A las seis en punto de la tarde, las campanadas del Big Ben se colaron en el Número 10 por las ventanas abiertas.
En ese preciso momento, la señorita Watson se levantó, cogió el sombrero y la chaqueta, se despidió de Legat con un escueto «Buenas tardes» y salió del despacho con uno de los maletines rojos del primer ministro lleno hasta los topes de carpetas con sus meticulosas anotaciones. La convocatoria de un debate de emergencia en el Parlamento para abordar la crisis checa había puesto punto final a sus vacaciones veraniegas. Legat sabía que ahora, como siempre, la señorita Watson pedalearía por Whitehall hasta el palacio de Westminster, dejaría su vetusta bici en New Place Yard y subiría por una escalera privada hasta el despacho del primer ministro, que estaba al fondo del pasillo, detrás de la silla del presidente de la Cámara de los Comunes. Allí se encontraría con lord Dunglass, el secretario particular de Chamberlain en el Parlamento, por el que sentía una evidente y no correspondida atracción, para discutir las respuestas que el primer ministro daría a las preguntas por escrito.
Era la oportunidad que Legat estaba esperando.
Cerró la puerta, se sentó ante su escritorio, descolgó el teléfono y marcó el número de la centralita. Trató de adoptar un tono relajado.
—Buenas tardes, soy Legat. Por favor, póngame con este número: Victoria siete, cuatro, siete, dos.
Desde el momento en que la reunión con los jefes del Estado Mayor había terminado hasta este mismo instante, no había tenido un respiro. Ahora por fin pudo dejar sus notas sobre el escritorio. Entrenado desde niño para enfrentarse a los exámenes como si fueran un combate de gladiadores —el colegio, la beca, las pruebas finales de Oxford, la de acceso al Ministerio de Asuntos Exteriores— había escrito solo por una cara de las hojas para evitar que se emborronase la tinta. «PM expresó preocupación sobre idoneidad de defensa aérea…» Dio la vuelta a las hojas a toda prisa para que solo quedase a la vista la cara en blanco. Cumpliría las órdenes, las destruiría. Pero todavía no. Algo le impedía hacerlo. No sabía muy bien qué, tal vez un extraño sentido de la propiedad. Durante toda la tarde, mientras acompañaba a los sucesivos visitantes a sus citas con el primer ministro y recopilaba los documentos que este necesitaba para su discurso ante el Parlamento, sabía que estaba conociendo la auténtica verdad. Esa era la información en la que se basaría la política del gobierno; podía decirse que, en comparación, nada importaba demasiado. La diplomacia, la moralidad, la ley, la responsabilidad… ¿Qué peso tenía todo eso frente a la fuerza militar? Un escuadrón de la RAF, si recordaba bien, estaba formado por veinte aviones. De modo que solo disponían de veinte cazas modernos con el armamento en correcto funcionamiento para defender el país desde el cielo.
—Estoy pasando su llamada, señor.
Se oyó un clic cuando se estableció la conexión, seguido de los timbrazos del teléfono sonando. Su mujer descolgó con mucha más rapidez de la que él se esperaba y saludó con tono vivaz.
—Victoria siete, cuatro, siete, dos.
—Pamela, soy yo.
—Oh, hola, Hugh.
Parecía sorprendida y quizá también decepcionada.
—Escucha —continuo él—, no dispongo de mucho tiempo para hablar, de modo que presta atención a lo que voy a decirte. Quiero que prepares una maleta con ropa para una semana, que vayas al garaje y pidas que un coche os lleve a ti y a los niños de inmediato a casa de tus padres.
—Pero si ya son las seis.
—Todavía estará abierto.
—¿A qué vienen tantas prisas? ¿Qué ha pasado?
—Nada. De momento, nada. Pero quiero estar seguro de que estáis a salvo en algún sitio.
—Pareces muy nervioso. Detesto a la gente que se pone histérica.
Legat apretó con fuerza el auricular.
—Pues me temo, cariño, que la gente va a ponerse histérica. —Miró la puerta; oyó que alguien pasaba; los pasos parecieron detenerse. Bajó la voz y habló más deprisa—. Esta noche, dentro de unas horas, puede que ya sea muy complicado salir de Londres. Tienes que marcharte ahora que las carreteras todavía están despejadas. —Ella empezó a poner pegas—. Pamela, no discutas. Por una maldita vez en tu vida, ¿puedes hacer lo que te pido?
Se produjo un silencio.
—¿Y tú? —le preguntó en voz baja.
