Solo hay que rechazar una exigencia irracional o desvergonzada, y enseguida se levanta un patriota.
ROBERT WALPOLE (1676-1745)
Puede decirse que la oreja de Jenkins simbolizó de manera muy generalizada los sentimientos de la opinión pública inglesa, su odio hacia los españoles por terribles papistas, su desprecio insular al extranjero, etc. La cuestión es cuán decisivos fueron esos sentimientos para la declaración de guerra... Quizá fue la primera guerra inglesa en la que los intereses económicos tuvieron prioridad absoluta.
HAROLD TEMPERLEY (1909)
El enviado especial de Luis XV acompañó al dueño de la casa a la terraza, donde pudieron hablar unos segundos sin la presencia de secretarios, asesores y curiosos. Era una tarde turbia y fría; las plantas del jardín parecían agacharse, como si, en espera de la lluvia, hubieran renunciado ya al intento de implorar el sol.
—No es muy impresionante para usted, me temo —dijo Walpole—. No el jardín, y sin duda nadie llamaría château a este, humm, edificio. Pero los regalos de los reyes son a veces, como sabemos, indistinguibles de los de los danaanos.
El marqués de Mirepoix apuntó una sonrisa.
—Los palacios están hechos para tiempos de paz. En el campo de batalla hay que conformarse con tiendas de campaña, como yo sé demasiado bien. Su campo de batalla es la política, sir Robert.
—Es un poco mejor que una tienda de campaña. Originariamente eran tres casas; las hemos convertido en una y añadido esta modesta terraza de aquí.
—Según he oído decir, ha conseguido usted la obra de arte tanto de aceptar como de rechazar el regalo de un rey agradecido por sus servicios.
—A veces hay que mantener el equilibrio sobre puntas de lanzas clavadas en un foso de serpientes —murmuró Walpole—. Si hubiera aceptado el regalo a título personal, el griterío de la oposición se hubiera oído en París. O en Viena.
—Al haberlo aceptado tan solo como sede del primer ministro...
Walpole le interrumpió:
—Ese cargo no existe, marqués, como tampoco el título. La casa número diez es la sede del primer lord del Tesoro. Por lo demás... —carraspeó—, el suelo en el que estas casas fueron construidas por mister Downing es blando y húmedo. Digamos... vacilante, como aquel en el que descansa su gran éxito.
—¿A qué se refiere? ¿Al fin de la guerra entre Francia y Austria?
—Las guerras empiezan y terminan, siempre es así. No, me refiero a haber conseguido que Franz Stephan les cediera la Lorena.
—A cambio ha conseguido la Toscana y se ha casado con María Teresa. ¿Y Lorena? —El enviado se encogió de hombros—. Lorena irá a parar a Stanislas como indemnización por Polonia, y solo después de su muerte pasará a Francia. Veremos cuánto dura. —Después de una corta pausa, añadió—: Esta es solo una paz provisional, situada en algún punto entre el armisticio y el posible nuevo comienzo de los combates. Pero aún hay más terrenos vacilantes.
—Hable, marqués..., más rápido, si puede. Si conozco a nuestros acompañantes... —Volvió la vista hacia la casa—. Tiran de la cuerda de su cortesía como perros de caza que ventean la presa. Aún estamos a solas.
—¿Estará hoy aquí don Tomás Geraldino?
—¿El embajador español? No; en vista de la situación general, y de los otros huéspedes, no consideré factible invitar a sir Thomas Fitzgerald.
—España —dijo el marqués—. Y, como usted apuntaba con tanta elegancia: la situación general.
—Supongo que está pensando en nuestros comerciantes y su gente en el Parlamento.
—Mi rey está inquieto por los rumores.
Walpole rio en voz baja.
—¿Rumores? Se refiere a los informes de sus espías, ¿verdad? Pero tiene razón, marqués. Ya sabe lo que opino de las consultas y los encargos. Nada. Los encuentro... molestos. Y desatinados.
—Lo sé. Pero algunos de sus compatriotas no comprenden que la política es dar y tomar; solo quieren tomar. Según he oído, hoy vamos a tener un huésped sorpresa.
—¿Quién?
—Monsieur Sans Ear.
Walpole se detuvo sorprendido.
