Lo primero que vi al despertar fueron los ojos asustados de mi madre, oscuros como nunca en un marco de arrugas y ojeras que no le había visto hasta aquel día.
—¡Mmmm... amm...!
¿Qué me había pasado? ¿Por qué me dolía tanto la boca y no se entendía lo que decía? ¿Dónde estaba? Moví la cabeza con dificultad para mirar a mi alrededor: estaba echada en un colchón en el suelo, junto a otros muchos colchones ocupados por niños y niñas, en lo que parecía un pasillo largo más que una habitación normal. Parecía un hospital, pero ¿qué hacía yo allí? Estaba aterrorizada, no podía hacer preguntas porque mi cuerpo no me respondía. Y de los ojos de mi madre, fijos en mí, empezaban a correr ríos de lágrimas.
Se respiraba un olor fuerte y espeso, mezcla de comida, de medicamentos, de sangre y de sudor. Desde donde yo estaba, podía ver unas pequeñas ventanas con Gradulux en el techo. Los sonidos también se pegaban en el aire cargado: gemidos, conversaciones y plegarias murmuradas con voz grave, que yo oía sólo a medias, con el oído izquierdo. Me palpé la otra oreja: la tenía completamente vendada y me dolía muchísimo con el más mínimo roce. Dejé caer la mano sobre la cama. Y yo también noté cómo los ojos se me anegaban en lágrimas. De puro dolor.
Mi madre no dejaba de darme besos, e iba dando gracias a Dios con una sonrisa interrumpida por sollozos. Algunas mujeres, familiares de otros enfermos, venían a verme, abrazaban a mi madre y lloraban de emoción con ella, pidiendo que todos pudiéramos curarnos y que se acabara la guerra de una vez.
«Guerra.» «Hospital.» «Un dolor constante.» «Curarse.» Aquellas palabras iban entrelazándose en mi cabeza, que parecía que quisiera estallar.
Mi madre no se calmó hasta que no se disolvió aquel remolino de gente que reía y lloraba a mi alrededor. Entonces me explicó lo que me había pasado: había caído una bomba en casa cuando nadie se lo esperaba, justo donde estaba yo. Las quemaduras que tenía por todo el cuerpo eran tan graves que había estado seis meses en coma. Me contó que ella me había velado día y noche, y había tenido que soportar que los médicos y las enfermeras le dijeran que abandonase toda esperanza, y que tuvo que batallar para que me dieran algún medicamento. También me dijo que unos compañeros de mi padre habían conseguido traer de la India un remedio que no podía encontrarse en nuestro país, y que ella también me había puesto cataplasmas que preparaba con hierbas, con la esperanza de que las heridas se me cerraran. Y, Alá sea alabado, habían funcionado.
—Todos me decían que no se podía hacer nada, que estabas muy mal. Pero yo siempre, siempre supe que saldrías de ésta, Nadia.
Mi madre sacaba todo lo que había guardado en su interior durante tanto tiempo, pero yo escuchaba sus explicaciones a medias, pues eran más intensas de lo que podía soportar. Además, yo estaba obsesionada con tocarme el cuerpo para comprobar que aún seguía todo en su sitio. Me concentraba en reunir fuerzas para ir moviéndome, pasito a pasito. Cualquier gesto era difícil, por el dolor y porque lo tenía casi todo vendado, pero tenía todo el tiempo del mundo.
Aquel día empecé a hacer el recuento de pérdidas. Supe que tenía quemaduras graves en la cabeza, la cara, los brazos, las manos y las piernas. Pero lo peor llegó dos días más tarde, cuando conseguí que me dejasen un espejito. La visión de mi propia cara y de la oreja izquierda, deshechas por el fuego, me dejaron, primero, perpleja, porque no me reconocía, y después, hundida.
De repente, estaba atrapada en una pesadilla, y los recuerdos de los juegos en el patio con Zelmai, la fuente de nuestro jardín, las cerezas de la escuela, pasaron a formar parte de otro siglo, de otro mundo. Sólo tenía nueve años, pero ya se me había acabado el tiempo de vivir la infancia. Estar en aquel hospital pobre y sórdido, lleno de caras contraídas por el sufrimiento, de alaridos que nos indicaban que alguien había muerto..., era como haber caído en un agujero terrorífico.
De vez en cuando me ponía triste por cosas banales. Recordaba la carne, los pastelitos, el arroz de verdad... ¡Cómo echaba de menos la comida normal! Mientras estuve en el hospital, como las quemaduras me impedían abrir bien la boca, y masticar era demasiado doloroso, mi madre me alimentó como si fuera un bebé: con una cucharilla iba dándome leche, papillas, sopa de arroz muy líquida... En ocasiones me reconfortaba y me hacía sentir protegida. Otras veces me torturaba el recuerdo de la dureza de las avellanas que estallaban entre las muelas, el «crec-crec» de las galletas, la sensación de masticar un trozo de estofado y que la boca se me inundase del sabor de la carne y las verduras que tan bien preparaba mi madre.
Sin embargo, lo peor no era la comida, sino los silencios y los misterios que empezaron a aparecer. Las cosas que no entendía. La vida que ya no reconocía.
Aquel día que desperté en el hospital, y que para mi madre fue uno de los más felices de su vida, yo entré en el infierno. Mi cuerpo menudo y ágil de niña se había convertido en una carcasa que me costaría casi veinte años no ya quererlo, sino simplemente poder mirarlo sin echarme a llorar.