Trinidad Ríos se había preparado todo el día para hacer esa llamada, pero su pulgar se mantenía quieto, como un soldado gordo que teme salir de su trinchera.
Por la ventana, el cielo de Lima ya mostraba su noche de invierno. Era la misma penumbra pálida con la que Trinidad se había levantado doce horas antes, con el número tenaz en la cabeza; la opacidad de una ciudad bajo nubes que jamás se precipitan, donde a quinientos metros la luz explota en una película de Disney mientras en el suelo se desarrolla una película escandinava. En ese momento preciso, arrullada por la refrigeradora de su cocina, Trinidad se debatía en la intersección misma del claroscuro, y era adivinarse en ese punto medio lo que la tenía estática: el nudo entre la esperanza que tira de la soga por su lado y el miedo que tira del otro.
Encontrar el número en internet le había sido fácil, tan sencillo como encontrar consonantes en esta misma frase. Lo que por el contrario seguía siendo una tarea titánica era ordenar sus emociones ante el diagnóstico de los médicos. Una sola palabra en los análisis había bastado para ocasionar el derrumbe de un descomunal circuito de fichas en su interior, pero de esto será mejor hablar más adelante. Por ahora, habrá que conformarse con la imagen de su mano quieta y esos dígitos en la pantalla. Un teléfono chino, nueve números arábigos y piel peruana. ¿A qué le temía Trinidad Ríos?
Al rechazo, por supuesto.
Se dice que el primer deseo de una persona es ser deseada y, probablemente, esta mujer que había nacido en la selva y que ahora se manejaba a sus anchas en Lima había presentido, en sus primeros años, que su existencia no había sido una feliz programación. Pero nos estamos alejando del teléfono y, además, ¿por qué tendría que ser esta una historia con pretensiones?
Que prosiga la acción, entonces.
O la inacción, en este caso.
El foco ahorrador de la cocina, con la ayuda del resplandor de la pantalla, hacía perfectamente visible para Trinidad la cicatriz de su mano. Recordaba muy bien, por lo nefasta, la madrugada en que se había hecho esa herida. Vivía entonces en Madre de Dios —¿quince?, ¿dieciséis años atrás?— y la tempestad amazónica la había despertado en su colchón de paja. Por el mosquitero del ventanuco vio el resplandor de un relámpago, como si todas las luciérnagas de la selva se hubieran unido para formarlo y, cuando le echó una mirada a la cama de su madre, la vio vacía. Se preguntó qué hora sería, pero los intervalos entre los relámpagos mostraban un cielo encapotado y era difícil hacer el cálculo. Sin embargo, Trinidad siempre había sido lista y quizá más a esa edad: aguzó el oído para tratar de escuchar algún pájaro madrugador y no demoró en captar el canto de un ayaymamá que provenía del bosque. El sonido lastimero le puso los pelos de punta y, el presagio, los pies en la calle. El pueblo —si se le podía llamar así a ese entrevero logístico alrededor de unas pequeñas operaciones mineras— estaba a oscuras, porque los generadores de electricidad solían apagarse antes de la medianoche. Solo los prostibares con afluencia, como aquel donde trabajaba su madre, solían mantenerlos encendidos un rato más. Trinidad caminó guiándose por el asfalto de la carretera, esa hebra larga que por entonces había que defender de la selva a machetazos. En su cabeza bullían las posibles explicaciones a la tardanza de su madre y solo se concentraba en las más amables. Se imaginó, por ejemplo, que el cumpleaños de algún minero había llevado a mucha más gente que de costumbre al local y hasta fabuló en su cabeza el diálogo que iba a tener.
—¿Qué haces aquí?
—En un rato va a ser hora de caminar al colegio, y como no llegabas…
Cuando llegó a El Suri, la cabaña también estaba absorbida por la penumbra. La tempestad ya se había mudado al este, pero ella igual la sintió en el pecho.
Tocó la puerta una, dos, tres veces. Su mente estaba electrificada como la atmósfera y en su caudal de pensamientos llegó a surgir, quizá como ejercicio de evasión, un curioso diálogo entre esa madera y sus nudillos, un intercambio de quejas y disculpas por la violencia de aquel llamado. De pronto, le pareció oír pasos. Lo eran, en efecto, porque al cabo se asomó el guardián del prostibar. Era un mestizo enjuto, de pelo trinchudo y ojos achinados. Llevaba una lámpara de kerosene que acentuaba sus pómulos y hundía sus órbitas, extrayéndole la calavera.
—Vengo a ver a mi mamá —cantó ella, con el acento de esas tierras.
—¿Tu mamá? —arrastraba el hombre las palabras, apestando a guarapo—. Ya se habrá ido, ¿no?
Su dentadura estaba picada, como un crucigrama incompleto.
—¿Puedo ver? —retrucó Trinidad, desconfiando de su borrachera.
El guardián accedió de mala gana y Trinidad entró, olvidando las precauciones que debía tener al estar a solas con un hombre en un lupanar.
—Pásame tu lámpara— le dijo la chiquilla.
La luz iluminó sus pies sobre el piso de tierra. Tuvo que esquivar botellas de cerveza y alguno que otro vaso roto entre las sillas toscas. Un olor a fermento y a lejía se empozaba hasta en los vidrios vacíos y era posible que los murciélagos todavía escucharan los ecos de la cumbia que había rebotado en las paredes.
La primera idea que tuvo Trinidad fue avanzar hasta los cuartuchos dispuestos detrás del salón, para ver si allí dormía su madre. Pero no fue necesario.
—¿Qué pasa? —se alarmó el guardián al oír su grito.
La lámpara se lo explicó todo.
En el suelo, junto al mesón alto que fungía de barra, el guardia vio tumbado el cuerpo de Carolina, la fichadora, es decir, la encargada de servir los tragos y de vigilar que las putas multiplicaran los pedidos. Una hembra tan rica como inalcanzable para un estropajo como él.
—¿Estás segura de que no respira? —le dijo a la chiquilla.
Trinidad la cacheteaba, le golpeaba el pecho, le soplaba aire en la boca, como alguna vez le habían enseñado en su escuelita alejada, pero no la reanimaba.
—¡¿Tú no viste nada?! —chilló Trinidad, en lágrimas.
El borracho sacudió la cabeza, debatiéndose entre el dolor que notaba en la chiquilla y una idea que le acababa de endurecer los testículos.
Luego se sentó en el suelo, junto al cuerpo.
—Busca ayuda, que yo la cuido —susurró el guardián, mientras le daba al cadáver una palmadita en la cadera.
—¡No la toques! —le espetó ella.
—No le voy a hacer daño, solo voy a ser cariñoso —confesó, con una mueca que pretendía ser divertida.
La chiquilla no le respondió con palabras.
Se le abalanzó como un otorongo rabioso y el borracho, sorprendido, solo atinó a levantar las piernas para rechazarla. Trinidad salió despedida de espaldas y su mano derecha aterrizó en un vaso roto.
—¡Concha tu madre!
—Tú eliges… —balbuceó rencoroso el guardián, poniéndose de pie— o tú vivita, o tu mamá muertita…
La chiquilla tuvo entonces la epifanía más clara que la había visitado hasta entonces: la única persona capaz de defenderla en ese pueblo de mierda ya no existía.
—¡Púdrete, hijo de puta! —gritó, antes de salir a la carretera.
Su mano sangró esa noche, pero no tanto como lloraron sus ojos. Y hoy, tantos años después, la carne estaba bien zurcida, pero no su entereza.
Miraba y miraba el teléfono, preguntándose si debía apretar el botón.
Hasta que, por fin, lo hizo.
Mientras era anunciado a grandes ecos, Danny de los Ríos había observado a un gordo en guayabera celeste que comía arroz con pollo y lo designó como su objetivo personal. El gordo además era calvo, aunque lo trataba de compensar con unos rulos grasientos que le caían por los costados, y se llevaba el tenedor a la boca con la parsimonia bovina de los viejos borrachos. Su pecho ya mostraba algunos granos de arroz enredados entre los vellos como consecuencia de su mala puntería. Antes de empuñar el micrófono, Danny de los Ríos le dedicó otra ojeada y comprobó que esa montaña acodada en la mesa sería una presa difícil. Aquello, sin embargo, lo entusiasmó.
De eso dio fe su veterano corazón, que empezó a bombear sangre como si lo activaran cien remeros vikingos.
Antes de lanzar su rugido, Danny de los Ríos carraspeó un poco. Un poquito.
—¡Larga vida al rocanrooooll… roooll… rooll!
Su voz rebotó entre las paredes y las calaminas oscurecidas del restaurante campestre y caló en las tres parejas sudorosas que aún seguían en la pista luego de haber bailado con frenesí El baile del perrito de Wilfrido Vargas.
Danny no se amilanó y levantó el puño derecho. Tal era la señal para que el encargado soltara la pista de sonido. De esta forma se desataron el bombo, las tarolas y el saxofón, y nuestro cantante dejó salir el inglés que había memorizado fonéticamente para que Who can it be now? de Men at Work reviviera en la atmósfera de Lima, esa metrópoli pujante donde las canciones del siglo veinte tienen mejor suerte que las casas de aquel siglo.
La garganta de Danny lijaba de algún modo la versión que los australianos habían hecho famosa y el satén resultante hizo que un par de secretarias, una más pintarrajeada que la otra, se le quedaran mirando. El cantante no les sonrió. No todavía. Media docena de empleados se sumaron a la pista de baile y recordaron, embrutecidos por el alcohol, esos pasos aprendidos en fiestas quinceañeras largamente idas mientras que algunos jóvenes, amantes del reggaetón, los miraban con sorna.
Danny de los Ríos se dio cuenta y supo alentar a los mayores: lanzó unos «Yeah!» fuera de libreto y se puso a imitar el baile del más canoso —el jefe de Contabilidad—, lo cual fomentó el aplauso de algunas mesas.
El gordo calvo en guayabera celeste, en tanto, seguía derramando arroces como si la mesa fuera una novia.
El solo de saxo de Men at Work se vio desplazado por otro soplido de la misma década: Walking on sunshine de Katrina and The Waves, y esos vientos frenéticos aceleraron la máquina. Danny de los Ríos empezó a dar saltos en el sitio y palmadas sobre su cabeza. Otra tanda de bocas sonrió, un trío de compañeras de Administración salieron a bailar sin esperar pareja y el barman del mostrador empezó a servir los chilcanos bamboleando la cabeza.
Mientras cantaba con la voz tersa, el corazón de Danny se acercaba a su cúspide aeróbica, pero su organismo lo manejaba bien. No en vano ejercitaba cada día las lejanas enseñanzas de Margarita Correa, la carnosa soprano de provincia que, envuelta en túnicas blancas, le recomendara los ejercicios para que su diafragma se volviera el de un titán olímpico, lo que le permitía agitarse y cantar sin perder coloratura.
Por supuesto, a ella también se la había cepillado.
Ahora Danny compartía miradas con sus compañeros y ellos correspondían, contagiados por su energía. La corista y voz femenina principal hacía un coqueto giro con la pandereta mientras que el percusionista, baquetas en mano, asumía que era su batería y no otra la que amplificaban los parlantes. El tecladista era más cauto con su entusiasmo, pero no era por mala gente, sino por tímido. Este día cumplía su centésimo escenario con el gran Danny de los Ríos, leyenda viva del norte y del oriente peruanos, y hasta hoy se decía que prefería morir como pianista arrinconado antes que salir en público con esas botas con flequillos y esa capa plagada de lentejuelas que a Danny le servía para camuflar el abdomen.
Al menos, solo por un momento, el corazón del tecladista se igualó con el de Danny de los Ríos: en cuatro segundos la batería marcaría el cambio de canción. En tres. En dos. Danny pensó si debía hacerlo ahora. No, mejor no. Aguzó entonces la mirada para fijarse en quién reconocería primero la canción: fue una joven de vestido floreado que lanzó un gritito y a la que le dedicó la sonrisa más franca de esa noche. Danny, decidido, cogió el micrófono desde su cable y empezó a girarlo como las aspas de un helicóptero mientras que una masa ya compacta emitía un rumor parecido a la alegría.
Es que nadie que se considere cuerdo puede sustraerse a Footloose de Kenny Loggins después de un par de tragos.
En ese instante, una veintena de varones eran Kevin Bacon y casi todas las chicas daban unos pasos ochenteros azuzados por la voz del cantante. Y fue inmediatamente después de cantar a su manera «I’ll tear up this toooown!!!» cuando Danny se dijo ¡ahora! y liberó su melena teñida de rubio, regalándole al público cinco segundos de locura capilar. La cantidad de pelos ya no era la misma, pero los resultados fueron fabulosamente parecidos a los de sus primeros años. Nunca fallaba. Para cuando Danny estalló con el coro —Nao gordacat luz, futluz, kid of de sandey shus— ya los borrachos deliraban y hasta las chicas sobrias desatendían a sus parejas para contemplar el despliegue salvaje del cantante y esos ojos enloquecidos que flotaban en aquel rostro pálido de barbilla hendida, pues la distancia que hay entre la burla y la admiración es la misma que media entre la locura y el genio.
El segmento de canciones viejas duró veinte minutos y fue cerrado con una lluvia de papelitos que tenían el logotipo de la empresa que los congregaba. Mientras Danny de los Ríos levantaba el puño, la D de su sortija lanzó un destello que alumbró su grito:
—¡¡Graciaaaas City Expreeeessss… preeessss… preesss!!
Ahora solo restaba apurarse. El grupo tenía que cruzar media Lima para llegar a tiempo a un casino en San Miguel. Por fortuna, esa noche la selección peruana de fútbol jugaba un partido clasificatorio y las calles estarían menos densas.
Cuando los parlantes se pusieron a emitir música grabada, Danny aún sentía los voltios de su adrenalina. Gastó una parte de ella al tomarse fotos con algunos oficinistas que se acercaban ávidos de un souvenir, de unos gramos de su energía. Sus compañeros guardaban sus instrumentos con el cuidado de quien acuesta a un bebé, pero él se dedicaba a hacer sus estudiadas muecas grotescas —los ojos salidos con la lengua afuera, o el dedo cordial erecto junto a sus colmillos— y le preguntaba a sus fans ocasionales qué canción les había gustado más.
De pronto, la corista le pasó la voz.
—Tienes una llamada perdida…
Danny tomó el teléfono y vio el número en la pantalla. No lo conocía. ¿Y si era la llamada que tanto esperaba? Por fortuna el teléfono volvió a timbrar.
—¿Aló? —gritó, carraspeando.
—¿Hablo con Danny? —preguntó una mujer.
—Él habla —volvió a gritar.
Se hizo un silencio.
—No sé cómo tomarás esto, pero…
—¿Sí? ¡Habla más alto!
—Soy tu hija y necesito verte.
Cuando alguien se entera de que tiene una hija adulta, lo esperable es que el personaje sienta el impacto de la novedad como un relámpago o que adopte el cinismo de quien escucha una broma. Pero Danny de los Ríos estaba lejos de ser previsible.
—¡Hijita! —exclamó entusiasmado—. ¿Es verdad? ¿No me bromeas?
Del otro lado sonó un suspiro de alivio. Y luego, unas palabras que a Danny le parecieron quebradas por el llanto.
Ya camino al casino, en la camioneta destartalada que había alquilado el grupo, Danny tuvo tiempo de procesar la llamada que había recibido.
—Uf, qué fuerte —se dijo, enrollándose la bufanda.
Pero nada como haber visto al borracho de la guayabera vencer a la gravedad para mover sus pies de flan cuando cantó el popurrí de los Bee Gees.
La cocina donde almorzaban era oscura, como el resto del departamento. A esa hora doña Blanca de Ríos ya tenía listo el asado con puré y Ronald, el menor, colocaba los platos soltando de tanto en tanto alguna broma. La simbiosis que habían logrado era curiosa y beneficiosa para la familia Ríos: mientras la pequeña viuda reinaba en aquella casa que se negaba a abandonar, el hijo soltero y atolondrado se ahorraba alquileres y se mantenía pendiente de su madre calva.
—Mamá, ya vas a quemar la olla.
—Cara de olla tienes.
—¿Apago la hornilla o te apago a ti, mamacita linda?
Cuando sonó la llave en la puerta, Ronald Ríos notó el fulgor en la mirada de su madre. Se trataba de Germancito, siempre puntual los miércoles a la una y treinta.
Doña Blanca se movió despacio hacia la puerta para recibir su saludo y luego se apartó para que sus dos hijos menores se dieran un beso. Germán Ríos sintió en la cabeza acicalada el cosquilleo del fenomenal pelo gris de su hermano. Su pulcra mano coronada con un Breitling palmeó la desgastada casaca de cuero mientras la mano callosa del baterista punk hizo lo propio en el saco aterciopelado del asesor de prensa.
—¿Y el loco? —indagó Germán, luego de colgar el saco en su silla—. ¿No almuerza?
—Anoche llegó tarde —informó doña Blanca, mientras se acomodaba algunos pelitos que la calvicie le había perdonado.
Aunque en apariencia las mesas redondas no tienen cabecera, las familias siempre se las arreglan para marcar en ellas sus jerarquías. Desde que don Alejandro Ríos había fallecido, era Germán quien ocupaba su puesto, de espaldas a la pared de mayólicas, con una vista general de la cocina.
—Me acabo de dar cuenta de que esta mesa debe tener cuarentaiún años, mínimo —comentó Germán.
—Claro, desde Trujillo —asintió Ronald.
—¿Tanto ya? —le respondió su madre, mientras le servía a Germán con lentitud.
—Es más —puntualizó Germán, acomodándose las gafas Burberry—, recuerdo lo primero que comí aquí: una gelatina naranja.
—Yo recuerdo que aquí me comí a la Raquel antes de que la botaran.
—¡Ay, Ronny! —protestó su mamá.
En efecto, la mesa enchapada en fórmica con estampados a gogó era el mueble más antiguo de aquel departamento escondido al fondo de un edificio en el distrito limeño de Lince. El resto del mobiliario, de caoba sólida, había sido adquirido en las épocas de bonanza de la familia en Trujillo, al norte del país, después de que don Alejandro pusiera de moda una farmacia y antes de que él mismo la trajera a pique. La familia volvió a Lima para huir de las deudas y vivió en casas alquiladas de las que tarde o temprano eran desalojados hasta que, muchos años después, cuando a Germancito ya le iba bien, él decidió comprar ese departamento para que sus padres no volvieran a pasar la vergüenza de ver sus pertenencias en la calle.
Cada tantos miércoles doña Blanca de Ríos recordaba en esa mesa las tres razones por las que había elegido el departamento 103. En primer lugar, le gustaba que estuviera en planta baja para no tener que subir escaleras, decisión que fue previsora de la artrosis. En segundo lugar, tenía una cocina amplia para ejercer el don suyo de sacarle sabor a las ollas y, de paso, podía albergar a la dichosa mesa para que sirviera de comedor de diario. Por último, su ubicación hacía posible que el departamento tuviera un patio, del que emanaba la luz para la sala, y un poco para el comedor y algunos cuartos.
Era en ese rectángulo abierto al cielo donde doña Blanca ejercía su segunda pasión, la jardinería en macetas de barro, y era en ese mismo patio, en una covacha destinada a ser depósito, donde el mayor de los tres hijos dormía cuando le salían trabajos en Lima.
—Cuenta, ¿estuviste anoche en la juramentación de los ministros?
—Sí, mamá.
—¿Algún chisme?
—Nada, lo de siempre.
—La ministra Araoz es bieeeen guapa, ¿no?
—Uy, está de campeonato —intervino Ronald, lamiendo su cuchillo.
—Sí, ayer conversamos un rato.
—¿Y por qué no la asesoras a ella también? —preguntó doña Blanca.
—No sé… alguien tendría que preguntarle.
—Como decía mi amigo Jumento —terció Ronald—, «tiene unas piernas que van bien con mis hombros…»
Las carcajadas de los hermanos llegaron hasta el patio y se sumaron al aroma del almuerzo. Al escucharlas, Daniel decidió levantarse del camastro y unirse. Se sujetó con una liga la melena rala, se calzó las sandalias de plástico y abandonó el cuartucho que había empapelado de pared a pared con mujeres desnudas, salvo en su cabecera, donde había colgado un Corazón de Jesús.
Antes de entrar a la cocina tomó un desvío para echarse algo de agua en la cara.
—¡Loquillo! —se levantó Germán para saludarlo.
—Germanito…
—Se te enfría —le recriminó doña Blanca.
—Has chambeado hasta tarde —comentó Germán.
—Sí… la cosa se ha reactivado algo.
Mientras Daniel se servía de la olla, doña Blanca encontró la oportunidad de comentar que el pesado del ingeniero había vuelto a cobrarle la cuota de agua del edificio.
—¡Qué carijo ese hombre! ¡Ya le dije que le iba a cumplir! —exclamó, haciendo unas señas a espaldas de su hijo mayor.
Los hermanos menores entendieron que era una indirecta para que Daniel se pusiera al día en la cuota que aportaba por quedarse allí. Al ver a su hermano de espaldas, avejentado y lento en sus ademanes, Germán sintió algo de compasión.
En momentos así lo comparaba con los primeros recuerdos que guardaba de él: un joven guapo y atlético, carita de marfil, por el que suspiraban las chicas de su barrio norteño.
—Te veo cansado, Danito —le dijo.
—Me fastidian las rodillas.
—Ya te dije que uses rodillera —bromeó Ronald—. Así se mama mejor.
—Creo que anoche me aloqué más de la cuenta —suspiró Daniel.
—Hablando de locas… —recordó doña Blanca—, hoy te llamó temprano Zoila.
—Uy, te jodiste —celebró Ronald, agitando los helechos de su pelo.
Daniel sonrió un poco, resignado, y Germán lo acompañó en el gesto. Una de las cosas que más disfrutaba de ir a almorzar a Lince eran las anécdotas de su hermano con Zoila.
—¿Estaba molesta? —se preocupó Daniel.
—No… solo quería saber a qué hora habías llegado.
—Uy, ¿ya ves? —prosiguió Ronald.
—Le dije que iba a ir a su casa después de trabajar, pero terminé cansado… y queda lejos…
—No te pongas triste, mi hermano, que por cien luquitas mis patas y yo le mandamos la moto —lo palmeó Ronald.
Daniel sonrió un poco más, mientras se llevaba puré a la boca. Sus ojos pardos, algo adormilados, se animaron tenuemente.
—No estoy triste, es que anoche pasó algo.
—Germancito, no estás comiendo nada…
—Ahora acabo, mamá.
—¿Qué te pasó? —indagó Ronald.
Daniel sonrió con franqueza, como si hubiera acabado de hacer una travesura, y las miradas de los demás se posaron en la suya, expectantes.
—Resulta que tengo otra hija.
—¿Qué cosa? —exclamó doña Blanca.
—A quién te has brincado, ya vuelta —palmoteó Ronald.
—No, no… tiene veintinueve… treinta años.
—¡A la…! —exclamó Germán.
—¿Treinta años? —se admiró su madre.
—¿La hiciste mientras jugabas Atari o qué? —soltó Ronald.
Germán no pudo aguantar la risa y, de golpe, la noticia se tornó en un asunto festivo. Daniel resistió las bromas de sus hermanos y Ronald volvió a servir limonada exigiendo un brindis por la nueva nieta de su madre.
—Ay, Danny, Danny… —suspiraba doña Blanca.
—¿Y cómo se llama? —preguntó Ronald.
—Trinidad. Y tiene mi apellido... nuestro apellido...
—¿Y por qué te contactó recién ahora? —inquirió Germán, acomodándose las gafas, como cada vez que presumía de poner el dedo en la llaga.
—Me dijo que se trataba de algo urgente.
Germán y Ronald cruzaron miradas escépticas y doña Blanca arrugó todavía más su frente amplia.
—¿Urgente por qué? —consultó Germán.
—No entendí bien… había mucho ruido… el viernes que viene me enteraré.
—¿Van a verse, entonces?
—¿No te parece raro? —esta vez Ronald parecía serio.
—No vayan a secuestrarte —gimió doña Blanca, muy preocupada.
—¿A cambio de qué? —se burló Daniel de sí mismo.
—Quizás sepan que tu hermano tiene plata.
Daniel movió la cabeza, categórico.
—Ustedes no la escucharon, yo sí.
De pronto, sus formas pasivas y bonachonas se llenaron de una energía áspera. Sus cejas se juntaron. Las manos se cerraron en un puño y la voz se le puso ronca.
—Esas cosas se sienten, ¡se sienten! Al menos los artistas las sentimos. Fue natural, ¡fue hermoso! Su voz era transparente como el agua y en un momento se hizo trizas. Así que la voy a ver.
Doña Blanca y sus otros hijos optaron por un silencio amistoso para que el almuerzo no perdiera cordialidad. Solo Germán se animó, después de un rato, a retomar el tema.
—Danito —tanteó—, por lo menos anda acompañado.
—Sí —se sumó doña Blanca—, Ronito te puede acompañar.
Ronald abrió los ojos con desmesura, histriónico, mientras encajaba un encargo que no pensaba cumplir.
Daniel asintió, pensativo, mientras apartaba el plato de su lado.
A tres kilómetros al noreste de la casa de los Ríos, en línea recta a vuelo de gallinazo, se levanta un hormiguero llamado Gamarra. En sus vericuetos se confecciona y se comercia desde el calzoncillo que jamás se usaría en una primera cita hasta la camisa más digna de exhibirse en los escaparates de Champs-Élysées.
En una estrecha calle de ese barrio, bautizada como América, existe un edificio de cristal verdoso pomposamente bautizado como «La Torre de América». Esa tarde de miércoles, un rostro tenso se asomaba a una ventana del tercer piso, los codos en el alféizar. Era Trinidad Ríos, que hablaba por teléfono con una clienta. A sus pies, la actividad febril no menguaba. Comerciantes y compradores entraban y salían del banco de la esquina y algunos cambistas ambulantes de dólares los abordaban. Una fila de taxis que esperaban pasajeros dejaba poco espacio para los otros vehículos, cada cual más llamativo que el otro: un triciclo a pedales cargado de telas enrolladas, la camioneta Porsche de algún barón textil y un carrito ambulante que llegaba para vender emoliente apenas oscureciera. Trinidad Ríos veía aquel desbarajuste con los ojos pardos que había heredado de su padre, pero no le hacía caso, porque el verdadero caos estallaba en su cabeza.
—Le digo que yo tomé nota bien claro en mi cuaderno, y usted dijo «verde».
—¿Cómo se te ocurre que te voy a decir «verde» —le respondió la mujer por el teléfono— si todo el mundo sabe que el uniforme del Villa María es azul? ¡Verde es el San Silvestre!
A punto estuvo Trinidad de decirle que ella no tenía por qué carajo saber cómo visten las colegialas pitucas de Lima, pero su lado negociante la contuvo. O tal vez fuera la anemia, que con claridad le estaba quitando energía. ¿Y si a causa de la debilidad había apuntado mal? ¿Y si la otra tenía razón?
—El pedido está casi listo, señora Cecilia —se sosegó Trinidad, tácticamente—. Solo tengo que bordarles las insignias. ¿Qué me hago yo con doscientos uniformes small arrumados en mi almacén?
—Ah, ese es tu problema. A mí me cumples con lo que te pedí.
Por la cabeza de Trinidad cruzó fugaz la multiplicación de los precios unitarios y la sustracción del costo. Calculó a la misma velocidad el índice de pedidos que Cecilia de Letts le había hecho en los últimos tres años y proyectó lo que podría ganar en tres años más. Pero pensar en ese futuro que ahora se le escapaba frenó sus ímpetus. No tanto, sin embargo, como para asumir un cambio de estrategia.
—Señora Cecilia, hagamos una cosa —le respondió con voz serena—. Le doy los uniformes y usted los coloca en el otro colegio. ¡Usted conoce a todo el mundo! Y vamos a medias con las utilidades.
Del otro lado hubo una pausa.
Trinidad se la imaginó rascándose la cabeza platinada, un tic que le había pescado cuando la conoció en su primer local. Cecilia de Letts parecía extraviada en el tumulto de aquella galería y no había que ser muy perspicaz para contrastar sus lentes oscuros Prada, su ropa fina y sus ademanes cuidadosos para imaginarla más habituada a los relajados malls de Florida que a los hormigueros de Gamarra. Fue Trinidad quien se le plantó de golpe con una sonrisa —«¡Seño, yo la ayudo!»— y fue tan amistosa su resolución, tan simpático ese acento mitad limeño y mitad amazónico, que la forastera confió instintivamente en ella como su guía en ese infiernillo. Desde entonces se habían visto de forma ocasional para encargos específicos —uniformes de empleadas o pijamas de los hijos—, pero en el último año habían optado por la comodidad de transar por teléfono.
—No, Trini, qué me hago yo con eso… —dijo Cecilia de pronto— ¡lo que necesito urgente son los uniformes a-zu-les!
—Igual se los voy a hacer —Trinidad azucaró su tono—. Solo tiene que esperar cuatro días más.
—No me conviene. Voy a quedar mal con el colegio de mis hijas.
—Son solo cuatro días, seño.
—No, Trini. ¡Mi reputación es lo primero! No puedo fallarles así a los padres de familia, me muero.
Por un instante ambas callaron. La bocina de un taxi llenó el espacio.
—Trini, hagamos una cosa —suspiró Cecilia, de pronto—. Acepto colocar los uniformes fallados…
—No están fallados, señora. Solo son verdes.
—Okey, acepto colocarlos en el Sansil… pero la ganancia es mía. Por la vergüenza que tendré que pasar en el Villa.
Trinidad volvió a calcular el nuevo escenario y tentó ponerse dura.
—No, seño. Mitad y mitad. Le recuerdo que no fue mi error.
—Dale con eso. ¡Te lo dije bien clarito!
Cecilia hizo una pausa y también se serenó.
—Trini, nos conocemos hace tiempo. —sonrió—. Para diciembre te haré un pedido mucho más grande, ya verás. Justo estoy preparando el terreno con la directiva del colegio.
Trinidad Ríos sintió que una mano ascendía desde sus tripas para apretarle la garganta. Ajustó los dientes. No la había afectado, en verdad, la negociación desfavorable. Lo que salaba su garganta era que, probablemente, ya estuviera grave para diciembre por culpa del metal que Madre de Dios le había dejado en las entrañas.
—Está bien, Cecilia —masculló—. Lo haremos como usted dice.
Cuando colgó, Trinidad sacó aún más la cabeza por la ventana. La brisa entreveró su pelo negro y, luego de respirar lentamente ese aire contaminado por el ruido y los humos, sus ideas también se desordenaron. El ambulante que vendía emolientes ya se había instalado al pie del edificio.
Quizá le haría bien tomarse una de esas hierbas.
«Q TAN LEJOS ESTÁS?»
Daniel Ríos no necesitó ver el remitente para saber que el mensaje era de Zoila. El bus acababa de dar un frenazo para recoger pasajeros en el cruce de La Marina con Universitaria, no muy lejos del casino donde había actuado dos noches atrás.
¿Cuánto le faltaría hasta Comas? ¿Una hora, tal vez?
¿Y qué edad tendría esa chica?
Daniel apostó a que era una estudiante camino a almorzar. Para su suerte, la joven acababa de elegir un tramo del pasamanos que permitía verle el culito desde la comodidad de su asiento. Negro y lacio, su pelo terminaba guillotinado unos centímetros antes de esa grupa envuelta en jeans. La mirada iba distraída en la calle, un leve puchero se contraía y relajaba con sus dudas.
«Diecinueve o veinte», se dijo.
Justo la edad en que había conocido a Zoila Quesquén. Zoila no tenía ese culo.
Ah, pero sus tetas… De golpe tuvo la ocurrencia de pasarle la voz galantemente. ¿No es eso lo que hace un caballero? Además, la chiquilla cargaba una mochila. Una razón más.
—Pssst, hola…
La jovencita volteó y se encontró con sus amables ojos pardos.
—Siéntate —le dijo él, cediéndole el sitio.
Ella sonrió y se le formaron unos hoyuelos en las mejillas morenas.
—Gracias, señor, siga nomás.
Daniel se dejó caer. Aquel ángel se había hecho un espacio entre las nubes grises y había desenrollado un pergamino para recordarle su edad. La puta madre, refunfuñó, tratando de que no se le notara, ya te hubiera gustado conocerme hace unos años: te habrías sentado aquí, sobre esta pinga.
Zoila Quesquén Cornejo era solo uno de tantos ejemplos. ¡La tunda que le había dado su mamá cuando se enteró de que su niña se veía con un hombre casado! Aunque en rigor no era cierto. Daniel había dejado en Trujillo a una novia de la adolescencia y a un bebé del que terminó desentendiéndose. En Chiclayo todo se sabía. Daniel había llegado a esa pequeña ciudad a los veintitrés años luego de haber sido el vocalista de dos grupos muy conocidos en el norte peruano y de haber paseado su voz y estampa por cuanto club social, gremio, colegio y hacienda hubiera desde Chimbote hasta Pacasmayo. Ahora era la voz más promocionada de «El Sonido de los Hermanos», orquesta cumbre del norte peruano y —como lo había escrito Danny de los Ríos en sus memorias inéditas— «una maquinaria compacta formada por los hermanos Farroñay, capaz de alcanzar la apoteosis en salsa, cumbia y rocanrol». Una noche, después de verlo cantar en una fiesta con su corbata, chaleco y pantalones cremas acampanados, Zoila y un par de amigas se acercaron a conocerlo. Su porte, el aparente dominio del inglés frente al micro, y el pelo castaño esponjoso haciéndole marco a sus ojos y a esa coqueta barbilla partida solían producir, a la larga, esos episodios en los que él se acercaba muy seguro a sus admiradoras.
«Tú, ven», le había dicho a Zoila, señalándola con el índice.
«Quiero sentirte».
«QUIERO SABER PARA ECHARLE LIMÓN AL CEBICHE», escribió Zoila, antes de depositar el celular en la mesa. Sus ojos, sin embargo, se resistían a apartarse de la pantalla.
—¡Mamá, ya te responderá! —exclamó Tifanny, que no le había quitado la mirada mientras colocaba los platos junto a los tenedores.
Zoila Quesquén se sacudió por la nuca el pelo cortísimo, teñido de rojo, para disimular su azoro. La mirada de su hija le hacía sentir a veces el pudor que le afloraba con su madre.
—Voy a aprovechar de descolgar la ropa— comentó.
En solo dos pasos ya estaba en el rincón destinado a la lavandería, separada de la cocina por un murete, y sus manos recibieron la resolana limeña. Tanteó el jean favorito de Tifanny y comprobó que todavía estaba húmedo. Sus sostenes, en cambio, ya estaban secos, lo mismo que los calzoncillos plomos de Danny.
Tifanny se mordió la lengua.
—Fannyta, sube el volumen… —pidió de pronto su madre.
En el radio de la cocina había empezado a sonar Mueve la pompa, una vieja canción brasileña, inconfundible con esa percusión de locura techno.
—¿Te acuerdas cuando la bailabas? —sonrió Zoila.
Tifanny asintió mientras que una lejana imagen suya ante un espejo rebotaba en su conciencia.
—Movías el potito: ¡mueve la pom-pom-pa… mueve la pom-pom-pa…!
Tifanny hizo una mueca despectiva y achinó más los ojos mientras exprimía limones sobre una jarra. Era el mismo gesto de su padre, un comerciante chiclayano nieto de japoneses que un día se fue a Okinawa en busca de sus raíces y que, estando allá, se enamoró de una japonesita joven. Desde allá le comunicó a Zoila que no iba a regresar.
Zoila se quedó mirando a su hija durante un suspiro más. ¿Hacía cuánto no la veía reírse? ¿Con ella, al menos? En un inicio, un año atrás, había pensado que la culpa la tenían sus clases. Estudiar Arqueología en una universidad estatal debía demandar una concentración que ella nunca había conocido. Pero, luego, poco a poco, se fue dando cuenta. Tan bruta no era.
—¡No le eches hielo a la limonada! —exclamó Zoila, de pronto.
—¡Así es más rica! —protestó su hija.
—Entonces sepárale aparte a Danny, él tiene que cuidar su garganta.
Tifanny, entonces, lo dejó salir.
—Danny, Danny, Danny… ¡que se la haga su mamita, pues!
Zoila respiró hondo, como si hubiera querido absorber toda aquella atmósfera pesada para filtrarla con sus pulmones.
—Tapa bien el pescado, que lo van a cagar las moscas —cambió de tema.
—¿En serio no te molesta?
—¿Qué cosa? —Zoila se hizo la tonta.
—Hacerle su comidita, lavarle los calzoncillos… ¿qué hace él por ti?
Zoila se ruborizó. Era como si el rojo de su cabello cortito hubiera reptado hacia su cara morena.
—Esta es mi casa, hija —le recordó Zoila, construyéndose una baranda poco firme.
—¡Por eso mismo!
—Baja esa voz.
—A mi padre también lo controlabas, ¡pero no eras tan sumisa con él!
—Ah, ya veo… —endulzó Zoila la mirada— No deberías tener celos, hija…
—¡Qué celos ni qué carajo!
—Baja esa voz, te dije.
—Mi padre al menos estuvo conmigo en mi infancia. ¿Acaso tu Danny se ha dedicado a sus hijos?
—Ellos ya están grandes.
—Me refiero a cuando eran chicos.
—Más bien, ellos deberían empezar a ayudarlo… sobre todo el que está en Chile… cantante famoso y todo, y no le envía un puto cobre.
—Por algo será, ¿no?
—Sí, ¿y sabes por qué? —Zoila endureció la mirada antes de estallar—. ¡¡Porque los hijos son unos desagradecidos de mierda!!
Tifanny soltó la jarra sobre la mesa y se volvió una espalda rumbo a su cuarto. Zoila, bramando, la siguió con la mirada. «Muchacha de mierda, una la cría sola y después viene a quejarse». Pero su lamento se detuvo en seco cuando la pantallita titiló desde la mesa.
«LLEGO EN 40 CON HAMBRE!!!», decía el mensaje.
Daniel le dedicó otra mirada al culo de la chica y pensó en añadirle a su envío un lascivo «…HAMBRE DE TODO!!!», pero decidió que lo mejor era seguir aprovechando la vista porque nunca se sabe en qué momento puede bajarse del bus una mujer guapa.
Una mujer guapa que podría ser su hija, se le ocurrió de golpe.
En ese momento, la bufanda que lo protegía pareció estrecharse.
El recuerdo de la llamada de Trinidad le arrugó la frente y, de golpe, aquel culo pasó a un segundo plano.
«¿Cómo se lo cuento a esta loca?», se dijo nuevamente.
Y, en un acto reflejo, juntó las piernas protegiéndose los huevos.
En tanto Trinidad Ríos esquivaba los charcos, su cabeza trataba de hacer lo mismo con sus preocupaciones.
Sus pies, sin embargo, eran mucho más efectivos.
Los números 16 y 9 revoloteaban dentro de su cráneo como murciélagos en una cúpula oscura y se rozaban con el 12 y el 7 de otros tiempos. La garúa también ayudaba.
—La puta madre si me resfrío.
Sobre su cabeza apareció el letrero encendido del Ripley de la avenida La Marina, y en aquel resplandor alfabético percibió con nitidez la cortina pulverizada que caía para invadir narices, bocas y poros. Las cifras que le habían dado en la farmacia pasaron a un segundo plano cuando el letrero le advirtió también que ya solo faltaban dos cuadras. ¿Había sido en este Ripley donde había conocido a Nieves? ¿O en el de Plaza Norte? Siempre se confundía con este recuerdo específico. No solo era por el tiempo que había transcurrido, también era posible que quisiera olvidar esos meses dolorosos en los que haber conocido a Nieves constituía el único legado atesorable.
Trinidad esquivó otro charco, pero no el recuerdo.
Nieves era en esa época una vendedora en el área de zapatería. Menudísima, casi enana, su piel zamba emergía con contundencia de la blusa clara que usaba el personal de la tienda. Sus dientes grandes y blancos tampoco podían esconderse: los labios hinchados los ofrecían como arvejas en una vaina abierta, y su carácter risueño no dejaba de mostrarlos.
«Busco zapatos para mi mamá», le había respondido Trinidad cuando Nieves se le acercó solícita. Nieves no sabía que su cliente mentía o que, en todo caso, le había otorgado ese rol materno a una mujer recia, pero bondadosa, que la había guiado en los vericuetos de Gamarra poco después de haber llegado a Lima. Una señora ayacuchana, la Rudi, a quien le debía casi la vida, como se comprobará a su debido momento.
«¿Algo en especial?», consultó Nieves.
«Algo cómodo, nada más».
La simpática vendedora la llevó a un módulo donde había zapatos clásicos, negros y marrones, con tacos que no eran ni muy altos ni muy puntiagudos. Tacos, en suma, que podían sostener con alguna seguridad a las señoras de edad.
«Este modelo es bonito y queda igual de bien en la cola de un banco como en una fiesta. ¡Le apuesto que cuando los vea se pone a bailar!», dijo Nieves, y movió los hombros trayendo a la tienda un poco de pachanga.
Pero Trinidad, en vez de sonreír, descolgó la mandíbula.
«Perdón», musitó la vendedora, «no quise…».
Trinidad trató de quitarle esa carga a aquella chica tan alegre, pero lo que dijo empeoró su ánimo.
«Son para enterrarla», murmuró. «Me basta con que sean bonitos».
Desde esa mañana, los pasos de ambas se unieron a menudo.
Hubo un tiempo incluso, no mucho después, cuando Trinidad le propuso a Nieves que fuera a trabajar con ella en Gamarra y hasta le habló de una sociedad, pero Nieves declinó la oferta con el mayor de los cariños porque la acababan de ascender a supervisora de electrodomésticos y creía que podía hacer carrera de esa manera en el mundo «corporativo». Esa era la palabra que Nieves había utilizado, y una chispa se formó en el aire cuando la dijo, como si hubiera echado un conjuro. Trinidad la observó fingiendo alegría, pero su alma vieja se entristeció. Tenía sentido. Una joven de rasgos negros, crecida en La Victoria, tenía que ver con mejores ojos un palacete de porcelanato y luces cenitales que los caóticos almacenes textiles a la vuelta de su barrio. «Pero ay, querida amiga», se guardó Trinidad de decirle aquella vez, «en el país de mierda que nos ha tocado, el mundo corporativo siempre le pondrá un límite a nuestro color».
De pronto la vio, garúa de por medio.
