Oleguer caminaba a trompicones después de la gran juerga que se había corrido con los delfines de los Gualbes y los Camòs en la mancebía del Canyet, situada cerca del portal de San Daniel. El Canyet era uno de los tres burdeles públicos controlados por el Consell de Cent. Los Gualbes, burgueses importantes de Barcelona y con cargos dentro del gobierno de la ciudad, eran los propietarios de tan próspero negocio. El Consell de Cent los protegía, imponiendo multas o penas de prisión a las putas que trabajaban por cuenta propia.
Oleguer pasó una noche de vértigo en brazos de Ágata, la Geperuda, tras entrar a las manos con dos curas y partirles las sonaderas, pues querían ser los primeros en beneficiársela. La Geperuda, a pesar de su deformidad, era lozana, de mucho ardor y lujuriosa, razones por las que todos querían adelantarse en gozarla. Rondaba la Geperuda la veintena y no la acompañaba aún el cuerpo cuando, por necesidad, empezó a dedicarse al oficio. Era de cara redonda, hermosos ojos verdes y gran melena oscura que dejaba caer sobre su espalda. La acentuada curvatura de su espinazo no era obstáculo para la lascivia de laicos y prelados, ávidos por tocarla para, según decían, acrecentar suerte y fortuna. El joven Oleguer, desvergonzado como pocos, era su cliente preferido desde el día en que, entre sus brazos, empezó a abismarse en una pasión desconocida y se sintió latir, vibrar y estremecerse como jamás había sentido; de eso hacía un par de años, cuando el chico estaba recién estrenado en sus catorce años. Oleguer, al principio, holgaba de gracia, puesto que el negocio pertenecía al padre de su amigo, Ferrer de Gualbes; pero la Geperuda, resabiada y diestra en su oficio y no dispuesta a dar ventajas que no engordaran su bolsa, supo, de tapadillo y con disimulo, cobrarse los favores del chico; el hostelero no perdonaba su parte por el uso de las habitaciones donde prestaba su servicio y cada sábado, sin dilación, le hacía entrega de su correspondiente renta. La Geperuda era puta y no señora; su quehacer era de vida corta y, si no quería terminar en la muralla, debía proveerse de medios y rentas suficientes para la vejez, sin regalar ocasión alguna. Conocía el triste final de muchas del oficio que —en manos de rufianes y alcahuetes que vivían de los pecados de ellas— acabaron expulsadas de la ciudad, azotadas, paseadas en burro por las calles o colgadas de las horcas de los portales, pues la ciudad tenía severas normas contra aquellas que ejercían fuera del burdel. En el mejor de los casos podía terminar sus días apartada en el monasterio de las Egipciacas —como su pobre madre, a quien el paso del tiempo le impedía ya recordar su rostro—, que recogía a antiguas prostitutas para que se arrepintieran de su vida pasada. El monasterio se inscribía dentro del Hospital de la Santa Cruz, que reunía todos los hospitales de pobres de la ciudad. Allí, Ágata, la Geperuda, había visto la primera luz de tan infausto mundo.
—De tener uso de razón, hubiera dado vuelta y regresado al molde donde me forjó mi madre —le dijo en cierta ocasión a Oleguer.
No la cocinó bien su madre, pues dejó su espalda como el gancho de un carnicero, se dolía la joven.
—Anda, Geperuda, calla y avíame el asunto con esa boquita que tú tienes —le dijo con indisimulado fastidio.
Ágata, la Geperuda, comprendió que no podía esperar encontrar refugio en él, ni siquiera para sus palabras, y cumplió sus exigencias con desagrado.
Al joven, las confesiones, tormentos, aflicciones y manifestaciones de ánimo de la Geperuda le molestaban porque no le importaban una higa y le ponían de pésimo humor. Fuera de su propio placer, era incapaz de sentir empatía por alguien. Además, para eso estaban los curas, se decía. Ya tenía bastantes penas encima como para atender otras que no le atañían, y mucho menos las de una puta jorobada.
Lo que le preocupaba era que sus amigos empezaron a criticar a su padre, pues era del conocimiento de todos los tratos que este mantenía con gentes que no pertenecían a su misma calidad y grado. ¿Cómo convencerlos de que las actuaciones de su padre le repugnaban tanto como a ellos? No tuvo que esforzarse mucho, pues eran capaces de ver la mucha rabia y el mucho reconcomio y agitación que dominaba a Oleguer.
