Pablo y yo nos conocimos un viernes, a mediados de diciembre de 2004. Ambos teníamos 24 años. Por aquella época yo era un joven opositor a la Carrera Diplomática. Había suspendido los exámenes por primera vez unos meses atrás, y como parte de mi rutina, cada fin de semana salía una noche a bailar y tomar algo con mis amigos. Pablo era estudiante de Derecho y Administración de Empresas, y como cualquier universitario que se precie de serlo, aprovechaba los viernes para adentrarse en la noche madrileña.
Él acababa de llegar. Yo estaba a punto de marcharme, pero cuando vi a aquel chico tan bajito que se acercaba a la barra del Polana para pedir una copa, se me ocurrió acercarme a saludar. Hablamos unos minutos, no sé muy bien de qué, le pedí su número de teléfono, él me lo dio y me fui.
Al día siguiente lo llamé. Ya lo sé, debería haber estado concentrado en estudiar derecho internacional privado, o en hacer traducciones, o al menos en leer el Economist o Le Monde Diplomatique… pero qué demonios, alguna vez tenía que tomarme un día libre, y ese chico me había gustado un montón. Lo llamé ese sábado, y el domingo también. La idea era quedar al viernes siguiente, cuando yo acabara de cantar, que, en la jerga de los opositores, es la clase semanal que uno tiene con su preparador para recitar de memoria alguno de los temas que se ha estudiado durante la semana. No fui capaz de esperar tanto. Además de las llamadas, chateábamos varias veces al día a través de internet, que entonces aún no había WhatsApp. Y al final, el miércoles quedamos para cenar. Toda una conmoción en mi rutina de opositor.
Nos encontramos en la puerta de Bazar, un restaurante del centro de Madrid donde no admitían reserva. Creo que sigue funcionando igual. Mi primera impresión fue que era aún más bajito de lo que recordaba. Tiempo después, él me confesó que mi peinado un poco descuidado le hizo pensar que llevaba un gato en la cabeza. Lo que son las cosas de la memoria, recuerdo con exactitud lo que comimos. Un carpacho de gambas, milhojas de solomillo y un postre delicioso que se llamaba Chocolatísimo. Porque en una primera cita hay que tomar postre, las manías dietéticas no hay que desvelarlas hasta más adelante.
También recuerdo nuestra conversación. Hablamos de los estudios, de lo que ambos queríamos hacer en el futuro. Le conté que desde niño había soñado con ser diplomático y que eso significaría pasar la mayor parte de mi vida en el extranjero. Él me contestó, ya esa primera noche, que para él eso no sería un problema: le encantaba viajar, aprender idiomas y conocer nuevas culturas. A partir de ahí, nos saltamos todas las normas y empezamos a hablar de política y de religión. Resultó que pensábamos casi igual. Envalentonados por lo bien que iba la cita, y supongo que algo achispados por el vino, porque si no la cosa no tiene explicación, decidimos ir aún más lejos.
—¿Te gustaría casarte? —me preguntó Pablo.
Recordemos que la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo no se aprobó en España hasta 2005, aunque en aquel momento ya había un enorme debate social al respecto.
—No lo sé —reconocí—. Como nunca había sido una opción, la verdad es que no me lo he planteado muy serio. Quizá no haya conocido a la persona. Pero supongo que sí, ¿por qué no?
—Yo lo tengo clarísimo. Quiero casarme con el hombre de mi vida y tener hijos.
—¿Quieres hijos? —pregunté.
—Sí. ¿Tú no?
—Claro que sí. Siempre le he dicho a mi madre que acabaría por ser yo el que la hiciera abuela. Mis hermanos son un desastre en ese sentido. Además, hay muchas formas: la adopción, el vientre de alquiler…
Porque sí, en aquella época decíamos vientre de alquiler. Creo que la expresión «gestación subrogada» no había llegado aún a España, o quizá aún no nos hubiéramos vuelto todos tan políticamente correctos.
—¿Y cuántos hijos quieres? —preguntó Pablo. Era como si no pudiéramos parar.
—Dos. Niño y niña, si es posible.
—Está bien, dos. En mi familia es tradición que el hijo mayor se llame Pablo.
—Sin problema. Pablo o Paula, me gustan los dos nombres. Pero entonces le ponemos primero mi apellido. Y al segundo bebé, pues ya veremos. A mí me gusta Alejandro. O Alejandra.
—Me parece perfecto. Y nada de elegir el sexo, que sea lo que Dios quiera.
En aquella primera cita, Pablo y yo hablamos de todos los temas prohibidos. Además de política y religión, dejamos claro que ambos queríamos casarnos y fundar una familia nada menos que con dos vástagos de sexo aún indeterminado, pero ya con al proyecto de nombre y apellidos. Una imprudencia total, cualquiera de los dos hubiéramos podido salir corriendo a la primera de cambio. Pero no. Creo que ambos teníamos claro que aquello, o iba en serio, o no iba en absoluto.
Después de la cena, y aunque yo debería haberme ido a casa para poder estudiar al día siguiente, decidimos ir a un bar cercano, La Lola, que supuestamente era tranquilo y nos permitiría seguir charlando. En algún punto del camino nos dimos nuestro primer beso. Ya en el bar, estábamos en la barra listos para pedir una copa cuando la vi por el rabillo del ojo. Allí, sentada en una mesita con un florero y un clavel, vestida de flamenca y provista de una baraja de cartas, estaba Moraima.