—¿Quién? —Luego apretó los labios hasta convertirlos en una fina raya—. ¿Ese pirata galés? ¿Quién...? No, no me diga quién ha sido el culpable.
El francés frunció el ceño.
—Como usted quiera. Pero va a verse sometido a presión, sir Robert. Según nuestros conocimientos, esos honorables caballeros tienen, entretanto, mayoría en la Casa.
Walpole emitió un gruñido.
El marqués de Mirepoix pareció esperar una manifestación comprensible; tras un breve titubeo, se inclinó hacia delante y dijo en voz baja, pero enfática:
—¿Debo remontarme más allá? Hace veinticinco años, España tuvo que abandonar lo que le quedaba de Italia y los Países Bajos. Ahora están volviendo a poner pie en Italia, pero... sus predecesores impusieron que las casas comerciales inglesas mantuvieran el monopolio del comercio de esclavos con la América española. Hace diez años le obligaron a usted, sir Robert, a enviar una flota al mando de Hosier a las Indias Occidentales. Pero solo logró que bloqueara Portobello, sin atacarlo.
—Y tuve cuatro mil muertos británicos por las fiebres —gruñó Walpole—. No quiero repetirlo solo porque ese galés haya perdido una oreja. Que el Señor se la vuelva a poner el día del Juicio Final. —Escrutó el rostro del marqués—. Hay algo más, ¿no?
El enviado especial asintió.
—España está disminuida, pero sigue siendo una gran potencia. Después de la pasajera paz de Viena, todo se ha... equilibrado, de alguna manera. Como usted sabe, mi rey y el de España son parientes consanguíneos. Hay tratados, ¿no? Y no iría en absoluto en interés de mi rey ver desestabilizado ese equilibrio de fuerzas. Por ejemplo, con una nueva reducción del peso de España. Por ejemplo, con una operación militar británica en las Indias Occidentales.
—¿En ese caso...?
—Francia no podría mantenerse neutral. La flota francesa tendría que intervenir para proteger nuestras posesiones en las Indias Occidentales.
—¿Solo para eso?
—Y para todo lo que fuera preciso.
Tras ellos, las estancias se llenaban de invitados que reían y charlaban. Los criados corrían de un lado para otro ofreciendo bebidas y encendiendo lámparas.
Walpole miró de reojo al marqués.
—Quiere decir que Francia... —No dijo más.
El enviado se encogió de hombros.
—Una fría tarde de primavera. Lo más adecuado para una conversación fría.
—Fría, en verdad, a pesar de la levita, el jubón y la peluca. Deberíamos entrar. —Walpole se volvió a medias, pero se detuvo y apoyó la mano en el antebrazo encogido del marqués—. ¿Sabe quién ha traído a Burton?
—¿Por qué habla usted de Burton?
—Los nobles señores del comercio... —Walpole bajó un poco las comisuras de los labios—. Les gusta que otros hagan la parte sucia del acrecentamiento del dinero. Mister Burton es el encargado de los sobornos y cosas por el estilo; también es el que se ha preocupado de difundir la historia de la oreja. Así que, si Jenkins está aquí, como usted dice, marqués, Burton tiene que haberlo traído. Pero, sin duda, Burton no estaba invitado. Así que, ¿quién ha traído a Burton?
—No encuentro nada reprochable en lo que me cuenta, sir Robert... pero me temo que no puedo responder a esa pregunta.
—¿No puede, o no quiere?
—No puedo, porque no lo sé.
Walpole rio por lo bajo.
—Menos mal que los oídos de sus espías no llegan a todos los rincones de Britania. Venga conmigo, entremos.
En todas las estancias que tenían chimenea había fuego, en las demás los criados habían avivado braseros de carbón; aun así, la humedad reinaba por doquier. Las lámparas de aceite y las velas expandían mucha luz y peor olor aún. Walpole dio un sorbo a una copa que un criado había llenado de ponche, se dejó caer en un sillón junto a la chimenea y vio que alguien trataba de impedir que el galés de la peluca mal puesta hablara. Desde el cuarto de al lado apareció el inevitable Burton, dio una palmada y rugió:
—¡Silencio, caballeros! ¡Un poco de atención para el héroe de los mares lamentablemente españoles! Capitán Jenkins... muchos aún no saben los tormentos que tuvo que sufrir cuando esos monstruos, los españoles, le agarraron la oreja derecha...