—Yo voy a tener que quedarme aquí toda la noche. Intentaré telefonearte más tarde. Ahora he de dejarte. ¿Harás lo que te pido? ¿Me lo prometes?
—Sí, de acuerdo, si insistes… —Legat oyó a uno de los niños al otro lado de la línea. Pamela los hizo callar—. Silencio. Estoy hablando con vuestro padre. —Luego volvió a dirigirse a él—: ¿Quieres que te lleve una bolsa con una muda y algunas cosas?
—No, no te preocupes. Intentaré escaparme en algún momento. Tú concéntrate en salir de Londres.
—Te quiero, ¿lo sabes?
—Lo sé.
Pamela esperó a que añadiera algo más. Legat sabía que debería haberlo hecho, pero no encontró las palabras. Se oyó un repiqueteo cuando ella colgó y después tan solo el zumbido de la línea vacía.
Alguien llamó a la puerta.
—Un momento.
Dobló las notas de la reunión con los jefes del Estado Mayor por la mitad, volvió a doblarlas en cuatro y se las guardó en el bolsillo interior de la americana.
Encontró a Wren en la puerta, el chico de los recados. Legat se preguntó si habría estado escuchando, pero el chaval se limitó a anunciar que habían llegado los de la BBC.
Por primera vez desde que estalló la crisis, había una multitud en Downing Street. La gente se había agrupado en silencio cerca de los fotógrafos, en la acera opuesta a la del Número 10. Lo que más parecía llamarles la atención era una enorme camioneta de color verde oscuro aparcada a la izquierda de la puerta principal con el logo de la BBC y las palabras UNIDAD MÓVIL pintadas a ambos lados en letras doradas. Un par de técnicos extendían unos cables desde la parte trasera y los pasaban por la acera para introducirlos después en el edificio a través de una de las ventanas de guillotina.
Legat se plantó en la entrada y comenzó a discutir con un joven ingeniero de sonido llamado Wood.
—Lo siento, pero me temo que no es posible.
—¿Por qué no?
Wood llevaba un suéter con el cuello en pico debajo de un traje de pana marrón.
—Porque el primer ministro tiene reuniones en la sala del consejo de ministros hasta las siete y media.
—¿No puede mantenerlas en algún otro sitio?
—No sea absurdo.
—Bueno, en ese caso, ¿podemos hacer la retransmisión desde otra sala?
—No, quiere dirigirse al pueblo británico desde el corazón del gobierno, y eso es la sala del consejo de ministros.
—Mire, estaremos en antena a las ocho y ya son las seis. ¿Qué pasa si el equipo falla porque no lo hemos probado adecuadamente?
—Dispondrán como mínimo de media hora, y si puedo conseguirles más tiempo, lo haré.
Legat dio por concluida la conversación. Por detrás del hombro de Wood, un Austin 10 giraba por Whitehall y entraba en Downing Street. El conductor había encendido los faros para ver mejor en la plomiza tarde y avanzaba poco a poco para evitar golpear a alguno de los espectadores que habían bajado de la acera y ocupaban la calzada. Los camarógrafos de los noticiarios reconocieron al pasajero antes que Legat. El resplandor de sus focos lo cegó unos instantes. Levantó la mano para protegerse los ojos. Se disculpó con Wood y avanzó hacia la calzada. Abrió la puerta trasera en cuanto el coche se detuvo.
Encorvado en el asiento, sir Horace Wilson llevaba un paraguas entre las rodillas y una cartera agarrada contra el pecho. Dirigió a Legat una débil sonrisa y salió del vehículo. Se volvió un instante cuando llegó al umbral del Número 10. Su expresión era lúgubre y evasiva. Estallaron los flashes. Wilson se escabulló hacia el interior, como un animal nocturno intolerante a la luz, sin prestar atención a su compañero de viaje, que se apeaba del coche por el otro lado. Este se acercó a Legat con la mano tendida.
—Coronel Mason-MacFarlane, agregado militar en Berlín.
El policía se cuadró.
En el vestíbulo, Wilson ya estaba desprendiéndose de la gabardina y el sombrero. El asesor especial del primer ministro era un hombre delgado, casi esquelético, con larga nariz y orejas colgantes. A Legat siempre le había parecido al menos educado, e incluso en algunas ocasiones puntuales ligeramente encantador, como uno de esos colegas de más edad que uno teme que un buen día empiece a soltar confidencias que uno preferiría no oír. Se había forjado su reputación en el Ministerio de Trabajo negociando con los líderes sindicales. Era raro pensar que acababa de plantear un ultimátum a Hitler. Pero el primer ministro lo consideraba una persona indispensable. Dejó con sumo cuidado el paraguas plegado en el paragüero junto al de su jefe y se volvió hacia Legat.