Nieves estaba pegada a la ventana y se saludaron con la mano. Ni bien entró al restaurante, Trinidad sintió la mezcla de aderezo y fritura que venía desde la cocina.
—Qué frío… —dijo Trinidad, antes de estamparle un beso.
—¡Qué raro, tú llegando tarde!
—Tuve que ir a la farmacia, no me había medido la presión en toda la semana.
—¿Y? —se interesó Nieves vivamente.
—La tengo en 16, carajo.
—Pero estás tomando tus pastillas…
—Imagínate si no las tomara.
—Ay, amiga…
—Pero no hablemos de mí —sonrió Trinidad, colgando su saco en la silla—, cuéntame, cuéntame, ¿qué es eso que te tiene ansiosa? Tu Pingalón volvió al ataque, ¿no?
Nieves asintió, divertida, pero camufló su alegría porque en ese instante se acercó el mesero.
—Tráeme otra cerveza —y luego miró a Trinidad—. ¿Tú puedes?
—Qué chucha, es un diurético más.
—¡Así me gusta! —palmoteó Nieves.
El mesero tomó nota y les preguntó si querían comer algo.
—Pídete algo Trini, estás pálida.
—¿Y cómo quieres que esté, pues, cojuda, como Beyoncé? —sonrió Trinidad.
—El ají de gallina aquí es bueno.
—Me han prohibido comer pecanas.
—¿Y tú crees que aquí le ponen pecanas?
Trinidad sonrió de buena gana.
—¡Ya, pero cuenta de tu Pingalón, pues!
—La empresa lo envía a una capacitación a la oficina principal.
—Le va bien, ¿eh? —pero Trinidad arrugó la nariz—. ¿Y cuándo te mandan a ti?
—Me ha pedido que lo acompañe.
—¿Y puedes? Digo, tus horarios…
—Ya me tocan vacaciones…
—La cosa se pone seria —sonrió Trinidad, frotándose las manos.
—Sus cervezas —interrumpió el mesero.
—Mi única amiga que es rubia de verdad —bromeó Nieves, mientras le servían.
El mesero tomó el pedido de la comida —un sánduche y una ensalada verde— y se retiró.
—¿Qué crees? —se agazapó Nieves—. ¿Debo ir?
—¿Para qué me preguntas algo que igual vas a hacer?
Nieves soltó la carcajada.
—Me conoces, pendeja. Por eso te quiero.
Las amigas chocaron los vasos, con una sonrisa amplia. Sus ojos chispeaban como unos cables que hacen contacto.
—¿Qué creías que te iba a decir? —dijo al rato Trinidad—. ¿Que diosito te va a castigar?
—Nooo… creo que solo quería… la confirmación de que hago bien.
—Haces bien. Siempre y cuando te hayas puesto en todos los escenarios.
—¿Escenarios? Siempre hablas bonito tú.
—Está casado. Trabaja contigo. Creo que ya estás grandecita para saber los riesgos.
—No te olvides que él también es grandecito —rio Nieves, pícara.
—Eso es lo que más te gusta, ¿no, pendeja? —sonrió Trinidad.
—¿No te gusta eso en tus chibolos, acaso? —contraatacó Nieves.
—No siempre. ¡Pero ya! Hablando en serio… Si ya lo analizaste bastante y estás segura de que no vas a dañar a nadie, ¡sobre todo a ti!… ¡adelante! La vida es corta, créeme, como para vivirla con culpa.
—Porque la vida es corta y esa pinga es larga, ¡salud! —alzó el vaso Nieves.
—¡Estás embalada!
—Otra ronda, yo pago.
—Tranquila, amiga, que tienes que ahorrar para tu viaje.
—Pingalón me invita todo.
—¡Ah, caray! ¡Pensión Soto!
En ese momento el mesero colocó el sánduche delante de Nieves y le sirvió la ensalada a Trinidad.
—¿Te jode mucho la dieta?
—Pensé que iba a ser peor.
—¡Uy, carajo! —agitó las manos Nieves—. ¡Me había olvidado, perdón!
—¡¿De qué?!
—¿Hablaste con tu papá?
Trinidad asintió con un ademán.
—Fue raro.
—¿Pero qué te dijo? Se cayó de espaldas, seguro.
—No… la sorprendida fui yo, más bien. Como siempre, yo estaba preparada para lo peor, ¿quién se cree al toque que aparece una hija después de treinta años…? Pero me creyó. Punto para él.
Nieves escuchó a su lado suspicaz, que siempre se le encendía con el alcohol.
—No habrá actuado, ¿no?
—La verdad, no sé.
—¿Le dijiste lo del trasplante?
—¡No! Poco a poco.
—Para qué asustarlo de arranque.
—Lo bueno es que quedamos en vernos.
—¿En serio? ¡Bien, amiga! ¿Pero irá?
—Eso me dijo.
—Ojalá no se eche pa’ atrás —rogó Nieves, tocando madera.
—Ayer le mandé un mensaje y me contestó bonito… creo.
Nieves se acercó a la pantalla que Trinidad le mostraba. Su amiga había escrito: «Gracias por aceptar verme. Eres muy bueno». La respuesta al pie era muy efusiva:
«GRACIAS A TI POR EXISTIR!!! DANNYDANNYDANNY».
—A su… —se sorprendió Nieves— si te responde así, yo creo que sí quiere verte.
—Pucha, y si no fuera … ¿qué le puedo sacar en cara? Lo suyo con mi mamá fue un choque y fuga —el rostro de Trinidad se iluminó de pronto—. En cambio tú con Pingalón…
—¡Calla, carajo! —rio Nieves y fingió una plegaria—. Ay, diosito, no permitas que esa trola me deje en bola.
—¿Algo más? —irrumpió el mesero.
Ambas negaron y el muchacho dio media vuelta. No llegó a alcanzar el último comentario de Nieves, pero se lo imaginó por las risas.
—Tu culito, para llevar.
La llovizna se había vuelto diagonal a causa del viento y el cartelón de la entrada se bamboleaba como un borracho porfiado. «SER SANMARQUINO, ¡ES TU MEJOR DECISIÓN!» , decía el mensaje que invitaba al próximo examen de admisión, y la lona plástica, inflándose y desinflándose, parecía hacer respirar a la jovencita de la foto, que sonreía rodeada de libros. Justo antes de traspasar la puerta destinada a los transeúntes, Zoila se dijo que su chinita habría salido más bonita como modelo. El rectángulo metálico que la ingirió estaba embutido entre unos muros cremas y empolvados que, desde afuera, hacían parecer a la Universidad Mayor de San Marcos más como una prisión que como un centro intelectual. Bajo el cielo apagado, unos eucaliptos oscuros y espigados también se mecían rodeados de garúa. Parecían desprender caspa que caía sobre los autos estacionados. Zoila rodeó el parqueadero y le preguntó a un joven con mochila dónde se estudiaba Arqueología.
El jovencito le señaló hacia delante, diciéndole que buscara el pabellón de Ciencias Sociales.
Como era su primera vez en una universidad, Zoila trató de retener lo mejor posible cada detalle. Cantaban los pájaros, pero con recato. A cada lado de los senderos de concreto había jardines de césped ralo, árboles raquíticos y unos cactus que no necesitaban mucha agua. De hecho, esa llovizna sería para ellos una tempestad. Los jardines desprolijos hacían juego con la vestimenta de los chicos: jeans descoloridos, chompas bolsudas y oscuras, zapatillas de lona gastada.
Algunas chicas usaban bolsos artesanales tejidos en alguna comunidad andina.
Zoila no les envidió la moda, pero sí envidió con un matiz de rabia esos cutis lisos. Quién pudiera volver a tener esa edad, pensaba, la edad en que Danny la hizo su mujer para siempre, aunque él no lo hubiera entonces sospechado.
—Disculpa, ¿el pabellón de ciencias sensuales? —le preguntó a una de esas estudiantes.
La chiquilla se mordió los labios para no reír.
—¿Sociales? Aquí nomás, a la izquierda del estadio.
Zoila continuó andando, ignorante de su lapsus, mientras maldecía el desparpajo de estas muchachitas de mierda, todas despiertas y tan tersas, tan capaces de quitarle el marido a cualquiera si se lo proponían.
No había terminado de rumiar esa mirada burlona cuando fue recibida por un patio grande. En él se alzaba un edificio horizontal de no más de cuatro pisos, abundante en concreto y surcado por unas curiosas rampas a lo largo de la fachada. A Zoila le pareció una típica dependencia policial o militar debido a su color verde palta, pero el nombre de la facultad pintado en la cima era más claro que una orden castrense.
¿Y ahora, dónde estaría Tiffany?
Antes de salir se había asegurado de revisar el horario que su hija había clavado en el corcho de su cuarto. Sabía que en cualquier momento tendría que salir para almorzar y su intuición no le falló: como si los deseos se materializaran a voluntad, en el patio apareció la figura de Tiffany rodeada de unos compañeros.
—¡Fannyta! —gritó la madre.
El brazo de Zoila, apretado por la chompa ligera, ondeó con un entusiasmo que a Tiffany le pareció vulgar. Aunque quizá convenga aclarar que la exasperación de la hija poco tuviera que ver con el brazo de la madre. En verdad, tenía que ver mucho más con esas tetas majaderas meciéndose tras el escote, el pelo rojo llamativo y el jean que ajustaba sus pantorrillas sobre unos zapatos dorados de taco aguja.
—¿No me presentas a tus amigos? —trató de sonreír Zoila, al ver que su hija se había despedido de ellos a la apresurada.
—Tienen cosas que hacer —mintió Tiffany.
Lo que Tiffany sentía era una vergüenza bífida: por su madre en un lado y por ella en el otro.
—¿Y este milagro? —relajó el gesto la hija.
—Es que hace tiempo que no salimos a comer.
—¿Qué te provoca?
—¿Con este frío no quieres unos anticuchitos?
Salieron a la avenida Universitaria y caminaron un tramo por una delgada franja de concreto, demasiado cerca del tráfico ruidoso que transitaba por el costado.
No muy lejos, entre pequeños comercios dirigidos a los universitarios —servicios de fotocopiado, fondas de menú barato, venta de útiles— y casitas estiradas a la fuerza para dar pensión, madre e hija encontraron una anticuchería donde los carbones ardían resguardados de la llovizna.
Pidieron dos Inca Kolas y dos porciones de anticucho con choclo.
—¿No tienes frío? —le señaló Tiffany los pechos, a modo de crítica sutil.
—Yo hace tiempo que no me resfrío —se zafó Zoila de su mirada—. ¿Tú tienes?
—Un poco. Más frío hizo hoy en la huaca.
—¿Qué huaca?
—La huaca que hay en la universidad.
—¿Dentro de tu universidad hay una huaca?
—¿No la viste? Es lo mejor de estudiar allá: tenemos una huaca a la mano.
—Mira tú. Felizmente aquí estamos calentitas.
Tiffany sabía de sobra que hablar del clima siempre es una forma de desplazar la incomodidad. Hoy, su intuición se lo respaldaba. No debía ser tan cierto que su madre la hubiera extrañado de golpe y quisiera darle una sorpresa: en su mirada podía ver la vieja ansiedad que le conocía.
—¿Qué pasa, ma? —achinó más la mirada.
Zoila sonrió, entre aliviada y nerviosa.
—Nada, nada —se hizo de rogar por pura costumbre.
—No te hagas.
—Bueno, sí.
—Aguanta, que ahí traen el pedido.
El mesero, en efecto, depositó en la pequeña mesa de fórmica los platos ovalados.
Los trozos de corazón humeaban en sus palitos. Una vez que el mozo sirvió las gaseosas el diálogo ya no tuvo ninguna interrupción, salvo las que suelen traer las dudas.
—Ayer Danny me contó algo…
Tiffany asintió, guardándose de no transmitir ningún gesto. Qué novedad, pensaba. Desde que ese huevón había vuelto a su vida, su madre vivía más intranquila.
—Resulta que tiene una nueva hija.
Tiffany pestañeó.
—Sacavueltero una vez, sacavueltero siempre —dijo al fin, con cara de te-lo-dije.
Ya estaba a punto de desplegar un discurso sobre lo bueno de cortar por lo sano, cuando la respuesta de Zoila la dejó en suspenso.
—No, no… es una hija que nunca supo que tenía. De como treinta años.
Tiffany ordenó sus ideas mientras esparcía el ají.
—¿Cómo se llama? —preguntó al cabo, pretendiendo que era la cosa más natural.
—Trinidad.
—¿Y por qué lo ha buscado recién?
—No sé.
—No te lo ha dicho.
—Dice que tampoco sabe, pero que el viernes la va a conocer.
Tiffany se llevó el palo a la boca y jaló lentamente el trozo de corazón para morderlo. Así como las manzanas son más ricas cuando se muerden, ella sentía que los anticuchos se disfrutaban más cuando no intervenían los cuchillos.
—¿Y eso es lo que te preocupa?
—No… —respondió Zoila—. Me da miedo que me esté mintiendo.
—¿Que te esté ocultando la razón por la que lo busca su hija?
—No… que no sea su hija.
—No te entiendo, ma.
—Yo soy cariñosa con él y tan mal no estoy —confesó con cierto pudor Zoila—. Pero no soy tan cojuda para no darme cuenta de las miradas que Danny a veces les lanza a las chicas. Sobre todo a las chibolas.
Tiffany sintió un vago arrepentimiento por ser la confidente de su madre. También sintió un pudor inédito al imaginar que ese viejo verde pudiera haberse excitado alguna vez con ella.
—¿Y qué tiene que ver eso con la hija? No tendrás miedo de que se la quiera tirar, ¿no? Ya sería un…
—¡No, no!
—¿Entonces?
—Tengo miedo de que esa mocosa se lo haya inventado todo para acercarse a él.
Tiffany tomó un sorbo de Inca Kola para ordenar mejor las respuestas que hervían en su cabeza. Las burbujas activaron el ají que había pasado por su garganta y se puso a toser.
—¿Estás bien?
—Sí —dijo Tiffany, colorada —. A ver. Ma.
—Sí.
—En primer lugar no es una mocosa. Si tiene treinta años, casi me dobla la edad.
Zoila asintió a duras penas. Parecía haber recibido una inesperada sentencia de vejez.
—En segundo lugar, ¿por qué una mujer tendría que inventarse una historia tan enrevesada para tirarse a un hombre? A menos que supiera que ese hombre es un incestuoso clínico y ella fuera una enferma. ¿Es tu novio un enfermo incestuoso?
Zoila negó, compungida.
—Entonces no tienes de qué preocuparte. A menos que…
—Qué…
—Que lo que en el fondo te preocupe es que tu novio tenga que compartir su corazón con otra mujer. A propósito —Tiffany señaló su anticucho, ufana por haber encontrado esa coincidencia—, ya me llené. ¿Quieres del mío?
Dentro de su cabeza, Zoila nadaba entre dos corrientes. Una la refrescaba, al constatar que tenía una hija más inteligente que ella, aunque no le gustaran mucho esos aires de superioridad. Pero la otra la zarandeaba por la vergüenza de verse así de expuesta, más de lo que ella misma era capaz de reconocer. Por la expresión de su madre, Tiffany intuía los nuevos pensamientos de Zoila y se arriesgó a deslizarle un consejo que hacía tiempo tenía entre oído y oído.
Ya era hora de que alguien se lo dijera, con el mayor cariño posible.
—Ma…
—Sí…
—¿Has pensado ver un psicólogo?
La respuesta fue tan inesperada que a Tiffany le tomó tiempo entender lo que había pasado: esa mejilla que le ardía, sus ojos humedecidos de golpe, los demás comensales que las miraban petrificados.
Zoila se levantó y salió a la calle sin decir palabra. La llovizna había dejado de caer y lo único persistente, ahora, era esa quemazón en su palma y el recuerdo de su madre, la abuela de Tiffany, dándole una tunda porque a una madre se la respeta, carajo.
Aparte de su envoltorio de frases corteses y trajes a la medida, otra de las cualidades de Germán Ríos como relacionista público era que no solía ser transparente con sus aprensiones y fobias. Sí dejaba claro, sin embargo, cuando los pensamientos le secuestraban la mente. En ese momento, por ejemplo, sus ojos marrones se habían petrificado al ver la clara de huevo entre los dedos del coctelero.
—¿Te animas por uno? —le dijo el dueño, chasqueando los dedos.
—No —despertó Germán—, un trago a esta hora me mata. Deme solo el azafrán…
—Hoy me ha llegado un jamoncito de Huelva a buen precio.
—Vale —imitó Germán el modo español—, me llevo cien gramos.
El viejo se metió a la trastienda y el cantinero empezó a mover la coctelera, para fabricar la espuma característica del pisco sour. La cabeza de Germán, entre tanto, siguió recordando aquella experiencia etílica. ¿Treinta años ya? Cursaba el último año en su colegio: todos varones, adolescentes, regidos por una férrea disciplina religiosa. Era el viaje de fin de curso. El tutor a cargo había desaparecido en algún bar turístico y media docena de chicos se había reunido en una habitación del hotel para terminar la última botella de ron. Germán participaba pero, más que nada, observaba. El olor a pezuña se mezclaba con el ácido de un vómito reciente, entre parloteos desordenados y risas descuajeringadas. Hubo un momento, sin embargo, cuando la pequeña manada encontró un objetivo que le otorgó orden. Uno de ellos señaló al caído con una mirada que fue evidente para quienes compartían la misma percepción. «Hay que conseguir un huevo…», masculló, y alguien se ofreció de voluntario. Al rato regresó el encomendado, orgulloso, después de haberle dado una propina al encargado de la recepción. El de la iniciativa le bajó el pantalón a Gino o Dino —Germán siempre confundía el nombre— y todas las pupilas se clavaron en su calzoncillo blanco. «Ayúdenme a voltearlo», reclamó el líder, y alguien lo asistió.
Aparecieron así las pulidas nalgas del mejor gimnasta del colegio y el más tierno declamador de poesías cuando se celebraba el día de la madre.
«¡Qué buen culo, carajo!», bromeó uno.
«¡Ya sabía que aquí había otro rosquete!», le respondió otro, en carcajadas.
Germán permanecía estático y sin decir palabra. Se debatía entre la fascinación y el rechazo, entre el miedo a ser una víctima y la gratitud por ser un victimario.
«¡Métele la quena!», sugirió alguien, blandiendo la flauta que alguien había comprado esa mañana en una tienda de artesanía.
«¡Calla mierda, ¿quieres que sople caca?!», se quejó el dueño.
«No, una frotadita nomás…», sentenció el promotor de todo, quien le abrió las piernas al muchacho y le empezó a friccionar la caña entre las nalgas «para mejorar el efecto».
«¡Ahora sí, el huevo!», y se lo alcanzaron.
El líder cascó la punta con un cuidado que contradecía a su borrachera y le dejó un pequeño agujero. Una docena de ojos atestiguaron entonces, hipnotizados, la elástica caída de la clara entre aquellas nalgas lampiñas.
Luego de volver a ponerle el calzoncillo, el toque de gracia fue aprovechar su boca abierta, respirante, para los que quisieran acercar sus vergas para la foto.
—Listo —proclamó el dueño, mientras ponía sobre el mostrador el jamón y el azafrán.
De la mente de Germán se esfumaron los jaleos del día siguiente: el llanto de Gino o Dino cuando se palpó el ano irritado, pegajoso, y le hicieron creer que se lo habían cachado todos por cabeza de pollo, «cuando revelemos las fotos vas a ver las pingas que te has chupado».
—¿Y va bien el negocio? —preguntó Germán por preguntar.
—Desde que me he mudado aquí, sí —le respondió el viejo, señalando el entorno del centro empresarial—. Aquí hay gente con pasta, ¿no?
Germán asintió, cohibido cuando el español le guiñó el ojo.
—Y esta idea de poner una barrita —prosiguió el viejo, señalando al barman—, pues me ha ayudado mucho. ¿Seguro que no quieres un pisco sour? La casa invita.
Germán se excusó con su perfecta sonrisa de relacionista público.
—Tengo que enviarle este encarguito a mi mamá —señaló el azafrán.
—Esa paella le va a quedar de los cojones, ya verás.
Daniel no necesitaba tener abierto su cuadernillo con las canciones de los Bee Gees porque se las sabía de memoria, pero lo usaba para darse seguridad. Su letra, puntiaguda y en grandes mayúsculas, mostraba los versos de Stayin' Alive con los subrayados y anotaciones que había hecho en sus prácticas. En ese momento repasaba el coro y lo entonaba en un falsete de mediana intensidad, pues buscaba activar al mínimo su diafragma. De todas formas, ya había hecho algunos ejercicios respiratorios y repasado las escalas sin exigirse a fondo; como el estudio de televisión no estaba lejos de la casa de doña Blanca, había previsto terminar allí el calentamiento.
De pronto le dio un vistazo al radio reloj que tenía arrumado en su covacha y recordó el consejo de su tío Igor cuando vivía con él de niño: «Si vives cerca, sal más temprano». La voz grave y melodiosa del primo de doña Blanca retumbaba todavía en su mente y lo haría hasta su último día, mezclada con los primeros discos que escuchó. La casa del tío Igor estaba en la sierra de Chosica, y había acogido a Daniel cuando le diagnosticaron asma. Al principio, el pequeño no entendía por qué sus padres lo habían dejado con aquel hombre solitario, pero sus llantos y pataletas cedieron paulatinamente a causa de la voz autoritaria del tío y, sobre todo, del influjo de ese círculo negro que giraba y despedía música al contacto con una aguja.
Tiempo después, en la única entrevista que un diario vespertino le pidió cuando era una joven sensación en las fiestas trujillanas, Danny de los Ríos confesaría, emocionado de súbito hasta las lágrimas, que su amor por la música germinaría en aquel clima seco, donde estuvo en contacto con Mozart, Bach, Sinatra, Duke Ellington y Glenn Miller, mientras acompañaba a su tío melómano a limpiar y embolsar cada uno de sus mil discos, pero que su amor se tornaría en pasión cuando en las radios empezaron a sonar las primeras canciones de Los Beatles. Para cuando su madre, su padre y sus hermanos pequeños tuvieron que mudarse a Trujillo, Daniel ya era un chiquillo que había disfrutado con la música la misma variedad que en breve empezaría a degustar con las mujeres.
En aquel bus a Trujillo, nuevamente reunido con los suyos por decisión de su madre, el púber Daniel viajó abrazando el long play de Santana que había comprado con sus propinas y no volvió a sentir tal amor por un grupo hasta que tres hermanos británicos tuvieron la audacia de maullar con estilo en la escena del pop mundial. Encontrar a los Bee Gees fue como haberse topado con su propia voz y no era extraño, por lo tanto, que casi cuarenta años después los hubiera elegido para la magna cita de esa tarde.
Cuando salió de su cuartucho notó que el piso del patio estaba mojado. Maldita garúa, pensó, midiendo sus pasos en los charcos. En esos días Daniel pensaba que sus padres habían hecho lo mejor al enviarlo al clima seco de Chosica, porque en este aire líquido sus bronquios y pulmones no habrían alcanzado la talla para llegar a las alturas que requería. Extraños son los cauces del destino, porque la ganancia viaja pegada a la traba. Quién sabe, se preguntaría siempre doña Blanca, si el temperamento pendular de su hijo no fuera acicateado por el desarraigo. Por el trasplante que conlleva toda migración. A veces su madre y sus hermanos menores recordaban, en la complicidad de los miércoles, escenas como la de su cumpleaños número quince, cuando abrazó entre lágrimas de alegría a su padre por haberle regalado un tocadiscos compacto y, a los dos minutos, se lio con él a patadas porque le prohibió dibujar con humo de vela las calaveras y demonios de Black Sabbath y Deep Purple en su dormitorio. O aquella vez, a los diecisiete, cuando representó a su colegio de varones en un concurso de baladas en el coliseo Inca de Trujillo y fue descalificado por cantar la estrofa «hoy tengo ganas de ti» de Miguel Gallardo, mientras ejecutaba movimientos de mete y saca bastante lascivos: de la euforia en el escenario pasó al llanto irremediable, con la rapidez de una eyaculación precoz.
—¿Ya te vas, hijito? —lo sorprendió la voz de su madre, cuando se dirigía a la puerta de salida.
—Sí, mamita.
—Te va a ir bien —aseveró la viejecita calva, deslizando sus babuchas—. Le he rezado a diosito por ti.
Daniel sintió que el embalse se le llenaba y abrió los brazos. Una forma rechoncha deglutió a otra, más pequeña, mientras las lágrimas aportaban humedad al otoño limeño.
—Ven, vamos a hacer lo que me enseñó tu abuelita.
Él se dejó llevar dócilmente a un costado de la puerta. A ese rincón llegaba solo una periferia de luz natural y Daniel la comparó con la penumbra de ciertas capillas.
—Guía mis pasos, Señor, para que vuelva sano a esta puerta.
—Guía mis pasos, Señor, para que vuelva sano a esta puerta.
—Concédeme la gracia de conocer mis límites y vencerlos si es para bien.
Daniel repitió también esta oración.
—Y cuando vuelva feliz por este día, permíteme acordarme que se debió a ti.
La voz de Daniel también fue un eco.
—Amén— enfatizó doña Blanca.
—Amén.
—Ahora sí, Jehova y mi amor te acompañan.
Daniel sonrió, insuflado de un súbito optimismo, y salió al largo pasillo que llevaba a la calle. El eco de sus botas negras se esparció en aquel túnel y cuando salió por la reja final se ajustó la bufanda como siempre. El sol seguía cubierto por la garúa, pero qué importaba ya el clima. Lo importante era mentalizarse para llegar a la cita convertido en el gran Danny de los Ríos.
Mientras caminaba por la ancha avenida Arequipa, tanto sus recuerdos como lo que iba observando empezaron a teñirse de un filtro cinematográfico. Lo que habían sido las bambalinas de ese lejano y mediocre concurso escolar volvió como el camerino de una futura estrella de la música; la entrevista publicada por el vespertino de provincia brillaba en un marco dorado junto a sus viejas fotos en escenarios y, cuando en un cruce de la avenida se topó con unos jóvenes que salían en tropel de un instituto técnico, sonrió con nostalgia al recordar sus escapadas para espiar los ensayos de los grupos fiesteros de la ciudad. Los disgustos de doña Blanca y don Alejandro no eran más que requisitos inevitables en su biografía: un artista que no ha tenido tropiezos no es un verdadero artista.
Tan concentrado estaba en su transformación que cuando llegó al portón del estudio de televisión, sus botas con lentejuelas ya centelleaban en su imaginación como una marquesina de Las Vegas.
—¿Sí? —inquirió el vigilante.
—Soy Danny de los Ríos —vocalizó, orgulloso.
—¿Quién?
Danny tomó un respiro.
—Danny de los Ríos. Estoy en la lista.
El vigilante arqueó las cejas.
—Es para la audición de Yo soy —empezó a impacientarse—. Yo envié mi grabación.
—Pero eso fue ayer.
Danny sintió que un abismo se lo tragaba con todo y botas. ¿Sería por eso que no había más cantantes afuera?
—No… me estás hueveando… cómo me vas a decir eso.
—En serio, hombre, te digo que fue ayer.
Danny sintió que las pulsaciones le iban a reventar las sienes y se aferró a su muñeca para constatar la fecha.
—¿Hoy no es primero?
—No, hoy es 2.
Entonces supo lo que había ocurrido. El puto reloj suizo que su hermano Germán le había regalado había contado 31 días hasta ayer, que era primero y, con tantas trasnochadas, había olvidado ajustar la fecha.
El vigilante se apiadó al ver su cara.
—Pero habrá otra audición para Navidad.
Danny sintió que la sangre se le empozaba en el fondo del cuerpo y que una tristeza profunda, viscosa como la brea, empezaba a ocupar el lugar vacío. Ya estaba por caer en un abismo cuando atisbó por la puerta un perfil que le era lejano, pero familiar.
—¿Ese no es el Charapa?
—¿Quién?
Danny empezó a llamarlo a gritos, como si de aquel momento dependiera su vida, y la silueta volteó a mirarlo, intrigada.
—Me los dejas aquí o te jodes conmigo —le repitió Trinidad, con esa serenidad que había aprendido a impostar.
—No pe, Trini —se quejó el hombre—, ¿cómo sé que tú no los vas a pasar?
—¿Estás insinuando que soy tan hija de puta como tú? —le escupió ella, mientras abría un cajón de su escritorio.
El hombrecito dio un paso atrás y sus ojos, marchitos, adquirieron una repentina capacidad de desdoblamiento: le prestaron atención a lo que pudiera surgir de ese cajón y, a la vez, buscaron la salida de esa minúscula oficina.
—Mira lo que hago con tu plata —advirtió Trinidad, mientras accionaba el pedernal.
—¡No! —se encrespó el hombrecillo.
Pero ya era tarde. En una esquina del fajo había empezado a nacer una llamarada.
Trinidad tiró los billetes a la papelera, donde la pequeña hoguera encontró sus límites.
—Me sigues debiendo —le recordó ella.
El hombre se mantuvo de pie, trastabillando, pero era claro que por dentro se había derrumbado. Bajó la cabeza y retrocedió hacia la puerta, sin dejarse ver la cara. Y se fue como una sombra silenciosa.
Trinidad no dejó de sentir pena por él.
Los rumores en Gamarra decían que bebía más desde que su mujer lo había abandonado, y quién sabe si no había estado borracho cuando recibió esos billetes falsos que ahora había intentado pasarle. Pero ella no estaba para ser beneficencia de los pobres diablos, y menos de los pobres diablos que se le trepaban como garrapatas para succionarle lo que tanto le costaba mantener. Trinidad siempre había aprendido rápido, y lo que aprendía se le quedaba marcado en la primera capa de la piel.
Contemplar esos billetes arder fue regresar a aquel día de aprendizaje.
Trinidad había llegado a la capital después de una espantosa triangulación de Madre de Dios a Tarapoto, y de Tarapoto hacia Lima. Pero de eso ya se hablará en su momento. Por ahora imaginémosla raquítica y solitaria, sí, pero con la fortuna de haber encontrado un trabajo limpiando baños en un chifa del jirón Paruro, en Barrios Altos. La explotación era evidente, pero al menos no la prostituían, como hubiera ocurrido en Madre de Dios. Los inmigrantes chinos le hablaban a gritos y de los gritos emanaba un tufo de cigarro y kion; la matrona a veces la jaloneaba de la ropa, pero Trinidad tenía aseguradas las sobras del restaurante y una covacha para ella sola, con lo cual podía acumular algo de ahorros cada fin de mes.
Los lunes, cuando tenía el día libre, salía a pasear cerca. Los alrededores del mercado central de Lima la abrumaban y también ejercían fascinación en ella. El vecindario explotaba con sus tiendas de disfraces infantiles, de amuletos, de ropa interior, de medicinas orientales y adornos traídos desde Asia. El olor de la basura empozada se mezclaba con el del incienso de las tiendas esotéricas, los patos laqueados de las vitrinas, los pollos a la brasa y los brebajes humeantes de los emolienteros, pero el aroma de Trinidad, tan ingenuo y adolescente, debió haber desplazado a los otros en las narices de aquel tipo.
«Oye, se te ha caído», le advirtió el joven.
Trinidad volteó y vio en las manos del chico un fajo de dólares.
«No es mío», respondió ella, sin dejar de admirar los billetes.
«¡Pero lo vi caer de tu cartera!».
Trinidad dudó. En su recuerdo había puesto en su bolsito la paga de aquel mes porque ni loca la habría dejado sola en su covacha sin llave, pero no era ni por asomo parecida a ese fajo.
«Hagamos una cosa», se adelantó el chico, «dame lo que tengas y quédate con la plata. Si nos ponemos a contarla aquí para ir a medias, nos puede caer el verdadero dueño».
La pequeña Trinidad asintió impactada por la tremenda certeza que mostraba el joven y por la codicia que se le abría adentro como una flor carnívora. Pero una voz de mujer, recia como un tren, la sacó del hechizo.
«¡Oye, tú, anda a joder a otro lado!».
El chico se retiró, maldiciendo entre dientes.
Fue así como Trinidad conoció a Rudecinda Gavilán. No es exagerado decir que su labor como mentora empezó ese día, cuando le advirtió sobre la estafa que le habían estado a punto de hacer, la ilusión de un fajo de papel periódico coronado por un solo billete de verdad. La Rudi le confesó haberla visto en el vecindario, en la ruta que usaba para ir a trabajar a Gamarra. Algo de la indefensión de Trinidad unida a cierta energía férrea había llamado su atención. Lo más probable era que le recordara a ella misma: la Rudi había llegado de Huanta en los años ochenta, huyendo de las masacres que efectuaban los terroristas de Sendero Luminoso y también las Fuerzas Armadas. Traía un par de soles y una hija enfermiza, nacida de una violación. Cuando la bebita murió, tuvo que enterrarla junto a un basural y la leche que le quedaba en el pecho se convirtió en un modo de subsistencia. Advertida de que los vendedores de mascotas del mercado central necesitaban una forma económica de alimentar a sus cachorros, la Rudi decidió alquilar sus pechos para amamantarlos y quién sabe si los ladridos de esos perros no resultaron más lastimeros a causa de ello.
«Tienes que ser macha», le aconsejó más de una vez. Y hoy, con la mirada hipnotizada en esos billetes quemados, la frase volvió a crepitar en su cabeza. Trinidad bostezó. El furor de hacía un instante se había retirado de su cuerpo como un mar que ha dejado plana la orilla. Se sentía cansada de súbito, como si su energía se hubiera ido con la sombra de ese infeliz.
¿Tal vez necesitaba más vitaminas?
¿Quizá debía trabajar menos?
El timbre de su celular la sacó de su letargo y, cuando vio el nombre en la pantalla, Trinidad frunció el ceño. Era Cecilia de Letts, que de seguro llamaba a joder por sus uniformes. Respiró hondo y se preparó para contestar.
«Chamba es chamba», es lo que le habría dicho la Rudi, de estar ahí.
Mientras la masa de los queques se estiraba al calor del horno, Zoila intentaba hacer lo mismo con la suya sobre el tapete que había extendido entre el basurero y el lavatorio. Se encontraba ahora en la postura que ella llamaba «la del gato» tras alternar con «la de la vaca», imitando con esfuerzo las ilustraciones que Tiffany le había descargado hacía un tiempo de internet. Días atrás la señora Pocha, dueña de la bodega de la esquina, le había dicho que el yoga era bueno para la espalda, y vaya si no necesitaba alguna solución así de natural. Zoila era consciente de que si continuaba aliviando con relajantes musculares la mala postura resultante de rellenar alfajores todo el día, todos los días, su hígado pronto no serviría ni para paté de quinta.
Zoila había visto esfumarse una buena tajada de sus cincuenta y tres años en aquel trabajo: surtir de repostería barata a las bodegas, colegios y fábricas de la zona donde viviera. Así había sido su destino de hija menor entre seis varones criados en Ferreñafe, antiguo dominio mochica al norte del país y actual tierra de cultivo de arroz. Mientras que los primeros hijos tuvieron el favor del ahorro de los padres para estudiar alguna carrera técnica y los menores tuvieron acceso a préstamos familiares para emprender un negocio, se convino de manera natural que la única mujercita ya encontraría un marido que en algún momento se la llevaría para desvirgarla y mantenerla. Estos planes, lamentablemente, no contaban con la mirada fulminante de Danny de los Ríos desde un escenario ni con su verga pertinaz, porque ni bien el pequeño pueblo de Ferreñafe se enteró del escándalo que armó la madre de Zoila en un hotelucho del centro, la chiquilla quedó marcada como puta. Solo un comerciante de rasgos orientales, años después, se fijó en ella con fines serios y de esa unión, tranquila en sus inicios, nació Tiffany Yamilé.
La pequeña expandió largamente el territorio de las ansiedades de Zoila y su esposo tuvo un respiro. Además, la joven madre sintió que le nacía una fortaleza y una convicción para salir adelante con su matrimonio y su cría. Cada día era una saliente que sus manos le ganaban al abismo.
La historia de Tiffany no iba ser como la suya. Ni cagando. Todo lo que pudiera ahorrar serviría para que su pequeña de ojitos chinos estudiara lo que le viniera en ganas. Por eso, hasta ahora le emocionaba recordar lo contenta que la vio llegar una tarde a su casita en Chiclayo, después de haber visitado con su colegio el museo que resguarda la tumba del Señor de Sipán.
—Ma, quiero ser como Walter Alva.
Si su hija quería ser como el gran arqueólogo peruano, lo que Zoila intentaba ser ahora era una garza, pero se estaba demorando mucho. Le costaba levantar la pierna tan alto. Su pelo rojo ya estaba mojado de sudor y le asaltó un curioso temor a que las gotas que brotaban tuvieran el color del tinte. Pero también le preocupaba que se quemaran los queques.
—Carajo, yo puedo, yo puedo…
Y como en una película de kung fu donde había visto que los monjes recitaban un mantra interminable a la hora de meditar, se le ocurrió que ella debía hacer algo parecido para relajarse. empezó con un «Dios te salve María», pero por una extraña razón aquel nombre femenino se convirtió en una letanía:Margaritacarolamirthamartharaquelanaclaudiapíasoledadángelayanellavarsoviainéspaulinanancydianacarolinasocorroasunciónisolinapatriciarogeliamaríajulialeonorpattyzoilabarbarellacarolinamarisolanaprudenciajossieclaudiajulietacarolinamónica…
Para cuando llegó a la postura de la Tola Dhriga —o «la de la lagartija», para ella— Zoila ya había murmurado casi un centenar más, en el orden que los había visto escritos cuando le robó a Danny uno de sus viejos diarios.
«Putas todas», había pensado cuando vio la lista, aunque su nombre apareciera en ella. Le había dolido verse rodeada de tantas mujeres que a sus ojos eran insignificantes, pero algo le decía que más le hubiera dolido no estar allí.
Pero para explicar ese momento quizá sea mejor retroceder un tiempo, a cuando volvieron a encontrarse después de más de treinta años.
Danny y Danielito —quien en unos meses viajaría a Chile a tentar suerte en un concurso y alcanzaría una fama súbita— habían sido contratados para presentarse como baladistas en un restaurante de Chiclayo con ocasión del Día del Padre. El hijo ya había aprendido del padre la gitanería y sus raíces empezaban a ser retráctiles. La ciudad había cambiado mucho. La avenida Balta, antes transitable bajo un leve rumor urbano, ametrallaba con bocinazos los tímpanos y albergaba a tantos comerciantes que hacía imposible pensar que sacaran una tajada decente. La mañana que Zoila pasó por el restaurante y vio el cartel promocional sintió la llamarada: allí estaba, tantos años después, la mirada traviesa de cejas rotundas, la nariz recta y, sobre la corbata michi, ese mentón partido que dividía sus aguas.
¿Sería reciente la foto?
Dejar una nota sería una forma de saberlo.
Cuando Danny recibió el papel y decidió buscarla para tentar un polvo celebratorio, Zoila confirmó que la foto mentía por varios años, pero no le importó demasiado. Lo mismo opinó Danny de ella consolándose, además, con la idea de que las vaginas no envejecen tanto como las caras.
Aquella revolcada fue crucial para Zoila. La fiera que habitaba al cantante en sus presentaciones rockeras reapareció al amparo del otro micrófono y, para cuando Zoila por fin se durmió arañada, entumecida y atontada por el combate, empezó a tejerse en su cabeza la resolución que marcaría sus años próximos.
La primera labor de su estrategia consistió en enterrar su ansiedad y desatar la risa. Cocinarle meros, cabritos y adobarse luego ella. Masajearle el ego y también la espalda. Para cuando Danny decidió excusarse con su hijo para pasar con ella más días de los previstos, Zoila decidió que había ganado el primer set y procedió a obtener el segundo: adueñarse de sus secretos. Una noche lo emborrachó fácilmente, pues Danny podía tener muchos defectos, pero el alcoholismo no estaba entre ellos. Con dulzura y aplaudiendo sus anécdotas le fue sonsacando aventuras, corazones rotos e hijos regados. De esa manera, con la convicción de quien inicia una cruzada, terminó de germinar en su mente la razón para estar juntos por siempre: sería ella, Zoila Quesquén Cornejo, quien lo redimiría de todas sus pendejadas pasadas. Así como el yoga hoy le enderezaba la espalda, su amor riguroso alinearía la vida de su marido.
Cuando timbró el reloj del horno, Zoila estaba haciendo la Sasanga —o «perrita en celo», según ella— y se levantó de a pocos para no marearse. En su polo de Minnie Mouse comprado en el mercado de Comas, entre sus tetas generosas, se había formado un charco de sudor. Fue a la cocina, apagó el horno y, protegida por sus guantes, sacó los moldes para que se enfriaran en la mesa. Luego caminó a su habitación y empezó a desnudarse. Evitó verse en el espejo y desvió la mirada hacia un grabado de la Santísima Trinidad que su madrecita le había regalado enmarcado. La alegoría mostraba tres Cristos idénticos, vestidos de blanco y sentados sobre unas nubes, que se diferenciaban por la postura de sus manos.
—Salud, dinero y amor —le había dicho la doña en Chiclayo.
La relación de ideas fue fulminante. Se quitó el calzón empapado y, con diligencia, lo frotó tres veces en la almohada donde Danny iba a enterrar la nariz esa noche.
Una hija aparecida de la más incógnita chucha jamás podría competir con eso.
Es un hecho irrefutable que las personas, a medida que envejecen, van teniendo más recuerdos y menos planes. Era de esperar, por lo tanto, que el propósito de cada día de una anciana como doña Blanca de Ríos fuera una roca a la cual aferrarse.
Aquel miércoles su propósito era cocinar una paella para sus hijos. Un arroz primo de las paellas, en verdad, porque no tenía ni la hornilla adecuada ni la sartén recomendada, pero, igual, ella se levantó con bríos, confiada en su cariño como ingrediente invisible y en las enseñanzas de su abuela como seguro contra catástrofes.