—Para mi madre y para mí es un deshonor y una vergüenza, y lo malo es que no sabemos cómo actuar. Sus amigos empiezan a darle la espalda. ¡Deseo para él el peor de los males por las afrentas a las que nos somete! —exclamó finalmente.
—Tranquilo, nosotros no te daremos de lado. Es cuestión de tiempo que te hagas cargo de los negocios familiares y, cuando tu padre falte, todo volverá a la normalidad. Además, no hay de qué preocuparse, jamás boticarios o cereros hincarán el diente en el gobierno de la ciudad, ¿o es que nos hemos vuelto todos locos? —terminó diciendo Antoni Camòs, riéndose a mandíbula batiente y rodeado de otros jóvenes mientras el vino corría entre ellos.
Su padre tardaría mucho en faltar, pues era hombre de vida ordenada y con una salud de hierro, pensaba Oleguer mientras hundía su frustración en el interior de una jarra. No visitaba los burdeles como los padres de sus amigos, ni era amante del vino y los excesos. Solo le preocupaba el trabajo y, este, en vez de mermar sus fuerzas, resultaba el mejor remedio que su progenitor tenía para ahuyentar la enfermedad y atrasar la vejez. Le gustaba el trabajo pues, como afirmaba, le daba vida y energía. El espíritu vagaroso de Oleguer, así como las opresiones y congojas que sentía ante cualquier industria, le impedían entender el aprecio que su padre mostraba por el trabajo. Él no había nacido para trabajar y, en cuanto su padre faltara de este mundo, tenía bien claro que iba a disfrutar a cuerpo de rey de la fortuna que había atesorado en vida. Esa era, para Oleguer, su propuesta vital y no se le escapaba que, por mucho que malgastase el dinero familiar, necesitaría varias vidas para verse en la ruina.
—¡Y nosotros te ayudaremos a gastarlo! —le decían.
El grupo de Oleguer lo formaban una veintena de jóvenes, hijos de buenas familias que, antes de dar con las mozas, entretenían sus ocios comiendo y bebiendo en el hostal de la mancebía hasta caerse de la silla. El burdel del Canyet estaba pegado a la muralla y dividido en dos partes: el hostal, donde se servía de comer y beber tanto para las rameras como para los clientes, y, en su parte alta, las habitaciones donde ofrecían sus servicios. La segunda era el huerto donde se levantaban las casas en las que descansaban las mujeres, la que ocupaban los hosteleros a cargo del negocio y la de las dos esclavas entregadas en adecentar las habitaciones, cocinar y atender las necesidades de las meretrices. La mancebía, en suma, la formaban varios edificios para diferenciados usos y conectados entre sí.
De entre la caterva de jóvenes de amojamado entendimiento y ánimo licencioso, que empeoraban sus días entre las paredes del burdel, Ferrer de Gualbes, Antoni Camòs y Rafel Teixidor —hijo de un tratante de esclavos— eran los mejores amigos de Oleguer; pocas veces se separaba de ellos y los hacía partícipes de sus turbaciones y sentimientos de congoja. Sobre todo los que tenían que ver con su padre y con el pequeño bastardo.
—Acaba con él si tanto te incomoda —le dijo Ferrer de Gualbes.
—¿Crees que mi padre no sabría que he sido yo? Sabe del odio que le tengo a Martín. Aunque se ahogara por accidente, mi padre me consideraría el causante de su muerte y jamás me perdonaría.
—¿Y qué te importa el perdón de tu padre?
—Nada; pero sí sus consecuencias.
—Pues véndeselo a mi padre —dijo Rafel Teixidor, riendo como un imbécil por efecto del vino y sin apenas tenerse en pie.
—¿Te has vuelto loco? No se pueden vender cristianos; nos ahorcarían.
