A mediados del siglo II a.C. la península Ibérica es un escenario vívido del expansionismo romano. En su ámbito occidental, la revuelta liderada por el célebre jefe lusitano hasta su muerte en 139 a.C. compendia la dialéctica confrontación-pacificación inherente a la narrativa del Imperio.
Sabido es que la incorporación de gentes y territorios al dominio de Roma es un proceso complejo y gradual. Y no menos trascendente resulta su corolario: la construcción del primer imperio mediterráneo, cuyos espacios provinciales, crisoles de surtidas identidades culturales y agriotipos político-administrativos, sustancian la posterior transnacionalidad europea. La península Ibérica es un capítulo de esta historia mundial, y lo es como suma de escenarios y experiencias que contribuirán a la modelación del orbe romano.
Tras desmantelar el poder cartaginés establecido en Iberia por la dinastía Barca, desde finales del siglo III a.C. la República romana desplegaría una política intervencionista sobre la franja litoral peninsular y las periferias que representaban los cursos interiores de los ríos Ebro y Guadalquivir. Este afán de dominio cristalizó en 197 a.C. con la creación de dos demarcaciones, las provinciae de Hispania Citerior e Hispania Ulterior. Al mando de legiones reclutadas en Italia —y con la aquiescencia de un número creciente de comunidades locales que, en calidad de aliadas o de sometidas, reconocieron la autoridad de Roma y contribuyeron a su causa—, los magistrados llegados de la Urbs ampliaron en años sucesivos las fronteras de las demarcaciones hispanas. Y lo hicieron desplegando una política que combinaba, con más improvisación que experiencia, el establecimiento de pactos y treguas con el despliegue de operaciones ofensivas sobre una miríada de interlocutores locales. Estas poblaciones enfrentadas al expansionismo de Roma actuaron de forma autónoma y, con frecuencia, coaligadas en agregaciones de pueblos y ciudades. Y de este escenario poliédrico en el que la ansiedad por la presión político-militar iba en aumento, emanaron dos categorías de actuación que tipificaban, historiográficamente hablando, sendas respuestas al imperialismo de Roma —como al de cualquier potencia hegemónica—: la colaboración y la resistencia. En realidad, una y otra categoría modulaban diversos matices de respuesta, desde la voluntariedad a la coerción, desde la connivencia a la beligerancia, y desde el beneficio aristocrático a la alienación colectiva. Cabe pues superar un falaz maniqueísmo que no es sino la recepción de un constructo narrativo: el de resistentes e invasores, prístinos y corruptos, héroes y villanos. Además, no conviene asumir «resistencias» y «colaboraciones» como conductas esencialistas de pueblos en la historia; hacerlo es incurrir en un ejercicio de ancestralidad y exclusiones del que estas páginas quieren escapar.
Sirva este excurso sobre el imperialismo para introducirnos en la actuación de Roma en el ultimus Occidens que representaba la Hispania Ulterior y para situar a los protagonistas del relato, el conglomerado de gentes que las fuentes denominan lusitanos, y entre ellos Viriato, enfrentados a la República romana en el ecuador del siglo II a.C.
En el año 150 a.C., la agresividad del pretor Servio Sulpicio Galba, responsable de la masacre de miles de lusitanos desarmados a los que había convocado para negociar la paz y con la excusa de una entrega de tierras, fue el detonante de la rebelión de Viriato —según la tradición, uno de los supervivientes de aquella tropelía—. Con anterioridad, ejércitos de lusitanos secundados por poblaciones vecinas —entre otras, vetones y túrdulos—, que habían conformado la retaguardia suroccidental cartaginesa durante la guerra de Aníbal, habían llevado a cabo operaciones de castigo sobre el territorio de ciudades aliadas o sometidas a Roma. Su potencial militar y la conexión con focos de resistencia que alcanzaban el norte de África —un avezado perfil que las fuentes rebajan al tópico de razias bandoleras— convertían a los lusitanos en un elemento desestabilizador que había que neutralizar. Así, en los años siguientes se sucedieron intentos de negociación con los pretores romanos y, sobre todo, una escalada ofensiva lusitana que bajo el liderazgo aglutinante de Viriato —auspiciado por su carisma personal, su habilidad política y sus espoleadas victorias— implicaría progresivamente a más actores extendidos entre la cuenca del Tajo y la costa andaluza. A la revuelta se sumaron ciudades, pueblos, confederaciones... y también ejércitos privados al mando de «señores de la guerra». Este era el escenario de las guerras lusitanas, cuyo principal teatro de operaciones será el interfluvio Guadalquivir-Guadiana. O, más propiamente, del bellum Viriathicum (147-139 a.C.), coincidente con la guerra de Numancia en la Citerior (143-133 a.C.), protagonistas ambos conflictos de la fase más enconada del imperium de Roma en el poniente mediterráneo.
