16.000 a.C.

Altamira, prehistoria del pensamiento simbólico

Hace 18.000 años, un genio anónimo ejecuta en Altamira una de las grandes obras del arte universal. Pero Altamira, como otros ejemplos semejantes al norte de los Pirineos, trasciende el hecho estético para convertirse en referencia de uno de los grandes hitos en la evolución de nuestra especie: el desarrollo del simbolismo y del pensamiento complejo.

Altamira es una de las grandes referencias de la prehistoria mundial y una de las principales aportaciones de las poblaciones que han habitado el territorio de lo que hoy es España a la cultura de toda la humanidad. Merecidamente se la considera, desde hace más de un siglo, un icono del hombre prehistórico, la máxima expresión de sus capacidades, de sus logros, de su sensibilidad... En Altamira, bajo la abrumadora presencia de las soberbias imágenes de bisontes y otros animales de la Edad del Hielo, experimentamos la cercanía de unos seres humanos idénticos a nosotros en su capacidad de expresarse por medio de imágenes y, simultáneamente, el vértigo de enfrentarnos a la obra, difícilmente comprensible, de personas muy alejadas en el tiempo, con otras referencias, otra cultura, mucho más remotas que César o Hammurabi. Personajes que, en comparación con los 18.000 años de antigüedad del autor de los bisontes del Techo de los Policromos, se nos antojan cercanos, casi contemporáneos.

Obviamente, Altamira no es el único sitio destacado del arte rupestre paleolítico. Se podría incluso discutir si los méritos de otras cuevas europeas, como Lascaux o Chauvet, la igualan o la superan. No obstante, el carácter icónico de Altamira como paradigma del arte cuaternario en el imaginario colectivo es indudable. Ningún lugar representa al hombre prehistórico de forma tan universal como esta caverna. En ello influyen, sin duda, la incuestionable calidad estética de sus pinturas y grabados, su escala, su excelente conservación; pero también, justo es reconocerlo, su temprano descubrimiento. Identificadas para la ciencia en 1879 por Marcelino Sanz de Sautuola, las pinturas de Altamira están entre los primeros hallazgos de arte rupestre prehistórico del mundo. Esta precocidad, junto con la renuencia de los científicos de la época (influidos por la inapropiada aplicación de un mal asimilado evolucionismo al campo de la cultura) a aceptar la antigüedad prehistórica del arte rupestre, contribuye a popularizar Altamira desde principios del siglo XX. A ello también han ayudado los aspectos novelescos que rodearon el descubrimiento, como la participación en él de María, la hija de Sautuola, las injustas acusaciones de fraude, el fallecimiento de Sautuola antes de ver reconocidos sus méritos o la pública retractación de Émile Cartailhac en 1902, a través de su famoso artículo «Mea culpa de un escéptico».

Los méritos estéticos de Altamira son tan evidentes que resulta ocioso insistir en ellos. No en vano Henri Breuil, el más grande especialista en el arte prehistórico (y él mismo estudioso de Altamira), la ponía a la cabeza de los «seis gigantes», las cumbres de la expresión gráfica paleolítica, junto con Font-de-Gaume, Les Combarelles, Lascaux, Les-Trois-Frères y Niaux, ilustre elenco al que habría que añadir la recientemente descubierta cueva de Chauvet. Pero la calidad de Altamira como obra de arte trasciende su indiscutible relevancia en la prehistoria para adquirir un carácter universal. Así lo han reconocido grandes estudiosos de la historia del arte y la estética, como Sigfried Giedion, ilustres escritores (desde Miguel de Unamuno hasta Jorge Luis Borges) o algunos de los más grandes artistas de la pasada centuria, como Pablo Picasso o Joan Miró, admiradores de tan remoto colega.

Ahora bien, tras maravillarse por su extraordinaria belleza, el visitante suele sentir cierta perplejidad ante las pinturas de Altamira, cuya comprensión se le escapa, pese a la aparente claridad del lenguaje naturalista con el que están realizadas. Sí, podemos contemplar una manada de bisontes en el techo de una cueva; pero ¿qué mensaje intentaron transmitir sus autores? Penetramos aquí en terrenos movedizos, ante los que la arqueología, muy segura a la hora de reconstruir aspectos más prosaicos de la vida social, como la tecnología o la subsistencia, dispone de recursos limitados. No obstante, algo se ha avanzado en una cuestión: el significado del arte rupestre. Abandonadas hace tiempo las explicaciones simplistas y poco compatibles con la documentación arqueológica (como la llamada «magia de caza»), parece claro que el arte paleolítico enmascara una segunda lectura de mayor calado. El pintor que hace unos 18.000 años representó esos maravillosos bisontes no solo estaba reflejando un aspecto de su realidad cotidiana, o expresando su sensibilidad; también intentaba transmitir un mensaje codificado a través de unos símbolos compartidos con otros miembros de su sociedad: el bisonte de Altamira no solo era la imagen de un animal que pastaba por aquellos tiempos en nuestros montes, sino también un elemento en una narración, un signo que remitía a otra realidad.

