Un mundo aparte

En algunos textos que tratan sobre cine, no es extraño encontrar a la figura del escritor Antonio Machado y su postura sobre el arte cinematográfico. A través del personaje ficticio de Juan de Mairena, el poeta sevillano escribía que «la cinematografía orientada hacia la novela, el cuento o el teatro es profundamente antipedagógica. Ella contribuirá a entontecer el mundo, preparando nuevas generaciones que no sepan ni ver ni soñar» (2006, pág. 297). Además —y resumiendo—, que el invento del cine había surgido del mismo «Satanás para aburrir al género humano» (2006, pág. 296). Es curioso leer como Machado habla del séptimo arte como la antítesis de los sueños y el entretenimiento, precisamente dos características con las que muchos han definido el cine a lo largo de su historia.

Más allá de las afirmaciones de Machado, dichas además por medio de un personaje creado por él, estas palabras del escritor sirven para ahondar en la relación entre literatura y cine, o, mejor dicho, entre creación literaria y creación cinematográfica. Susan Sontag, escritora y ensayista, llegó a definir al cine como la forma de arte «más vívida, la más emocionante, la más importante» (2011, pág. 11), ya que sus distintos campos (visual, literario, ideológico…) convierten a las películas en obras de estudio casi inabarcables. Y, sin necesidad de ir a tiempos más actuales, se puede recurrir al escritor Vicente Blasco Ibáñez, todo un anticipado a su época al comprender todas las posibilidades que ofrecía ese nuevo arte que, a principios de siglo, estaba dando sus primeros pasos. La vinculación entre los dos campos ha llevado a una relación de admiración, colaboración y entendimiento mutuo, pero también al recelo, a la envidia o a diversos complejos de inferioridad y superioridad.

David Cronenberg, en la preparación de El almuerzo desnudo (The Naked Lunch, 1991), ponía el foco en la dificultad que tiene el cine para mostrar el proceso de creación literaria en pantalla. Al final se mostraba a alguien sentado delante de una máquina de escribir. La reflexión del director canadiense venía a referirse a que ese proceso creativo era una cuestión interna del individuo que, generalmente, era complicado de trasladar al lenguaje cinematográfico. En realidad, Cronenberg señalaba especialmente a los cientos y cientos de biopics de escritores que se han realizado en la historia del cine. Muchos de ellos, independientemente de su calidad o interés, no suelen pasar de lo superficial en cuanto al sistema de creación de ficción que llevan a cabo sus protagonistas. David Cronenberg logró que una película como El almuerzo desnudo —una adaptación casi imposible del libro de William S. Burroughs y que se convertía en una suerte de biopic del escritor— hablará del proceso creativo casi desde una visión física. La escritura como una adicción poderosa, placentera y destructiva.

