El proyecto paleoantropológico y arqueológico de Atapuerca se puede describir como una industria de la popularización científica. El esfuerzo divulgativo de los investigadores ha convertido la sierra de Atapuerca en la nueva cuna de la historia de España, en un proceso que, como en otros lugares, muestra la interconexión discursiva entre pasado imaginado y presente de las naciones.
¿Cuándo empieza la historia de España? La respuesta depende de qué entendamos por «historia» y «España». A primera vista, parece obvio que el yacimiento arqueológico de Atapuerca está muy lejos de formar parte de esta historia. Los fósiles más antiguos encontrados en esta pequeña sierra al este de Burgos tienen más de un millón de años. Se trata claramente de la prehistoria, y por ende no tendría sentido referirse a «España». Pero en un examen más detallado, la cuestión no resulta tan clara. Museos y guías turísticas hablan de los «primeros pobladores de la península Ibérica» en relación con Atapuerca. Libros divulgativos sobre la historia de España llevan subtítulos como De Atapuerca al euro (Fernando García de Cortázar, 2002) o Una historia explicada desde Atapuerca hasta el 11-M (Julio Montero y José Luis Roig, 2005).
Fijémonos por un momento en el año 2000, el año maravilloso del Equipo de Investigación de Atapuerca (EIA). Cuando la exposición «Atapuerca, nuestros antecesores», en el Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, cerró sus puertas el 31 de mayo, había atraído a un millón de visitantes. Al día siguiente se inauguraba la Exposición Mundial de Hannover y, en el pabellón español, los fósiles de Atapuerca representaban al país ante el mundo. El 22 de septiembre, Correos lanzó una serie de sellos sobre la historia de España, el primero de los cuales mostraba al hombre de Atapuerca. Y el 30 de noviembre del mismo año la UNESCO declaraba la sierra de Atapuerca patrimonio de la humanidad. La cuestión, por tanto, es: ¿Cómo pasó Atapuerca, en menos de una década, de ser un sitio conocido solo por especialistas a representar el inicio de la historia de España, como mínimo en el imaginario popular? La respuesta tiene que ser doble.
En primer lugar, están los espectaculares hallazgos de la Sierra. En la Sima de los Huesos se han encontrado hasta ahora más de 6.500 fósiles pertenecientes a un mínimo de veintiocho individuos, lo que haría de ella la mayor acumulación de fósiles humanos del mundo. Esta amplia colección incluye joyas como el casi completo cráneo 5, llamado Miguelón, publicado en 1993. Además, en el yacimiento de la Gran Dolina se excavaron en 1994 los primeros fósiles del estrato TD 6, con una edad superior a 780.000 años. Hasta entonces no había restos de pobladores humanos en Europa que superaran el medio millón de años. Los hallazgos en la Gran Dolina llevaron al EIA en 1997 a nombrar una nueva especie, Homo antecessor. Finalmente, en 2008, el EIA batió su propio récord al datar una mandíbula hallada en otro yacimiento de la Sierra, la Sima del Elefante, en más de 1,2 millones de años.
Sin embargo, todos estos descubrimientos no habrían bastado en sí mismos para arrebatar a la cueva de Altamira el título de cuna de la historia de España. Para conseguir tal impacto, el EIA tenía que comunicar al mundo sus hitos científicos, y desde el mismo inicio del proyecto, en 1978, bajo la dirección del prestigioso paleoantropólogo Emiliano Aguirre, el EIA intentó dar la máxima difusión a sus investigaciones. En 1992 Juan Luis Arsuaga, José María Bermúdez de Castro y Eudald Carbonell tomaron las riendas del yacimiento. Ciertamente, la cuestión del origen del ser humano («¿De dónde venimos?») siempre ha despertado un gran interés entre el gran público. Pero la industria de divulgación que desplegaron los tres codirectores de Atapuerca no tiene parangón en el mundo de la paleoantropología.
El EIA ha divulgado su trabajo, literalmente, por todos los medios. Desde 1998, los tres codirectores del proyecto han escrito más de treinta y cinco libros de divulgación; han pronunciado centenares de charlas en toda España, y han participado en el rodaje de documentales. Desde 1999, las exposiciones sobre Atapuerca y la evolución humana han atraído a millones de visitantes en docenas de ciudades españolas. En 2010, la misma reina Sofía inauguró el Museo de la Evolución Humana en Burgos, un proyecto con un coste de setenta millones de euros. Y en la misma sierra de Atapuerca se ofrecen durante todo el año visitas guiadas, mientras que en los pueblos circundantes existen centros de visita y un parque arqueológico.
El eco mediático, pues, ha sido enorme desde mediados de los años noventa del siglo pasado. Se han publicado miles de artículos en diarios y revistas, por no hablar de la amplia cobertura en radio y televisión. Los investigadores de Atapuerca han sabido formar una simbiosis con los medios de comunicación. El EIA ofrecía un sinfín de descubrimientos y noticias llamativas, y la prensa les daba a cambio una visibilidad enorme. Los hallazgos se caracterizaban con hipérboles y superlativos: el fósil más antiguo o completo, el primer europeo, el yacimiento más importante de Europa o incluso del mundo.
