Si nos acercamos a visitar el Museo del Prado, tendremos la oportunidad de contemplar un inmenso óleo, en el cual un nutrido grupo de mujeres sentadas en el suelo prestan atención a las palabras que pronuncia un macho cabrío. El animal —al igual que ellas— está sentado y viste una especie de sotana o hábito que le cubre el cuerpo, a excepción de la cornamenta y las pezuñas. Indumentaria y posición le confieren una forzada e inquietante apariencia humana. Las mujeres que escuchan a la bestia se nos presentan ancianas y ajadas, en parte a consecuencia del oscuro cromatismo y de los magistrales trazos que consiguen hacernos intuir que se trata de una reunión de brujas invocando al diablo. El cuadro es obra de Francisco de Goya y lleva por título El aquelarre o El gran cabrón.
Esa pintura la realizó Goya en los estertores de la Inquisición, entre 1820 y 1823, una década antes de que, durante la regencia de María Cristina de Borbón, fuera abolida definitivamente en España, en 1834.
A España se le puede reprochar ser el último país en derogar la Inquisición, pero no se le puede culpar de ser quien la instauró. La Inquisición había tomado vida en el Languedoc con el propósito de combatir la herejía albigense a finales del siglo XII.
Para el buen desarrollo —y al encuentro de lo que nos interesa— deberemos dar un salto y recalar en 1484, cuando el papa Inocencio VIII pronuncia la bula Summis desiderantes affectibus, en la que declara: «Ha llegado a nuestros oídos que miembros de ambos sexos no evitan la relación con ángeles malos, íncubos y súcubos, y que, mediante sus brujerías, conjuros y hechizos, sofocan, extinguen y echan a perder los alumbramientos de las mujeres».
Dos años después de esa bula, un inquisidor dominico, Heinrich Kramer, ayudado en menor medida por Johann Sprenger, escribe uno de los textos más execrables concebidos por la mente humana, el Malleus maleficarum, también conocido como El martillo de las brujas.
En esa infame obra, que se convierte en el libro de cabecera de la Inquisición, Kramer no se resiste a repetir una y otra vez que las mujeres, por ser más débiles, son más proclives a la tentación de Satanás. Esa mentira repetida a lo largo de las páginas genera que aproximadamente el 85 % de los acusados de brujería sean del sexo femenino. El diablo es el enemigo, la mujer, su cómplice.
Toda tiranía necesita para su supervivencia la colaboración de delatores, quienes, movidos en ocasiones por envidias, venganzas o por dinero, convierten la persecución de personas en una locura colectiva. Y aparecen entonces los llamados «cazadores de brujas», que recibían una sustancial gratificación por cada mujer que entregaban para ser ejecutada por el supuesto delito de adorar al diablo.
En España uno de estos cazadores es Joan Malet, quien, contratado por ayuntamientos y en ocasiones por el propio Tribunal del Santo Oficio, se dedicaba a cazar brujas en la zona sur de Tarragona, siguiendo unos conocimientos que afirmaba haber adquirido de una bruja de Alcañiz con la que vivió en concubinato.
En Gran Bretaña aparecieron los «punzadores», quienes buscaban las llamadas marcas del diablo en cicatrices o en manchas oscuras de nacimiento. Al descubrir esas señales las pinchaban con una aguja, si no sangraban era una prueba a ojos de las autoridades eclesiásticas de que eran brujas. Una simple inclinación de la mano solía producir la errónea impresión que la aguja penetraba profundamente en la carne; ese era el truco que empleaban los punzadores para que la presunta bruja no derramara ni una gota de sangre y cobraran por haber desenmascarado a una adoradora del diablo. Está documentada la confesión de un punzador que a mediados del siglo XVII declaró haber causado la muerte de más de doscientas veinte mujeres por el beneficio de veinte chelines la «pieza».
Pero volvamos a reencontrarnos con Francisco de Goya. Para ese encuentro abandonaremos el Museo del Prado e iremos a recalar en la National Gallery de Londres.
La pintura que vemos en una de sus salas está inspirada en una comedia teatral del dramaturgo Antonio de Zamora, El hechizado por la fuerza. Francisco de Goya se aprovecha de una escena de esa obra para plasmar el momento en que un sacerdote, supersticioso para más señas, se encuentra en la habitación de una bruja. Podemos observar al párroco aterrorizado, vertiendo aceite sobre una lámpara que sujeta el diablo que adopta la apariencia de macho cabrío. Llena la lámpara porque cree que morirá tan pronto como se consuma el aceite. Observamos también que con la mano izquierda se tapa la boca para que no le entre por ella el diablo en el cuerpo.
No hay imagen más didáctica que la de ese cuadro para introducirnos en el terreno por el que nos va a hacer transitar Alfonso Trinidad en su libro Caza de brujas. Un territorio, hostil la mayoría de las veces, en el que durante casi siete siglos las supersticiones y el pensamiento único llevaron a la hoguera a cientos de seres humanos y que aún hoy en día nos hace temblar cuando alguien pronuncia la palabra Inquisición.
FERNANDO GÓMEZ