La última casa en la montaña

Si tomamos la Enciclopedia de México de 1988 (página 56 del tomo 9), podremos encontrar la siguiente descripción:

“Tolvaneras es un municipio del estado de Jalisco ubicado en la región sur, a unos 220 kilómetros de Guadalajara, con una extensión territorial de 337 kilómetros cuadrados. De acuerdo con el Censo de Población y Vivienda de 1987, el municipio tiene 7,789 habitantes, que se dedican a la agricultura, la ganadería, la explotación forestal y la minería. El clima es semiseco y la temperatura media es de 16.7 ºC, con una precipitación anual de 883.1 milímetros y un régimen de lluvias que va de junio a octubre. Los vientos dominantes son en dirección este y noroeste. El promedio de días con heladas al año es de noventa y dos”.

Al paisaje pareció no importarle que la primavera hubiese comenzado. Polvo y tierra seca, desquebrajada, eran lo único que se apreciaba a ambos lados de la carretera por donde viajaban el oficial Esteban Rey y los chicos. El trayecto era largo, recto y aburrido. Maximiliano observaba el panorama sin prestar atención. Le gustaba sentir el viento sobre su rostro, pero tenía la boca seca y pegajosa. Alfonso, su hermano menor, buscaba algo de vida en el horizonte polvoriento: ni un ave pudo encontrar. Desanimado, bajó la mirada y echó un vistazo a las dos figuras de La Guerra de las Galaxias que sostenía en las manos: Luke Skywalker y Darth Vader. Eran sus favoritas y las llevaba consigo a todos lados.

Al cabo de una hora y cuarto de trayecto, el oficial giró para comenzar a ascender por la montaña. Fue como abandonar el averno y entrar al edén. La extensión insulsa se tornó verdosa y un sinnúmero de árboles frondosos, llenos de vida, envolvieron el camino. Tan radi­cal fue el cambio que Maximiliano recibió un estímulo visual difícil de ignorar: follajes de colores áureos, verdes y violetas; flores, con tintes rosas, cárdenos, níveos y ambarinos, parecieron invadir la carretera para acariciar el asfalto y llenar de frescura a los transeúntes. Y así continuó durante cincuenta minutos.

La entrada del pueblo estaba delimitada por una enorme piedra, con letras blancas, donde se leía: “Bienvenidos al municipio de Tolvaneras, Jalisco”. La camioneta pasó de largo y avanzó por la calle principal del pueblo. Esteban se detuvo junto a la primera persona que encontró en el camino:

—¡Buenas tardes! Estoy buscando la casa de la señora Carmen Chávez. ¿Sabe dónde queda?

—Por supuesto —dijo amablemente el señor—. Es la última casa en la montaña. Siga por esta calle derecho hasta el final y luego continúe por el camino de tierra unos siete minutos. No se perderá.

—Muchas gracias —y aceleró suavemente.

Podían apreciar la casa conforme avanzaban por la terracería. Curiosamente, la vieja hacienda estaba situada en un ángulo tal que daba la impresión de alejarse a medida que uno se acercaba. Después de unos momentos se toparon con un arco de cantera y una enorme y pesada puerta de metal. A ambos costados de la entrada nacía una barda de cemento que delimitaba el terreno de la propiedad. Ese portón era la única entrada al terreno y estaba emplazado justo en la parte de enfrente del camino.

“Al menos estarán seguros”, pensó Esteban.

Un pastor alemán se apoyó sobre la ventanilla del copiloto y ladró a los pasajeros en su interior. Los chicos brincaron del susto.

—¡Tequila, bájate! —dijo un señor desde el portón y la perra obedeció.

Su nombre era Eusebio López y llevaba más de veinticinco años al servicio de la señora Carmen. La mayoría de las personas en el pueblo lo consideraba un ranchero amable, servicial y educado. El tipo medía un metro con sesenta y cinco centímetros y era de complexión media. Tenía la piel morena y se caracterizaba por dos cosas: su bigote pequeño y el buen humor con que siempre realizaba sus obligaciones.

Eusebio les dio la bienvenida y los encaminó hasta el ingreso de la vivienda. El aspecto de la hacienda era como el de entrar a un paraíso perdido, de jardines verdosos y bien cuidados que se extendían a la orilla de un pequeño lago, ubicado justo en el centro de la propiedad. Sin embargo, la casa, vieja, oscura y fría, parecía desentonar con el majestuoso paisaje.

Una mujer delgada y distinguida, con la piel apiñonada y los ojos oscuros, esperaba junto a la entrada. Poseía cierto parecido con la actriz María Félix, La Doña, pero sin una gota de expresión en su mirada. La señora aparentaba menos años de los sesenta y siete que tenía. Llevaba puesto un vestido negro con encajes, un collar de perlas, y se apoyaba sobre un bastón que tenía el mango de plata.

Era la tía Carmen.

En sus ojos no se podía distinguir si le daba gusto recibir a los niños, o si le era indiferente o si en realidad le molestaba. Su mirada ausente perturbaba; una piedra tenía más rango emocional que ella.

Esteban bajó primero de la camioneta y el aire le provocó escalofríos. La puerta de la casa se advirtió sombría y enmarcaba la silueta de la señora Carmen como si fuera una pintura de Rembrandt del siglo XVIII. Anémicos rayos de sol descendían sobre su espalda, como pinceladas, y dibujaban un contraste de claroscuros sobre su rostro poco iluminado, siniestro e incierto. Sacudió la imagen de su cabeza, caminó al otro lado del vehículo y abrió la puerta para que bajaran los niños.

Su tía dio dos pasos al frente, apoyando el bastón con firmeza y evidenciando la cojera de su pierna izquierda.

El oficial se colocó detrás de los chicos y puso las manos sobre sus hombros:

—Buenas tardes, señora Chávez. Soy el oficial Esteban Rey. Hablamos por teléfono esta semana y ellos son sus sobrinos Maximiliano y Alfonso.

Los niños se quedaron inmóviles mientras eran observados en detalle por su tía.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó la tía Carmen al mayor.

—Nueve —contestó Maximiliano.

Le pareció famélico para su altura y algo pálido. Tenía el cabello lacio, negro, y una herida en la frente que aún cicatrizaba. Sus ojos eran vivaces y su porte demostraba cierto carácter. Le llamó la atención que el muchacho le sostuviera la mirada en todo momento.

—¿Y tú? —dijo y miró a Alfonso—. ¿Cuántos años tienes?

—Cinco, señora.

Lo juzgó más frágil que su hermano, aferrado a sus muñecos y mirando el suelo constantemente. Su pelo ondulado estaba revuelto y sin forma. La tez de su piel era morena clara y sus ojos color ámbar. Le preocupó la expresión de vago en su rostro. Estaría muy pendiente de él y sus ocurrencias. Eusebio interrumpió la inquisición visual con la llegada del equipaje.

—Pasemos a la casa —dijo la tía Carmen y estiró el brazo para indicar el camino.

El cambio de temperatura era evidente en el interior del hogar. Construida hacia 1800, la edificación, un rectángulo sombrío de paredes formadas con grandes piedras grisáceas, parecía haber sido un convento dejado al olvido. Todas las puertas eran de madera. El patio estaba delimitado por arcos de cantera de cuatro metros de altura y tenía ocho habitaciones: cinco dormitorios (dos en la parte superior y tres en la primera planta), una capilla y dos cuartos destinados al resguardo de tiliches. También contaba con dos cocinas (una cerrada y una abierta) y un solo baño.

Llegaron hasta una alcoba, alojada en una de las esquinas.

—Éste será su dormitorio —dijo la tía Carmen.

Los niños asintieron y Eusebio dejó el equipaje en la entrada.

—No se preocupe —le dijo a Esteban—. Estarán bien aquí.

Esteban giró sobre su eje y miró la residencia. Sí, era enorme. El espacio le pareció adecuado, pero le dio la sensación de que no era un hogar. Simplemente no lo parecía. Le faltaba vida y calidez. Quizá los niños lo sacarían a flote y se lo proporcionarían. Respiró hondo, resignado.

—Bueno, tengo que partir —dijo mirando a los chicos.

Todos caminaron de regreso hasta la puerta de entrada. El oficial se hincó frente a los niños y quiso decir un par de palabras que se atoraron en su garganta. En cierto modo sintió que se despedía de la esencia de su hermano, aunque no supo por qué. No quería dejarlos; de alguna manera eran su responsabilidad. Quiso decirles que lo sentía, que su hermano no fue tan sólo un monstruo que les arrebató lo más preciado que poseían: sus padres. No pudo hacerlo. Los abrazó durante unos segundos y después los miró a los ojos:

—Estaré al pendiente de ustedes y los visitaré pronto —dijo buscando la aprobación de la señora Carmen, quien asintió sutilmente—. Me aseguraré de que el resto de sus cosas llegue pronto.

Esteban se despidió y se subió a la camioneta. Los niños lo observaron hasta que salió de la hacienda por debajo del arco de cantera y luego fueron conducidos hacia la cocina. Su tía preparó la cena y, después de comer sin decir una sola palabra, los llevó a la capilla, donde rezaron durante media hora. Posteriormente los encaminó al dormitorio.

—Las reglas de la casa son simples —inició la tía Carmen—. Yo les doy una orden y ustedes la cumplen. Ni más ni menos. No me gusta repetir las cosas, pienso que es una pérdida de tiempo. Si no prestan atención, habrá consecuencias. Siempre debemos seguir el camino del Señor y sus formas. Si no, habrá consecuencias. Su habitación será su responsabilidad. La mantendrán siempre limpia y ordenada. Si no, habrá consecuencias. Eusebio les entregará una bacinica que utilizarán por las noches, ya que no podrán salir de su habitación una vez que apague las luces. Siempre cierro todas las puertas, no dejo nada abierto. No me gustaría llevarme algún susto con ustedes. Las cosas no han sido las mismas desde el atentado que sufrió nuestro pontífice en 1981. Las personas ya no tienen educación, ya no desean acercarse al Señor para buscar la salvación. Ustedes tendrán siempre tiempo para él y le darán las gracias por todas las bendiciones que ha puesto en su vida. ¿Quedó todo claro?

Los chicos se miraron. Luego regresaron la mirada y asintieron.

—Dos cosas más —agregó la tía Carmen—. La primera: Eusebio duerme fuera de la casa, en un cuarto junto al corral de los borregos, así que por las noches no pueden contar con él. La segunda y la más importante de todas: mi dormitorio está fuera de todo límite. Jamás deben entrar. Si lo hacen, habrá consecuencias. ¡Buenas noches! —y salió de la habitación.

Escucharon que la llave giró el cerrojo y accionó la cerradura. Voltearon para observar cómo la sombra de su tía desaparecía bajo el filo de la puerta al tiempo que el sonido del bastón se iba alejando.

