegar a ser la selva misma.

Atentados, juicios y quema de quioscos

Sin duda, el Grupo Zeta fue una de las mejores escuelas de supervivencia durante aquellos tiempos convulsos en que se apostaba por el cambio en la política y en el periodismo desde la beligerancia, el riesgo y la osadía. Vivías con la sensación de que, en cierta manera, te la estabas jugando. Los fascistas incordiaban y amenazaban, pero aún no habían llegado los tiempos en que, para entrar a cualquier redacción, hubiera que superar previamente un sofisticado sistema de seguridad.

«Esta foto me la maquetáis a doble página», ordenó Darío Jiménez de Cisneros. Aquel día de septiembre de 1977, Gregorio Salueña, jefe de diseño de Interviú, no pudo disimular su cara de espanto tras escuchar la decisión del director ejecutivo de la revista, que había aparecido en el departamento con una diapositiva en la que se podía ver el cuerpo destrozado del ordenanza del semanario satírico El Papus. «Pero Darío», balbució Salueña. «Ni pero ni hostias: a doble página», repitió el director ejecutivo. Y además, «a sangre», precisó. «A sangre», en el argot de los maquetistas, significa sin bordes, sin márgenes blancos, pero no dejaba de resultar chocante escucharlo al referirse a una foto salpicada de sangre toda ella. Eran los efectos de una bomba que miembros de la ultraderecha habían colocado en la sede de la publicación.

La decisión de Darío sirvió para remover conciencias y evidenciar la impunidad con la que los fascistas nostálgicos actuaban en los primeros años del posfranquismo. Ni la policía fue capaz de precisar el tipo de explosivo que se utilizó en el atentado, ni se encontró a los culpables. Hasta hoy. Entre las muchas facturas que se pagaron por el buen discurrir del proceso constituyente estaba la tolerancia, más bien la complacencia, con los intolerantes. Complicado fue también localizar y detener a quienes, en octubre de 1978, mataron a un conserje del diario El País e hirieron de gravedad a dos trabajadores más del mismo periódico. Había que abrirse paso como fuera para conquistar la libertad de expresión, y el precio que se pagó fue alto: bombas, muertos, innumerables procesos judiciales abiertos a los responsables de las publicaciones y hasta quema de quioscos de prensa en 1980, algo que sucedió tras la publicación de varios reportajes polémicos sobre el País Vasco firmados en Interviú por Xavier Vinader.30 Todo ello con la Constitución ya vigente. Militantes de Fuerza Nueva se dedicaban a quemar en la calle ejemplares de Interviú y, de paso, a protestar por el «carácter pornográfico» de la revista Lib. Ese era el clima mientras la Transición avanzaba a trompicones, y en algunos despachos y cuarteles empezaba a fraguarse el «golpe de timón» contra Adolfo Suárez, que, tras su dimisión como presidente del gobierno el 29 de enero de 1981, derivaría semanas más tarde en la intentona golpista del lunes 23 de febrero.

