
No morí.
Experimenté algo peor.
De Juramentada, prólogo
¡Kaladin! —exclamó Lirin, agarrándolo por el hombro—. ¿Se puede saber qué haces, hijo?
En el suelo, Roshone escupió sangre que le había caído de la nariz.
—¡Guardias, apresadlo! ¡Obedeced!
Syl se posó en el hombro de Kaladin, con los brazos en jarras. Se puso a dar golpecitos con el pie.
—Supongo que se lo merecía.
El guardia ojos oscuros corrió a ayudar a Roshone a levantarse mientras el capitán apuntaba con su espada a Kaladin. Se unió a ellos un tercer hombre que llegó corriendo desde otra sala.
Kaladin atrasó un pie, adoptando una postura de guardia.
—¿Y bien? —exigió Roshone, con un pañuelo apretado contra la nariz—. ¡Derribadlo! —Los furiaspren emergieron bullentes del suelo y formaron charcos.
—Por favor, no —sollozó la madre de Kaladin, agarrada a Lirin—. Es solo que está alterado. Acaba de...
Kaladin extendió una mano hacia ella, con la palma hacia fuera, pidiéndole silencio.
—No pasa nada, madre. Solo estaba saldando una pequeña deuda entre Roshone y yo.
Miró a los guardias a los ojos, uno tras otro, y los tres se removieron inseguros. Roshone dio un bufido de ira. De improviso, Kaladin se sentía con un control absoluto de la situación. Y bueno... también avergonzado en no poca medida.
Porque de pronto, lo enfocó todo con perspectiva. Desde que había dejado Piedralar, Kaladin había conocido la auténtica maldad, y Roshone difícilmente podía compararse. ¿Acaso no había prometido proteger incluso a quienes no le gustaban? ¿Acaso todo lo que había aprendido no era con la intención de evitar que hiciera cosas como aquella? Miró un instante a Syl, que asintió con la cabeza.
Hazlo mejor.
Durante un rato, había estado bien ser solo Kal de nuevo. Por fortuna, ya no era ese joven. Era una persona nueva, y por primera vez en mucho, muchísimo tiempo, estaba satisfecho de ser esa persona.
—Bajad las armas —dijo Kaladin a los soldados—. Prometo no volver a pegar a vuestro brillante señor y me disculpo por haberlo hecho. Me ha cegado un momento nuestro pasado, algo que tanto él como yo deberíamos olvidar. Decidme, ¿qué ha pasado con los parshmenios? ¿No han atacado el pueblo?
Los inquietos soldados lanzaron miradas furtivas a Roshone.
—He dicho que bajéis las armas —restalló Kaladin—. Por la tormenta, hombre, estás sosteniendo esa espada como si fueras a talar un tocopeso. ¿Y tú? ¿Herrumbre en el casco? Sé que Amaram reclutó a casi todos los hombres capaces que había en la región, pero he visto a chavales mensajeros más dispuestos al combate que tú.
Los soldados se miraron entre ellos. Luego, sonrojándose, el ojos claros envainó de nuevo su espada.
—Pero ¿qué hacéis? —bramó Roshone—. ¡Atacad!
—Brillante señor, por favor —dijo el capitán de la guardia—. Puede que yo no sea el mejor soldado de por aquí, pero... en fin, señor, confía en mí. Deberíamos fingir que no ha habido puñetazo.
Los otros dos soldados asintieron con la cabeza, a favor de la idea.
Roshone evaluó a Kaladin mientras se limpiaba la nariz, que no sangraba mucho.
—Veo que al final sí que han hecho algo de ti en el ejército, ¿eh?
—No lo sabes tú bien. Tenemos que hablar. ¿Hay alguna habitación aquí que no esté repleta de gente?
—Kal —terció Lirin—, estás diciendo estupideces. ¡Deja de dar órdenes al brillante señor Roshone!
Kaladin pasó al otro lado de los soldados y Roshone, pasillo abajo.
—¿Y bien? —ladró—. ¿Alguna habitación vacía?
—Por la escalera, señor —dijo un soldado—. En la biblioteca no hay nadie.