—No estuvo tan mal —dijo Alfonso.

Maximiliano alzó los hombros con indiferencia.

La habitación era un rectángulo frío. Sus paredes, pintadas de blanco, presentaban algunos resquebrajamientos por la humedad. En el centro del techo de doble altura colgaba un candelabro de herrería dorada y en una de las esquinas se encontraba la única ventana, con cuatro hojas de madera y dos metros de alto. Al fondo sobresalía un ropero, fabricado con roble y elaborado alrededor del siglo XV. Las camas, separadas por un buró, tenían bases de aluminio color amarillo.

Alfonso se sentó sobre el colchón y recordó que la primera noche es la más difícil. Diferente casa, camas nuevas y ruidos extraños a los cuales no estaban acostumbrados. A Maximiliano pareció no importarle, aún tomaba medicina para los dolores de cabeza y se quedó dormido muy rápido. El pequeño daba vueltas en la cama y se movía de un lado a otro. La ansiedad le impedía descansar.

El silencio predominó en el dormitorio durante un rato hasta que fue interrumpido por el crujir de las maderas. El corazón de Alfonso se aceleró como un caballo desbocado colina abajo.

—Max —llamó Alfonso confundido.

Escuchó el sonido de nuevo, seguido del rechinido de bisagras. La oscuridad se expandió y pareció envolver la habitación con un manto pesado, espeso, lleno de inseguridad y temores. El chico se aferró a la colcha que lo cubría. La cerradura del ropero chasqueó y las puertas chirriaron al abrirse. Alfonso se cubrió con la sábana imaginando que era un campo impenetrable que lo protegería de cualquier monstruo o ser que estuviese encerrado con ellos en la habitación.

Se sintió observado.

Y así era.

Su cuerpo se estremeció con espasmos pequeños y su respiración se agitó. Sintió un cosquilleo que subió y descendió por sus extremidades y la piel se le erizó. Bajó lentamente su campo protector y decidió echar un vistazo. Tuvo que esforzarse para distinguir entre la oscuridad. Sus ojos vieron sombras y siluetas, pero nada fuera de lo ordinario. Bueno, quizás esos dos puntos verdes y distantes que llamaron su atención.

Se sentó sobre la cama y frunció el ceño. Dos círculos diminutos, color verde jade y totalmente simétricos, flotaban por entre la abertura de las puertas del armario. “Parecen ojos”, pensó. “Como cuando viajas de noche en la carretera e iluminas a un animal”. Se tapó de nuevo con la sábana. No sabía si realmente veía algo o si sólo lo imaginaba por el cansancio del día.

Una ligera inhalación se escuchó por encima de la sábana, como si algo o alguien oliese desde afuera. Alfonso se acomodó en posición fetal y cogió la sábana con fuerza. Nadie se la arrebataría. La olfateada fue creciendo en decibelios, haciéndose más rápida y entrecortada. El chico apretó los músculos del cuerpo y esperó lo peor.

El sonido se detuvo.

Esperó un largo rato antes de resolver que saldría de su campo mágico de protección y miraría en dirección al ropero. Los ojos verde jade ya no flotaban en la negrura. Sonrió y pensó que era un tonto por asustarse de esa manera. La puerta de roble crujió y se abrió escasamente. Una garra salió de la oscuridad, ¿o era una mano?, y reposó sobre la abertura. La palma se aferró con fuerza y la madera se reventó.

Sus pupilas se dilataron al ver cómo una figura brumosa y grisácea se deslizaba entre la hendidura. Era imposible que algo pasara por en medio de las puertas del armario y, sin embargo, la oscuridad se escurrió fácilmente entre ellas. La nube sombría formó la imagen de un hombre alto, triste, y bigote tupido. Las cuencas de sus ojos se moldearon y dos puntos verde jade emanaron luz desde el interior. El señor miró directamente a los ojos del chico.

Alfonso sintió ganas de hacerse pipí en la piyama. La sombra se desplazó sin mover los pies y estiró el brazo de manera sobrenatural para alcanzarlo. El dedo se acercó al rostro del chico y le tocó la frente. El niño tuvo la sensación de ser alcanzado por residuos de un polvo finísimo y gritó. Gritó tan fuerte como sus pulmones se lo permitieron y al terminar se percató de que se había sentado sobre el colchón. Echó un vistazo en todas las direcciones y la figura ya no estaba. Su hermano permanecía dormido a pesar de su alarido.

Se frotó las manos sudorosas y frías. Su cuerpo estaba empapado de sudor y todavía temblaba. Revisó las sábanas y agradeció no haberse hecho pipí encima. Se levantó y caminó hasta la cama de su hermano. Lo agarró del hombro y lo giró para contarle lo ocurrido.

No era su hermano.

Era la figura siniestra y, al ser perturbada, emitió un chillido sobrehumano que lo ensordeció y le lastimó los oídos. Alfonso trastabilló y retrocedió. La sombra siseó. Logró mirarla en detalle y le pareció que era de ceniza. Pequeñas partículas se agrupaban en el aire para dar forma y volumen a la apariencia inhumana y demencial de la silueta, que reptó hasta el armario y se introdujo en él. Antes de que se cerrara, Alfonso alcanzó a escuchar una voz que le decía:

—¡Escapa! Lárgate de aquí con vida o quédate para siempre —y las puertas del ropero se azotaron con un sonido seco.

Se alzó sobre la cama y gritó despavorido. Su hermano Maximiliano brincó del colchón, lo sujetó por los hombros y lo sacudió para que saliera de su trance. El grito le provocó miedo, jamás lo había escuchado tan atemorizado. Trató de calmarlo sin mucho éxito hasta que recordó de qué forma su madre los consolaba cuando tenían una pesadilla.

—Poncho… ¡Poncho!

Su hermano volteó.

—Mírame…, soy Max.

Alfonso lo reconoció.

—Mira, toca mi mano —y extendió la palma.

El chico estiró la mano y entrelazó sus dedos con los de su hermano.

—Aquí estoy… Siénteme…, soy real y estoy junto a ti.

Su respiración se hizo pausada y ambos se miraron a los ojos. Maximiliano tomó la mano pequeña de Alfonso y la colocó sobre su pecho.

—Mira…, siente mi respiración. Imítala…, síguela.

Empezaron a respirar al mismo tiempo, con el mismo ritmo.

—¿Hasta dónde te quiero? —dijo Maximiliano.

—Hasta la luna —dijo Alfonso y sonrió—. De ida y de regreso. Subiendo por una planta de frijoles mágicos y sin despertar al gigante del castillo.

—De ida y de regreso —repitió Maximiliano—. ¿Estás bien?

Su hermano asintió.

—¿Pesadilla?

Asintió de nuevo.

—¿Tu cama o la mía?

Alfonso movió la sábana hacia un costado para que Maximiliano se acostara junto a él. Los dos se abrazaron hasta quedarse dormidos.

La morgue

La morgue del municipio de Tapalpa se encontraba en los límites del pueblo y era un lugar frío y brillante en exceso. Sus baldosas blancas y pulcras rebotaban ferozmente la luz neón amarilla que hipnotizaba a todos en su interior y el aire se percibía sofocante. Uno tendría que estar loco para pasar más de ocho horas ininterrumpidas bajo el torrente de luz artificial, rodeado de cadáveres.

El oficial Esteban Rey cruzó la puerta de entrada como lo había hecho cientos de veces. Sin embargo, en esta ocasión, no quería hacerlo. Tenía las piernas entumidas y los pensamientos dispersos. Había pospuesto la visita por varios días y no podía aplazarla ni uno más. Además, esta vez era diferente. Era su turno de reconocer de manera oficial a un fallecido, a su hermano David Rey.

Chuy estaba sentado sobre su escritorio, mirando una pila de papeles, cuando se percató de la presencia del agente. Rápido se levantó y extendió la mano:

—Lo siento mucho, Esteban —y lo acercó contra su pecho para darle un fuerte abrazo.

La muestra de cariño tomó por sorpresa al oficial y se sintió incómodo mientras lo sujetaba. Chuy medía más de dos metros de altura, tenía el cabello rizado y lo llevaba largo y recogido en una cola de caballo. Se apreciaba algo gracioso cuando se encorvaba con esa gran bata blanca, pero todo lo jocoso de su apariencia era compensado con sus grandes habilidades como médico forense.

—Sabemos que tu hermano murió decapitado —dijo Chuy y lo soltó.

“Murió” y “decapitado”. Esas dos palabras retumbaron en lo más profundo de su mente como si de un sismo se tratara.

—Nada raro en eso —miró a Esteban y rectificó—: Bueno, salvo la mala fortuna de morir de esa manera… tan horrible e inesperada… En fin, hay dos cosas muy bizarras que quiero mostrarte. La primera está en la mano izquierda.

Avanzaron hasta una de las planchas. El oficial sintió que había caminado kilómetros cuando escasamente dio tres pasos. El cuerpo se encontraba sobre la camilla cubierto por una sábana blanca que dejaba asomar los pies, con una nota de cartón sujeta en el dedo gordo del pie derecho. Esteban experimentó una repentina resequedad en la boca y su pulso se aceleró al leer “David Rey” en la etiqueta. El doctor tomó la cubierta de tela y cuidadosamente descubrió el cadáver hasta la cintura.

—Tu hermano llegó con un vendaje sobre su mano izquierda y dos puntos rojos en ella. Al removerlo pude apreciar que había sido mordido, quizá por un animal salvaje, y que las manchas correspondían con los colmillos. Si te fijas bien —Chuy levantó la rígida extremidad izquierda—, se pueden ver todos los incisivos de la quijada.

El oficial se acercó para corroborar las palabras del médico.

—Ahora bien —continuó Chuy—, lo curioso no está en la mordida. Sino en que más de la mitad de la laceración ya había cicatrizado… Fíjate bien de este lado… y ahora en la parte posterior.

Iba demasiado rápido. Sus palabras eran claras, pero la idea que formaba en su cabeza parecía una imagen borrosa que no alcanzaba a asimilar. Se concibió como un idiota por no poder relacionar lo que escuchaba con lo que estaba viendo. Sintió un leve mareo que lo obligó a apoyar ambas manos sobre la fría cama de metal.

—Observa bien de la mitad en adelante, hacia la derecha, parece que la mordida se la dieron hace muchísimo tiempo. Y en la otra parte, en el dorso, me da la impresión de que la herida se realizó hace cuatro, máximo cinco días. Muy extraño, ¿no te parece?

—No entiendo nada. ¿Podrías explicarlo más claro?

Chuy dibujó una sonrisa.

—Por supuesto, lo siento —y puso la mano derecha sobre su hombro para agregar emocionado—, así de simple: algo muy extraño mordió a tu hermano y su muerte detuvo el proceso sobrehumano de cicatrización que se estaba produciendo.