Luego de desayunar una naranja, un huevo pasado y café con leche, de tomar los suplementos que gracias a Dios le compraba Germancito, de despedir con bendiciones a Ronito para que no se matara en la moto y de asomarse a la covacha de Daniel para constatar que dormía en paz, puso sus pequeñas y manchadas manos a la obra. A las diez su lustrosa calva ya estaba perlada por el vapor del caldo de alitas, patas de pollo, choros y apio que revolvía empinándose en sus babuchas. A las diez y veinte apagó el caldo y tomó un descanso para evacuar las tripas en su baño rococó, repleto de los frascos de perfumes que había usado a lo largo de su vida y que ahora, vacíos, parecían un extraño museo dedicado a los aromas idos. El estreñimiento y la lentitud de movimientos propios de su edad se asociaron para que recién volviera a la cocina pasadas las once. Entonces, se tomó todo el tiempo del mundo para picar ajos y cebollas, para transformar tomates en pequeños cuadraditos, pelar langostinos, hacer tiras de pimiento, quitarles la piel a las presas de pollo y escoger los mejores trozos de chancho. Luego formó con todo ello un bodegón primoroso sobre el mostrador y buscó su olla favorita, la Rosarito, llamada así en honor a su abuela.
Y pegó un respingo.
Dio pasitos cortos y firmes por el pasillo de su departamento debido a su terror a esas caídas que rompen caderas y, una vez que estuvo en su habitación, se acercó a su cómoda. Entre viejos retratos y utensilios cosméticos cogió el frasquito minúsculo, reluciente, que contenía las hebras de azafrán que Germancito le había enviado el día anterior. ¿Cómo lo había olvidado? Un par de minutos después ya estaba echándole un par de esos hilitos rojos al caldo vuelto a calentar, tal como hacía tantos años le había enseñado su primo Igor cuando volvió de estudiar en Madrid y la deslumbró con sus aires mundanos.
En aquella época doña Blanca era una chiquilla de cachetes sonrosados y de pelo negro, casi tan corto como el de Betty Boop. Su acento amazónico aún estaba fresco y todavía la asombraban los adelantos con que se topaba en Lima: el tranvía, los autos de grandes aletas, las fuentes de soda que con sus neones y diseños galácticos imitaban a Norteamérica. A esa edad aún acompañaba a su abuela al mercado, pero la despensa que encontraban era muy diferente de la selvática que habían dejado atrás. Res y no sajino. Corvinas y no paiches. Naranjas en lugar de coconas. Pero la pequeña Blanca estaba feliz. En nombre del porvenir de ella y de su abuela, no extrañaba ni el calor, ni los mosquitos y menos las tareas que su abuela le mandaba a hacer cuando habían vivido en aquella casa de adobe con corral en el patio. «¡Métele el dedo a las gallinas, a ver si ya van a poner!». O cuando su abuela escupía al suelo bajo aquel sol tirano y la mandaba a comprar advirtiéndole: «Como vuelvas cuando ya se haya secado, ¡vas a ver!».
Ahora que sofreía las carnes en esa olla con nombre, doña Blanca sonreía y agradecía la fortaleza de aquella mujer recia y pensaba que, con una madre muerta al parirla y con un padre desaparecido, todo lo que sabía para bien se lo debía a ella, y todo lo que había aprendido para mal casi siempre lo había aprendido de los hombres. ¿No los había abandonado su padre? ¿No había sido hombre el médico que recetó sacarla para siempre de la escuela debido a sus migrañas? ¿Y no se portaba Alejandro como un cavernario cuando se pasaba de tragos y le reclamaba que no la había conocido virgen? Al menos sus tres hijos eran hombres de buen corazón. Doña Blanca pensaba que tenían sus cosillas, ¿quién no?, pero no podía decir que le hubieran jodido la existencia, sino al contrario.
Lo que sí le jodía la vida en este momento era no tener la sartén adecuada.
Pero qué va. Algún día. Tal vez Germancito.
Luego de que echó el arroz en el caldo con una lluvia cadenciosa, doña Blanca vio el reloj engrasado en lo alto de la pared —un día de estos Ronito tendría que limpiarlo— y tomó nota mental de los primeros quince minutos de cocción. Ya luego, con el fuego apagado, echaría los langostinos encima para que se cocieran con los últimos vapores. Suspiró. Notó satisfecha que a pesar de la faena su cocina lucía ordenada —solo unas malditas moscas jugueteaban sobre la tabla de picar, pero ya se encargaría— y, con las manitos bien limpias, tomó el frasquito de azafrán para guardarlo como un tesoro.
Después podría verse bien en su baño, pensó.
Unas cuadras antes de que el taxi la dejara en la última esquina de Larco, desde donde ya se veían ese par de rascacielos de cristal verde que miran al mar, Trinidad había recordado la emoción que sintió al pisar por primera vez aquella avenida mitificada de Lima. Su fantasía había nacido cuando ella y su madre aún vivían en Tarapoto, pero ya hacían planes para buscar fortuna en Madre de Dios. Una noche, cuando fue a dejarle en el bar el refrigerio que se había olvidado, los parlantes lanzaron los primeros acordes de Avenida Larco, una vieja canción peruana con influencia del rock progresivo compuesta por Frágil. Trinidad notó que al recibir el portaviandas, su madre parpadeó de manera eléctrica, como si un insecto se le hubiera metido a los ojos.
Cazadores vienen y van
buscando sus presas por la ciudad
motores rugientes en tempestad
llegan a Larco a manifestar
«La primera vez que vi a tu papá estaba cantando esta canción», fue todo lo que le dijo.
Trinidad, obviamente, le prestó toda la atención que pudo.
Un rato después, mientras sus piececitos la llevaban de vuelta a casa por las calles polvorientas de Tarapoto, la mente de Trinidad volaba más allá de aquel pueblo emergido de la selva. Se imaginaba las calles de la lejana Lima, de madrugada, y a muchachos blancos, parecidos a los turistas que caían por ahí, bebiendo cerveza en las capotas de sus autos. Veía a chicas desenfadadas, tomando mano a mano con ellos, con rulos rubios que reflejaban el color de los neones. También imaginaba rascacielos imponentes, porque las películas gringas que llegaban a la selva en VHS aportaban su cuota en la recreación de lo que debería ser civilizado, pero su decepción no fue mucha cuando al llegar a Lima no los encontró tan altos ni esplendentes, porque todo purgatorio siempre será mejor recibido que el infierno. Y aunque cuando Trinidad llegó a Lima ya no era la niñita que había escuchado aquella canción en Tarapoto, el susurro de su cuento de hadas personal le hizo saltar el pecho cuando pisó la avenida Larco por primera vez.
No hay mito, sin embargo, que pueda sobrevivir a la rutina.
Hoy, tantos años después, no se emocionaba por la avenida, sino por el recuerdo de aquella emoción.
Una vez que bajó del taxi y caminó hacia el acantilado, ya no era la fantasía de sus padres conociéndose lo que llenó el corazón de Trinidad, sino el mar abriéndose al horizonte.
Otro tipo de inmensidad, distinta a su selva, abarcándolo todo.
El sol estaba filtrado por un entramado de nubes, como suele ocurrir a mitad de año en Lima, pero la luz lavada le otorgaba a los contornos de la bahía una nitidez de carboncillo que decenas de turistas aprovechaban para sus fotos.
Como ya era cerca del mediodía y había viento a favor, algunos parapentes flotaban en el cielo gris, como medusas coloridas arrebatadas al mar.
Trinidad miró su reloj y calculó que podía permitirse un par de minutos antes de descender al curioso centro comercial construido sobre el abismo. Imitando a los turistas, se apoyó en una baranda para contemplar el paisaje y respirar algo de la brisa. La aridez puede ser bella.
Trinidad constató que las altas paredes basálticas que sostenían a la ciudad sobre el mar lograban una agradable comunión con los edificios que se habían construido encima.
Entonces, aspiró largamente y cerró los ojos.
Volvió a aspirar.
Aquí el aire tenía que ser más puro que en Gamarra: quien diga que la plata solo sirve para comprar cosas materiales es porque nunca ha estado en la miseria. Quizá en unos años podría mudarse cerca de aquí.
Quién sabe.
Pero el pesimismo le hizo abrir los ojos. Un avión cruzaba en ese momento la bahía, recién despegado del Callao, camino a internarse en las nubes. ¿Cómo sería viajar en uno, ver la ciudad como de juguete, tener la ilusión de estar más cerca del sol?
A lo mejor nunca lo sabría.
A lo mejor ya la estaban esperando.
Tomó las anchas escaleras y se sumergió en ese asombroso paraíso artificial bautizado como Larcomar. Cuando bajó la mirada volvió a constatar que se había vestido de una manera bastante digna: una blusa clara de algodón peruano y un pantalón negro de polyester que, sin embargo, para las pitucas limeñas, no habría pasado de ser un uniforme de vendedora de Oechsle. Cuando le consultó a un vigilante dónde se ubicaba La Bonbonniere, le fue fácil localizarla de lejos, gracias a su toldo rojiblanco. Para llegar a aquel restaurante acodado en el acantilado tuvo que pasar delante de la boletería de un multicinema, y a Trinidad le pareció extraña la costumbre de encerrarse en una sala oscura cuando delante de ella se extendía aquel mar al que podía mirar durante horas. Sin embargo, el afiche de una película hizo tambalear su reflexión inicial. Algo le comunicó el rostro alucinado de Johnny Depp fungiendo de Sombrerero Loco en Alicia en el país de las maravillas que le hizo prometerse ver esa película uno de esos días.
Veinte pasos más allá, entró al restaurante decidida y con la mirada elevada, en un gesto que se había impuesto para no parecer fuera de lugar. Cecilia de Letts ya estaba sentada en una de las mesas al borde del acantilado. El precipicio se extendía serenamente hacia un mar de azogue y la voz gatuna de Eartha Kitt cantando en francés le añadía a la vista una pícara placidez.
—¿Llegué tarde?
—No, no, ¡imagínate! —respondió Cecilia, apartando su agenda y lapicero—. Aproveché de venir antes para avanzar trabajo.
Se dieron un beso en las mejillas y luego acomodaron sus cosas. Mientras se amoldaba en el asiento, Trinidad sintió el calorcillo que despedía una estufa cercana y vio que un par de comensales usaban una manta azul sobre los hombros, cortesía de la casa. No supo qué la sorprendía más, si esa atención a los detalles o la nitidez con que la isla San Lorenzo se recortaba sobre el Pacífico.
—Estás regia hoy —comentó Cecilia, levantándose las gafas oscuras.
Si bien había exagerado su entusiasmo, Cecilia reconoció que con esa dentadura completa y aquel hoyo en la barbilla, Trinidad no era una mestiza del montón y que podía ser un buen prospecto de mujer exótica para cualquier gringo despistado.
—¿Te has hecho algo? —añadió, melosa.
—No, solo dormí bien —mintió Trinidad.
Cecilia alzó la mano con una coqueta torsión de muñeca y a los segundos se presentó un camarero de camisa blanca y chaleco rojo.
—Otro macchiato, por favor. ¿Tú?
Trinidad vio lo que Cecilia tenía en la mesa y sintió antojo de lo mismo.
—Un té y unos cachitos —los señaló.
—¡Los croissants aquí son es-pec-ta-cu-la-res! —aprobó Cecilia.
Trinidad sintió recelo de aquella amabilidad.
Luego de hablar del frío, de la humedad y de la vista mientras esperaban el pedido, Cecilia entró en terreno práctico.
—Te hice venir porque la última vez que hablamos —sonrió—, las cosas sonaron ásperas.
«Tú no me hiciste venir», pensó Trinidad, «yo vine porque quise».
—Los negocios son así, señora Cecilia. No se preocupe.
—Qué bueno que lo tomes así, porque creo que juntas podemos hacer grandes cosas.
Trinidad probó el té y era delicioso, no como el que compraba en sobrecitos baratos del supermercado. Le recordó al de las hojas que su madre conseguía en el mercado de Tarapoto para paliar la falta de leche.
—Además, malentendidos hay en las mejores familias. Tú no sabes cómo nos peleamos mis hermanas y yo… ¿tú tienes hermanos?
—No —contestó Trini, aunque pronto se dio cuenta de que quizá no había respondido lo correcto.
—Eso también tiene sus ventajas.
—Seguramente.
—Lo único malo, me imagino —reflexionó Cecilia—, es que a una le cuesta más aprender a compartir.
—No tengo cómo comprobarlo —se disculpó Trinidad.
Cecilia pellizcó un pedazo de su croissant.
—Te cuento —sonrió, mientras se rascaba el pelo con su tic—, que encontré a un contacto en el San Silvestre y podré colocar los uniformes que hicimos por error.
«¿Hicimos?», pensó Trinidad. «¿Por error?».
—Y he pensado que lo justo es ir a medias, como sugerías —volvió a sonreír Cecilia—, en aras de los negocios por venir.
Hacía un buen rato que en la cabeza de Trinidad venía dando botes un pensamiento y, al ver aquel brote de magnanimidad, decidió enviarlo de una vez a su boca.
—Hablando de ese error… —comentó.
Trinidad sacó un celular de su cartera mientras Cecilia mantenía la sonrisa.
—… encontré este correo.
Cecilia pellizcó otro pedazo de masa fingiendo interés.
—¿Quiere que se lo reenvíe?
Cecilia negó, sin borrar la sonrisa.
—Trini, no es necesario… —le palmeó la mano amistosamente—, si vamos a ser socias tenemos que confiar la una en la otra.
Trinidad sintió en aquella palmada el atisbo de un rabo de paja. Sí. Era casi seguro que Cecilia también había buscado el intercambio de correos y que se había topado con su error flagrante. Pero su vena de negociante también sintió el apremio de escuchar si la oferta que le estaban por hacer le convenía.
—¿Qué se le ha ocurrido? —inquirió Trinidad, dejando de lado su celular.
—Lo que te dije, ser socias.
Trinidad sorbió otro poco de té, un poco para disimular su reacción y otro poco para ganar tiempo.
—Hablemos claro, Trini. Ambas nos complementamos. Tú haces uniformes lindos a buen precio y yo tengo los contactos para colocarlos. Tengo amigos que son dueños de fábricas, hoteles, empresas… ¡nos puede ir regio!
Trinidad asintió, mientras se imaginaba las oficinas de esos amigos y las salas donde se reunían. Alguna vez había escuchado que los ricos de Lima hacían negocios en sus casas de playa y se preguntó cómo sería estar allí.
—Sin ir muy lejos —prosiguió Cecilia—, ya tengo cita con la directora del Villa María para hablar de un pedido increíble y quiero que me acompañes.
Aún deslumbrada por el sol que imaginaba en esas casas de playa, Trinidad volvió a asentir. Cecilia dio unas palmaditas de satisfacción asumiendo que la decisión estaba consumada.
—¡Qué lindo! —exclamó—, voy a pedir un vinito para brindar.
—No, yo no debería —se excusó Trinidad—. Más bien, tengo que ir al baño.
—Solo unito, mientras ajustamos detalles.
—Es que estoy tomando un diurético —decidió ocultar su dolencia— y el té…
Se levantó y un mesero le indicó el baño, que resultó estar arrinconado bajo unas escaleras, como al interior de un yate. Una vez que encendió la luz, Trinidad se vio en un estrecho cajón blanco decorado con primor. Al lado del inodoro, sobre la pared blanco humo, colgaba una ilustración art déco que resumía en trazos rotundos la bahía de Niza. El azul cobalto del agua estaba salpicado por un par de veleros y una mujer elegante, vestida a usanza de los años veinte, observaba el paisaje desde una terraza señorial.
Trinidad fue, por un instante, aquella mujer.
Hasta que recordó mirar al agua, la del inodoro, para verificar si todo estaba en orden. Por fortuna, nada de qué preocuparse el día de hoy.
Cuando volvió a la mesa se sentía de mejor humor.
«Una sociedad así», pensaba, «quién sabe».
—Me acabo de acordar de algo gracioso —le dijo Cecilia —, de esa cantante española que le gustaba mucho a mi mamá… ¡Mari Trini!
—No la conozco —se disculpó Trinidad.
—Mi segundo nombre es María. Así debería llamarse nuestra sociedad, ¿no te parece?
Entusiasmada como estaba, Cecilia no se dio cuenta de que la sonrisa de Trinidad fue solo un gesto de cortesía. En una hora llegaba un cargamento de telas a Gamarra y el trabajo tenía que continuar.
La única mosca que le faltaba matar se había posado sobre la manija de un repostero alto y eso implicaba un movimiento difícil. Doña Blanca se imaginó como una de esas tenistas que a veces salían en los noticieros e imitó un saque con el matamoscas. Se produjo un estruendo plástico… pero falló.
Debido a su altura, le habían faltado por lo menos un par de centímetros.
La anciana siguió con la mirada al insecto y notó que esta vez aterrizaba en la mesa, cerca de los cubiertos que le correspondían a Germancito.
Aquello no podía ser.
Constató que iba a ser una maniobra bastante arriesgada, bastaría un error de milímetros o un temblor de su mano para que los gérmenes se esparcieran al tenedor y el cuchillo. Dio dos pasos sigilosos, arrastrando con ligereza las pantuflas. Pestañeó, apenas. Recordó uno de los consejos típicos de don Alejandro, antes de que el cerebro le fuera carcomido y empezara a escupir barbaridades: «Todo está en la cabeza».
Respiró hondo, como le había enseñado el profesor de yoga que Germancito le había pagado antes de que se le arruinara la cadera, y disparó.
Cuando vio el cadáver aplastado lanzó un gritito y, mientras quitaba esa masa negra de la fórmica, la satisfacción transformó aquel acto venial en una ceremonia agradable.
De pronto captó una voces que reían y el sonido de una llave.
—¡Mamita linda, llegaron tus hijos guapos! —exclamó Ronald.
—Hola mamacita —la abrazó Germán.
Los hermanos se habían encontrado en la entrada del edificio. Ronald había estacionado su moto de reparto y Germán había hecho lo mismo con su BMW.
—Qué lindo tu saco —comentó doña Blanca—, ¿es nuevo?
—Nooo… —Germán minimizó su valor—, lo compré hace años en España…
Doña Blanca se alisó la bata de felpa y adoptó un puchero teatral.
—Yo quelo un saco nevo… —dijo, como si fuera una bebita, la señal inequívoca de que estaba de buen humor.
—Uy, mamita, ni bien lo ves ya lo estás picando… —se burló Ronald.
—Calla mela.
—Ya, mamá, la próxima semana vamos —aceptó Germán.
Los hijos tomaron asiento y doña Blanca empezó a servir de la cacerola. La olla despedía el aroma de los arroces que han sido cocidos con un caldo sabroso.
—¿Usaste el azafrán que te compré? —preguntó Germán.
—Claro.
—Está de campeonato, mamita —comentó Ronald.
—Si tuviera una sartén especial...
—…«haría una paella de verdad, como la que preparaba mi primo Igor cuando volvió de España…» —la imitó Ronald por adelantado.
—Qué jodido es este… —se lamentó teatralmente doña Blanca.
—Daniel la habrá probado cuando vivía con él —anotó Germán—. A propósito, ¿qué es de él?
—¡Está muertito, pues! —bromeó Ronald.
—¡No… Daniel! —rio Germán.
—Ya lo llamé… —se encogió de hombros la madre—. Creo que está de malas.
Ronald respaldó el comentario de doña Blanca a su modo: se pegó un tiro en la sien con el índice y reventó los ojos, ladeando la melena.
—¿Por la nueva hija? —tanteó Germán.
—Shhh, allí viene —advirtió la madre.
Del corredor que conectaba con el patio llegaron unos pasos en sandalias.
—¡Danito! —se levantó Germán.
La boca de Daniel hizo una curva que pretendió ser alegre, pero sus ojos la contradijeron.
—¿Cómo estás?
Daniel se sentó, respondiendo con un movimiento de hombros.
—¿Quieres sopa de ayer? —le preguntó doña Blanca, a lo que Daniel asintió.
—Mañana se empieza a construir la línea 2 del metro —comentó Germán— y yo voy a manejar la prensa.
—Bien ahí —se alegró Ronald.
—Va a ser el metro más moderno del mundo —apuntó Germán.
—Como diría el Jumento —sentenció Ronald—: «Más espacio para puntear mujeres».
—Esa es la desgracia de este país —corrigió Germán—, obras modernas con mentalidad prehistórica.
—Tómala toda, que te veo pálido —dijo doña Blanca, alcanzándole un plato a Daniel.
—Hablando del metro, ¿vive muy lejos…? ¿Cómo se llama…? —preguntó Germán.
—¿Trinidad?
—Sí, ella.
—No sé. Recién la voy a conocer pasado mañana.
—Te tiene preocupado, ¿no?
—No, no.
—¿Cómo que no? —intervino Ronald—. Si tienes cara de estar chupando limón, ¡pero por el orto!
—¡Ay, Rony! —exclamó doña Blanca.
—Cara de Rony, tienes.
—¡No, puta madre, no es eso! —se sulfuró Daniel—. ¡Me persigue Campanilla!
El nombre de ese lugar vibró como su significado.
De aquel episodio, Germán solo recordaba el rostro pálido de su madre, los ojos abiertos y la boca tartamudeando, con el teléfono en la mano.
—Pero eso fue… cuándo… ¿hace treinta años?
—Veintiséis.
Y entre cucharadas de sopa, muy espaciadas, Daniel volvió a recordarle a su familia una de sus mayores aventuras como músico. Empezaba la década de 1990 y el Perú vivía la peor crisis de su historia. Entre la hiperinflación y el terrorismo más sanguinario, Danny de los Ríos se buscaba la vida en la selva norte del país cantando con Los Rollers.
—Seguro paraban «rolleando» —comentó Ronald, imitando el armado de un porro.
—Un poquito, un poquito… —concedió Daniel.
Un día que habían salido de Tarapoto por el río a tocar en Bellavista y Juanjui, un empresario los tentó a alejarse un poco más por el Huallaga, aquel brazo caudaloso que termina en el poderoso Marañón, padre del Amazonas. El destino era Campanilla, un puñado de casuchas en plena selva, a hora y media en deslizador.
—Fuimos un éxito. Di el concierto de mi vida y nos pagaron en dólares. ¡Me hubieras visto, Germanito! Los patas me tiraban billetes, las chicas me tiraban sostenes… ¡la gente no podía más!
Mientras tomaba su sopa, los ojos de Daniel iban saliendo de la opacidad. Su voz había mutado de la pena al rebose, sin aduanas.
—¡Yeahhhhh!, decía yo, y la gente me imitaba. ¡Ooohh, yeaahhh!, volvía a decir yo, y la gente lo repetía. ¿Dónde te haces el pelo, Danny?, me preguntaban después. ¡Quédate, eres el rey!, también me decían, con ese acento bonito, ya vuelta.
—Y te quedaste en una —comentó Germán.
—Pero eso fue la segunda vez. Un pata se me acercó después del concierto y me dijo que tenía una discoteca grande. ¡De discoteca, nada! Era un chiquero de cañas y piso de tierra, y solo tenía un equipo de sonido portátil, de esos que tú tenías en tu cuarto. Yo le dije que le podía traer un equipo profesional de Tarapoto, con amplificador y buenos parlantes, y él me dijo de frente «vamos a medias». Ta madre, cómo me respetaban.
—¿Te sirvo tu arroz ? —preguntó doña Blanca.
Daniel aceptó, pero solo quería «un poquito».
—Desde la primera noche llenamos la discoteca. Yo hacía mi show con rock de los ochenta, ponía la música, vendía mi trago… a diez dólares el «rompecalzón», el «sietevergas», cada vaso...
—A la mela —se entusiasmó Ronald—, en esa época yo chupaba un mes con eso.
—En el día iba al mercadillo y compraba bolsas de hielo hecho con kerosene, sacos de naranja, piñas, coco… lo mezclaba con ron, whisky, gin, y lo ponía en botellones…
Germán se imaginó a su hermano en polo sin mangas y shorts, picado por los mosquitos, con la piel lustrosa a causa de aquel calor y el pelo enorme de antes, aleonado, mientras cortaba cada fruta. La versión en la cabeza de Ronald difería en que lo veía sin polo, alardeando de su piel sudorosa para coquetear mejor con una india horrible del mercado. Doña Blanca, en tanto, pensaba que en un año, máximo año y medio, tendría que cambiar de cocina.
—¿Y cómo hacías con la luz? —se interesó Germán.
—El grupo electrógeno del pueblo se apagaba a las diez y de ahí yo prendía el mío.
—Prendías tu huiro, malcriadazo —comentó Ronald.
—Era mi única distracción, porque con lo otro yo no me metía. Me querían pagar con coca y a veces con armas, pero yo prefería regalarles el trago. O ya, pues, me dejaban sus relojes, sus cadenas, hasta el día siguiente. Yo soy un artista, amo la música, no me interesaba lo que ellos traficaban.
—Le caíste bien al hombre —dedujo Germán.
—Él dio su permiso. Yo solo lo vi dos veces, la verdad. Puta, la segunda vez yo venía de bañarme en el río y lo vi en la pista de aterrizaje, a unas tres cuadras, cuando en eso llegaron tres helicópteros de la DEA. ¡La cagada! El hombre empezó a gritar «¡Puta madre, por qué mierda no avisan!», agarró su moto y se metió al monte. Dos de los helicópteros aterrizaron en la cancha del pueblo y el otro se fue a buscarlo. Cuando los gringos se quisieron llevar la parabólica que el man había donado, puta que el pueblo se puso bravo, huevón.
—Daniel, esa boca… —advirtió doña Blanca.
—Los gringos no se llevaron la antena, pero dinamitaron la pista… pero la gente al toque empezó a tapar los huecos.
—¿Y nunca conversaste con él?
—A mí nunca me habló, solo me sonreía. Su hermano, Calavera, sí me quería jalar a su orquesta, porque él tenía una orquesta, pero yo no tenía tiempo. Yo estaba a full con la discoteca.
Germán recordó en la mesa lo impactante que había sido, años después, ver a aquel hombre poderoso, apodado «Vaticano», denunciar que Vladimiro Montesinos, la mano derecha del presidente Fujimori, le cobraba cincuenta mil dólares mensuales para dejarlo operar en la selva, y, tiempo después, haberlo visto hecho un despojo de carne, tartamudo y babeante por tanta tortura, retractándose de lo dicho.
—¿Y qué fue de tu socio? —se interesó Ronald.
—Allí está la cagada. Al mes de empezar juntos me dijo que tenía que volver a Tarapoto porque su mamá estaba mal. «Dame mil dólares, Danny, y quédate con todo», me dijo. Así quedamos y me hice cargo. Me saqué la mierda, lo puse bonito, le puse techo de palma a la entrada, contraté dos volquetadas de piedra para que no tenga barro en el ingreso, todo lindo. Lo que pasó después ustedes saben.
—Cuenta nomás —pidió Ronald, lamiendo su plato.
—A los cuatro meses, a eso de las seis de la mañana, mi ayudante me avisa que la radio de Tarapoto decía que habían encontrado mi cadáver junto al Huallaga. ¡Danny de los Ríos, muerto! ¿Entienden? Al toque agarré un deslizador y navegué dos horas hasta Juanjui a buscar un teléfono para llamar a mi mamá.
—Fue el cagadón —recordó Ronald—, ¿te acuerdas cuando llamó la tía Lucha a decir que había escuchado la noticia en RPP? ¿Que un tal Danny de los Ríos había sido encontrado manco cápac?
—Quién habrá sido el muertito… —divagó Germán.
—Tú no me crees, pero la gente se vestía como yo… me imitaba… se teñía el pelo y se lo enrulaba igualito. Ese pata seguro se portó mal y ¡pum!, se lo bajaron.
—Fue horrible —asintió doña Blanca, mientras servía.
—Cuando desembarqué en Juanjui, ¡la gente se persignaba, loco! «Oche, Danny, ¿no estabas muerto?», me decían, ja, ja, ja, ja. Cuando por fin llegué al local de Entel Perú, el pecho se me salía. «Diosito, que me contesten, que me contesten», rogaba. Y en eso escucho, «¿aló?», con eco. «¡Mamita!», grité.
—Yo estaba al lado —asintió Ronald—, parecía La Rosa de Guadalupe.
—Y mamá me dijo al final: «¡Ven, salte de ahí». Y eso hice. Rematé todo en Campanilla y me vine con algo de plata. Todos se fueron a despedirme al muelle, todos. Hasta los militares. Pucha, la depre aquí me duró un año, creo.
—Dirás hasta ahora —corrigió Germán—, ¿no dices que estás triste por eso?
—¡No! Bueno, sí.
—Arrancó el bipolar —murmuró Ronald.
—Es que ayer fui a la audición del programa…
—¡Cierto! ¿Y?
—…no pude entrar. Me había hueveado de día.
—Ya te dije —se burló Ronald, imitando la calada de un pucho—, mucha hierba…
—¡Quién habla! —se quejó Daniel.
—Ya… —puso orden doña Blanca— aquí tienes.
Daniel recibió el plato sin mirarlo.
—Pero no sabes a quién encontré… ¡a mi socio en Campanilla, huevón! ¡Al Charapa! Ahora chambea de productor en el programa.
—Te ganaste.
—No me gané. ¡Me cagó! Me dijo que yo le debía plata, que había abusado de su confianza…
—Pero di la verdad, ¿lo cagaste o no? —se interesó Ronald.
—¡No! Yo le di lo acordado, pero me acabo de enterar de que, según él, yo tenía que darle un adicional después. Ustedes saben, para mí lo material no es lo más importante. Yo y mi música podemos vivir pobres donde chucha sea.
—Esa boca…
—Estaba molesto conmigo, pues. Esa audición era importante, los iba a cagar a todos.
—Yo creía —comentó Germán— que estabas preocupado porque vas a conocer a tu hija.
—Come que se enfría —advirtió doña Blanca.
Daniel bajó la cabeza y cogió el tenedor. Su euforia se había vuelto un conato de melancolía. De pronto, afinó la mirada.
—¿Qué es esto?
Doña Blanca estiró el cuello y vio, sobre el arroz, un residuo negro con una alita transparente.
—Ay, perdón, se me escapó…
—¡Ya no quiero ni mierda!
Daniel se levantó bufando y se fue. Por un rato, lo único que se escuchó en la cocina fue el rumor tartamudo de la vieja refrigeradora.
—¿Su hijita también será así? —se burló Ronald, antes de levantarse para lavar los platos.
Hacía mucho que Ronald había dejado de imaginarse dentro de ese casco como un corredor o un astronauta en lanzamiento. Desde que la ciudad había visto multiplicar sus autos como síntoma de una bonanza equivocada, el menor de los Ríos prefería considerarse, más bien, un insecto de ojos múltiples que podía anticiparse a las maniobras de sus oponentes.
El taxi que acababa de rebasar, por ejemplo, lo había cerrado tres cuadras antes, pero por fortuna su mano había estado atenta al manubrio. Quizá por eso prefería fumar hierba en las noches: ante ese videojuego de realidad mortal que es el tránsito de Lima, o uno cabalgaba coqueado, o se relajaba con marihuana.
Y de los daños, el menor. O el más barato.
Delante del taxi, frente al semáforo en rojo, había un Fiat conducido por una chica con pañuelo al cuello. Ronald aprovechó la breve parada para permitirse un pequeño experimento: se puso atento al cambio de luz y constató que el taxista que lo había cerrado tocó el claxon buscando apurar al autito.
El bocinazo fue simultáneo al cambio de color.
Ronald arrancó.
Aunque los ruidos le llegaban amortiguados por el casco y su maraña embutida de pelo, esos bocinazos no dejaban de irritarle como prueba de unos habitantes temerosos en el cara a cara, pero que se aleonan tras una carrocería. Ronald, sin embargo, había aprendido a guardarse los insultos. «No en vano uno ha vivido cuatro décadas», se decía, cuando aprovechaba los resquicios entre tensión y tensión —los semáforos en rojo— para tratar de comprender a los idiotas.
Ese taxista, por ejemplo. Quizá fuera un tipo con formación universitaria que había sido estafado con el sueño de una carrera con empleo esperándole en la meta y los bocinazos eran meras prolongaciones de sus tics nerviosos.
Y ahora que lo pensaba más, que ese Fiat fuera conducido por una mujer, ¿no había añadido su cuota? Ese «¡vete a cocinar!», que le escuchaba a tantos conductores, ¿no era la petición más sincera que un hombre podía hacerle a una mujer?
De pronto se vio al costado de la conductora. Manejaba con una gran concentración en la mirada, pero con distensión en los labios: canturreaba. Ronald atravesó un leve bache y ojeó de nuevo: la chica tenía un bate de beisbol junto a su asiento. Nada más raro en Lima que un bate de beisbol, salvo por ese contexto. Tenía que ser para defenderse. Recordó, entonces, las cosas curiosas que había visto en las ventanillas durante esos años de trabajo. Una biblia abierta en el asiento del copiloto que el conductor, un metalero, leía en cada semáforo. La mamada de una adolescente a un viejo en bata. Un pavo, con esa carnosidad enorme sobre el pico, sentado como el acompañante de una viejecita. Y una estampa tierna capaz de redimir todo lo anterior: un taxista que aprovechó una luz roja para hacerse el nudo de una corbata y luego se la entregó a su pasajero sentado atrás.
De pronto, sus multiojos se pusieron en alerta.
Más adelante, en un terreno que pronto sería edificio, una excavadora amarilla hacía maniobras. Entre la máquina y Ronald había dos microbuses y él sabía que donde hay construcciones hay también sorpresas. Lo mejor era aminorar el paso, meter cambio y que ronroneara la moto.
Además, ya estaba cerca.
Tendría tiempo de sobra para llegar al ensayo.
Un minuto después estacionó frente al edificio. Se quitó el casco y su pelo frondoso se liberó, agradecido, como un pulpo que ha salido de un frasco. El vigilante le sonrió, como siempre.
—¿Qué dice la calle, amigo?
—Dura, hermanito. Como pinga de preso.
El joven guardia le pidió su documento de identidad por puro trámite y Ronald se acercó a la mesa de partes para entregar la correspondencia que le habían confiado. Entre un lado y el otro del mostrador se instaló aquel intercambio que se repetía varias veces al día: una recepcionista que ojeaba más de la cuenta sus brazos tatuados hasta la muñeca, y una broma distinta que él ensayaba cada vez como respuesta.
—Así me siento más abrigado —fue su comentario de ese día.
La señorita sonrió y se dedicó a estampar varias veces el sello de «recibido» en el cuaderno de cargos del mensajero. Ronald aprovechó para ojear su celular y notó que tenía una llamada perdida.
Era de Germán.
Marcó el número de su hermano, contó dos timbradas y colgó; la contraseña para expresar que casi no tenía saldo. Hizo tiempo, volvió a bromear con el vigilante y se subió a la moto con displicencia.
No recibió llamado alguno.
Entonces puso el celular en vibrador y se lo pegó bien al cuerpo. Podía ser importante.
Fue veinte minutos después, en el límite entre Miraflores y Barranco, cuando sintió el cosquilleo.
Detuvo la moto de golpe junto al museo de arte contemporáneo y, para no perder la llamada, la aceptó antes incluso de quitarse el casco.
—Aló… ¡aló! —le habló Germán al aire.
—¡Holanda, tierra de libertad! —dijo, Ronald al cabo.
—Hola, Ronito.
—Qué acelgas.
—¿Te interrumpo?
—Noruega. Ya terminé la chamba.
Mientras Ronald hacía gala de su jerga geográfica, Barranco encendía sus primeras luces y un vendedor de emolientes cruzaba la avenida Grau rumbo a alguna esquina poblada. Ronald se fijó en tales detalles porque su sentido de la prevención no solo le pertenecía al asfalto: hacía mucho que había desarrollado el sentido de la defensa frente a los sermones. Le había bastado un pellizco del tono que había usado su hermano para darse cuenta.
—Lo que pasa es que me llamó mamá, preocupada…
Ronald asintió, mientras calculaba la edad del emolientero. ¿Sesenta? ¿Setenta?
—…mensajero…
Su cerebro se puso en función de lectura veloz, subrayaba en el aire solo las palabras clave.
—…tu edad, tú sabes…
Hubo un momento, cuando el viejo pujó y agarró viada para atravesar un rompemuelles, en que las botellas coloridas chocaron entre sí y aquel tintineo de hierbas curativas se le antojó a Ronald como una cortina musical.
—…peligroso…
La música también le entró por los ojos: en una pared exterior del museo de arte contemporáneo había una valla iluminada que anunciaba un festival de salsa en el Callao. Tres rostros sonreían al transeúnte, con camisas almidonadas y dientes blanqueados por el Photoshop. «Ese Santa Rosa tiene buena voz», pensaba Ronald, cuando de pronto se fijó en unos afiches, parásitos por una causa social, pegados en los límites de la valla. Decían #NiUnaMenos en colores chillones y llamaban a una marcha de protesta contra la violencia hacia las mujeres. Un mes atrás, una joven había sido golpeada y arrastrada de los pelos por su novio y una cámara de seguridad había captado la salvajada. La emisión de aquel video en los noticiarios y en las redes fue la gota que llamó a la acción.
—…seguro de accidentes…
Ronald se preguntó si no sería buena idea aprovechar la marcha para promocionar los temas de su banda punk. Ya lo consultaría con los compañeros ahora, en un rato.
—…¿entiendes, no?
—Sífilis, hermano.
—Todos queremos tu bien.
—Yantén. Me queda claro.
—Un abrazo, Ronito.
—Un abrazo, Germancito.
Ronald encendió la moto y sus penachos volvieron a comprimirse bajo el casco. En lo que quedaba de la ruta, comprobó que su enorme intuición era eficaz con la gente, pero se enfrentaba a un muro cuando se trataba de su hermano. ¿La llamada reflejaba una preocupación genuina? ¿O había sido un encargo de su madre? Entre embrague y embrague proseguían las dudas. ¿Cuándo empezó la distancia? ¿Dónde había quedado la espontaneidad de la niñez, en donde Germán le daba una patada cuando se sentía ofendido y él le respondía con un mordisco, y después todos como si nada?
Cuando un par de minutos después Ronald estacionó la moto junto a la casa de su amigo Toño —o de la abuela de Toño, más exactamente— se cuidó mucho de no acercarla a las buganvillas que caían por la pared. La señora amaba a las plantas más que a su sangre, y eso incluía a su nieto. Y fue entonces, al contrastar manías de ancianas, cuando se dio cuenta de que varios de sus amigos vivían con abuelas o con sus madres viudas, igual que él.
Conocer al padre a los veintinueve años sería el acontecimiento más indeleble en el día de cualquiera, pero Trinidad Ríos parecía escapar de las notas del manual.
Iba esperanzada y palpitante a aquel almuerzo, por supuesto, pero también trataba de asimilar los olores trementinados, los ambientes impersonales y las intrusiones que había consentido experimentar en su cuerpo aquella mañana. Se había levantado a las cuatro y cuarenta de la madrugada para desayunar algo seco y tener tiempo de recorrer en un taxi los kilómetros que la separaban del centro de atención. Tanta precaución fue, sin embargo, inútil: a causa del tráfico inexistente de esa hora, había llegado mucho antes de las seis. Las luces ámbar de Jesús María se expandían como astros gaseosos en la neblina ploma y el Hospital Rebagliati, unos pocos metros al sur, parecía el coloso heredado de una civilización pasada. Solo los pajaritos que cantaban por cientos en la arboleda de la avenida Salaverry le añadían a la escena un tono cálido.
Sin embargo, ya había gente esperando. Eran personas mustias que se aferraban a una hilacha de esperanza. Verse entre ellas la llenó de espanto y quién sabe hasta dónde habría crecido su pánico si no hubiera llegado Nieves al rescate, taconeando y con los crespos algo húmedos.
—¿Pensaste que no venía, zorra?
—Gracias, amiga —fue lo único que atinó a responder Trinidad, y fue lo más sincero.
La media hora que siguió fue una alternancia entre los nervios y las ocurrencias. Los dientes saltones de Nieves, amortiguados en su bemba, hacían más curiosas las observaciones.
—Ese señor tiene el color de Los Simpson —susurraba Nieves.
—Calla cojuda, que te escuchan.
—En serio… parece un post it.
—¿Qué tal con tu Pingalón? —intentó cambiar de tema Trinidad.
—Ese también parece un post it…
—¿Cómo?
—Se me pega bien.
Trinidad aguantó la risa a duras penas, como si estuviera en un velorio. Al constatar las miradas extraviadas de los otros le parecía inmoral abandonarse a un segundo de alegría.
—Ríete nomás, huevona —le sugirió Nieves.
—¿Y el viaje? —habló Trinidad, bajito—. ¿Todo listo?
—Este Pingalón es un bandido —arqueó la bemba Nieves, los ojos pícaros—, me envía fotos de la habitación del hotel y me pone «solo falta tu culito», ¿te das cuenta?
—Qué romántico —sonrió Trinidad.
Cuando dieron las seis y treinta, una enfermera de cara curtida pero de gestos amables le avisó a Trinidad que era el turno de su preparación. Un cirujano le iba a colocar la fístula y después le iban a anotar el peso, la presión y la temperatura antes de ser conectada.
—Amiga, te van a manosear más que en el Metropolitano.
Muchos de los latidos acelerados de Trinidad durante ese trance le fueron dedicados, en gratitud, a su amiga. Nieves no dejó de tomarle la mano en lo que duró el procedimiento y tampoco dudó en acariciarle la frente cuando vio aquel tubo que le iban a enterrar en el muslo.
—Deben creer que somos tortas —le había susurrado Nieves.
De pronto se puso seria, cuando comprobó lo grueso de aquella fístula.
—¿Tiene que ser de ese tamaño, doctor?
—Es la que damos en el seguro.
—¿O sea que sí hay más delgadas? —indagó Nieves.
—Sí hay, pero son mucho más caras.
—Mi amiga es empresaria, así que la próxima vez traeremos una.
El médico no supo si esa chica bromista hablaba en serio.
—Le recomiendo no meterse al agua —comentó el doctor.
—¿No se puede duchar?
—Ducharse, sí. Lo que le recomiendo es que no se sumerja, por la presión del agua.
—Se te acabaron los polvos en el jacuzzi —le susurró Nieves a su amiga, en el oído.
Trinidad sonrió, a pesar del dolor.
De allí, la misma enfermera la escoltó al control de peso, presión y temperatura. En la consulta anterior, el médico le había recomendado que luego de aquella cirugía lo aconsejable era descansar un día, por lo menos, pero Trinidad, terca y decidida a no perder otra jornada de trabajo, guerreó para no dilatar más su limpieza. Fue así que esa misma mañana, cuando el sol ya estaba oculto por la capa de nubes, Trinidad fue trasladada a esa sala en donde Nieves ya no la pudo acompañar.
—Te espero afuera, por si te da una chiripiolca.