Kaladin sonrió para sus adentros al oír que lo llamaban señor.
—Excelente. Acompañadme allí.
Kaladin echó a andar hacia la escalera. Por desgracia, aparentar autoridad tenía sus límites. Nadie lo siguió, ni siquiera sus padres.
—Os he dado una orden —dijo Kaladin—. No me gusta tener que repetirme.
—¿Y qué te hace pensar que puedes dar órdenes a nadie, chico? —replicó Roshone.
Kaladin dio media vuelta y sacó el brazo hacia delante mientras invocaba a Syl. Una hoja esquirlada brillante y cubierta de rocío cobró forma en su mano a partir de la niebla. Hizo girar la espada y la clavó en el suelo con un solo movimiento fluido. Mantuvo la mano en el puño, sintiendo cómo sus ojos se volvían azules.
Todo quedó en silencio. Los lugareños se quedaron paralizados, boquiabiertos. Los ojos de Roshone se desorbitaron. En cambio, el padre de Kaladin solo agachó la cabeza y cerró los ojos.
—¿Alguna otra pregunta? —dijo Kaladin.
—Habían desaparecido cuando hemos ido a ver qué pasaba con ellos, esto... brillante señor —dijo Aric, el guardia bajito del casco oxidado—. Les habíamos cerrado la puerta con llave, pero la pared del lado estaba destrozada del todo.
—¿No han atacado a nadie? —preguntó Kaladin.
—No, brillante señor.
Kaladin paseaba por la biblioteca. Era una sala pequeña pero bien organizada, con hileras de estantes y un buen atril de lectura. Los libros estaban alineados con pulcritud: o las doncellas eran muy meticulosas o los libros se movían poco. Syl estaba sentada al borde de un estante, con la espalda apoyada en un libro y balanceando los pies como una niña.
Roshone se había sentado en un extremo de la sala, y cada cierto tiempo se apretaba las palmas de las manos contras las mejillas sonrojadas y frotaba hasta llevárselas a la nuca, en un extraño gesto de nerviosismo. La nariz había dejado de sangrarle, aunque le quedaría un buen cardenal. Era una fracción mínima del castigo que merecía, pero Kaladin descubrió que no tenía ganas de maltratar a Roshone. Tenía que ser mejor que eso.
—¿Qué aspecto tenían los parshmenios? —preguntó Kaladin a los guardias—. ¿Han cambiado después de la tormenta rara?
—Ya lo creo que sí —dijo Aric—. He salido a mirar cuando he oído que escapaban, después de que pasara la tormenta. Parecían Portadores del Vacío, de verdad que sí, con unas cosas así como huesos grandotes saliéndoles de la piel.
—Eran más altos —añadió el capitán de la guardia—. Más altos que yo, y seguro que al menos tanto como tú, brillante señor. Con piernas gruesas como tocopesos y unas manos que podrían estrangular a un espinablanca, te lo aseguro.
—Entonces, ¿por qué no han atacado? —preguntó Kaladin. Podrían haber tomado la mansión sin dificultades, pero habían optado por perderse en la noche. Sugería un objetivo más perturbador. Tal vez Piedralar fuese demasiado pequeño para merecer la pena—. No los habréis seguido para ver hacia dónde huían, ¿verdad? —Miró primero a los guardias y luego a Roshone.
—Hum, no, brillante señor —respondió el capitán—. La verdad es que solo nos preocupaba sobrevivir.
—¿Se lo dirás al rey? —preguntó Aric—. Esa tormenta nos ha barrido cuatro graneros, nada menos. Tardaremos poco en pasar hambre, con tanto refugiado y sin nada que llevarnos a la boca. Y cuando vuelvan a empezar las altas tormentas, no tendremos ni la mitad de las casas que necesitamos.
—Se lo diré a Elhokar —prometió. Pero por el Padre Tormenta, el resto del reino estaría igual de apurado.
Tenía que centrarse en los Portadores del Vacío. No podía regresar con Dalinar hasta que tuviera la luz tormentosa suficiente para hacerlo volando, de modo que su cometido más útil sería averiguar dónde se congregaba el enemigo, si podía. ¿Qué planeaban los Portadores del Vacío? Kaladin no había experimentado en persona sus extraños poderes, aunque había escuchado informes de la batalla de Narak. Parshendi con ojos refulgentes y el relámpago a sus órdenes, despiadados y terribles.