Esteban abrió los ojos y un escalofrío se paseó por su espalda.

—¿Sobrehumano? ¿De qué hablas?

—De que la mitad de la herida de su mano había cicatrizado y la otra no. De una misma mordida y eso no es normal. ¿Cuándo habías visto algo así?

Esteban meditó un momento y trató de asimilar las palabras de Chuy.

—Y ahora mira esto —continuó Chuy mientras tomaba la mano de David y hacía un poco de presión sobre la herida. Sangre roja con tintes ambarinos salió del orificio.

—¿Es veneno? ¿De víbora? —cuestionó el oficial.

—Lo mismo pensé yo al principio, pero no reacciona de la misma manera que el veneno de las serpientes. El líquido se mezcla perfectamente con la sangre y se comporta de una forma muy extraña.

Chuy caminó hasta una bandeja plateada llena de utensilios y cogió la jeringa métrica más pequeña. La preparó y trató de introducir la aguja sobre la piel del cadáver. La punta de metal se dobló. Ambos miraron el aguijón deformado con aspecto de garfio.

—Esto es nuevo —dijo Chuy asombrado.

Fue por una jeringa más grande y lo intentó de nuevo, esta vez en la parte superior del brazo y alejado de las marcas de la mordida. La aguja traspasó las capas de la piel sin ninguna resistencia. El doctor jaló el émbolo y el barril empezó a llenarse con una sangre rojiza y tintes ambarinos. Terminó, retiró la jeringuilla y revolvió el líquido, obteniendo una mezcla color rojo pálido. Después caminó hacia otro cadáver cerca de ellos.

—Mira esto —dijo e inyectó el líquido sobre la sutura del pecho.

La herida empezó a cerrarse ante la mirada incrédula de Esteban. Ese extraño fluido, o lo que fuese, tenía la capacidad de regenerar tejido humano. Acercó uno de sus dedos para tocar la piel reconstruida. No sintió nada extraño. Parecía normal, perfectamente normal.

—Dijiste que eran dos cosas las que querías mostrarme —recordó Esteban volviendo a ser él, retomando su papel de policía—. ¿Cuál es la segunda?

—¿Estás seguro? Tendrías que mirar su cabeza.

Sopesó la situación en silencio por un momento. Llevaba días tratando de olvidar esos ojos sin vida que lo atormentaban en sus sueños y dudaba si podría mirarlos de nuevo. Después de un minuto le dijo:

—Muéstramela.

Caminaron hasta otra camilla que tenía un bulto cubierto con una bolsa plastificada. Chuy retiró cuidadosamente la envoltura y giró la cabeza de David para colocarla mirando hacia ellos. Esteban trató de apartar la vista pero su instinto policiaco lo obligó a observar los ojos sin vida de su hermano y esta vez fue diferente, la expresión era distinta. Había paz en su mirada. Encontró un pequeño halo de vida atrapado en ellos y observó minuciosamente.

—¿Qué mierda es eso? —preguntó Esteban y se agachó para quedar al mismo nivel.

Chuy trató de contener su emoción. Su amigo seguía siendo un eficaz investigador y observador a pesar de lo que había vivido en los últimos días. Lo que descubrió no era algo obvio, pero desde ciertos ángulos podía apreciarse un pequeño destello, color amarillo, dentro de las pupilas de su hermano. Parecía un pequeño relámpago encapsulado entre el iris y la córnea del ojo. Esteban miró el globo ocular de David y después a Chuy, y así sucesivamente por un par de minutos, estupefacto con el hallazgo.

—¿Es lo mismo? ¿El mismo líquido que salió de la mordida?

—Creo que sí —dijo Chuy—. Aún no estoy seguro. Lo que más me llama la atención es que desde cierta perspectiva los ojos de tu hermano parecen ser los de un animal salvaje… Mira.

Y se lo mostró.

El oficial se sintió abrumado, era demasiado para digerir en tan pocos minutos. Luego agregó:

—¿Qué hay de los restos encontrados en la caja de la camioneta?

—¿La chica? Muerta.

—Eso es obvio. ¿La causa?

—Devorada por animales salvajes.

—¿Animales? ¿Varios?

—Sí, tiene mordidas de diferentes tamaños.

—¿Entre ellas lo mismo que mordió a David?

—Habrá que investigar. En su sangre no encontré rastros del líquido amarillo.

—Está bien.

—¿Tú sabías?

—¿Saber qué?

—¿Del anillo?

Esteban no tenía idea de qué hablaba.

—La mano izquierda de la chica tenía un anillo de compromiso —dijo Chuy—. Alguien debe de estar muy preocupado por ella. ¿No era la novia de tu hermano?

—No lo sé. Nunca la mencionó. ¿Qué necesitas para averiguar más sobre esto?

—Que firmes unas autorizaciones.

El oficial firmó los papeles y salió de la morgue agobiado, sin despedirse. El sol de la tarde se sintió bien sobre su rostro y le calentó el ánimo. Tranquilamente se acomodó el sombrero blanco y caminó hacia la patrulla.

Vomitó junto al coche.

La cabeza le dio vueltas y no logró aterrizar ningún pensamiento. No comprendía nada de lo que ocurría y los enigmas en torno a la muerte de su hermano lo estaban consumiendo lentamente. Tenía que hablar con Saúl, el cantinero, para saber qué le contó David antes de morir. Tenía excelente memoria y le sería de gran utilidad.

Mariana

A Mariana Pérez, una chica de quince años y largo cabello negro, le encantaba la hora del recreo. A pesar del bullicio y el vaivén de los alumnos, era un tiempo que podía aprovechar para sí misma, alejada de los deberes y las monótonas tareas del hogar. Al escuchar el timbre se acomodó el cabello por detrás de las orejas, salió apresurada del aula y atravesó el patio para llegar a su refugio habitual: un rincón fresco y alejado del sol, bajo un árbol de pino. Se sentó y cruzó las piernas dispuesta a comenzar con su lectura de la semana, En las montañas de la locura, de H. P. Lovecraft, cuando le invadió un recuerdo:

Tenía seis años y estaba agazapada en su dormitorio, debajo de un cobertor en una de las esquinas del armario, con el corazón acelerado y un cosquilleo que se paseaba por todo su cuerpo. Escuchó pasos y su cuerpo se puso rígido. Se aferró con fuerza a la colcha. Las pulsaciones apremiaron cuando dejó de escuchar los pasos y estaba segura de que pronto sufriría un desmayo. La puerta del guardarropa se abrió de golpe y fue despojada de la manta.

—¡Te encontré! —dijo una mujer y salió corriendo a toda prisa.

Mariana se enfrascó en una lucha sin éxito para deshacerse del cobertor. La mujer tomó suficiente ventaja y llegó hasta la cocina, luego se dio media vuelta y puso la mano sobre el refrigerador:

—Un, dos, tres por Mariana, que está escondida en el armario de su cuarto.

La niña arribó resoplando y con la cara roja.

—No es justo, eres más grande que yo.

—Y más rápida también —y la mujer le hizo un cariño en la nariz—. ¿Y sabes qué más soy?

—¿Mi mamá?

—Sí, ¿pero qué más?

—No, eso no… —dijo Mariana con una gran sonrisa.

—Sí —dijo cambiando el tono de su voz a uno más grave.

—¡No! —y empezó a dar pequeños pasos hacia atrás—. ¡Un monstruo besucón! —y se fue corriendo a la sala.

Su madre la alcanzó y la cargó con facilidad. Después la tiró encima de un viejo sillón color verde oscuro y comenzó a besarle el cuello y la cara. Mariana rio y gritó tan fuerte como le fue posible. Terminaron tendidas sobre los desgastados azulejos aceitunados del suelo de la casa.

—¿Qué quieres hacer ahora? —le preguntó su madre con la respiración entrecortada.

Mariana lo meditó durante un breve momento.

—¿Helado de la plaza?

—Helado será.

Salieron y caminaron hasta el centro del pueblo. Su madre llevaba unos pantalones azules de mezclilla y una blusa blanca. Mariana la miró y sonrió. Le gustaba que su mamá fuera mucho más joven que el resto de las mamás de sus compañeras de clase y que jugara con ella todo el tiempo. Pero lo que más le complacía, lo que realmente le fascinaba, era observar cómo los rayos de sol rebotaban y hacían brillar su cabello castaño claro. Ella deseaba intensamente tenerlo del mismo tono.

La niña tomó la mano de su madre y dio pequeños saltos al caminar, imitando los movimientos de las patas de un caballo bien entrenado. Después de un rato llegaron hasta una pequeña casa de dos pisos, ubicada en una esquina frente a la plaza. En ella vivía don Simón, quien llevaba más de cuarenta años preparando y vendiendo nieves de garrafa. Su madre compró un vaso pequeño con helado de vainilla y su hija prefirió uno grande de limón. Las dos se sentaron en una banca de piedra y se pusieron a observar a las personas que transitaban en todas direcciones.

Mariana veía ensimismada a unos niños que jugaban dentro del kiosco en el centro de la plaza, luego se quitó sus gafas y las observó con desánimo:

—Mami, ¿por qué tengo que usar lentes? Hacen que me vea rara.

Su madre sonrió.

—Rara no, diferente.

—¿Diferente es malo?

—No, para nada. Es lo mejor que te puede pasar. Quizá te cueste trabajo al principio pero una vez que te aceptes tal como eres, serás más feliz que ninguno de ellos, que son todos iguales.

—Tú eres diferente, mami.

—¿Por qué lo dices?

—Porque te gusta leer, te gusta viajar, quieres conocer ciudades y otros países… y porque siempre, siempre, siempre tratas de hacerme feliz.

—Haces que todo sea más difícil, amor.

La niña la miró extrañada.

—¿Sabes que te quiero? —agregó su madre.

—Más que todo en el mundo —sentenció Mariana.

Su madre la abrazó con fuerza por un largo momento.

—¿Estás bien, mami?

Ella asintió y se enjugó las lágrimas.

—Vamos, regresemos a casa antes de que llegue tu papá del trabajo.

Recorrieron parte del trayecto tarareando canciones hasta que pasaron por una pequeña tienda. Mariana examinó el aparador y descubrió una lonchera metálica, color rosa, con imágenes de Hello Kitty.

—¡Wooooooow! —dijo abriendo los ojos—. Estaría maravilloso tener una de ésas para ir a la escuela.

Su madre notó que la alegría de su hija era sincera y no un mero capricho. Entró al establecimiento, habló un momento con la encargada y regresó. Por desgracia, salió sin la lonchera. La niña trató de ocultar su decepción pero no lo hizo muy bien. Volvió a casa sin emitir sonido, desilusionada y arrastrando los pies.

