1

PRIMEROS RECUERDOS

 

 

 

 

Nací en Bucarest, el 9 de marzo de 1907. Mi hermano Nicolas era un año mayor que yo. Mi hermana Corina nació cuatro años después. Mi padre era de Tucci, en Moldavia, y su apellido auténtico, antes de cambiarlo por el de Eliade, era Ieremia. A lo largo de mis estudios en el colegio utilicé un diccionario francés-rumano que le había pertenecido y en el que estaba escrito su apellido de entonces: Gheorghe Ieremia. Era el mayor de cuatro hermanos, y Constantino, su hermano pequeño, era oficial, igual que él. Había estudiado en la Escuela Superior del Ejército y llegó a ser oficial de Estado Mayor, y hasta general de división, mientras que mi padre, más moderado o menos hábil, nunca superó el grado de capitán. El más joven de sus hermanos, Pavel, debió de hacer algunos trapicheos sobre los que la familia prefería guardar silencio, pero terminó trabajando en ferrocarriles. La última vez que oí hablar de él era jefe de estación. Rara vez tuve la ocasión de verle; era moreno, igual que mi padre, pero no se le había caído el pelo y tenía más prestancia.

Su única hermana murió poco después de haberse casado con un maestro. Lo ignoro todo sobre ella. Solo recuerdo que un día, hacia 1919 o 1920, un joven un poco torpe y con una cabellera color rubio estopa vino a visitarnos a la strada Melodiei, donde vivíamos en aquella época. Llevaba el uniforme verde de la Escuela de Montes y mi padre nos lo presentó como nuestro primo Cesar Cristea, el hijo de su hermana. Era un apasionado de la literatura, hablaba con facilidad y distinción y escribía versos. Desde el principio me gustó.

Mi tío el general vivía en Bucarest, en un apartamento grande y lujoso, en el bulevar P. Protopopesco. Su mujer, la tía Heraclia, una rica heredera originaria de Galatz, le había dado dos hijos. Mi tío era rubio, un poco más bajo que mi padre, arrogante y vestía con elegancia. Le encontraba yo incluso cierta coquetería, a juzgar por el discreto perfume de colonia que emanaba de su persona. Mi más lejano recuerdo es la imagen de un oficial un poco rechoncho, que tenía la costumbre de acariciar y retorcer su bigote, y que interrumpía con una risa brusca frases pronunciadas con una voz un tanto gutural.

Nunca supe exactamente por qué razón mi padre y el tío Constantino habían decidido cambiar su apellido Ieremia por Eliade, ni por qué el otro hermano había renunciado a hacerlo y se siguió llamando Pavel Ieremia. Mi padre pretendía que lo habían hecho por admiración hacia Eliade Radulesco, el gran escritor del siglo XIX. Era yo todavía muy joven cuando estuvo por última vez con mis abuelos en su casa de Tecuci, y nunca pude saber si ese cambio de apellido les afectó o no. Todavía recuerdo muy bien a mis abuelos y su casa. Mi abuelo era alto y delgado, muy robusto, canoso. Yo le acompañaba todas las tardes al café, donde jugaba su partida de tric-trac; tenía derecho a mermelada y a lukums y, cuando ganaba, me invitaba a una ración suplementaria. Por la tarde volvíamos a casa por la calle principal.

Debía de tener cinco o seis años cuando una tarde, volviendo a casa cogido de la mano de mi abuelo, vi entre las faldas y los pantalones que se movían a mi alrededor a una niña de mi edad cogida ella también de la mano de su abuelo. Nos miramos intensamente a los ojos. Y cuando nos cruzamos, me volví para seguir mirándola. Ella también se había dado la vuelta y estaba allí, inmóvil. Pasaron así algunos instantes y después nuestros respectivos abuelos nos tiraron de la mano para hacernos andar. Yo estaba trastornado, sin saber la razón, y lo que acababa de ocurrirme era a la vez maravilloso y decisivo. Esa misma tarde descubrí que bastaba evocar la imagen de esa niña apenas entrevista para sentirme deslizar a un estado de beatitud jamás experimentado hasta entonces, y que podía prolongar a mi antojo. En los meses que siguieron evoqué la agradable imagen varias veces al día, sobre todo en el momento de dormirme. Una especie de escalofrío ardiente subía a lo largo de mi cuerpo, invadiéndome por completo, mientras que todo el mundo a mi alrededor se desvanecía. Mi cuerpo no era sino un suspiro, cuya maravillosa irrealidad parecía durar siempre. Durante años, la imagen de la niña que percibí apenas en aquella calle fue el talismán tan solo conocido por mí gracias al cual podía, a mi antojo, encontrar el refugio de un instante incomparable. Todavía hoy recuerdo el rostro de la niña; nunca hasta entonces había visto ojos tan grandes como los suyos, ojos oscuros e inmensos. Tenía la tez a la vez mate y pálida y los rizos de pelo negro, que le caían hasta los hombros, resaltaban su blancura. Iba vestida como las niñas de la época. La moda hacia 1911 o 1912 era ponerles una blusa azul marino y una falda roja. Necesité mucho tiempo para no sobresaltarme cuando veía en la calle estos dos colores juntos.

Aquel mismo año tuve que permanecer todo un mes en Tecuci. Durante los paseos con el abuelo, esperaba que apareciera otra vez a la vuelta de una calle la falda roja. Pero nunca la volví a ver.

