La primera vez que vi a Max todavía no me llamaba Amelie. Fue en el vertedero de aquella ciudad del sur. Cuando yo aún no sabía que existían otras ciudades e incluso otros países. Antes de que hubiese olido la sal del mar, visto las hojas doradas de los bosques y probado el sabor de la nieve. O sentido el odio de quien nos perseguía.
Antes de que sospechara que tenía un alma inmortal.
El sol estaba alto en el cielo y caía implacable sobre el sinfín de lomas. Las cornejas descendían en busca de comida, las ratas correteaban por los desechos humanos, en los que las hormigas construían hormiguero tras hormiguero, y yo estaba tumbada en una hondonada a la sombra, rodeada de bolsas, una de las cuales había abierto a mordiscos. Dentro había una lata de pescado que pretendía rebañar a lengüetadas. Lo que quedaba pegado dentro todavía no estaba en tan mal estado como para que me hiciera daño en el estómago. Justo cuando acababa de meter la lengua, con mucho cuidado para no cortarme con el afilado borde, oí que un perro se acercaba a la carrera por el otro lado de la montaña de basura. Las pisadas parecían más pesadas que las de mis hermanos y las mías, de manera que ese perro debía de ser más grande y fuerte. Un extraño.
Miré hacia el montón de basura y vi que el perro llegaba a la cima en medio del calor abrasador. Nunca había visto un perro así: era más grande que cualquiera de los que deambulaban por el vertedero y tenía el pelo negro y largo. En nuestra manada, todos tenían el pelaje corto y del color de la arena. La única que tenía algunos pelos más oscuros era yo; concretamente, una mancha redonda en el lomo. Por ella mi madre me llamó Mancha al nacer. Y por ella se reían de mí mis hermanos, se portaban mal conmigo e incluso a veces me maltrataban. Sin embargo, también tengo que agradecerle a esa mancha que desde pequeña fuese peleona y no dejara pasar ni una. Hasta el día que nuestra madre se puso tan enferma que Rayo, mi hermano mayor, ocupó su lugar a la cabeza de la manada.
Hice mal en enfrentarme a él.
Yo no quería ser la líder, pero tampoco quería someterme a mi hermano. Obedecer a mi madre siempre me había parecido lo más natural, pero me resistía a aceptar que uno de mis hermanos fuese superior a mí, y para colmo Rayo, que siempre había sido el que más me había maltratado. Así que, el mismo día que se hizo con el poder, lo desafié.
De modo que Rayo y yo nos vimos frente a frente una fría mañana de invierno y empezamos a gruñirnos. La noche anterior había llovido, la arena estaba mojada bajo nuestras patas y el pelo nos brillaba húmedo. Hice un esfuerzo para que no se notase el miedo que anidaba en mi corazón y que poco a poco se me iba extendiendo por el cuerpo, amenazando con paralizarme. Yo gruñía cada vez con más furia, con la absurda esperanza de intimidar a Rayo, aunque él olía mi miedo. Estuvimos así un rato, yo no me atrevía a atacarlo. Pero de pronto se abalanzó hacia mí a toda velocidad, se me echó encima de un salto y me tiró al suelo. Sus dientes estaban sobre mi cara, amenazantes. Y antes de que pudiera ofrecerle el cuello en señal de sumisión, me arrancó el ojo izquierdo y lo escupió al suelo. La pelea terminó antes incluso de empezar.
Mientras yo lloraba y aullaba de dolor, mi hermano se marchó. Me fui corriendo de allí con el rabo entre las patas y me escondí detrás de un montón de tablas rotas. Me temblaba el cuerpo entero por el dolor, pero también de miedo: temía que Rayo me persiguiera para matarme. No lo hizo.