Tan pronto llegaron tomó una de las sillas del comedor y se sentó en la cocina, con los hombros al frente y la vista perdida. Su madre le sirvió un vaso de leche y acercó un plato con tres galletas de vainilla con chispas de chocolate. Transcurrieron cinco minutos hasta que su mamá dibujó una sonrisa, como si se le hubiese ocurrido una idea genial. Se agachó y sacó por completo uno de los cajones de la barra y del hueco cogió un sobre lleno de billetes. Mariana observó y levantó las cejas intrigada.

—Voy a salir un momento. Ve a tu cuarto a dibujar y espera a que regrese.

—Sí, mami.

Pasaron diez minutos y oyó que la puerta de la casa se abría. Mariana corrió hasta la entrada y se encontró con su padre en la sala.

—Papi —y corrió a abrazarlo.

Se aferró con fuerza a una de sus piernas y lo apretujó. Su padre le acarició la espalda y miró hacia la cocina, vacía.

—¿Y tu madre?

—No sé. Salió.

—¿Y qué hacías?

—Dibujaba en mi cuarto.

—Continúa dibujando, yo te aviso cuando sea hora de cenar.

—No tengo hambre, papi. Comí helado y galletas.

Su padre hizo un gesto desaprobatorio, se quitó la gorra y vio a su hija regresar al dormitorio. Se quedó parado en la sala, con la mirada perdida y el cuerpo encorvado, como si le pesara la espalda más de lo habitual. Decidió entrar en la cocina y dejó caer su figura sobre una de las sillas. Había sido un día muy estresante y exhaustivo en la construcción. Empezó a sentir hambre y no quería saber nada de nadie hasta comer algo.

Se escuchó la chapa de la puerta y Mariana corrió de nuevo hacia la entrada. Encontró a su madre parada en la sala con una bolsa negra de plástico bajo el brazo y se emocionó. La niña avanzó y su mamá la detuvo con la mirada, algo en su expresión la perturbó. La observó levantar el dedo índice para pedirle que guardase silencio.

—¿Dónde estabas? —le preguntó su esposo desde la cocina.

—Salí a comprar algo.

—Pensé que no tenías dinero.

—Bueno…, pedí fiado para comprar algo para Mariana.

—¿Pediste fiado? ¿Acaso no te alcanza con lo que te doy?

—No es eso, es que yo…

—Me parto todo el día trabajando para que compres cosas con dinero que no tenemos. Van a decir en el pueblo que somos unos muertos de hambre.

Su madre le hizo señas para que regresara a su dormitorio y ella obedeció. Se recostó sobre el colchón y pretendió dibujar en su cuaderno mientras trataba de descifrar qué era lo que se hablaba y ocurría en la cocina. Escuchó a su padre decir frases como “no tienes consideración”, “no respetas tu hogar”, “nunca alcanza el dinero” y “si no te gusta la casa ahí tienes la puerta”, expresión que no entendió del todo hasta varios años después durante una discusión con su papá.

Su madre lloró, dio explicaciones y se expresó en oraciones que incluían las palabras: aburrida, cansada, odio, asfixia, jóvenes, ciudad y lejos. La niña se levantó de la cama y caminó para escuchar mejor. Brincó al oír que algo se quebraba. Luego azotaron una puerta y la casa quedó en completo silencio. El perro del vecino ladró y su madre apareció en la entrada de la habitación con los ojos hinchados y visiblemente alterada.

—¿Quieres algo de cenar, cariño?

Mariana negó con un sutil movimiento de cabeza.

—Te traje un regalo —continuó.

La niña se sentó sobre la cama y agarró la bolsa negra de plástico que le entregó su madre. En cuanto la tomó supo que era la lonchera de Hello Kitty que habían visto en la tienda. La dejó a un costado sin abrirla.

—¿Qué pasó? —dijo su madre—. ¿Pensé que estarías contenta por tenerla?

—¿Papi se enojó contigo?

—No, cariño —y se sentó junto a ella—. Tu padre se enoja consigo mismo porque no puede conseguir un mejor empleo. Él sólo quiere lo mejor para nosotras.

—¿Te regañó por mi culpa? ¿Por comprar la lonchera?

—No, para nada —y la abrazó.

Mariana se hundió en su pecho y empezó a llorar.

—Cariño, no tienes por qué llorar. No hiciste nada malo.

—No quiero la lonchera. Dile a mi papá que la vamos a devolver para que ya no se enoje contigo.

Su madre la tomó del rostro y la miró directamente a los ojos:

—Hello Kitty es tuya. La compré con dinero que tenía ahorrado. Si a tu padre no le parece es problema suyo. Tú te mereces esto y más.

—No la quiero.

—Entonces la abrimos mañana. Vamos, hay que prepararte para descansar, ya se hizo tarde. ¿Qué cuento quieres hoy? —y tomó el primero que estaba sobre el buró—. ¿La Cenicienta?

Mariana asintió.

Su madre se acostó junto a ella, leyó el cuento y la arropó con las sábanas. Al terminar se acercó y le dio un beso en la frente.

—Te quiero mucho —dijo ella.

—Yo también.

Se levantó, caminó hasta la puerta del dormitorio y dio media vuelta para mirarla.

Mariana tiene tatuada esa imagen en su memoria: su madre, con sus pantalones azules de mezclilla y la blusa blanca, apoyada junto al marco de la puerta con los brazos cruzados y mirándola de manera muy extraña, como nostálgica. Con el paso de los años, la chica entendió que esa expresión era más una despedida que cualquier otra cosa. Jamás volvió a verla y nunca sacó la lonchera de la bolsa negra de plástico.

Tuvo que dejar de ser niña muy rápido. No era que su padre le cargara mucho la mano, sino que comprendió que necesitaban apoyarse mutuamente para salir adelante. Él consiguió dos nuevos empleos y ella se encargó de estudiar y mantener limpia la casa para los dos. Creció odiando los libros de princesas y se volvió asidua al género de terror, decisión por la que fue marginada de sus compañeros de escuela.

Mariana leía En las montañas de la locura cuando alzó la vista y un par de chicos nuevos llamaron su atención. Era bastante irregular que dos alumnos ingresaran a la mitad del curso. Los uniformes que portaban eran nuevos y sus distintos tonos beige no lucían deslavados. Decidió observarlos detenidamente y notó que su forma de caminar y su manera de desenvolverse eran muy diferentes a las del resto de los estudiantes del plantel. Tenían tatuada la palabra ciudad en la imagen que proyectaban. Se interesó rápidamente en ellos y cerró su libro.

Maximiliano y Alfonso se sentaron a escasos metros de ella, sin darse cuenta de que los miraban. Los dos llevaban loncheras de aluminio con imágenes de La Guerra de las Galaxias. El hermano mayor sacó una caja de cereales Corn Pops. Su hermano una pequeña caja azul de Zucaritas. Ninguno se percató de que un grupo de niños se estaba acercando.

—¿Eh, son ustedes los nuevos? —dijo el más alto.

Maximiliano contó a cinco chicos rodeándolos. Alfonso observó a su hermano y se quedó callado, sin contestar.

Otro niño pateó a Maximiliano en el pie.

—Te preguntó si eres nuevo.

Maximiliano dejó de comer sus Corn Pops.

—¿Acaso no es obvio? —dijo sin alterarse—. Hay trescientos alumnos en la escuela y nunca nos habíamos visto.

El chico no supo qué contestarle a su líder.

A Mariana le gustó la actitud del muchacho, no se andaba por las ramas.

—Obvio eres nuevo aquí —dijo el líder—, de lo contrario sabrías que están sentados en nuestros lugares.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Alfonso.

El líder titubeó.

—Cris… Cristian.

Alfonso se levantó de su lugar, vio donde estaba acomodado y luego volvió a sentarse.

—Tal como lo imaginaba —dijo mirando a su hermano—. Su nombre no está escrito en mi lugar.

Maximiliano sonrió.

Mariana también.

A Cristian le encolerizó el comentario y se le subió la sangre al rostro. Sin pensarlo dio un manotazo y tiró las Zucaritas que Alfonso estaba comiendo. Antes de que las hojuelas de maíz azucaradas cayeran al suelo, fue embestido por Maximiliano, quien lo tomó por la cintura. Ambos se desplomaron y el mayor de los hermanos empezó a golpearlo sin piedad, una y otra vez.

Los integrantes de la pandilla se miraron, todo fue tan rápido que no tuvieron tiempo de reaccionar. Uno de ellos salió de su trance y trató de agarrar a Maximiliano por los hombros. Un ardor se anidó en su entrepierna y subió como un escalofrío por su cuerpo. Se derrumbó gritando, sujetándose los testículos con fuerza. Alfonso estaba parado por detrás, le había dado un puntapié.

Los demás niños entraron a la pelea.

Maximiliano y Alfonso peleaban como animales feroces y salvajes que luchan por salvar su vida. Su motivación era mucho mayor: habían perdido a sus padres y esos chicos se las iban a pagar. En ese momento, la pandilla era culpable de todo lo que les había ocurrido y la harían pagar con creces hasta el último centavo por ello.

Gran parte de los estudiantes se unieron a Mariana, quien no perdía detalle de lo que ocurría. Todo terminó en pocos minutos. Un profesor de literatura interrumpió el espectáculo ante la queja de los espectadores. La chica vio cómo los chicos eran llevados a las oficinas y se levantó de su lugar. Decidió averiguar más sobre los nuevos compañeros.

La tía Carmen entró a la dirección general noventa minutos más tarde. Lo primero que observó fue a cinco niños que esperaban sentados en unas sillas de plástico afuera de la oficina del director, todos con caras largas y moretes en el rostro. La señora levantó la ceja sorprendida: ninguno era su sobrino. Siguió por el pasillo hasta la puerta y sin prestar atención a la secretaria que le pedía que esperase.

Los chicos escucharon el bastón de su tía y se les puso la piel de gallina. En menudo problema se habían metido y no habría forma de escapar. Curiosamente, y sin que lo supieran, el director del colegio estaba más nervioso que ellos por tener que lidiar con la señora Carmen Chávez. Aquella mujer le daba escalofríos, siempre tan reservada e inexpresiva. Si algo le angustiaba en la vida era no poder descifrar a las personas.

—Doña Carmen —dijo en cuanto la vio cruzar por la puerta sin anunciarse.

—¿Qué ocurrió, Daniel? ¿Qué es eso tan importante por lo que me pediste que viniera a tu escuela? Hasta donde tengo entendido, tú eres el director y tu trabajo es resolver los problemas con los chicos.

Un par de palabras se atragantaron en la boca de Daniel.

Carmen aprovechó la pausa y volteó a ver a sus sobrinos. Estaban algo golpeados y desaliñados, pero definitivamente en mejores condiciones que el resto de los chicos que esperaba en las sillas de afuera.