Casi todos los recuerdos que guardo de mi abuela son de otra estancia en Tecuci, en el verano de 1919. Tenía entonces doce años y leía mucho. Pasaba horas enteras al lado de la ventana con un libro apoyado en las rodillas. Mi abuela, cuando venía a mi habitación, me pedía que leyera en voz alta, con el fin de disfrutar ella también de la lectura de mi libro. Por mucho que le dijera que, escuchando trozos separados sin nada que ver entre ellos, no comprendería nada de la acción, ella insistía siempre. Me dijo que mi tío Constantino lo hacía. En efecto, le leía en voz alta pasajes enteros, aunque tuviera entre sus manos libros de física o química. Tuve que decidirme a hacer lo mismo. Recuerdo haberle leído páginas del Viaje de un rumano a la luna, del que he olvidado hace tiempo el nombre del autor, y también un libro escrito por la reina María, Ilderim.

Mi abuela era menuda, con el pelo gris tirante en las sienes y ojos azul pálido. Aquel verano de 1919 vi por última vez a mis abuelos. Nunca tuve la oportunidad de volver a Tecuci, y mis «abuelos de Moldavia», como se les llamaba, se extinguieron ambos algunos años después. Mi abuelo debía de tener entonces noventa años.

 

 

Nací en Bucarest, pero el mismo año de mi nacimiento trasladaron a mi padre de guarnición y nos fuimos con él a Ramnic. Allí es donde se sitúan mis primeros recuerdos. Vivíamos en una casa con numerosas habitaciones. Recuerdo que había acacias bajo las ventanas. Detrás de la casa se encontraba el patio y un huerto, que me parecía inmenso por los albaricoqueros, los ciruelos, los membrilleros. Mi recuerdo más antiguo es de la época en que apenas tenía tres años. Me veo revolcándome con mi hermano por la hierba en compañía de un gran perro blanco llamado Picú. A nuestro lado, sentada en un taburete, mi madre charlando con la vecina. A este primer recuerdo le sigue otro. Era por la tarde. Estábamos en el andén de la estación esperando a una tía que llegaba de Bucarest. Había mucha gente. Me habían dado un cruasán, que sostenía en la mano y que no me atrevía a comer de lo enorme y prodigioso que me parecía. Lo contemplaba orgulloso, lo exhibía y esgrimía como un trofeo. Al entrar el tren en la estación, nuestro pequeño grupo se agitó y me quedé solo un instante. Apareció entonces delante de mí, surgido de no sé dónde, un niño de cinco o seis años. Me arrancó el cruasán, me miró un instante sonriendo, le dio un mordisco y desapareció entre la gente. Mi sorpresa fue tal que permanecí parado en el sitio, con la boca abierta, horrorizado por esa astucia y esa audacia cuyo poder acababa de revelárseme.

Otro recuerdo de mis primeros años son los paseos a caballo por los bosques y viñedos de los alrededores de Ramnic. Cuando el coche se paraba al borde de un camino, a la sombra de árboles cargados de frutos, me subía al asiento para coger ciruelas. Andando un día a cuatro patas por la hierba del bosque, vi un lagarto azul verdoso brillante, y pasamos el lagarto y yo largo rato inmóviles ambos, mirándonos. No sentía ningún miedo, y sin embargo mi corazón latía a toda velocidad, tal era mi alegría al haber descubierto un animal tan extraño y desconocido, de belleza tan misteriosa.

Recuerdo aquel mediodía de verano cuando todo dormía en la casa. Había salido de la habitación, que compartía con mi hermano, a cuatro patas, para no hacer ruido, y me dirigí al salón. Era una habitación que conocíamos poco, ya que no teníamos acceso a ella más que en raras ocasiones, los días de fiesta, cuando mis padres recibían a amigos. Incluso la puerta estaba casi siempre cerrada con llave; pero aquel día, excepcionalmente, se había quedado abierta. Entré a gatas en el salón, y la emoción que sentí entonces me dejó clavado en el sitio. Me encontré trasladado a un palacio de leyenda. Las persianas estaban bajadas y las pesadas cortinas de terciopelo verde dejaban filtrar una luz pálida de color esmeralda, irisada y casi sobrenatural. Tenía la impresión de encontrarme en el interior de una uva gigantesca. Permanecí así un rato, inmóvil en medio del salón, conteniendo la respiración. Volví otra vez en mí y me puse a gatear en la alfombra, dando vueltas alrededor de los muebles, devorando con los ojos todas las maravillas que me rodeaban: veladores gráciles, estanterías llenas de bibelots, de estatuillas, de piezas de cristal y pequeñas cajas de plata. Me fascinaban los espejos venecianos, que, como capas de agua límpida y profunda, reflejaban mi imagen, pero agrandándola, embelleciéndola, ennobleciéndola sobre todo, dándole una aureola que parecía llegar de otro mundo.

No le hablé a nadie de mi descubrimiento: además, me habrían faltado palabras. Si hubiera tenido el vocabulario de un adulto, habría evocado la revelación de un misterio. De igual forma que lo hacía con aquella niña entrevista en un paseo, podía voluntariamente rememorar esa magia verde. Inmóvil y conteniendo el aliento, recobraba mi felicidad de entonces y revivía con la misma intensidad el instante mágico de mi irrupción en ese paraíso bañado por una luz sin igual. He practicado durante años este tipo de ejercicios, que consistían en hacer renacer en mí un instante privilegiado, y siempre he logrado recobrar su plenitud inicial. Me deslizaba, aboliendo toda duración, en esos instantes de eternidad recuperada. Durante mis últimos años de instituto, en mis esfuerzos por superar crisis interminables de melancolía, solía aún refugiarme en la luz de oro verde de aquella tarde vivida en Ramnic muchos años antes. Recobraba la misma placidez, pero ahora se me había vuelto insoportable y no hacía sino aumentar mi tristeza, ya que por entonces sabía que el mundo del que formaba parte el salón y las cortinas de terciopelo verde, y la alfombra en la que gateaba, y esa luz sin igual, era un mundo perdido para siempre.