Esa misma noche me entró fiebre. La herida del ojo se había infectado, y el dolor se me extendía por el cuerpo como fuego. Pasé días y días sin poder levantarme, ya que estaba demasiado débil. El único que fue a verme fue Primogénito. Me echaba en la boca el agua que traía en la suya. De ese modo se oponía a escondidas a Rayo, que había dado orden a mis hermanos y a mi moribunda madre de dejar que la naturaleza siguiese su curso y decidiera si yo vivía o no.
El frío del invierno me afectó mucho, aunque no era ni por asomo tan crudo como el del norte, que conocería durante el viaje que emprendí con Max.
Probablemente fue una suerte que sólo tuviera que soportar el viento glacial y la incesante lluvia. De haber sido verano, sin duda habría sucumbido a la infección. Así, en cambio, al cabo de un tiempo pude procurarme algo de comida y pude beber en charcos. La herida tardó en dejar de supurar, y más aún en cicatrizar del todo. Cuando por fin volví con mi manada, ya nunca me llamaron Mancha, sino Cicatriz.
Jamás se me habría pasado por la cabeza que alguien pudiera llegar a encontrarme guapa.
El perrazo negro que bajaba por el montón de basura parecía angustiado y asustado. Además, yo oía pasos humanos, aunque no tan pesados como los de los hombres que descargaban la basura con sus enormes guaridas rodantes. Más bien eran pasos de pequeños humanos. Siempre andaban rondando por el vertedero en pequeñas manadas para coger objetos de metal. Mi familia y yo éramos incapaces de imaginar qué hacían con ellos, pero era evidente que debían de tener algún valor. No era habitual que los pequeños humanos se adentraran en nuestro territorio. Los humanos, ya fueran grandes o pequeños, siempre se apartaban de nuestro camino. También los otros perros que vagaban por el vertedero nos respetaban. Conocían la historia de Rayo, el perro que le había arrancado un ojo a su propia hermana. Algunas mañanas me consolaba pensando que al menos mi pérdida hacía que la vida de nuestra manada fuese más segura.
Cinco pequeños humanos corrían ahora por el montículo, entre ellos una hembra con una melena negra. También me llamó la atención uno de los machos: a diferencia del resto, no tenía el cuerpo entero recubierto de ese falso pelaje que lucía la mayoría. Él sólo lo llevaba en las piernas; la parte superior, sin pelo, iba desnuda. De lo flaco que estaba se le notaban todos los huesos.
Al igual que todos los pequeños humanos con los que me había topado hasta entonces, también éstos apestaban a miedo incluso de lejos. En alguna parte debía de estar el líder de su manada —un padre, una madre o un hermano como Rayo—, al que nunca habíamos visto, y que les metía miedo. La hembra del pelo negro desprendía además un leve hedor a carne quemada no hacía mucho. Cuando se acercó más, vi que tenía heriditas en los brazos.
Los pequeños humanos no tardarían en dar alcance al perro extraño. ¿Qué perro era más lento que los bípedos? Sólo uno que de todas formas estaba condenado a morir.
Sin embargo, aunque parecía debilitado —iba con la lengua fuera, como si no hubiese bebido en mucho tiempo—, ese perro tenía más carne en las costillas de la que yo había tenido en mi vida. Así que no estaba débil, al menos no físicamente. Pero también hedía a miedo. A diferencia de los pequeños humanos, no obstante, era evidente que el miedo que sentía el perro negro era reciente. Daba la impresión de que era la primera vez en su vida que estaba atemorizado.
¿Cómo era posible? ¿Quizá porque al ser tan grande nadie lo había atacado hasta entonces? Sin embargo, el extraño no era peleón, el olfato me decía que no tenía ni una sola cicatriz, así que nunca le habían infligido ninguna herida fea. Los pequeños humanos ahora le tiraban todo lo que tenían a mano: latas, bolsas de basura, trozos de madera.
¿Por qué no les gruñía el perro negro? ¿Por qué no le mordía en la pierna a alguno, para que supieran quién mandaba allí? ¿Qué clase de perro se dejaba hacer algo semejante?