—¿Están bien? —dijo ella en tono incierto.

Maximiliano y Alfonso asintieron, luego se miraron asombrados.

—Ya lo ves, Daniel. Están bien, ¿para qué me llamaste?

—Bueno yo…, la verdad no es tan… —y se quedó callado. No podía evitarlo, se sentía lacerado con esa mirada inquisidora.

Los chicos dibujaron una sonrisa, no podían creer que el director le tuviera miedo a su tía.

—No es tan sencillo —recompuso y se acomodó la corbata tanto como sus manos temblorosas se lo permitieron—. Los niños participaron en una riña y eso no lo podemos permitir.

La señora Carmen miró a sus sobrinos:

—¿Ustedes dejaron así a los niños de afuera?

Ambos asintieron de nuevo, un poco más relajados.

Ella sonrió asombrada. Luego miró a Daniel de manera hostil:

—¿Y ya sabes cuál fue el motivo de la riña?

—No, bueno. No bien, hay que averiguar cuál versión es…

—¿Por qué pelearon? —interrumpió ella.

—Porque tiraron el desayuno de mi hermano —dijo Maximiliano.

—¿Y tú? —preguntó a Alfonso.

—Porque golpearon a mi hermano. Eran más, no me pareció justo.

Carmen respiró resignada y se giró con Daniel, quien sudaba sobre su silla como si hiciera el peor de los calores veraniegos.

—Ya lo ves, se estaban defendiendo —y azotó el bastón contra el suelo—, ese comportamiento se premia, no se reprime.

Daniel observó a los chicos y éstos se encogieron de hombros. Estaba sólo en esto. Sintió la boca seca y bebió un poco del vaso de agua que tenía sobre la mesa. Luego se arregló la corbata y trató de incorporarse de la silla. La señora levantó su mano y éste obedeció a la señal como un perro expectante a la orden de su amo.

—No quiero que me hagas perder el tiempo la próxima vez. Si no sabes cómo ser director de escuela, deja tu trabajo para alguien más competente —y se volteó con los chicos—. Vámonos, nenes —y salieron todos juntos de la oficina.

Su tía manejó en silencio todo el trayecto de regreso a la hacienda y al llegar a casa les pidió que se sentaran junto a ella en la mesa de la terraza. Maximiliano se acomodó mirando hacia los jardines y Alfonso se sentó a un costado. El pequeño sintió flojo uno de sus dientes frontales y utilizó la lengua para jugar con él, moviéndolo de un lado a otro dentro de la boca.

—Estoy orgullosa de ustedes —empezó la tía Carmen—, por defenderse y cuidarse mutuamente. Son lo único que tienen en la vida. Yo…, si no fuera por la gracia del Señor, no sé qué sería de mí, qué cosas haría. Igual ustedes. Siempre tendrán que buscar fuerza en él para salir adelante en las adversidades. Pero que les quede claro, no apoyo la violencia, aunque entiendo que en ciertas ocasiones puede llegar a ser necesaria. En algunas circunstancias, la violencia nos ayuda a corregir el camino. Si lo sabré yo, que mi padre fue muy estricto conmigo —y se llevó la mano a la mejilla, donde la golpeó tantas veces—. Que el Señor lo tenga en su gloria —se dijo a sí misma y se quedó perdida en sus pensamientos por varios minutos.

Maximiliano miró a Tequila correr por los jardines. Estaba más interesado en la perra que en las palabras de su tía. Alfonso se entretenía despegando el diente de la raíz con la lengua, le gustaba esa extraña sensación de ardor y el sabor metálico de la sangre.

—Pero bueno —continuó ella—, no quiero que vuelvan a pelear. Y sepan que siempre quise tener una familia y el Señor los trajo a mí para que los guíe y los convierta en hombres de bien. Mi trabajo consistirá en cuidarlos y protegerlos de todo mal. Aquí no tendrán nada que temer mientras sigan las reglas del Señor y lo que yo les aconseje. Si no, habrá consecuencias. ¿Está claro? Primero el Señor y luego ustedes. Así encontrarán la felicidad, alejados de las tentaciones físicas del amo de las tinieblas. Recuerden que si caen en ellas no tendría yo piedad con ustedes. Conocerían el lado menos amable y menos bondadoso de mi ser. No tolero a quienes se alejan de nuestro Señor y se consideran superiores a él. ¡Nadie está por encima de él! Así que ahora lo saben. Y ahora vayan a jugar antes de que cenemos.

Alfonso gritó y la tía Carmen se sobresaltó.

—¿Qué pasó? —preguntó Maximiliano.

Su hermano escupió sobre la palma de la mano y tomó el diente que acababa de perder. Luego miró a su tía y sonrió emocionado. Eusebio y Tequila se acercaron intrigados.

—Miren, se me cayó un diente —dijo mientras lo alzaba como si fuera un diminuto trofeo—. El Ratón de los Dientes me va a dejar dinero por la noche.

—A ver —dijo Maximiliano.

—Esa clase de tonterías no existen —dijo tajante la tía Carmen.

El pequeño miró desilusionado a su hermano mayor.

—Pero siempre que se cae un diente…

—Esa clase de estupideces —interrumpió ella— no las tolera el Señor. El Ratón de los Dientes, bah. ¿Eusebio?

—Dígame, patrona.

—Tira el diente del nene.

Eusebio se acercó para recogerlo y el niño se lo entregó de muy mala gana.

—Pero —presionó de nuevo Alfonso.

—¡Pero nada! Y no vamos a decir una palabra más del asunto.

Maximiliano tocó el hombro de su hermano y le pidió que lo dejara. No valía la pena perturbar a su tía con esas nimiedades.

—Ven, Poncho. Vamos a jugar al jardín.

Tequila partió con ellos.

Su tía los observó con esa expresión endurecida en su rostro y, sin romper el contacto visual con ellos, le dijo a Eusebio:

—A partir de hoy los encierras en su cuarto cuando yo no esté en la casa.

—¿Señora? —dijo extrañado el ranchero.

—Es para su protección —continuó ella—, no quiero que nada les suceda en mi ausencia.

—Está bien, señora.

Carmen se levantó de la mesa y se llevó la mano a la sien: la cabeza empezaba a dolerle. Dio un par de instrucciones más a su ayudante y se marchó a la habitación sin despedirse de los niños.

Algo en su cuerpo la hizo sentir extraña. Un hormigueo que nació en la boca del estómago y se albergó en su entrepierna. No le gustó. Supo de inmediato hacia dónde la llevaría ese sentimiento físico, esa aberración que se anidaba en su ser de cuando en cuando y le despertaba pensamientos impuros.

No cedería. No más. No volvería a cometer la misma estupidez tres veces en su vida. Carmen arrojó el bastón sobre la cama y recordó que las únicas veces en que sucumbió a esas manifestaciones y necesidades fisiológicas algo muy trágico ocurrió en su vida. Primero murió su esposo. Después, con el paso de los años cuando intentó replicar ese placer carnal, su padre falleció. A partir de ese momento asoció el placer con la muerte. Optó por alejar esa sensación con un baño de agua helada y se encerró en su cuarto hasta el día siguiente.

Los chicos se prepararon para irse a la cama en cuanto se hizo de noche y Eusebio los escoltó hasta su dormitorio. Después de cambiarse, Alfonso comenzó a sentirse impaciente, nervioso, y se sujetaba la entrepierna con frecuencia.

—¿Qué tienes? —le preguntó Eusebio.

—Nada.

—¿Quieres ir al baño? —le preguntó Maximiliano.

—Sí.

—Pues ve y deja de agarrarte ahí —agregó su hermano.

—Anda, ve antes de dormir —dijo Eusebio sonriendo.

Maximiliano se iba a subir a su cama cuando lo detuvo Eusebio del brazo. Lo miró con esa expresión juguetona y alegre, de cómplice, que siempre mostraba hacia ellos. Los chicos realmente empezaban a apreciarlo, pues siempre estaba al pendiente de ellos. Él y Tequila, aunque la perra no pudiese entrar en la casa. El ranchero extendió el brazo con el puño cerrado y el chico observó intrigado. La palma de la mano se abrió y en su interior estaba el pequeño diente de Alfonso. Después le hizo una seña para que guardase silencio.

—¿Sabes qué hacer con él? —dijo Eusebio.

El chico asintió emocionado.

El ranchero sacó de la bolsa de su pantalón una moneda de plata y se la entregó. Maximiliano la agarró, sonrió conmovido y lo abrazó espontáneamente. Eusebio se quedó atónito, sin saber cómo responder al gesto del muchacho. Lo abrazó también y después lo miró acostarse.

—Listo —dijo Alfonso mientras entraba al cuarto y pasaba de largo hasta su cama.

—Buenas noches —dijo Eusebio y cerró con llave por fuera.

—Poncho, ven…, mira —dijo Maximiliano.

—¡Mi diente!

—Sí, Eusebio lo guardó para ti. Hay que ponerlo debajo de la almohada para el Ratoncito Pérez.

Alfonso, emocionado, lo colocó por debajo de la almohada como si se tratara de una reliquia antigua extremadamente frágil y decidió esperar despierto. Tenía toda la intención de ver cómo un pequeño roedor aparecía para dejarle dinero a cambio de su diente. Al poco tiempo cayó rendido.

Maximiliano se aseguró de que Alfonso estuviera profundamente dormido antes de acercarse. Luego sacó el diente, lo guardó en la bolsa de una chamarra y colocó la moneda de plata en su lugar sin que su hermano se diera cuenta. Regresó emocionado a su colchón, imaginando la cara que pondría Alfonso al descubrir la pieza plateada por la mañana.

Recuento de la tragedia

Era escasamente el mediodía cuando el vehículo de la policía del municipio de Tapalpa se estacionó junto a la plaza principal del centro. Hacía un día hermoso. El sol brillaba en las alturas y las nubes parecían dulces de algodón blanco. La gente caminaba de un lado a otro sin ninguna prisa y los puestos de comida y helados se preparaban para la llegada de los estudiantes que pronto saldrían de la escuela.

Esteban Rey bajó del coche, saludó a un par de transeúntes y entró a un bar llamado La Sacristía. Los equipales se hallaban inclinados contra las mesas y el suelo estaba húmedo. Saúl, agachado detrás de la barra, escuchó que alguien entraba por la puerta.

—Aún es temprano para tomar, vuelva en un rato.

El cantinero se levantó y sintió una punzada en el estómago al ver a Esteban. La sangre le subió al rostro, se quedó mudo y no pudo articular palabra para resarcirse. El oficial no se molestó con su amigo, caminó hasta la rocola y la enchufó. Esperó un momento a que el aparatejo encendiera. Toda una gama de colores emanaron desde su interior como si se tratase de una consola elegante y costosa de la NASA. Esteban seleccionó una canción y se acercó a la barra, cogió un taburete, lo bajó y se sentó.