 

 

En 1912, mi padre tuvo que cambiar otra vez de guarnición y la familia fue a instalarse a Cernavoda. Era verano, y recuerdo el sol clavando sus rayos en las orillas del Danubio y en las colinas color almagre, salpicadas de majuelo y de otras flores blancas menudas con los pétalos agostados. Al principio de nuestra estancia, la familia se alojó durante algunos meses en un pabellón situado en el recinto del cuartel. Era el único sitio de la ciudad donde crecía otra cosa además de acacias. Me veo entonces dando volteretas bajo los pinos reales y los abetos. También recuerdo los grandes parterres redondos sembrados de flores azules. Conservo la impresión de que el jardín del cuartel era el único sitio en Cernavoda en el que había un poco de sombra, ya que la ciudad estaba abrasada por el sol.

Un poco después nos instalamos en una casa en la ladera de una colina. Teníamos un jardín con una parra y un cenador. Por fin llegaron nuestros muebles de Ramnic. Aquel día no tuve ojos más que para mi padre, el cual, ayudado por su asistente, desclavaba los cajones, levantaba lentamente la tapa, apartaba la paja de encima e iba palpando con precaución los misteriosos paquetes envueltos en papel de periódico. Nosotros conteníamos la respiración y él iba sacando los paquetes uno a uno, para cerciorarse de que nada se había roto. Iban surgiendo ante nuestros maravillados ojos vasos multicolores, platos, tazas, teteras. De vez en cuando, mi padre se enfurruñaba y se mordía el bigote reprimiendo una palabrota, que se contentaba con mascullar largamente. Después tomaba el objeto roto y lo dejaba con cuidado en otra caja, al lado, ya que era incapaz de deshacerse de él inmediatamente.

En el otoño me enviaron al jardín de infancia. Me sentí muy ufano el día que me puse mi primer delantal gris para ir yo solo a la escuela. Ya sabía el abecedario, aunque realmente no veía su utilidad. Sentí la misma indiferencia cuando fui capaz de descifrar sílabas. Las B-A, BA y B-U, BU no tenían nada de excitante, como tampoco lo tenía el hecho de poder leer de un tirón y sin vacilar «Nuestro país se llama Rumanía». Pero, casualmente, un día cayó en mis manos un libro de lectura de mi hermano, y nada más leer la primera página me sentí incapaz de soltarlo. Es como si acabara de descubrir un juego apasionante y maravilloso, ya que cada línea me hacía penetrar en un mundo desconocido cuya existencia jamás había sospechado. Aprendí cosas increíbles sobre las provincias, las ciudades y los ríos, y también que en otros tiempos existió un eremita llamado Daniel, y que en la ciudad de Neamtz había un monasterio, y muchas cosas más que me maravillaron. Estos descubrimientos me satisfacían y abrumaban a la vez. Necesité toda una semana para terminar el libro de mi hermano. Después estuve bastante inquieto, ya que no tenía ningún otro libro a mi disposición para saciar mis ansias de saber. Mis padres poseían varios centenares de libros primorosamente encuadernados en piel, pero los tenían encerrados con llave en un armario con puertas de cristal. Solo podía descifrar los títulos, y muchos eran todavía incomprensibles para mí. Algunos de ellos se titulaban «novela» y recuerdo que mis padres tuvieron una larga discusión acerca de si debían explicarme o no lo que significaba esa palabra. Durante años, mi padre me prohibió leer esas «novelas». Para él, toda novela tenía un tufo inmoral, ya que siempre hablaban de adulterios o de acontecimientos que se desarrollaban en un mundo del que no se atrevían a hablar más que de una forma velada. Mi padre llegó incluso a prohibirme leer cualquier relato de ficción. Tan solo los libros titulados «narraciones» podían salvarse en su opinión, y tuve que conformarme con ellos durante mucho tiempo. Se me había permitido leer los Cuentos, de Ispiresco, y los Recuerdos de infancia, de Creanga,[1]* cuando surgió un pequeño incidente cuyas consecuencias amargarían el resto de mi niñez. Acababa de entrar en la escuela primaria cuando mi padre invitó a mi profesor para preguntarle su opinión sobre qué libros podría yo leer. Estábamos los tres delante de la biblioteca. Al profesor le maravillaron los libros de mi padre, sobre todo por las encuadernaciones. Cogió un volumen para hojearlo. Todavía lo veo: era Por caminos lejanos, de Iorga.* Seguidamente dijo, señalándome con el dedo:

—Sobre todo, no le den demasiados libros para leer, eso le cansaría la vista, y no la tiene muy buena. Por eso le he puesto en primera fila en clase, y aun así tiene a veces dificultad para leer lo que escribo en el encerado.

—Pero si yo veo todo lo que quiero cuando pongo los ojos así, pequeñitos… —contesté yo.

—Eso quiere decir que tienes mala vista y que serás miope —aclaró el profesor.