—¿Dónde está el primer ministro?
—En su despacho, sir Horace, preparando el discurso de esta noche. Todos los demás están en la sala del consejo de ministros.
Wilson se dirigió con paso decidido a la parte trasera del edificio después de indicar por señas a Mason-MacFarlane que lo siguiese.
—Quiero que informe lo antes posible al ministro —dijo, y añadió volviendo la cabeza para dirigirse a Legat—: ¿Es tan amable de anunciar al primer ministro que he vuelto?
Abrió las puertas de la sala del consejo de ministros y entró. Legat vislumbró trajes oscuros y galones dorados, rostros macilentos y enrevesadas nubes de humo azulado de los cigarrillos suspendidas en la penumbra hasta que la puerta volvió a cerrarse.
Recorrió el pasillo, pasó por delante del despacho de Cleverly, del de Syers y del suyo y llegó a la escalera principal. Al subir pasó junto a los grabados y las fotografías en blanco y negro de todos los primeros ministros desde Walpole. En el rellano de la primera planta, la casa se metamorfoseaba y pasaba de club de caballeros a mansión señorial campestre misteriosamente plantada en pleno centro de Londres, con sofás, óleos y altos ventanales de guillotina georgianos. Las salas de recepción estaban desiertas y en silencio; bajo la gruesa moqueta, los listones de madera del suelo crujían. Se sintió como un intruso. Golpeó con suavidad en la puerta del despacho del primer ministro.
—Adelante —dijo una voz familiar.
La habitación era amplia y luminosa. El primer ministro estaba sentado de espaldas a la ventana, inclinado sobre el escritorio, escribiendo con la mano derecha y con un puro encendido en la izquierda. Tenía delante un despliegue de plumas, lápices y tinteros colocados en una pequeña bandeja de madera, junto con una pipa y un bote de tabaco; aparte de eso, del cenicero y del secante forrado de cuero, el enorme escritorio estaba vacío. Legat no había visto nunca a un hombre que pareciera tan solitario.
—Primer ministro, sir Horace Wilson ya ha regresado. Le espera abajo.
Como de costumbre, Chamberlain no levantó la vista.
—Gracias. ¿Le importaría quedarse un momento?
Se detuvo unos segundos para dar una calada al puro y continuó escribiendo. Sobre su grisácea cabeza flotaba una irregular corona de humo. Legat avanzó y entró en el despacho. En los cuatro meses que llevaba trabajando allí no había mantenido todavía ni una sola conversación propiamente dicha con el primer ministro. En varias ocasiones, los informes que había presentado la noche anterior regresaban a la mañana siguiente con expresiones de gratitud anotadas en rojo en los márgenes —«Un análisis de primer orden.» «Planteado con claridad y bien expresado, gracias, NC.»—, y esos elogios más propios de un profesor lo habían emocionado más que cualquier comentario amable de un político. Pero Chamberlain jamás se había dirigido a él por su nombre, ni siquiera por su apellido, como solía hacer con Syers, y mucho menos por su nombre de pila, que era un honor reservado en exclusiva para Cleverly.
Pasaron varios minutos. Legat sacó con disimulo el reloj y lo consultó. Por fin el primer ministro terminó de escribir. Depositó la pluma en la bandeja, dejó el puro en equilibrio sobre el borde del cenicero y agrupó las hojas. Las igualó y se las tendió.
—¿Me hará el favor de mecanografiarlo?
—Por supuesto.
Legat se acercó y cogió las hojas; había más o menos una docena.
—Supongo que ha salido usted de Oxford, ¿verdad?
—Sí, primer ministro.
—No me ha pasado por alto su particular acento. ¿Podría leérselo? Si cree que hay alguna idea que debería desarrollarse, siéntase libre de hacer sugerencias. En estos momentos tengo tantas cosas en la cabeza que temo que haya alguna parte que no acabe de funcionar del todo bien.
Echó la silla hacia atrás, cogió el puro y se puso en pie. Pareció tambalearse un poco al hacer el súbito movimiento. Apoyó las manos en el escritorio para recuperar la estabilidad y a continuación se dirigió hacia la puerta.
La señora Chamberlain esperaba en el descansillo. Llevaba un traje aterciopelado digno de una cena de gala. Era diez años más joven que el primer ministro. Afable, despistada, de pechos voluminosos y un poco entrada en carnes, a Legat le recordaba a su suegra, otra chica de campo angloirlandesa de la que se decía que en su juventud había sido toda una belleza. Legat se detuvo para guardar las distancias. Ella le dijo algo a su marido en voz baja y, para gran sorpresa de Legat, vio que el primer ministro le tomaba la mano y le daba un fugaz beso en los labios.