“Wish You Were Here”, de Pink Floyd, empezó a sonar en las bocinas de la rocola. El oficial sacó un cigarrillo y lo encendió. Saúl se percató del gran parecido entre Esteban y su hermano David, y ahora que era consciente, no entendió cómo no pudo notarlo antes. El cantinero se echó el trapo rojo al hombro y apoyó las manos sobre la barra.

—¿Cuál es la historia de los Rey y el rock en inglés? —dijo sonriendo.

Esteban imitó el gesto de su amigo.

—Viene de familia, de nuestro padre, que en paz descanse, y esa música es como volver a ese lugar, con él y mi madre.

Saúl sacó dos vasos de cristal y los puso sobre la barra. Uno era tequilero y el otro más tradicional. Sirvió whisky para el oficial y tequila para él. Ambos brindaron y bebieron.

—Siento mucho lo de tu hermano.

—Yo también.

—No lo reconocí al principio, pero la verdad es que eran inmensamente parecidos. Los gestos, la forma de moverse, la manera en que fumaban cigarrillo tras cigarrillo. Hasta la maldita música que escuchaban. Esa noche pude notar que tu hermano estuvo a punto de dispararle a la rocola por tanta música de banda que habían programado Augusto y sus amigos.

Esteban sonrió nostálgico. Luego le dijo:

—Y lo habría hecho, así era él.

Hubo un momento de silencio y Saúl aprovechó para rellenar los vasos.

—¿Hablaste con él esa noche? —preguntó Esteban.

—¿Hablar? Más bien lo escuché toda la noche.

El oficial asintió para que prosiguiera con su historia.

—Tu hermano estaba muy perturbado, afligido. Algo le pasó en El Real. No sé bien qué, no fue muy claro con lo que dijo. Pero la mayoría de los habitantes sabe qué es lo que ocurre por allá.

—¿A qué te refieres?

—Habló de que las personas saben y no hacen nada al respecto —y respiró resignado—. El problema es que tu hermano nunca aclaró bien sus ideas y fue muy ambiguo. Todo me pareció sumamente extraño, como irreal, como si lo hubiera visto en un sueño, ¿sabes? Las palabras a medias, el miedo en sus ojos, y luego el tarado de Augusto y sus amigos envalentonados porque tú estabas en el hospital atendiendo el asunto del hijo de tus compadres.

—Ya —dijo, haciendo una pausa—. ¿Qué sabes tú de El Real?

—No mucho. Sé que está al norte del estado y es un lugar rodeado de bosque.

—¿Nunca lo has visitado?

—¡Qué va! Nunca he salido de Tapalpa en toda mi vida.

—Deberías salir más, un día este bar te va a matar.

Saúl se quedó pensativo por unos momentos, como perdido en algún recuerdo añejo.

—¿Recuerdas a la señora de la montaña?

La pregunta tomó por sorpresa a Esteban.

—La vieja Nahuala que vive en las faldas —agregó el cantinero.

—Ah, claro. La que te dice tu destino.

—Esa misma, ¿la conoces?

—No, jamás la he visto en mi vida. Sólo he escuchado historias que cuentan de ella.

—Creo que vivió en El Real muchos años de su vida, antes de mudarse y vivir en Tapalpa.

El oficial sintió que al fin había tenido un poco de suerte en la investigación de la muerte de su hermano.

—Deberías ir a visitarla —agregó Saúl—. Quizá sepa algo más sobre todo lo que habló David.

—Eso haré…

—¿Esteban?

—¿Sí?

—De verdad lo siento mucho.

—Gracias.

—No quiero ser imprudente… pero ¿cómo están los chicos?

—Eso es lo que más rabia me da. Lo perdieron todo por culpa de mi hermano y ahora me siento responsable de ellos, de su vida… y no sé qué debo hacer.

—Pero los llevaste con una tía, ¿no?

—Sí…, más bien es una prima hermana de su padre; tía segunda o algo así. Su madre tiene una hermana que vive en Estados Unidos pero no tuvimos forma de localizarla. Nadie sabe nada de ella desde hace un par de años. Se cambió de domicilio varias veces y le perdieron la pista. Pero bueno, están con familia y no en un orfanato, que es lo importante. Parecían contentos. Ella es una viuda bien acomodada que nunca tuvo hijos.

—Deberías presentarnos —dijo con una sonrisa.

—Vive en una hacienda en Tolvaneras, un terreno enorme al final del pueblo. El espacio es ideal para los chicos. Mucho jardín y espacio para jugar, a diferencia de la casa que tenían en Guadalajara… Ahora viven en la última casa en la montaña.

—Suena a película de terror.

El oficial dibujó una sonrisa, luego agregó:

—Creo que estarán bien, no lo sé. La señora Carmen es todo un enigma. Es seria, de carácter fuerte y religiosa. En el pueblo hay buenas referencias de ella, aunque dicen que es muy estricta y nada simpática. Ya veremos.

Esteban se levantó del taburete y agregó:

—Tendré que visitarlos de vez en cuando —y luego miró a Saúl—. Y a la Nahuala también.

—Por cierto —dijo Saúl poniendo un tono más severo—, cuídate de Augusto, no creo que vaya a dejar pasar la humillación que le hizo tu hermano.

—¿Crees? El problema fue con David y ya está muerto. Y para ser sincero no estoy de humor en este momento como para lidiar con los juegos de un muchacho idiota y prepotente.

—Lo sé, pero ya lo conoces. Lo peor que le pudo ocurrir fue que lo humillaran con el bar lleno de gente. No creo que lo deje pasar, cuídate las espaldas.

—No me preocupa, es tan sólo un cobarde al que le encanta hablar de más.

—De cualquier manera trataré de averiguar si trama algo en contra tuya.

—Gracias.

Esteban salió del bar rumbo a su casa. Quería pasar una tarde tranquila en compañía de su esposa y su hija y alejar todas las teorías que se estaban formando sobre la muerte de su hermano.

Clases de natación

Era sábado por la mañana y la nueva familia desayunaba en la terraza que daba a los jardines y el lago de la casa. Venteaba a hierba recién cortada y el ambiente se sentía fresco. El sol brillaba en lo más alto del firmamento y calentaba la fría casa desde el cielo, acompañado por trinos de pájaros y susurros de insectos. Sólo se escuchaban sonidos de la naturaleza en ese paisaje verde intenso, hermoso.

Maximiliano estaba terminando su almuerzo, mientras que su hermano apenas había probado el suyo.

—¿Qué te sucede, Alfonso? —le preguntó la tía Carmen.

El chico se encogió de hombros sin levantar la mirada.

—Pensé que era tu desayuno favorito —continuó.

El niño miró sus hot cakes y soltó el tenedor. No dejaba de pensar en que ésa no era la forma en que los preparaba su madre. Así no le gustaban, no le apetecían. Tardó un largo momento en opinar, pero finalmente se animó:

—Sí, es mi desayuno favorito pero extraño a mis papás.

Ninguna línea de expresión se movió en el rostro de su tía.

—Es normal que los añores —le dijo sin mirarlo—. Es tanto nuestro egoísmo queriendo que estén aquí con nosotros que olvidamos que están en el cielo con nuestro Señor, donde deben estar, a donde pertenecen, y a donde todos iremos tarde o temprano si nos portamos bien.

—Me hacen falta —agregó el pequeño.

Maximiliano puso la mano sobre la espalda de su hermano y comenzó a moverla en movimientos circulares para consolarlo. No le agradaba verlo triste.

—Por supuesto que te hacen falta —dijo ella sonriendo ampliamente—. Eres joven e inexperto y aún no logras comprender las maravillosas formas en que trabaja nuestro Señor. ¡Mírame!

Alfonso brincó de la silla.

—Yo, una vieja viuda sin familia y sin nadie que se preocupara por mí desde hacía años. Y ahora los tengo a ustedes, dos tesoros que llegaron a mi vida para hacerla completa. ¡Al fin tengo una familia! Y aunque es trágico que sus padres se hayan ido al cielo antes de tiempo, eso los trajo a mí, a mi lado, y por ello estaré siempre agradecida y dedicada al Señor. Y ustedes deberían estarlo también. Hay historias horribles, espantosas, de lo que sucede con los niños en los orfanatos y las casas de asistencia. ¿En dónde podrían estar mejor que aquí? En definitiva debemos agradecer todo lo que nos sucede, lo bueno y lo malo, aunque al principio creamos que es una experiencia negativa y amarga. Todo, todo en la vida, pasa por algo y presiento que su llegada a Tolvaneras…, su llegada aquí, conmigo, será algo que llevaremos con nosotros el resto de nuestra vida. Vamos, demos gracias al Señor.

Su tía los tomó de las manos y agradeció en nombre de los chicos todas las bendiciones con las que contaban en su vida. Después agregó:

—Vayan a jugar un rato.

Maximiliano, Alfonso y Tequila salieron corriendo al jardín. Jamás habían tenido tanto espacio y explorarlo los distraía lo suficiente para olvidar, por momentos, la muerte de sus padres. Descubrir cada uno de los rincones de la hacienda se traducía en una emoción incontenible que los entretenía horas y horas. En esta ocasión fijaron su atención en la pequeña isla en el centro del lago, la cual estaba conectada a tierra firme por unas delgadas y oxidadas vigas de metal.

La tía Carmen se levantó, agarró el bastón y recogió los platos para llevarlos a la cocina.

—¿Qué opinas? —dijo Maximiliano—. ¿Te animas?

Alfonso sonrió y puso la palma de la mano como visera para apreciar mejor el panorama. El trayecto hacia el islote era de seis metros y desconocían la profundidad del lago. No estaba convencido de querer hacerlo, pero sabía que cruzar por ese viejo e improvisado puente sería una gran aventura.

—Vamos —dijo Maximiliano y empujó a su hermano para que atravesara primero.

Las vigas eran estrechas y se encorvaban justo a la mitad del camino, rozando el agua verdosa. Unos alambres de cobre las unían en tres puntos diferentes, no estaban fijas al suelo en ninguna de las dos orillas. Alfonso trepó y de inmediato entendió que tendría que utilizar toda su habilidad y concentración para poder llegar hasta el otro extremo.

Su pie izquierdo avanzó y los tirantes de metal temblaron y se balancearon con pequeños movimientos de arriba abajo. Se detuvo de inmediato, asustado, y contuvo la respiración porque creyó que caería al agua. Los chicos no sabían que hasta Eusebio se angustiaba cuando cruzaba al otro lado de la isla; sólo lo hacía cuando era estrictamente necesario regar las plantas y los arbustos que ahí habitaban.