Esta revelación tuvo para mí consecuencias catastróficas. En efecto, mi padre decidió que en lo sucesivo, para no cansarme la vista, no podría leer más que los libros de la escuela. Me fue, pues, terminantemente prohibido leer en los ratos de ocio. Además, a partir de entonces, la fuente principal de mis lecturas extraescolares se secó: mi padre cerró con llave el armario y no me dejaba ni siquiera hojear esos libros tan hermosamente encuadernados. Más adelante me di cuenta de que había perdido los mejores años de mi infancia. Solo podía saciar mi ansia de lectura de una forma circunstancial. Leía todo lo que me caía en las manos: novelas por entregas, Sherlock Holmes, un salterio, una Clave de los sueños… Leía escondido, en el fondo del jardín, en la buhardilla e incluso, a partir de 1914, en Bucarest, en el sótano. Con el tiempo, estas lecturas insípidas y desordenadas empezaron a cansarme. No tardé en descubrir que el placer que se siente correteando por ahí valía por todas las novelas de aventuras. Por eso me dediqué a descubrir los descampados de todo Bucarest. Aprendí a conocerlos todos e hice amistades entre los golfos de los bajos fondos de la capital. Pero esto ocurrió más tarde, después de 1916, tras la retirada de Moldavia que tuvo que efectuar mi padre con su unidad.

 

 

Recuerdo las colinas que rodeaban Cernavoda. A veces, mi padre nos llevaba a pasear. Subíamos por senderos polvorientos, calcinados, que serpenteaban hasta lo alto de la colina entre cardos y matojos de ajenjo. Desde arriba, el Danubio, despojado de los sauces y de las brumas blanquecinas, se extendía hasta el infinito. Mi padre no era nada expansivo. Era prolijo, incluso cargante cuando se trataba de «predicarnos la moral», como él decía, pero enmudecía frente a cualquier situación nueva, inhabitual; es decir, en cuanto las relaciones familiares dejaban de estar en juego. Nos sentábamos al borde del camino. Mi padre se quitaba el quepis, se pasaba un pañuelo por la frente y se retorcía el bigote sonriendo. Nosotros adivinábamos por su expresión que estaba contento y le hacíamos múltiples preguntas. Ocurría muchas veces que estas preguntas eran exactamente las que él esperaba de nosotros. Sabíamos que nos consideraba a ambos, a mi hermano y a mí, dos chicos inteligentes y de notable talento. Creía incluso que estábamos especialmente dotados para la música y nos tomaba por niños prodigio. Aunque estaba contento oyéndonos preguntar cosas que reforzaban su fe en nuestra propia inteligencia, nos daba, sin embargo, respuestas sucintas, casi monosilábicas, con tono indeciso.

Regresábamos por un camino diferente que nos llevaba muy cerca del puente del Danubio. A veces teníamos la suerte de ver pasar lentamente, como una oruga gigante, un tren de mercancías. Un día, al bajar, vimos surgir ante nosotros, a la vuelta del camino, a una niña tártara que debía de tener nuestra misma edad y que le regaló a mi padre, sin decir una palabra, un ramo de flores blancas y azules. Los tres nos quedamos muy sorprendidos. Era la primera vez que mi hermano y yo veíamos a una pequeña tártara. Su cabello y sus uñas estaban pintadas de rojo y llevaba pantalones largos bombachos. Mi padre sonrió, le dio las gracias con cierta torpeza, unos golpecitos en el hombro y, no sabiendo muy bien cómo manifestar su agradecimiento, agitó su gorra en el aire para saludarla.

En primavera, la escuela entera venía a escalar estas mismas colinas. Recuerdo una excursión, un día de marzo increíblemente caluroso para la época. Cuando llegamos arriba yo tenía mucha sed, y como nadie había traído agua, me puse a comer nieve. Aún quedaba un poco en los lugares resguardados, al fondo de los barrancos. Necesité dos semanas para recuperarme.

Al volver de la escuela siempre tenía mucha sed. Volvía corriendo y peleándome a carterazos con mis compañeros, de modo que llegaba a casa sudando a mares y lleno de polvo. Antes de saludar a nadie, corría a la fuente y bebía de un tirón varios vasos de agua fresca. Esto duró hasta el día en que mis padres decidieron contratar a un aya para que nos enseñara francés. Un buen día, mi padre cogió el coche para ir a la estación y volvió con una señora mayor, morena, que ostentaba en el rostro una gran verruga negruzca y que apestaba a tabaco. Hablaba rumano perfectamente y no paraba de liar cigarrillos sobre una tabaquera llena hasta la mitad de tabaco rubio. Aquella misma tarde advertí que mis padres, sobre todo mi madre, estaban decepcionados. El aya era demasiado mayor, fumaba mucho y su francés era solo de andar por casa. Permaneció con nosotros solamente algunas semanas, y fui yo quien, sin querer, proporcionó el pretexto para su despido. En efecto, el aya me había prohibido que bebiera agua fría al volver del colegio mientras estuviera sudando. Se me había prohibido también acercarme a la fuente, incluso ir a la cocina o al comedor. Hasta la cena no podía salir de nuestra habitación, de la habitación de los niños, que era también la del aya. Yo no podía más de sed. Un día, aprovechando que me había dejado solo, me puse a hurgar en los armarios y encontré un frasco con una etiqueta de «Ácido bórico». Sabía que lo utilizaban como desinfectante, pero tenía demasiada sed, así que me bebí la mitad del frasco. Algunas horas más tarde me sentí mal y tuve que confesarle todo a mi madre. Tumbado en la cama y fingiendo estar más enfermo de lo que realmente estaba, oí con júbilo el intercambio de frases poco agradables entre mi madre y el aya; el tono subió muy aprisa, hasta llegar a ser vehemente.