El 23-F. Cambio de tercio

A la hora en que Antonio Tejero ocupó el Congreso de los Diputados e interrumpió pistola en mano la sesión de investidura en que Leopoldo Calvo-Sotelo iba a convertirse en nuevo presidente del gobierno, acostumbraba yo cada lunes a recoger mis bártulos para marcharme de las oficinas de Zeta en la calle Rocafort de Barcelona y regresar a Madrid. Era ya una rutina de varios años en la que el siguiente paso consistía en despedirme de los compañeros de trabajo en la cuarta planta del edificio y, una vez en la calle, bajar hasta Diputación y tomar un taxi camino del aeropuerto del Prat de Llobregat. El principal motivo del viaje de los lunes a Barcelona era, como ya he contado, rendir mañanera visita semanal a los juzgados. Eran las seis y cuarto de la tarde pasadas cuando, ya a punto de marcharme de la redacción, se escucharon, a través de uno de los transistores que retrasmitían en directo la sesión de investidura, los disparos que la Guardia Civil efectuaba dentro del Congreso de los Diputados. Lo primero que pasó por mi mente en aquel instante (y a juzgar por la cara que ponía Ramón Boldú,31 jefe de diseño de Lib, deduje que él también debía estar pensando lo mismo) fue que se estaba produciendo una masacre. Lo segundo fue no perder un solo minuto y llamar inmediatamente a Madrid. Localicé a mi pareja y le pedí un enorme favor, que buscara el pasaporte y los francos sobrantes de las últimas vacaciones, se desplazara hasta Barajas y tomara el primer puente aéreo. En Barcelona, yo la estaría esperando en casa de Carme Sentíes y Xavier Gassió junto con Pepe Rodríguez,32 quien, dado que también acumulaba varias decenas de juicios pendientes por sus reportajes en Interviú, esperaría con su coche preparado para marcharnos apenas yo tuviese el pasaporte en mi poder. Tras despedirnos de Pere Balart, José María Perceval y algunos amigos más, Pepe y yo abandonamos Barcelona camino de La Junquera en cuanto dispusimos de toda la documentación necesaria. Él conducía mientras yo iba cambiando de emisora en busca de indicios que no hicieran necesario atravesar la frontera ni refugiarnos en Francia. Fue entonces cuando escuchamos a Jordi Pujol contar su conversación con el rey en la que este le había dicho, textualmente, «Tranquil, Jordi, tranquil». Pero a nosotros aquello no nos tranquilizó, así que continuamos adelante. Cuando llegamos a Perpiñán, entonces sí, respiramos aliviados. Allí, recostados en los asientos delanteros del automóvil y escuchando Radio Nacional de España, pasamos la madrugada completa. A la mañana siguiente, al mismo tiempo que los diputados comenzaron a abandonar el Congreso, Pepe Rodríguez y yo iniciábamos nuestro retorno a Barcelona. Nada más llegar a su casa del Ensanche, en la calle Valencia, conectamos el televisor y, justo en aquel momento, Televisión Española emitía por primera vez las imágenes del asalto, esa repetidísima secuencia («al suelo, todo el mundo al suelo») que aún permanece fresca en tantas memorias.

Una semana después del 23-F, presenté mi dimisión como director-periodista de las tres publicaciones eróticas por las que había estado dando la cara durante casi cuatro años. Aunque pasaría algún tiempo antes de que todo quedara finalmente archivado, al menos se detenía el contador y no se acumularían más procedimientos judiciales. Asensio y Terrés me entendieron. Ellos también estaban a punto de darle un giro a la política editorial del Grupo Zeta. Los desnudos les habían procurado suficiente liquidez para consolidar la empresa y en adelante querían apostar por iniciativas, digamos, más «respetables» y menos arriesgadas. Tras el alivio que supuso el fracaso del golpe de Estado, Asensio, Terrés y Salvadó (Ilario se había marchado de la empresa antes de estos acontecimientos) decidieron que tocaba apostar por un cambio de imagen. El Código Penal tardaría aún en ser reformado, pero jueces y fiscales parecía que comenzaban a encarar el asunto de las publicaciones eróticas de una manera más civilizada, aunque las visitas a los juzgados continuarían prologándose durante varios años hasta que todos los expedientes quedaron cerrados. O casi todos. Alguna citación debió de quedar traspapelada en según qué estantería perdida y alguien debió desempolvarla bien avanzados ya los años ochenta, cuando mi relación contractual con Zeta hacía tiempo que había terminado. Un buen día de 1987, ya en la segunda legislatura socialista, la policía se presentó en casa de mis padres en Almería, donde yo no residía desde hacía más de quince años: no daban conmigo y algún juzgado había cursado la orden de localizarme. Por fortuna, la cosa no pasó a mayores, pero el susto no nos lo quitó nadie. Ni tampoco los trámites burocráticos y los quebraderos de cabeza que aún tuve que afrontar hasta asegurarme de que por fin me dejaran en paz, de una vez por todas. Nunca supe si todo aquello me generó antecedentes penales, siempre me dio pereza investigarlo. Llevábamos cinco años de gobierno socialista y aún coleaba el franquismo. ¿Vestigios? Al final, aquel episodio se zanjó sin mayores consecuencias. Lo que demostraba mi historia es que existían lagunas preocupantes en la legislación y en la judicatura, producto de unos pactos políticos cerrados con prisas. Tanto acuerdo vendido a bombo y platillo albergaba grietas que permitían intuir la despreocupación con la que debieron llevarse ciertos asuntos, algunos de envergadura. Todo aquello confirmaba que, nueve años después de promulgada la Constitución, cuando ya éramos miembros del Mercado Común (y casi dos años más tarde del referéndum para quedarnos en la OTAN), cuando presuntamente teníamos garantizadas las libertades en España, ya en la segunda legislatura de Felipe González con mayoría absoluta, en pleno hervor y fervor socialista, en plena borrachera de reformas y de ufana exportación de nuestro modelo de transición política, etc., pues todavía alguien podía llamar a tu puerta (o a la de tus padres, si no daban contigo a la primera) y no ser