El biopic cinematográfico, un género arriesgado

El género biográfico en el cine es un terreno peligroso. ¿Cuánto interés hay en la persona a la que se describe? ¿Cuán atractivo resulta su trabajo o la obra por la que se merece dedicarle una película? Aunque vida y obra son algo caminan juntos cuando nos referimos a biopics de artistas, generalmente hay un predominio de lo uno sobre lo otro, especialmente en el territorio de los escritores. Es imposible cuantificar la cantidad de escritores que han sido objeto de un biopic cinematográfico. En varias de estas películas biográficas, lo que se podría llama «un cierto anecdotario vital del escritor» se ha superpuesto a lo que es la creación literaria en sí. El cine se siente más cómodo cuando se mira al espejo, narrando y reflexionando sobre el proceso de creación cinematográfica. Y no importa que la mirada sea más compasiva y positiva o crítica y cínica, las películas del género «cine dentro del cine» no parecen tener problemas en narrar la metodología creativa. Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, Vincente Minelli, 1952) o La noche americana (La nuit américaine, François Truffaut, 1973), por poner dos ejemplos, son películas de épocas, estilos y cinematografías distintas que comparten la narración de la creación de una película. No son manuales de rodaje, pero, ya sea desde el punto de vista más oscuro de Minelli o al más ilusionante de Truffaut, el espectador puede compartir la mecánica creacionista. Hay veces que en este tipo de género su parte más literaria, es decir, la escritura del guion, apenas se nos muestra, ya sea desde la utilización elipsis o, directamente, desde su supresión en la historia. Autorías aparte, la creación cinematográfica —principalmente si pensamos desde la perspectiva del rodaje— es la suma del talento de varios artistas. Dependiendo de la película, el personaje del director no tiene por qué ser el activo artístico más importante, al revés de lo que podría pensarse, pues esa labor puede acogerla el actor, el guionista o el productor. Si miramos un arte más individualista y cercano al trabajo del escritor como la pintura, nos encontramos con magníficos ejemplos que hablan del proceso pictórico: La bella mentirosa (La belle noiseuse, Jacques Rivette, 1991) o El sol del membrillo (Víctor Erice, 1992). Asimismo, podría añadirse la escultura para plantearnos la siguiente pregunta: ¿qué ocurre con estas mecánicas artísticas en comparación a la creación literaria? La respuesta simple y directa parece tener que ver con el campo visual. El cine puede apoyarse más fácilmente en las imágenes al ver a alguien dibujando o esculpiendo. En realidad, el proceso creativo es de todo menos sencillo. Las palabras crean sonidos, sensaciones, emociones e imágenes, y el cine, con todas sus poderosas herramientas, debería poder mostrar su construcción. Y, en realidad, lo hace. Solo que para ello suele necesitar caminos más complejos y menos directos. La creación literaria en el cine quizá no ofrezca unas respuestas contundentes, pero sí formula unas sugerentes preguntas.

Habría que regresar al mundo del biopic de escritores y al proceso vital que se refleja en las películas. Los filmes en cuestión se centran en las vicisitudes personales que sufre el protagonista: romances, tragedias, muertes, desamores... Una opción bastante lógica, ya que suponemos que esos hechos influirán en la obra creativa del protagonista. Así, nos adentramos en lo que, según se mire, puede ser un hecho o un tópico: para poder escribir hay que haber vivido (o sufrido). El problema es cómo se muestra la traslación de esos hechos vividos al proceso creativo literario. Aquí es donde el extenso género del biopic cinematográfico puede dar bandazos. En este tipo de casos, el cine parece tener un cierto miedo a la creación literaria por el efecto de dos términos que, curiosamente, parecen contrarios: el aburrimiento y la complejidad. Narrar este proceso puede conllevar una cierta monotonía y, a la vez, una extraordinaria dificultad, ya que, al final, consiste en meterse dentro de la cabeza y los pensamientos de una persona.

En Los mejores años de mi vida (Cross Creek, Martin Ritt, 1983), vemos la vida de la escritora Marjorie Kinnan Rawlings en las profundidades de Florida, que, posteriormente, plasmará en su novela autobiográfica Cross Creek (1942). En la película, Kinnan Rawlings se sienta delante de una máquina de escribir y, a veces, reflexiona sobre lo que va a crear, pero, en realidad, el espectador no ve finalmente la acción creativa. El cine está utilizando sus armas (la imagen, el sonido) para mostrar el contenido de la novela, pero el proceso interno de creación narrativa de esos hechos es escatimado al espectador gracias a esa herramienta tan brillante, efectiva y, a la vez, peligrosa: la elipsis. La producción de novelas, poesías, relatos, obras de teatro..., se resume en el tiempo gracias a un encadenado de planos, a veces frenético, en el que el escritor parece una especie de autómata que teclea o escribe sin parar (o, mejor dicho, sin reflexionar). Si pensamos en lo que es estrictamente el biopic, puede ser que los creadores cinematográficos piensen que la emoción vaya a lograrse con la reflexión y elaboración sobre una obra literaria, sino con ese producto ya acabado. Porque el cine, a veces, refleja mejor la inspiración que lo que es la creación en sí. En Bright Star (Jane Campion, 2009) el momento más emocionante no llega cuando John Keats escribe o compone alguno de sus poemas, sino al final de la película cuando Fanny Brawne, el gran amor de su vida, recita su poema Bright Star. Esto abriría el tema de la transformación que sufre la creación cuando pasa a ser leída o vívida por el lector —algo que el cine ha sabido reflejar en varias ocasiones. Por supuesto no todos los biopics son iguales: el cine, un lenguaje flexible y universal, tiene la capacidad de tratar un mismo tema de formas distintas, por lo cual no son las mismas Charlotte, Emily y Anne Brontë, ni la forma de recrear su trabajo, desde el clasicismo de Predilección (La vida de las hermanas Brontë) (Devotion, Curtis Bernhardt, 1946) o la asfixia hermética de Las hermanas Brontë (Les soeurs Brontë, André Téchiné, 1979).