—Necesitaré mapas —dijo—. Mapas de Alezkar, los más detallados que tengas, y alguna forma de transportarlos bajo la lluvia sin que se echen a perder. —Hizo una mueca—. Y un caballo. Varios, los mejores que tengas.
—¿Así que ahora vas a robarme? —preguntó Roshone en voz baja, mirando al suelo.
—¿Robarte? —dijo Kaladin—. Mejor llamémoslo un alquiler. —Sacó un puñado de esferas del bolsillo y las dejó en la mesa. Miró hacia los soldados—. ¿Y bien? ¿Esos mapas? Seguro que Roshone tiene mapas detallados de los alrededores.
Roshone no era lo bastante importante para administrar ningún territorio del alto príncipe, una distinción de la que Kaladin nunca había sido consciente mientras vivía en Piedralar. Aquellas tierras serían responsabilidad de algún ojos claros mucho más importante, del que Roshone sería tan solo un primer punto de contacto con los pueblos circundantes.
—Tendremos que esperar a que nos dé permiso la señora —dijo el capitán de la guardia—. Señor.
Kaladin enarcó una ceja. ¿Habían desobedecido a Roshone por él y no lo hacían por la señora de la casa?
—Id a los fervorosos de la casa y decidles que vayan preparando todo lo que he solicitado mientras llega el permiso. Y localizad una vinculacaña conectada con Tashikk, si la tiene algún fervoroso. Cuando disponga de la luz tormentosa para usarla, querré informar a Dalinar.
Los guardias saludaron y se marcharon.
Kaladin se cruzó de brazos.
—Roshone, voy a tener que perseguir a esos parshmenios, a ver si me entero de qué traman. Algún guardia tuyo no tendrá experiencia en rastrear, ¿verdad? Seguir a esas criaturas ya costaría bastante sin la lluvia empantanándolo todo.
—¿Por qué son tan importantes? —preguntó Roshone, sin apartar la vista del suelo.
—Tienes que haberlo adivinado —dijo Kaladin, saludando a Syl con la cabeza cuando bajó a su hombro en forma de cinta de luz—. ¿El tiempo descontrolado y siervos comunes que se transforman en seres terroríficos? ¿Y esa tormenta del relámpago rojo que va en sentido contrario? La Desolación ha llegado, Roshone. Los Portadores del Vacío han regresado.
Roshone gimió, encorvó más la espalda y se abrazó las rodillas como si fuese a vomitar.
—¿Syl? —susurró Kaladin—. Puede que vuelva a necesitarte.
—Lo dices como lamentándolo —repuso ella, ladeando la cabeza.
—Es que lo lamento. No me gusta la idea de zarandearte por ahí y estrellarte contra cosas.
Syl bufó.
—En primer lugar, yo no me estrello contra cosas. Soy un arma grácil y elegante, imbécil. Y en segundo lugar, ¿a ti qué más te da?
—No me parece que esté bien —respondió Kaladin, todavía en susurros—. Eres una mujer, no un arma.
—Un momento, ¿todo esto es porque soy chica?
—No —dijo Kaladin de inmediato, pero entonces vaciló—. Puede. El caso es que se me hace raro.
Syl bufó de nuevo.
—No veo que preguntes a tus otras armas qué opinan de que las zarandees por ahí.
—Mis otras armas no son personas. —Titubeó—. ¿Verdad?
Ella lo miró con la cabeza echada a un lado y las cejas alzadas, como si acabara de decir una idiotez muy grande.
«Todo tiene un spren.» Su madre se lo había inculcado desde muy pequeño.
—Entonces... ¿he tenido lanzas que también eran mujeres? —preguntó.
—Hembras como mínimo —dijo Syl—. Más o menos la mitad, como suele pasar con estas cosas. —Saltó al aire y revoloteó delante de él—. Es culpa vuestra por personificarnos, así que ahora no me valen quejas. Aunque, por supuesto, algunos spren viejos tienen cuatro géneros en vez de dos.