—Annie, ahora no tengo tiempo. Ya hablaremos más tarde.
Cuando Legat pasó junto a ella le pareció que la mujer había estado llorando.
Siguió a Chamberlain escalera abajo y se fijó en sus hombros estrechos y caídos, en el cabello cano que se le rizaba un poco pese a lo corto que lo llevaba y en la mano sorprendentemente robusta que se deslizaba por la barandilla con el puro encendido y a medio consumir que sostenía entre el índice y el corazón. Tenía un porte victoriano. Su retrato en la escalera debería estar a mitad de camino, no en lo alto.
—Por favor, tráigame el discurso lo más rápido que pueda. —le pidió cuando llegaron al pasillo de los despachos.
Pasó por delante del de Legat, palpándose los bolsillos hasta que dio con la caja de cerillas. Se detuvo en la entrada de la sala del consejo de ministros y volvió a encender el puro, abrió la puerta de doble hoja y desapareció en el interior.
Legat se sentó ante su escritorio. La escritura del primer ministro resultó inesperadamente florida, incluso teatral. Permitía entrever a alguien más apasionado bajo ese caparazón de severa rectitud. En cuanto al discurso en sí, no le vio grandes virtudes. Para su gusto, había cierto abuso de la primera persona del singular: «He atravesado Europa en avión varias veces […] He hecho todo lo que un hombre puede hacer […] No abandono la esperanza de una solución pacífica […] Soy un hombre de paz hasta lo más profundo de mi alma…». Pensó que, bajo su ostentosa modestia, Chamberlain era tan egocéntrico como Hitler. Siempre ligaba el interés nacional consigo mismo.
Legat hizo algunos cambios puntuales, incorporó varias correcciones gramaticales, añadió una línea para anunciar la movilización de la Armada, que el primer ministro parecía haber olvidado, y llevó el texto abajo.
Al descender hasta la parte de la casa que daba al jardín trasero, la atmósfera volvió a cambiar. Ahora era como bajar a los camarotes de la tripulación en un crucero de lujo. Los cuadros, las librerías y el silencio daban paso a techos bajos, espacios poco ventilados, calor y el incesante barullo de una docena de mecanógrafas tecleando a un ritmo de ochenta palabras por minuto. Incluso con las puertas del jardín abiertas, el ambiente era opresivo. Desde que empezó la crisis llegaban a diario miles de cartas de ciudadanos al Número 10. En el estrecho pasillo se apilaban sacas con correo sin abrir. Ya casi eran las siete. Legat explicó a la supervisora la urgencia de su misión y esta lo condujo hasta una joven sentada ante el escritorio de la esquina.
—Joan es la más rápida. Joan, querida, deja lo que estés haciendo y pasa a máquina el discurso del primer ministro para el señor Legat.
La joven pulsó la palanca junto al rodillo y extrajo el documento a medio terminar.
—¿Cuántas copias?
Su tono era despierto, resolutivo. Habría hecho buenas migas con Pamela.
Legat se inclinó sobre el borde del escritorio.
—Tres. ¿Podrá descifrar su letra?
—Sí, pero iremos más rápido si usted me lo dicta.
Colocó los folios y el papel carbón y esperó a que él empezase.
—«Mañana se reunirá el Parlamento y yo explicaré los acontecimientos que han llevado hasta la tensa y crítica situación en la que nos encontramos…» —Legat sacó la pluma—. Disculpe. Tendría que ser «los acontecimientos que nos han llevado». —Marcó el cambio en el manuscrito y continuó—: «Resulta horrible, pasmoso e increíble que nos veamos obligados a cavar trincheras y a probar las máscaras de gas debido a una disputa territorial en un país lejano, entre gente de la que no sabemos nada…».
Frunció el ceño. Joan dejó de mecanografiar y lo miró. Sudaba un poco bajo la capa de maquillaje. Legat le vio un leve rastro de humedad encima del labio superior y reparó en que tenía la blusa pegada a la espalda. Se percató de pronto de que la chica era atractiva.
—¿Algo está mal? —preguntó ella irritada.
—Es esta frase, no me convence.
—¿Por qué?
—Quizá suene un poco desdeñosa.