 

 

En Cernavoda, igual que en Ramnic, teníamos un coche de caballos. Mi padre, aunque oficial de Infantería, sentía pasión por los caballos. Aun siendo muy discreto sobre su infancia y su adolescencia en Moldavia, siempre nos hablaba de los caballos que montaba a pelo cuando era joven y de los lagartos que escondía debajo de su camisa para llevarlos a casa. Seguramente heredé de él la pasión que sentí durante toda mi infancia por los animales. Lo más curioso es que el único accidente algo grave que sufrió mi padre lo provocó su caballo favorito. Durante la campaña de 1913, mi padre fue herido en un hombro. La herida era leve pero el caballo se asustó, dio un bote y tiró al suelo a su jinete. Mi padre tuvo el brazo escayolado varios meses.

Nuestro coche está ligado al recuerdo más dramático de mi infancia. Mi madre regresaba de Bucarest, y habíamos ido todos a esperarla a la estación. Volvíamos con el coche lleno de maletas y paquetes, y seguíamos la carretera que pasa por delante del puente. Era una carretera horrible, quebrada, polvorienta, que en cierta parte de su trayecto tenía una bajada casi vertical. En un momento, por causas desconocidas, los caballos se asustaron y se embalaron justo cuando empezaba el descenso. El cochero y mi padre agarraban las riendas y tiraban de ellas con toda su fuerza, pero en vano. El coche se había vuelto loco. Bajaba la cuesta a una velocidad infernal, con todos los ejes crujiendo y dando bandazos. Las ruedas se levantaban del suelo y volvían a caer brutalmente, y a veces la caja chocaba con los caballos, lo que los asustaba más todavía. Mi madre se puso a gritar y, no sabiendo qué hacer, nos rodeó con el brazo a mi hermano y a mí, mientras que con la mano que le quedaba libre tiraba los paquetes a la cuneta. Este gesto me pareció tan falto de sentido que me agarré a sus rodillas rogándole que no lo hiciera, ya que todos estos paquetes debían de estar llenos de cosas buenas y regalos que nos había traído. Mi hermano Nicolas se había cogido del brazo de nuestra madre, demasiado asustado para llorar. Mi madre me sujetó con el otro brazo y me estrechó contra ella. Entonces lo comprendí: el coche bajaba en dirección al puente, hacia la orilla del Danubio, que en aquel lugar formaba un acantilado. Durante años no he podido evitar revivir ese momento interminable en que todos esperábamos caer por el precipicio. Tenía miedo, pero al mismo tiempo estaba tan fascinado por él que no me daba cuenta de que todo iba a terminar allí. Más tarde, cuando recordábamos el incidente, mi madre pretendía que yo, inconscientemente, esperaba un milagro.

A la entrada del puente había un centinela que comprendió rápidamente que los caballos estaban desbocados y corrió a nuestro encuentro. Cogió su fusil con ambas manos y lo agitó en el aire, gritando al mismo tiempo. Dos compañeros suyos llegaron corriendo y entre los tres lograron parar el coche tan solo a unos metros de la orilla. Mi padre se bajó del coche y abrazó a los soldados. Los caballos todavía resoplaban y agitaban la cabeza en todas direcciones, como para alejar la visión de un espectro.

Este fue seguramente el último paseo que di en coche. El verano de 1914 lo pasamos en Tekirghiol, y en otoño, poco después de que se declararan las hostilidades, mi padre fue trasladado a Bucarest.

 

 

Mi padre decidió, al ver niños escrofulosos —este encuentro fortuito le había impresionado profundamente, como después comprendí—, llevarnos a Tekirghiol todos los veranos a tomar baños de lodo. Recordaba lo que de nosotros le había dicho el médico del regimiento; a saber, que éramos «linfáticos». Para prevenir esta triste contingencia nos llevó a Tekirghiol.

Yo tenía cinco años, y el tren iba a llegar a Constanza cuando divisé el mar desde la ventanilla. Cuando aún tenía los ojos deslumbrados por este descubrimiento maravilloso, mi padre nos hizo subir al autobús de Tekirghiol. Pronto atravesamos un campo lleno de amapolas y de acianos, donde el aire olía a flor seca, a polvo y a sal. Estaba asombrado por estos olores nuevos y exóticos. A poco llegaron hasta nosotros los olores del ghiol, la laguna, las ráfagas cargadas de azufre y de alquitrán que se agarraban a la garganta. Una hora más tarde, el autocar se detuvo ante la posada de Vidrighin, a la entrada de Tekirghiol. Entre las riberas fangosas del ghiol se extendían sus aguas bajas y como cargadas de aceite. Nos adelantó un coche levantando una espesa nube de polvo a través de la cual el autocar, que ya había reanudado su marcha, se abría camino con dificultad. Todos los viajeros se taparon la cara con el pañuelo y así fue como el autocar nos dejó en pleno centro.