El aséptico conjunto parecía una sala de exhibición macabra, en la que se vendían sillas de dentistas. La diferencia, siniestra pero necesaria, estaba en esos equipos adosados al asiento, en donde la sangre entraba impura por una manguera y salía renovada por otra. Trinidad empezó a canturrear una canción por los nervios, la primera que se le vino a la cabeza. Pero luego de que una enfermera la cubriera con una sábana, terminó por caer dormida durante las tres horas siguientes. Luego tendría tiempo de sobra para recuperarse y conocer a su padre.
Para Daniel Ríos, por su lado, la inminencia de conocer a Trinidad le provocó una hemorragia de recuerdos difusos mientras la esperaba en el restaurante. Su época en Tarapoto no era muy clara y no recordaba con precisión a la madre de Trinidad. ¿Con cuántas mujeres se había acostado en esos años felices? ¿Con cuántas sin condón? Alguna vez, por esa época, su hermano Germán había comentado que su pinga sufría de lo mismo que su país: una hiperinflación galopante. «Quizá había tenido razón», pensó. Así como el exceso de billetes logra que cada uno valga menos, la demasía de polvos le restaba significado a cada uno. De aquella década turbulenta, solo dos o tres mujeres emergían nítidas para Daniel, y ninguna era la madre de la chica que estaba por conocer rodeado de pollos a la brasa.
La más significativa, por supuesto, había sido Martha: la única con quien se había casado. Al recordarla en la bruma, Daniel volvió a tener veintisiete años y se vio melenudo, guapo y alocado, haciendo chillar a sus fanáticas en las fiestas nocturnas de Tarapoto. Lo acompañaban Los Rollers en guayaberas psicodélicas y juntos creaban una burbuja de energía que él consideraba cósmica en medio de la Amazonía. Muy lejos, en Trujillo, habían quedado su primera novia y un hijo pequeño del que no sabría más. Era problema de ella no haber querido acompañarlo hasta esa selva, pues hay que ser una mujer terca para no entender que el artista debe ir a donde lo aplaudan. En cambio Martha, la cimbreante chica de Lamas con la que se casó en Tarapoto ni bien la conoció, sí parecía entender la vida del artista y lo esperaba cada noche, inmovilizada por una preeclampsia. De aquel embarazo confinado a una cama nacería Danielito, el cantante peruano más famoso en Chile, pero para eso debían pasar casi tres décadas. Según Daniel, Martha solo engordaba postrada y se negaba a recibir su espada por recomendación de un doctor maricón que de seguro le tenía celos, porque, ¿quién en Tarapoto no quería un poco de ese micrófono de carne?
Lo que Daniel no recordaba —o no quería recordar— eran las escenas de celos provocadas por sus infidelidades. Los lápices de labios ya no en el cuello, sino en la ingle. Los reclamos de la dueña de la pensión, que todos los días recibía encargos telefónicos. Las historias que las amigas venían a contarle a la futura madre, mientras algunas ocultaban que ellas mismas habían tenido que aliviarle la presión seminal a su marido para así cuidarla. Con esa misma desfachatez, la cabeza de Daniel recordaba hoy que Martha había sido una posesiva de mierda, pero borraba convenientemente no solo su frescura, sino los golpes que él le había tenido que zampar —nunca en la barriga, eso sí— para que la endemoniada no exagerara con sus berridos ni le atinara con esa tijera que siempre amenazaba con clavarle en los huevos.
Si el recuerdo no te hacía feliz, ¿para qué invocarlo?
Ahora que se acercaba el encuentro con la hija de uno de esos polvos olvidados, lo que atormentaba a Daniel era su mala suerte, esa telaraña maligna que lo envolvía desde que era pequeño. ¿Cómo explicar, si no, su confusión de fechas con la audición? ¿De qué otra forma llamar al hecho de ser un hombre incorruptible en plena fábrica del narcotráfico y encontrarse años después con un desubicado de quien dependía su éxito en la televisión? ¡Y encima ahora, cuando su billetera estaba más vacía!
Daniel sintió un hincón. La chica que iría a conocer en un instante le había dicho que tenía una enorme urgencia y entre los simpáticos mensajes que desde entonces habían intercambiado se lo había deslizado alguna vez, de forma indirecta. Lo más seguro es que quisiera plata. Si la fama se asocia muy fácilmente con la fortuna, ¿no sería que el recuerdo de su rutilante carrera selvática, unido al suceso de su hijo Danielito, había creado en esa chica alguna fantasía de resarcimiento?
El mesero, de pronto, se le acercó para saber si necesitaba algo más.
«Nada», respondió él. Con la manzanilla que había pedido para su garganta estaba bien. En el transcurso de esa mañana ya se había lavado los dientes dos veces y luego de almorzar entraría al baño para hacerlo una vez más, ya se sabe que en bocas limpias viven gargantas sanas.
La intrusión del mesero le recordó a Daniel que esa taza estaba para ser sorbida. El aroma de las flores trituradas se mezcló con el del pollo que giraba sobre los carbones. Quizá fue la grasa de los pollos cocinándose sobre esas brasas, sumada a una canción de Abba que empezaba por la radio, lo que le hizo recordar una noche de goce inesperado, años atrás, sobre esa misma pollería. En el tercer piso funcionaba un karaoke a donde él y sus hermanos llevaron a su madre casi a rastras el día de su cumpleaños. «Es a dos cuadras, ¡vamos caminando!», le había insistido él. Y aunque doña Blanca la llegó a pasar bien —se bebió tres copas de vino, algo insólito—, fue Daniel quien disfrutó más la celebración. Recordemos que era de noche y que sonaban canciones viejas: si su vida hubiera sido un frasco, ambos ingredientes habrían estado impresos en la etiqueta. Apenas entraron, se hizo cómplice de la encargada de poner los videos y, cuando menos lo esperaba su madre, sonaron los acordes de Chiquitita, una de las canciones que solía ensayar en la casita de Trujillo. A Daniel la bastó un ligero esfuerzo para que su voz pulverizara a ese piano de juguete, y es que la presencia de un cantante profesional en un karaoke es como la visita de un atleta en unas olimpiadas de barrio. Era curioso ver cómo los oficinistas en plan de farra se volvían corderitos, y hasta alguna secretaria suspiró entre los mordiscos a su chicharrón. Como era de esperarse, el corazón de doña Blanca se volvió melcocha.
Germán y Ronald tampoco pudieron escapar de los ojos aguados.
A sus cabezas volvieron tiempos de casita provinciana y un candor que hacía mucho se había ido al desagüe. Danny de los Ríos había logrado ese milagro luego de haber desplazado a Daniel, pero el espectáculo no terminaría allí. Gracias a una propina concertada, el cantante pudo empalmarle otra canción a la primera y su aceitada garganta exhaló un agudo y tierno «Uuuuuuuuuuuuuuu», que sirvió de puente entre los reyes suecos y la reina del disco. «Last danceeee… laaast chance for loooove…», serpenteó la primera estrofa, como una boa en el cuello de Donna Summer y, para cuando los tambores y guitarras reventaron, aquel sucucho escondido en Lince se llenó de una vibración digna del Studio 54.
—Fue la mejor actuación de mi vida —comentó Danny al día siguiente, convertido otra vez en Daniel.
—Y nosotros te vimos, loco —le alegró la mañana Ronald.
Pero el escenario, hoy, era muy distinto.
Junto a aquella mesa barnizada por la grasa, con esa luz convaleciente que Lima tiene en invierno y las bocinas de la calle que no aportaban música, Daniel era un pez fuera del agua. Peor aún: era un pez con preocupaciones mayores que estar fuera del agua.
Fue aquella la cara que Daniel llevaba cuando su nueva hija se le acercó.
—¿Danny? Soy Trinidad.
Daniel se levantó con la mirada alucinada.
No sabía que lo había electrificado más: si el orgullo de que su hija lo conociera por su nombre artístico o la sorpresa de ver su mentón partido en ese rostro femenino. De algún rincón de sus tripas emergió una corriente de bienestar que opacó sus preocupaciones y le hizo abrir los brazos. Trinidad no se esperaba tanto cariño y, en un solo instante, la mañana de mierda que había tenido se alejó como un búmeran que tomaría su tiempo en regresar. Los ojos de ambos se humedecieron y ningún mesero se atrevió a acercarse hasta no estimar que se hubieran secado.
—¿Qué quieres comer? —preguntaría luego Daniel, para ayudar a aterrizar las emociones.
—Pollo será, ¿no? Yo invito.
Daniel celebró la moción y se dejó llevar por la euforia.
—Ya me adelantaste algo por los mensajes, pero cuéntame todo, ¡de cero!
—Ah, la cosa es así.
Con la voz sosegada y limpia de Trinidad, que podía ser áspera al recordar injusticias y tierna para lo demás, el rompecabezas de Daniel de los años en Tarapoto fue adquiriendo otras piezas que de otra forma jamás habrían llegado a su conocimiento.
—¿Ya saben qué van a ordenar? —interrumpió un mesero.
—Pollo para los dos, ¿no? Pero mi ensalada sin tomate, por favor.
—¿No te gusta el tomate? —se interesó Daniel.
—Es que no puedo comerlo, a menos que lo hayan remojado toda la noche.
El misterio que era esa chica para Daniel iba salpicándose de luces con cada palabra, aunque el núcleo aún se mantuviera en tinieblas.
El nombre Trinidad lo había heredado de su abuela materna, una mujer recia y obstinada de Chachapoyas que había sido hija de un cauchero aventurero.
Su madre se había llamado Carolina, un nombre que no sobresaltó ni a Daniel ni a Danny de los Ríos, pero para el cual ambos inventaron una sonrisa respetuosa. Según Trinidad, había muerto en Madre de Dios, en la selva sur del Perú, cuando ella tenía catorce años. Daniel no se atrevió a preguntar la causa. Temía en lo profundo una muerte trágica, como suele ser la vida de muchas peruanas que van ilusionadas a esa tierra donde el paraíso y el infierno duermen abrazados. Tampoco se atrevió a preguntar por la cicatriz en su mano.
Lo que sí sorprendió a Daniel —y mucho— fue saber que el apellido Ríos que llevaba Trinidad no se debía al suyo, sino a la casualidad.
—Mi mamá se apellidaba como tú —le explicó—. Por allá hay tantos Ríos como aquí hay Rodríguez —sonrió.
Daniel se sintió aún más incómodo por no recordar a su madre y también percibió una leve quemazón en su orgullo, una cierta decepción al ver que a esa chica no la habían marcado a propósito con el signo de su estirpe. Sin embargo, cosa rara en él, lo pudo disimular.
—Tienes bonita mirada —dijo, al cabo, y se sorprendió de que en su comentario no se agazapara el piropo cazador.
—Tramposo, si tenemos los mismos ojos —sonrió Trinidad.
—Pero estás pálida.
—Estoy anémica… y hoy tuve una mañana difícil.
Por el gesto de Trinidad, Daniel supo que se acercaban al nudo de aquel encuentro: su hija estaba enferma y necesitaba plata.
En ese instante llegó el mesero con el pedido y la interrupción sirvió para que Trinidad contemplara la mejor manera de contar lo que llevaba en la cabeza.
—Cuando viajamos de Tarapoto a Madre de Dios, yo tenía diez años. Puerto Maldonado eran unas cuantas calles llenas de polvo y no es lo que es hoy.
—Sigue siendo una porquería… hace un par de años canté allí.
—Da igual. En esa época «La Pampa» tampoco era lo que es hoy.
Daniel ignoraba a qué se refería Trinidad con ese nombre. Pero ella fue tallando, palabra por palabra, la gigantesca cicatriz de muerte que los mineros de oro habían hecho crecer en esa selva.
—Había actividad, pero no era tan grande como ahora. Lo que sí había era más plata que hoy, al menos para nosotras.
—¿Tú también eras…? —se impresionó Daniel.
—No, yo no —se apresuró Trinidad—. Mi mamá jamás lo habría permitido. Mientras ella trabajaba en el Suri…
—¿El Suri…? —tanteó Daniel.
—Un prostibar, pues… Pero ella trabajaba de otra forma. Y yo también.
La mirada de Trinidad se volvió curiosa.
—Tu sortija no es de oro, ¿no?
Daniel asintió, incómodo.
—Es imitación —concedió.
—Con el tiempo una saca ojo biónico —sonrió Trinidad—, pero igual préstamela.
La sortija era pesada y tenía una D maciza coronando su cara.
—Imagina que esto es oro puro —dijo, sopesándola—. En el río tenemos que capturar miles y miles de granitos de oro para armar un anillo así. La mejor forma de atraparlos es con mercurio. Mi mamá decía: «¡El mercurio es un pendejo!... ¡se monta al oro y no lo deja!».
Daniel sonrió al escuchar el canto selvático que Trinidad imitaba, aunque en verdad le había brotado del tuétano, adormecido por tantos años de vida en Lima.
—Esa mezcla de oro y mercurio pegados se llama amalgama. El siguiente paso para llegar a esta sortija es quitarle el mercurio. ¿Sabes cómo se quita?
Daniel negó con la cabeza, mientras se llevaba a la boca una papita de puro nerviosismo.
—Hay que quemar la amalgama para que el mercurio se evapore y quede el oro solito.
—¿Quemar? ¿Con candela?
—Como un anticucho.
—¿Y tú hacías eso?
—Hay mineros que lo hacen y asumen el costo como hombres —Trinidad endureció la mirada—, pero hay otros, rosquetes, que se lo encargan a otros.
—¿Costo…?
—Yo tenía diez, once. «No pasa nada», nos decían. «Después te suenas fuerte la nariz y ya está…»
Daniel se quedó mudo por un instante, observando el vapor que despedía su pollo.
—¿Y qué te hace ese humo? —se atrevió, de pronto.
—Si no te mata, te deja loco.
Trinidad lo había dicho con un desparpajo que lo hacía parecer un chiste, pero Daniel no era tan insensible como para no intuir el pozo de donde venían aquellas palabras: una niña atrapada en el calor infernal de la selva quemando metales sobre una hornilla para evitar una vejación peor.
—En el fondo tuve suerte —dijo ella, intuyendo lo que pensaba su padre—. Niñas de mi edad murieron de tuberculosis, sida…
—Cuando dices que te deja loco… ¿es verdad?
—Es lo primero que debería pasarte. ¿Conoces al Sombrerero Loco de Alicia en el país de las maravillas? Justo ayer vi la película.
—No, no la he visto.
—En internet encontré que los que fabricaban sombreros en Inglaterra trabajaban con mercurio y terminaban medio locuelos.
—Pero tú estás bien, ¿no? —tanteó Daniel, más preocupado.
—Creo que sí. No sé por qué, pero el mercurio se saltó mi cerebro. Lo que sí tengo son migrañas y a veces me pongo histérica de la nada.
—Yo también me ofusco a veces… puede ser hereditario —confesó Daniel, con la mirada culposa.
—Me canso rápido… me hincho, mira —y le mostró sus tobillos—. A ratos también me viene un sabor amargo a la boca.
Daniel asintió, dándole un sorbo inconsciente a su Inca Kola.
—¿Y tus pulmones?
—Eso es lo otro. También se me deberían haber malogrado, pero no. Por alguna razón que no entiendo estamos aquí, ahorita, conversando.
Daniel notó que su porción de pollo estaba casi en esqueleto y que no se lo había comido por apetito, sino por nervios.
—¿Y tú? —se lanzó Trinidad, con esas miradas que piden rendición de cuentas.
—Mi vida no ha sido tan dura. Mi vida personal y artística han sido bendecidas por Dios, nuestro Dios que se alegra cuando lo alaban cantando.
Trinidad recordó, entonces, una de las tres pistas que su madre le había dado sobre su padre: que era un artista endemoniado asesinado por sicarios.
—No entiendo. ¿Le cantas a Dios cuando estás actuando?
—No, pero soy su instrumento. Su espíritu me posee en el escenario y yo me brindo en cuerpo y alma para que la gente pase grandes momentos.
—¿Siempre has pensado así? ¿Desde chico?
—No, no siempre —respondió Daniel, dejando de lado el alita que estaba por chupar: lo que pensaba narrar era demasiado solemne para él—. Pero siempre supe que tenía un don. El año 1977, cuando tenía diecisiete o dieciocho, estaba caminando por una calle de Trujillo, la avenida España, cuando de pronto escuché a unos músicos que estaban ensayando dentro de un local. Me asomé… ¡y era América Latina! El grupo que la rompía en las fiestas y que ya tenía un par de éxitos en las radios de allá. ¿Crees que me chupé? Yo tenía en las manos un disco de Las Águilas que me acababa de comprar con mis propinas. Cuando vi que habían terminado de ensayar les dije: «¿Se saben esta?». «¡Claro!», me dijeron. Era Hotel California. «Yo la canto igualito», les dije. «¿A ver?», y me dieron al toque un micrófono. Me acompañaron de principio a fin y cuando finalicé estaban alegres, contentos, me felicitaban… «¿Cómo te llamas?», me dijo alguien. Y yo ya sabía qué responder:
«Soy Danny de los Ríos».
—Qué paja.
—Y eso no es todo. Uno de los hermanos del grupo, el gran Franco Sánchez, entró a su oficina y salió con un estuche negro. Era un micrófono nuevo marca Sennheiser. Y me dijo: «Considérate parte de América Latina».
—Wuao.
—Comenzaron a aplaudirme y yo acepté emocionado, al borde de las lágrimas, no lo podía creer. «Vienes mañana para seguir ensayando», me dijeron, y me despedí de cada uno con el corazón en la boca. «¡Gracias, Diosito!», pensaba, pero no lo decía y salí raudamente del local con mi disco bajo el brazo y comencé a correr hacia mi casa, saltando, feliz de la vida, llorando de emoción, sin importarme lo que pensara la gente al verme así… y no he parado desde entonces.
Trinidad le alcanzó una servilleta de papel para que se secara las lágrimas. En ese instante su mente se debatía ante varios frentes: la extraña emoción de conocer así a su padre, la sospecha de su fragilidad emocional y una punzada por haber perdido el momento ideal para pedirle lo que tanto necesitaba.
—¿Y tú cantas? —le preguntó Daniel, sonándose los mocos.
—Tengo buen oído. No ha pasado ni un segundo, y ya sé qué canción acaba de empezar a sonar.
—¡Bien! —palmoteó Daniel—. Eso se lleva en la sangre.
Entonces, Trinidad aprovechó la oportunidad.
—¿Y qué tipo de sangre eres? —preguntó, simulando despreocupación.
—A positivo —respondió Daniel, sin pensarlo.
Trinidad sintió un vapor cálido en el pecho, la sensación de haber pasado el primer obstáculo en un programa millonario de concursos.
—Tenemos la misma sangre —dijo, sin disimular la emoción.
Entonces, Daniel comprendió. Fue como si Santa Cecilia, la patrona de los músicos, lo hubiera iluminado. Él, que toda su vida había sostenido un discurso que minimizaba el dinero para no sentir tanto su pérdida, sentía que las clavijas de su filosofía se afinaban con aquella petición de carne y no de billetes, pues nada hay más sublime, se dijo, que compartir con una hija una parte literalmente tuya.
Mientras Trinidad explicaba el tratamiento con nerviosismo, el músico se quedó observando en ella esos ojos pardos y las cejas gruesas que tantas veces había visto cuando practicaba frente a los espejos; examinó el contorno moreno de esas mejillas que, sin duda, eran herencia de esa Carolina que no recordaba y, al final, depositó su mirada en el cuenco de esa barbilla que confirmaba su paternidad con más claridad que un examen de ADN.
—¿Entonces? —musitó Trinidad, temerosa—. ¿Me lo vas a donar?
Daniel dejó que ese Dios del que era instrumento le agarrara la muñeca para posar su mano sobre la de su hija.
—Sí, claro —murmuró, conmovido.
Mucho tiempo después, cada vez que pasara frente a esa pollería de Lince, Trinidad recordaría el bálsamo que le significó escuchar aquel compromiso. Las bocinas de los conductores desesperados que por allí transitaban bien podían haber sido trompetazos que anunciaban su sanación, y también la cortina musical del diálogo que tuvo con Danny mientras ella se subía a un taxi.
—¿Y quién te dijo que soy tu papá?
—La vida, pues —le respondió ella.
Germán fingía atender con atención, pero en secreto luchaba contra una hilacha de asado incrustada en su segundo molar.
En ese instante estaba hablando la presidenta de la Sociedad de Minería, una cincuentona que, aunque jovial, se había entrenado para ser tajante en sus intervenciones. En su pelo corto y esponjoso, de color dorado, podía leerse también el simbolismo de una corona en una mesa mayormente poblada por hombres.
Por la mente de Germán pasó levantarse, salir a su auto y sacar la navaja suiza de su guantera para usar el mondadientes, pero una combinación de pudor —por alejarse mucho tiempo de aquella discusión— y de reto personal —la lengua es también una herramienta— lo hicieron quedarse sentado.
Ahora había empezado a hablar el gerente de comunicaciones de una mina muy importante que operaba en el sur.
—Así como hay una racha de marchas organizadas por los radicales en el campo, debería haber la forma de organizar marchas, pero a favor nuestro, en las ciudades donde estamos generando trabajo —decía el hombre, antes de coger de la fuente un sánduche de carne.
—Es verdad —intervino el funcionario de una minera del norte—. Es escandaloso que la prensa muestre ese desmadre contra la minería que trae progreso, y que nadie marche contra la minería ilegal, por ejemplo.
A Germán le provocó dar su opinión, pero notó que su lengua estaba por vencer a la hilacha.
—Es lo mismo que pasa aquí con el transporte —opinó el ejecutivo anterior—. Los dueños de micros hacen un paro en Lima contra el «abuso» de la autoridad que los quiere poner en orden, pero hay pasajeros que los defienden porque los pobrecitos tienen derecho a trabajar. La excusa de darles de comer a tus hijos es buena para cualquier desinformado.
Como a pesar de su esfuerzo la hilacha solo se había soltado de un extremo, Germán decidió olvidarse de ella por un momento.
—Ustedes han dado en la clave de lo que podríamos hacer como estrategia —dijo, de pronto—. Nuestro país asocia la palabra minería con hechos oscuros. Que los españoles nos colonizaron a causa de nuestro oro y plata. Que miles de indios murieron en las minas. Que los mineros trabajan en la oscuridad mientras que los agricultores trabajan en los campos soleados. Fíjense que las asociaciones de este tipo hacen bien difícil que la gente sienta orgullo por nuestra minería en comparación con nuestra agricultura.
—Además que nuestros minerales no se comen —apuntó la presidenta de la Sociedad.
—¡Exacto, exacto! —le sonrió Germán—. Un peruano siempre va a estar más orgulloso de sus cinco mil variedades de papa que de una veta de cobre. Por eso, hasta que no tengamos un gobierno hábil, que sepa negociar con los dirigentes que usan a la minería como excusa para ganar poder, propongo una estrategia de dos tiempos. En primer lugar, una que separe a la minería responsable de la minería ilegal. La que trae progreso de la que trae destrucción. La que tiene los estándares del siglo veintiuno contra esa que esclaviza gente, no paga impuestos y contamina ríos. Hacer que la gente tenga esta distinción es vital.
—¿Y la otra parte? —se interesó la presidenta.
—Esto que acabo de decir tomará un par de años en empezar a calar —reflexionó Germán—. Pero desde ya deberíamos trabajar en una campaña seguidora, que muestre con ejemplos que el campo y la minería pueden vivir juntos. Es más: que la minería puede ser el mejor aliado para los agricultores. ¿No han construido ustedes un reservorio de agua espectacular en lo que alguna vez fue un tajo?
El ejecutivo de la minera que operaba en el norte asintió, orgulloso, ante la mirada de sus demás colegas.
—Sí, los agricultores tienen más agua en la época seca. De eso sí no se quejan…
—Y nadie se ha enterado en el resto del país —afirmó Germán—. ¿Y saben por qué? Porque no hemos instalado estas dos ideas. Hay que desarmar el sentido común para instalar uno nuevo.
La presidenta de la Sociedad tomó nota en una libreta, en un gesto que a Germán le pareció un abrazo de felicitación. El vicepresidente del gremio, un tipo con fama de trepador, aprovechó la intervención de Germán para dar una perorata de su propia cosecha.
Fue entonces cuando vibró su celular.
Germán vio la pantalla de reojo y notó que era su madre. Se apartó de la mesa y caminó hacia un vestíbulo que antecedía al salón del directorio.
—¿Mamá?
—Hijito… —era un hilo de voz—, disculpa que te moleste.
—Tú nunca molestas, mamita —respondió Germán, consciente otra vez de que tenía que sacarse esa hilacha.
—Es tu hermano…
Por el cansancio que arrastró la frase, Germán supo que se refería a Daniel.
—¿Qué ha pasado?
—Lo veo muy triste… y eso a mí me da ganas de llorar…
Del otro lado de la línea sonó un moqueo.
—¿Pero no estaba contento después de conocer a su hija?
—Sí… pero ahora lo veo deprimido, no sé… está sin plata… no come… y a mí me da miedo que esté muy débil para donar su…
Del directorio llegó el estruendo de una carcajada. ¿Qué podría haber ocurrido? Debía ser que había hablado el gordo Ponce, se dijo Germán, ese tío era un personaje de otro planeta. Y tenía bonitos ojos.
—Mamá, tú sabes cómo es tu hijo. Un minuto está feliz y al siguiente está que se muere. No te preocupes.
—Ayúdalo, hijito.
—¿Pero cómo lo voy a ayudar, mamá? Ni que fuera psiquiatra.
—Ayúdalo con el programa de televisión, tú conoces gente. Hazlo por mí.
Germán notó que en una mesa, al inicio del vestíbulo, había un paquete de libros envueltos por una bolsa transparente. Seguramente iban a ser repartidos al final de la reunión del comité.
—Ya, mamita, veré qué puedo hacer.
—¿Me prometes?
Germán se acercó a la mesa y vio que eran unos libros sobre metalurgia en el antiguo Perú. Echó un vistazo alrededor y comprobó que no había nadie más en aquel espacio aséptico y alfombrado. Quitó, entonces, la envoltura de plástico.
—Te lo prometo, mamá. Dime, ¿qué has cocinado hoy?
—¿Vas a venir? —se le abrillantó la voz a doña Blanca.
—Hoy no puedo, mamá. Solo quiero saber de qué me estoy perdiendo, para morirme de envidia.
—He preparado frejoles con chicharrón…
—¡No me digas esooo!
—…y torrejas de choclo con cebolla.
—¡Mala! ¡Perversa! —bromeó Germán.
—Sí, mala es tu madre… —le aceptó la broma doña Blanca.
—¿Estás tomando las vitaminas que me pediste? —preguntó Germán, mientras caminaba hacia el baño.
—Sí…
—¿Estás comiendo tu ajonjolí para los huesos?
—Cara de ajonjolí, tienes.
Germán supo, entonces, que su mamá estaba cambiando de humor.
—Te quiero, mamita. Ya hablamos luego, tengo que volver a mi reunión.
—Cuídate hijo, y discúlpame, ¿sí?
Germán entró al baño y volvió a guardar su celular. Entonces, frente al lavatorio, cogió la bolsa transparente y la estiró de un extremo hasta convertirla en una línea tensa mientras abría la boca. El resquicio entre las muelas recibió la intrusión plástica como si fuera un hilo dental y bastó un ligero ida y vuelta para que el pedazo de carne fuera liberado. Germán lo colocó en la yema de su índice y lo estudió, con gozo, antes de tragárselo: un tejido decolorado por la saliva. Quien lo hubiera conocido superficialmente mientras observaba asqueado esta escena, podría haber opinado que Germán era tan tacaño que se comía las hilachas que recuperaba de sus dientes. Pero Germán, más que tacaño, era ahorrador, algo que le fue muy útil a la hora de hacerse una carrera. Tampoco podía decirse que fuera un puerco inmune a los desechos: solo era alguien tan metódico que gustaba terminar por completo aquello que había empezado. A decir verdad, solo su capacidad rotunda para aclarar sus ideas y cierta debilidad por el humor lo hacían digno de no ser una plasta.
Cuando estaba por salir del baño para volver a sumarse a la reunión decidió que podía tomarse un minuto más para revisar sus correos. Cogió su teléfono y, entre la montaña de basura acumulada, brilló, como el oro ilegal de Madre de Dios, el nombre de un personaje célebre asociado a la farándula.
Germán abrió el correo, intrigado, y no demoró nada en leer el contenido.
—Qué suerte tiene este huevón —pensó, en voz alta, mientras la cara de su hermano Daniel se le aparecía en la cabeza.
Zoila Quesquén Cornejo estaba empaquetando sus galletas para la venta —«Tifanny’s», decían las etiquetas de cartulina que iba engrapando a las bolsas— y los mazazos que con el puño le daba a la engrapadora hacían temblar la mesa entera.
—Este conchesumadre.
Un paquete de harina —¡PUM!— que descansaba en un extremo de la mesa iba soltando, con cada remezón, unos gramos de alguna grieta y, como un reloj de arena —¡PUM!—, parecía medir la ofuscación de la repostera conforme transcurría el tiempo.
—Qué se cree, ¡que no me entero!
Los paquetes que iba sellando —¡PUM!— se apilaban según el tipo de variedad: galletas de avena sobre galletas de avena, galletas de quinua sobre galletas de quinua. Lo que estaba desordenado, como suele ocurrir, era su tren de pensamientos.
—¿Alcanzará el gas para mañana?
Zoila detuvo por un instante el ritmo de las engrapadas y levantó su muñeca derecha. En su relojito de imitación Casio los dígitos marcaban las 6:05. Por la ventanita entraba una luz raquítica, propia de esos atardeceres invernales, y ver la hora fue la confirmación que necesitaba para hacerles caso a sus ojos cansados. Caminó hacia el interruptor junto a la lavandería y encendió el foco del techo. Ya que estaba allí, aprovechó para levantar el balón de gas con su brazo más forzudo. No estaba del todo liviano, pero faltaba poco. Probablemente no aguantaría otra horneada.
De pronto sonó la cerradura de la sala y Zoila se puso en guardia.
Bien podía ser Fannyta, pero, ¿y si no era?
La puerta herrumbrosa dio un quejido y se acercaron los pasos. Sonaban hondos.
Entonces Zoila supo que se trataba de él.
Estiró un paso largo hacia la mesa y continuó con su actividad, aunque esta vez —¡pum!— los golpes a la engrapadora no fueron tan violentos.
—Hola, amor… —dijo Daniel, cabizbajo.
—Hola.
Daniel captó su estado de ánimo, pero no tenía la energía para investigar la razón. Caminó hacia la habitación de Zoila y dejó su mochila en el rincón, tras la puerta, antes de volver a la cocina por un vaso de agua.
La engrapadora seguía el ritmo —¡pum!— de Zoila, con una cadencia que a Daniel le recordó una balada de Scorpions. ¿Cómo se llamaba? El disco tenía en la portada a un tipo de casaca de cuero chupándole el cuello a una hembrita que mostraba media teta.
—¿Cómo se llama esa balada…? —dijo Daniel, mientras se servía de una jarra cubierta con una servilleta. Y empezó a tararear, tristemente, tratando de calzar su voz con el ritmo de las grapas.
—Si no sabes tú, menos voy a saber yo.
Daniel probó en los labios la temperatura del agua y comprobó que no estaba tan fría para su garganta. Se metió, entonces, dos tragos.
—¿Qué tienes?
—Si no sabes tú, menos voy a saber yo —repitió Zoila, por joder.
Y fue así como la chispa se hizo relámpago.
—¿Te estás escuchando? No me vengas con huevadas, y dime qué carajo te pasa.
—¡¿Quieres saber?! ¡¿Quieres saber?! —explotó ella, con el rostro enrojecido como su pelo—. ¡Ahorita vas a saber!
Daniel quedó en suspensión por una fracción ínfima de segundo mientras intentaba recordar si había cometido alguna indiscreción en los últimos días, si habría olvidado la huella de algún coqueteo, si había dejado abierta alguna ventana pornográfica en la computadora de Tifanny. Calculó y se arriesgó a ofenderse.
—¡Tú estás loca, carajo!
Pero su gesto iracundo congeló su expansión cuando vio que Zoila sacaba su propio celular del delantal para mostrarle una evidencia. Eso no podía ser bueno.
—¡Mira, pues, mira!
Daniel acercó su rostro con cautela y vio el final de un mensaje de texto. El remitente estaba tapado por el dedo de Zoila y decía: «Estaba con una chibola :(».
El instinto acumulado en tantos años de infidelidades hizo que Daniel estallara para desviar la conversación hacia otro tipo de responsable. Era una táctica que, por lo menos, le hacía ganar tiempo.
—¿Quién te ha mandado eso? ¡Alguna amiga tuya, carajo, que quiere que me la tire!
—¡Ya te he dicho que tengo mi red de informantes y a mí no se me escapa una!
Daniel sorbió otro trago de agua, nervioso.
—¿Cuándo dice que he estado con una chibola? ¡¿Cuándo?!
—Aquí dice.
—¡¿Pero cuándo?!
—¡Ayer!
Daniel lanzó un resoplido.
—¿Tú eres idiota, no?
—¡Encima me insultas, carajo!
—¡Tú te insultas a ti misma cuando te pones así!
—Me estás evitando el tema, ¡¿has estado con una chibola, o no?!
—¡Sí, carajo! —soltó por fin.
Daniel disfrutó por un instante la cara de pavor de su novia. Llegó incluso a ajustarse la coleta pintada de rubio mientras estudiaba aquella mirada de furor y esos labios secos que, frunciéndose, se prepararon para el insulto.
—Conchadetumadre.
Daniel sintió la tentación de levantar la mano para estamparle una cachetada, pero en el último segundo cambió la parábola. La mesa se volvió a remecer, esta vez por su manotazo.
—¿Me ibas a pegar, no? ¡Pégame pues, pégame cobarde! Encima de mujeriego, maricón.
—¡Vuélveme a decir maricón y te saco la entreputamadre!
Ante tal rugido y, sobre todo, la fiereza de la mirada, Zoila decidió apaciguar su frenesí. Fue un esfuerzo agudo y violento que le llenó los ojos de lágrimas.
—Eres una mierda —musitó.
Daniel volvió a resoplar y luego aspiró el aire hasta el diafragma. Lo mejor era aprovechar esa breve meseta para dejarla en ridículo.
—Sí, estuve con una chica —dijo, por fin —. Pero era mi hija.
Zoila lo miró con fijeza, estudiándole el brillo de los ojos, las arrugas de la frente, la posición de la boca. ¿Mentía?
—¿No te acuerdas que ayer la iba a conocer? —agregó él, con amargura.
Zoila comprendió que esta vez quizá había sido injusta con él, pero en un rincón de su cabeza se había atrincherado la terquedad o, mejor dicho, el resquemor de haber sido tratada como un trapeador de cantina.
—No me acuerdo —mintió.
—Pero sí te dije, carajo.
—Ponte en mi lugar. ¿Qué haces si alguien te dice que me ha visto con un chibolo?
—Te saco la mierda —en la cara de Daniel se asomó una sonrisa.
—¡¿Ves, ves?! Y eso que yo no tengo tus antecedentes.
Daniel sintió que la furia se le evaporaba con aquel halago. Al ver que él distendía su mirada, Zoila sintió lo contrario: ¿cómo podía sentir orgullo ante ella de su fama de cachero?
—¿Y qué tal tu hija? —trató de calmarse Zoila.
—Trinidad.
—Sí, Trinidad.
—Es buena gente. Inteligente.
—¿Es bonita?
—Sí. A mí me gusta.
—¿Y cómo sabes que es tu hija? —preguntó, amoscada.
Daniel sacó su celular y le mostró una foto que el mesero de la pollería les había tomado. Zoila estudió las dos cabezas juntas, las cejas rotundas, las barbillas partidas, y sintió que un caldero se le encendía en las tripas.
—Yo no les veo parecido.
—¿Cómo que no? Estás ciega, ¿no?
—Yo que tú, sospecharía.
—No seas así. ¿Qué tienes, ah?
—¿Cómo vas a estar seguro de que es tuya…? —estalló— ¡…si todas las mujeres que te seguían eran unas perras!
—Todas, menos tú, ¿no? —se burló él.
Zoila bramó.
—¿Cómo estás seguro? ¡Dime! Te acuerdas clarito de su madre, ¿no? ¿Te la chupaba bien? ¿Cómo se movía? Es uno de tus grandes amores, ¿no?
—¡No, carajo!
—¿Entonces cómo estás tan seguro?
—Ya te dije, nos parecemos.
—¡Mientes, no es eso!
Daniel absorbió aquella energía y se la devolvió con el mismo ímpetu.
—¡Porque me ha pedido un riñón, mierda! ¡Y uno no le anda pidiendo riñones a extraños por la calle!
Zoila asintió, sin ganas de pelear, y cogió las dos últimas bolsas de galletas que le faltaba cerrar. Se concentró en el nombre de su hija, impreso en esas cartulinas que golpeó con la engrapadora. Pensó que era una buena cosa que no hubiera llegado todavía, esas peleas la desesperaban y la alejaban cada vez más de ella.
—¿Ya? —la provocó Daniel, sarcástico—. ¿Contenta?
Ella fingió una sonrisa, pero lo que le salió fue una mueca grotesca.
—Me acabo de dar cuenta.
—Qué cosa.
—A esa chica le vas a dar un riñón… —la voz se le quebró—, pero tú, a mí, nunca me has dado el corazón.
—Qué tal cojuda eres.
Hacía mucho, probablemente desde su fuga de Madre de Dios, que Trinidad no sentía haber vivido un día que parecía contener semanas. La madrugada nebulosa, el hospital desértico, la invasiva diálisis, la complicidad con Nieves, el almuerzo con su padre, el cementerio con llovizna, el anochecer en Gamarra, todo ello transitaba como un paisaje irreal visto desde el tren de su memoria. Boca arriba como estaba, rendida en su cama, lo esperable era que se quedara dormida hasta el día siguiente. Pero era tal el volumen de las sensaciones que la mantenían en vela que, cuando sonó su teléfono, recién reaccionó al tercer timbrazo. Era Nieves, con más curiosidad que temor de despertarla:
—Amiguis, sorry que te vuelva a llamar. Es que hay una cosa que se me pasó preguntarte y yo me conozco, si me quedo con la duda me voy a demorar en dormir y…
—Ja, ja, ja, dime.
—¿Tu papá se acordaba de tu mamá?
—No se acordaba.
—¿Cómo estás tan segura? ¿Te lo dijo?
—No me lo dijo, pero esas cosas se saben.
—Un pingaloca, tu viejito. Mira que tu mamá no era fea.
Trinidad ignoró la mitad del vaso que decía que su madre tampoco era hermosa. Bostezó y alargó los músculos como un gato hasta arrimar por completo las sábanas y, con el estiramiento, le salió un murmullo elástico, casi un gritito.
—Si se hubiera acordado de ella me habría comentado algo, ¿no? Que tenía bonitos ojos. Que tenía mi pelo. No sé. Estuve tentada de mostrarle la foto que te enseñé a ti.
—No se acuerda, entonces. Qué triste, ¿no?
—¿Triste para quién?
—Lo digo por tu mamá.
—Ella está muerta, amiga. Tan liberal que te vendes, cuando eres tremenda romántica.
Nieves rio desde el otro lado de la línea.
—Yo me acuerdo de todos mis polvos, menos de los que he tenido borracha.
—Yo no —Trinidad fue categórica.
—Los tuyos son distintos, pues.
—¿Distintos por qué?
Trinidad sintió el silencio abrupto. Nieves debía estar pensando bien la manera de meterse en esa zona de su vida, como un truhan que estudia el plano de una bóveda.
—Trini…
—Qué.
—¿Nunca te has enamorado?
—No.
—¿Ni un poquito?
Trinidad miró la aureola que la lámpara de su velador formaba en la oscuridad del techo. A veces le parecía un destello espacial, una estrella nebulosa. Y de golpe, la cara de aquel chico se asomó sobre ella como un eclipse, gimiendo. Sintió la humedad, los embates, las ganas de volver a ser impregnada.
—Bueno, sí.
—Cuenta, cuenta, pues.
—Fue el año pasado, uno de esos chicos que contrato.
—¡Pendeja, nunca me contaste!
—No valía la pena, yo sabía que era imposible.
—Te salió el tiro por la culata… ¡o por el culo!
—¡Oye!
—Tanta frialdad, tanto ser putera antes que una arrastrada, y mira, pues.
—Y lo sigo sosteniendo, amiga. Es mejor sufrir una venérea que un corazón roto.
—Pero la piel es la piel, son huevadas. Cuenta más, ¿cómo era?
—Era un poco menor que yo. Un poco más alto. ¿Cómo se llama ese actor de Hollywood que es hijo de una peruana? Ken… Ben…
—¡Benjamin Bratt!
—Ese mismo. Tenía un aire a él.
—Qué churro…
—Un cuerpo durito, apretadito, con la ropa ceñida. El pecho lampiño y un potito chico, pero infladito.
—No sigas, huevona…
—Pero su sonrisa era lo que te terminaba matando. Su sonrisa y sus ojos. Cuando la boca y la mirada sonríen a la vez, estás jodida.
—¿Y el paquete?
—Paquetecuento.
—¡No!
—Pero ya te dije que no fue lo físico lo que me atrajo. Después de todo, ya me habían tocado chicos hasta más guapos. Era la manera en que me trataba.
—Cómo te la metía, dirás.
—También, también —sonrió Trinidad—. Los chicos que han venido a mi casa han sido eficientes, serviciales… Pero este chico…
—¿Cómo se llama?
—Prefiero no invocarlo. Menos ahora, que estoy pasando por esta vaina.
—Okey.
—Este chico no me sonreía con lujuria, como esos estriptiseros pendejos, sino con dulzura, como queriendo escarbar dentro de mis ojos. Cuando acariciaba parecía leerte como hacen los ciegos.
—Asu, amiga. ¿Y no sería parte de su estilo… de su actuación?
—¿Crees que no lo he pensado? ¿Crees que los que contratan a una puta o a un puto no terminan preguntándose qué tanto hay de verdad en esa fantasía? Eso nunca se llega a saber.
—A menos que lo preguntes de frente.
—Es inútil.
—Igual. Debiste haberlo hecho.
—Estuve a punto, no creas. Una noche, cuando ya se iba, quise indagar más de la cuenta, tantear qué hacía por las noches, pero me salvó la campana.
—¿Qué campana?