Es remarcable la presencia más bien escasa en el cine de una mirada femenina en cuanto a la creación literaria se refiere. Es cierto que hemos podido ver en la pantalla a algunas de las más relevantes escritoras de la historia como Virginia Woolf —Las horas (The Hours, Stephen Daldry, 2000)—, Emily Dickinson —Historia de una pasión (A Quiet Passion, Terence Davies, 2016)—, Sylvia Plath —Sylvia (Christine Jeffs, 2003)—, Dorothy Parker — La Sra. Parker y el círculo vicioso (Mrs. Parker and the Vicious Circle, Alan Rudolph, 1994)— o Teresa de Jesús —Teresa, el cuerpo de Cristo (Ray Loriga, 2001)—, entre otras. Más allá de un género llamativo como el biopic, el cine no ha mirado lo suficiente a la mujer, no solo como escritora, sino como artista en general. La mirada masculina sigue prevaleciendo en la industria cinematográfica, con lo cual, si realizar un retrato femenino en general cuesta, hacerlo de una mente creativa y compleja cuesta el doble. Si hablamos de escritoras de ficción, encontramos a los personajes de Kit Marlowe y Millie Drake —Vieja amistad (Old Acquaintance, Vincent Sherman, 1943)—, y, en otra versión, a Liz Hamilton y Merry Noel Blake —Ricas y famosas (Rich and Famous, George Cukor, 1981)—, Betty Schaefer —El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950)—, María —María (y los demás) (Nely Reguera, 2016)—, Kit Madden —Sucedió en el tren (Without Reservations, Mervyn LeRoy, 1946)—, Briony Tallis —Expiación (Más allá de la pasión) (Atonement, Joe Wright, 2007)—, etc. El director Gonzalo Suárez suele apuntar que, en Remando al viento (1988), el Lord Byron que interpretaba Hugh Grant llegó a eclipsar al personaje de Mary Shelley, que era en realidad la figura central del filme. En algunas películas, la mujer creadora arrincona su lado más imaginativo en detrimento de otras facetas más terrenales de su vida, generalmente románticas. Aunque haya ejemplos de escritoras, la exploración del perfil femenino creativo es algo que el cine no ha visitado, ni todas las veces que debería ni en toda su profundidad.