—¿Cómo? ¿Por qué?
Syl le dio un puñetazo amistoso en la nariz.
—Porque a esos no los imaginaron los humanos, ¿por qué va a ser?
Se dispersó delante de él, convirtiéndose en una neblina. Cuando Kaladin levantó la mano, apareció la hoja esquirlada.
Llegó con paso firme al asiento de Roshone, se acuclilló y sostuvo la hoja esquirlada en alto, con la punta hacia el suelo.
Roshone alzó la mirada, fascinado por la hoja del arma, como Kaladin había previsto. No se podía estar cerca de una cosa como aquella y no sentirse atraído. Tenían magnetismo.
—¿Cómo la conseguiste? —preguntó Roshone.
—¿Tiene alguna importancia?
El consistor no respondió, pero los dos conocían la verdad. Poseer una hoja esquirlada era suficiente: si alguien podía reclamarla e impedir que se la arrebataran, era suya. Estando en posesión de una, las marcas en la cabeza de Kaladin perdían todo su significado. Nadie, ni siquiera Roshone, se atrevería a sugerir lo contrario.
—Eres un tramposo, un rastrero y un asesino. Pero por mucho que me revuelva las tripas, no tenemos tiempo de derrocar a la clase dirigente de Alezkar y organizar algo mejor. Estamos bajo el ataque de un enemigo al que no comprendemos y que no podríamos haber anticipado. Así que vas a tener que ponerte en pie y dirigir a esta gente.
Roshone tenía la mirada en su propio reflejo en la hoja.
—No estamos indefensos —dijo Kaladin—. Podemos contraatacar y lo haremos, pero antes tenemos que sobrevivir. La tormenta eterna va a volver. Cada cierto tiempo, aunque aún no sé la frecuencia. Necesito que os preparéis.
—¿Cómo? —dijo Roshone con un hilo de voz.
—Construid casas con pendiente a los dos lados. Si no da tiempo, buscad un buen refugio y resguardaos allí. Yo no puedo quedarme. Esta crisis abarca más que un pueblo y una gente, aunque sean mi pueblo y mi gente. Tengo que confiar en ti. Que el Todopoderoso nos asista, porque eres lo único que tenemos.
Roshone se hundió más en su asiento. Estupendo. Kaladin se levantó y descartó a Syl.
—Lo haremos —dijo una voz a su espalda.
Kaladin se quedó petrificado. La voz de Laral le provocó un escalofrío. Se volvió despacio y encontró a una mujer que no encajaba en absoluto con su imagen mental. La última vez que la había visto fue llevando un perfecto vestido de ojos claros, joven y hermosa aunque sus luminosos ojos verdes dieran sensación de vacíos. Había perdido a su prometido, el hijo de Roshone, y había pasado a estar prometida con el padre, un hombre que le duplicaba la edad.
La mujer que estaba en la puerta ya no era una jovenzuela. Tenía el rostro firme, esbelto, y el pelo recogido en una práctica coleta negra con vetas rubias. Llevaba botas y una cómoda havah mojada por la lluvia.
Lo miró de arriba abajo y resopló.
—Parece que te ha dado por crecer, Kal. Lamenté mucho enterarme de lo de tu hermano. Acompáñame. ¿Necesitas una vinculacaña? Tengo una enlazada con la reina regente en Kholinar, pero no está muy receptiva últimamente. Por suerte, también tenemos una con Tashikk, como pedías. Si crees que el rey te responderá, podemos valernos de un intermediario.
Volvió a salir por la puerta.
—Laral... —dijo él, siguiéndola.
—Dicen que has apuñalado mi suelo —comentó Laral—. Pues que sepas que es de madera noble. De verdad, cómo sois los hombres con vuestras armas.
—Soñaba con regresar —dijo Kaladin, deteniéndose en el pasillo que daba a la biblioteca—. Me imaginaba volviendo aquí convertido en un héroe de guerra y desafiando a Roshone. Quería salvarte, Laral.
—¿Ah, sí? —Laral se volvió hacia él—. ¿Y por qué creías que necesitaba que me salvaran?