—Sonó su teléfono porque se había olvidado de apagarlo. Se sonrojó y respondió nervioso, dijo algo de amorcito y que ya la volvía a llamar. Te juro que me sentí una cojuda y me culpé toda la noche por estar así. Obviamente, no lo volví a llamar. A lo que te hace sufrir, hay que arrancarlo de raíz. ¿Y tú?
—¿Yo qué?
—¿Estás enamorada de tu Pingalón o es solo arrechura?
—Todos los días me pregunto eso.
—Si todos los días te preguntas si estás enamorada, es porque estás enamorada.
—Será, pues.
—¡Mírala, ve! ¡Qué dócil saliste!
La risa de Nieves sonó como una confirmación.
—Ah, no te conté. Después de conocer a mi papá fui al Ángel a ponerle flores a la Rudi.
—¿Como agradecimiento?
—También por eso. Es que hoy se cumple otro año de su muerte.
—¡Otro año de conocernos, dirás!
—Pues sí.
—Ya celebraremos, amiga.
—De todas maneras.
Trinidad sintió que en el aire se materializaba un silencio que no resultaba incómodo. Un vacío, largo y cálido, como esas bufandas que nos son familiares.
—Oye —le dijo Trinidad, al cabo—, el celular ya me está quemando la oreja. No quiero encima un tumor en la tutuma.
—Uy, toca madera, carajo. Chau, amiguis.
—Chau, buenas noches. No uses tus juguetitos, ¿ah?
Doña Blanca se había pasado aquel día, muy a su pesar, observando ese techo que había mandado a pintar de verde. «El blanco es aburrido», le había explicado a Germán unos meses atrás, cuando recibió la plata para pagarle al pintor, y él se preguntó si no sería que su madre extrañaba la selva donde había nacido y vivido de niña, si no preferiría el calor de Iquitos a esos inviernos escarbahuesos de Lima, pero no se atrevía a proponérselo.
Temía su respuesta afirmativa.
Sin embargo, el techo verde se trataba solo de un capricho. ¿Por qué los techos tenían que ser siempre blancos?
Esa tarde, con la nuca apoyada en su almohada a causa de la artrosis, el rectángulo ya había sido para ella un campo de fútbol, una chacra amazónica y césped de parque, pero ahora, mientras el dolor llegaba a su pico y el Arcoxia de 90 mg acudía galopando a las articulaciones, se había abandonado a pensar en su dios. El techo le remitía ahora al jardín del Edén y dentro de la cabecita calva asomaba una promesa de redención: en su imaginación infantil, el concreto verde se volvía fibroso y entre la maleza aparecían unas manos poderosas que antecedían a un gigante bondadoso de barbas blancas.
—Padre mío —susurró—, no dejes que sufra más, y menos que sufran mis hijitos.
A su habitación llegaba el rumor de un disco de AC/DC amortiguado por las puertas cerradas. Ronald había llegado de dejar unos paquetes con su moto y le había traído las pastillas, carísimas, que el doctor le había prescrito para esos casos y que había combinado con un Lorazepam que la ayudaría a dormir.
Ahora solo le quedaba esperar. Y mientras esto ocurría, continuaba su diálogo con el viejo barbudo.
—Permite, Señor, dentro de tu enorme bondad, que mi Danito siente cabeza. Ya va a cumplir sesenta y me rompe el corazón imaginarlo solo en la vejez, esta vejez que puede ser tan dura. ¿Qué he hecho mal, Dios mío, qué? Aunque a estas alturas ya no sirva de nada saberlo, no puedo quitarme la pregunta de la cabeza. ¿Acaso no le di más que a sus hermanos para compensar lo que ya sabes? Siempre le tendía su camita, siempre le lavaba los platos para que se fuera a jugar. ¿Hicimos mal Alejo y yo al castigarlo cuando le daban sus pataletas? ¿Hice mal al enviarlo con Igor por el asma, aunque Tú y yo sabemos que fue por Alejo? Danito es bueno, es amoroso cuando está en armonía. Me manda algo de platita cuando está lejos y puede. Pero no puede seguir viviendo así, de mujer en mujer y de madrugada en madrugada. ¿Hasta cuándo le va a dar el cuerpo? Un día le va a salir una hernia y ahí, sí, se acabó la jarana.
El viejo del techo dejó de eructar ovejitas blancas —parecían extensiones que se desprendían de sus barbas— y la miró con fijeza.
—«Poblarás la Tierra», es lo que yo dije, y tu primogénito ha tratado de cumplir cabalmente tal designio. No debes sufrir por eso y, más bien, alégrate. Cuando los hijos de Adán ven con gozo lo que creé a partir de sus costillas, Yo me regocijo en ellos, pues la simiente es vida, y la vida es mi creación. ¡Regocíjate! Y si como Ananías sigue cantando en Mi nombre, en su momento vendrá a este jardín a entonar mis alabanzas.
Doña Blanca asintió, conmovida, mientras el torrente de su sangre le transportaba el alivio químico. Aparentemente, no le importó demasiado que el viejo cogiera a una de esas ovejitas por detrás y, de pronto, le incrustara la verga.
—Sigue cuidando a mi Germancito, Dios mío, para que su inteligencia y buen corazón no se apaguen nunca. Que vuelva a casarse con una mujer y yo llegue a tener más nietos suyos, y que pueda verlos felices en esta vida. (Te pido, de paso, por mi Fabicita, que le vaya bien con su madre allá en Estados Unidos y que pueda verla esta Navidad). Cuídalo como él me cuida, que siempre esté atento en la calle y que deje de ver su teléfono cuando maneja. Él siempre fue responsable desde chiquito y no entiendo cómo puede no ser responsable con eso. Y te pido, Señor, que cuando yo ya no esté en este valle, que siga ayudando a sus hermanos de la forma en que lo hace hoy.
El viejo apartó la ovejita de su pubis —un «meeee» lastimero acompañó la acción— y, mientras se limpiaba la verga con esa lana, sentenció:
—Lo dije ya en el inicio de los tiempos y lo volveré a decir cerca del final: Cualquier hombre que tuviere ayuntamiento con varón, abominación habrá hecho y entre ambos han de ser muertos y sobre ellos será su sangre.
—Pero tú, Señor piadoso, lo acabas de hacer con un animalito —tartamudeó—. ¿Eso es bueno?
—Es una oveja hembra, mujer, y sean así escuchados mis designios.
Doña Blanca asintió con humildad y un reflejo condicionado por años de obediencia familiar —se recordó pequeñita, besando la imagen de Tatalindo que su madre le solía alcanzar del interior de una biblia— le hizo santiguarse para tentar el perdón a su osadía.
El viejo, entonces, se levantó del tronco milenario en el que se había sentado y, como ya empezaba a convertirse en bruma, Doña Blanca se apresuró con los ojos entrecerrados:
—Te pido por mi Ronito, el ángel que enviaste a mi vientre para cuidarme en mi vejez… que su alegría nunca se apague… que no vuelva a caer en el vicio… que… encuentre… una mujer… la soledad… es dura… por favor…
El viejo barbudo se volvió un punto blanco y el vergel del techo se terminó de trasladar a los sueños. En el último segundo, antes de perder la conciencia, la dulce señora calva volvió a aspirar el olor a marihuana que escapaba del cuarto de su hijo.
Para Trinidad había sido una bendición la inauguración del metro elevado que conectaba a Gamarra con su barrio. Cuando recién había llegado a Lima, aquella línea de tren era una promesa que llevaba durmiendo décadas sobre columnas inconclusas y tenía que soportar las moledoras de carne que son los microbuses limeños hambrientos de pasajeros. Ahora solo le bastaba viajar tres estaciones para descender en Caja de Agua, su vecindario. La apretujaban, por supuesto, y a veces la punteaban por detrás. Pero el tiempo de tortura era infinitamente menor y su codo ya había aprendido a ser letal con los estómagos.
La primera vez que subió a esa oruga que corría sobre los techos polvorientos se dio cuenta de que las estaciones intermedias tenían nombres de cementerio: El Ángel y Presbítero Maestro. Jamás habría notado de otra forma que entre su casa y su trabajo había un enorme sembrío de difuntos y en esta noche temprana de agosto, húmeda como un alga fresca, recordarlo le dio escalofríos. ¿Sería que su vida terminaría circunscrita a ese ir y venir, con sus restos en el medio? Su padre le donaría un riñón, claro, pero algo le susurraba que no iba a ser fácil.
A su alrededor había vida, sin embargo. Y era intensa. Los mil comercios de Gamarra mostraban sus vitrinas encendidas y sus letreros derramaban luz colorida sobre los últimos compradores que, aún a esa hora, seguían siendo muchos. Si algo valioso tenía Trinidad era una capacidad poderosa para sobrellevar los obstáculos y pronto alejó los presagios para concentrarse en la fila de la estación del metro.
Era larga, porque era hora punta. Un ciempiés esperando meterse en otro ciempiés. Por su mente pasó hacer la cola, pero su mirada se posó en un minúsculo salón de belleza que se había abierto paso como un hierbajo entre el concreto de las galerías de la avenida Aviación. Aquella caja de luz blanca le pareció un negocio extraño allí mismo, como una tienda naturista en una zona de bares, pero su instinto negociante la hizo recapacitar: la cantidad de mujeres que salían de trabajar de las galerías y que debían volar a compromisos sociales —cumpleaños, bodas, despedidas de soltera— no debía ser despreciable. Pensó que sería interesante echarle un vistazo. No le daba el ánimo para cortarse el pelo, pero sí le pareció un buen momento para experimentar una manicura, por la sencilla razón de que nunca se la habían hecho. Había notado, además, que tenía las uñas quebradas por la falta de proteína.
La salita que encontró era, en verdad, un pasillo en el que cabían solo tres clientes, pero el tamaño estaba compensado por la rotación. Al poco rato una chica terminó de hacerse las uñas y ella ocupó su asiento. Sobre una mesita, rodeado de frasquitos y un envase de algodones, descansaba un pequeño equipo de música donde sonaba una bachata.
—Uy, ¿no quieres unas postizas? —le dijo la dueña, en una crítica amable. No tendría más de treinta años y sonreía detrás de unas enormes pestañas con rímel.
Trinidad negó con simpatía y decidió abandonarse al insólito trance de que alguien se ocupara de ella.
—Te las voy a tener que dejar chiquitas —le advirtió la cosmetóloga.
Por un segundo Trinidad pensó coger una de esas revistas frívolas que no faltan en las peluquerías —¿se encontraría a la pesada de Cecilia retratada en algún cóctel?—, pero se dio cuenta de que tendría las manos ocupadas. Se dijo que mejor así, para disfrutar de la experiencia.
El motorcito de su mente, sin embargo, no pudo dejar de hacer asociaciones. La chica le emparejaba los bordes con un cortaúñas, con la relajada concentración de las niñas que hacen manualidades, y Trinidad la observaba con esa misma distensión. No pudo evitar imaginársela en el kilómetro 107. Su piel morena y tersa. Los ojos rasgados y pícaros. El cuerpo firme. Pero, sobre todo, su desparpajo. Absolutamente todos los ingredientes para ser material de los prostibares que por allí llamaban «los A1».
La chica, entonces, le cogió las manos para aplicarle crema humectante.
Los dedos de ella metiéndose entre los suyos, sin pedir permiso, la hicieron ruborizar, pero la cosmetóloga no pareció notarlo.
«A1, de todas maneras», se repitió Trinidad, con un extraño pálpito en las entrañas. Lo más alejado de las «Ojotitas», que era como llamaban a los prostibares baratos que retenían a las chiquillas quechua hablantes llegadas desde las alturas andinas, sus pies hinchados dentro de ojotas de caucho, sin saber en lo que se metían: corralones de madera y lona plástica, decorados con pinturas fosforescentes que, entre flores pintadas a mano, se exhibían con nombres sugestivos: «Las Conejitas», «Las Pollitas», «El nidito del placer».
Pero incluso el infierno tiene su infierno. Aquellos nichos de sometimiento junto a la carretera eran, con todo, preferibles a los antros monte adentro, allá donde los mineros ilegales convertían la selva en desolación. No era raro que junto a las leyendas del «chullachaki» o del «tunche» con que las madres de Santa Rita, Santa Rosa o Nueva Arequipa asustaban a sus hijas luego de alguna travesura, las amenazaran con enviarlas al «Chicle», un prostíbulo donde las chiquillas esclavizadas jamás encontraban la redención.
¿A dónde habría ido a parar ella de no haber huido?
Trinidad suponía que habría terminado siendo una puta con cierta fortuna. Mestiza tirando a blanca, vagina sin usar, barbilla coqueta, pelo sano y negrísimo y un vocabulario más nutrido que el de la mayoría de los mineros. Un prostibar A1, de todas maneras, allá donde los ingenieros y los obreros que habían ahorrado bastante podían depositar semen. Lo más probable era que el mismo Suri la hubiera reclamado como atracción, inventándose alguna deuda de su madre con el local.
De pensar en deuda a pensar en plata hubo un paso. ¿Cuánto le costaría esa manicura? Era algo más complicado que cortar, limar y pintar, según pudo ver. La dueña ahora cogía sus manos, una por una, y las remojaba en agua para ablandar las cutículas. Después les añadió crema para removerlas con facilidad y luego, con un finísimo punzón, fue haciendo remitir las finas láminas para dejar las uñas libres hasta su raíz.
Sintió nervios y placer, como en las pequeñas descargas que los niños consiguen al posar la lengua en una pila.
Sin buscarlo, posó la mirada en una columna del local, donde la dueña había colocado un aviso que solicitaba asistente. El negocio iba dando réditos, por lo visto. Pero Trinidad persistía en trabar la mirada en otra época. Una piedrita en el engranaje de su mente la instaló ante los avisos de empleo con que captaban a las muchachas que terminaban en esas comarcas. Carolina, su propia madre, se había topado con ese tipo de anuncios en su ciudad, mientras la cargaba en brazos. Cuando Trinidad volvió desfallecida a Tarapoto cuatro años después con la ingenua esperanza de recibir la ayuda de su abuela, una vieja militante del Antiguo Testamento, el método no había cambiado. En todo caso, se había fortalecido. En el terminal de buses ya eran dos los paredones tachonados de carteles escritos con colores festivos: «PARA MAZUCO, se necesita cocinera», «PARA HUEPETUE, URGENTE, señorita de limpieza». Zanahorias bien anaranjadas para atrapar conejitas incautas.
En ese instante, la bachata almibarada que salía del pequeño reproductor le había cedido su espacio a un reggaetón. La mano de la cosmetóloga limaba ahora los bordes de las uñas con una agilidad que se correspondía con aquel clásico del pasado:
A ella le gusta que le den duro y se la coman
Y es que yo quiero la combi completa:
¡Qué! chocha, culo y teta
El tráfico en la calle iba adelgazándose y Trinidad calculó que con algo de suerte viajaría en el metro sin apretarse.
—¿Qué color prefieres? —le interrumpió la chica.
Trinidad se quedó mirando la variedad de frasquitos.
—¿Cuál me recomiendas?
La dueña le mostró, coqueta, uno color mandarina.
—Este va a ir bonito con tu piel.
Trinidad sonrió ante el halago implícito, aunque lo sospechaba fingido. Hacía tiempo que su piel había dejado de tener un color saludable y se sentía como una fruta que asumía su degradación. Pero qué diablos. Ahora convenía disfrutar ese pequeño regalo que se estaba dando. Cerró los ojos y sintió con más claridad los dedos de la chica rozando los suyos, mientras la brochita bajaba por sus uñas una y otra vez.
—Vamos a esperar un ratito.
Por una rendija de sus párpados, Trinidad entrevió que la chica soplaba levemente hacia sus manos. Un fuelle delicado que le produjo ternura y excitación.
Después empezó la segunda capa, con igual lentitud. Y al final, el barniz sellador. Fue otra sesión de caricias minúsculas, pestañeos delicados en esos confines.
—Listo —anunció la dueña del saloncito, con un timbre de orgullo.
Trinidad se miró los dedos morenos, esas uñas cortitas pero engalanadas.
«Sí», se dijo a sí misma, no sin cierto orgullo. «A1, de todas maneras».
Toparse con un taxista que escuchaba música clásica le pareció a Trinidad una anécdota curiosa en esta ciudad de tráfico heavy metal. Algo parecido a encontrar una perla en un choro o una trufa bajo la alfombra.
Quizá aquel relajante fondo musical, mientras observaba por la ventana los matices de los barrios de Lima, fue el detalle que la ayudó a sentir más orgullo del camino que había recorrido desde su llegada de Madre de Dios. Si algo compra el ascenso social es la privacidad y el alejamiento de los ruidos.
En un inicio, por supuesto, Trinidad caminaba largas distancias a pie para ahorrar lo más que pudiera. Fue la época en que más flaca estuvo. Después, cuando la Rudi le encontró trabajo en una galería comercial de Gamarra, se unió a los pasajeros de los zigzagueantes microbuses limeños y conoció desde sus ventanas las bisagras entre los barrios pobres y los pudientes. Hoy, con cierto capital y unos tobillos que se le hinchaban día de por medio, podía permitirse tomar taxis con alguna frecuencia, un lujo pequeño que le hubiera encantado contarle a su madre.
—¿Qué canción es esa? —se animó a preguntar en un semáforo.
—Es una sonata de Liszt. No he retenido el nombre.
—Ah, ¿es radio?
—Sí, una radio cultural.
Trinidad dudó antes de hacerle otra pregunta.
—¿Es usted músico?
—Soy ingeniero, señorita.
No había en la voz del hombre ningún rastro de amargura. Parecía alguien que enfrentaba su oficio con una resignación amable, como si su ocupación fuera una resaca que en algún momento tenía que terminar.
—Es linda música —terminó por decir ella.
Por su cabeza pasó concederle el par de soles que le había ganado en el regateo. Así de contenta estaba. Con algo de suerte le quedarían años para conocer mejor a su padre, recuperar el tiempo y, quién sabe, hasta para hablar de esa música que llamaban clásica.
No sabía entonces —nadie lo sabía, en verdad— que de eso no llegarían a hablar jamás.
—¿Esto ya es La Planicie?
—Sí, es la entrada —le respondió el taxista.
En ese extremo de Lima se alzaban los primeros peldaños de los Andes y en sus faldas se levantaban caserones rodeados de amplios jardines. La avenida por la que ahora transitaban no tenía veredas —¿quién las necesita cuando se tiene un Mercedes para hacer compras en la ciudad?— y solo de vez en cuando se veía algún jardinero o alguna empleada doméstica que deambulaban arrimados a los muros de las casas. De pronto, detrás de un seto larguísimo, apareció una armoniosa estructura de ladrillos elevándose en una esquina.
—Ya estamos, señorita.
Era el colegio Villa María.
Trinidad consultó la hora en su celular y vio que había llegado con tres minutos de retraso, nada mal, considerando que se había arriesgado a cruzar media ciudad sin conocer la distancia ni el tráfico de aquella ruta.
—¿Puede volver en una hora? —le consultó al taxista mientras bajaba.
—Claro, señorita.
En esa zona elevada de Lima el invierno era menos invierno. El techo de nubes era más ralo y la luz que escapaba del tul vaporoso le achinaba un poco los ojos. Los pájaros tejían una malla de cantos. El pasto cortado con diligencia y las plantas recién regadas lucían más su verdor. Las poncianas y palmeras que rodeaban al rectilíneo pabellón de ingreso formaban islas de sombra, tan oscuras como la falda y el saco que Trinidad se había conseguido para la cita. Se le veían los tobillos hinchados, pero no le importaba mucho.
En la recepción ya la esperaba Cecilia de Letts.
—Trini, ¡justo a tiempo! —exclamó, poniéndose de pie mientras cogía su bolso Michael Kors.
Trinidad interceptó su latigueo de pupilas cuando evaluó su vestimenta.
—Vamos —sonrió Cecilia —, que la sister Maryanne nos espera.
La recepcionista, en efecto, les dio la aprobación con un leve movimiento y ambas se internaron por un pasillo hacia las zonas administrativas. Al pasar frente a unos ventanales Trinidad observó, de lejos, los pabellones de las aulas, desde donde solo llegaba un rumor de voces.
—La sister te va a caer bien, ya verás —llenó el silencio Cecilia—. Aunque mejor te habría caído la sister John The Evangelist, que fue la que me recibió cuando me trasladaron chiquitita del Santa Úrsula… recuerdo que me invitó una Coca Cola en su oficina, esta misma oficina que vas a conocer…, pero ya debe estar muerta. ¿Dónde la habrán enterrado a la pobre?
Trinidad entendía poco de aquella catarata de información inútil y, además, seguía masticando con cierto enojo la evaluación visual que su interlocutora le acababa de hacer. Cecilia parecía nerviosa. Sí. ¿Lo estaría a causa del traje baratito que había elegido? ¿Le daría vergüenza presentarse en público con una «socia» así?
—Ahora que entremos —dijo ella, forzando una sonrisa—, déjame hablar a mí. Tú no te preocupes.
Trinidad confirmó así sus temores.
La oficina de la directora no era tan amplia como cabía esperar de un colegio tan imponente. Contribuían a reducirla unos oscuros muebles de cedro y un piso verde moteado. Olía a libro viejo, un aroma que a Trinidad le gustó porque le parecía que así debía oler la sabiduría.
—Sister, buenos días —la voz de Cecilia sonó melosa.
—¡Buenos días, buenos días! —respondió la religiosa, levantándose con vigor de su escritorio.
Su acento norteamericano se correspondía con el rostro colorado, la mirada azul acero y ese pelo castaño, cortito, que le añadía juventud a su energía.
—¡Así que ella es la famosa…! —exclamó, extendiendo la mano.
Trinidad le correspondió el saludo, pero se sintió abrumada por aquel adjetivo. ¿Se había hablado de ella, entonces? Bajó la mirada, con pudor, y se enfocó en el distintivo que la religiosa llevaba sobre su saco azul oscuro. El rectángulo decía Maryanne Leigh IHM.
—¡Así es, sister! —palmoteó Cecilia, con melindres—. Quería que la conozca en persona para que no quede duda de que nuestros objetivos…
—Por supuesto, por supuesto…
—Trinidad, donde la ve, es una empresaria con gran futuro y le aseguro que con nosotros la calidad de nuestra reputación está garantizada.
La directora sonrió y Trinidad le siguió la corriente, fingiendo que no había captado la condescendencia.
—Además, nuestro catálogo y el personal que Trinidad ha adiestrado le garantizan puntualidad en la entrega.
—Lo imagino, lo imagino, pero háblame de ti.
—¿De mí? —se sorprendió Trinidad.
—Me dice Cecilia que tuviste una infancia terrible.
Trinidad había ido preparada para hablar de variedades de telas, tipos de costura, tiempos de entrega y también de precios, pero no para conversar sobre su propia manufactura.
—Sí… —titubeó—, pero esas cosas pasan.
—Tú creciste en la selva, ¿cierto?
—Sí, madre.
—En unos lavaderos de oro… ¿en Loreto?
Cecilia asintió, muy atenta a la conversación.
—No —aclaró Trinidad—, en Madre de Dios. Mucho más al sur.
—Oh, claro, claro… dicen que la vida es terrible por allá…
—Dependiendo de quién la viva, madre —respondió Trinidad, y su mirada se elevó involuntariamente, recordando—. Donde el hombre no ha llegado existen unos paisajes hermosos, que a usted le podrían parecer el jardín del Edén. Las cochas y los ríos son como espejos de la selva y los delfines rosados se bañan con las pirañas.
—¿Y dónde tú estabas?
—Yo estaba en el infierno.
—The far west, sister —comentó Cecilia, interesada de súbito en aquel ramal de la conversación—, cuéntale Trini.
—Bueno, sí… —dudó Trinidad—. Donde hay minería siempre hay aventureros, y en esa zona escondida del mundo la ley no se respeta. Si le contara las cosas que he visto, madre… pero bueno.
—Tuviste que hacer cosas que no querías, imagino.
—Por supuesto. A veces las tenemos que hacer.
—¿Cosas… abominables?
Trinidad se irguió levemente en su asiento y la religiosa captó su incomodidad. Una sonrisa conciliadora se le formó de inmediato.
—Comprenderás, Trinidad —el nombre le era trabajoso de pronunciar—, que tu caso es importante para nosotros, sobre todo porque somos una congregación religiosa. La Responsabilidad Social en nuestra labor se da… is taken for granted…
—Se da por hecha —acudió Cecilia en su auxilio.
—…gracias, hija… y nosotros tenemos que ir más allá. Nuestro programa internacional de ayuda social es muy estricto con eso.
Trinidad sintió que Cecilia le apretaba el muslo y a punto estaba de hacer un comentario, cuando unos nudillos chocaron en la puerta.
—Sister Maryanne, disculpe —anunció su secretaria—, ya se va el señor Álvarez Calderón.
Era evidente que aquel apellido significaba algo importante en el colegio, porque la religiosa no demoró en ponerse de pie.
—¿Me excusan? —se disculpó—. Voy a despedir a un escritor que ha dado una charla a las chicas de quinto. Es solo un minuto.
Cuando la directora dejó el lugar, la pizarra de corcho que tenía tras su cabeza le mostró a Trinidad un banderín del colegio, el horario de sus clases y unas arengas morales impresas en inglés que le habían sido ocultadas por la perspectiva. Trinidad pensó que no entendía las frases, pero que menos entendía lo último que se acababa de conversar.
—Cecilia… —soltó, de pronto.
—Tranqui, Trini —le respondió ella en voz baja—, vas a ver que vamos a hacer un negocio tremendo.
—Un negocio tremendo… —repitió—, pero depende de que yo dé pena, ¿no?
—Es responsabilidad social empresarial. Te explico rapidito. La congregación marianista tiene este programa internacional para que sus colegios contraten proveedores a los que se les puede ayudar y se me ocurrió que tu caso es perfecto.
—Y si es perfecto, ¿por qué no me lo contó?
—Nos va a ir regio, mira: en el Perú tienen cinco colegios, una universidad, institutos… y a nivel sudamericano tienen mucho más. ¿Te imaginas lo que sería darles uniforme a todos esos alumnos y al personal? Lo único que tienes que hacer es… mostrarte más humilde.
Trinidad sintió que la opresión en sus tobillos se trasladaba a su pecho.
—Más cholita, quiere decir.
—¡No, Trini!
—Por eso me miró raro cuando entré, ¿no?
—¿Yo?
—Le hubiera convenido que venga vestida de nativa o de comerciante del mercado, ¿no? Y no, pues, ¿a quién se le ocurre que una chola como yo va a venir vestida de ejecutiva, aunque sea con tela barata?
—Trini, discúlpame… —se alarmó Cecilia de Letts—, te desconozco…
—Y yo a usted la conozco muy bien.
—No, Trini, no es lo que piensas… las cosas en mi casa no están bien…
—Esa no es excusa para tratarme como mono de circo.
—…mi marido está sin trabajo hace cuatro meses… y ya tiene cincuenta y tantos años —continuó Cecilia, abrochando y desabrochando su reloj Cartier con nerviosismo—, con esta crisis en las mineras ha tenido que buscar otra cosa, ¡no sabes lo malo que está todo!
Trinidad tuvo un reflujo amargo cuando entendió que la desgracia de Cecilia podía equivaler a la felicidad de la mayoría de gente que conocía, ¿O sería solo un reflejo de su dolencia?
—Me voy, ¿sabes? —dijo de golpe, poniéndose de pie. En su furia no se había percatado de que acababa de dejar atrás el «usted»—. Termina tú de negociar.
—¿Cómo que te vas?
—No me siento bien… y ya estoy grande para que me agarren de cojuda.
—¡Oh, lo siento! —exclamó sister Maryanne, que justo volvía—, me demoré mucho, ¿verdad?
—Me tengo que ir, madre, muchas gracias por su tiempo… —atinó a comentar Trinidad, antes de desaparecer por la puerta.
—Yo me quedo, sister, yo me quedo —fingió Cecilia una sonrisa.
—Okay…
Mientras Trinidad daba grandes trancadas hacia la salida del colegio, mezclando en su cabeza rabias, dudas y preguntas —¿habrá taxis en esta zona?, ¿estará cerca el que me trajo?, ¿podré caminar mucho con estos tacos?—, el silencio se instaló por un par de segundos en la oficina de la directora.
—Discúlpela, sister —se las ingenió Cecilia—, recordar su infancia le quebró los nervios.
—Poor girl —se lamentó la religiosa.
—Poor, indeed —asintió la exalumna, antes de volver a hablar de negocios.
—Danielo, dice mi mamá que se acabó el gas para mañana.
—¿Tan rápido?
—Tú mismo eres. Chaufa.
La silueta de Ronald con su casco bajo el brazo se desvaneció bajo el dintel y, por un instante, aquella imagen transportó a Daniel a una época brumosa en la que su hermanito cargaba una pelota del mismo modo, buscándolo para jugar. ¿Cuántas veces habían jugado juntos, a pesar de la diferencia de edad? Se daba cuenta, sin embargo, de que eran muchos más, infinitamente más los momentos en que habían estado lejos el uno del otro.
La química nefasta pedaleó en su interior y sintió una opresión en el pecho. También se le saló la garganta. Esa súbita tristeza era otra razón para no levantarse de la cama, pero la figura de su madre recriminándole por no ocuparse de lo único que le pedía —el maldito balón de gas— funcionó como una grúa. Además, esa noche debía cantar en el quinceañero de la hija de un barón de la cebolla y debía prepararse. Arrimó entonces la congoja, la depositó junto a su última pelea con Zoila y se preparó para sentarse en el catre. Un viejo dolor lumbar le hizo fruncir el ceño cuando alcanzó la billetera que reposaba sobre la caja que le servía de velador. El cuero viejo abrió los labios y le mostró una lengua de 50 soles. Un solo billete. Cuando llegara el repartidor le daría 9 soles de vuelto, lo suficiente para ir a la fiesta y volver en combi. Pero estando allí aprovecharía para pedirle un adelanto al manager. A punto estaba de marcar el número del distribuidor de gas en su celular cuando en la pantalla vio que entraba una llamada de Germán. «Solo faltaba esta mierda», se dijo, que su hermano perfectito le diera un sermón, porque, ¿no era solo para eso que le hablaba últimamente? La última vez, unas semanas atrás, había sido humillante y prefería no recordarlo.
Germán había llegado a almorzar, como todos los miércoles, y doña Blanca acababa de poner la olla a fuego lento para que la comida estuviera tibia. La madre había fingido una sonrisa de alegría, pero en el último instante los ojos se le llenaron de agua.
—¿Qué pasa, mamita?
Y allí se desbordó el dique.
En ese momento, Daniel estaba en su catre, esperando el llamado a almorzar, cuando tuvo el honor de que su hermano se acercara a su covacha.
—Germanito… —sonrió sorprendido.
—Hola, Dani.
La voz de Germán le había sonado muy amable y, por eso mismo, muy inquietante.
—¿Qué ondas?
—Nada. Que hoy te vas de aquí, hermano.
Los ojos de Daniel se abrieron como mamparas.
—¡¿Por qué?!
—Cómo que por qué. Porque lo justo es que los últimos años de mi madre sean tranquilos, ¿no te parece?
—¡¿Por qué?! ¿Qué te ha dicho?
—Que le has gritado por una tontería, que has armado un escándalo… Hasta el presidente del edificio vino a recomendarle que calmara a sus hijos, cuando en realidad tú le estabas gritando a ella.
—Exagera, tú sabes como es ella —se defendió Daniel, mientras se sentaba en la cama.
—Sea que exagere o no, esta es su casa, Dani. O, mejor dicho: la casa que compré para que viva tranquila.
—Lo sé, lo sé… —balbuceó Daniel, nervioso.
—Y tú no tienes ningún derecho a joderle la tranquilidad.
—¿Y por qué yo soy el que le jode la tranquilidad? —se envalentonó, de golpe—. ¿Acaso Ronald no fuma, no trae a sus amigos fumones, no se ríe a carcajadas?
—De él no tengo quejas.
—¡¡Yo me porto bien, hermano, yo me porto bien!!
Germán notó, con asombro, que los ojos de su hermano mayor se habían llenado de llanto entre una palabra y otra. En los labios le colgaba un puchero ridículo, impensado en un hombre de su edad, y una cantidad ingente de mocos le había rellenado la nariz.
—¡¡Yo me porto bien!! —continuó la voz histérica.
Germán no supo qué contestarle. No estaba preparado para ese ímpetu lastimero. La humillación que empezaba a flotar espesa en el cuarto.
—¡¡Yo me porto bien, yo me porto bien, yo me porto bien…!!
—Ya, hermano.
—¡¿Por qué siempre se sospecha de mí?! ¡¡Desde chiquito!! —continuó, con las mejillas atravesadas por riachuelos—. ¡Cuando algo se rompía en casa, ¿qué era lo primero que gritaban?! ¡DANIEL, ¿QUÉ HAS HECHO ESTA VEZ?! Y cuando viví con el tío Igor: ¡¡DANIEL, VEN PARA ACÁ!! ¿Sí, tiíto? ¡¡VEN TE HE DICHO!! Pero yo me porto bien, tiíto, yo me porto bien, ¡yo me porto bien, yo me porto bien!
Germán había dado medio paso hacia su hermano, indeciso sobre cómo detener esa marea inesperada. Daniel, caudaloso, tomó el medio paso como un acercamiento incondicional y estiró los brazos para retener a su hermano de las piernas.
—¡¡Yo soy bueno, yo me porto bien!!
—Ya hermano, ya.
—¡¡Siempre te he cuidado, desde que eras chiquito!! ¡¡Yo te amo con todo el corazón!! ¡Nunca le he contado a nadie lo tuyo, por más asco que me dé! ¡¡A mi Ronito, lo adoro, siempre le aconsejo!!
—Ya, hermano, tranquilo.
—¡¡Yo me porto bien, yo me porto bien…!! —y el reclamo se hundió en un llanto más franco.
Germán sintió una combinación de lástima y ternura al ver esa cabeza agachada a la altura de su pubis, esos pelos rubios de raíces blancas que se estremecían con cada gimoteo. Su mano se alargó para darle unas palmaditas calculadas en el pelo, como a un perro querido con sarna, mientras su cerebro se imaginaba lo patética que debía verse aquella escena desde fuera y maquinaba qué tipo de salida le podía encontrar.
—Ya, Dani, vamos a hacer esto —le dijo al cabo.
Daniel levantó la mirada y, al notar su nariz taponada, Germán le dio su pañuelo perfumado. El hermano menor no podía dejar de sentir pena y tampoco fervor, al verse en la posición de quien puede ser magnánimo.
—Tienes que darte cuenta de que nuestra madre es muy viejita y que tiene sus cosas. Tú eres un huésped, y los huéspedes tienen que respetar al dueño de casa.
—Sí… —se sonó Daniel la nariz, esperanzado ante el tono conciliador.
—Tienes que acatar, porque si no la cosa es muy simple: te vas a donde no te jodan. ¿Entiendes?
—Sí, sí…
—Esta es la última vez que quiero escuchar una queja así. La próxima, yo mismo cambio la cerradura.
—Sí, sí…
—Okey, hermano. Si te provoca, ven a almorzar.
De aquel episodio habían transcurrido dos semanas exactas y en la mente de Daniel todavía quedaba el eco de la degradación. Ignoró, pues, la llamada de su hermano y digitó el número de la distribuidora de gas. Le informaron que llevarían el balón nuevo en menos de media hora.
Calzó entonces sus medias de felpa en sus sandalias de plástico y se puso de pie, cerca de la ventanita que le añadía luz al cuartucho. Mientras hacía ejercicios de calentamiento vocal abrió su cuaderno de canciones y ubicó El baile del perrito. Nunca recordaba bien su letra y eso lo ponía nervioso en el escenario, porque distraer la vista en los apuntes atentaba contra la belleza del espectáculo.
Los siguientes minutos se los pasó cantando el verso que más olvidaba —«Que no me den consejos, que yo no quiero ver bailando a esa niña como una mujer»— y entre las repeticiones se dio maña para ensayar los pasitos de lado a la vez que desplegaba una capa roja que le había encargado a una costurera del mercado de Lince. La capa se elevaba y caía, una y otra vez, rozando los pezones de las calatas que tenía en las paredes, cuando el teléfono volvió a sonar.
Era Germán, nuevamente.
Daniel dejó de ser Danny y decidió responder por puro instinto. Siempre había pensado que las noticias, buenas o malas, eran más insistentes que los sermones.
—¿Germanito? —tanteó.
—Danito, ¿cómo estás? ¿Qué estás haciendo?
La voz campechana de su hermano tranquilizó a Daniel.
—Estaba practicando.
—Hay chamba entonces.
—No creas —se lamentó Daniel—, pero a lo que salga, caballero, hay que exprimirlo.
—Pues te tengo una buena noticia.
—Qué, qué…
Daniel no podía saberlo, pero del otro lado de la línea su hermano menor había alargado la respiración, orondo, mientras conducía su BMW. Era su manera de construir suspenso.
—Hablé con el productor general de Yo soy…
—¿Qué dices?
—… y ya estás adentro.
—¿Qué cosa? ¡Cómo!
—Me escribió porque necesitaba un contacto y aproveché para nombrarte.
—¡¿Y?!
Daniel, enfundado en su capa roja, tenía los ojos abiertos y las manos temblorosas, como un personaje de Marvel, si los fundadores de Marvel hubieran nacido en un país platanero.
—Le dije que te habías perdido la audición, pero que igual él tenía que escucharte.
—¿O sea…? —balbuceó Daniel, incrédulo— ¿voy a poder dar la audición después de todo?
—¡No! —rio Germán— ¡Entras de frente a competir!
—¡¿Qué?! ¡Me estás hueveando! ¡No bromees, Germanito, que me da un infarto!
—No te bromeo, loco.
—¿Pero cómo, si no me ha visto? ¿Qué favores le has hecho?
Germán decidió ignorar el entrelineado, porque hacía no mucho que el productor y conductor del programa había declarado en público ser homosexual.
—Le mandé un video tuyo cantando como los Bee Gees… y listo.
—Noooooo…
—Sí.
—¿Le gustó, entonces?
—Le encantó. «¿Dónde ha estado todo este tiempo?», me dijo.
—¡Hermanito hermoso, no sé cómo pagártelo! —exclamó Daniel, mientras las lágrimas llegaban a sus ojos.
—Tranquilo, Danito. Págamelo cantando de la puta madre.
Cinco minutos después de haber cortado, Daniel seguía sin creérselo. Consultó, inquieto, si era el Día de los Inocentes. No lo era. Era verdad, entonces. ¡Tenía que ser verdad! Su hermano no iba a arriesgarse a decirle algo así sin estar bien seguro.
Se sentía flotando en agua tibia, en un útero de alegría, y no podía dejar de llamar en su mente a las personas a las que les contaría que —¡por fin!— el país entero iba a saber de él. Era, probablemente, la mejor noticia que le hubieran dado nunca.
De pronto sonó el timbre de la casa.
—¡Dani! —gritó doña Blanca, la voz cascada—. ¡Mira quién es!
Daniel intuyó que debía tratarse del gas. Se levantó del catre sin la punzada en la espalda, las sandalias rotundas sobre el piso, un caudal de energía ramificándose por sus músculos y tendones.
El muchacho repartidor fue el primero en enterarse por su boca.
El pitido resonó en el estacionamiento subterráneo —¡tip-tip!— y la puerta trasera de la Lexus se elevó como una escotilla espacial. Hacia la camioneta se dirigía Cecilia de Letts con el andar remolón de quien pasea por su jardín. A sus espaldas caminaba el empleado del supermercado, empujando la carretilla de compras, el uniforme blanco y una cristina roja en la cabeza. Un soldado raso de la industria del consumo cumpliendo su labor sin dudas ni murmuraciones.
—Deme los huevos, los llevaré adelante —le pidió Cecilia, y el chico le alcanzó la bolsa.
Las manos morenas del muchacho resaltaban entre la blancura de las bolsas y Cecilia supervisó que cumplieran la carga con delicadeza, no hay cosa más terrible que llegar a casa y descubrir que las paltas o las fresas han llegado chancadas. De golpe a Cecilia le preocupó que algún conocido se diera cuenta de que había comprado la marca más barata de comida para el perro de la casita de campo. Ya se sabe lo chismosa que es Lima. Pero recapacitó. En primer lugar, el estacionamiento estaba vacío y, en segundo lugar, la Magdalena no estaba para tafetanes, y eso le estaba ocurriendo a todos con esta maldita crisis.
Como las compras eran muchas y su ansiedad era grande, decidió volver a llamar a Trinidad mientras le terminaban de cargar la camioneta. Lo que no sabía es que en ese momento se estaba hablando de ella.
—Mira, justo me está llamando.
—¿Por la otra línea?
—No, huevona, por la fístula que me han puesto. ¡Claro, pues, por dónde si no!
—Ja, ja, ja, sorry, amiguis… la chamba aquí me tiene estúpida.
—Pucha, ¿le contesto o no?
—Hazla sufrir un poquito. ¿Cuántas veces se tiene en la vida a una pituca rogándote?
—Para mí es la primera vez.
—Para mí, nunca. Mi chamba es lamerles el culo para que compren más en la tienda.
—Qué jodido, hermana. Felizmente ahora Pingalón te lo lame a ti.
—¡Chancha!
—Bien que te gusta.
Cecilia encendió el motor. Tras el chasquido eléctrico, lo único audible en el cubículo aislado fue el leve rumor del aire acondicionado, algo parecido a trasladarse entre algodones. Cecilia se dejó guiar por los sensores de la camioneta para salir del vericueto subterráneo hasta que alcanzó la rampa. El cielo de Miraflores la recibió oscuro, cualquiera diría que iría a llover. Como acentuando esa ilusión tempestuosa, las moreras de la callecita lateral al supermercado se bambolearon debido a un viento inusual.
Cecilia sintió escalofríos.
Ese tipo de imágenes le recordaba a las historias de brujos y pishtacos que las empleadas de la hacienda de su padre le contaban cuando era niñita. En ellas siempre había relámpagos y truenos retumbando en los Andes. Quién hubiera imaginado que esa vida iría a terminar por un cataclismo peor: la maldita reforma agraria de Velasco, que le expropió esas tierras a su familia para dárselas a unos indios que jamás le devolvieron su esplendor. A partir de allí, todo se trató de aparentar. Seguir yendo al colegio y hablar de las compras en Miami mientras los viajes se hacían escasos. Pasar los veranos en el Regatas, ese estado paralelo y amurallado, a resguardo de esa Lima que crecía. Por fortuna, y también por mediación de la Virgen, todo eso cambió cuando conoció a Perico, el brillante ingeniero que hizo una carrera meteórica en la minera de los Benavides.
