El zorro feliz

Vi a muchos heridos tranquilos y silenciosos. Quizá se conformaban con su suerte, o quizá se habían rendido, y dejaban que la vida, o la muerte, siguiera su curso como si ellos ya no tuvieran ni voz ni voto. Éste no era mi caso. Yo estaba enfadada, mi cuerpo se había convertido en mi enemigo, y mi mente hervía de indignación. No podía soportar aquel dolor tan intenso e interminable, pero quizá llevaba aún peor la rabia que se me comía y que yo concentraba en una pregunta que no me abandonaba nunca: «¿Por qué me ha tocado a mí?» De la noche a la mañana, dejé de mirar el futuro con esperanza.

Mi madre me contaba cuentos y me cantaba canciones para distraerme y calmarme, porque aquella desesperación mía le rompía el corazón.

—Venga, preciosa, ¿no quieres oír la historia del zorro y el lobo? —intentaba mi madre.

A menudo funcionaba, yo dejaba de sollozar en seguida y poco a poco me sentía transportada a aquel mundo en el que siempre ganaban los buenos. Todos los cuentos me encantaban, pero sobre todo los de animales, con aquellos lobos tan memos y aquellos zorros tramposos y listos que siempre les tomaban el pelo. Mi madre me secaba las lágrimas y aprovechaba para acariciarme mientras empezaba:

—Érase una vez un zorro que no encontraba nada para cazar. Estaba muerto de hambre, y cuanta más hambre tenía, más se enfadaba. Caminando caminando, entró en un huerto muy grande y vio que estaba lleno de árboles frutales. Había manzanas, granadas, ciruelas...

Yo lo miraba con ojos extasiados y me venía el dulzor a la boca.

—... melocotones, albaricoques, cerezas..., de todo. Rabiaba tanto de hambre que empezó a golpear los troncos de los árboles con sus patas.

«Golpea los árboles con fuerza, ¡vamos!», pensaba ansiosa, identificada por completo con el protagonista.

—Cogió impulso y... listo. Cuando, al cabo de unas horas, llegó el campesino, vio que alguien había hecho caer toda la fruta y que estaba entonces pudriéndose en el suelo. «¿Quién ha sido?», se preguntaba.

Mi madre ponía voz de hombre enfadado, y me hacía reír, «¡ay!». Y así el cuento seguía, e íbamos conociendo las astucias del zorro, que más tarde embaucaba, como era habitual, a un lobo que también rondaba por allí. Ya conocía el hilo de la historia, pero mi madre bordaba en él todos los días nuevos detalles que me mantenían en vilo y llena de emoción. Ella lo hacía porque era una gran narradora (a menudo notábamos que se hacía el silencio en la sala, y nos dábamos cuenta de que todos los enfermos y familiares se habían sumado como público), y también porque temía el momento del «colorín, colorado, este cuento se ha acabado». Yo siempre lloraba cuando se terminaba un cuento, y mi madre se había convertido en una experta en alargar, variar, subordinar historias..., porque así llenábamos las horas y, con un poco de suerte, me dormía mientras hablaba y podía ahorrarse el final.

Mi madre había aprendido el arte de narrar cuentos de niña, cuando se quedó huérfana y tuvo que irse a vivir con su hermana mayor y su extensa familia. Ella trabajaba como una mula en la casa: en la cocina, limpiando o cuidando a sus sobrinos, pero tenía el privilegio de escuchar los cuentos, las poesías y las canciones que la suegra de su hermana les contaba a los niños. En aquella época en que no había televisores en las casas y la mayoría de la gente no sabía leer, era habitual que las abuelas dedicasen mucho tiempo a contar historias y a recitar poesías que los niños aprendían de memoria, como hice yo también en el hospital.

No todas las historias eran tan naífs como la del zorro y el lobo. Muchas de ellas eran patrióticas, inventadas por personas que habían tenido que huir del país y lo echaban de menos; y también eran habituales las que hablaban de amores desgraciados. Unas tragedias terribles en las que los enamorados hablaban en verso, y que nos hacían llorar a lágrima viva. Gustaban a todo el mundo: nos sabíamos trozos de memoria, cantábamos todas las canciones y seguíamos las aventuras que contaban como si fueran una película de cine.

Mi madre era una narradora extraordinaria, pero tarde o temprano, si no me dormía, los cuentos o las fuerzas se acababan, y yo salía de la piel del zorro astuto y volvía a ser una niña postrada en una cama.

—¡Quiero jugar, mamá! ¡Quiero una muñeca! —le decía con rabia de vez en cuando.

Tan sólo unos meses atrás, aún tenía la Muñeca Bailarina. Me la había hecho mi padre y era de madera, de aquellas que suben los brazos y las piernas si tiras del cordel hacia abajo. Y, aún un poco antes, cuando la vida era normal y dormíamos siempre en la misma cama temiendo únicamente a los fantasmas y a los monstruos inexistentes en vez de a las bombas y a las metralletas reales, tenía muchísimas más cosas. Los amigos de mi padre que viajaban a Rusia —era el súmmum del prestigio— siempre volvían con regalos para Zelmai y para mí. Recuerdo especialmente una vez que trajeron un kalashnikov de mentira para mi hermano y, para mí, una muñeca muy grande que cerraba los ojos si la acostaba. Me parecía cosa de magia, y no paraba de acostarla y levantarla, acostarla y levantarla... Y Zelmai la mataba una y otra vez con su arma nueva.

La abundancia había ido terminándose poco a poco, a medida que la violencia iba creciendo a nuestro alrededor. La escuela, el trabajo, las tiendas, las partidas de los viernes, los juguetes..., lo fuimos perdiendo todo. Cuando oíamos el estruendo de las bombas y los disparos cerca y teníamos que huir precipitadamente de casa hasta que la situación se calmara, mi madre intentaba coger algunas sábanas y un poco de comida, y mi padre se inquietaba y le decía que se diera prisa porque no había tiempo que perder. Yo, mientras, sólo pensaba en una cosa: en coger la Muñeca Bailarina.

Pero la Muñeca Bailarina también se perdió.