Alfonso vaciló. Su cuerpo se llenó de un hormigueo desconocido, saturado de adrenalina y miedo mientras movía el otro pie. Las vigas se sacudieron violentamente y perdió el equilibrio. Unas manos lo sujetaron por detrás.

—No te preocupes —dijo Maximiliano.

El pequeño se aferró a su hermano y respiró aliviado. Su seguridad aumentó al instante.

—Vamos, caminemos lentamente hasta llegar al otro lado —continuó Maximiliano—. Primero el pie izquierdo y luego el derecho. Despacito, sin prisa.

En poco tiempo llegaron a tierra firme dentro del pequeño e inexplorado islote. La tía Carmen los observó desde el jardín en todo momento y sintió orgullo de que trabajaran en equipo para ayudarse a cruzar. Tequila se acercó con una vieja pelota de tenis en el hocico y la dejó caer a un costado. La señora miró asqueada y disgustada mientras apartaba el juguete con el bastón. La perra movió la cola, pensando que la inexpresiva mujer jugaría con ella.

La isla era un pequeño paraíso independiente, lleno de flora y fauna de diferentes tipos. Los niños observaron con detenimiento cada una de las flores y arbustos. Un pequeño insecto llamó la atención de Alfonso. No medía más de ocho milímetros de largo y parecía una semiesfera brillante, una cúpula diminuta de color escarlata y puntos negros con patas y antenas cortas.

—¿Qué es eso? —preguntó asombrado mientras observaba al minúsculo bicho moteado caminar sobre una hoja.

—Es una catarina… —contestó su hermano con seguridad.

Alfonso rio para sus adentros por el nombre tan peculiar y se quedó ensimismado con el insecto. Estiró la mano y colocó el dedo índice en el trayecto del bicho para que trepase por él. Las diminutas patas caminaron sobre la punta y la catarina avanzó hasta la palma de su mano. El chico estaba maravillado, su color era de un carmesí intenso y los puntos tan negros como la noche más oscura.

Después de un momento se percató de que se había quedado solo en el islote. Maximiliano jugaba con Tequila y la pelota de tenis del otro lado del lago, junto a la tía Carmen. Alfonso, con extrema precaución y sutileza, dejó la catarina sobre la hoja de un arbusto y caminó hasta las vigas. Vio el paso por el puente y ya no le pareció de seis metros: eran al menos veinte. Su cara empezó a denotar la preocupación que le invadía como una marejada inesperada.

—¿Max? —gritó.

Su hermano alzó la vista e hizo señas para que caminara por los tirantes de metal. La tía Carmen miró a Maximiliano y luego observó a Alfonso. El niño la contempló por un momento y no pudo descifrar su expresión. No consiguió interpretar si quería ayudarle, o si le exigía que cruzara de una vez, o si de plano era mejor esperar algunos años para ser mayor y atravesar cuando fuera menos peligroso. Le perturbaba sobremanera la dureza inexpresiva de su tía.

—¿Max? —gritó consternado.

—Déjalo que cruce solo —le dijo la tía Carmen a Maximiliano y luego se volteó con el menor—. Vamos, nene, se hace tarde para ir a misa.

Alfonso puso el pie sobre las vigas y volvió a sentir esa descarga de adrenalina y miedo que se anidó en su estómago como un gran vacío. Con mucho cuidado deslizó el pie derecho sobre los tirantes de metal y luego el pie izquierdo. Trató de recordar los consejos de su hermano para cruzar sin problemas. Su respiración se entrecortó y, sin darse cuenta, llegó hasta la mitad del trayecto. Adelantó de más uno de sus pies y las vigas vibraron estrepitosamente. Subió la mirada en busca de su hermano.

—¡Max! —alcanzó a decir antes de caer al agua.

Maximiliano volteó y ya no vio a su hermano en el puente; había desaparecido. El lago se lo tragó en un instante.

La tía Carmen permaneció inmóvil. No se inmutó.

—¿Poncho? —dijo Maximiliano mientras dejaba caer la pelota de tenis sobre el pasto.

Su tía apretó las manos y sujetó con firmeza el bastón. De reojo observó a Maximiliano, quien corrió a ayudar a su hermano. Al pasar junto a ella lo paró en seco sujetándolo por la playera. La vieja tenía más fuerza de lo que aparentaba.

—No lo hagas —dijo ella en un susurro enfermizo—. Él solo se metió en esto, él solo sale del problema.

A Tequila le incomodó que la tía agarrara al muchacho y ladró impaciente. Entendía que algo no andaba bien.

—¡Pero no sabe nadar! —exclamó Maximiliano e intentó librarse del yugo de la mujer.

Una pequeña mano se asomó por encima del agua para hundirse de nuevo.

—¡Por favor! —imploró Maximiliano al darse cuenta de que su tía tenía la mirada perdida.

Alfonso alcanzó a vislumbrar las imágenes borrosas y acuosas de la superficie del lago y las vigas, pero le parecía imposible alcanzarlas. Su cuerpo se revolvió salvajemente, librando una batalla inútil contra el agua, que no lo sostenía. Su desesperación llegó al punto más alto cuando gastó toda su energía y oxígeno en vano. Se quedó inmóvil, flotando, alrededor de un líquido verdoso que lo envolvía como un manto de muerte que poco a poco lo arrastraba hacia el fondo.

Los segundos se alargaron y se hicieron minutos, le pareció que llevaba una eternidad bajo el agua. Toda la lucha que ejerció se convirtió en armonía y tranquilidad. El chico se hundía lentamente y lo aceptaba. No se iba a resistir, ya no iba a batallar más. El silencio a su alrededor lo llenó de una extraña paz y parpadeó para aparecer en otro lugar.

—¡Brinca! —escuchó a su madre decir.

—Tengo miedo —dijo Alfonso.

—Aquí estoy —continuó su madre—, no voy a permitir que nada te suceda. Yo te agarro.

Alfonso seguía descendiendo hacia la oscuridad.

—Vamos —dijo su madre con esa enorme sonrisa que lo hacía sentir seguro y amado.

El chico saltó desde el borde de la alberca hacia los brazos de su madre. Ella, después de un pequeño y divertido chapuzón, lo tomó en brazos.

—¿Ya ves? Te lo dije. ¿Qué te pasó?

Alfonso escupió un poco de agua y después sonrió.

—Quiero hacerlo de nuevo —y salió de la alberca para tirarse de nuevo donde lo esperaba su madre.

Alfonso acomodó los pies en el borde de la piscina.

—Recuerda —dijo su madre—, ¿cuál es la clave para nadar?

El niño enderezó la espalda y giró levemente la cabeza a un costado, recordando:

—Estar tranquilo y mover las manos y los pies al mismo tiempo.

Ella rio y Alfonso parpadeó de nuevo, tragando agua verdosa del fondo del lago. Lentamente empujó los pies adelante y atrás. Después movió los brazos de adentro hacia afuera. En cuestión de segundos se estabilizó y comenzó a ascender. El brillo de la superficie se acercó y logró sacar la cabeza para tomar una gran bocanada de aire antes de volver a hundirse.

Maximiliano vio a su hermano salir a flote por un segundo para luego desaparecer en las fauces del lago una vez más. Jaló con todas sus fuerzas para librarse del yugo opresor de su tía. Lo logró. Corrió hacia su hermano y sintió un golpe en el tobillo que lo hizo tropezar y caer. El chico gritó adolorido. El pie le quemó y empezó a dolerle como si se lo hubieran partido en dos. Echó un vistazo atrás y observó a su tía Carmen sujetar el bastón. ¿Acaso le había pegado con él? No estaba seguro. Intentó incorporarse y se derrumbó al instante. Tampoco pudo apoyar el pie derecho. Empezó a arrastrarse hacia el lago con Tequila ladrando de manera frenética junto a él.

Alfonso gritó bajo el agua y sus piernas se acalambraron. Creyó que ése era el final. Nadie vendría por él y ya no le quedaba fuerza suficiente para escapar de la laguna.

—Aquí estoy —dijo su madre.

Y sintió que lo tomó por la cintura y le ayudó a llegar hasta la superficie. Su mano logró asirse de una de las vigas y al salir inhaló la bocanada de aire más grande que jamás hubiese tomado en su vida. En cuanto recobró el sentido de ubicación miró el abismo: su madre sonreía mientras descendía hasta lo más profundo del agua verdosa. Volteó hacia los jardines y vio a su hermano reptar y a su tía Carmen correr tan rápido como el bastón se lo permitía.

No estaba seguro de cuánto tiempo pasó debajo del agua. La cabeza le daba vueltas y sintió los pulmones llenos de agua. Alfonso se sujetó con ambas manos de los tirantes de metal y los utilizó de guías para alcanzar la orilla del lago, donde ya lo esperaba su tía Carmen. Cuando salió del agua, Maximiliano lo alcanzó y lo abrazó con fuerza. Le preguntó unas doscientas veces si se encontraba bien. Alfonso no contestó, aún se sentía aturdido y desorientado.

—Por supuesto que está bien —dijo ella—. Él es un sobreviviente. ¿Y tú? El hermano mayor que ni siquiera puede correr a ayudarle. Prefieres jugar con la estúpida perra que socorrerlo en un momento de angustia.

—Pero yo… —inició Maximiliano.

—¡Cállate! —gritó tan fuerte que se escuchó por toda la hacienda—. ¡Suficiente con los pretextos! —dijo agarrando a Alfonso del brazo para separarlos—. La familia es lo primero y si no puedes estar para ella no vales nada como persona. Quédate aquí y pídele a nuestro Señor que te perdone por lo que dejaste de hacer hoy; seguramente el bondadoso de tu hermano también te perdonará a ti. Nos has decepcionado y espero que ese tobillo no se haya roto por estar con tus tonterías.

Las palabras de su tía entraron en su corazón como dagas ardientes que lo dejaron moribundo y confundido. No entendía qué era lo que había hecho mal y sintió pena de sí mismo. Empezó a llorar inconsolable porque supo en ese momento que ambos estaban a su merced, que ella estaba completamente loca y que sería capaz de cualquier cosa. Entre lágrimas y sollozos observó cómo alejaba a su hermano de él y los dos desaparecían por la puerta de entrada hacia la casa.

Tequila se acercó y le lamió el rostro, tratando de consolarlo. Maximiliano hundió su cara entre los brazos. El corazón le dolía más que el ardor del tobillo. Lo tomaron repentinamente por la cintura y lo levantaron del suelo.

—No pasa nada, Max. Todo va a estar bien —dijo Eusebio mientras lo cargaba hasta su dormitorio.