Lo primero que hizo Asensio, una vez decidido el cambio de rumbo de la empresa, fue rodearse de un nuevo equipo de dirección. Dondo y Torres ya no eran necesarios en la producción ejecutiva de las revistas eróticas. En los principales despachos del 104 de la calle Rocafort se instalaron Félix Espelosín para encargarse de las finanzas, José Luis Erviti como director general de publicaciones y José Sanclemente33 al frente del Departamento de Organización Interna. Dejaron de lado las revistas eróticas y apostaron, entre otras muchas actividades, por semanarios y revistas como Man, Woman, Viajar o Primera Línea; reforzaron publicaciones económicas como Dinero, celebraron con satisfacción la lenta pero ascendente trayectoria de El Periódico de Catalunya y pusieron toda la carne en el asador para sacar a la calle una revista del corazón, porque Asensio soñaba con disputarle a ¡Hola! su hegemonía en ese segmento editorial. Andaba yo pendiente de acomodo cuando un día del verano de 1981 José Luis Erviti me propuso, y yo acepté, la subdirección de Protagonistas, revista del corazón en la que Antonio Asensio tenía puestas todas sus complacencias. «¿Te han hecho jefe? —me preguntó mi amigo Luis Cantero,34 especializado por aquel entonces en los reportajes-provocación que publicaba la revista Interviú—. Enhorabuena, amigo, pero que sepas que eso significa que ya estás un poco más cerca de la calle.» Me hice cargo de la redacción de Protagonistas en Madrid, a las órdenes de otra antigua compañera de facultad, Assumpta Sòria, cuyo despacho de directora se encontraba en Barcelona. Entre los redactores que trabajaban con ella estaban Pilar Eyre,35 quien muchos años después se convertiría en escritora de éxito, Jesús Mariñas y Karmele Marchante. Mariñas y Karmele ya lucían por aquel entonces el polémico y agresivo talante que algún tiempo más tarde les haría célebres en un programa televisivo llamado Tómbola. Pero la compleja personalidad de ambos esconde una parte más desconocida: en el caso de Mariñas, cualquier artículo que llevara su firma garantizaba la solvencia de lo que allí se contaba; su abultada agenda de contactos le permitía confirmar, en línea directa con el protagonista, la veracidad de no importaba qué información. Además, Jesús era riguroso y disciplinado en el momento del cierre. Entregaba los originales a la hora pactada con Edición y con el exacto número de líneas que se le había pedido. Marchante, por su parte, es una mujer culta e inquieta, feminista comprometida en la lucha por las libertades, colaboradora en su día de publicaciones como Ajoblanco y redactora en los ochenta del programa Informe semanal de Televisión Española. En Madrid, los redactores jefes de Protagonistas eran Rafael Chirbes y Manuel Cerdán. Chirbes ejercía de editor minucioso, defensor de la precisión en los titulares e inflexible con los errores sintácticos y ortográficos. En su mesa siempre había varios libros interesantes, y por aquellos días estaba enfrascado en la lectura de Octubre, octubre, de José Luis Sampedro, recién publicado. Devoraba las páginas de aquella gruesa novela en el tiempo de descanso a la hora de comer; por la noche, en casa, se dedicaba a su verdadera y todavía íntima pasión: escribir. Andaba ya con el manuscrito de Mimoun, que poco después se convertiría en su primera novela, la que abriría paso a una reconocida producción literaria con títulos como Los disparos del cazador, La caída de Madrid o Crematorio, con el que consiguió su primer Premio de la Crítica en 2007. El segundo lo obtendría en 2013 por En la orilla, título que también sería galardonado con el Premio Nacional de Narrativa.36 Manuel Cerdán había sido redactor de Lib los últimos cinco años; tras su paso por Protagonistas, no tardaría en dedicarse al periodismo de investigación. Junto con Antonio Rubio, constituyó una fértil sociedad periodística que les permitió escribir libros como El caso Interior, El origen del GAL o Lobo, así como proporcionar, durante los años que firmaron juntos, jugosas exclusivas a Cambio16, El Mundo o Interviú, revista esta última de la que Cerdán llegaría a ser director entre los años 2004 y 2008. Protagonistas había nacido en el interior de Interviú, igual que Sal y Pimienta, ambas puestas en marcha por el argentino Ricardo Parrotta, quien años más tarde publicaría varios libros con anécdotas de los miembros de la Casa Real española y también decenas de volúmenes de humor bajo el seudónimo de Pepe Muleiro. Una vez roto el cordón umbilical y ya en los quioscos, había que dotar a Protagonistas del atractivo necesario para que la gente se decidiera a pagar por ella. Era el objetivo de Asensio. Y el navarro José Luis Erviti estaba dispuesto a no escatimar esfuerzos para conseguirlo.