Lástima que ese ciclo también terminaba.
¿Por qué él nunca le hacía caso? ¿Por qué no invirtió en terrenos en lugar de en la bolsa? ¿Qué carajos sabía él de Madoff o de Merrill Lynch, si lo suyo siempre había sido la lixiviación del oro? ¿Por qué mierda no le respondía Trinidad? ¿Qué chucha se creía esta igualada?
—Ta madre, me está llamando de nuevo.
—Déjala… ahorita se cansa.
—La verdad es que sigo asada con ella. Tú sabes cómo me jode sentirme utilizada.
—¿Cuándo te he utilizado yo?
—Hablo en general, pues. Y esta huevada sigue timbrando.
—Ya va a cortar.
—No creas, va a seguir y va a seguir. Las señoras regias no saben manejar el desprecio. Una pituca puede aguantar que el marido le ponga los cuernos, pero jamás va a aguantar que un empleado se salga con la suya. Es cuestión de clases.
—Es raro, oye.
—¿Qué cosa?
—Nunca te lo había dicho, Trini, pero… en mi casa piensan que tú eres una pituca.
—¿Yoooo? Si soy una misia.
Cecilia apagó el teléfono desde el volante y empezó a rumiar. Según la pantalla del tablero estaba a solo tres minutos de su casa, en el plácido malecón que da al Pacífico, y decidió que volvería a llamar desde allí. O quizá no. Qué diablos. ¿Por qué tanta ansiedad? ¿Había comprado pistachos para comer en la casa? ¿Por qué tanto frío de pronto y luego tanto calor? ¿Sería la menopausia?
Hizo bajar más la temperatura y oprimió el botón de recirculación. Su marido le había dicho alguna vez que así se gastaba más gasolina, pero qué carajos.
Tan importante como ahorrar era dejar de respirar el aire de mierda de esta ciudad.
—También puede ser otra cosa.
—¿Qué, amiguis?
—Que aquí siempre hay alguien que cholea al de más abajo.
—Pero tú siempre tratas bien a mi familia…
—Pero todos estamos a la defensiva, esperando a que se cumpla esa regla. Una vez escuché en la radio que este país vive en una escalera bien jodida. El rey de España cholea a su embajador, el embajador de España cholea al pituco blanco de aquí, el pituco blanco de aquí cholea al pituco blanco que no fue a su colegio, este pituco blanco cholea a su gerente blanquiñoso, el gerente blanquiñoso cholea a su empleado moreno…
—¿Y dónde estamos nosotras?
—Al fondo, pues, Nievecillas, o casi. ¿Dónde vamos a estar? En este país no hay nada peor que ser mestiza o zamba y, encima, ser mujer.
—¿Para qué te llamo, ah? Ya me fregaste el día.
—Sorry.
—Oye, ¿y al rey de España no lo cholea nadie?
—La reina de Inglaterra.
A esa hora de la tarde la casa de doña Blanca iba camino a ser tragada por la penumbra, y con más razón a causa del invierno limeño. No faltaría mucho para que empezaran a sentirse esos ruidos en la cocina o que alguna sombra caminara del cuartucho de Daniel a un extremo del patio.
Al menos, pensaba ella, eso la haría sentirse acompañada.
Ronald ya le había avisado que esa tarde, luego de repartir mensajería —y un encarguito de marihuana—, iría a ensayar con su grupo. Daniel había ido a Comas a compartir la gran noticia con Zoila. Y Germán solo se aparecía una o dos veces por semana.
Pero, quién sabe, quizá Alejandro se apareciera un rato por ahí, como solía hacerlo a veces.
Con su libro en el regazo, bien pegada a la ventana para exprimirle la última cuota de luz, la anciana cerró los ojos para descansar la vista y recordó cómo su marido solía referirse a los chicos como «la putísima trinidad». Lo decía mucho después de las trastadas, cuando la cólera había remitido y en su lugar quedaba el cordial acento de su tierra. Lima, ciudad de destinos trasplantados, los había reunido en una farmacia de barrio populoso: ella, la clienta loretana recién llegada, y él, el cajamarquino que atendía con bata blanca. El valle encerrado donde se encontraron la sierra y la selva. Fue un romance veloz que la abuela de Blanca aceptó como un presente del cielo para encubrir el escándalo. El rostro embobadísimo del novio enamorado no hizo sospechar a nadie de la presteza de la boda y los brindis fueron tan honestos como vacíos.
Doña Blanca abrió los ojos para alejar esos recuerdos que a veces dolían y decidió estirar las piernas. La luz ya escapaba y debía hacer su última ronda. Plantó con firmeza las babuchas en el piso y, con voluntad maciza, despegó el trasero de su mecedora. La madera crujió y se despidió con un vaivén. La anciana salió al pasillo y se dirigió al espacio doble de la sala y el comedor. Sin embargo, en el corredor volvió a observar, uno a uno, como cada día, los retratos colgados en la pared color crema. Sus tres hijos en blanco y negro, mostrando sus dientes de leche: la mirada penetrante de Daniel, la sonrisa posada de Germán, el gesto travieso de Ronald. Luego, los nietos. Los dos hijos que conocía de Daniel, en un collage sobre una lámina de corcho. Al lado, Fabianita, camino a la adolescencia, antes de irse a Miami con su madre luego del sorpresivo divorcio de Germán. Completaba la galería de infantes un retrato de la misma doña Blanca, en tono sepia, con un rostro rechoncho como manzana y el pelito cortado a ras de la mandíbula. La viejecilla avanzó luego al comedor y a la sala, y en el lento trayecto su mano fue tocando la mayoría de objetos. Muebles de caoba oscura. Sillones de terciopelo color vino tinto. Adornos de porcelana de gusto dudoso. Gobelinos pastoriles. Reproducciones de Murillo. Rosas de tela plástica. Cortinas que atrapaban el polvo más que la luz. Aquel ritual panteísta conectaba a la anciana con épocas tal vez más felices y terminaba ante el altar principal: una mesita barroca que servía de límite entre la sala y ese comedor que ya no se usaba nunca. Sobre la mesa había media docena de portarretratos. Algunos mostraban a sus hijos en edad escolar y el más grande y ornado tutelaba a las otras historias congeladas. En él aparecían don Alejandro y doña Blanca, cuarentones y abrazados en una fiesta de Trujillo. El difunto, con un traje beige donde asoma un entramado de cuadros; ella, con un vestido de líneas diagonales, entre violetas y celestes, y unas botas marrones que le llegan a las rodillas. Qué diferencia con sus pantuflas, piensa ahora: dime qué tacos usas y te diré qué edad tienes.
Las fotografías, cuando no procrean recuerdos, los estimulan: una idea se asoció con la otra y doña Blanca abandonó la sala en penumbra para volver a su habitación. Se trataba de un antojo. Plas, plas, sonaron sus pasitos en esa quietud. Parecía increíble que a unos cuantos metros discurriera la avenida Arequipa: un departamento arrinconado al fondo de un edificio quizá sufra penumbra, pero tendrá tranquilidad.
Al llegar a su dormitorio encendió la luz y buscó una llavecita en su velador. Luego se agachó, lentamente, para abrir el cajón más bajo de su cómoda. Debajo de unos pañuelos que nunca usaba, había una cajita de cedro con una cerradura diminuta.
La abrió, y los momentos felices se multiplicaron.
Se vio adolescente, guapa y caderona, haciendo un brindis en un cumpleaños de su primo Igor. Un paseo con amigas del trabajo en el oasis de Huacachina. La boda de una prima y la celebración en un chifa de moda en Lima. Peinados bombé, telas estampadas de círculos y recuadros, aprendices de Jackie Kennedy.
Sacó todas las fotos de la caja y preparó las uñas. Por fortuna, las tenía fuertes aún.
Rascó el fondo con la mano derecha y, ayudada por unos golpecitos externos con la izquierda, hizo ceder el doble fondo.
El rectángulo escondido vio la luz.
Doña Blanca ahora es Blanquita, en blanco vestido vaporoso, cortado a la rodilla. Está sentada, con las piernas cruzadas, sobre la maletera de un Buick amarillo, descapotado, con alerones de cohete y unas luces traseras como pistolas láser.
Un auto hermoso, como jamás había visto. ¿O era la felicidad de aquel momento?
La jovencita luce más radiante que los cromos del carro; el pelo negro y corto levantado por el viento y una sonrisa bobalicona. Tiene una mano a milímetros de un muslo masculino y la mejilla a punto de apoyarse en un hombro. El muslo y el hombro le pertenecen a un joven alto, buen mozo, de pelos castaños, que viste un traje color marfil. Los rodea una vegetación rala y la orilla de un río débil y pedregoso, señales inequívocas de que la foto fue tomada en un paseo familiar cerca de Lima, cuando doña Blanca era una chiquilla recién llegada.
La viuda observa aquella imagen con intensidad y vuelve a sentir el olor a leña que se había quemado en ese momento. Las manos grandes y callosas del joven que le dieron firmeza para caminar entre esas piedras. Su pelo ondulado y esa voz de seda que cantaba tan bonito con un dejo adquirido en España. Que le gustara un hombre mayor la conflictuaba, pero que fuera su primo, ¿no era pecado? A doña Blanca se le volvió a ocurrir que ella había contribuido con aquel final doloroso: ¿no parecían dos enamorados, acaso? Con esa mirada de carnero en los ojos, ¿no era natural que su primo la hubiera tanteado en la cocina? Ella lavaba los platos con los restos de paella y él se había acercado por detrás. ¿El haberse quedado estática, petrificada por la verga durísima, no era la señal más clara que podía recibir un hombre? ¿No era la contraseña para que esa misma noche entrara de puntillas a desvirgarla a pesar de sus forcejeos? ¿No debió de chillar y golpearle más fuerte para hacerse entender?
A estas alturas, nada de eso le quedaba claro. Lo único nítido que tenía por cierto de aquella época vergonzosa, aparte de Daniel en carne y hueso, era esa foto que la muestra más radiante que nunca y que siempre, siempre, le deja la misma incertidumbre: si ser ultrajada estando enamorada no es un precio a pagar por el amor, si la luz del deseo no debe convivir con la oscuridad de la culpa.
De pronto doña Blanca dio un respingo, porque la noche ya era franca.
Y entonces, con la misma resolución con que buscó esa foto, la volvió a esconder.
No fuera a ser que a Alejo se le ocurriera visitarla justo en ese momento.
El rumor del tráfico que le era ajeno a doña Blanca era el medio de transporte en el que viajaba Trinidad. Montada en ese microbús, la nieta no sabía todavía que en aquel edificio junto a la avenida vivía su abuela así que, en lugar de perderse en pensamientos asociados a su nueva familia, volvió a recordar la conversación con la monja gringa.
¿Por qué eso la seguía molestando?
Trinidad era consciente de que su irritación estaba azuzada por la ingrata tarea que la había metido en ese micro: ir a la casa del imbécil que le vendía cierres, no muy lejos de allí, y amenazarlo con empapelar todos los postes de Gamarra con su foto y el mote de ESTAFADOR. Habrase visto tamaño hijo de puta, pensaba, que le estaba atrasando una remesa de uniformes para una cadena de pollerías.
Para colmo, sus uñas pintadas se habían trizado en solo dos días, revelando mucho esmero francés pero también esmalte chino.
—Cóbrate —dijo, emergiendo entre dos cuerpos como una lámina entre rodillos. Ya pronto escaparía de ese envasado de sobacos y pedos.
El cobrador, de pie en el escalón, le entregó como vuelto un puñado de monedas que olían a níquel y pescado.
—Bajo antes del bypass —avisó ella.
—¡Bypass baja! —anunció el muchacho.
Toda persona termina acostumbrándose a los cambios razonables en su vida, se traten de suplicios o de placeres, y si Trinidad hoy se manejaba con soltura en las calles de Lima no era solo porque no tenía otra alternativa, sino porque la vida le había otorgado un entrenamiento riguroso. Alguna vez se lo había dicho a sí misma: una vida entera en el tráfico limeño era un paseo comparado con la huida del kilómetro 107. Para afirmar si exageraba o no, sería aconsejable dejar por un instante a Trinidad con las monedas que le dio el cobrador y retroceder quince años a la madrugada en que encontró muerta a su madre. El plan de Trinidad no podía ser otro que llegar a Tarapoto, donde vivía su abuela. Eran dos mil kilómetros desde la Amazonía sur hasta la Amazonía norte del Perú; un trayecto zigzagueante entre decenas de climas que una persona rica jamás entendería porque, tratándose de viajes, solo el dinero puede comprar líneas rectas.
Lo primero que pensó Trinidad mientras caminaba aquella madrugada fue en llegar a Puerto Maldonado, la capital del departamento, cerca de Brasil, porque allí le sería más fácil encontrar cualquier tipo de transporte. El trayecto no le era desconocido, alguna vez había acompañado a su madre para hacer compras y tener alguna distracción. En aquellos días el camino no se había convertido en la monumental carretera interoceánica de hoy. Trinidad los llevaba en la memoria como cien kilómetros fangosos, dependiendo de si era época de lluvia, pero una cosa era hacerlo en microbuses o tolvas de camión, y otra a pie y sin dinero. De su casa tuvo tiempo de recoger un atado de ropa y la platita que su madre le había dejado para hacer la compra diaria. Como solía decir su mamá, tendría que hacerla miskichir.
¿Qué le habría pasado? ¿La habría matado el guardián, borracho de pasión?
No lo creía. El gesto de sorpresa de aquel tipejo le había parecido genuino. ¿La habría envenenado alguna puta envidiosa? Era poco probable porque su madre no competía con ellas y, al contrario, siempre buscaba protegerlas desde la barra. ¿Un parroquiano, tal vez? En el pueblo decían que ella era muy apreciada. La rodeaba un espacio infranqueable que sabía matizar con una disposición servicial y una sonrisa cordial para todos.
«A veces la gente muere de la nada», había escuchado de niña. Se imaginó que cada uno tiene una bomba pequeña que a veces estalla, dependiendo de la suerte del individuo. ¿Y si a su mamá le había llegado el tic tac? ¿Un infarto cerebral? ¿Un fallo cardiaco? Años después, concluyó que jamás llegaría a saberlo: la historia de su país era también la de miles de personas que cada año morían en el misterio.
Pero para llegar a esta triste certeza faltaba mucho, todavía. Ahora Trinidad está corriendo, recordemos, bajo un cielo que amanece, y así como ignora de qué murió su madre también ignora que en el cuerpo lleva un metal que la envenena. Llegar a Puerto Maldonado le tomará dos días y el poblado la recibirá deshidratada, con los pies despellejados y el pálpito de una mala noche en un corral cerca del camino. Entre el concierto de los insectos y los gruñidos de algún mono aullador, había temido que alguna boa la prefiriera a ella que a las gallinas. Mientras caminaba había agradecido que no fuera época de lluvias para no enlodarse hasta las rodillas, pero terminó maldiciendo la falta de agua: el calor la había convertido en una gualdrapa y, cada vez que luego lo recordaba, no dejaba de impresionarle que a pesar de su aspecto ese hijo de puta le hubiera propuesto aquel trato cuando llegó a Puerto Maldonado.
El hombre aparentaba unos treinta años. Era panzón, moreno, achinado y tenía cuatro pelos en lugar de barba. Había terminado de cargar su camioncito con tablones de ishpingo. Trinidad había merodeado el aserradero después de escuchar la palabra «Cusco» en un diálogo entre el tipo y un cargador, y cuando vio que la partida era inminente, se armó de valor. El tipo la escuchó y le sonrió, condescendiente.
«Claro que te llevo. Una chupadita por kilómetro».
Trinidad pensó que el calor había terminado por secarle el cerebro. No comprendió, o no quiso comprender. Pero cuando vio en ese hombre el gesto explícito que había visto tantas veces pulular cerca de su madre, entendió. Pensó en salir corriendo, en buscar otro transporte, pero nada le aseguraba que encontraría algo mejor. La mandíbula se le puso tan tensa, que le temblaba el hoyuelo de la barbilla.
«¿Qué tan lejos es?», indagó, resuelta.
El tipo la miró, sorprendido.
«Como quinientos kilómetros…»
«¿Me estás pidiendo quinientas chupadas, entonces?», le interpeló, con la mirada de hierro.
«No, no…», el conductor se debatía entre la lascivia y un pudor naciente. «Con una buena, todos felices».
«Pero me darás agua y comida».
El tipo accedió y la guio a la cabina. El asiento de marroquín negro estaba cubierto con una sábana percudida que protegía los culos del calor. Del retrovisor colgaba una estampa de San Cristóbal, patrono de los conductores. Los retratos de una mujer y de una niña estaban pegados junto a la radio. Trinidad cerró los ojos y lo hizo lo mejor que pudo. Trato de imaginar que se trataba de un chupete de ungurahui, pero el olor pestilente de aquellos testículos y los gemiditos que lanzaba su portador le asqueaban como nunca imaginó que podría estarlo. Entonces, salió aquella leche salada y su vómito casi se mezcló con ella. Desde entonces, nunca más se lo hizo a nadie y, quién sabe, si esa no sería otra razón para su futura costumbre de contratar jovenzuelos cada vez que se antojaba de un desfogue: a ella se la chuparían y jamás sería al revés.
Mientras Trinidad escupía por la puerta abierta, el conductor se reponía, satisfecho.
«Nos vamos, pues», dijo, arrancando el motor.
«Yo voy atrás», respondió, rencorosa.
«Como quieras. Ahí tienes un plástico por si llueve».
En esa tolva pasó dos días, en uno de los cuales llovió durante un buen tramo. Por fortuna, no lo hizo sola todo el trayecto. A unos kilómetros de haber salido de Puerto Maldonado se subió una mujer fibrosa, de mirada recta, que cargaba una gran caja de tecnopor. Con solo verla era claro que se había desprendido de la selva más profunda. Negoció con el chofer y dijo que se bajaría en Quince Mil. Cubiertas ambas mujeres por el plástico azul mientras la lluvia les repiqueteaba, Trinidad sintió el olor que salía de la caja. «¿Quieres ver?», le dijo la mujer, en su dialecto. Trinidad asintió y ante sus ojos descubrió, como vagones de tren, las secciones cortadas de un paiche, las escamas del tamaño de una oreja. Era como ver un dragón apretujado. Horas después el camión se detuvo violentamente y el conductor les pidió ayuda. Ellas buscaron piedras para poner bajo las llantas y el hombre aceleró con ímpetu, hasta que el camioncito se vio liberado. La mujer y la chiquilla se sonrieron al verse embarradas por aquella arcilla rojiza, pero la lluvia solo necesitó de un minuto para limpiarlas.
Esa noche durmieron entre los tablones de madera, protegidas por el toldo, y el cansancio secuestró a Trinidad hasta cuando el sol estuvo alto.
El camioncito ya había dejado la llanura plana de la selva baja y empezaba el creciente ascenso por la selva alta, hacia los Andes. Mazuco ya estaba atrás y en menos de dos horas llegaron a Quince Mil. Allí Trinidad volvió a quedarse sola, pero ya no temerosa: la señora le cogió de las muñecas y, cerrando los ojos, proclamó un conjuro en la lengua de los fieros mashcos. Siguieron Manire, Marcapata, Mayahuani y en aquella subida los ojos de Trinidad lo devoraron todo, entreteniéndola del frío que empezaba a rodearla. La vegetación selvática era ya un recuerdo mientras los molles y eucaliptos mesoandinos se inclinaban en aquel trecho benigno donde las casas eran de adobe y las gentes vestían con lana. Pero pronto la vida también comenzó a escasear y empezó el solitario reinado del ichu, el forraje único que resiste en las alturas. Alguna torre eléctrica y un par de apachetas, piedra sobre piedra, eran lo único que allí recordaba la existencia del hombre en el planeta.
Trinidad tiritaba y sentía la cabeza dentro de un torniquete, pero por nada le pidió ayuda al conductor. Se puso toda la ropa de su atado, capa sobre capa, y se envolvió en el toldo plástico. Sin embargo, al llegar a Tinke, pudo más el asombro que el mal de altura: allí vio alzarse, majestuoso, casi al alcance de la mano, al portentoso Ausangate con nieve hasta los hombros. Ver el hielo en su estado natural fue tan impactante para Trinidad como conocer el mar tiempo después. Niños con chullos y ojotas de caucho hacían pastar carneros en las llanuras y algo de esa ingenuidad le ablandó el alma. Con el descenso, su estado mejoró. Luego de dejar atrás Ocongate y sus lanas coloridas, descendieron a Andahuaylillas hasta que finalmente, rodeados de un valle apacible, arribaron a la ciudad del Cusco.
Fue en esas calles con pasado imperial donde Trinidad tuvo un atisbo de lo que le esperaría en Lima, aunque entonces no se imaginaba que terminaría su periplo en la capital. Gente que hacía trámites, comerciantes espabilados, turistas en busca de gangas, taxis y microbuses llenos, como aquel donde la dejamos al empezar este capítulo. No tuvo tiempo de conocer la ciudad, sin embargo: su prioridad era Tarapoto.
Esta vez no se la chuparía a nadie, por supuesto: por primera vez en su vida, ella elegiría una víctima.
Lo recordaba perfectamente hasta hoy. El cielo andino color añil y el clima de una fiesta patronal. Junto a un banco de la plaza de armas, cerca de la estatua del primer inca, un grupo de gringos, todos mayores, había bajado la guardia para tomarse fotos. Trinidad cogió un pequeño morral descuidado y fugó con el paso acelerado, el pecho dándole tumbos. Al resguardo de un portal de piedra descubrió unos dólares y se lo agradeció en secreto al conjuro de la mujer del paiche. Camino al paradero de buses se topó con un policía y se llenó de valor para entregarle los documentos de la turista, diciéndole que los había encontrado en el suelo. Compró su boleto y eligió un asiento junto a la ventana. Aquel rectángulo se convirtió en su pantalla durante tres días. Vio pasar la soleada fortaleza de Ollantaytambo y con las horas sintió el descenso hasta Quillabamba, nuevamente en la selva alta, aunque esta vez era la del departamento de Cusco. Entre el día y la noche vio desfilar los pueblos selváticos de Kiteni, Pichiwillka y Kimbiri y percibió que el bus volvía a ascender a los Andes, lo cual confirmó en Huaynacancha, en Ayacucho. Pasajeros subían y bajaban, cargando maletas y mercaderías. El olor a lana sudada y los colores chillones reventaban en aquel rectángulo que se bamboleaba junto a los abismos. Vio los carteles de San José de Cecceen, Churcampa, Colcabamba y Paucarbamba en Huancavelica. Un letrero le dio la bienvenida a Junín hasta que por fin llegó a Huancayo, en la mitad del Perú, con la espalda hecha un nudo. La ciudad era populosa y pujante, pero le faltaba señorío. Perder tiempo era perder plata y, sin tomar un respiro, averiguó qué otro bus la llevaría hacia el noreste. Junto a una nueva ventana atravesó Concepción y Jauja, en el valle del río Mantaro. Aquí los kilómetros también pasaron a cuentagotas. Fue testigo del inhóspito paraje de La Oroya, donde solo se atreven los mineros. Vio en la llanura andina el enorme lago Junín y una tromba que se precipitaba sobre él, como si dios rociara un espejo antes de limpiarlo. De noche cruzó por Cerro de Pasco y escuchó a un pasajero comentar que por allí cerquita nacía el Huallaga. El corazón le dio un saltito al escuchar ese nombre que había oído de niña. La ventana le mostró, serpenteando entre cerros, La Quinua, Huarica, Ambo y, como fin de tramo, Huánuco. El clima allí era de primavera y la breve ciudad estaba acunada entre montañas. La imagen de su abuela apiadándose de ella la llevó a tomar con urgencia un último bus. Dos horas después de partir de Huánuco entraron en una penumbra interminable que la asustó. «Es el Carpish», comentó alguien y, cuando salieron del túnel larguísimo, se le descolgó la mandíbula: a sus pies volvía a extenderse, como una alfombra que rueda cuesta abajo, la selva que tanto extrañaba. Una epidemia verde sin antídoto.
Ya más abajo, en Tingo María, bajo la silueta de los montes que forman a la Bella Durmiente, el acento de quienes subían al bus la llenó de alegría. Allí estaba de nuevo el cantito, la risa, el desparpajo que los Andes reprimían. Pasó por Aucayacu, Santa Rosa de Yanacanja y Tocache, zonas calientes por el narcotráfico y por el sol. Se asomó al poderoso Huallaga y observó la vida lenta de los pueblos nacidos en su orilla: Pizana, Nuevo Jaén, Juanjui, Bellavista, San Hilarión, Picota y Tres Unidos. Fue al ver de noche este último nombre en el letrero cuando supo que ya podía estar tranquila, que de allí en adelante solo restaba acercarse al río Mayo, a cuyas orillas la esperaba, por fin, Tarapoto.
En el último tramo, al atardecer, se sentó a su lado un muchacho que había subido en Picota. Trinidad se sobresaltó, pero los gestos del chico la tranquilizaron. Parecía ingenuo y ella solo asentía o le respondía con monosílabos que pretendían ser amables, pero hubo un momento, cuando el cielo mostraba la última luz, en que la cercanía del hogar animó a Trinidad a preguntarle a qué se dedicaba.
El joven agradeció la pregunta.
«Le vendo a los turistas, ¿quieres ver?», y abrió su canasta para mostrarle las curiosidades que fabricaba con un primo: lapiceros con plumas de papagayo, platitos hechos con caparazones de taricaya, una piraña disecada que mostraba los dientes.
Ella sonrió y cerró los ojos, dando por terminada la conversación. Pero al rato sintió la proximidad de su cuerpo, un calor añadido al calor. El bus ya estaba a oscuras y ella se puso atenta. «Vamos a vacilarnos, oche…», le susurró el muchacho, acercando más su rostro. La lejana luz de un caserío matizó la penumbra y Trinidad adivinó su verga al aire. Su reacción fue primaria y enfocada en defenderse con lo primero que encontrara a la mano. El aullido hizo encender las luces entre voces de alerta, pero no tardaron en convertirse en risas ante esa piraña con los dientes clavados en el glande del muchacho.
Cada vez que Trinidad le contaba a Nieves esta anécdota, su amiga no paraba de reír y de pedirle repeticiones que la obligaban a inventar variantes, como que el jovenzuelo le había rogado que no fuera malita y que le lamiera allicito porque la saliva desinfecta. O que ella le había gritado «¡tienes suerte de no disecar lagartos, conchatumadre!». Lo que esas risas lograban mientras relataba su fin de viaje era alejar el recuerdo de haberse encontrado en Tarapoto con una abuela rencorosa que no quiso saber nada de ella porque, al fin y al cabo, le sobraban nietas que la ayudaran y ninguna era la hija de una puta. A los dos días la anciana le dio algo de plata con la condición de no verla más y Trinidad se largó a Lima, la ciudad donde la dejamos trepada en un microbús al borde de esa tarde.
—¡Todo Arequipa, Barranco, Chorrillos! —recitó el recorrido, mientras el micro se detenía.
Trinidad terminó de guardar las monedas y, tal vez por asociación, se acordó del sabor metálico que tenía en la boca a causa de sus riñones.
—¡Baja, pie derecho! —advirtió el cobrador.
También recordó que debía llamar a su padre para coordinar los exámenes en el hospital.
Sería otro vía crucis, seguramente. Nada a lo que no estuviera acostumbrada.
Ese día, en Comas se había asomado la claridad antes que en otras zonas de Lima. En la cocina burbujeaba una ollita mientras Tiffany terminaba de preparar leche chocolatada para aguantar esa mañana de exámenes y su turno de cajera vespertina en la sanduchería cerca de la universidad. El pelo húmedo y frío le mantenía alerta la cabeza y, de algún modo, lo agradecía: le había costado dormir esa noche.
La principal causante de su desvelo no demoró en dar la cara.
—Buenos días —bostezó su madre.
—Ma.
Una bata de felpa sintética, verde y abrigadora, le apretaba las pechugas como a un tamal. A pesar de que tenía la mente en proceso de despertarse, a Zoila no se le escapó el encono de su hija.
—¿Ya herviste agua? —preguntó la madre.
—Está en el termo.
—Voy a hacer una tortilla, ¿quieres?
—No, ya me estoy sancochando un huevo.
Unas bocinas lejanas, provenientes de la avenida Túpac Amaru, anunciaban algún atolladero de conductores que pugnaban por llegar a trabajar.
La batahola le recordó a Tiffany el paso del tiempo y consultó el reloj de su celular. Ya habían pasado cinco minutos y medio. Se acercó a la ollita donde había puesto a cocinar el huevo, lo sacó con un cucharón y, mientras lo enjuagaba en el agua fría del lavadero, miró de reojo los huevos que su madre iba colocando en el mostrador. Eran cuatro. No, eran cinco. Cinco.
Las uñas fuertes de Tiffany se incrustaron en la cáscara y el vapor salió despedido de la clara esponjada. Su madre miró la rapidez con que el huevo quedó desnudo.
—Podrías trabajar haciendo eso —bromeó.
Tifanny echó una pizca de sal en la cima mientras observaba por la ventanita la sucia pared del vecino.
—¿No te sientas, hijita?
—No. Ya estoy tarde.
Zoila abrió la refrigeradora y Tiffany volteó a echarle un vistazo. En efecto, ocurrió lo que temía. Junto a los cinco huevos que iba a usar, su madre acababa de colocar el paquete de jamón que ella había comprado el día anterior. Se puso alerta, rogando que el jamón fuera solo un detalle. Pero no. Fueron cinco lonchas gruesas que Zoila separó para cortar en cuadraditos.
—¿Vas a usar todo eso?
—Es un poquito nomás.
—Son doscientos gramos, mínimo.
—Es que a Danny le gusta. Yo después lo repongo.
—Ya estoy harta, madre. Har-ta.
Los ojos de Tiffany se extendían, electrizados.
—¿De qué, hija? —fingió sorprenderse Zoila.
—Si no te das cuenta, hazte ver, mamá.
—Ya te dije, no es mucho —respondió Zoila, señalando el jamón—. Más tarde compro.
—¡No es eso! ¡No es «solo» eso! ¿Tú crees que pude dormir anoche?
Zoila se refugió en el acto de buscar un cuchillo.
—Primero esos gritos horribles… «eres un hijo de puta», «tú eres la puta, ramera de mierda…». ¡Pensé que se iban a matar y ya estaba a punto de entrar con un palo!
—Tú no entiendes…
—Y luego, esos gemidos… «te la meto por el culo, te la meto por el culo», y tú: «dame mi leche, dame mi leche…». ¡¿Cómo se puede pasar tan rápido de los gritos al cache?!
—Te explico, hija…
—¿Qué me vas a explicar? Ya me harté, carajo, ya me harté.
Los achinados ojos de Tifanny parecían lanzar rayos, un gesto que Zoila había visto en el padre de ella una sola vez: la noche que se le escapó que la iba a dejar. Entonces, a la vergüenza que sentía se le sumó el miedo, un temor que rayaba en lo infantil y que le hizo hablar sin ton ni son, como si esa cortina de palabras pudiera ser un biombo para escudarse.
—Fue mi culpa, hija, mi culpa, Danicito había venido a celebrar porque va a salir en la tele, eso no lo sabías, ¿no?, eso no lo sabías… Lo van a dejar competir como imitador en Yo soy y él vino a contármelo porque va a ser famoso, por fin su talento se va a conocer en todos lados, y estábamos felices cuando en eso sonó su teléfono y él se puso nervioso, y yo me puse nerviosa, porque se oía clarito que era la voz de una mujer…
—Mamá, la verdad, no quiero saber.
—…y cuando colgó yo le dije «¡¿quién es?!, ¡¿quién es?!», y él me dijo «es mi hija», y yo no le creí, «¿por qué te llama a estas horas?», «porque no podía dormir y se le antojó que su papá le dijera buenas noches por primera vez», me contestó, y yo le dije «mentiroso, a ver, dame para llamar a ese número…». «¡¿Quieres llamar, quieres llamar?! ¡Llama, pues, carajo, toma!», me dijo. Y llamé. Y sí era…
—¿Otra vez sales con lo de la hija?
—Sí, pues, sí era la Trinidad esa, con su voz de gata amable, pero bien que en cualquier momento saca las uñas, y entonces colgué y me sentí una cojuda y Danny me dijo: «¿Ya estás contenta?, ¿por qué tienes que hacer estas cosas?», y yo en lugar de disculparme le dije «porque tú eres un pingaloca, por eso», y él se puso fuerte, «¿Así que soy un pingaloca?», me contestó, «ahora vas a ver lo pingaloca que soy», y me agarró de los brazos y me tiró a la cama y nos revolcamos…
—Ya te dije que no quiero saber —volvió a advertirle Tiffany, mientras cogía su morral.
—…y mientras más nos rozábamos, más ganas me daban de no soltarlo…
—Chao, madre —exclamó Tiffany camino a la puerta, pero antes de abrirla se dio tiempo de ponerse sentenciosa—. En serio: si tanto te mueres por ese parásito, hazte ver.
El portazo fue como el chasqueo de un hipnotista.
Con su monólogo en retirada, Zoila Quesquén empezó a batir los huevos como se lo había enseñado su abuela Quiteria, la gran cocinera de Lambayeque: las claras primero, para que la tortilla salga esponjosa, hasta que en la mezcla cayeron un par de lágrimas.
Sí. Con Zoila podían ocurrir las escenas más cursis.
Antes de verter en la sartén el huevo batido junto a los ciento setenta gramos de jamón, a Zoila le asaltó otra preocupación: que Danicito no hubiera oído que le llamaban parásito.
El segundo almuerzo que Trinidad y Daniel compartieron duró exactamente dieciséis minutos y no llegó a ser en realidad un almuerzo.
Más se acercó a la Última Cena, porque hasta se habló de traición.
Trinidad llegó con algo de adelanto al local de empanadas que su padre había elegido. El olor del aderezo la sacudió con visiones de aceite goteando y dedos grasosos y se preguntó si también venderían alguna ensalada o si alguno de esos rellenos sería vegetariano. Pero en su cabeza también zumbaban otras inquietudes que no tenían que ver con su salud.
Por ejemplo, ¿quién sería esa mujer que la había llamado hacía unas noches con su padre al costado? ¿Una noviecilla de turno? ¿Una firme? Después de pensarlo algo más —«tenemos de alcachofa», le informaba el mesero en ese momento—, la lógica la llevó a pensar lo segundo: solo una mujer que se siente con derechos maritales era capaz de envalentonarse así con el marido al lado. Alzó la muñeca para ver su reloj —«¿desea algo de tomar?», le preguntaron— y notó que ya era la hora. Su piel junto al brazalete de acero lucía un poco más saludable luego de la última diálisis. Eso era mejor que nada.
—¿El agua con gas o sin gas? —le preguntó el mesero.
—Sin gas, gracias —respondió ella, que no quería hincharse un milímetro más.
Daniel llegó a la cita unos minutos después, el pelo en una coleta y un buzo deportivo comprado en algún mercado. Olía a lavanda y roble, una colonia de botiquines antiguos. En su cabeza también habitaba el optimismo, pero una preocupación creciente, una especie de virus moral, le había restado el sueño a sus últimas noches. Se saludaron con un beso y un medio abrazo, una distancia todavía no salvada. Después de todo, era la segunda vez que se veían.
Mientras que su padre se sentaba, Trinidad notó en su sonrisa algo muy parecido a la pena, una tristeza que parecía ser siempre el concho de esos ojos.
—¿Estás bien? —le preguntó ella.
—Estoy muy bien, ¿ya pediste algo?
—Solo esto —dijo ella, señalando la botella.
—Yo solo comeré una empanada.
Trinidad supo leer en su comentario el disfraz que cubre a la necesidad. Quizá de allí viniera esa congoja agazapada, de la vergüenza de no tener plata ni siquiera para invitarle a su hija.
—¿Estás seguro? —y sabiéndose que se arriesgaba, añadió— Yo invito.
—No, gracias —a Daniel se le endureció la mirada.
—Yo pediré una de alcachofa. No debería comer carne.
—¿Por el colesterol? —se interesó Daniel.
—Por la proteína. No la puedo procesar.
Daniel asintió, conmovido. Pero al buscar escapar de aquel tema por un instante se vio, sin quererlo, sumergido de nuevo.
—¿Qué tienes ahí? —dijo, señalando un bulto que Trinidad llevaba en el muslo, bajo su pantalón de algodón.
—Ah, es una fístula. Es la boquilla para que me hagan la diálisis.
Trinidad notó que su padre palidecía.
—Pero no te preocupes —lo tranquilizó ella—, que gracias a ti me la van a quitar. Solo tenemos que coordinar las fechas del Seguro Social con tus fechas, yo me voy a asegurar de que no me pateen para el próximo año.
Daniel apartó la mirada y Trinidad sintió un golpe en el pecho.
—¿Qué pasa?
—Tengo algo que contarte.
—Dime.
—Voy a salir en la televisión.
—¿En serio? ¡Me habías asustado! Pensé que era algo malo…
La mirada de Daniel destelló luz de farándula al recordar su «cita con el destino» y el mecanismo de su entusiasmo se hizo indetenible. No solo le contó a Trinidad cómo había llegado al concurso —«el productor lloró de emoción al ver mi video», exageró—, sino que le aseguró a su hija que iba a ganar.
—¡Es que tú nunca me has visto cantar! —se ufanó Daniel.
—¡Te he visto en YouTube!
—¿Ah, sí? —se sorprendió Daniel.
La ternura le explotó en el pecho como una granada y los ecos ascendían rumbo a su cabeza, cuando en el camino asomó la culpa y, con ella, unas lágrimas.
—¿Pero eso qué tiene de malo? —soltó Trinidad, asustada por el cambio de ánimo—. ¡Deberías estar feliz en vez de poner esa cara!
—Claro que estoy feliz, estoy extasiado, estoy lleno de planes… y por eso tengo…
De golpe, Trinidad adivinó el terrible peso de lo que estaba por escuchar. Era el crujido que precede a una avalancha.
—Tienes qué. Dilo.
—…tengo que decirte que no. Por ahora.
—¿Cómo me vas a decir eso?
—La temporada del programa dura algunos meses y voy a tener que ensayar todo el tiempo. Si hago que me operen voy a poner en riesgo todo, ¿lo entiendes?
—Lo entiendo, ¿pero me entiendes tú a mí?
—No te digo que no te quiero donar, solo digo que no puede ser ahora.
—¿Y tú crees que yo te puedo esperar? ¿Cómo puedes traicionar así tu palabra?
—¿Qué te ha dicho el médico? Seguro puedes aguantar unos meses…
Trinidad se llevó las manos a la cara con tanta opresión que Daniel temió que se la fuera a desfigurar. Acostumbrado a ver llorar a tantas mujeres en su presencia, adivinó que su hija sollozaba silenciosamente tras esos dedos.
—Ya, Trini, ya…
Trinidad cogió una servilleta y se sonó la nariz, un burbujeo viscoso. Luego bebió un sorbo de agua.
—Es solo un tiempo… —repetía Daniel.
Trinidad arrastró el vaso ante los ojos de su padre.
—¿Ves esta agua? —le espetó con dureza—. Así es tu sangre.
Daniel asintió, sin llegar a comprender.
Trinidad cogió el chisguete de ají que descansaba en la mesa y disparó un chorro en el vaso.
—¿Ahora, ves esto?
Una nube color mostaza, granulosa, empezó a expandirse por el agua cristalina.
—Así está la mía… —Trinidad volvió a apretar el frasco— y así se pone cada día…
Y lo apretó nuevamente.
—Cada vez peor…
Y lo apretó otra vez, con rabia.
—Y peor…
—Ajá…
—¿Entiendes que cada día me enveneno más y más?
Daniel observaba, atónito, el minúsculo espectáculo del agua tiñéndose y alternaba su mirada entre el vaso y el gesto colérico de su hija. Y así como un cigarro prendido puede encender otro, hubo una chispa en los ojos de Trinidad que encendió los suyos. ¿Qué creía esta chiquilla? ¿Que podía disponer de su vida así como así?
—¿Y tú crees que cada día que pasa yo vivo más? —le encajó Daniel.
—No entiendo.
—¡Qué vas a entender tú, si nunca has estado en mis zapatos!
—¡Y tú nunca has estado en mi vida!
—¡¿Y ha sido mi culpa?!
Un nuevo torrente de lágrimas se deslizó por las mejillas de Trinidad.
—¿Te has preguntado acaso si mi vida ha sido fácil? —continuó Daniel—. ¿Qué vas a saber tú, carajo? Pobrecita, la huerfanita que no conoció a su padre, ¿y yo qué? ¿No sabías que es peor todavía sentirse huérfano mientras tus padres viven? Danny el loco, Danny el cantante, Danny el mal ejemplo de sus hermanos, ¡la puta madre!
En ese instante, las tres personas que estaban en el restaurantito miraban de reojo la discusión y los encargados del negocio se echaban a suerte cuál de los dos debía apaciguar los ánimos.
—Yo también sufro, carajo, y no me ando quejando. ¿Acaso paro reclamando que siempre duermo en sucuchos, de que en las noches me jode la artritis, de que me pagan mal y nunca a cambio de mi música? ¿Crees que no me jode cantar desde chibolo, entrenarme a diario la garganta, hacerme mierda las rodillas en mis shows a cambio de centavos? ¿Sabes cuánto he ensayado en mi vida para este momento de gloria, y todo para que vengas tú de la noche a la mañana a decirme que no lo tome?
—¡Eres un egoísta!
—¡¿Y acaso tú piensas en mí?! ¡¿Has pensado alguna vez en lo que te acabo de decir, en lo que me ha costado hacer mi música?!
—¿Tu música vale más que una vida?
—¡¡Mi música vale más que MI vida!!
El puñetazo que Daniel pegó en la mesa creó una burbuja de silencio. Su ira pareció contaminar el aire, como el ají lo hacía en el agua.
Luego se largó.
Los comensales, parapetados tras sus empanadas, miraron de reojo a esa chica bañada en lágrimas que sostenía un vaso con grumos. Es una pena, pensaron, antes de seguir con sus vidas.