—¿Quién? ¿Los del General? Te sorprendería lo que puede hacer mi padre. ¿Sabes la cantidad de notarios y aseguradores que hacen negocio gracias a él? Mi padre les unta a todos porque Barcelona es la puerta por donde entra tan buena mercancía, donde se vende, se reagrupa y se distribuye hacia los puertos de Valencia y Andalucía. Mi padre fleta naves hacia Barbería, Rodas, Alejandría, el mar Negro, Madeira, Canarias. —Se paró a pensar; eran tantos los lugares que Teixidor no podía recordarlos todos—. Tiene mercaderes hasta en Siracusa, y se surte de griegos, negros, mestizos, sarracenos, rusos, tártaros, búlgaros, de todo tipo de gente para su venta. Oleguer, todos tienen esclavos, hasta los mismos obispos; la ciudad está llena y son utilizados como bastaixos de capçana, remers, barquers... en mil oficios. Todo el mundo —insistió— quiere tener su esclavo, y si algún habitante de la ciudad ayuda a uno a huir, puede ser condenado a la horca por el veguer.
—Pues tu padre debe de estar bien forrado —exclamó Ferrer.
—Y muchos que viven gracias a él... menos tu padre —dijo dirigiéndose a Oleguer—. Es el único que no quiere tratos con nosotros —concluyó.
Oleguer gruñó de rabia; su amigo tenía razón: su padre era un verdadero necio.
—Hazme caso —insistió Teixidor—. Una noche lo raptamos, lo metemos en una nao y se acabaron tus problemas para siempre.
Oleguer supuso que no era tan fácil como afirmaba su amigo.
Aconteció que, por esos días, un brote de peste se cebó en la ciudad causando gran mortandad, hasta el punto de que la Diputación del General puso tierra de por medio y se trasladó en pleno a Vilafranca del Penedès. Habían pasado casi diez años desde el último brote de peste y todos recordaban las terribles consecuencias. Aunque la peste no fue obstáculo para que Oleguer y sus amigos se dedicaran a sus aficiones y continuaran frecuentando el hostal y las prostitutas del Canyet. Siguieron bebiendo y holgando con la exacerbada imprudencia de la juventud, y cuando ya casi no podían tenerse en pie, Ferrer de Gualbes hizo un aparte con Oleguer.
—Te traigo algo que pondrá remedio a todos tus males —dijo señalándole una bolsa grande de cuero que se asemejaba a un zurrón.
Oleguer fue a tomarla cuando Ferrer lo detuvo.
—¡Quieto! Antes debes escucharme.
—¿Qué traes ahí?
—Espera, espera... —dijo con la lengua empedrada por el vino—. Aún no debes tocarla hasta que te diga de qué se trata y, entonces, deberás hacerlo con sumo cuidado.
—¿A qué andar con tanto misterio?
Ferrer rio sin poder contenerse al tiempo que intentaba articular una frase.
—Es parte de la camisa de un apestado —dijo finalmente.
—¡Te has vuelto loco! —exclamó, asustado.
Sin duda su amigo había perdido el juicio, exponiéndolos a todos a plaga tan terrible.
—¡Eres un insensato! ¡Cómo se te ocurre tal cosa! ¡Las bromas tienen un límite, Ferrer! —gritó fuera de sí, lo que atrajo sobre ellos las miradas de muchos de los que se encontraban en la estancia.
—¡No grites y escucha! Lo he hecho por ti, ¿no lo adivinas?
La mirada de Ferrer era siniestra y, al mismo tiempo, con el brillo de alguien que gozaba con la situación y con lo que estaba a punto de manifestarle.
—Llévate la bolsa y cuando estés ante la cuna de tu hermanito solo tendrás que volcar su contenido sobre él. La Providencia hará el resto.
—Eres realmente perverso; solo a alguien muy malvado podía ocurrírsele algo semejante.
La consideración de Oleguer pareció satisfacer a Ferrer.
—No me negarás que es una estupenda idea.
Sí, una buena idea, se dijo Oleguer; excepto que podía contagiarlos a todos y morir de la forma más terrible.
—Imagínate al bastardo —continuó Ferrer— con la piel ya azulada, casi negruzca, atenazado por la fiebre, con enormes bubas por todo su pequeño cuerpo y perdiendo la vida entre convulsiones. ¿No te alegra el cuadro?
Por supuesto que le alegraba. Y no solo eso, sino que podía visualizar las palabras de su amigo y comprobar que la imagen mental le hacía sentir muy feliz. Pero resultaba peligroso y era demasiado cobarde como para exponerse a tan terrible mal.