El hombre que no podía permitirse perder el tiempo

Erviti lo tenía claro: él era periodista, pero ahora le tocaba ser gestor. Su destino corrió parejo al mío desde que empezamos a estudiar Periodismo en Sant Cugat del Vallès en 1971 (aún se estaba construyendo Bellaterra) hasta que, diez años más tarde, él dio el salto en el Grupo Zeta cuando se convirtió, de la noche a la mañana, en la mano derecha de Antonio Asensio. Aparcaba Erviti su Vespa en la plaza del Monasterio tras recorrer a diario las decenas de curvas de la Rabassada, la carretera más corta que por aquel entonces unía Barcelona con Sant Cugat. Era unos años mayor que la media de edad del curso, e ingresó en la facultad tras haber solventado el engorroso trámite de la mili. Era mayor y ejercía de mayor. «Yo no me puedo permitir perder el tiempo», solía decir. Y no lo perdió. Con José Antonio Sorolla, José Luis Gómez Mompart, Assumpta Sòria y Silvia Atienza conformaban un grupo significado en la facultad que compatibilizaba eficazmente su activismo estudiantil con el trabajo en la prensa catalana.

En aquellos años finales del franquismo, los periódicos en Barcelona eran muchos. El grupo del Movimiento tenía dos, el matutino Solidaridad Nacional (donde realicé mi periodo de prácticas) y el vespertino La Prensa; estaban también El Noticiero Universal, El Correo Catalán, La Vanguardia, Tele Express y el Diario de Barcelona. En este último trabajaba Erviti mientras estudiaba Periodismo y Filología en la Universidad Autónoma, cuyas dependencias en Bellaterra se inauguraron al tiempo que nosotros comenzábamos nuestro segundo año de universidad. Tras un tiempo en El Brusi, que era como se conocía familiarmente al Diario de Barcelona, Erviti fue uno de los impulsores, junto con José Ilario, de la revista satírica El Jueves. Su llegada a Zeta se produjo cuando Asensio, que aspiraba a entrar en un segmento editorial copado por cabeceras como Hermano Lobo, Por Favor o El Papus, incluyó la publicación dirigida por Erviti en el pacto por el que Ilario regresaría, de nuevo fugazmente, al staff del grupo. Pocos meses después, Erviti compatibilizaba ya sus funciones de director de El Jueves con una jefatura de redacción en El Periódico de Catalunya. Cuando Asensio decidió imprimir un giro a su política editorial y reconfigurar el organigrama directivo de la empresa, José Luis Erviti fue nombrado director de Publicaciones, con plenos poderes ejecutivos y despacho en la misma planta que el jefe máximo. El hacendoso navarro abandonó su anterior hiperactividad para lanzarse directamente al desenfreno: se convirtió en la espada flamígera de la voluntad política de Antonio Asensio, rescindió contratos a unos, subió sueldos a otros, purgó, castigó, premió y repartió prebendas. En pocas palabras, ejerció el poder sin mirar atrás y sin remilgos.