—No irás a decirme —respondió Kaladin con suavidad, señalando hacia la biblioteca— que has sido feliz con ese.
—Salta a la vista que convertirse en ojos claros no otorga ni una pizca de decoro —dijo Laral—. Deja de insultar a mi marido, Kaladin. Portador de esquirlada o no, como vuelvas a hablar así haré que te echen de mi casa.
—Laral...
—Sí que soy bastante feliz aquí. O lo era, hasta que el viento empezó a soplar desde donde no debe. —Negó con la cabeza—. Eres como tu padre, siempre pensando que tienes que salvar a todo el mundo, hasta a quienes preferirían que no te metieras en sus asuntos.
—Roshone maltrató a mi familia. ¡Envió a mi hermano a la muerte e hizo todo lo que pudo para destruir a mi padre!
—Y tu padre alzó la voz contra mi marido —replicó Laral—, desprestigiándolo delante de los demás. ¿Cómo te sentirías tú si fueses un nuevo brillante señor, exiliado lejos de casa, y resultara que el ciudadano más importante del pueblo te critica abiertamente?
Laral tenía la perspectiva sesgada, por supuesto. Al principio Lirin había intentado trabar amistad con Roshone, ¿verdad? Aun así, Kaladin tenía pocas ganas de seguir discutiendo sobre el tema. ¿Qué más le daba? Pretendía sacar a sus padres del pueblo, de todos modos.
—Iré a preparar la vinculacaña —dijo ella—. Puede que tardemos un poco en recibir respuesta. Mientras tanto, los fervorosos deberían estar reuniendo tus mapas.
—Muy bien —dijo Kaladin, pasando junto a ella en el pasillo—. Voy a hablar con mis padres.
Syl revoloteó sobre su hombro mientras Kaladin bajaba la escalera.
—Entonces, ¿esa es la chica con la que ibas a casarte?
—No —susurró Kaladin—. Esa es una chica con la que nunca iba a casarme, pasara lo que pasara.
—Me cae bien.
—No me extraña.
Llegó al rellano inferior y miró hacia arriba. Roshone se había reunido con Laral junto a la escalera, llevando en la mano las gemas que Kaladin había dejado en la mesa. ¿Cuánto había sido?
Cinco o seis broams de rubí, pensó, y quizá un zafiro o dos. Hizo cálculos de cabeza. Tormentas, era una cantidad desorbitada, más que la copa llena de esferas por la que Roshone y el padre de Kaladin se habían pasado años peleando en sus tiempos. Para Kaladin, había pasado a ser apenas calderilla.
Siempre había creído que todos los ojos claros eran ricos, pero un brillante señor inferior en un pueblo insignificante... bueno, en realidad Roshone era pobre, solo que pobre de un tipo distinto.
Kaladin deshizo el camino por la casa, cruzándose con gente que había conocido, gente que al verlo susurraba: «Portador de esquirlada» y se apresuraba a quitarse de en medio. Que así fuese, pues. Había aceptado su lugar en el mismo instante en que había asido a Syl del aire y había pronunciado las Palabras.
Lirin volvía a estar en el salón, ocupado con los heridos. Kaladin se detuvo un momento en el umbral, suspiró y fue a arrodillarse junto a Lirin. Su padre extendió el brazo hacia su bandeja de utensilios, pero Kaladin la cogió y la sostuvo, preparada. Era su viejo puesto como ayudante de su padre en las operaciones. La nueva aprendiz estaba tratando a los heridos en otra habitación.
Lirin miró un instante a Kaladin y volvió al paciente, un chico que tenía un vendaje ensangrentado en torno al antebrazo.
—Tijeras —pidió Lirin.
Kaladin se las tendió y Lirin cogió el instrumento sin mirar y lo usó para cortar el vendaje y retirarlo. El chico tenía un trozo de madera serrada clavado en el brazo. Se quejó cuando Lirin palpó la carne cercana, cubierta de sangre seca. No pintaba nada bien.
—Cortar para sacar el palo —dijo Kaladin—, y también la carne necrótica. Cauterizar.
—Un poco extremo, ¿no te parece? —preguntó Lirin.