Moraima era una santera cubana que llevaba años, décadas, en España. Yo la conocí en mis tiempos de actor en el Teatro Español, cuando varios miembros de la compañía íbamos a La Negra Tomasa, allá por el barrio de Huertas, para que Moraima nos echara las cartas. Moraima estaba en permanente contacto con el espíritu de una gitana que, además de ayudarle a leer el porvenir, le informaba sobre las posibles presencias sobrenaturales, ya fueran familiares difuntos u orichas santeros, que acompañaban al consultante. Quizá como guiño a su gitana, Moraima vestía siempre de faralaes.
—¡Luis Tomás! —me llamó, empleando mi nombre completo—. ¿Te parece bonito haber desaparecido? ¡Ni siquiera sé hace cuánto tiempo que no te veo!
Mea culpa. En efecto, había pasado más de un año desde mi última visita a La Negra Tomasa. Aquella última vez, yo estaba a punto de dejar el teatro para marcharme unos meses a estudiar a París antes de empezar con las oposiciones. Moraima no era lo que se dice famosa por sus aciertos, pero en aquella ocasión se me ocurrió preguntarle por mi futuro profesional. Yo nunca le había hablado de mi vocación diplomática, ella solo me conocía por el teatro, pero tras extraer tres o cuatro cartas de la baraja española, anunció con total seguridad:
—Veo que te metes en un lugar oscuro, como una cueva, y te pones a leer papeles y papeles. Luego haces una prueba, un examen o algo, y empiezas a viajar por todo el mundo. Algo como si representaras a España. Como los embajadores, ¿entiendes?
Obviamente, no quise saber más. Había descrito con todo lujo de detalles cómo me ponía a estudiar, hacía el examen de oposición y al fin me convertía en diplomático. Me fui a París y dejé atrás la farándula. A mi regreso me puse con las oposiciones, y cada vez que flaqueaba en mi empeño, recordaba la profecía de la santera cubana. Su primera profecía. Porque esa noche tenía otra guardada para mí.
—He estado fuera —contesté a Moraima.
—¿Quién es este chico? ¿Tu novio? Vengan aquí los dos que les voy a echar las cartas.
—Vale, ¿por qué no?
Miré a Pablo, que me devolvió la mirada con horror. Como tuve ocasión de averiguar después, él odia estas cosas paranormales. No se cree nada. Y tampoco es de los que se sienten obligados a hacer algo que no quieren.
—A mí no me apetece. Pero pasa tú, a ver qué te dice.
Yo dudé unos instantes, pero al fin me encogí de hombros y fui a sentarme ante Moraima. Ella me asperjó con un poco de agua que obtuvo del jarroncito que había sobre la mesa, cerró los ojos, invocó al espíritu de su gitana, me pidió que barajara las cartas y cuando se las devolví empezó a extenderlas encima de la mesa. Tras unos instantes de reflexión, empezó a hablar.
—¿De qué signo es él?
—No lo sé, nos acabamos de conocer. Espera, me ha dicho que su cumpleaños es el 12 de septiembre.
—Virgo, signo de tierra, cabezón y con las ideas claras. Tú eres libra, lo tuyo es el aire, tú te adaptas y fluyes. No te esfuerces por soplar porque no conseguirás moverlo de su sitio. Pero la tierra se adapta al aire y el aire a la tierra y al final forman una unión perfecta. Y del aire y la tierra a veces nace el agua. Lo veo claro, ustedes dos tendrán un bebé y será piscis.
Yo empecé a notar unos puñales que se clavaban en mi espalda, sin duda procedentes de los ojos de Pablo. Empecé a sudar. La lectura de cartas ya duraba demasiado tiempo. Era hora de terminar si no quería que aquel chico tan interesante acabara por escaparse. ¿Pero cómo hace uno para callar a una santera cubana?
—Lo siento, ya no veo nada más —dijo Moraima de pronto—. Hay una presencia obsesionada con este acto, un espíritu poderoso, seguro, que no quiere que continuemos. Pero ven a visitarme otro día y seguimos.
Yo me di la vuelta y observé a Pablo, que sonreía irónico. No tuve ninguna duda de que la presencia sobrenatural era él. Pero la tirada de cartas ya había dado bastante de sí: ya teníamos bebé con signo del zodiaco y todo.
La noche se alargó, ya sin cartas ni profecías, y yo llegué a casa de madrugada. Al día siguiente no pude estudiar y mi cante de la semana fue un desastre. Pablo y yo empezamos a salir. Con el tiempo aprobé las oposiciones y nos fuimos a vivir juntos. En 2012 nos casamos, tal y como habíamos previsto en nuestra primera cita. Un año después nos destinaron a Guinea Ecuatorial. Allí nos fuimos los dos, con nuestro perro Churchill. Cuando llegó el momento de elegir el siguiente puesto, tuvimos en cuenta varios factores, entre ellos la posibilidad de hacer realidad la segunda profecía de Moraima. Como primera opción para ser padres, habíamos decidido intentarlo con un proceso de gestación subrogada en Estados Unidos. Un puesto diplomático en Washington, Miami o San Francisco estaba fuera del alcance de mis posibilidades, pero Venezuela… Venezuela era factible, y estaba solo a dos horas de vuelo de Miami. ¿Por qué no?
Así empezó nuestra gran aventura.