A veces, a los propios escritores les cuesta explicar el desarrollo de su proceso creativo. La escritora Ana María Navales reflexionó sobre lo molesto y complicado que le suele parecer hablar sobre su metodología de trabajo porque le «obliga a situarse en un plano exterior al de la propia escritura [...]. Todo esto requiere el esfuerzo de un desdoblamiento, verse desde fuera, desnudo y sin máscara, frente a la cuartilla en blanco» (VV. AA., 1997, pág. 193). Navales, que practicó varios géneros literarios, da una clave importante cuando ve la complejidad de elaborar un análisis de su pasión literaria de un modo racional, por no hablar del caso de su poesía. A ella se refiere como algo más incontrolable que su narrativa, para la que «no cabe plantearse trucos, carpintería literaria» (VV. AA., 1997, pág. 193). Cabe preguntarse, también, si el cine tiene la capacidad para poder desgranar todo este laberinto creativo donde todo está envuelto en un cierto halo de misterio. La respuesta debe ser positiva entendiendo la riqueza y la variedad que tiene el arte cinematográfico. Las infinitas narrativas que posee —contrariamente a la opinión de que en el cine está todo inventado— le permiten poder indagar cualquier elemento. Ana María Navales hablaba del desdoblamiento como un modo de verse desde fuera para poder hablar de su escritura. El cine tiene esa capacidad de voyeur para poder investigar el trabajo creativo de un artista; ahora bien, debe saber descifrar y traducir lo que ve a través de la cerradura a su lenguaje, al igual que hace, por ejemplo, con las adaptaciones literarias.

Quizás, el biopic más convencional no sea el modelo ideal para descubrir los procesos de creación literaria, independientemente de que uno se encuentre ante una película magnifica o mediocre. Por supuesto, hay casos interesantes: el complicado paso por Hollywood de F. Scott Fitzgerald —Días sin vida (Beloved Infidel, Henry King, 1959)—, la visión de la escritura desde la perspectiva de la mujer a través de Violette Leduc —Violette (Martín Provost, 2013)—, o, ya huyendo de lo más convencional, el fascinante poema de Sergei Parajanov sobre el poeta Sayat Nova —Sayat Nova (El color de la granada) (Sayat Nova, 1969). Unos pocos ejemplos de otros tantos. Películas biográficas sobre escritores en las que, además de la vida, podemos conocer —o por lo menos intuir— su lado más creativo. También cabe recordar largometrajes donde se juega con la figura de un escritor introduciéndolos dentro de una trama en la que tanto su personalidad real como su obra ficticia desempeñan un papel fundamental. Hemos podido ver a escritores como Dashiell Hammett o Edgar Allan Poe ejerciendo como personajes de ficción, de investigadores dentro de unas tramas cercanas a las que encontramos en sus libros, en El hombre de Chinatown (Hammett, Wim Wenders, 1982) y El enigma del cuervo (The Raven, James McTeigue, 2012). Aquí, en este tipo de obras, cabe cuestionarse dónde está la reflexión o análisis sobre la creación literaria de estos escritores y dónde el entretenido juguete narrativo. Más allá de estos ejemplos, es cuando el cine da un paso más y se cuestiona una serie de hechos sobre la creación o la relación entre realidad y ficción. Y entonces no solo aumenta su interés, sino que se acerca, aunque sea rozándolo, a los mecanismos del proceso creativo.

El poder de la ficción

El cine tiende a reflejar la realidad y la ficción como dos mundos separados. El muro que los distancia, por muy invisible que sea, a veces resulta infranqueable. En El hombre de las figuras de cera (Das Wachsfigurenkabinett, Leo Birinsky, Paul Leni, 1932), un escritor es contratado para escribir historias sobre las figuras de cera que se exponen en un circo. A partir de ahí, saltamos al mundo de relatos ficcionados que ha creado el escritor sin prácticamente interacción con el real. Este tipo de narrativa se ha repetido en todas las cinematografías y épocas. En el cine, para intentar conectar estos dos mundos, se utilizan ciertas mecánicas; por ejemplo, que los personajes del plano real aparezcan también en el ficticio, asumiendo, habitualmente, otro papel. O que detalles de la vida o personalidad del creador (traumas, complejos, anhelos, amores...) acaben reflejados en sus invenciones.