—Quizá haya que amputar por el codo de todos modos. Eso va a infectarse seguro, mira lo sucia que está esa madera. Dejará astillas.
El chico volvió a gemir. Lirin le dio unas palmaditas en el hombro.
—Te pondrás bien. Aún no se ve ningún putrispren, así que no vamos a amputarte el antebrazo. Déjame hablar con tus padres. De momento, mastica esto. —Dio al chico un poco de corteza relajante.
Juntos, Lirin y Kaladin pasaron a otro paciente. El chico no corría un peligro inmediato y Lirin querría operar cuando hubiera hecho efecto el anestésico.
—Te has endurecido —dijo Lirin a Kaladin mientras inspeccionaba el pie del paciente—. Me preocupaba que nunca te salieran callos.
Kaladin no respondió. En realidad, sus callos no eran tan ásperos como su padre habría querido.
—Pero también te has vuelto uno de ellos —añadió Lirin.
—El color de mis ojos no cambia nada.
—No me refería al color de tus ojos, hijo. No me importa ni dos chips que alguien sea ojos claros o no. —Meneó una mano y Kaladin le pasó un paño para limpiar el dedo del pie y empezó a preparar una tablilla pequeña—. Lo que te has vuelto es un asesino. Resuelves los problemas con el puño y la espada. Confiaba en que encontraras un puesto con los cirujanos del ejército.
—No me dieron mucha elección —repuso Kaladin, pasándole la tablilla y empezando a preparar los vendajes para el dedo del pie—. Es una larga historia. Algún día te la contaré.
«Al menos las partes menos descorazonadoras», pensó.
—Supongo que no vas a quedarte.
—No. Tengo que seguir a esos parshmenios.
—Más muertes, pues.
—¿De verdad crees que no deberíamos combatir a los Portadores del Vacío, padre?
Lirin vaciló.
—No —susurró—. Sé que la guerra es inevitable. Pero no quería que tú intervinieras en ella. He visto lo que hace a la gente. La guerra les fustiga el alma, y esas heridas no puedo sanarlas. —Fijó la tablilla y miró a Kaladin—. Nosotros somos cirujanos. Que otros desgarren y rompan; nosotros no debemos hacer daño a los demás.
—No —dijo Kaladin—. Tú eres cirujano, padre, pero yo soy otra cosa. Un vigilante en el perímetro. —Eran palabras que había recibido Dalinar Kholin en una visión. Kaladin se levantó—. Protegeré a quienes lo necesiten. Hoy, eso significa salir a la caza de Portadores del Vacío.
Lirin apartó la mirada.
—Muy bien. Me... me alegro de que hayas vuelto, hijo. Me alegro de que estés sano.
Kaladin apoyó la mano en el hombro de su padre.
—Vida antes que muerte, padre.
—Ve a ver a tu madre antes de irte —dijo Lirin—. Tiene que enseñarte una cosa.
Kaladin frunció el ceño, pero salió de la enfermería hacia la cocina. La casa entera estaba iluminada solo por velas, y tampoco había muchas. Fuera donde fuese, veía sombras y una luz insegura.
Llenó su cantimplora y encontró un pequeño paraguas. Lo necesitaría para consultar los mapas con aquella lluvia. Después subió para ver cómo iba Laral en la biblioteca. Roshone se había retirado a su dormitorio, pero ella estaba sentada ante un escritorio con una vinculacaña delante.
Un momento. La vinculacaña estaba funcionando. Su rubí brillaba.
—¡Luz tormentosa! —exclamó Kaladin, señalando.
—Bueno, por supuesto —dijo ella, frunciéndole el ceño—. Es necesaria para los fabriales.
—¿Cómo es que tenéis esferas infusas?
—La alta tormenta de hace unos días —explicó Laral.
Durante el enfrentamiento con los Portadores del Vacío, el Padre Tormenta había convocado una alta tormenta anómala para compensar la tormenta eterna. Kaladin había volado frente a su muralla de tormenta, luchando contra el Asesino de Blanco.
—Esa tormenta fue inesperada —dijo Kaladin—. ¿Cómo pudiste saber que tenías que sacar las esferas?