Casi un mes después de aquel desencuentro, un sábado antes de las ocho de la noche, gran parte de los televisores del país estaban encendidos para emitir la gala inaugural de Yo soy. No imaginaban sus productores, ni sus concursantes, y menos sus televidentes, que aquella transmisión sería popularizada y repetida hasta el hartazgo en los meses posteriores por razones policiales.
La voz de doña Blanca de Ríos, por ejemplo, estaba entrecortada por una emoción muy distinta a la que sentiría doce horas más tarde. Esta vez era el nerviosismo que también aparece en las bodas y los partos, el instante ese cuando la voz del optimismo susurra que todo saldrá bien, mientras que otra, reptiliana, deja escapar un bufido bromista.
—¿Tú sabes a qué hora es? —acababa de decir.
—Es a las ocho, mamá —le había respondido Germán.
—Pero tengo el televisor prendido y no lo anuncian…
—Ya lo pasarán.
—Y este Ronald que no llega. Lo voy a tener que ver solita.
—Ya, mamá.
—No entiendo a tu hermano, a Daniel, digo, ¿por qué no quiso que vaya a verlo en el canal? Ya hasta tenía preparada mi peluca. ¿Cómo lo voy a poner nervioso, si desde chiquito lo veo cantar?
—No sé, mamá… —la trató de consolar— …por la tele hay más emoción…
—¿Me llamas apenas termine de cantar? Para comentar…
—No lo voy a ver ahora, mamita.
—¡¿No vas a ver a tu hermano?!
—Lo veré más tarde en YouTube.
—Cara de yutú, tienes…
Germán lanzó un suspiro. Solo Ronald tenía la paciencia para lidiar con su madre cuando se ponía así.
—Mamá, acabo de chocar y tengo que ir a una cena…
—¡¿Has chocado?! ¡Seguro que es por ver tu celular!
Germán se llevó un índice a la sien, emulando un revólver, y le sonrió a Rita, la amiga que lo solía acompañar a sus eventos sociales. Un viejo hábito lo llevó a ojear esas piernas escapadas de la minifalda —¿no tendría frío?— y se sorprendió deseándolas. A su madre le habría encantado ese pensamiento.
—Todo está bien, mamá, el seguro se encarga…
—¡Si no te llamo yo, nunca me entero!
—Te tengo que dejar, es el cumpleaños de un ministro y no quiero quedar mal.
—Ya, hijito. ¡Ay, qué bueno!: Ya llegó Ronito.
—¿Ya ves? Todo va a estar bien.
El viento que llegaba del mar y que había erizado las piernas de Rita tardó un par de minutos en avanzar sobre el tráfico de la ciudad hasta que desordenó el pelo lacio de Trinidad unas cuadras más adelante. Sin embargo, habría hecho falta un tifón para perturbarla. Ante ella se interponía un guardia que mantenía a raya a una fila de fanáticos del programa. Unos segundos antes el vigilante le había advertido:
—El estudio está lleno, ya nadie puede pasar por seguridad.
Trinidad había estado a punto de retrucar que su padre iba a cantar en su primera presentación, pero se guardó de hacerlo. El mismo vigilante le había advertido que si su nombre no estaba en la lista, ni San Pedro la podría hacer entrar.
—¡Atención, cuidado con la zanja…! —advirtió el vigilante por enésima vez a la muchedumbre, señalando un espacio acordonado que había dejado a unos metros la empresa de luz. Trinidad percibió que era una forma más funcional de ser ignorada.
—Usted está cometiendo un error —alzó la voz—, ¡tiene que dejarme entrar!
—Entienda señorita… —volvió a explicarle con condescendencia el hombre de azul.
—¡Entienda usted! Usted no sabe quién soy, ¿verdad?
—No… —titubeó el hombre, sintiéndose observado por quienes pugnaban cerca de la puerta.
—Soy la imitadora de Jennifer López.
Trinidad sintió la mirada escrutadora del hombre. Su piel morena y el pelo lacio no la contradecían mucho y, para asegurarse, arqueó la espalda.
—Pero…
—¡Estoy tarde porque el maldito taxi de la producción no llegó nunca! ¡Si no me deja entrar AHORA no van a tener tiempo de maquillarme!
El vigilante tuvo otro segundo de duda.
—¡Déjala, oe! —reclamó un testigo.
—¡Tiene que entrar, ¿no oíste?! —resolvió una señora que vendía choclos junto a la puerta.
—Pase rápido —dictaminó por fin el hombre.
Trinidad traspasó la reja, agradecida, y no le importó escuchar que a sus espaldas alguien comentara, entre risas, que le faltaba culo.
Y que tenía que bajar de peso, por supuesto.
Caminó resuelta por los amplios pasillos, entre objetos de utilería y retazos de escenografía. Su pecho era un timbal en acción. Se imaginó en primera fila, ante la sorpresa de su padre. Y a él, agradecido, dando la mejor actuación de su vida con ella de testigo. Llevaban un mes sin hablarse, desde aquella violenta discusión. Los días habían transcurrido plomizos y viscosos, como el metal que le envenenaba el organismo, y su piel sin lustre había mutado entre tonos verdosos y amarillos, según la proximidad de cada diálisis. Pero el órgano más dañado era su corazón. Las noches negras de insomnio la agobiaban con preguntas sin respuesta y ni siquiera la compañía cada vez más frecuente de Nieves la alejaba de un lamento sordo que ella se resistía a transformar en lágrimas. Sin embargo, la oscuridad de su pozo había recibido luz en la madrugada de aquel día. Mientras un perro ladraba en la lejanía se le activó un recuerdo específico: aquella pregunta que no le había respondido con exactitud a Daniel cuando lo conoció.
«¿Quién te dijo?»
Obviamente, no había sido su madre. Trinidad intuía que Carolina la había cargado en el útero como la penitencia de una juventud desbocada: nunca le habló de las fiestas calientes enfriadas con cerveza ni de ese demonio blanco que movía las caderas en el escenario. Tan solo una vez, una sola, cuando atardecía en Madre de Dios y Trinidad le cogió la mano ante el ventanuco, se animó a darle tres pistas. Que lo habían matado unos sicarios. Que, como ella, tenía un hoyuelo en la barbilla. Y que le decían Danny, el de los ríos.
Aquella descripción, aunque pobre, fue poderosa.
La mente de la pequeña Trinidad hirvió con escenas de un hombre mítico, musculoso, que viajaba de pueblo en pueblo en la proa de una canoa, la melena al viento y los pies bien plantados. Los ríos lo transportaban y las riberas lo vitoreaban. Fue en Tarapoto, ya huérfana, antes de su viaje definitivo a Lima, cuando Trinidad se topó con una pista real.
¿Quién lo iba a suponer?
Había entrado a un viejo bar del centro para pedir un vaso de agua que le atenuara el calor. Las paredes del local iban a ser pintadas después de muchos años y un muchacho raquítico comía su refrigerio de yuca y pescado después de haber rasqueteado la capa de afiches que cubría los muros.
En la pared principal habían quedado al descubierto viejos pegotes que podían considerarse catalejos al pasado: anuncios de cervezas que ya no existían, un candidato a la alcaldía que había muerto y hasta una marca de cigarrillos que mostraba, de manera inverosímil hoy en día, a un corredor de autos fumando con placer.
Y fue así.
Así fue como a los catorce años Trinidad se topó con su mito personal impreso en papel couché.
Era la promoción de una gira final de Los Rollers que se había organizado cuando ella ya vivía en Madre de Dios con su madre. El nombre de Danny de los Ríos resaltaba junto a su rostro, como un grito gráfico. Allí estaba, por fin, el nombre quimérico, junto al hoyuelo y la mirada ferviente. En ese instante, la imaginación de Trinidad encontró los límites de un rectángulo y, dentro de ese territorio más certero, tuvo las agallas para enfrentarse a su abuela.
«¿Tú sabías que mi papá está vivo?»
«Sí», escupió la vieja. «Me enteré después de que la dañada de tu madre se fue contigo».
«¿Y por qué no nos dijiste?»
«¿Para qué?», alegó. «¿Alguna vez se interesó por ti?»
Las palabras que más duelen son las que dan en la herida. Trinidad llevaba toda una infancia con la certeza de que su poderoso padre jamás la había buscado, y la crueldad de su abuela encajó con ella al milímetro. La herida se mantuvo encapsulada mientras ella se dedicó a sobrevivir en Lima y solo le volvió a latir cuando, una vez, ya en la era de las redes de internet, el nombre de Danny de los Ríos apareció en una búsqueda. ¡Así que estaba en Lima! ¡Y se promocionaba para fiestas! Pero tan grande fue el temor a su rechazo que Trinidad solo acudió a él, temblorosa, cuando sus riñones le empezaron a fallar.
No le había mentido a su padre, después de todo, cuando le respondió que había sido «la vida» quien le había contado sobre él. Hay misterios tan grandes y complejos que solo pueden explicarse a través de la vaguedad.
Mientras el perro ladraba a lo lejos, despertando tal vez a sus dueños, Trinidad también fue sacudida por la certeza de que debía —tenía— que ver a su padre en el programa de esta noche. Que si la puta vida le había ocultado la identidad de su padre, esa misma puta vida le había deslizado la respuesta como hace un palomilla en un examen. Que las sumas de síes y noes van tejiendo un hilo caprichoso que culmina en el lugar adecuado. ¿El «no» temporal de su padre al trasplante no sería necesario para un «sí» que le traería el futuro? ¿De verdad, no podía aguantar algunos meses más? ¿No sería aquel afiche en Tarapoto una invitación al momento único en el que podría asistir como hija al éxtasis de su padre?
—¿Eres concursante? —le dijo, en el pasillo, una asistenta de la producción.
Trinidad titubeó, pero intuyó de inmediato que a esas alturas sería inútil proseguir con la mentira.
—No —fingió seguridad—, soy familiar.
—Por allá, entonces.
Trinidad obedeció y torció a su izquierda.
A pesar de lo mucho que se había anticipado, no estaba preparada para esa descomunal burbuja de luz que le dio la bienvenida.
Mientras la brocha le cosquilleaba en la cara, Daniel se repetía bajito, como entonando una letanía íntima, la canción completa que se había aprendido en inglés con ayuda de un profesor. Esta noche culminaba la preparación más ardua que había tenido en su vida. No solo había bajado ocho kilos en cuatro semanas, sino que, gracias a la ayuda de Germán, había mejorado su condición cardiovascular en un gimnasio. Doña Blanca también había recibido de él un extra para cocinar menús con antioxidantes y prevenir de esta manera cualquier dolencia que pudiera afectar su respiración. Hasta Ronald había aportado bromas que lo habían llenado de optimismo aquellos días sobre la cantidad de mujeres que se iba a tirar cuando de verdad fuera famoso y sobre las reacciones diabólicas de Zoila al descubrirlo.
—Ya está. Ahora el pelo y la barba —le dijo la maquilladora.
Daniel asintió y se dejó peinar la melena que se había teñido de oscuro. Lástima, se decía, que la barba cortita que le había exigido la producción le tapara su hoyuelo sexy.
Pero valdría la pena.
La maquilladora se encontraba encauzándole las cejas con un cepillito cuando un estruendo llegó desde el estudio. Eran los aplausos al imitador de Raphael que, a juzgar por el estrépito, había hecho una gran presentación. «Bien por él», pensó Daniel quien, a pesar de estar ansioso por convertirse en el favorito del público, respetaba el talento ajeno. No sabía si quienes lo rodeaban pensaban lo mismo. Los dobles de Shakira, Axl Rose y Camilo Sesto parecían tranquilos y por momentos hacían bromas entre ellos, pero ya se sabe que el humor puede ser el disfraz de las pesadillas.
De pronto, lo llamaron.
Su mente viajó a desempolvar un viejo archivo, y recordó un antiquísimo programa de El Show de los Muppets en el que llamaban a Elton John a escena. En su pecho se encendió un goce inédito.
—Perdón, ¿cómo dijiste? —le preguntó al muchacho, irguiéndose.
—Danny Ríos… —repitió el asistente de producción.
—No —corrigió—: Danny de los Ríos.
Su transformación se había completado.
Se puso de pie como un pavo real y caminó por los pasillos guiado por el asistente. Con cada paso le llegaban más señales de que era un gladiador que debía ganarse el favor de un coliseo. Había luz, había rugidos. Un ligero empujoncito del productor, coordinado con una palabra clave pronunciada en vivo, lo trasladó al centro de todas las miradas. Esa fanfarria, las palmas y los reflectores habían transportado su adrenalina a la punta de cada uña.
—¡A la mela! —exclamó Ronald cuando lo vio en el televisor.
—¡Shhhh! —lo censuró doña Blanca.
Danny de los Ríos apareció en el escenario con un pantalón blanco de bastas como campanas, una camiseta negra y una chaqueta celeste de plástico brilloso. Sobre su pecho refulgía una cadena dorada con una cruz egipcia.
—¿Esa cruz no era de mi papá? —preguntó Ronald.
—Este bandido la tenía —asintió doña Blanca.
Danny saludaba a las tribunas enviándoles besos con dedos bailarines, como palomas mensajeras. El jurado estaba integrado por tres personajes reconocidos de la farándula peruana que lo observaban desde el recelo y la chanza. Esa falta de entrega que Danny sintió en los jueces lo acicateó. La sangre le borboteó en las cañerías y sus músculos se tensaron como purasangres en el partidor. Las miradas más atentas se dieron cuenta de que su cuerpo se balanceaba unos milímetros, obedeciendo a un metrónomo interior, mientras que su rostro asentía en todas las direcciones en un gesto ambiguo que podía calificarse de insolente y a la vez de juguetón.
—Buenas noches, ¿cómo te llamas? —preguntó el jurado que hacía el rol de antipático y, a su vez, el productor general del programa. Su calva afeitada y un bigotillo hipster de puntas levantadas comandaban sus gestos de suspicacia. Danny sabía que gracias a él había sido admitido y le respondió con humildad.
—Soy Danny de los Ríos.
—¿Y de qué ríos vienes? —bromeó la jurado del medio, una cantante de música tropical que atrapaba miradas con su escote.
—De los ríos que quieras navegar conmigo, linda —respondió el concursante.
Un murmullo de chacota viajó por el auditorio, salpicado de algunas carcajadas.
—La Zoila le va a cortar los huevos —rio Ronald.
Los jurados se miraron entre sí, con ojos de sartén por el mango.
—Bueno, Danny… —se involucró el tercer jurado, que era un productor musical célebre por sus romances con vedetes y bailarinas—. ¿A qué te dedicas? ¿Qué haces por la vida?
—Lo mismo que voy a hacer aquí —respondió Danny, levantando ambas manos como un piloto que ha ganado la Fórmula 1.
—¿El ridículo? —intervino la jurado.
Un tronar de carcajadas siguió a su desquite y el productor general decidió cortar por lo sano antes de que aquello escalara.
—Basta, basta… —palmoteó—. Danny de los Ríos, te deseamos la mejor de las suertes.
—Gracias —respondió Danny, picado en su orgullo.
—Pero antes… dinos quién eres esta noche.
Una fanfarria electrónica llenó el ambiente y el eco grabado de un coro femenino repitió «Yo soy…soy…oy» hasta perder sus decibeles.
—Yo soy… ¡Barry Gibb!
Los aplausos reales se mezclaron con los grabados y el jefe de estudio dio la orden de soltar la pista musical.
—Diosito, acompáñalo —murmuró doña Blanca.
El acorde de la guitarra entró con la batería programada y, aun antes de que el bajo se uniera, los zapatos macarios de Danny habían empezado a llevar el ritmo. Incluso los oídos menos entrenados reconocieron al instante aquel riff funky y empezaron los grititos: era imposible no sentirse Tony Manero caminando machazo con su lata de pinturas o la reina en una pista cuadriculada de luces.
Antes de arrancar, Danny tuvo tiempo de echarle un vistazo a Zoila, que se contoneaba en el público, pelo rojo y casaca de cuero. Le envió una sonrisa, un beso como un balazo, y se lanzó.
Well, you can tell by the way I use my walk
I’m a woman’s man: no time to talk
El rugido de la multitud contrastó, impetuosa, con aquella voz aflautada.
—¡La cagada! —palmoteó Ronald. Sus pelos brincaban con él.
Mientras cantaba, Danny simulaba caminar con la frescura de un caficho, con la mano izquierda en el bolsillo y la otra en el micrófono. Su melena, robustecida por unos implantes, se agitaba al ritmo de sus hombros y solo faltaba que sus pasos iluminaran las losetas para que se confirmara que los Bee Gees habían vuelto del retiro.
Music loud and women warm,
I’ve been kicked around since I was born
La mano izquierda salió de su bolsillo para convertirse en una ballesta y el anillo dorado refulgió bajo las luces. El índice se convirtió en la mira, los ojos de Danny fueron las flechas. Y así, jugando a disparar, fue señalando a cada mujer guapa que iba apreciando desde su lugar.
And now it’s all right, it’s okay
And you may look the other way
We can try to understand
The New York Times’ effect on man
Antes del coro, sus caderas ya eran unos pistones y la cruz egipcia se balanceaba a contramano, accionada por un hipnotista que nadie veía. En el público, sentada en un rincón, Trinidad se había contagiado de las palmas y repartía su mirada entre la silueta de su padre y los rostros de la gente, buscando comprobar que no era la única seducida por aquel talento. A esas alturas, el rostro de Danny parecía haber absorbido el entusiasmo de su auditorio y se lo devolvía con creces, resplandeciente.
Whether you’re a brother or whether you’re a mother
You’re staying alive, staying alive
Feel the city breaking and everybody shaking
And we’re staying alive, staying alive
El cráneo y el tórax de Trinidad eran prisiones que le habían quedado pequeñas; tal era el volumen de lo que pensaba y sentía. El ritmo se convirtió en baile, el baile en furor y el furor en luz, epifanía. Estaba segura de que su padre no había reparado en la gran verdad que le estaba transmitiendo con esa canción, pero le agradecía la ironía involuntaria de haberle encontrado la clave de lo que hasta ahora había sido su vida: sobrevivir.
Sobrevivir con la mayor gracia posible. Con el mismo silencio con que luchan las plantas cuando son trasplantadas y sus raíces conocen el vacío. Y como si los engranajes de esa noche hubieran sido alineados con ese propósito, justo en aquel momento Danny de los Ríos miró en su dirección. Trinidad sintió un relámpago en el espinazo. Algo parecido a lo que su madre experimentó con ese mismo demonio treinta años atrás. Danny, al verla allí, tampoco fue indiferente. Sintió una inesperada llamarada benéfica, una erección pacífica que lo hizo estallar en gratitud:
Ah, ha, ha, ha,
staying alive,
staying alive
Ah, ha, ha, ha,
staying aliveeeeeeeeeee…!
Una crónica diría más adelante, tal vez con la conveniencia que dicta el sensacionalismo, que nunca antes aquel estudio de televisión se había llenado de un estruendo tan galopante; que jamás se vio a un cantante tan conectado con su público. Lo que sí es objetivo es que esos aplausos sinceros y ese jurado que al final se puso de pie, rendido ante la exhibición vocal y la personificación, le proporcionaron a Danny de los Ríos la alegría que sesenta años llenos de mujeres no habían alcanzado a otorgarle. No había manera de que su rostro mintiera. Si antes de cantar los ademanes de Danny de los Ríos parecían afectados y grandilocuentes, la cara que hoy mostraba ante la ovación tenía la serenidad de los actos consumados. Sus ojos brillaban, achinados por las lágrimas, y sus brazos se abrieron en V antes de caer arrodillado.
—¡Este loco es un chucha…! —sentenció Ronald.
—Cara de chucha tienes…
Madre e hijo se carcajearon, entrelazados por la complicidad de tantos diálogos parecidos y por un orgullo familiar que los asombraba por lo insólito, mientras la pista musical se perdía en el homenaje.
El eco de Danny aún vibraba, sin embargo, como una advertencia en falsete.
Life going nowhere, somebody help me…
La llamada se le fue colando a Germán por gotas, hasta que se le hizo un charco en el oído. Estiró la mano, aturdido, sacudiendo la cabeza, y demoró un par de timbrazos adicionales en alcanzar el teléfono, pero no le fue suficiente.
Miró la llamada perdida entre legañas y se fijó en que había sido Verónica, su asistente.
¿Tan tarde era ya?
Un momento. Además… ¿no era domingo?
A su lado se movió un bulto y el sobresalto le duró lo que tardó en aparecer el recuerdo. Debía ser Rita. ¿O era aquel asesor del ministerio? Una vez que sus ojos se acostumbraron a la penumbra de sus cortinas negras, la silueta curva le confirmó que era ella.
¿Habían tirado?
¿Tanto habían tomado?
El teléfono volvió a timbrar y Germán respondió en voz baja, por consideración a su acompañante.
—¿Sí, Vero…?
—Germán, hola…
La voz sonaba como hielo que se va quebrando. La resaca quedó en suspensión y un presentimiento fue ocupando su lugar.
—Dime, dime…
—Llamaba para saber si estás bien… si necesitas algo.
—Yo estoy bien, pero…
—Es que me acabo de enterar.
—¿De qué? Discúlpame, es que me acabo de levantar y…
—¿Es que no lo sabes?
—¿No sé qué?
—Lo acabo de oír en la radio, hace un segundo.
—¿Qué hora es? ¿Qué pasa?
—Un reporte de policiales.
Germán sentía el pecho como una loza fría, pero la presión no evitó que se levantara como un resorte. Sin darse cuenta, empezó a tartamudear.
A su lado, su amiga iba dejando de ser un bulto para ir tomando conciencia a cuentagotas. Oía, de manera cada vez más certera, frases como «consígueme el número del general fulano de tal» y «llama a estos directores de prensa».
Al terminar la llamada, se instaló un silencio que ahondó la incertidumbre.
Pero fue corto, porque Germán no tardó en buscar su ropa que se arremolinaba en el suelo.
—¿Qué pasa, Ger? —murmuró la chica, preocupada.
—Tengo que ir a ver a mi madre —le respondió Germán, como un autómata.
—Abre las cortinas —rogó Cecilia de Letts—. Para ver el mar.
—Ya, pero un poco —le respondió su marido, también en pijama—, que después no se ve bien la pantalla
La empleada de los fines de semana les había dejado el desayuno en la cama. Sobre las sábanas blancas, el azafate de pino refulgía colorido de naranjas, fresas y tostadas a medida que la ventana iba dejando entrar la luz. Debajo del edificio, en lo hondo del acantilado de Miraflores, las piedras arrastradas por las olas liberaban un rumor bronco que se alejó al encenderse el televisor.
—El huevo está muy duro —se quejó el esposo.
—No tanto…
—¿Le has dicho que solo son cuatro minutos?
—Cincuenta veces.
—Estas nunca aprenderán.
—Pero esta chica es bien buena… —respondió Cecilia, con un puchero—. Además, como sigan así las cosas…
Su marido agrietó más la frente.
—¿«Así» cómo?
—Tú sabes… —tentó Cecilia, con timidez.
El hombre se acomodó un mechón de pelo entrecano. Su esposa arrugó la nariz.
—Quizá tengamos que botarla de todas formas —bajó ella la voz— y quedarnos solo con la Efi.
—No hables huevadas —gruñó el marido—. Ya te he dicho que la próxima semana tengo dos entrevistas.
Cecilia se limitó a asentir. Los años de convivencia le habían enseñado que no le convenía poner en duda su rol de proveedor.
—A propósito —se interesó él—, ¿qué tal te va con la cholita?
Así se refería a Trinidad.
—Ya estamos por llegar a un acuerdo con el colegio, solo faltan unos detalles —mintió Cecilia.
—¿Y ahora, qué chucha ha pasado? —exclamó él, de pronto.
Cecilia le echó una mirada al televisor gigantesco que tenían al frente. La conductora del programa dominical de noticias presentaba un reporte de último minuto mientras unas letras grandes titilaban, anunciando una tragedia.
En una mitad del recuadro apareció la imagen de un cantante que había sido ovacionado la noche anterior en su debut, tan solo unas horas atrás.
—Puro crimen, carajo —se quejó el marido de Cecilia—. Y como es un concursante del canal, le van a sacar el jugo día y noche.
—¿Quieres que ponga Netflix?
—¡No! —le contestó Ronald a su madre.
—¡Que si quieres que ponga el agua! —repitió doña Blanca, ante la tetera.
Ronald desistió de volverle a responder. Su corazón bombeaba tanta sangre y las sienes le latían tanto, que su pelo de helecho bailaba al ritmo de su horror. Quizá él también tendría que tomarse una pastilla, pensó, mientras entraba al baño de su madre. Antes de deslizar la puerta del gabinete tuvo una fugaz impresión de su rostro lívido y sus ojos saltones. Opticalm. Digestase. Panadol. Alka Seltzer. Hemorrodil. Calcioral. Losartán. Hidroclorotiazida. Atorvastatina. Si se quiere saber de qué va a morir una persona, los botiquines son más precisos que las pitonisas. A menos, por supuesto, que un acto pasional se interponga. Agua de azahar. «Bien», alcanzó a pensar Ronald. Sus dedos siguieron moviéndose, temblorosos, entre las cajitas y frascos.
¿Y si había entendido mal?
Germán había hablado tan atropelladamente, él mismo había estado tan soñoliento antes del bombazo. Podía ser. De todas formas, lo mejor sería hacerle caso a su hermano y esperarlo. Achinó los ojos y alejó la cabeza para leer mejor esas letras pequeñitas, malditos cuarenta. Alprazolam. «Perfecto dijo el prefecto». De pronto, una cadena de pensamientos, en apariencia sin sentido, impactó en su mente desgranando sus eslabones. Lo más probable era que el sedante que había cogido le recordara a su banda de punk peruano favorita, Narcosis, y que de allí saltara a los discos que se había propuesto vender en la marcha, y de allí a los llamados contra la violencia hacia la mujer, y de allí a las burlas que había hecho contra Zoila, y de allí a los golpes que de niño había escuchado llegar del cuarto de sus padres, y de allí a un viaje a las playas de Máncora en el carrito destartalado y el rostro de su madre preguntando «¿y si visitamos a Danito?», y de ahí a la escala intermedia en Chiclayo y la visita a ese cuartucho alquilado cerca de una avenida comercial, repleto de discos y de calatas, cuándo no, y de ahí a su sonrisa triunfal, «aquí me aman, aquí me aman», y de golpe él entendió, tantos años después, que lo que quizá quería decir el loco, aunque no completara la frase, era «no como ustedes, no como ustedes».
—Bueno, igual puse el agua —comentó doña Blanca, haciendo el puchero de una niña a quien nadie le hace caso—. ¿Y eso?
Ronald ya estaba frente a ella, timorato, con el frasco de agua en una mano y una pastilla en la otra.
—Mamita, vas a tomar esto.
—¿Qué es? —se sorprendió la madre—. ¿Agua de azahar?
Ronald notó que palidecía.
—¿Qué ha pasado? —tembló la anciana—. ¿Cuál de tus hermanos?
Ronald bajó la mirada por menos de un segundo, lo suficiente para ver la estabilidad de esos pies enfundados en sus babuchas.
—Prométeme que vas a tomar esto y yo te prometo que te lo voy a contar.
Doña Blanca cogió la pastilla con obediencia, como esos niños que saben que el castigo es inapelable y, además, justo.
—Tómala con el agua, mamita.
Ronald aún tuvo cabeza para sorprenderse de su propia serenidad; tantos años de haber vivido entre conflictos le habían enseñado —se diría después— que no hay mejor tranquilizante que la tranquilidad del portavoz.
—Dime, hijito… dime por favor.
—En diez minutos, mamita. Cuando la pastilla haga efecto y Germán ya esté aquí.
Entonces, se trataba de Daniel.
—No seas así, qué ha pasado con Danito… ¿qué ha hecho tu hermano?
Ronald se acercó a su madre y la abrazó, primero despacio, circundando como un anillo de algodón aquel cuerpecito rechoncho. Pero a medida que la carne de su madre se estremecía la empezó a apretar y a apretar mientras las lágrimas se formaban en sus ojos.
—No te entiendo bien —había balbuceado Nieves algunas horas antes.
—¿Estás ocupada? —la pregunta de Trinidad contenía una plegaria.
—Estoy camino al aeropuerto, ¿qué ha pasado?, ¿qué necesitas?
—¡La puta madre!
Nieves sintió un hincón en el pecho al escuchar aquel bramido.
—¡Dime —repitió—, qué necesitas!
—Es que… han matado a mi papá.
Nieves se imaginó a sí misma como un artefacto desenchufado y vuelto a enchufar.
—¿He escuchado bien? ¿Me dices que tu papá está muerto? ¡¿Cómo?! ¡¿Cuándo?!
—Ahora no puedo contarte…
—Amiga, lo siento, lo siento mucho…
—…me había olvidado de tu viaje a Chile…
—¿Estás cojuda tú? Voy ahorita donde estés…
—¡Gracias, gracias! —resopló Trinidad—. Necesito que vayas a mi casa…
—¿No estás allí?
—Usa la llave que te di y entra a mi cajita fuerte… tráeme toda la plata que encuentres…
—¡Pero no sé la combinación!
—Es tu cumpleaños…
Nieves le pidió al taxista que diera la media vuelta y continuó el diálogo al galope, ya más tarde se daría el lujo de sentir gratitud por ese detalle.
—Tengo que asegurarme… —se explicó Trinidad.
—¿Asegurarte de qué? ¡¿Dónde te alcanzo?!
—Acá, en el Rebagliati.
Cuando cortó, el pecho de Trinidad seguía latiendo desbocado como aquella lejana vez en Madre de Dios. Por su cabeza pasó la idea de que esa feroz madrugada nunca había terminado.
El Hospital Edgardo Rebagliati de Lima es una construcción mastodóntica que paradójicamente se dibuja con líneas leves. Concebido como el símbolo populista de una dictadura para la clase trabajadora, sus catorce pisos parecen menos debido a su enorme extensión horizontal y su arquitectura de avanzada ayuda también a restarle años. De hecho, cuesta creer que haya sido terminado el mismo año en que nació Daniel Ríos, del mismo modo que a la familia del cantante le costó asimilar su muerte dentro de sus paredes. Pero para ese momento faltan todavía unas horas. En tanto la madrugada limeña se encamina a un amanecer lechoso, Nieves estruja su cuerpo diminuto entre los periodistas hambrientos que pugnan por entrar a Emergencias, discute furibunda con el vigilante y, al final, termina siendo engullida por aquel recipiente de historias tristes. Adentro huele a desinfectante que pretende oler a lavanda. La mirada de Nieves oscila, desesperada, entre el abatimiento de los pacientes, el cansancio de sus familiares y la rutina casi cínica en los rostros del personal técnico. Hasta que al fondo, junto a las puertas que se baten hacia las camillas de atención, en un círculo muy concreto de ajetreo, distingue a Trinidad conversando con un hombre bajo y robusto, de edad indefinible.
El abrazo entre las amigas es breve, pero bastante apretado.
Nieves observa que Trinidad tiene el rostro demacrado, como si hubiera luchado durante horas para no ahogarse en altamar. Sus movimientos, sin embargo, son tensos, como los de un luchador en la arena. Para ella, la noche todavía está lejos de acabar.
—Te traje lo que me pediste —le susurró Nieves en el oído.
—Gracias, gracias…
El murmullo de Trinidad no sonó a gratitud, sino a apuro.
—Felizmente no lo necesito— le informó—. ¿Conoces a Juan?
—Un gusto… —Nieves le tendió la mano.
—Él era amigo de mi papá.
—Sí… —el hombre adoptó un tono amigable—, fuimos socios en la selva.
La cabeza de Nieves era una cebolla y no sabía si podría aguantar otra capa más de estímulo o información. Hacía un rato había discutido por teléfono con su amante, que no se resignaba a ser plantado en Chile y, para colmo, un cólico menstrual atizado por los nervios le había empezado a retorcer por dentro.
Apartó a Trinidad a un lado.
—¿Cómo es eso de que lo mataron?
—Yo estaba allí, yo lo vi todo.
—¿Pero quién?
—Su novia, una loca de mierda.
Nieves notó que Trinidad respiraba hondo, tan hondo que las lágrimas que se acababan de formar en sus ojos parecieron retroceder.
—Amiga… —no supo qué más decir, mientras le cogía la mano.
—Ya está —dictaminó Trinidad.
De golpe, el pensamiento que Nieves llevaba oculto no pudo seguir encerrado.
—¿Y ahora…?
Trinidad entendió la preocupación de su amiga.
—Ahora entro yo.
—A dónde.
—Al quirófano.
—¿En serio?
Trinidad asintió con una mueca que escondía desgarro y sutura; ese tipo de gesto que solo puede verse en los hospitales y en los funerales.
—De hecho, ahorita me llaman.
—¿Pero cómo?
—Que te cuente el Charapa…
—Ok —aceptó Nieves.
—Discúlpame —Trinidad tuvo un rapto de nerviosismo—, pero debo firmar urgente unos papeles.
Antes de alejarse, Trinidad le acarició a su amiga el pelito zambo, en un gesto cariñoso que Nieves tomó como un ruego para ser excusada. Con su partida, aquel salón quedó convertido en un lugar más irreal, si cabe. En las ventanas ya se filtraban las primeras luces del día y las luminarias de luz blanquísima hacían más espectrales los gestos. Sentirse rodeada de golpe por tanta gente extraña le añadió a Nieves una preocupación. ¿Qué hacer con esa plata que llevaba? ¿No sería mejor pegársela en la ropa interior antes que arriesgarse a que alguien le robara la cartera? El gesto del Charapa la sacó de sus cavilaciones.
El hombre había ocupado un asiento que acaba de quedar libre y le había guardado un sitio a su lado.
Hablarle con éxito a los desconocidos implica dominar el arte de lo obvio. Estando el clima fuera de alcance, Nieves optó por un atajo directo.
—Qué horrible todo —comentó.
—Espantoso —confirmó el Charapa, con un acento que delataba su origen amazónico.
La mente de Nieves se debatía entre la necesidad morbosa de conocer detalles de esa muerte y saber qué había ocurrido con su amiga en las últimas horas. Fue el Charapa quien zanjó el asunto sin darse cuenta.
—Tu amiga es bien brava, oye.
—Me lo vas a decir a mí —Nieves trató de sonreír.
Las palabras cadenciosas que el hombre fue pronunciando impactaron en la imaginación de Nieves y dejaron fotogramas que aquí se tratarán de ordenar. Lo que quedó entendido es que el Charapa salió del estudio de televisión casi al mismo tiempo en que ocurría la desgracia. Se encontró con el griterío de un tumulto y fue él quien atinó a llamar a la ambulancia. También fue él quien se trepó a ella para acompañar a Trinidad. Atrás dejaron a la mujer desquiciada que supuestamente había propiciado todo: la multitud era una Gorgona que la sujetaba hasta que llegara la policía. Dentro del vehículo, las irregularidades de la pista y la sirena chillando le ponían un marco onírico a las arengas cariñosas que Trinidad le lanzaba a su padre. Los paramédicos, siniestramente mudos, parecían decirlo todo con su silencio. El atribulado hombre se había convertido en un atado de emociones y, al entender por las palabras de Trinidad que padre e hija se habían conocido hacía poco, el Charapa empezó a sentir nostalgia de su juventud, de su tierra y hasta de aquel muchacho al que había visto cometer las mayores locuras para animar a su público en Campanilla. «Tu padre era un demonio», le soltó a Trinidad desde el fondo de su pecho, con una admiración digna de la mayor lápida y, ni bien lo dijo, el Charapa se arrepintió. ¿Eran cosas como esas las que debían decirse en una ambulancia? Matizó su idea y le comentó que al verlo cantar de nuevo esta noche, poniendo a su público de pie, había confirmado que si bien la carne envejece, hay talentos que no lo hacen nunca.
Trinidad se limitó a asentir mientras le apretaba la mano a su padre.
Una vez que la ambulancia arribó a Emergencias del Rebagliati, no pasó mucho tiempo para que el responsable de turno se acercara a ellos, bata blanca y mirada circunspecta de manual. Trinidad y el Charapa contuvieron la respiración, aunque la expresión del médico ya anunciaba lo que terminó diciendo con palabras: Daniel Ríos Vela, 59 años, natural de Lima, había llegado al hospital tan solo para terminar de morir.
Cuando Nieves escuchó el resto del relato, aplaudió en secreto a su amiga por no decepcionarla. En ese instante era de esperarse el brotar de los sollozos, pero el Charapa se quedó de una pieza al constatar la expresión de batalla que adoptó aquella chica:
«Entonces, doctor, no hay tiempo que perder».
Y solo entonces, en el corto diálogo que prosiguió, el Charapa entendió que la muchacha necesitaba un riñón de su padre. Comprendió también que Trinidad estaba en la lista para recibir donaciones y que su padre había accedido, pero no había tenido tiempo de firmar los papeles ni de hacerse los análisis.
Por fortuna para Trinidad, el documento de identidad de Daniel Ríos especificaba que sí aceptaba ser donante de órganos y, derrumbado aquel primer escollo, la muchacha se las arregló para demoler los siguientes.
—¿Es usted el único familiar presente? —le había preguntado luego el médico.
—Sí —respondió Trinidad, rotunda, mientras rogaba que nadie más apareciera en ese momento.
—¿Y puede demostrar que es su hija?
—Claro —volvió a impostar seguridad Trinidad, mientras le mostraba su documento de identidad.
A punto estuvo de señalarle su mentón hendido y de mostrarle los mensajes que había intercambiado con Daniel en las semanas recientes, y el Charapa nunca sospechó lo que Nieves sí sabía: que el apellido Ríos se encontraba allí por obra de la casualidad, que es otra manera de llamar a la Providencia.
—Pero su papá no tiene la edad que buscamos para ser donante —advirtió el médico, preocupado, y el Charapa sintió aquella frase como una puerta con candado.
Trinidad, entonces, emergió luminosa.
—¿Sabe usted cuál es la mejor herencia que una hija puede recibir de su padre recién muerto? —le respondió ella, los ojos como dagas.
El médico negó débilmente.
—Seguir viviendo, doctor —le espetó Trinidad—. Seguir viviendo.
El Charapa asintió, con la emoción en los ojos, y lo mismo hicieron las enfermeras que rodeaban al médico. En aquel profesional bienintencionado se materializó una especie de coraza y de poder, la capacidad de convertir una desgracia en un triunfo. A partir de ese instante, la comunicación entre las áreas administrativas y las de cirugía salieron de su letargo. Un espíritu de cuerpo absorbió a los empleados del hospital cuando se fueron enterando de aquella historia —algunos habían visto a Danny en la televisión y estaban especialmente consternados— y esos eran los trajines que Nieves había visto cuando entró en la sala de Emergencias.
—Yo estaba peleado con Danny —dijo el Charapa después de un rato.
—¿Ah, sí?
—Pero ahora mismo no estoy seguro si tenía razón. De repente es cierto que no hay muerto malo.
Nieves sonrió, pero su gesto se desvaneció cuando recordó que su amiga pronto estaría en cirugía, con un tajo y entre dos mundos. Repasó, entonces, las veces que le había dicho que la quería y se sintió mejor. No hay mayor consuelo ante la pérdida que haberse portado bien con los que murieron.
En eso, una encargada técnica se acercó a hablarle al Charapa.
—Usted es el familiar de la señorita Ríos, ¿no?
—No, soy yo —intervino Nieves.
—Tráigale sus efectos personales, ella ya va a entrar a sala.
Nieves sintió que unos dedos fríos le caminaban por el espinazo, pero apartó los oscuros pensamientos. Pensar mal da mala suerte.
—¿Usted la va a ver ahorita?
La enfermera asintió.
—Hágame un favor.
—¿Sí?
—Dígale que le voy a traer su calzón favorito.
El bus había dejado veinte minutos atrás el terminal terrestre de Lima Norte y se acercaba a las últimas manzanas de la ciudad. Manzanas arenosas. Sequedad unánime. Construcciones de ladrillo arracimadas junto a la carretera y cerros polvorientos que, más alejados, acunaban en sus faldas miles y miles de casitas levantadas por sus propios dueños. Aquellos barrios eran aún más pobres que el de Tiffany y su madre, pero habían nacido de la misma forma: millones de migrantes que habían huido de la miseria de la sierra y la selva, y que habían clavado carrizos en la arena.
Las pocas veces en que Tiffany había hecho ese trayecto, en paseos a las ruinas pre incas de Caral y Paramonga, estas reflexiones la acompañaban junto a la ventana, influenciadas por los nuevos cursos que la deslumbraban en la universidad.
Hoy, sin embargo, sentía que si un Boeing rosado se estrellara en ese instante contra alguna de esas laderas pobladas, poco le hubiera importado frente a lo que iba sintiendo.
Al principio había sido lo de siempre.
Había llegado del cumpleaños de una amiga después de la medianoche. Le bastó toparse con la casa a oscuras y echar de menos el llavero de su madre en la mesita auxiliar para saber que no había nadie. Recordó entonces lo del programa de televisión y buscó las reacciones en Twitter mientras se ponía la piyama.
#BeeGeePeruano era la tendencia número uno.
Le bastaron un par de pesquisas adicionales para confirmar que la actuación del novio de su madre había sido el suceso farandulero de la noche, lo que en su país equivalía a ser el acontecimiento por antonomasia. Mientras apagaba la luz del velador, sus pensamientos entablaban lucha. Por un lado, le irritaba que el personaje machista y conchudo que había construido con el barro de Danny de los Ríos pudiera tener un atisbo de talento, un algo que lo hiciera mínimamente digno de admiración. Para corroborar esta impresión profunda, tiempo atrás, en la época en que apareció la hija nueva, se le había ocurrido un apodo geográfico para él.
—¿Y cómo van «Trinidad y Tuvago»? —había bromeado con su madre, antes de que le cayera una cachetada.
Antes de caer rendida en la cama, Tiffany tuvo un instante de lucidez. Constatar que hasta ese parásito podía tener un lado luminoso le daba, después de todo, cierto sentido al mundo. No había que exigirle más de una cualidad a cada ser humano, había leído de Ribeyro en clase, y al menos ya había encontrado una en aquel cabrón. Además, si tener un novio admirado hacía feliz a su madre, podía valer la pena tolerarlo.
Fue a los pocos minutos de dormirse cuando la despertó el teléfono. Una voz de hombre, parca y directa, preguntó por ella y le pasó con Zoila.