—La oreja izquierda —gritó alguien.
—... y se la cortaron. Estoy seguro de que todos quieren oír esta sangrienta historia. —Miró a su alrededor, con una media sonrisa en los labios—. Al fin y al cabo, nada hace una velada más agradable que las historias sangrientas, ¿verdad?
Walpole gimió en silencio. Hay sesiones de trabajo, se dijo, comidas de trabajo, bodas y entierros de trabajo, políticamente inevitables y diplomáticamente infructuosos, negociaciones de paz y de guerra, visitas de cortesía y cenas tan razonables como inútiles en las que se relaja el ambiente para poder agarrarse mejor por el, entretanto, desprevenido gaznate. Hay gente importante que invitar, para indagar sus opiniones e inclinaciones. Gente con la que uno desea acostarse por motivos políticos. Borracheras al timón de la nave del Estado. Y, cuando unos huéspedes no queridos traen consigo a huéspedes indeseados, uno cierra los ojos y piensa en algo agradable. Sonríe, Robert. Tomó otro trago de ponche, enseñó los dientes y contempló la raída peluca y la levita, desflecada en algunos lugares, de Jenkins. Jenkins, que también se llamaba Robert, pero parecía alguien que, de ser mujer, tendría que llamarse Agatha. Walpole reprimió una sonrisa.
—... una carga normal, completamente legal —estaba diciendo Jenkins—. Pero ya sabemos cómo trabajan los dagos.
—¿Cómo? —preguntó alguien.
Jenkins se volvió a medias.
—Eso podrá explicárselo mejor mi amigo Harold Burton; ¿se encarga usted, Hal?
El aludido carraspeó.
—Ellos, es decir, los españoles, consideran un derecho divino explotar y oprimir a los pobres indios. En vez de compartir con el resto del mundo, para general beneficio, las infinitas riquezas de la América española, permitiendo el libre comercio, únicamente nos dan el derecho de enviar allí un solo y mísero mercante al año. E incluso eso hace mucho que no... El último zarpó hace siete años. Sea como fuere... ¡es un abuso insoportable!
Murmullo general de asentimiento; alguien gritó:
—Dígalo usted tal como es, Burton.
—Y cuando, como en el caso del honorable capitán Jenkins, un barco inglés recorre las aguas que ellos reclaman, por ejemplo, de Jamaica a las Bahamas, los dagos dicen que tiene que tratarse de un contrabandista. Y se arrogan el derecho de inspeccionar un barco así, de saquearlo y de maltratar a la gente que lleva a bordo.
—No se lo arrogan —dijo Walpole. Habló en voz alta y enfática—. Hemos firmado tratados que les dan ese derecho... con nuestro consentimiento. Estoy hablando de inspección, no de maltrato.
Vio que algunas pelucas asentían; la mayoría de los huéspedes emitieron resoplidos y otros sonidos de desaprobación, o hicieron muecas.
—Sea como fuere —dijo Jenkins, apuntando una inclinación y una sonrisa, que, en el mejor de los casos, Walpole consideró fingidamente respetuosa—. Me hallaba con mi buen barco, el Rebecca, y un cargamento de pieles, ron, azúcar de caña y otras exquisiteces, en el pasaje entre Cuba y Florida. Estábamos contentos y del mejor humor, un constante viento suroeste, más bien oestesudoeste, henchía nuestras velas, hasta que, en algún momento, se produjo una calma chicha y...
Walpole no escuchaba con demasiada atención. En primer lugar, él ya conocía la historia, tanto la versión de Jenkins, que el galés había contado tantas veces que sonaba aprendida de memoria, como la más o menos oficial de la que disponía el Ministerio de Asuntos Exteriores, transmitida por la legación de Madrid y por el contraalmirante Stewart desde Jamaica. En segundo lugar, le interesaba más observar los rostros y ademanes de los presentes. Honorables miembros de la Cámara Baja, miembros de su partido y de la oposición, unos cuantos pares de la Cámara Alta, incluyentes mercaderes y banqueros, y algunos más que él no conocía y que supuso que otros invitados habían llevado consigo. En tercer lugar, pensaba en la sin duda encantadora amenaza que el marqués le había transmitido. Que había sido de esperar, casi naturalmente, porque se derivaba de la situación y de los tratados en vigor. En cualquier caso, que Francia enviara a un delegado especial de alto rango para transmitirla de manera discreta permitía deducir que en París el asunto se consideraba mucho más grave de lo que hasta entonces le había parecido.