Erviti fue el brazo ejecutor del giro editorial de Zeta. Fue el hombre que se encargó de rebajar la preeminencia que hasta entonces había tenido la revista Interviú en el grupo y quien gestionó la apuesta de Asensio por un mayor peso de la información política en el porcentaje total de los productos de la casa. Había que acercarse a los socialistas, cuya llegada al poder parecía más próxima a medida que transcurrían las fechas. En ese nuevo universo, Asensio quería ser un reconocido empresario de prensa. Así era como lo había decidido, así se lo transmitió a Erviti y, en consecuencia, así se pusieron en marcha publicaciones como Tiempo, Protagonistas, Panorama o La Revista, a la vez que iban deshaciéndose de otras como Lib, Yes, Club Privado, Penthouse, Sal y Pimienta o El Jueves. Sí, El Jueves también fue abandonada por el Grupo Zeta. La misma persona que había llegado a la empresa gracias a esa publicación satírica la vendió. No se detuvo ahí el ascenso de José Luis Erviti, aquel antiguo periodista y lejano compañero de pupitre. En 1992, cuando Asensio se hizo cargo, junto con Mario Conde, de Antena Tres Televisión, el navarro era ya vicepresidente del entramado de empresas del grupo editorial. Algunos años después, en febrero de 1996, Erviti desapareció del mapa, tras varios meses de desencuentros con Asensio porque no le gustó nada que este nombrara a Dalmau Codina director general de Zeta, y mucho menos que la vicepresidencia de Antena Tres Televisión fuera para Manuel Campo Vidal. Tampoco estaba de acuerdo con una operación de crédito internacional de quince mil millones de pesetas que Merril Lynch había gestionado para intentar atajar los problemas financieros de la tele.37 La suma de discrepancias llevó al navarro a calcular un divorcio que podía resultarle muy rentable, habida cuenta de que tenía acciones en Antena Tres. Nadie podía poseer por aquel entonces más de un veinticinco por ciento del capital de una televisión privada, pero Asensio había incrementado esa cantidad con títulos en entidades como Renvir o Prensa Regional, socios también de la cadena, en las que colocó como testaferros a Erviti, Félix Espelosín y Francisco Matosas,38 este último amigo suyo desde que estuvieron juntos en la mili. Cuando tuvieron que negociar la salida de la empresa, tanto Erviti como Espelosín hicieron valer las acciones aparcadas a su nombre para conseguir una jugosa indemnización.

Todo esto ocurría catorce años después de aquellos tiempos de descontento en Zeta porque la revista Protagonistas no triunfaba con la rapidez deseada. El dinero que costaba mantener esa publicación dedicada al mundo del corazón quizás estaría mejor empleado, pensaron entonces, en promover de nuevo un semanario de información política, y así fue como nació Tiempo. El rival que batir era Cambio16, ya lejos de su etapa dorada, que mantenía su bandera izada en los nuevos tiempos post-Transición con la mayor dignidad que podía. Asensio estaba dispuesto a jugar también en ese campo y a ello se dispuso. La víctima sería Protagonistas, que bajaría las persianas coincidiendo con la aparición de Tiempo en los quioscos.