Al principio pensó que seguía soñando. Su madre le juraba a gritos que ella no había tenido la intención, que ella no era una asesina. Entonces, la voz del policía volvió a ocupar el teléfono y le avisó que estaban en la Dirincri, sede central. Cuando el taxi la dejó veinte minutos después ante aquella torre, Tiffany se había fijado ya que en Twitter se habían levantado las primeras alertas. Últimos minutos, seguiremos informando. Nada concreto. Se apeó en una calle encajonada y oscura del centro de Lima, salpicada por las luces de algunos negocitos que le vendían comida a los maltratados usuarios de esa hora. Junto al edificio un grupo de periodistas estiraban los músculos, compartían galletas, mataban el tiempo esperando novedades de los que delinquen.
Un pálpito le advirtió a Tiffany que los evitara. Uno de ellos la miró con interés, un tipo de rulos canosos que le soltó a boca de jarro: «Eres familia de la doña, ¿no?». Tiffany fue lo suficientemente rápida para negarlo y decir que estaba allí por otra cosa.
Una vez adentro, el camino hasta su madre fue tortuoso. Policías que la miraban con curiosidad. Delincuentes que eran trasladados de un lugar a otro. Familiares que negociaban por lo bajo. Pasillos verdes y más pasillos verdes, hasta que se la encontró esposada, sentada en una silla de fierro, en una sala rodeada por cuatro escritorios en los que sendos agentes escribían sus reportes. La luz blanca de unos fluorescentes le otorgaban al recinto el aspecto de una vitrina de charcutería.
Cuando vio a su hija, Zoila estalló en lágrimas.
Recordar ese momento ahora, en aquel bus, también hizo temblar a Tiffany.
—¿Está bien, niña? —le dijo el pasajero que se sentaba al lado.
Era un hombre mayor, de mirada amable, que le ofreció la botella de agua que llevaba consigo.
—No, gracias —musitó ella, sintiéndose algo tonta.
Tiffany sacó de su bolso el pañuelo que había cogido en su huida repentina y que le sirvió para cubrirse el cuello ese amanecer. Olía a moho, que es como huelen los roperos de Lima en el invierno. Se sonó los mocos y notó por la ventana un letrero que anunciaba la proximidad de Ancón. Aquel era el límite de la ciudad monstruosa que intentaba dejar atrás.
Era su última oportunidad de volver con su madre.
La recordó esposada en esa fría sala, acercándose a ella. Le consolaba haber dejado de lado cualquier impulso de crítica y haberle acariciado el rostro cubierto de lágrimas en un gesto de consuelo. Lo que sucedió después fue una desordenada interrelación de puntos de vista entre lo que su madre le contó y lo que el policía a cargo del caso había recogido de los testigos que se ofrecieron a dar su declaración. Media hora más tarde, Tiffany ya tenía esculpido al interior de su cráneo el primer resumen de los hechos y, puesto que su recipiente mental estaba prefigurado por los meses de convivencia y las emociones que le había suscitado esa pareja que ella consideraba demencial, fue esta primera versión la que —detalles más, detalles menos— la acompañaría toda su vida.
En efecto, la presentación de Danny de los Ríos había sido fulgurante.
Desde su butaca privilegiada, Zoila Quesquén había sentido cómo se levantaba aquella ola de entusiasmo y no dudó en ser parte de ella. Fue una ola, además, que no volvió a alzarse de la misma forma cuando se presentaron los demás artistas.
Cuando el programa terminó, en tanto las luces se apagaban, Zoila volvió a cruzar miradas con aquella chica que decía ser la hija de su novio, pero aquello pronto dejó de ser su principal preocupación: mientras se desplazaba para encontrarse con Danny en la salida, escuchó que unas chicas atorrantes se pasaban la voz para esperarlo afuera. La sangre empezó a calentársele, pero respiró hondo, porque no hay triunfos que vengan sin hueso. Caminó entonces hacia los camerinos y, con la autoridad que otorga ser la novia de un gran artista, preguntó por él. Le dijeron que ya se había retirado. «Sin mí, imposible», pensó y, furibunda, se encaminó a la salida. Afuera, en la callecita aledaña al estudio, encontró cierta efervescencia. Unos racimos de asistentes al programa, jóvenes sobre todo, planeaban proseguir la velada en algún bar y algunos otros esperaban a los cantantes que esa noche habían debutado.
A Zoila le dio rabia y vergüenza mezclarse con ellos, ¿después de todo lo que daba por él, no merecía un tratamiento de primera clase? Vio salir a Raphael, a Shakira, a Camilo Sesto y presenció el cariño que despertaban en aquel público que se arropaba contra la humedad limeña con tal de sacarles una foto o una firma. De pronto vio salir a Danny acompañado de su nueva hija y la algarabía se destapó fulminante. «¡Que viva nuestro Bee Gee!», gritó una señora y se formó un corrillo alrededor de ambos. Danny resplandecía. Les sonreía a todos y ensayaba sus muecas de loco ante cada pedido fotográfico. Un grupo de chicas, las mismas que Zoila había detectado en el estudio, se acercó con ímpetu y la más carnosa, una tipeja que no dudaba en mostrar su culo en mallas, le pidió un autógrafo. Zoila lo observó todo. Vio cómo la chica le batía los párpados como las alas de una polilla y advirtió también cómo el conchudo de Danny le mostraba su mentón agujereado diciéndole que aquel era el interruptor que debía tocar para hacer su pedido.
Todas rieron, hasta su supuesta hija. Y dentro del delirio que empezó a formársele, Zoila notó con claridad que su novio no solamente le estampaba su firma, sino también su teléfono. A partir de entonces, ya no se pudo controlar. Poco consuelo fue que Danny le abriera los brazos sonriente cuando se percató de ella y que le presentara a su hija con afecto. La ponzoña ya corría por sus arterias y su entrada a la lengua fue cuestión de rutina.
—Crees que no te he visto, ¿no mierda? —le dijo al oído, mientras se alejaban del tumulto. Su hija iba al lado, concentrada en enviar un texto.
—¿Qué hablas, oye?
La escalada fue centelleante. Al tercer intercambio de gritos ambos ya habían perdido el pudor y no les importaba que la gente los grabara con impunidad. Incluso los excitaba. La hija de Danny trató de interceder y aquella familiaridad sorpresiva detonó la bomba.
—¡¿Quién mierda te ha llamado a ti?! —le espetó Zoila, pegándole en el brazo.
Danny salió en defensa de su hija y le dio a su novia un empujón encabronado. Aquel fue el último movimiento que el artista realizó en su vida. Zoila Quesquén se transformó en una locomotora incontrolable que empujó a Danny de los Ríos con toda la fuerza que llevaba encima. La mala fortuna decidió que el impacto sorprendiera al cantante a contrapaso y que el fondo de una zanja mal acordonada lo recibiera dos metros más abajo.
Una piedra al fondo de la zanja, en realidad.
En tanto Tiffany asimilaba toda esta información en la estación policial, una escisión se iba apoderando de ella. Por un lado, emergía la postura de una hija que en teoría debía proteger a su madre y, por otro, la de quien debe protegerse a sí misma luego de años de vivir en violencia. La pugna duró poco. Confortó lo más que pudo a Zoila y, al rato, esquivando las miradas curiosas de los policías, llamó a uno de sus seis tíos. Al único que vivía en Lima.
A pesar de la rapidez, su decisión esa noche fue difícil.
Tanto lo fue que aún ahora, en plena carretera, no sabía si de verdad estaba actuando con justicia. ¿Tomar el primer bus a Chiclayo era lo que se esperaría de una hija? ¿Huir del olor a morgue y de los sabuesos de la prensa no la convertían en una sabandija? Quizá. Pero el precio a pagar era muy alto: quedarse a sufrir los horrendos trámites policiales y judiciales, el salvaje acoso de los periodistas en su casa, su imagen perpetuada en las noticias y sentir los innumerables ojos que la seguirían en la universidad.
—¿En serio, no quiere? —le volvió a preguntar el pasajero, mostrándole la botella.
Tiffany volvió a negar. Esta vez tenía más resolución, porque la lealtad suele terminar donde se intuye la destrucción de uno mismo.
Ochocientos kilómetros más adelante la casa de su abuela le daría aquello que, ahora que lo pensaba, no había tenido nunca en su vida.
Un refugio.
Trinidad no sabía exactamente por qué estaba de pie en esa esquina.
Dejó de mirar por un rato el viejo edificio en la avenida Arequipa que había aparecido en las noticias y se dispuso a ojear otra vez las portadas que el quiosco de periódicos aireaba esa tarde. Habían transcurrido cuatro semanas desde el asesinato de Danny de los Ríos y el repentino botín que había encontrado la prensa no dejaba de vomitar monedas. Los ojos de Trinidad siguieron un recorrido guiado por el masoquismo y, junto a las calatas que exponían el culo como gancho editorial, encontró titulares como estos:
«Bee Gee peruano chapaba rico con todas».
«Alma del Bee Gee pena cerca de la zanja maldita».
«Homenaje al Bee Gee peruano en el próximo Yo soy».
«Bee Gee tenía voz de flauta y tremenda flautaza, cuentan sus mujeres».
Solo un diario de apariencia sobria y otro más, centrado en economía y negocios, encabezaban sus portadas con una nueva estrategia del gobierno que buscaba combatir la minería ilegal. Destrucción de dragas en Madre de Dios. Monitoreo satelital. Operativos policiales.
Trinidad pensó en la tristeza y la rabia que le hubiera dado a su padre constatar que ni siquiera al volverse un protagonista absoluto de los medios, su nombre artístico se exhibiera completo y en relieve. «Bee Gee peruano, las huevas». A pesar de que no había hablado mucho con él, una de las pocas cosas vívidas que Trinidad recordaba de Danny era el brillo que le daba a esas cuatro palabras que lo anunciaban antes de que cogiera el micrófono. Las pronunciaba como lustrándolas con la lengua y su pecho se inflaba un poco, usando parte del aire con la técnica que había ejercitado para sus canciones. Sin embargo, Trinidad también agradecía que su propio nombre no hubiera sido absorbido por aquel remolino periodístico. El hospital había cumplido con la usual reserva de sus donantes y su identidad estaba a salvo de esos titulares.
Al igual que Trinidad, algunos de los transeúntes se detenían ante esos periódicos colgados y ella los observaba de reojo. Algunas cejas se curvaban levemente, mostrando sorpresa, y otras se juntaban, concentradas.
—Eso pasa por juntarse con locas —le comentó un tipo cuarentón, risueño, al dueño del quiosco.
—Él le pegaba a ella, ¿no? —le consultó una chica a otra, un rato después.
Pero nadie le pareció a Trinidad más sensato que un viejo, flaco y cascarrabias, que chupaba una naranja.
—Ya me tienen cojudo con esto.
Trinidad volvió a observar el viejo edificio. Pensaba y apostaba consigo misma si es que iba a ser capaz de armarse de valor para tocar esa puerta. Se preguntaba también si es que habría tenido una fracción de ese valor si hubiera podido acudir al velorio, ya que la convalecencia de su operación había sido una excusa perfecta para evitarse ese trámite. Su voz interna le dijo que no, que no habría tenido las agallas. Los huevos que la Rudi le exigía siempre. Era consciente de que un dolor común puede unir a las personas en abrazos sinceros, pero una vida de rechazos le habría hecho desistir de estar en un salón cerrado con una familia que le era, en verdad, desconocida.
Fue Nieves quien acudió por ella para narrarle lo que pudiera ver y, sobre todo, para depositar ante el ataúd una oración de agradecimiento. Según Nieves, un hermano del difunto había contratado ingenuamente una capilla miraflorina para otorgarle cierta distinción a aquella tragedia banal. Fue inútil, por supuesto. Los buitres siempre rodean la carne muerta y eso hicieron los medios. Al día siguiente Nieves también espió para su amiga el entierro de su padre y a Trinidad se le cerró el corazón como un puño cuando su amiga le contó cómo esos tíos que no conocía consolaban a esa abuela diminuta, de cabeza lustrosa, que se ovillaba en su asiento de plástico blanco.
Quizá la razón verdadera de que hoy estuviera en esa esquina ajetreada, espiando también, tuviera que ver con el abrazo que no se hubiera atrevido a pedir.
Hoy, se sentía sola. Más sola de lo que hubiera estado nunca antes.
Había vencido a la muerte, sí, pero una segunda orfandad era un precio demasiado alto.
En esas reflexiones lúgubres se encontraba cuando observó que alguien salía del edificio.
La silueta era inconfundible. Era una palmera andante, de penachos grises, que cargaba un morral con pasos displicentes. El jean iba raído y la camiseta, negra, mostraba el emblema de Guns N’ Roses.
Un tirón instintivo llevó a Trinidad a seguirlo. Caminar no le demandaría demasiado esfuerzo y el corte, además, ya no le dolía. Ronald caminaba en dirección al centro, por un lado de la avenida y de vez en cuando algún mesero de los restaurantes del barrio o algún lavador de carros lo saludaba con cierta complicidad. Parecía ser un tipo querido. No había avanzado ni tres cuadras detrás de él cuando Trinidad sintió un pitido de su celular. El pecho le sonrió cuando vio que era un mensaje de Nieves, que por fin había viajado a Chile a tener su aventura romántica. Le enviaba una foto en la que aparecía ante una cordillera nevada. Trinidad le estaba por responder con un emoji cuando notó que Ronald había salido de su campo de visión. ¿Se habría metido a uno de esos restaurantes? ¿Debía retroceder sus pasos y buscarlo de negocio en negocio?
Aquella había sido la oportunidad ideal para acercársele. Intuía que Ronald era el hermano más accesible de su padre y el peldaño más cercano para conocer a su familia. Sin embargo, no pasaron muchos segundos hasta que volvió a ver su pelambrera entre la gente, un centenar de metros más adelante. Su tío había cruzado hacia la berma central de la avenida donde el espacio era más ancho y estaba cubierto por árboles longevos.
Avanzó rápidamente hacia él y pronto se dio cuenta de que la gente que caminaba aquella tarde, a esa hora, era más numerosa de lo que cabía esperar. Conforme avanzaba detrás de la melena gris también iba confirmando que racimos de personas se iban sumando calle a calle, como las hilachas de un tejido que en algún momento será descomunal.
Entonces, al ver una pancarta, cayó en cuenta.
Lo había olvidado.
Ese día iba a transcurrir la tan mentada marcha contra la violencia hacia la mujer y uno de los lugares de concentración, la plaza Washington, no estaba lejos.
De hecho, la persecución a su tío duró un par de cuadras más, donde la gente ya se apretaba en el recuadro arbolado.
—Eres Ronald, ¿verdad? —le dijo, tocándole el hombro.
El hermano menor de su padre volteó, curioso. El arete que tenía en la nariz reflejó la resolana.
—Qué hubo, ¿tú eres…?
—Trinidad…
De pronto, su tío cayó en cuenta. Esos ojos pardos y las cejas profusas. La barbilla y su agujero.
La mirada de Ronald se humedeció.
—Eres igualita. Solo que en moreno.
Trinidad asintió, mientras el nudo se le aflojaba en la garganta. Ronald estiró el brazo tatuado y le secó la lágrima que nacía. El gesto de un primate auténtico.
La hija de Daniel reprimió el llanto.
—¿Cómo sabías que era yo? —se sorprendió Ronald.
—Danny me enseñó fotos de ustedes —respondió ella, absorbiendo un moco.
—¿Vienes también a la marcha? —decidió cambiar el tema Ronald.
—Sí— mintió ella.
—Claro, ni modo que vengas a vender anticuchos —bromeó su tío, abriendo los ojos como ventanas.
Trinidad sonrió. ¿Hacía cuánto que no lo hacía?
—No te imaginaba así… feminista… —confesó la sobrina.
Ronald se llevó el índice a la boca y lo rodeó de una mueca exagerada.
—Qué feminista, ni qué nada, yo soy… capitalista.
Y le mostró el contenido de su morral.
—¿Los vas a vender aquí?
—De algo hay que comer, sobrina.
Trinidad titubeó.
—¿Cómo está tu mamá?
—Allí… pasándola. Mi hermano Germán se la va a llevar de viaje para alejarla de todo este huevadón. Pero va a estar bien. Allí donde la ves, es bien recia.
—No la conozco.
—¡Verdad! Tienes que conocerla. ¿Cuándo vienes para la casa?
—¿Me das tu número, para coordinar?
—Espérate, que este teléfono es tan viejo que funciona a golpes.
Trinidad asintió, mientras sentía que su cuerpo se sumergía en una miel tibia.
La gratitud que la envolvía era una fuerza lenta y difícil de sacudir.
—Ya lo tienes, sobrina. Para lo que quieras, ¿eh? Doy abrazos, reparto mercadería y cambio focos.
—Gracias.
Se quedaron unos segundos, turbados. Sin saber qué más decirse. Solo el murmullo de la gente.
—Te dejo —dijo ella por fin—. ¡Suerte con la venta!
Se dieron un beso, y Trinidad sintió que las greñas de su tío cosquilleaban y, a su manera, transmitían afecto. De pronto notó que había una fonda al frente y tuvo una ocurrencia.
—¿Una chela antes de irte?
—Ya me estás cayendo mejor —se relamió su tío.
El lugar era una ratonera y desde él podía observarse a la corriente de manifestantes como quien ve los cardúmenes de un acuario. Habían tenido la suerte de que una pareja se hubiera levantado apenas llegaron y a los pocos minutos un par de cervezas ya reposaban sobre la mesita de fórmica gastada. Más tarde, Ronald pidió un sánduche de huevera frita. Sus brazos tatuados al llevárselo a la boca llamaban la atención de algunos parroquianos.
—Son imanes —se ufanó él.
—¿Qué cosa?
—Mis brazos. Y mis aretes. Y estos pelos.
—Bueno… —consintió ella— …no eres alguien que se vea a cada rato en la calle, pero tampoco eres un marciano.
—¿Cómo que no? —replicó Ronald, antes de poner los ojos como huevos y de estirarse las orejas con las manos.
—¡Ja, ja, basta!
—Mira, en serio: yo siento cuando la gente me ve como una amenaza. A veces camino por la calle y siento que las personas retrasan sus pasos cuando me miran.
—Pero si eres un dulce…
—Cara de dulce, tienes.
—¿Perdón?
—Es un juego que tengo con mi vieja.
—En serio. Eres bien tierno.
—Bueno —concedió Ronald, algo azorado—, mi hermano Germán dice que soy un chihuahua disfrazado de rottweiler.
—¿Y qué dices tú?
Ronald se alzó de hombros.
—No sé.
Sorbió un poco de cerveza y entró en un paréntesis de seriedad.
—Quizá sea que hay mucha rabia en este país. Mucha violencia. Y esta es mi armadura para que no me jodan.
Trinidad asintió.
—Esto que te voy a decir no se lo he contado a nadie —advirtió Ronald—. Pero creo que lo deberías saber tú.
Los oídos de Trinidad se transformaron en embudos.
—No sé si sepas que mi papá murió de cáncer.
—No lo sabía… Danny nunca me lo contó.
—Sí… fue una mierda… bueno. El tema es que pasó sus últimos días en el hospital…
—¿Cuántos años tenían ustedes?
—Yo tenía unos quince, Germán unos veinte… tu papá ya vivía en Tarapoto.
—Seguro ya se había tirado a mi madre —sonrió ella.
—Salud por eso.
Chocaron los vasos.
—Cuando ya era clarísimo, como pichi de ángel, que mi papá iba a morir en cualquier momento, mi mamá quiso despedirse a solas de él. Germán y yo la dejamos, pero ya te deben haber dicho que yo siempre he sido el más travieso.
—¿Qué hiciste?
—Me quedé junto al biombo, a escondidas. Me daba mucha curiosidad, a pesar de la tristeza.
—¿Y?
—La escuché, pues. Mi viejo estaba todo entubado, hecho un esqueleto, y mi mamá le habló con pena, casi llorando. Que le agradecía las cosas que había hecho por nosotros, que no se quedara por acá penando, huevadas así… pero de pronto, su voz tristona, cambió un poquito. Y no dejó de llorar, ojo. Se puso más resuelta y le dijo algo que nunca he olvidado. No sé si repita tal cual sus palabras, pero esta era la idea.
Trinidad acercó su rostro en señal de máxima atención.
—«Lo que jamás te voy a perdonar es el maltrato que le diste a mi Danito, porque nunca llegaste a quererlo, ni tampoco a perdonarme. Lo hiciste sufrir en tus borracheras y a mí también. Los moretones se borran, pero las ofensas nunca, así lo dice Dios. Y Dios te juzgará, yo no» —la voz de Ronald se aflojó—. ¿Qué tal?
Trinidad se quedó sin parpadear, tratando de entender el trasfondo de aquella despedida. Cuando por fin cayó en cuenta, no pareció sorprenderse, como le corresponde a las almas que casi lo han vivido todo.
—Bueno —dijo—, para mí está claro.
—A ver.
—Tu mamá tuvo a mi papá con otro hombre, mucho tiempo antes de que los tuviera a ustedes.
Ronald asintió y señaló a su sobrina con una mano, histriónico, a la usanza del presentador de un programa de concursos.
—Es correcto, le dijo a la pinga el recto. Y mi papá aceptó el paquete, pero en el concho nunca se lo perdonó a mi vieja. Debe ser jodido ver todos los días el recuerdo de otra pinga.
—Jodido, pero no imposible.
—Uf, con lo celoso que era mi viejo…
—¿Y no se lo has preguntado?
—¿A mi mamá? ¡No! Me da Rocheteau.
—¿Qué?
—Rochefoucauld, laboratorios Roche, roche.
—Pero deberías, ¿no?
—Eso explicaría muchas cosas —prosiguió Ronald, escapándose del compromiso—. Mi hermano Daniel nunca encajó mucho con nosotros, la verdad. Y mientras más pataletas hacía por eso, menos encajaba. Un círculo jodido.
—Pero igual sigo siendo tu sobrina —sonrió ella.
—¡Otro salud por eso! —festejó Ronald.
En la calle, la gente continuaba desfilando.
Los acantilados coronados de edificios se extendían sobre el mar desde un ángulo reservado para los socios del club Regatas. Trinidad jamás había visto Lima de esa manera, con aquella luz de verano y desde ese extremo de la bahía. Tuvo que admitir, sin embargo, que todos con quienes se había cruzado hasta ahora habían sido amables con ella. Su temor a ser despreciada se había ido diluyendo de a pocos desde su entrada por la puerta y reconocía, además, que Cecilia no había hecho otra cosa que esforzarse por consentirla.
—Después de este cafecito vamos a hacernos las uñas —le acababa de decir.
Trinidad asintió, carraspeando.
El pecho de Cecilia mostraba unas pecas coquetas, ocultas durante el invierno, y su vestido de lino crudo les servía de marco. Sus lentes Prada cumplían con la doble misión de esconderle las patas de gallo y de añadirle glamour. Al volver a constatar lo elegante que iba Cecilia, Trinidad se preguntó si es que en realidad no la estarían tratando bien porque iba acompañada de ella.
Trinidad ignoraba que Cecilia de Letts también había evaluado la manera en que sus amistades iban tratando a su flamante socia. Cecilia era consciente de que habían sido saludos casuales, casi al vuelo, sin el tiempo necesario para hacer indagaciones burdas —¿dónde vives?, ¿en qué colegio estudiaste?—, pero las décadas de pertenecer a una cúspide social le habían otorgado la capacidad de leer tras las miradas y de percibir los más ligeros matices en el limeñísimo acento de la clase acomodada. Por fortuna, hasta ahora no había captado nada grave. Cecilia le atribuía esa primera impresión a la buena complexión ósea de Trinidad, a su dentadura completa, a ese hoyuelo rotundo en la barbilla y a una piel morena que pasaba por exótica cuando se ponía la ropa adecuada. Era en el tema de la ropa donde ella sentía tener parte del crédito: Trinidad podía ser arisca, pero hacía caso cuando la otra persona, en el fondo, tenía razón.
Never leopard print, darling.
Keep your crocs at home.
Never brown after six, my dear.
Las segundas impresiones positivas sí eran mérito completo de Trinidad, por supuesto. Cecilia, incluso, envidiaba aquella mirada directa y a veces burlona que su flamante socia tenía lista para disparar, un rasgo que la colocaba en una especie de pedestal sin pretensiones, como si Trinidad siempre estuviera de vuelta cuando los demás estaban de ida. Cecilia se congratulaba también de que Trinidad rara vez soltara una palabra de más y de que se guardara las emociones para ella misma. Si elegancia es la capacidad de saber ubicarse con naturalidad ante cualquier situación, Trinidad la tenía bien puesta y eso no se compraba con ninguna tarjeta. Una locomotora elegante. ¿Qué otra cualidad podía pedírsele a alguien que trabaje contigo? Tanto había llegado Cecilia a estimar aquel atributo que hasta llegó a pensar algunas veces que el suyo por Trinidad se había convertido en un afecto desinteresado. La necesitaba, por supuesto, para divorciarse algún día de su marido y asegurarse cierto colchón. Pero hacía rato que había mutado de su categoría de herramienta útil hacia un espectro menos calculador.
Lástima, nomás, se decía, como quien observa un forúnculo, que se empeñara en ponerse ese enorme anillo que había sido de su padre.
—Tengo un tío que es socio aquí —comentó Trinidad de pronto, para regalarse un pequeño alarde.
—¿Ah, sí? —Cecilia contuvo su sorpresa—. ¿Hermano de tu papá?
—Sí —volvió a carraspear Trinidad.
—¿Cómo se llama? De repente lo conozco.
—Germán. Germán Ríos.
—Me suena —fue la salida de Cecilia para no confesar que le era un perfecto desconocido.
Trinidad entendió y se abandonó a pensar en lo bonito que sería encontrarse con su abuela Blanca en ese momento y volver a conversar. Faltaban un par de horas para el atardecer y los edificios sobre la bahía habían empezado a dorarse a fuego lento. La terraza donde se encontraban era tan amplia que la luz oblicua no llegaba a dañar los ojos y las mesas lucían llenas de personas mayores que compartían chismes y de madres jóvenes que negociaban con sus hijos pequeños. Pero la imagen de su abuela comiéndose un alfajor con ella se desintegró cuando el sentido del deber le aporreó la puerta.
—Te tengo una sugerencia —se animó Trinidad, de golpe.
Cecilia le sonrió, alerta.
—Ahora que hemos empezado a trabajar juntas, tengo la impresión de que nos va a ir bien.
—No nos va a ir bien —corrigió Cecilia—. Nos va a ir re-gio. ¡Vas a ver!
—Pero si los pedidos siguen aumentando, vamos a necesitar ayuda.
Cecilia la miró como quien escucha la cosa más obvia.
—Claro, para ganar hay que invertir.
—Tengo una amiga que nos puede ayudar con los proveedores. Tiene una simpatía y un talento para negociar que nos puede ahorrar mucha plata. Además, trabaja como un ladrillo.
—Claro, llegado el momento se la puede contratar.
Trinidad sorbió lo que le quedaba de la infusión.
—En realidad, te la propongo como socia.
Cecilia mantuvo su sonrisa sin pestañear.
—¿Quién es? ¿Qué hace?
Trinidad le contó sobre Nieves y su trabajo en Ripley. Cecilia la escuchaba con atención y, a la vez, cumplía con tener el radar atento a cualquier conocido que pudiera pasar cerca, una habilidad que suele desarrollarse en las sociedades cortesanas. Más que la mirada entusiasmada de Trinidad al hablar de su amiga, lo que llamó su atención fue enterarse de que la tal Nieves no parecía estar interesada en asociarse. Aquello había sido enfatizado por Trinidad, porque el fruto se ve más apetecible cuando no quiere caer de la rama.
—No entiendo, Trini, ¿y por qué la quieres obligar?
—Porque sería lo mejor para nosotras.
Trinidad hubiera querido decir que buscaba lo mejor para Nieves y también para ella misma, pero hacía mucho había aprendido que la codicia es el idioma de los negociantes. Confiaba, por eso mismo, en que con el tiempo Nieves cambiaría de opinión al ver los resultados que iría obteniendo con los contactos de Cecilia.
Cecilia, mientras la escuchaba, hacía otro tipo de cálculos. Se preguntaba, por ejemplo, si sería sensato convertirse en minoría ante un frente de amigas íntimas, qué tan bonita sería la foto de ella junto a, ya no una, sino dos chicas de clase inferior; o qué tan arriesgado sería oponerse a los anhelos de una socia que le convenía.
De pronto, Trinidad tuvo un acceso de tos. Una tos húmeda que prometía flemas.
El verano que llegaba a su fin ya traía rachas de viento fresco y, con ellas, los primeros resfríos del año. Cecilia vio una oportunidad para cambiar de tema.
—¿No quieres un tecito con miel y pisco?
—No, gracias.
—Mi abuela lo usaba y chau tos…
—Está bien así.
—Mi abuela tenía una receta para todo, fíjate que un día…
Trinidad se puso la chaqueta que había llevado consigo y se reprendió por haber dejado que la conversación se le escapara.
—Entonces —arremetió apenas pudo—, ¿te parece bien lo de mi amiga?
—¡Claro Trini! —exageró Cecilia, rascándose el pelo—. Preséntamela y vamos viendo.
Trinidad asintió, consciente de que esa promesa vaga era todo lo que podía esperar por ahora. Ya luego usaría con ambas su buena muñeca.
—¿Qué dices, nos hacemos las uñas? —zanjó Cecilia por su lado, antes de pedir la cuenta.
Trinidad sonrió, y esta vez sí lo hizo con espontaneidad. Tenía curiosidad por comparar la atención que le daban a la gente rica de Lima con la que alguna vez había experimentado en aquel saloncito de Gamarra. ¿Tendrían las mismas revistas? ¿Le servirían champaña? Pero un ruido bronco la sacó de su ensimismamiento. Más que un ruido, era un bramido. Trinidad volteó la mirada y vio que en el mostrador de la cafetería, junto a la caja, un hombre mayor, de canas bien peinadas, le gritaba a una de las dependientas. Aparentemente, se había parado de su mesa, taza en mano, para hacer el reclamo. Le decía algo sobre que él siempre pedía el cortado sin azúcar y que si lo querían matar con la diabetes. La joven lo miraba tronar, inmóvil, los ojazos sorprendidos, la carita encaminándose al pavor. Junto al anciano, llegándole a los muslos, un niñito de pelos castaños observaba la escena con fascinación. Debía ser su nieto.
Trinidad estudió de reojo la reacción de Cecilia.
Cecilia parecía más preocupada en buscar monedas en su billetera, pero alcanzó a mostrar un suspiro de censura, como el que se daría en la calle ante la pataleta de un chiquillo incorregible.
—¿Vamos? —le dijo, finalmente.
Trinidad cogió también su cartera mientras le echaba otro vistazo a la chica del mostrador. La jefa de la pobre muchacha ya había apaciguado en algo los ánimos del anciano, pero a Trinidad aquella escena ya le había empezado a quemar el vientre. En tanto Cecilia dejaba el dinero sobre la mesa, Trinidad recordó, como si le dieran una bofetada, un folleto que le habían entregado en aquella marcha unos meses atrás.
«La violencia es un mar y nosotros los peces», decía la carátula celeste.
No estaba segura de quién la firmaba, pero ahora estaba segura de que la frase la había perseguido en todo este tiempo.
Para su sorpresa, Trinidad vio que Cecilia de Letts se acercaba a saludar al anciano con familiaridad. Allí estaban, frente a frente, la actitud cordial de Cecilia tratando de hacer sonreír al viejo y el rictus avinagrado de aquel, aceptando por un instante aquel trato. El niñito, entre ambos, atento al diálogo.
Trinidad sentía la impotencia de quien está fuera de su elemento y por ello decidió mantenerse apartada. Incluso ladeó el rostro por si a Cecilia se le ocurría presentárselo, cosa improbable, en verdad.
Su mirada, entonces, se cruzó con el paso contrito de la muchacha, que se acercaba a colocar una nueva taza en la mesita del viejo. La ocurrencia le aceleró el corazón. Apenas la muchacha dio la media vuelta hacia su mostrador, Trinidad dio un paso. Un solo paso, centelleante, que terminó con ella agachada, fingiendo que se acomodaba un zapato.
El esputo cayó en la taza y nadie se dio cuenta.
Las conversaciones prosiguieron con los interlocutores ensimismados y quienes no conversaban tenían la vista en sus pantallas. Las pocas nubes se seguían alejando del océano, la tarde continuó mutando, y todo fue ajeno al desquite.
Unos segundos después, cuando Cecilia por fin se despidió del viejo, aquel cortado lo esperaba más espumoso, con el edulcorante previsto y con ese reclamo que Trinidad supo quitarse de la garganta con ingenio.
—Es el papá de una amiga —comentó Cecilia de Letts, mientras abandonaban la terraza.
Trinidad asintió mientras descendían hacia los sótanos del club, algo decepcionada por no poder ver el final de la escena. Antes de sumergirse en los peldaños que antecedían a las peluquerías, los altavoces del malecón empezaron a emitir una balada de los años ochenta. Un saxo aterciopelado al servicio de Dire Straits. Una canción que las radios solían tocar a menudo cuando ella era muy pequeña, antes de migrar con su madre de Tarapoto a Madre de Dios.
Con el pecho algo más calmado, Trinidad se preguntó si su papá la habría cantado alguna vez.
Muy cerca, el mar de Lima también carraspeaba a su manera, pero ella ya no pudo escuchar su respuesta.
—¿Sabías que el Vaticano ha prohibido lanzar cenizas?
—¿Quién lo ha prohibido? —se interesó doña Blanca—. ¿El papa?
Germán asintió. Caminaban con lentitud, al paso de los zapatos de goma de la anciana. La brisa del mar de Irlanda no podía contra el peinado con gel del hijo, pero dibujaba garabatos con los pocos pelos sueltos de la madre.
—¿Y por qué, ah?
—Dicen que es para asegurarse de que se respete al muertito.
—Cojudezas. ¿Acaso no hemos respetado a tu hermano?
Germán le apretó la mano y le hizo una caricia con el pulgar. Levantó la mirada para abarcar los siguientes treinta metros y comprobó que el adoquinado venía parejo.
—En el fondo todo es por plata, mamita —le dijo, adoptando el tono que habría usado con su hija si viviera con él—. Los cementerios son un buen negocio.
—Por eso yo creo en Diosito y no en los hombres.
Germán pronunció un «amén» que buscó ser simpático, pero en él resonaba todavía la tristeza en su momento cumbre, hacía diez minutos. O tal vez era rencor hacia sí mismo y su ocurrencia idiota: ¿gastar tanta plata para hacer más dramático algo que debía dejarse simplemente atrás?
Al principio, cuando se puso a investigar por internet, le había parecido una idea sin aristas. Un viaje para huir y un acto para encontrarse. Él y su madre, caminando por esa ciudad rodeada de lomas verdes, con el pote cerámico entre manos. Un triángulo íntimo que se volvería dúo luego de arrojar las cenizas ante las lengüetadas del agua del puerto. A Germán se le ocurrió, de pronto, que Hollywood tenía la culpa de la mitad de los desencantos de los pequeños burgueses. Si la liberación de las cenizas hubiera sido narrada por el ñoño de Ron Howard, por citar un ejemplo, el cielo habría estado limpio como una porcelana azul; un arpegio de violines conducido por Alan Silvestri acompañaría el elevamiento de las partículas de su hermano y aquella cortina esfumándose habría tomado por un segundo la forma de una sonrisa, un guiño desde el más allá para emoción de su madre. Con alguien como Kubrick el cielo también habría estado límpido pero con un cian fulgurante; la perspectiva del muelle habría sido rotunda, como si fuera el único camino que quedase en el mundo y los habría envuelto una música heroica y dulce o enérgica y sombría, como el carácter del difunto, quizá El baile de los caballeros de Prokófiev, o un manifiesto que no dejara dudas sobre el dolor como liberador sublime, como El Mesías, pero, ¿qué había ocurrido en la realidad? El cielo había estado salpicado de nubes sucias, el embarcadero era un vaivén de algas y desechos, las cenizas habían caído en el agua como una plasta, y un pescador que enceraba su bote no dejaba de mirarlos desde lejos.
—Qué lindo pajarito.
—Es una gaviota.
El pájaro descansaba pesado, inmutable, sobre la baranda blanca del muelle.
—¿Y aquí murieron? —dijo al cabo doña Blanca.
—¿Murieron quiénes? —se hizo el difícil Germán, que había perdido todo humor posible.
—Los Biyis.
—Aquí nacieron. ¿No te acuerdas de la casa que vimos más temprano?
Habían encontrado la casa a un kilómetro de la bahía, casi al borde de la isla, detrás de una escuela secundaria. Germán no tardó en darse cuenta de que a su madre le importaba menos aquella estructura convencional que los chiquillos que transitaban con uniforme y corbata —«ay, qué lindos», había dicho—, pero trató de no darle importancia al desaire. En su lugar fingió solemnidad mientras tamborileaba en la vasija y describió mentalmente la casa en un intento supersticioso de transmitirle lo visto a las cenizas: los dos pisos levantados, el primero de ladrillos ocres y el segundo pintado de pardo. Un tejado bastante agudo que le sumaba altura a la vivienda y una chimenea prominente que le añadía un carácter extraño, como si a un caballo de faena le hubieran clavado el cuerno de un unicornio. Germán le había traducido a su madre la placa azul, redonda, que colgaba sobre la puerta blanca: «Concejo de la ciudad de Douglas, Isla de Man. Hogar de la infancia de Barry, Robin & Maurice Gibb, 1949».
—Tantos muertos ya confunden— se disculpó doña Blanca, mientras observaba a otra gaviota al final de la baranda.
Y fue en ese instante cuando Germán se sintió un auténtico pelotudo. La transparencia de su madre no hacía más que desvelar su grandilocuencia de marica que sentía arrepentimiento. No. No era verdad que hubiera organizado en tiempo récord ese viaje para alejar a su madre del escándalo o para rendirle a su hermano un homenaje en la tierra de sus héroes. Lo suyo era egoísmo puro: quería quedar bien con él mismo. Ir a esa porción de tierra entre Gran Bretaña e Irlanda para «conectar» con su hermano —qué palabreja la que había usado— era tan estúpido como hablarles a los muertos en sus muros de Facebook. Lo que de verdad buscaba era saber si con aquel sacrificio podía aliviarse del peso de tantos momentos de ninguneo hacia Daniel, de los tantos abrazos que no le había correspondido; si el comentario «qué buen hijo es Germán, se llevó de viaje a su madre» le serviría como apoyo a su reputación, si esas cenizas que habían caído al agua como desperdicios de fumadero podían crear un momento alternativo en su vida tan programada. Toda esa escenificación chabacana tenía que ver con él, y nada más que con él.
Germán no aguantó y lloró de remordimiento.
Fueron dos o tres lágrimas, no más, pero cada una estaba cargada de una tribulación largamente contenida. De un grito interior por perdón.
Doña Blanca se dio cuenta. Pero en lugar de consolarlo con las palabras que cabría esperar de una madre calva y conservadora, dejó fluir lo que estaba pensando en ese instante.
—¿Sabías que yo bailaba su música?
Germán lo sabía, pero un retazo de bondad le hizo decirle que no. La mirada de la anciana adquirió un relumbre, de la misma forma en que brillan los ojos de los niños cuando cuentan las historias que los pintan como héroes. Ahora que caminaban lentamente hacia la estación de taxis, el hijo lloroso escuchó de primera fuente aquel episodio que conocía desde chico, pues habían sido dos o tres las veces en que, espiando las conversaciones de los mayores en su casa, había escuchado la misma anécdota.
Su madre llegaba del brazo de su padre a la fiesta de fin de año del Country Club de Trujillo, ella con la melena teñida de castaño sobre el vestido lavanda, él con un traje azul y la mirada limpia del hombre que aún no está borracho. Las horas pasan y la orquesta América Latina, aquella que en unos meses contratará a su hijo Daniel, ya ha tocado boleros, salsa, cumbia, pero se guarda lo fuerte para después de la cena. Suenan los acordes reconocibles y Blanca, que está más bailarina que nunca, jala a Alejandro. Otras parejas los imitan y la gran terraza junto a la piscina se va llenando de telas a cuadros y bastas como patas de elefante, tacones anchos y bigotes a lo Burt Reynolds, peinados de Farrah Fawcett y miradas de mujer biónica. Todos bailan You should be dancing y el efecto visto desde lo alto sería el de una manada bien adiestrada. Pero Blanca no quiere eso: su corazón bombea a otro ritmo. Guiada por esa fuerza, esa mujercita cuarentona que aparenta diez años menos extiende los brazos y se hace un espacio. Su marido la entiende y se lo cede. Las caderas generosas de Blanca se bambolean como si derribaran torres invisibles y los ojos vecinos ya se posan en ella. Los músicos también la miran, pero ella no lo hace por exhibicionismo, lo único que quiere es disfrutar. Y, entonces, arranca de verdad: da pasos diagonales sacudiendo la melena y una ronda se forma alrededor. Palmas. Risas. Los celos de algunas mujeres inseguras y la alegría de otras. Cualquiera diría que ha visto esa película con Travolta una docena de veces pero, en verdad, lo único que ha hecho es ver sola en su casa, mientras su marido se ha largado a tomar con sus amigos, un programa mexicano que hace concursar parejas los sábados por la noche. Una turbulencia se hace sentir en el aire tibio: son sus brazos que han comenzado a girar como aspas de licuadora, puño sobre puño, llevando los gritos de admiración hacia el exceso. Y aunque de niño Germán se imaginaba el relato de aquella escena con un piso cuadriculado que emite luces bajo los pies de su madre, en esta mañana de otoño en la Isla de Man la ternura ha reemplazado a la ingenuidad y ha vuelto a sentir lo mismo cuando su madre le ha preguntado:
—¿Quieres ver?
No ha sido necesario que Germán responda, la anciana igual se ha empezado a bambolear. Tuerce las muñecas y se agacha todo lo que le permiten las rodillas, la boca en puchero y los ojos pestañeando a mil. Germán bate palmas al ritmo de esas articulaciones débiles y es su forma de agradecerle, de decirle que la osteoporosis podrá debilitar huesos, pero nunca las ganas. Doña Blanca parece leerle el pensamiento porque, luego de su bailecito, exclama sonriendo:
—Bandida es tu madre, ¿no?
Su hijo asiente. La sonrisa que le ha brotado es amplia, como la luz de ese mediodía.