El cine, aparentemente, podría tenerlo fácil por el poder audiovisual que agarra en su mano. Si un escritor imagina un personaje de unas determinadas facciones físicas, nos es fácil poder verlas reflejadas en la pantalla. Incluso sus características internas (honradez, egoísmo, cobardía...) se nos pueden mostrar gracias a las acciones que lleve a cabo el personaje en la pantalla, sus diálogos o, incluso, su forma de mirar. Ahí el actor deviene una pieza fundamental con la que no cuenta el escritor. Si hablamos del entorno físico, el creador literario solo cuenta con los límites de su imaginación, mientras que, en el cine, en principio, puede encontrarse menos margen de acción. Aunque los avances tecnológicos permiten que, cada vez más, cualquier mundo imaginado pueda quedar reflejado en la gran pantalla. Pere Gimferrer explica que las descripciones de decoraciones, calles, escenarios de escritores como Dostoievski, Balzac o de Dickens «eran la base nuestra cinematografía» (1996, pág. 76), eso sí, cumpliendo funciones distintas en el proceso narrativo. Para él, una habitación en una novela puede describirse solamente una vez, sin necesidad de hablar más sobre sus detalles en el resto del texto. En cambio, en el cine, esa misma habitación se mostrará en su totalidad siempre que se acuda ella. La razón es que una película «no puede escamotear nada de la realidad, tiene que mostrarlo todo» (1996, pág. 77).

Una lectura equivocada podría hacernos interpretar el esfuerzo del lector frente a una cierta vagancia del espectador cinematográfico, olvidando que el cine es un arte de detalles y pistas a los que el público debe estar atento en todo momento. Aun así, volvemos a chocar con dos estilos narrativos distintos: cuando en una película vemos reflejado el mundo ficticio de un escritor, cabe preguntarse si contemplamos su mundo literario o el cinematográfico que ha recreado director de la película. La conexión entre la ficción y la realidad, dentro de la narración cinematográfica, ¿existe realmente? ¿O son dos mundos separados donde uno prevalece sobre el otro?

Imaginar un mundo ficticio es una labor de una gran complejidad, sencillamente porque es la creación de un nuevo universo. Así lo compara la escritora Rosa Montero al pensar que su «proceso de gestación es semejante al cósmico» (VV. AA., 1997, pág. 305). Cabe cuestionarse si la creación surge directamente desde un vacío en el que se van colocando, poco a poco, piezas para ir creando un todo. El físico teórico David Bohm reconocía que la capacidad de inventar cosas de la nada (de algo que no hemos vivido) se ha considerado siempre un aspecto primordial del pensamiento inteligente. Pero también alertaba de que otros ven esto como un mecanismo de la mente que se encarga de «distribuir y ordenar las imágenes del pensamiento vinculadas a la memoria» llegando, en la peor de los casos, a inventarse cosas «para engañarse a sí misma, a fin de poder alcanzar su propio placer, comodidad y satisfacción superficial» (2002, pág. 83). Bohm recuerda al poeta y crítico literario Samuel Taylor Coleridge, a través del estudio que hizo de su pensamiento Owen Barfield, que establecía, a grandes rasgos, dos tipos de imaginación: una, primaria y, otra, la fantasía. La primaria sería un acto de percepción creativa donde pueden aparecer imágenes completamente inéditas que se unen de forma armoniosa, mientras que, para la fantasía, habría imágenes ya implantadas en la memoria. En la segunda, Coleridge pretendía añadir formas de pensamiento más activo, como la creación o composición en materias como la ciencia, el arte y, por supuesto, la literatura. Entre estos dos lados, no completamente separados, puede moverse el pensamiento imaginativo.