De alguna manera los rostros se disolvieron de pronto, se convirtieron en manchas claras cubiertas por pelucas, que no decían nada. Jenkins contó cómo los españoles, que habían inspeccionado la carga sin encontrar nada ilegal, lo ataron y, por puro disfrute y arbitrariedad, lo izaron cruelmente al palo mayor, dejando atrás una sangrienta mezcla de harapos de casaca, camisa y piel, y cómo finalmente el capitán español sacó la espada y le cortó la oreja derecha. Jenkins metió la mano en el bolsillo de la levita y sacó un recipiente de cristal, tapado; dentro, en un líquido claro —ginebra, pensó Walpole—, flotaba un trozo de carne desteñida: la oreja.
Según la otra versión, Jenkins había maldecido y bramado y proferido sucias invocaciones contra España, el rey y todos sus barcos y oficiales... Walpole se preguntaba en qué podía consistir realmente el trozo que había en el recipiente de cristal... ¿Un lóbulo de oreja, cosido a media oreja de cerdo? ¿Cuántas orejas arrastraba Jenkins por el mundo? Se acordaba de que hacía algún tiempo alguien le había contado algo de una oreja que Jenkins había sacado del bolsillo envuelta en algodón. Aquel hombre indecible llevaba una peluca bajo la que no se podía ver oreja alguna.
¿Y si indicaba a sus criados que agarraran a Jenkins, le quitaran la peluca y comprobaran si debajo había realmente una cicatriz, o quizás una oreja? ¿Una oreja de cerdo, la oreja de un diablillo galés? Había viejas historias, leyendas; ¿cómo se llamaban aquellos extraños espíritus que hacían de las suyas? ¿Pucks? Ah, no, esos venían de Irlanda, y tampoco podía tratarse de sátiros. Walpole resopló ligeramente y volvió a dirigir su atención a los acontecimientos reales. ¿Reales? Bueno, probablemente era más acertado llamarlos absurdos o grotescos.
—Usted puede confirmarlo, ¿verdad, Milord? Si no me equivoco, recibió un informe de Jamaica. —Jenkins estaba ahora junto al ministro de Asuntos Exteriores, el duque de Newcastle, que charlaba en voz baja con Mirepoix.
Newcastle no se esforzó en ocultar su desprecio y su irritación por la interrupción. Sin mirar a Jenkins, dijo:
—Recibí dos cartas, si quiere saberlo con exactitud. En la segunda, el almirante me escribía que no debía tomar demasiado en serio la historia de su oreja. Podía asegurarme que los capitanes contrabandistas siempre le decían que en esta o aquella empresa en las bahías de la América española habían matado a siete u ocho españoles.
Jenkins, que sin duda no había estado en aguas españolas como honrado mercader, sino como contrabandista, llevaba ya casi siete años aburriendo a Walpole con aquella historia. Por suerte, solo a grandes intervalos. Una de las ventajas del cargo era que la mayoría de las veces se podía uno quitar de encima a toda aquella chusma, se dijo Walpole. Pero a veces... Volvió a contemplar los rostros, máscaras corteses o divertidas o aburridas, encerradas entre pelucas y cuellos altos. Muchos de aquellos honorables señores habían invertido mucho dinero en la Compañía de los Mares del Sur y, al contrario que él, no lo habían retirado a tiempo, antes de que estallara la burbuja. Todos ellos, pensaba, podían inventar historias acerca de crueles españoles, el escarnio al honor inglés y otros fantasmas hasta que la baba les empapara las chorreras, pero él sabía qué era lo que realmente les importaba: el dinero. Estaban ansiosos de meter mano a la riqueza de las colonias de España. A cuántos españoles les habían cortado las orejas, las manos y la cabeza en las pasadas décadas no tenía ninguna importancia para ellos.