—Pero tiene razón, ¿no? Eso es lo que piensa la mayoría de la gente. ¿A nosotros qué nos importa si un montón de alemanes quieren unirse a otro montón de alemanes? —Golpeteó nerviosa con los dedos en las teclas—. Vamos, señor Legat, usted no es el primer ministro, ¿no le parece?
Él se rio a su pesar.
—Eso es cierto… ¡Gracias a Dios! De acuerdo, sigamos.
Pasar el discurso a máquina llevó a Joan unos quince minutos. Cuando llegaron al punto final, sacó el último folio de la máquina de escribir, ordenó las tres copias y las sujetó con clips. Legat inspeccionó la primera copia. Era impecable.
—¿Cuántas palabras diría que tiene el discurso?
—Unas mil.
—Entonces le llevará unos ocho minutos leerlo. —Legat se levantó—. Gracias.
—De nada. Lo escucharé —dijo cuando él ya se alejaba.
Para cuando llegó a la puerta de la sala, Joan ya estaba tecleando otro documento.
Legat corrió escalera arriba y por el pasillo de los despachos. Estaba cerca de la sala del consejo de ministros cuando apareció Cleverly. Parecía como si hubiera estado acechando, escondido en el lavabo cercano.
—¿Qué ha pasado con tus actas de la reunión del primer ministro con los jefes del Estado Mayor?
Legat notó que se sonrojaba un poco.
—El primer ministro decidió que no quería que quedase constancia escrita de la reunión.
—Y entonces ¿qué llevas ahí?
—Su discurso radiofónico de esta noche. Me ha pedido que se lo trajese en cuanto lo tuviera transcrito.
—De acuerdo, muy bien. —Cleverly extendió la mano—. Ya me encargo yo. —De mala gana, Legat le entregó las hojas—. ¿Por qué no vas a comprobar si los de la BBC ya lo tienen todo a punto?
Cleverly entró en la sala del consejo de ministros. La puerta se cerró. Legat se quedó mirando los paneles pintados de blanco. El poder consistía en estar en esa sala cuando se tomaban las decisiones. Pocos entendían mejor esa regla que el primer secretario particular. Legat se sintió un poco humillado.
De pronto la puerta volvió a abrirse. La parte inferior de la cara de Cleverly se retorcía en el rictus de una sonrisa forzada.
—Por lo visto quiere que entres tú.
Una docena de hombres, incluido el primer ministro, permanecían sentados alrededor de la mesa. Legat los repasó con la mirada: los comandantes en jefe, los Tres Grandes, el ministro de las Colonias del Imperio Británico y el ministro para la Coordinación de la Defensa, además de Horace Wilson y el subsecretario permanente de Asuntos Exteriores, sir Alexander Cadogan. Todos escuchaban con atención al agregado militar, el coronel Mason-MacFarlane.
—La impresión más clara que me he llevado de mi visita a Praga de ayer es que la moral de los militares checos es baja.
Su informe era un poco entrecortado, pero fluido. Parecía estar disfrutando de su momento de gloria.
El primer ministro se percató de la presencia de Legat en la puerta y le indicó con un gesto de la cabeza que entrase y se sentara a su lado, en la silla de su derecha, normalmente reservada al secretario del gabinete. Empezó de inmediato a releer el discurso, recorriendo el folio con la pluma y subrayando alguna palabra. Daba la impresión de que solo escuchaba a medias al coronel.
—… Hasta el año pasado, el Estado Mayor checo contaba con un posible ataque alemán desde dos puntos, desde el norte a través de Silesia, o desde el oeste a través de Baviera. Pero la incorporación de Austria al Reich ha extendido su frontera con Alemania por el sur en más de trescientos kilómetros y eso amenaza sus defensas. Puede que los checos combatan, pero ¿lo harán los eslovacos? La propia Praga carece por completo de defensas contra un eventual bombardeo de la Luftwaffe.
Wilson, que estaba sentado al otro lado del primer ministro, lo interrumpió.
—Ayer por la noche vi al general Göring y estaba convencido de que el ejército alemán derrotaría a los checos no en semanas, sino en días. Sus palabras exactas fueron: «Y bombardearemos Praga hasta reducirla a escombros».
En el lado opuesto de la mesa, Cadogan resopló.
—Es obvio que a Göring le interesa presentar a los checos como unos pusilánimes. Pero el hecho es que los checos tienen un ejército numeroso y sólidas fortificaciones defensivas. Pueden resistir sin problemas durante meses.
—Sin embargo, como acabas de oír, el coronel Mason-MacFarlane opina lo contrario.
—Con todo mi respeto, Horace, ¿qué sabe él de esto?