Regresando, momentáneamente, al territorio del biopic cinematográfico, existe un tipo de película que se centra exclusivamente en la infancia o juventud del escritor. Así hemos podido ver los «comienzos» de Miguel de Cervantes —Cervantes (Young Rebel, Vincent Sherman, 1967)—, Jim Carroll —Diario de un rebelde (The Basketball Diaries, Scott Kalvert, 1995)— o Jane Austen —La joven Jane Austen (Becoming Jane, Julian Jarrold, 2007)—, entre otros muchos. Una de las razones más interesantes para acometer este tipo de proyectos es que en los inicios de la vida de una persona es donde quedan rastros, influencias o, directamente, traumas que en las mentes creativas acaban transformando en arte. Puede ser de forma descaradamente más autobiográfica o restar oculto detrás de un personaje, una situación o un diálogo. Si la creación literaria es un misterio, con el biopic iniciático cinematográfico podemos ejercer de investigadores buscando algunas de las inspiraciones creativas de los autores. O, por lo menos, intentarlo, ya que no siempre la ecuación vida-ficción se cumple a rajatabla.

El creador literario frente al creador cinematográfico

El cine pretende mostrar uno de los actos más íntimos que existen, ya que la realidad es que el escritor se encuentra solo a la hora de crear. Tenga una base real o cercana, incluso aunque sea una autobiografía, cuando el creador empieza a escribir debe romper el mundo que habita para trasladarse a uno ficticio, que tiene unas reglas distintas a la realidad. Javier del Amo, diplomado en Psicología Clínica, refleja que el mundo creativo «implica soledad, implica distanciamiento, implica ver el mundo de modo caótico, distorsionado [...]. Es fruto de una anormalidad, la del artista, y configuradora de un orden que el artista va a crear de la nada» (1974, pág. 12). Independientemente de si consideramos esa nada como una nada total, es comprensible entender que ese momento de huida de la realidad del escritor se asemeje a un estado de trance. Marguerite Duras, que además de escribir ejerció como directora de cine durante casi veinte años, pensaba que el escritor siempre debe tener a su alrededor una separación con las demás personas, ya que «la soledad de la escritura es una soledad sin que la que el escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo» (1994, pág. 16).

Imaginemos que un director de cine quiere crear un ser monstruoso para su próxima película. Para ello, podría contar con la visión de unos guionistas, un equipo de maquillaje, otro de efectos especiales... Incluso pensando en él como un «autor total» involucrado en todas las facetas de la producción cinematográfica, es complicado que su mirada no pase por el filtro de otro artista. Guillermo del Toro, por ejemplo, es un creador meticuloso y con una grandiosa capacidad imaginativa, cuyo máximo reto es poder trasladar sus mundos de fantasía a la pantalla de la mejor manera posible. En El laberinto del fauno (2006) o en La forma del agua (The Shape of Water, 2017), debajo del físico fantasioso de «los monstruos» (el fauno o el hombre anfibio), se encontraba el actor Doug Jones. Un ligero movimiento de Jones —por imperceptible que fuera, por poco que se saliera de lo meticulosamente ensayado— podría modificar la visión que Del Toro tenía de su monstruo. Un escritor que quiera crear un ser monstruoso cuenta con sus propias palabras —su principal herramienta— para poder dar vida a ese ser. Si obviamos la presencia de editores u opiniones de otras personas, escritor y monstruo, origen y creación final están conectados directamente. Luego, cuando ese monstruo sea representado en dibujos, pintura, cine o, incluso, en la cabeza de cada lector diferirá de la imagen creada por el escritor. Pero ese ser siempre tendrá un origen determinado, surgido directamente de la mente del creador literario.