Pero los periodistas aman al EIA no solo por sus hitos científicos, sino también porque ofrece igualmente otras historias. La cobertura mediática del proyecto adquirió desde un principio un tono nacionalista. Para entenderlo bien hay que atender al contexto más amplio de la búsqueda de los orígenes humanos. En la historia de la paleoantropología ha sido común insinuar o incluso probar una descendencia más o menos directa entre hombres prehistóricos (incluso de especies anteriores al Homo sapiens) y un pueblo actual. La mayoría de los casos data de la primera mitad del siglo XX, marcada por un fuerte nacionalismo, sobre todo en Europa, y están envueltos en discursos identitarios. Se puede denominar esta forma de apropiación nacionalista de fósiles como «continuidad biológica». Aún hoy, los paleoantropólogos chinos insisten en que los chinos actuales descienden directamente del Homo erectus, que vivía en su territorio desde hace más de un millón de años.
Los investigadores del EIA, por el contrario, nunca han sostenido que los homínidos de Atapuerca fueran los primeros españoles. Sin embargo, en la apropiación de sus hallazgos por parte de la esfera pública, sí se encuentra a menudo esa afirmación, muchas veces en un tono ligero y humorístico, como en el sello de Correos. Los titulares de prensa abundan en alusiones a «nuestros ancestros» o «nuestras raíces», sin aclarar a quiénes se refieren, si a los españoles o a los seres humanos en general. Aunque no se propone una continuidad biológica en sentido estricto (como en el caso chino), el juego de palabras, las alusiones y las bromas ayudan a intensificar el tirón mediático del EIA.
Además de la continuidad biológica, hay otra forma de nacionalismo que es aún más importante en el caso de Atapuerca: el nacionalismo científico. No tiene nada de extraño que un país se enorgullezca de su riqueza prehistórica. No obstante, la caracterización de Atapuerca como un ejemplo de éxito para la ciencia española va más allá de ese sentimiento y tiene una dimensión histórica importante. Desde el siglo XIX, si no antes, se impuso la idea de que la ciencia en España estaba atrasada en relación con la de potencias como Francia, Gran Bretaña o Alemania. Esta percepción se mantuvo a lo largo del siglo XX, tanto fuera como, sobre todo, dentro de España. El reconocimiento internacional de Atapuerca –—sus investigadores han publicado en las revistas científicas de mayor prestigio, como Science y Nature— constituyó un verdadero antídoto contra este complejo de inferioridad. El EIA se convirtió en una referencia nacional sobre el modo de hacer ciencia. Desde el descubrimiento de las pinturas rupestres de Altamira, a finales del siglo XIX, los prehistoriadores españoles habían creído que la investigación en su propio país estaba dominada por extranjeros. Reprochaban así a franceses, ingleses y americanos que explotasen los tesoros arqueológicos españoles. Los investigadores del EIA, en sintonía con los medios de comunicación, se mostraron muy satisfechos por haber acabado por fin con este «colonialismo científico».
La industria de divulgación de Atapuerca, en efecto, no solo da protagonismo a sus descubrimientos y a la reconstrucción de la vida de los primeros pobladores de la Sierra, sino también a los propios investigadores. Tanto en las historias del yacimiento (escritas por miembros del EIA) como en su cobertura mediática, los investigadores aparecen como héroes. Según esta narrativa, los inicios del proyecto habían estado marcados por graves problemas: la falta de dinero y apoyo, los intentos de colonialistas de fuera de hacerse cargo del yacimiento y las duras condiciones de excavación, sobre todo en la remota Sima de los Huesos. Pero gracias a una determinación infatigable y al esfuerzo del grupo, se habían alcanzado los logros científicos de los años noventa. El EIA, se afirmaba, conseguía situar a la prehistoria española en el mapa mundial.
Gracias a sus méritos científicos, pero también a su talento para la divulgación, los tres codirectores del proyecto, Arsuaga, Bermúdez de Castro y Carbonell, se han convertido en estrellas mediáticas, en celebridades científicas (celebrity scientists). En sus artículos de opinión, libros, exposiciones, charlas públicas, documentales y programas de televisión no solo hablan de prehistoria. Su fama les da un foro para opinar de un abanico de temas como la historia, la política, el arte y la condición general del ser humano.
El caso de Atapuerca revela así el papel clave de la divulgación en el mundo de la investigación. Resulta casi imposible separar nítidamente los dos ámbitos, que se retroalimentan de manera continua. Los descubrimientos facilitan la divulgación a gran escala, al tiempo que la visibilidad pública legitima la divulgación e incluso las teorías propuestas por los paleoantropólogos de Atapuerca —las hipótesis, en una disciplina como la paleoantropología son casi siempre controvertidas—. La unión entre una potente industria de divulgación como la del EIA y cuestiones de identidad común y orgullo nacional ha sido incluso capaz de crear un nuevo inicio de la historia de España.
OLIVER HOCHADEL
Bibliografía
Oliver Hochadel, El mito de Atapuerca. Orígenes, ciencia, divulgación, Bellaterra, Ediciones UAB, 2013.
—, «A Boom of Bones and Books. The “Popularization Industry” of Atapuerca and Human-Origins Research in Contemporary Spain», Public Understanding of Science 22:5, 2013, pp. 530-37.
—, «The multiple Eudald Carbonell: The various roles of Catalonia’s most popular archaeologist», Dynamis 33:2 (2013), pp. 389-416.
—, «The Fossils of Atapuerca. Scientific Nationalism and the New Beginning of Spanish History», Studies in Ethnicity and Nationalism 15:3 (2015), pp. 389-410.