—Bien, tú te lo pierdes. Mi intención no era otra que ayudar a un amigo —dijo Ferrer mientras con un palo alcanzaba la bolsa y la echaba al fuego de la chimenea del hostal, ante la mirada extrañada de algunos de sus amigos que no comprendían lo que aquellos dos se llevaban entre manos.
Oleguer vio arder la bolsa y lo lamentó; perdía una buena ocasión de acabar con el bastardo. Se levantó de la silla con tal ímpetu que llamó la atención. Tenía el rostro agrio y el corazón quemado por una ira impetuosa que necesitaba extraer fuera de sí.
—¿Adónde vas? Aún no te has terminado tu jarra.
—¡A joder a la puta jorobada! —bramó.
Ágata, la Geperuda, las últimas semanas no se sentía cómoda con su joven cliente y evitaba su trato y compañía. Oleguer empezó mostrándole una violencia nueva, que poco tenía que ver con los lances de amor y sí con una rabia salvaje e insana que lanzaba contra ella sin ningún miramiento. Además, y por primera vez, empezó a mofarse de sus imperfecciones, llamándola gibosa y cuna de deformidades. Y eso era algo que no estaba dispuesta a soportar, y aunque el bravo cuerpo de Oleguer la abrasaba por fuera y por dentro, antes prefería el cariño, la piedad y las cabalgadas furiosas de sus mejores clientes que consentir en tales atropellos y vejaciones.
Ágata, una noche en que, en principio, se negó a recibirlo, terminó accediendo preguntándole qué le ocurría. Oleguer, después de dar forma a lo que le pareció una disculpa, se abrió a ella. La causa de todo era la presencia del bastardo, confesó, contándole seguidamente cómo había llegado aquel crío a su hogar, trastocándolo todo. Existían más motivos, aunque estos no se los confesó a la Geperuda.
—Deseo matar a ese niño —terminó diciéndole Oleguer, con tal expresión de odio en el rostro que a la prostituta se le erizó la piel—. No hay día que no piense en alguna forma de acabar con él.
—Eso no es cierto —dijo ella.
—¡Qué sabrás tú! —exclamó y, llevado por su acaloramiento y su odio, le contó la ocasión que había perdido con Ferrer—. Si no hubiera sido tan cobarde, ahora Martín estaría muerto —terminó diciendo, sin reparar en la expresión de repulsión que dominaba a Ágata mientras le contaba el suceso.
—¿Me estás diciendo que no te llevaste la camisa por cobardía?
—Así es —afirmó—. ¿Podrás perdonar mi estupidez? —preguntó con la voz de un niño memo, desprovisto del mínimo sentido moral, sin reparar en el horror que dominaba a la Geperuda, sin advertir que era una puta con buen corazón, sin percatarse de la repugnancia y aversión que, en ese instante, la chica sentía hacia él.
Siempre lo había visto como a un joven con muchos vicios y defectos; un niño estúpido, inconsciente y egoísta; nada que no se curara con el tiempo. Pero en ese instante había visto su auténtica naturaleza cruel y despiadada, y sintió miedo.
—Es tarde. Debes irte —dijo.
Oleguer insistió en quedarse un poco más, incluso le ofreció más dinero, pero ella persistió en su negativa repitiendo una y otra vez que se encontraba muy cansada y que ya había tenido suficiente. Oleguer, en su puerilidad y engreimiento, al final se sintió halagado, creyendo que había triturado a tan experta matrona.
—¿No me digas que no vas a poder trabajar en varios días?
—Eso es. Tarda en volver —contestó.
Oleguer sonrió y, después de vestirse, le dejó algunas monedas de más sobre la almohada.
—También he gozado el doble; justo es que vuelva a pagarte.
Ella no se movió de la cama, pero no dejó de mirarlo hasta que abandonó su habitación. Quería verlo bien por última vez.
Oleguer no regresó inmediatamente a su casa, sino que se entretuvo en la posada, pues sentía la necesidad de contarle a sus amigos sus proezas: el extremo agotamiento en que había dejado a la Geperuda.
Cuando se animó a regresar a casa, lo hizo dando bandazos como un navío sin gobierno. Fue entonces cuando vio entrar en la calle Montcada, por la parte del Born, al canónigo Francesc Colom, amigo de la familia.
Oleguer se ocultó en la esquina de Montcada con Barra de Ferro, para evitar que el eclesiástico lo viera en tan lamentable estado.