De pronto, se dio cuenta de que el indecible Jenkins había terminado con sus cuentos. En ese momento estaba hablando el joven William Pitt, un brillante retórico, al que su rápida lengua salvaba de todos los apuros en los que le metía su impetuosidad. «Aún no tiene ni treinta —pensó Walpole— y ya es diputado. Algún día dirigirá el Gobierno, y por suerte yo ya no lo veré.» A sus sesenta y dos años, Walpole se sentía de pronto viejísimo, gastado, consumido por décadas en el centro del poder.
Y se preguntó durante cuánto tiempo le quedarían fuerzas para frenar a aquellos que querían lanzar al país a toda costa a una nueva gran guerra, en la que solo estaba en juego dinero para pocos y muerte para muchos.
Mirepoix había terminado su conversación con el duque de Newcastle y volvía con Walpole.
—¿Quién es el hombre que está hablando con el joven Pitt? —El marqués acercó un sillón al de Walpole, delante de la chimenea, y se sentó.
—Vernon —dijo Walpole.
—Ah. —El marqués asintió—. Uno de sus famosos héroes navales, ¿verdad?
—Supongo que le está explicando a Pitt cómo habría tomado Portobello si hubiesen tenido ocasión de hacerlo.
—La ruta del oro... —A Mirepoix le temblaban las aletas de la nariz—. Desde los días de Drake, eso es algo así como una obsesión para sus capitanes, ¿verdad?
—Sobre todo para los mercantes.
—Acláreme una cosa, sir Robert. ¿Por qué hace diez años prohibió al almirante Hosier atacar Portobello?
—La ruta del oro —dijo Walpole, sin entonación alguna.
—Sí, precisamente.
—Los españoles llevan oro de Perú y otros territorios a Panamá, y luego lo trasladan por tierra a Portobello desde la costa del Pacífico. Podríamos dispararles un poquito, saquear unos cuantos barcos, y ellos nos dispararían y saquearían unos cuantos mercantes nuestros. Un ataque a Portobello y Cartagena, donde se reúnen las flotas del Tesoro, sería el fin de este difícil equilibrio; sería el principio de una gran guerra.
—Que su gente afirma que Inglaterra podría ganar sin gran esfuerzo.
Walpole echó la cabeza hacia atrás y miró al techo. A media voz, dijo:
—Puede ser. Tenemos más barcos, probablemente también los mejores. Pero usted sabe, marqués, que un adversario desesperado es capaz de todo cuando realmente se le acorrala. España sigue siendo una gran potencia. No quiero ni pensar de lo que sería capaz Madrid si esto fuera un asunto de vida o muerte.
El marqués frunció el ceño.
—Sin duda habría un terrible baño de sangre. Pero su gente diría que era la inversión precisa para obtener un beneficio inmenso.
—Cien mil británicos muertos, cien mil españoles muertos, innumerables barcos hundidos, quemados, destruidos. Bonita inversión... ¿A cambio de qué?
—Dinero. Poder. Las riquezas de la América española.
Walpole rio entre dientes.
—Suena como si Vernon o Pitt le susurraran a usted cosas al oído. Pero usted y yo, marqués, sabemos más, ¿verdad?
Mirepoix guiñó un ojo.
—¿A qué se refiere?
—Sin duda Vernon hace inteligentes consideraciones tácticas. Qué habría que hacer para conquistar Portobello, o Cartagena, o digamos que Cuba. Armamento, táctica, riesgo. Pero lo que los señores marinos y generales siempre olvidan es la estrategia. Sea quien sea el que gane esta gran guerra, después quedará debilitado. Pero a ninguno de esos bravos caballeros se le ocurre pensar que Francia, Holanda y Austria tan solo esperan aprovechar esa debilidad.
Mirepoix asintió.
—Más que probable. Pero, dígame, ¿qué tiene eso que ver con las alusiones que Newcastle ha hecho?
—¿Qué alusiones ha hecho?
—Ha dicho algo de un intento de negociar con Madrid.
—Eso tendría que habérselo dicho también su gente en Madrid, marqués. ¿O quiere hacerme creer que no tiene ojos y oídos allí?