Fue una tarde callada y sin mucha actividad. La mudanza llegó con el resto de sus cosas y Eusebio colocó unas cajas en el cuarto de los muchachos y apiló los muebles en otra de las habitaciones. Después revisó con calma el tobillo de Maximiliano. Tenía esguince de primer grado, nada que un poco de descanso y una buena pomada antiinflamatoria no curaran en un par de semanas. Cuando acabó, encerró a los chicos en el dormitorio y se retiró para terminar con sus actividades en la hacienda. La señora Carmen llevaba más de tres horas encerrada en su alcoba y no saldría durante el resto de la noche.

La primera caja que abrieron fue la que contenía los muñecos de La Guerra de las Galaxias. Eran su más preciada colección, en especial para Alfonso. Tenían más de cuarenta figuras, todas con sus accesorios, y siempre jugaban con ellas para recrear las aventuras de las películas, con escenas corregidas y aumentadas. Estuvieron entretenidos un rato y, cuando estaban a punto de aventar a Luke Skywalker dentro de la Boca de la Muerte, apareció una chica junto a la ventana, por fuera de la habitación. Los muchachos se miraron asombrados.

—¡Hola! —saludó sonriente.

Ninguno contestó.

¿Quién era ella y por qué estaba en la hacienda? ¿Qué haría su tía con ellos si llegara a descubrirla? ¿Cómo supo cuál era su recámara? Esas y muchas preguntas más les pasearon por la cabeza. Maximiliano la observó y su cara se le hizo conocida: el cabello largo, negro, y esos lentes de pasta para leer. La chica se sentó en el descanso de la ventana, que parecía haber sido construido para recibir visitas por fuera, ya que los separaba una reja gruesa de hierro.

—Eres la chica de la escuela —dijo Maximiliano apenas audible.

Mariana sonrió mientras Alfonso la miraba intrigado.

—Sí —continuó Maximiliano—, la que se pasa todo el recreo leyendo.

—¿Quién lee en el recreo? —preguntó Alfonso—. ¿Estabas castigada y por eso tenías que leer tanto?

La chica soltó una carcajada y luego contestó:

—Claro que no. Leo porque me gusta.

Los hermanos se observaron con una mirada reprobatoria.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Alfonso.

—Mariana —y luego agregó con orgullo y alegría—: Tú eres Poncho y él es tu hermano mayor, Max.

Se asombraron de que supiera sus nombres.

—Debo agregar que son bastante populares en la escuela, ¿eh? Esa paliza que les dieron a Cristian y a sus amigos…, bastante impresionante, debo decir.

Alfonso sacó el pecho como si lo estuvieran felicitando. Maximiliano se encogió de hombros. Mariana notó el vendaje en su tobillo.

—¿Estás bien? —dijo mientras señalaba.

Los hermanos se miraron sin estar seguros de qué debían contestar.

—Sí —dijo después de un momento—. Me torcí el pie jugando en el jardín.

Mariana lo dejó pasar, no le dio mucha importancia. Luego cruzó los brazos y las piernas y se puso más seria:

—He notado que no hablan con nadie en la escuela y que no tienen amigos. Siempre juegan solos. Claro, se tienen el uno al otro, como yo tengo a mis libros. Por eso he querido conocerlos, porque pienso que tenemos más cosas en común de las que se imaginan.

—Pero tú eres una niña —dijo Alfonso.

—¿Y eso qué tiene que ver? —repuso Mariana.

—No tienes pipí.

Mariana se sonrojó y se quedó callada. No supo qué decirle al pequeño. Su hermano le dio un golpe en la espalda por imprudente.

—Pues es verdad que no tengo pipí —dijo riendo—. Y tampoco tengo muchos amigos, pero tengo justamente espacio para dos más. ¿Qué les parece? ¿Les late?

Ambos se encogieron de hombros.

—Voy a tomar eso como un sí —dijo Mariana sonriendo—. ¿A qué jugaban antes de que llegara?

El interés era genuino.

—Jugábamos a La Guerra de las Galaxias.

—Ah, muy bien —dijo algo perdida—. ¿Y qué hay en todas esas cajas?

—Llegaron hoy —dijo Alfonso—. Son de la casa donde vivíamos con nuestros papás.

La chica sintió pena por ellos, y por un momento recordó lo que sintió cuando su madre desapareció de su vida. Sacudió esa sensación y trató de ocultarla. Ninguno de los muchachos alcanzó a percibir la tristeza en su mirada y entonces tomó la decisión de ayudarles a salir adelante e impedir que tuvieran que crecer tan rápido, como le sucedió a ella. Miró a todos lados, observando cada una de las diferentes cajas de color café, hasta que sus ojos oscuros se posaron sobre una en particular.

—Abran ésa —dijo señalando la que tenía escrito con marcador negro “Estéreo y LP”.

Los niños movieron la caja y la abrieron sin ningún cuidado. De su interior brotó una gran colección de discos de vinilo y dejó entrever un tocadiscos blanco, marca Sony, con un pequeño compartimiento para casetes de cinta magnética. También había un par de bocinas de cuarenta centímetros de altura. Ésa era la colección que sus padres habían logrado atesorar durante trece años.

Los muchachos armaron la consola siguiendo las instrucciones de Mariana, las cuales eran claras, precisas y sencillas. Después colocaron el tocadiscos en una de las esquinas y pusieron los cables.

—Muy bien, Max —dijo ella emocionada—, es importante que revises la aguja para asegurarnos de que no tenga pelusa en exceso. ¿Sabes de qué hablo?

El chico asintió. Durante años había visto a su padre realizar ese procedimiento. Se puso de rodillas y observó. Notó la bola de pelillo en la punta metálica y la retiró con mucha cautela. Se sintió orgulloso de su pequeño logro al terminar.

—Pásenme los discos. Veamos qué joyas tiene su colección.

Alfonso recogió gran parte de los vinilos esparcidos por el suelo y se los entregó a Mariana. La recopilación era tan variada y ecléctica que incluía artistas como The Beatles, Miguel Bosé, Amanda Miguel, José José, Rocío Durcal, Cri-Cri, Chiquitete, Dulce, Dyango, Cepillín y algunas bandas sonoras como las de Romeo y Julieta, de Franco Zeffirelli y Calles de Fuego, de Walter Hill.

—Tiene que escoger uno de ustedes, hay mucha variedad y no sé por dónde empezar… Poncho, di un número del uno al diez.

—Siete —contestó sin titubear.

Mariana agarró los primeros diez discos al azar y contó hasta siete. De la selección sacó un paquete de cartón que contenía una carátula negra con grandes letras rojas y la fotografía de un joven. Tomó el vinilo y removió el papel celofán que lo cubría. Tomándolo de las orillas se lo entregó a Alfonso.

—No lo vayas a agarrar del centro, dáselo así a tu hermano.

El pequeño caminó hasta Maximiliano como si cargara una pieza delicada y costosa que estaba a punto de romperse. Sintió alivio cuando se lo quitaron de las manos.

—¿Sabes cómo ponerlo? —dijo Mariana por fuera de la ventana.

Maximiliano asintió y colocó el disco sobre el plato. Después apretó el botón de encendido de la fuente de poder y accionó una pequeña palanca que hizo girar el centro. Como si fuera un experto cirujano, situó la aguja en el lugar indicado, y se escuchó un chasquido y un poco de estática. En cuanto inició la canción, el chico fue transportado a un recuerdo que hacía años no visitaba. “Yo soy aquél”, del cantante español Raphael, cobró vida a través de los altavoces en la recámara.

Recordó a su padre en el patio de la antigua casa, en Guadalajara, sentado en una silla de aluminio grisáceo y apoyado sobre una mesa de cristal transparente. Maximiliano siempre había tenido la curiosidad de saber qué era lo que su padre hacía todos los sábados por la mañana pero, hasta ese día, nunca se le había ocurrido investigarlo. Llegó de manera sigilosa hasta el borde del vidrio y se puso de puntitas para alcanzar a ver. La misma canción se escuchaba de fondo en aquel momento.

Su padre lo observó y jugó a hacerse el desentendido. Quería saber qué tramaba su primogénito. El pequeño analizó meticulosamente todos los artículos sobre la superficie translúcida que acapararon su atención: una libreta de papel amarillo, un par de bolígrafos de tinta azul, una taza blanca con café negro, aún humeando, y un plato con galletas de vainilla y chispas de chocolate.

—¿Qué haces, papá?

—Escribo una novela —dijo tomándolo en brazos para sentarlo en sus piernas.

Maximiliano miró la libreta y descubrió muchas palabras escritas en secuencia con una caligrafía hermosa, muy estilizada. El pequeño frunció el ceño frustrado, para él eran todos simples garabatos sin sentido. Estiró su brazo para tomar una de las galletas.

—¿Qué es una novela? —le preguntó mientras mordía la galleta.

—Una novela es como un cuento, una historia donde suceden muchas cosas extraordinarias y grandes aventuras.

Maximiliano abrió los ojos asombrado.

—¿De qué trata?

—En esta ocasión narro las aventuras de un detective que resuelve grandes misterios y pelea contra villanos desalmados. Podría gustarte mucho, tiene mucha acción.

El chico sonrió emocionado.

—El protagonista —continuó su padre—, investiga casos únicos y particulares. Siempre se anda metiendo en las peores situaciones, de esas que parecen no tener solución. Pero al final, gracias a su astucia e inteligencia, logra vencer a los malos.

—¡Wow! —exclamó el pequeño—. Eso está padrísimo.

—¿Y sabes cómo se llama el detective?

—No.

—Maximiliano.

—¿Se llama como yo?

—No, Max, eres tú —y sonrieron juntos.

El muchacho regresó al dormitorio de la vieja hacienda y sintió nostalgia al abandonar a su padre. No pudo contenerse: bajó la mirada y empezó a llorar. No se percató hasta ese momento de lo mucho que lo extrañaba, en especial la forma en que lo cargaba cuando estaba cansado y la manera tan peculiar de abrazarlo cuando le quería demostrar afecto. Había pasado tanto tiempo desde aquel día que no se dio cuenta de que era uno de los mejores recuerdos que tenía de él. Un momento simple que nadie más conocía; tan sólo un instante que compartieron por el simple hecho de estar vivos y les perteneció a los dos.

Alfonso llegó por detrás y lo abrazó.

—Me gusta mucho esa canción —dijo Maximiliano con la voz entrecortada—. Me recuerda a mi papá.

Su hermano lo apretó con fuerza.

—Es la magia de la música, Max —dijo Mariana—. Nos puede transportar a mejores lugares de aquellos en donde nos encontramos. Igual sucede con los libros. Son un escape que nos permite conocer mundos inimaginables, hermosos y llenos de fieles amigos que entienden nuestra vida y nuestro dolor.

Maximiliano sonrió y en ese momento los tres se dieron cuenta de que serían amigos por el resto de su vida. Compartirían historias, decepciones, anhelos y secretos.