Se ha escrito profusamente acerca de la personalidad y las gestas de Viriato, sin que haya podido desligarse en esta literatura lo legendario de lo histórico. Ya en la Antigüedad nuestras fuentes lo presentaban como un pastor reconvertido en bandolero y luego en general, a un paso de la realeza —Rómulo de Hispania, lo llama el historiador Floro— si la fortuna no le hubiera sido adversa. Estamos ante una construcción cultural que bebe de la filosofía estoica de época helenística —el buen salvaje íntegro y virtuoso, el jefe cuya generosidad en el reparto del botín reportaba la fidelidad de sus guerreros: sí, la idealización de un opuesto que destellaba los pecados de la ambición romana—que, desde entonces, dará paso a sucesivas recreaciones del personaje sujetas a arquetipos y apropiaciones identitarias. Determinante en este viaje ha sido en particular el nacionalismo romántico, con Adolf Schulten como principal ascendiente hasta bien entrado el siglo XX. Esta corriente y sus secuelas convirtieron a Viriato en libertador de los hispanos y genio de su atávica forma de lucha: una españolísima (y antiimperialista, ya sea romana o napoleónica) guerra de guerrillas. En las últimas décadas, superadas tales pulsiones historiográficas, un análisis histórico crítico y consonante al avance de la investigación sobre la intervención militar romana, la denominada «arqueología de la conquista», posibilita en nuestros días un panorama más certero y descontaminado. Quizás no tanto del jefe lusitano en sí —sobre el que persisten dudas acerca de su origen y la extensión de su poder, si bien los estudios más recientes lo consideran exponente de las jefaturas urbanas del suroeste peninsular, imbuidas de rasgos ibero-púnicos— como, fundamentalmente, del contexto histórico en el que se insertó su oposición a Roma.
Siquiera de forma sucinta abordaremos los hitos del relato. Elegido hegemón de los lusitanos en 147 a.C., Viriato se convirtió en la cabeza visible de una rebelión que se propagó al calor de sus éxitos en el campo de batalla. El dominio de la emboscada, la facilidad de movimientos, la adhesión de ciudades que proporcionaban tropas y base logística eran las claves de una resistencia sustentada en triunfos —y alguna derrota— sobre los ejércitos de pretores —en un par de casos se trató de procónsules— enviados a la Ulterior: Cayo Vetilio, Cayo Plaucio, Quinto Fabio Máximo Emiliano, Quinto Pompeyo Aulo, Quinto Fabio Máximo Serviliano... El lusitano no solo era un estratega militar, sino también un hábil político que sabía granjearse alianzas (maridando, por ejemplo, con la hija de un aristócrata meridional) y afianzar hegemonías, combinando medidas coercitivas (la imposición de tributos y guarniciones en comunidades de fidelidad dudosa, la aplicación de castigos ejemplares a desertores y rehenes...) y persuasivas (la exhibición de estandartes capturados al enemigo, el uso de santuarios en los que apelaba a divinidades protectoras, el llamamiento a la sublevación de otros pueblos...). En la jefatura de Viriato se descubren a la postre los mimbres de la Realpolitik, propaganda ideológica incluida.