—Claro que no; pero me gustaría oírselo decir a usted. Digamos que para confirmar las noticias dudosas.
Walpole chasqueó la lengua.
—Estamos explorándolo. Nuestro embajador ve ciertas posibilidades. Pero aún es demasiado pronto para hablar de eso.
—¿En qué está pensando? Si es que los españoles quieren hablar con usted.
—La Compañía de los Mares del Sur suministra esclavos negros y envía un barco mercante. Como usted sabe, según el tratado, una determinada parte corresponde a la corona española. Durante los pasados veinte años ha habido beneficios, pero la honorable compañía jamás ha pagado nada a España. En vez de eso, pretende que Madrid la indemnice por los barcos apresados y las cargas incautadas.
—Que según el tratado podían ser apresados e incautadas, ¿no?
Walpole asintió.
—¿Y cree usted que su embajador podría conseguir una especie de equilibrio?
Walpole arrugó la nariz y rozó a Burton, que se había unido a ellos, con una mirada de desaprobación.
—Eso espero —dijo—. Keene es un hombre capaz, y goza de confianza y prestigio en Madrid.
Burton emitió una especie de gruñido.
—No en la Compañía —indicó en voz muy alta—. Y, sea lo que sea lo que pueda negociar..., ¿quién nos dice a nosotros que los dagos se atendrán a un tratado?
Walpole le volvió la espalda y vio que Mirepoix sonreía con cierta ironía.
—Únicamente la antiquísima lealtad española a los tratados le permite ese negocio con los esclavos, buen hombre —dijo el francés.
—¿Qué quiere decir con eso? El tratado de Utrecht no es tan antiguo.
—No estoy hablando del tratado de Utrecht. Hablo del de Tordesillas.
Burton resopló.
—¿Tordequé?
—Tordesillas, en 1494 —dijo Walpole. Cortante, añadió—: Hace doscientos cuarenta y cuatro años, para no poner a prueba su dudosa capacidad de cálculo. Entonces, España y Portugal se pusieron de acuerdo en una especie de línea sobre el Atlántico que separa sus ámbitos de influencia. España no puede hacer nada al este de esa línea, por ejemplo, en África. Y solo porque los españoles siguen ateniéndose a eso no pueden conseguir por sí mismos los esclavos que necesitan. ¡Y, ahora, deje de molestarnos, Burton!
Cuando el representante de la Compañía de los Mares del Sur se hubo retirado con una mueca, Mirepoix dijo:
—¿Qué aspecto tendría un compromiso así con España, si se produjera? ¿Renuncia general a toda materia litigiosa?
—Naturalmente que no; los estados no renuncian. No tengo las sumas exactas en la cabeza, marqués; no soy un contable.
—¿Aproximadas? Solo para poder decir a mi rey unas cuantas cifras... Le gustan las cifras, ¿sabe?
—Como a todos los soberanos. ¿Más o menos, pues? Creo recordar que los españoles exigían algo que rondaba las setenta mil libras. La Compañía de los Mares del Sur, por su parte, afirma haber perdido unas cien mil a causa de las confiscaciones. Pero también puede que sea al revés. Se podría restar lo uno de lo otro, piensa Keene, y una parte tendría que pagar el resto a la otra.
—¿Cree usted que Madrid querrá hablar? ¿En lo que respecta a un compromiso?
—Espero que sí. Pero no estoy seguro de que la Compañía se atendrá más a un nuevo tratado que al antiguo.
—¿Y si no es así? Lo que, si me lo permite, será probablemente lo que suceda.
—No sé si puedo obligarla.
—¿Y si no? —repitió el enviado.
Walpole suspiró.
—Entonces, habrá el baño de sangre. Que yo quiero evitar.
El marqués sonrió.
—En París ya se apuesta por él.
—Me lo imaginaba. Por eso haré todo lo que pueda...
—Podría ser que le obliguen a una aventura.
—¿Una mayoría de la Cámara Baja y el rey, quiere decir? —Walpole guardó silencio por un momento—. Es posible. Quizá. Pero aún tengo esperanzas.
Mirepoix chasqueó ligeramente la lengua.
—¿Esperanza? —dijo—. Creo que sobrevalora su valor contable. Por desgracia.