En 1912, Tekirghiol no era más que un pueblo cuyas casas dignas de llamarse así eran más bien escasas: un hotel moderno, algunas posadas, el establecimiento termal, los edificios sombríos de las colonias de vacaciones y cuatro o cinco chalets. En la colina, invisibles por estar demasiado apartadas de la carretera, estaban diseminadas las chozas de un poblado tártaro. Aquel año mi padre había alquilado por dos meses una habitación grande en un chalet. La familia en pleno iba cada mañana a tomar el baño de lodo. Después regresábamos a toda prisa para meternos en la cama y sudar. Después de comer teníamos que dormir al menos una hora de siesta. A mi padre le gustó tanto esta primera experiencia que decidió inmediatamente que necesitábamos tener allí nuestro propio chalet, para poder ir todos los veranos. Aquel mismo año adquirió un terreno en lo alto de la colina. Al cabo de un año nos esperaba un esbozo de chalet. No había más que dos habitaciones, una terraza y una cocina en el patio. Como el pozo no estaba todavía terminado, teníamos que acarrear el agua desde una casa vecina. El terreno era duro, calcáreo; tuvimos que abrir el pozo a base de explosivos y solo encontramos agua a más de quince metros de profundidad. Mi madre se dio cuenta entonces de cómo se había precipitado mi padre al adquirir un terreno tan alto: costó más hacer el pozo que construir una habitación. También es verdad que teníamos el agua más fresca de todo el pueblo, aunque había que dejarla reposar antes de beberla por lo turbia que salía. En cuanto a la cuesta que conducía a nuestra casa, era tan pendiente que ningún coche podía subirla. Desde la parada del autobús, cargados como íbamos con maletas y paquetes, incluso con la ayuda de un mozo, nos llevaba un buen cuarto de hora llegar a nuestro destino. Los días de mucho calor, al regresar del baño, la subida era un verdadero calvario. Cuando íbamos de compras al pueblo, no podíamos olvidar nada, ya que en ese caso tendríamos que esperar media hora larga para que alguno de nosotros fuera y volviera a paso gimnástico. De cualquier modo, el espíritu emprendedor se había apoderado por completo de mi padre. Calculó que si añadía algunas habitaciones a nuestro chalet podríamos alquilarlas durante el verano, y con aquel dinero ir reuniendo una dote para mi hermana Corina, aunque por aquella época no tenía más de dos o tres años. Al año siguiente, «Villa Corina» tenía seis habitaciones. Ignoro cómo y cuándo se amueblaron; la cosa es que, poco después de nuestra llegada, vimos llegar inquilinos. Mi madre había procurado en vano frenar las ansias de grandeza de su marido: este quería no solo poner un huerto, sino también un jardín de frutales e incluso construir un invernadero. Durante todo el año, en cuanto podía, se escapaba de Bucarest o de Cernavoda para ir y plantar árboles o agrandar el jardín. Incluso había comprado un terreno contiguo al chalet, situado detrás, en la ladera, con el fin de edificar una segunda cocina y habitaciones para los criados, lo cual, según creía, le permitiría atraer a clientes más adinerados.

La entrada en guerra de Rumanía, en 1916, puso punto final a los proyectos y ambiciones de mi padre. Durante dos largos años ignoramos totalmente qué había sido de «Villa Corina». Cuando pudimos volver a Tekirghiol, durante el verano de 1919, no quedaban de ella más que las paredes. Uno de nuestros vecinos nos dijo que el chalet lo habían ocupado y luego saqueado las tropas búlgaras. Sea como fuere, gran parte del mobiliario estaba repartido en muchas casas del pueblo.

De los veranos pasados en Tekirghiol, en mi primera infancia, recuerdo todavía los crepúsculos que íbamos a contemplar desde lo alto de la colina, a última hora de la tarde, entre los euforbios y las amapolas. A nuestros pies se extendía el ghiol, hasta Eforia y Tuzla. Más allá, como un dique inmenso que sostenía el cielo, estaba el mar. Más cerca de nosotros, y a nuestra derecha, podíamos ver las plantaciones donde comprábamos sandías y melones. Al otro lado, pero detrás de la colina, se ocultaban los tártaros y sus chozas. Al caer la noche se oía ladrar a sus perros, al mismo tiempo que llegaba hasta nosotros un humo acre de boñiga de vaca mezclada con paja que los tártaros quemaban en sus hogares. Durante mucho tiempo ese olor sofocante fue para mí el símbolo mismo de la Drobudja, esa provincia evocadora de Las mil y una noches.

 

 

Cuando llegamos a Bucarest, al principio del otoño de 1914, las obras de nuestra casa de la strada Melodiei no estaban aún acabadas. Pasamos, pues, algunas semanas en la casa que había pertenecido a mis abuelos paternos, al final del bulevar P. Protopopesco. Era una casa fabulosa que yo conocía desde mi más tierna infancia. Fui allí por primera vez un día de primavera, a la edad de cuatro o cinco años. Yo conservaba el recuerdo de una propiedad inmensa, rodeada de graneros y establos, y un huerto que no se acababa nunca. No me equivocaba, ya que, efectivamente, era inmenso. La primera vez que llegué hasta el final fue a los ocho años. Fui con mi hermano y la más joven de las hermanas de mi madre, Viorica, tan solo unos años mayor que nosotros. El huerto terminaba en un talud cubierto de hierbajos, donde se pudría lo que había sido el gallinero. Había ladrillos viejos por el suelo. Una cerca de madera carcomida, sujeta aquí y allí por enormes estacas cercaba el terreno. En cuanto llegamos al final del huerto subimos al talud para mirar al otro lado de la cerca. Solo vimos otros árboles, albaricoqueros, ciruelos, membrillos; es decir, todo lo que ya conocíamos del huerto de nuestros abuelos. Pero en lugar de los chillidos de los pájaros y los ladridos a los que estábamos acostumbrados, oíamos el bordoneo de las abejas y otros ruidos tan tenues como misteriosos.

—Aquello también era nuestro antes —nos dijo Viorica.