Cadogan era un individuo menudo de carácter taciturno, pero Legat le vio en ese momento defender la posición de Asuntos Exteriores como un gallo de pelea.
—Con idéntico respeto, Alec, él ha estado sobre el terreno, a diferencia del resto de nosotros.
El primer ministro dejó la pluma sobre la mesa.
—Gracias por venir a vernos desde Berlín, coronel. Nos ha sido de mucha utilidad. En nombre de todos los aquí presentes le deseo un buen viaje de regreso a Alemania.
—Gracias, primer ministro.
Cuando se cerró la puerta, Chamberlain dijo:
—Le pedí a sir Horace que trajese con él a Londres al coronel para que nos informara en persona, porque este me parece un punto crucial. —Paseó la mirada alrededor de la mesa—. Supongamos que los checos se desmoronan antes de que acabe octubre, ¿cómo convencemos al pueblo británico de que merece la pena seguir combatiendo en esa guerra durante el invierno? Les estaríamos pidiendo unos sacrificios tremendos, ¿y para conseguir qué exactamente? De entrada, ya hemos aceptado que los alemanes de los Sudetes no deberían haber sido transferidos a un estado dominado por los checos.
—Este es desde luego el planteamiento de las colonias —corroboró Halifax—. Hoy mismo nos han dejado muy claro que sus poblaciones no apoyarán una guerra por un tema tan local. América no participará. Los irlandeses se declararán neutrales. Uno empieza a preguntarse dónde vamos a encontrar algún aliado.
—Siempre nos quedan los rusos, por supuesto —intervino Cadogan—. No debemos olvidar que ellos también han firmado un tratado con los checos.
Un murmullo de disconformidad se extendió por la mesa.
—Alec —dijo el primer ministro—, la última vez que consulté el mapa no había una frontera común entre la Unión Soviética y Checoslovaquia. La única posibilidad de intervenir que tendrían sería invadiendo Polonia o Rumanía. Y en ese caso ambos países se sumarían al bando alemán en la guerra. Y la verdad, incluso dejando de lado las realidades geográficas, ¡tener nada menos que a Stalin como aliado en una cruzada para defender las leyes internacionales! La idea es grotesca.
—La pesadilla estratégica es que esto acabe convirtiéndose en una guerra mundial —intervino Gort— y tengamos que combatir contra Alemania en Europa, contra Italia en el Mediterráneo y contra Japón en el Lejano Oriente. Si llegamos a esa situación, desde mi punto de vista la propia existencia del Imperio británico estaría en serio peligro.
—Vamos directos hacia un desastre de grandes proporciones —añadió Wilson— y me parece que solo hay una salida posible. He preparado el borrador de un telegrama para decir a los checos que en nuestra opinión deberían aceptar los términos de herr Hitler antes de que expire el plazo mañana a las dos: retirarse de los Sudetes y permitirle ocupar el territorio. Es el único modo fiable de evitar vernos inmersos en una guerra que podría adquirir muy pronto unas enormes proporciones.
—¿Y qué pasa si se niegan? —preguntó Halifax.
—No creo que lo hagan. Y si lo hacen, en ese caso Reino Unido al menos no tendrá la obligación moral de involucrarse. Habremos hecho todo lo posible por evitar la guerra.
Se produjo un silencio.
—Esta propuesta tiene como mínimo el mérito de la simplicidad —sentenció el primer ministro.
Halifax y Cadogan cruzaron una mirada. Ambos empezaron a negar con la cabeza. Halifax con parsimonia, Cadogan con más vigor.
—No, primer ministro, eso nos convertiría a efectos prácticos en cómplices de los alemanes. Nuestra posición en el mundo se derrumbaría, y con ella el imperio.
—¿Y qué me dice de Francia? —añadió Halifax—. Los pondríamos en una posición insostenible.
—Pues tendrían que habérselo pensado antes —intervino Wilson—, le garantizaron su apoyo a Checoslovaquia sin consultarnos.
—¡Oh, por el amor de Dios! —Cadogan alzó la voz—. Horace, esto no es una disputa empresarial. No podemos permitir que Francia declare la guerra a Alemania sola.
Wilson permaneció impávido.
—Pero ¿no acaba de decirnos lord Gort que Francia no tiene ninguna intención de ir a la guerra? Protestarán, pero se mantendrán detrás de la Línea Maginot hasta el verano.