—Kal —dijo ella—, no es tan difícil colgar fuera unas cuantas esferas cuando la tormenta ya ha empezado.
—¿Cuántas tienes?
—Algunas —respondió Laral—. Los fervorosos también tienen unas pocas, no se me ocurrió solo a mí. Escucha, tengo a alguien en Tashikk dispuesta a transmitir un mensaje a Navani Kholin, la madre del rey. ¿No era lo que insinuabas que querías? ¿Crees que de verdad va a contestarte?
La respuesta, por fortuna, llegó cuando la vinculacaña empezó a escribir. Laral leyó:
—«¿Capitán? Aquí Navani Kholin. ¿De verdad eres tú?»
Laral parpadeó y miró a Kaladin a los ojos.
—Lo soy —dijo Kaladin—. Lo último que hice antes de partir fue hablar con Dalinar en la cima de la torre. —Confiaba en que ese dato bastara para confirmar su identidad.
Laral se sobresaltó y luego lo escribió. Al poco tiempo, leyó el mensaje que llegó en respuesta.
—«Kaladin, soy Dalinar. ¿Cuál es la situación, soldado?»
—Mejor que lo esperado, señor —dijo Kaladin. Resumió lo que había descubierto y añadió—: Me preocupa que se hayan marchado porque Piedralar no era lo bastante importante para molestarse en destruirla. He pedido caballos y unos mapas. He pensado en explorar un poco, a ver qué puedo averiguar del enemigo.
Dalinar respondió:
—«Ten cuidado. ¿No te queda nada de luz tormentosa?»
—A lo mejor puedo encontrar un poco. Dudo que sea la suficiente para llevarme a casa, pero ayudará.
Dalinar tardó unos minutos en responder, y Laral aprovechó para cambiar el papel en el tablero de la vinculacaña.
—«Tienes buen instinto, capitán. En esta torre, me siento ciego. Acércate lo suficiente para descubrir qué está haciendo el enemigo, pero no asumas riesgos innecesarios. Llévate la vinculacaña. Envíanos un glifo al final de cada día para que sepamos que estás a salvo.»
—Entendido, señor. Vida antes que muerte.
—«Vida antes que muerte.»
Laral lo miró y Kaladin asintió con la cabeza para indicar que la conversación había terminado. La mujer envolvió la vinculacaña para que se la llevara y Kaladin la aceptó agradecido, salió deprisa de la biblioteca y bajó la escalera.
Sus actividades habían atraído a una multitud bastante numerosa, congregada en el recibidor que había al pie de la escalera. Iba a preguntarles si alguien tenía esferas infundidas, pero se interrumpió al ver a su madre. Estaba hablando con varias chicas jóvenes y tenía un bebé en brazos. ¿Qué estaba haciendo ella con un...?
Kaladin se detuvo al final de la escalera. El bebé tendría un año más o menos, tenía los dedos metidos en la boca y balbuceaba a través de ellos.
—Kaladin, te presento a tu hermano —dijo Hesina, volviéndose hacia él—. Lo estaban cuidando las chicas mientras yo ayudaba en el triaje.
—Un hermano —susurró Kaladin. No se le habría ocurrido en la vida. Su madre cumpliría los cuarenta y uno ese año, y...
Un hermano.
Kaladin extendió los brazos. Su madre le dejó coger al niño, sostenerlo con unas manos que se le antojaron demasiado bastas para estar tocando aquella piel tan suave. Kaladin tembló, y luego se abrazó al bebé. Los recuerdos de aquel lugar no habían podido con él y ver a sus padres no lo había abrumado, pero aquello...
No pudo contener las lágrimas. Se sintió estúpido. Aquello no cambiaba nada: los miembros del Puente Cuatro seguían siendo sus hermanos, tan cercanos como cualquier pariente de sangre.
Y aun así, sollozó.
—¿Cómo se llama?
—Oroden.
—Niño de paz —susurró Kaladin—. Buen nombre. Muy buen nombre.