Tiempo, el nuevo buque insignia de Zeta

Una vez que nos hubo metido en la OTAN, Leopoldo Calvo Sotelo, el presidente del gobierno que había sucedido a Adolfo Suárez tras el fallido golpe del 23-F, no tardaría en disolver el Congreso y convocar nuevas elecciones. El nuevo equipo directivo del Grupo Zeta decidió tomar posiciones. Julián Lago, que había comandado, junto con Ignacio Fontes, el proyecto piloto de Tiempo durante los meses en que fue un producto intrauterino de Interviú (se ensayó la idea encartándolo dentro de la revista), fue nombrado director de la nueva publicación. A su cargo quedaba cumplir el objetivo de convertirla en el nuevo buque insignia de la empresa. Fontes se había incorporado a Zeta algún tiempo antes, durante el primer intento de Asensio por contar con una publicación en la línea de Cambio16, la revista Qué, que dirigiría Manuel Velasco, un proyecto que no acabó de cuajar. En 1982, Antonio Asensio ya no era solo conocido como el dueño de Interviú, sino como el editor de Tiempo, de El Periódico, de revistas de papel couché que le proporcionaron ese toque de reconocimiento que a su juicio le había faltado hasta entonces a los proyectos con los que el Grupo Zeta había triunfado. Julián Lago, director de Tiempo, se tomó en serio la tarea de contribuir a consolidar la nueva imagen de la compañía, tan en serio que él mismo se transformó en otra persona: adelgazó treinta kilos, cambió las gafas de montura de concha por lentillas de colores, adquirió peluquines resultones que exhibía con desenvoltura y sustituyó los trajes grises que había usado hasta entonces por indumentarias elegantes, a la moda. Todo ello, convenientemente asesorado por su nueva pareja, Natalia Escalada, miembro también del staff de la nueva revista, y con anterioridad asistente personal del presidente Adolfo Suárez.

El entusiasmo de Lago, Escalada y su equipo solo era comparable al del grupo de profesionales que meses antes nos habíamos hecho cargo de Protagonistas como el proyecto más ilusionante imaginable…, para al poco tiempo asistir al cerrojazo más contundente.39 Yo no sé si en muchos oficios esos vaivenes son habituales, pero en el periodismo sí: no se trata de algo nuevo. Lo mismo que sucede ahora, ocurría también hace casi cuarenta años, e imagino que hace ochenta. El fantasma del paro aparece cada dos por tres en el horizonte de las vidas de quienes se dedican al oficio periodístico. Como no hay mal que por bien no venga, pensé que quizás ahora me llegara la oportunidad a la que aspiraba: dedicarme por fin a la información como redactor de a pie, en otras publicaciones del grupo. Así de sencillo, pero no había manera. Erviti, con la anuencia de Asensio, me adscribió a la sección de compras y me encargó asuntos que ellos llamaban «de confianza», aunque yo no lo tenía tan claro. Por ejemplo, explorar la posibilidad de venta en el extranjero del material producido por Zeta, tanto gráfico como periodístico, o visitar ferias internacionales sobre nuevas tecnologías y elaborar informes para la presidencia. Quizás agradecido por los riesgos que yo había corrido durante mis intensos años judiciales, Asensio no quería que me marchara de la casa, pero nada de lo que me proponían acababa de convencerme.