Los jefes del Estado Mayor empezaron a hablar todos a la vez. Legat vio al primer ministro mirar el reloj que había sobre la chimenea y concentrarse de nuevo en su discurso. Al no ejercer su autoridad para distribuir los turnos de palabra, la reunión no tardó en convertirse en un barullo de varias conversaciones paralelas. Era admirable la capacidad de concentración de Chamberlain. Tenía setenta años, pero seguía a pleno rendimiento, como el antiquísimo reloj de la sala: tictac, tictac…
La luz que entraba por los ventanales había empezado a atenuarse. Dieron las siete y media. Legat decidió que tenía que decir algo.
—Primer ministro —susurró—, me temo que los técnicos de la BBC van a necesitar la sala para instalar sus aparatos.
Chamberlain asintió. Paseó la mirada por la mesa y dijo en voz baja:
—¿Caballeros? —De inmediato se hizo el silencio—. De momento vamos a tener que dejar este asunto. Está claro que la situación es de la máxima gravedad. Disponemos de menos de veinticuatro horas antes de que expire el ultimátum alemán. Ministro de Exteriores, ¿tú y yo podríamos hablar un poco más sobre el asunto del telegrama que propones enviar al gobierno checo? Horace, nos reuniremos en tu despacho. Alec, será mejor que tú también vengas. Gracias a todos.
El despacho de Wilson estaba al lado de la sala del consejo de ministros y podía accederse a él directamente desde allí. A menudo, cuando el primer ministro estaba trabajando a solas en la larga mesa con forma de féretro, dejaban la puerta abierta para que Wilson pudiese entrar y salir en cualquier momento. La prensa lo consideraba el Svengali de Chamberlain, pero por lo que Legat había podido observar, ese retrato minusvaloraba el dominio político del primer ministro; Wilson era más bien un servidor de enorme utilidad. Se deslizaba por Downing Street vigilando el buen funcionamiento de la maquinaria gubernamental como el detective de unos grandes almacenes. En innumerables ocasiones, Legat había notado una presencia mientras trabajaba en su despacho, y al volverse había descubierto a Wilson observándolo en silencio desde la puerta. Al principio su rostro se mantenía inexpresivo, hasta que aparecía su inquietante sonrisa.
Los técnicos de la BBC extendieron los cables por la moqueta y colocaron el micrófono en la esquina de la mesa del consejo de ministros más cercana a las columnas. Lo sostenía una estructura metálica grande y cilíndrica que se estrechaba en la base, como la punta de un proyectil de artillería. Junto al micrófono había un altavoz y varias piezas más del equipo cuya utilidad desconocía. Syers y Cleverly entraron para observar.
—Los de la BBC han preguntado si también pueden retransmitir en directo el discurso que dará mañana el primer ministro en el Parlamento —comentó Syers.
—Esa decisión no nos corresponde a nosotros —respondió Cleverly.
—Lo sé. Podría establecer un precedente. Les he dicho que se pongan en contacto con el jefe del grupo parlamentario.
Cinco minutos antes de las ocho, el primer ministro salió del despacho de Wilson seguido por Halifax y Cadogan. Wilson fue el último en aparecer. Parecía molesto. Legat sospechó que debía de haber seguido discutiendo con Cadogan. Esa era la otra gran utilidad de Wilson: actuar como sustituto de su jefe. El primer ministro podía utilizarlo para tantear ideas mientras él se quedaba a un lado y observaba las reacciones sin tener que exponer su punto de vista y poner en riesgo su autoridad.
Chamberlain se sentó detrás del micrófono y desplegó los folios de su discurso. Le temblaban las manos. Una de las hojas se le cayó al suelo y tuvo que inclinarse con gesto rígido para recogerla.
—Estoy muy torpe —murmuró.
Pidió un vaso de agua. Legat le llenó uno con la jarra del centro de la mesa. Con los nervios, lo colmó demasiado. Varias gotas salpicaron la pulida superficie.
El técnico de la BBC les pidió que se sentasen en la otra punta de la sala. Tras los ventanales, en el jardín y en la explanada de la Guardia Montada, había caído la noche.
El Big Ben dio las campanadas de las ocho.
Se oyó la voz del presentador por el altavoz:
«Aquí Londres. En unos momentos escucharán al primer ministro, el muy honorable Neville Chamberlain, hablando desde el Número diez de Downing Street. Su discurso se retransmite para todo el imperio, para el continente americano y en un elevado número de países extranjeros. Con ustedes, el señor Chamberlain».
Se encendió una luz verde junto al micrófono. El primer ministro se ajustó los puños y cogió el discurso mecanografiado.
—«Quiero dirigirles unas palabras, hombres y mujeres de Reino Unido y del imperio, y tal vez también a otras personas…»
Pronunciaba cada sílaba con cuidado. Su tono era eufónico, melancólico, tan inspirador como una marcha fúnebre.