Una fervorosa se acercó por detrás con una funda para pergaminos. Tormentas, ¿era Zeheb? Seguía viva, por lo visto, aunque a él siempre le había parecido más vieja que las mismas piedras. Kaladin devolvió al pequeño Oroden a su madre, se secó los ojos y cogió la funda.
La gente estaba amontonada contra las paredes de la estancia. Kaladin era todo un espectáculo, el hijo del cirujano convertido en esclavo y luego en portador de esquirlada. Piedralar tardaría otros cien años en ver algo tan emocionante.
Por lo menos, si Kaladin tenía algo que decir al respecto. Saludó con la cabeza a su padre, que había salido del salón, y se dirigió al grupo reunido.
—¿Alguien de aquí tiene esferas infundidas? Os las cambio, dos chips por uno. Sacadlas.
Syl zumbó a su alrededor mientras las reunían, y la madre de Kaladin se ocupó de los trueques. Terminó con solo un saquito, pero le pareció una fortuna. Como mínimo, ya no iba a necesitar los caballos.
Cerró el saquito, lo ató y miró atrás mientras su padre se acercaba. Lirin se sacó del bolsillo un pequeño y luminoso chip de diamante y se lo ofreció a su hijo.
Kaladin lo aceptó y miró a su madre y al niño que llevaba en brazos. Su hermano.
—Quiero llevaros a un lugar seguro —dijo a Lirin—. Ahora tengo que irme, pero volveré pronto para llevaros a...
—No —lo interrumpió Lirin.
—Padre, es la Desolación —insistió Kaladin.
La gente que estaba cerca hizo gestos de sorpresa y sus ojos se ensombrecieron. Tormentas, Kaladin tendría que haber hecho aquello en privado. Se inclinó hacia Lirin.
—Conozco un lugar que es seguro. Para ti, para madre, para el pequeño Oroden. Por favor, por una vez en la vida, no seas tozudo.
—Puedes llevártelos a ellos si tu madre quiere —dijo Lirin—, pero yo me quedo aquí. Sobre todo si... eso que has dicho es verdad. Esta gente va a necesitarme.
—Ya veremos. Volveré nada más pueda.
Kaladin tensó la mandíbula y fue a la puerta delantera de la mansión. La abrió, dejando entrar los sonidos de la lluvia y los olores de una tierra anegada.
Se detuvo un momento y volvió la mirada hacia la estancia llena de lugareños sucios, desahuciados y temerosos. Le habían oído decirlo, pero en realidad ya lo sabían. Kaladin los había oído bisbisear. Portadores del Vacío. La Desolación.
No podía dejarlos así.
—Habéis oído bien —dijo en voz alta al centenar aproximado de personas reunidas en el gran recibidor de la mansión, y también a Roshone y Laral, de pie en los escalones que llevaban al primer piso—. Los Portadores del Vacío han regresado.
Murmullos. Miedo.
Kaladin absorbió un poco de luz tormentosa de su saquito. De su piel empezó a alzarse un humo puro y luminiscente, visible claramente en la penumbra de la sala. Se enlazó hacia arriba para elevarse en el aire y luego añadió un segundo lanzamiento hacia abajo, con lo que quedó flotando como a medio metro sobre el suelo, brillando. Syl cobró forma a partir de la niebla como una lanza esquirlada en su mano.
—El alto príncipe Dalinar Kholin —dijo Kaladin, soltando volutas de luz tormentosa entre los labios— ha refundado los Caballeros Radiantes. Y esta vez, no os fallaremos.
Las expresiones del recibidor variaban entre la adoración y el terror. Kaladin buscó el rostro de su padre. Lirin estaba boquiabierto. Hesina tenía abrazado con fuerza a su hijo pequeño y una expresión de puro deleite, con un asombrospren formándose en torno a su cabeza como un anillo azul.
«Te protegeré a ti, pequeño —pensó Kaladin, dirigiéndose a su hermano—. Los protegeré a todos.»
Saludó con la cabeza a sus padres, se volvió, se enlazó hacia fuera y salió despedido a la noche lluviosa. Pararía en Sabecuerda, que estaba a media jornada a pie (o a un vuelo corto) hacia el sur e intentaría intercambiar esferas allí.
Luego saldría a la caza de unos Portadores del Vacío.