Al paro

Como una de las cosas más difíciles del mundo es decir no, sobre todo cuando el salario que ganas no está mal, ahí estaba yo yendo a Cannes, a la feria del vídeo, y tomando nota de lo que empezaba a cocerse en ese mundo para redactar informes y pasárselos al jefe; allí estaba también intentando, mientras los meses transcurrían, poner en marcha un departamento de ventas que no acababa de arrancar, y no precisamente por falta de interés ni dedicación por mi parte, sino porque eran demasiadas las intrigas, las conspiraciones internas a las que hacer frente. Creo no exagerar si afirmo que llegó un momento en que el ochenta por ciento del horario de trabajo te veías obligado a emplearlo en defenderte de las intrigas o en conspirar. Solo te quedaba el veinte por ciento del tiempo, y quizás un porcentaje menor de energía, para dedicarte a trabajar por lo que realmente te pagaban. Estas maquinaciones cobraron mayor carta de naturaleza cuando complicadas ingenierías financieras dentro de la casa derivaron en traspasos de plantilla de unas empresas a otras que me afectaron directamente. La burocracia me envolvía con claros visos de perjudicarme si yo no tomaba cartas en el asunto. Y a mí aquello me daba mucha pereza. Tras vender el Grupo Zeta las publicaciones de las que decidió desprenderse, pasé a depender de una nueva entidad, llamada Ediciones Cumbre, que me era completamente ajena.

En realidad, no tenía por qué preocuparme por las cuestiones burocráticas y financieras mientras quienes me otorgaban su confianza siguieran haciéndolo, no cayeran en desgracia o continuaran siendo los mandamases de la empresa. Pero el mundo da muchas vueltas y yo resolví anticiparme a los acontecimientos. De hecho, no pasaría mucho tiempo antes de que Jerónimo Terrés, mi principal valedor, decidiera vender sus acciones, hacer sustanciosa caja gracias al precio que había alcanzado su veinticinco por ciento de participación en Zeta y dedicarse a otros menesteres empresariales. Volví a insistir, porque me parecía que era el momento de incorporarme a El Periódico, pero no hubo suerte. Yo estaba dispuesto a que me bajaran el sueldo, pero por alguna razón Erviti, que hasta entonces no se había portado mal conmigo, decidió olvidar los tiempos de la facultad y tomó distancia a partir del mismo momento en que Terrés dejó la empresa. Del distanciamiento pasó a la beligerancia; entendí el mensaje: había llegado el momento de irse. Me estaban borrando de la foto y más valía marcharse antes de que me echaran. He de reconocer que Asensio se portó bien con la indemnización. Al despedirse me comunicó que había dado órdenes de que mientras quedara un solo procedimiento judicial en marcha contra mí, la empresa continuaría respaldándome, y así fue. Hasta que finalmente cambiara la legislación, Abellanet y yo continuamos algún tiempo con la rutina, cada vez más espaciada, de las visitas los lunes a los juzgados. Nunca tuve ningún problema con los gastos y las multas, que corrieron, hasta el final, a cuenta del Grupo Zeta. Del resto de las condiciones de mi marcha me informó José Luis Erviti, quien no se preocupó por disimular lo encantado que estaba con perderme de vista.

El día de octubre del 82 en que conocí por primera vez una oficina del INEM por dentro, daba comienzo la campaña electoral tras la que el Partido Socialista arrasaría al obtener doscientos dos diputados en el Congreso, de un total de trescientos cincuenta. Poco después, Asensio volvería de nuevo a intentar aprobar su eterna asignatura pendiente. No se resignaba a que su empresa no contara con una revista del corazón, así que volvió a probar: contrató a quien durante muchos años había sido el redactor estrella de Hola y lo nombró director de La Revista, que así se llamaría aquel nuevo intento fallido. Jaime Peñafiel debutó con fotos sensacionalistas, algunas de ellas casi escatológicas, de la agonía de Franco. Fotos que se suponía que había tomado el yerno médico del dictador, pocas horas antes de su fallecimiento, en las que se le podía ver moribundo en una habitación del hospital madrileño de La Paz, rodeado de tubos y artefactos con los que los facultativos trataron inútilmente de mantenerlo vivo. Una de aquellas fotos fue la portada del número cuatro de La Revista, publicación en la que se gastaron más dinero que en Protagonistas, y que duró menos tiempo en los quioscos.