Pero es acaso la capacidad negociadora del líder lusitano la dimensión más reveladora de su actuación. Ensombrecida por la épica guerrera, solo en fechas recientes se ha incidido en la faceta diplomática de Viriato. Y, en efecto, resulta científicamente fecundo plantear esta aproximación desde la óptica de las relaciones internacionales y al fragor de las teorías «realistas» y «constructivistas» aplicadas al debate sobre el expansionismo romano. En el cenit de su poder y con su rival acorralado, Viriato persuadió del mutuo beneficio de la paz al procónsul Serviliano y concluyó con él un tratado de amistad ratificado por las autoridades romanas en 141 a.C. Debió de influir en esta inflexión la negociación simultánea trabada entre Quinto Pompeyo Aulo y los celtíberos en armas, lo que demostraba una conectividad entre ambas esferas provinciales. Volviendo a la Ulterior, no era solo que la iniciativa parlamentaria partiera del lusitano, sino que, declarado amicus populi Romani, su actitud no beligerante se mantendría escrupulosamente hasta casi el final, haciendo caso omiso de las provocaciones de Quinto Servilio Cepión, el nuevo cónsul responsable de que el Senado acabara revocando, por indigno, el foedus convenido un año antes. Poco sabemos del contenido del tratado más allá de su carácter paritario y del reconocimiento de soberanía territorial para los que se hallaban bajo la autoridad de Viriato, ahora aliado del Estado romano. El territorio de esta suerte de regnum asignado al lusitano se presupone con laxitud en el entorno de la Baeturia, entre el Guadalquivir y el Guadiana. Resultó sin embargo una fugaz realidad.
El epílogo de esta historia tuvo lugar en el año 139 a.C. Es entonces cuando se produjo el asesinato del hegemón lusitano a manos de tres de sus lugartenientes —los ursonenses Audax, Minuro y Ditalco—, sobornados por Cepión en el marco de una postrera negociación habida tras la reanudación de hostilidades. Plausiblemente, la amicitia de Viriato con Roma había dejado en una posición difícil a ciertas ciudades que habían participado junto a él en la revuelta. O más exactamente, una situación en extremo comprometida para aquellas facciones políticas antaño partidarias de Viriato y que ahora quedaban desprotegidas en el seno de comunidades fuertemente tensionadas, especialmente en el ámbito de una multipolar Turdetania. Esta atmósfera de recelos, rivalidades y traiciones precipitaría los acontecimientos hasta la muerte de Viriato a manos de sus hombres. La desaparición del jefe lusitano, al que los suyos rindieron honras fúnebres propias de un rey helenístico con la celebración de paradas militares, sacrificios animales y monomaquias heroicas, marcó el principio del fin de la Lusitania independiente.
En los años siguientes, la definitiva rendición de Taútalo, sucesor de Viriato en el conato de resistencia última, el reasentamiento de vencidos en nuevas fundaciones de iniciativa romana (Valentia, Brutobriga...) y la expedición de Décimo Junio Bruto hasta el territorio de los galaicos, trazaron el avance de Roma en la mesopotamia Tajo-Duero. Un proceso que acrecentarían las posteriores campañas de Julio César sobre los lusitanos del Mons Herminius (la Serra da Estrela portuguesa), y se concretaría en la nueva demarcación provincial creada por Augusto hacia el 15 a.C., la Hispania Ulterior Lusitania. Siglo y cuarto después de la desaparición de Viriato, las fronteras occidentales habían fraguado una provincia, y sus habitantes, otrora enemigos, habían iniciado el camino de la ciudadanía romana. La integración, en suma, fue el epígono de una colisión aprehendida como memoria cultural.
EDUARDO SÁNCHEZ MORENO
Bibliografía
Enrique García Riaza, Celtíberos y lusitanos frente a Roma: diplomacia y derecho de guerra, Vitoria-Gasteiz, UPV/EHU, 2002.
Mauricio Pastor Muñoz, Viriato. El héroe hispano que luchó por la libertad de su pueblo, Madrid, La Esfera de los Libros, 2004.
John S. Richardson, Hispaniae. Spain and the Development of Roman Imperialism, 218-82 B.C., Cambridge, Cambridge UP, 1986.
Manuel Salinas de Frías, «La jefatura de Viriato y las sociedades del occidente de la Península Ibérica», Paleaohispanica, 8, 2008, pp. 89-120.
Eduardo Sánchez Moreno, «De la resistencia a la negociación: acerca de las actitudes y capacidades de las comunidades hispanas frente al imperialismo romano», en E. García Riaza (ed.), De fronteras a provincias. Interacción e integración en Occidente (ss. III-I a.C.), Palma de Mallorca, UIB, 2011, pp. 97-103.