En efecto, cincuenta años antes todo el terreno que se extendía ante nosotros había pertenecido a mi bisabuelo. En aquella época aún no se había construido el bulevar; en su lugar había huertos y frutales. La feria de ganado estaba muy cerca. La casa de mis abuelos había sido en otros tiempos posada; en el salón grande todavía podía verse parte de los mostradores y de las estanterías con tarros de cerámica, muchas botellas viejas y vasos. En un rincón de la habitación, detrás del mostrador, estaba la trampilla que daba a la bodega. Mi abuelo bajaba antes de la comida para sacar vino fresco de uno de los barriles.

Mis tíos maternos me contaron más tarde que mi bisabuelo había tenido que renunciar a dirigir esta auténtica caravanera, y durante diez años se conformó con convertirlo en taberna. Uno de mis tíos recordaba la época en que al llegar de la escuela encontraba el salón lleno de gente. Su padre, mi abuelo, le pedía que recitara poesías para distraer a los clientes, tratantes de caballos y de ganado. Más tarde, después de la muerte de mi bisabuelo, mis abuelos quitaron también la taberna. La familia había aumentado y hubo que hacer más habitaciones. Mis abuelos maternos tuvieron catorce hijos, de los cuales murieron tres de corta edad. La mayor de las hijas estaba ya casada cuando mi abuela trajo aún al mundo a dos hijos más: Viorica y Traian. Durante nuestra estancia en la antigua posada del bulevar terminaron de construir, detrás de esta, otra casa, en la que vivían tres de mis tíos.

Cuando fui algo mayor me contaron más detalles de la vida de mi bisabuelo. Su padre había llegado a Bucarest siendo aún niño. Trabajó durante algunos años como mozo de cuadra en una de las entradas de la ciudad: después fue postillón y más tarde se hizo tratante de ganado. Finalmente adquirió varias hectáreas de terreno y edificó la posada. Nadie pudo decirme de dónde procedía: según uno de mis tíos, de la llanura del Danubio; del valle de Olt, según otra de mis tías, que incluso precisaba el nombre del pueblo: Arvireshti. Para corroborar su afirmación me hacía notar que el nombre de mi madre era Ioana Arvira. Fuera como fuera, no me disgustaba saber que descendía de una familia de campesinos libres de Moldavia y de posaderos del Danubio o de Olt. El mismo padre de mi abuelo de Tecuci había sido, en efecto, un campesino libre, y me enorgulleció bastante que tan solo tres generaciones me separaran de esos antepasados de sandalias de cuero. Aunque nacido y criado en la ciudad, la tierra de mis antepasados estaba aún pegada a las suelas de mis zapatos.

En la adolescencia sufría con frecuencia crisis de melancolía y tristeza, que atribuía a mi ascendencia moldava. Me rebelaba a veces contra esta tendencia innata a la contemplación y la ensoñación, contra la propensión a volverme hacia el pasado y a sucumbir bajo el peso de los recuerdos. Necesitaba, para contrarrestar esta sangre moldava que llevaba en las venas, las reservas de energía de la familia de mi madre, su espíritu de aventura, su capacidad de trabajo, su energía y su obstinación, y la fuerte vitalidad de esos otros antepasados, criadores de caballos en las llanuras del Danubio.

Durante una de esas reacciones contra mi crisis de melancolía, en 1927, fue cuando publiqué en Cuvântul (La Palabra) un artículo titulado «Contra la Moldavia» que suscitó vivas polémicas. Sin duda alguna era un poco simplista. En cualquier caso, pienso que mis dos herencias se han enfrentado siempre en lo más profundo de mi ser, contribuyendo así ambas a mi formación, pero sin poder yo identificarme con ninguna de ellas. Me obligaron, en definitiva, a buscar mi propio equilibrio a partir de otras premisas y por otros medios.

Ignoro en qué circunstancias se conocieron mis padres. Cuando se casaron, mi padre, que tenía quince años más que mi madre, estaba en la plenitud de la vida. En la fotografía de la boda, en 1914, mi padre no representaba los treinta y cinco años que tenía entonces, aunque ya por entonces le escaseara el cabello. Era moreno, seco; con su bigote de puntas retorcidas, sus cejas pobladas y su mirada penetrante, mi padre parecía no envejecer. Físicamente era muy fuerte; todavía con setenta años cruzaba a pie Bucarest de punta a punta. No podía permanecer quieto en un mismo sitio y siempre andaba buscándose una ocupación, en la casa, en la bodega o en el jardín. Generalmente era muy frugal, pero los días de fiesta comía y bebía por cuatro. Cuando se jubiló, decidió ocuparse más seriamente de nuestra educación, y se excedió en ello. Se creía obligado a darnos en todo momento lecciones de buena conducta; era lo que él mismo llamaba «sermonearnos». Durante mis últimos años de instituto, aprovechaba la hora de la comida para obsequiarnos con largas peroratas, exasperando a mi madre, que protestaba y hacía comentarios en tono acerbo.