De pronto empezó a cojear. Y no porque uno de los pequeños le hubiese dado, sino porque al parecer había pisado con la pata trasera izquierda un objeto de metal puntiagudo. Yo no le veía la herida, pero podía oler la sangre. Y era cada vez más intenso. Con cada paso que daba, lo que fuera que hubiese pisado se le hundía cada vez más en la pata.
Entretanto, los pequeños humanos lo alcanzaron. Lo rodearon, y ahora además le tiraban piedras y parecían divertirse. No se dieron cuenta de que, no muy lejos, yo me levantaba. El extraño tampoco miró hacia donde yo estaba y tampoco me ladró. Tendría que haberme olido, pero por lo visto estaba demasiado asustado.
Por el amor de su madre perro, ¿por qué no se defendía? Lo desprecié por eso. Y más aún cuando empezó a gemir de una manera lamentable. Un perro no debía quejarse, por grande que fuera el dolor. Venía a ser lo mismo que darse por vencido.
Mi madre sufrió el verano entero, el otoño entero y medio invierno la enfermedad que la estaba consumiendo, pero no se quejó ni una sola vez y siguió siendo nuestra líder. Hasta aquel día lluvioso en que los dolores se volvieron insoportables. ¡El extraño tenía que dejar de hacer ese ruido lastimoso de una puñetera vez!
Cojeaba dentro del círculo que habían formado los pequeños humanos, desvalido, buscando un sitio por el que escapar. Pero, aunque lo consiguiera, con la pata herida no llegaría muy lejos. ¡Debía defenderse de una vez, de una puñetera vez!
La pequeña hembra humana del pelo negro cogió un trozo de madera del suelo y, despacio, disfrutando del momento, fue hacia el perro mientras los otros pequeños observaban. El perro negro parecía no ser consciente de lo que estaba a punto de ocurrir, pero yo sí lo era. Me planté de un salto en el montículo. Los pequeños humanos me habrían visto si hubiesen mirado hacia mí. O podrían haberme olido, pero tienen la nariz muy atrofiada.
Sin embargo, no me puse a ladrar para advertir al extraño, sino que dudé. Ese perro no pertenecía a mi manada, ¿por qué iba a ayudarlo? Me habría peleado por cualquiera de mis hermanos, incluso por Rayo. Pero ¿por un blandengue despreciable?
La hembra le pegó con el trozo de madera.
El perro negro lanzó un aullido y flaqueó, pero se mantuvo en pie. Daba la impresión de que el dolor lo había sorprendido, y ya no hedía únicamente a miedo: también desprendía el olor acre del pánico. La hembra volvió a golpearle. Con más fuerza. Esta vez en la cabeza. Y otra vez. Y otra. Hasta que el extraño se desmoronó.
Los pequeños aullaban de alegría. El perro negro aún estaba consciente, pero ya no aullaba, tan sólo lanzaba unos leves quejidos. La hembra humana dio una vuelta a su alrededor con aire triunfal, con la madera ensangrentada en las manos.
El extraño tenía una herida en la sien. La hembra se disponía a golpearle de nuevo, ya había levantado la madera. ¿Quería matar al perro a palos porque no podía luchar contra su líder, ese que a todas luces les hacía tanto daño? ¿Se alegraban los demás pequeños humanos de ver sangrar a alguien, verlo incluso morir, por el miedo y el dolor que sentían ellos?
Sí, el perro negro era un blandengue, pero yo no quería presenciar cómo los humanos lo mataban. La pequeña hembra levantó el trozo de madera, jaleada por los ladridos de los otros pequeños. Y yo también ladré. Con más fuerza que ellos. Con el sonido más grave. Sorprendidos, los humanos se volvieron hacia mí y empecé a gruñir, saboreando el miedo que veía en sus caras. Con la cicatriz del ojo y los dientes a la vista debía de infundirles terror. Eché a correr hacia la manada y los pequeños humanos salieron disparados. Pero no quería que se marcharan y listo. No, yo quería que no se atrevieran a pisar nunca más esta parte del vertedero.