—«Qué horrible, absurdo e increíble resulta que tengamos que cavar trincheras y probarnos las máscaras de gas en nuestro país por culpa de un lejano conflicto territorial entre gente de la que no sabemos nada. Y parece todavía más inverosímil que un conflicto que ya está en vías de solución pueda dar pie a una guerra. Puedo entender muy bien los motivos por los que el gobierno checo se ha sentido incapaz de aceptar los términos del memorándum alemán…»
Legat miró a Cadogan, situado al otro lado de la mesa. Asentía para mostrar su conformidad.
—«Pero después de mis conversaciones con herr Hitler creo que, si concedemos algo más de tiempo, debería ser posible llegar a un acuerdo para transferir el territorio que el gobierno checo ha aceptado entregar a Alemania bajo unas condiciones que garanticen un trato justo a la población afectada. Después de mis visitas a Alemania he podido comprobar de primera mano que herr Hitler considera que debe luchar por los otros alemanes. Me confió en privado y anoche lo repitió en público que en cuanto se solucione el problema de los Sudetes alemanes, Alemania dejará de plantear reclamaciones territoriales en Europa…»
Cadogan guiñó un ojo a Halifax, pero el ministro de Exteriores no se dio por aludido. Su rostro alargado, pálido, devoto y astuto permaneció impertérrito. En el ministerio lo llamaban el Zorro Sagrado.
—«No voy a abandonar la esperanza en una solución pacífica ni voy a cejar en mis esfuerzos por mantener la paz mientras siga habiendo alguna esperanza. No dudaría en realizar una tercera visita a Alemania si creyese que puede ser positiva…»
Ahora era Wilson quien asentía.
—«Entretanto, hay ciertas cosas que podemos y debemos hacer en casa. Seguimos necesitando voluntarios para prepararnos ante posibles ataques aéreos, para las brigadas de bomberos, los servicios policiales y las unidades de defensa territoriales. Que nadie se alarme si oye que se está llamando a filas a los jóvenes para manejar las baterías antiaéreas o cubrir las tripulaciones de los barcos de guerra. Son solo medidas de precaución que un gobierno debe tomar en tiempos como los actuales…»
Legat esperaba oír la frase que anunciaba la movilización de la Armada. Pero no llegó. El primer ministro la había eliminado. En su lugar había insertado un nuevo párrafo:
—«Sin embargo, por mucho que simpaticemos con un pequeño país enfrentado a un enorme y poderoso enemigo, no podemos bajo ninguna circunstancia comprometernos a involucrar a todo el Imperio británico en una guerra para defenderlo. Si debemos luchar, tendrá que ser por asuntos mucho más importantes que ese…
»Si estuviese convencido de que un país ha decidido dominar el mundo mediante el uso del miedo que provoca su fuerza, en ese caso no dudaría en enfrentarme a ello. Bajo semejante dominación, la vida de quienes creen en la libertad estaría amenazada. Pero la guerra es algo terrible y debemos tener muy claro, antes de lanzarnos a ella, que hay en juego asuntos de enorme importancia y que es necesario sopesar todas las consecuencias antes de ponerlo todo en riesgo para defenderlos.
»De momento, os pido que esperéis con toda la calma posible los acontecimientos de los próximos días. Dado que la guerra todavía no ha estallado, aún hay esperanza de evitarla y sabéis que trabajaré por la paz hasta el último momento. Buenas noches».
La luz verde se apagó.
Chamberlain dejó escapar un prolongado suspiro y se apoyó en el respaldo de la silla.
Wilson fue el primero en ponerse en pie. Se acercó al primer ministro, aplaudiéndole sin hacer mucho ruido.
—Ha estado espléndido, si me permite decírselo. Ni un tropiezo, ni un momento de duda.
Legat vio sonreír al primer ministro por primera vez. Asomaron unos dientes entre amarillentos y grisáceos. Su reacción ante los elogios parecía casi infantil.
—¿De verdad ha estado bien?
—El tono ha sido perfecto, primer ministro —ratificó Halifax.
—Gracias, Edward. Gracias a todos. —Incluyó a Legat junto con los técnicos de la BBC en su bendición general—. Cuando hablo ante un micrófono el truco es siempre imaginarme que me dirijo a una única persona sentada en su sillón y que hablo con ella en la intimidad, como un amigo. Claro que esta noche me ha costado más que otras veces, porque sabía que estaba hablando con una segunda persona sentada entre las sombras de la habitación. —Bebió un sorbo de agua—. Herr Hitler.