Tendré varias veces ocasión a lo largo de estos recuerdos de hablar de mis padres, y sobre todo de mi madre. Por el momento diré que en la época en la que nos instalamos en Bucarest, mi madre, que no había cumplido la treintena, era todavía muy joven. Era una mujer muy hermosa, de cierta elegancia, pero unos años más tarde, durante la ocupación alemana y al acabar la guerra, en la que habíamos perdido todo, renunció a su elegancia y a su coquetería. A los treinta y cinco años había dejado atrás definitivamente su juventud y tenía que dedicarse exclusivamente a sus hijos. Ya no se compraba nada para ella, y solo se ocupaba de la casa. Renunció incluso, durante diez años, a la ayuda de una criada, para que sus hijos pudieran cursar sus estudios en el colegio y en la universidad. Me daba, en cambio, todo el dinero que pudiera necesitar para comprar libros. Comprendí más tarde que a través de mí satisfacía las ansias de lectura que había sentido en su juventud. Siempre le gustó leer, pero cuando mi padre tuvo que intervenir en la retirada de Moldavia y se quedó sola, ocupándose de nosotros, el tiempo que podía dedicar a la lectura fue disminuyendo poco a poco. Conservaba, sin embargo, algunos libros de cabecera y no se dormía nunca sin haber leído antes algunas páginas de su salterio, de Ana Karenina, o de las poesías de Eminesco.*

 

 

A lo largo de mi infancia y adolescencia, la familia de mi madre fue para mí un universo inagotable, rico en sorpresas y en secretos de todo tipo. Recuerdo sobre todo la casa del bulevar P. Protopopesco, con sus habitaciones de épocas y estilos diversos. La más amplia era la sala grande de la antigua posada, transformada después en taberna. Era oscura, de techo bajo, y los muros, ennegrecidos por el humo, estaban guarnecidos con colgaduras campesinas. Todavía se olía allí a vino, a petróleo y, como mi abuelo seguía llevando el chaleco y el gorro de lana de oveja de los campesinos, a sebo y a lana.

En cambio, las habitaciones construidas más tarde, detrás de la antigua posada, eran soleadas, ya que las ventanas estaban orientadas a levante. El mobiliario era «modernista» y espantoso, especialmente las camas, adornadas en sus cuatro esquinas con bolas de cobre brillante. Después venían las habitaciones de mis tías, unidas a la sala grande por un pasillo estrecho y oscuro. En ese otoño de 1914, cinco de mis tías ocupaban tres habitaciones. La mayor de ellas tenía veinte años y la pequeña, diez. En ellas empezaba otro mundo: reinaban en un microcosmos de almohadones y pufs, de cestas llenas de velos de seda y lazos, de revistas ilustradas y postales de colores. En sus habitaciones se encontraban las revistas y libros más dispares, desde los manuales escolares de la institución «Nuestra Señora de Sion», de mis tías más jóvenes, hasta el Decamerón, así como las fotonovelas, que devoraban mis tías casaderas.

Había también una bodega, inmensa y centenaria; la bodega de la antigua posada, llena de toneles y de barriles con queso y salazones, de jarros, de cubos y de muchos otros objetos misteriosos cuya naturaleza yo trataba de adivinar a la luz temblorosa de una vela, cuando bajaba con mi abuelo a buscar el vino.

En el patio había un cobertizo, el granero en desuso y lo que quedaba de las antiguas cuadras convertidas en cocheras. En un rincón había un cabriolé, en torno al cual inventábamos constantemente juegos. Cuando llegamos ya se habían vendido los caballos, y algunos años más tarde, durante la guerra, desapareció también el cabriolé.

Los hermanos de mi madre, Mitache, Petrica y Nae,[2] dirigían una ferretería cercana a la iglesia de San Jorge. Su establecimiento era muy amplio y daba a las dos calles. Siempre que iba allí tropezaba con obreros que cargaban o descargaban chapas, barras de hierro y cajones llenos de clavos. Mi tío Mitache tenía por entonces unos treinta años. Era rubio, pequeño, con bigote pelirrojo. Más tarde, con la edad, echó tripa, ya que le gustaban las buenas viandas, los vinos finos y las interminables comilonas con los amigos y con acompañamiento de música zíngara. Se llevaba muy bien con mi madre. Después de nuestro regreso de Moldavia, vino a vivir con nosotros, a la strada Melodiei, y estuvo doce años, hasta que se casó. Pero no permaneció mucho tiempo casado, y en 1935 volvió a vivir con mis padres, en la casa pequeña a la que se habían retirado.

Con este tío tengo una deuda inmensa que nunca podré pagarle. Durante todos mis años de colegio fue para mí a la vez un confidente y un mecenas. Fue él quien me pagó el viaje cuando me marché a la India. Había sido muy rico, pero, la guerra, primero, y el sindicato del metal, después, dieron al traste con su fortuna. En esto tuvo un destino idéntico al de toda la familia. También mi padre, cuando regresó de Moldavia y tuvo que abandonar el uniforme, comprendió que su jubilación de capitán no bastaría para sufragar los estudios de sus tres hijos. Por fortuna, todavía poseíamos la casa de la strada Melodiei. Tuvimos que alquilarla, y los cinco miembros de la familia nos instalamos en las dos habitaciones abuhardilladas que nos habíamos reservado para nuestro uso. Esto ocurría en 1919; yo tenía entonces doce años. No era la primera vez que vivíamos en esas habitaciones, ya que, durante la guerra, mi madre tuvo que mudarse allí con sus tres hijos cuando Bucarest fue ocupada por las tropas austroalemanas, y el resto de la casa fue requisada. Esa buhardilla ha tenido en mi vida una importancia decisiva. No puedo imaginarme la persona en que me iba a convertir, la que soy hoy todavía, sin esas dos pequeñas habitaciones de muros encalados, de ventanas minúsculas (una era redonda, como un tragaluz) y una estufa de cerámica increíble, cuya puerta se abría en una habitación mientras el cuerpo se encontraba en la habitación vecina. Es para mí una gran felicidad haber podido pasar allí los doce años más hermosos de mi adolescencia y de mi juventud y, sobre todo, haber podido vivir allí solo los cinco últimos años de aquella época.