Pasé por delante del perro negro, que estaba tendido de lado en el suelo con las patas extendidas. El macho que llevaba la parte superior del cuerpo desnuda tropezó y se cayó. Habría sido una presa fácil, pero a quien yo quería era a la hembra del pelo negro que tenía el trozo de madera, así que seguí corriendo. La hembra humana, que casi había llegado a la cima del montón de basura, volvió la cabeza y vio que iba a darle alcance, de manera que se detuvo de pronto, se volvió hacia mí y empezó a blandir el palo con furia mientras ladraba. Debía tener cuidado de que no me golpease o correría la misma suerte que el perro negro, pero quería darle una lección a la hembra a toda costa. No sólo no quería volver a verla por allí, sino que además no quería que volviera a pegar a ningún perro. Yo era Cicatriz, la peleona. No rehuía el peligro. ¡No tenía miedo a la muerte! Algunas noches sombrías incluso la deseaba. Eché a correr hacia la pequeña y la tiré al suelo. Al caer, soltó la madera. Yo estaba con las cuatro patas sobre ella, y de sus ojos salía un agua que olía a sal. Conque así era como reaccionaban los humanos cuando se hallaban frente a la muerte.
La hembra empezó a gemir, casi como un perro, y me ofreció instintivamente el cuello. Habría sido fácil morderla; Rayo lo habría hecho. Sólo así podría estar segura de que ella y su manada no volverían nunca. En el fondo, morderla era mi obligación. Hasta entonces yo sólo había matado insectos. Ningún otro animal. Ni ratones ni cornejas. Tampoco ningún gato, que de todos los animales eran los que menos respeto nos tenían y a veces se paseaban por nuestro territorio como si fuese el suyo. Y, desde luego, nunca había matado a una persona.
Mi saliva caía sobre la hembra. Gruñía, le enseñaba los dientes, abría la boca, pero no sabía si morderla o no. Yo no era Rayo, no podía ser como él. Ni tampoco quería. De manera que me bajé de la pequeña y me aparté para darle a entender que podía irse. Oí que se ponía de pie a toda prisa detrás de mí y se alejaba corriendo por la montaña de basura. A continuación fui con el perro negro, que estaba casi inconsciente. Le olisqueé la herida de la cabeza: la sangre se estaba secando, así que la herida no era profunda. Le miré bien la pata trasera: se le había clavado una pequeña punta de metal oxidado en la carne. Si no se la sacaba, era posible que el extraño se pusiera muy enfermo. Aunque se había comportado como un tonto con los pequeños humanos, no quería que muriera.
Acerqué el morro a la pata, cogí la punta de metal con sumo cuidado entre los dientes y se la saqué de la herida de un tirón. El perro negro aulló de dolor, y le salió sangre de la pata.
—Tranquilo, estate tranquilo —le dije.
Contra todo pronóstico, mi voz, al parecer, lo calmó. Primero le lamí la sangre de la pata y después le puse saliva en la herida para que no se le infectara. El perro negro se dejó hacer sin decir nada, aunque debía de dolerle.
Cuando terminé, me erguí y lo observé. Él me miró un instante, pero los ojos se le cerraron de nuevo. ¿Farfullaba algo? ¿Me daba las gracias? ¿Quería decirme quién era?
Me tumbé a su lado, mi morro casi rozando el suyo. Nunca había estado tan cerca de un perro que no formara parte de mi manada. Cuando aún me llamaba Mancha, a veces soñaba que mi morro rozaba el de un macho. Desde que me convertí en Cicatriz supe que los sueños sólo eran eso, sueños.
Poco antes de que el extraño parpadeara por última vez y perdiera por completo el sentido, por fin entendí lo que mascullaba:
—Quiero ir a casa.