Desde este punto de vista, el arte paleolítico constituye uno de los principales testimonios de un fenómeno de capital importancia histórica: el desarrollo de la complejidad de la mente y del simbolismo. Es posible que esto sea lo más específico de la naturaleza humana, lo que nos distingue de verdad de otros mamíferos y en particular de parientes cercanos, como chimpancés, bonobos o gorilas, que comparten con nosotros la mayor parte de los genes, pero también algunos de los rasgos que se han invocado para definir la humanidad, desde la inteligencia hasta el uso de herramientas. Posiblemente solo en el simbolismo, esa manera tan peculiar que tenemos los seres humanos de representarnos el mundo y de razonar a través de elementos interpuestos, nos diferenciemos de una forma radical de esos primos peludos que sobreviven en las selvas africanas. Y ¿qué más característico del pensamiento simbólico que el arte rupestre? Porque en las paredes y techos de Altamira hay bisontes, caballos, ciervos; pero también signos perfectamente codificados que se repiten en otras cuevas, y que tenían sin duda un significado concreto y comprensible. Y, además, bisontes, caballos y ciervos probablemente fueran algo más que imágenes de animales; debieron de ser también, a su manera, grafemas, unidades de un complejo discurso cuyo significado desconocemos, pero a cuya sintaxis podemos acercarnos a través del estudio de las regularidades en sus asociaciones recíprocas, de su localización y su articulación con la morfología de la caverna.

Las grandes cumbres del arte prehistórico como Altamira nos acercan a otra faceta mal conocida de la infancia del arte: la transmisión del conocimiento. Por grande que fuera el talento natural del autor (o autores) del Techo de los Policromos, la ejecución de una obra de tal perfección y complejidad técnica implica algún tipo de ensayo previo y un proceso de aprendizaje. Por supuesto, eso no significa que podamos trasladar los modelos históricos de formación en talleres artesanos o en instituciones académicas a las sociedades de cazadores-recolectores. El caso del pintor de Altamira es distinto, sin duda, del de Tiziano o Cézanne, pero no podemos sustraernos a la evidencia de que aquel remoto genio tuvo que desarrollar sus capacidades innatas a través del aprendizaje de una serie de procesos técnicos y de un lenguaje pictórico. No olvidemos que Altamira, por muy excepcional que sea, comparte convenciones de representación con otras muchas cuevas con arte magdaleniense del suroeste de Europa, cuyas obras no son, por lo general, tan geniales como las que atesora la caverna de Santillana del Mar, pero emplean similares tipos de colorantes y representan los animales de forma análoga.

Es esta otra dimensión del arte paleolítico que conviene recordar. La expresión gráfica era en aquella época un fenómeno social, que traslucía la existencia de una amplia comunidad cultural. Sin negar la evidente existencia de diferencias regionales, si hay algo que llama la atención en el arte paleolítico es su relativa unidad, sobre todo en las últimas fases, a las que corresponde Altamira. Los mismos motivos, similares composiciones, convenciones de representación y técnicas se repiten en toda Europa, desde Gibraltar hasta los Urales, dando testimonio de la movilidad de las personas de aquella época, pero también de sus ideas. En el Paleolítico europeo existieron amplias redes de comunicación por las que circularon, según demuestra la arqueología, objetos como piezas de sílex o conchas marinas, pero muy probablemente también conceptos y creencias. A este respecto, no es baladí el papel que debió de desempeñar el arte rupestre en la cohesión social. Es posible, como algunos arqueólogos han sugerido, que los grandes centros del arte rupestre, entre los que destaca Altamira, desempeñaran el papel de lugares de agregación social.

Desde otro punto de vista, conviene resaltar que Altamira ha constituido un factor fundamental en la institucionalización y la profesionalización de la arqueología europea. Durante el siglo XIX, la prehistoria era, por lo general, una disciplina de aficionados. Sautuola, abogado y financiero que dedicaba a la investigación arqueológica parte de su tiempo libre, era un ejemplo característico. Esto cambiaría a principios del siglo XX, cuando se constituyeron los primeros centros de investigación dedicados profesionalmente al estudio de esta disciplina. Entre ellos destacó uno que debe su existencia al impacto del redescubrimiento de Altamira en 1902 y a la rápida serie de hallazgos que lo siguió: el Institut de Paléontologie Humaine (IPH) de París. De hecho, la impresión que causó al príncipe Alberto I de Mónaco su visita en 1906 a Altamira y otras cuevas cantábricas fue el factor determinante para que aquel gran mecenas fundase tan importante centro de investigación. Además, los trabajos en Cantabria de los equipos del IPH trasladaron a España a algunas de las grandes figuras de la investigación arqueológica de la época —entre otros, el propio Henri Breuil, Hugo Obermaier o Pierre Teilhard de Chardin—, y fueron claves en el establecimiento de los conceptos fundamentales del Paleolítico europeo.

Altamira ha seguido hasta nuestros días en la vanguardia de la investigación arqueológica. En los últimos años, los estudios sobre el arte rupestre paleolítico se han revitalizado y han adquirido una dimensión interdisciplinar. El empleo de métodos científicos como la aplicación de la espectrometría de masa por acelerador (AMS) a la datación por carbono 14 o de la microscopía electrónica de barrido al estudio de los colorantes ha permitido estudiar directamente la edad o la composición de las pinturas a partir de muestras minúsculas. Por supuesto, Altamira ha sido uno de los sitios pioneros en este tipo de investigaciones, y la fecha que encabeza estas palabras deriva de los resultados de tales métodos.

PABLO ARIAS CABAL


Bibliografía

Henri Breuil y Hugo Obermaier, La cueva de Altamira en Santillana del Mar, Madrid, Tipografía de Archivos, 1935.

Leslie G. Freeman y Joaquín González Echegaray, La grotte d’Altamira, París, La maison des roches, 2001.

José Antonio Lasheras Corruchaga (coord.), Redescubrir Altamira, Madrid, Turner, 2003.

Marcelino Sanz De Sautuola, Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander, Santander, Telesforo Martínez, 1880.

Pedro A. Saura Ramos et al., Altamira, Barcelona, Lunwerg, 1998.