Los maquilladores y creadores de efectos especiales Montse Ribé y David Martí hablaban del proceso de creación de la criatura del fauno en El laberinto del fauno como un proceso colaborativo con Guillermo del Toro. Ribé recordaba que el director suele tener «una idea muy clara de lo que quiere, pero no siempre es definitiva y evoluciona durante el proceso» (De Fez, Sánchez-Navarro, 2014, pág. 209), como demuestra la decisión de añadirle raíces al personaje, algo que no estaba en la idea primigenia de Del Toro. Al final, resume Montse Ribé, fue un proceso creativo en la que el director y los creadores de efectos especiales «pusieron prácticamente el cincuenta por ciento» (De Fez, Sánchez-Navarro, 2014, pág. 210). Eso no quita ningún tipo de mérito artístico al director cinematográfico frente al escritor, siempre que nos planteemos que el verdadero «autor» de una película es el director y no el productor o el guionista ni otro miembro del equipo. Simplemente, el creador cinematográfico tiene una serie de filtros o miradas por los que su visión debe o puede pasar, dependiendo de las características del proyecto. Esto no es algo negativo, ya que puede enriquecer una idea interesante o coja en algún aspecto (también puede ocurrir al revés), sin que ello tenga que modificar drásticamente la idea inicial. No debe caber ninguna duda de que El laberinto del fauno es una obra de Guillermo del Toro al igual que El árbol de la ciencia (1911) es de Pío Baroja o Macbeth (The Tragedy of Macbeth, 1623), de William Shakespeare. El creador literario debe pasar por este proceso, pero, generalmente, debe hacerlo solo, dando vida a un ser inexistente sin contar con nadie en esa mecánica. Es por ello por lo que la relación del creador con su escritura suele ser tan inexplicable. «Lo único que llenaba mi vida y la hechizaba [...]. La escritura nunca me ha abandonado» (1994, pág. 16), así intentaba racionalizarla la propia Duras hablando de ella como un compañero fiel. El aspecto más interesante es cómo un proceso habituado a la colaboración creativa puede narrar otro donde prima el trabajo individual.

Un punto aparte son los escritores que han encontrado en la dirección cinematográfica otro modo de expresar su creatividad. Los casos en la historia del cine son múltiples, pero es interesante comprobar que varios de ellos, al dirigir, han optado por discurrir sobre los mecanismos de construcción narrativa o, en general, sobre la literatura. Para el poeta Jean Cocteau, este arte ofreció una nueva mirada que conectaba en la década de los veinte con una visión del cine que, según opina Vicente Molina Foix, ofrecía «un reducto de los ilusionismos que la palabra escrita y la materialidad pictórica ya no podían dar» (VV. AA., 1990, pág. 18). Gracias al cine, el francés pudo construir la «trilogía órfica» —compuesta por La sangre de un poeta (Le sang d’un poète, 1932), Orfeo (Orphée, 1950) y El testamento de Orfeo (Le testament d’Orphée, 1959)—, una reflexión sobre temas como la poesía o la muerte, y cuya última película él mismo protagonizó.

Otros ejemplos los encontramos en Alain Robbe-Grillet —Trans-Europ-Express (1966)—, Marguerite Duras —Le camion (1977)—, Paul Auster —La vida interior de Martin Frost (The Inner Life of Martin Frost, 2007)—, Lee Chan-dong —Poesía (Shi, 2010)— o Martin McDonagh —Siete psicópatas (Seven Psychopaths, 2012), entre otros. En algunos de estos, su obra cinematográfica tiene tanta importancia como la literaria, entendiendo que el cine les daba unas herramientas diferentes, pero igual de poderosas que la que les daba la escritura. Por no mencionar los escritores que han saltado del mundo de la literatura al de la escritura de guiones cinematográficos para otros, un campo todavía más amplio. Un caso singular es el de Gonzalo Suárez, no solo en España, sino a nivel internacional: su visión literaria y cinematográfica no es que hayan ido en paralelo, sino que prácticamente se han fundido en su obra artística. En sus películas, ya sean historias originales o adaptaciones, la literatura tiene un gran protagonismo, como demuestran Epílogo (1984) o Remando al viento (1988).

La relación entre los escritores y el lenguaje cinematográfico no solo existe, sino que es fructífera, más allá de ciertos prejuicios que todavía existen. Ray Bradbury jamás dirigió una película y su principal relación directa con el cine fue el trabajo conjunto con John Huston en el guion de Moby Dick (John Huston, 1956). A pesar de eso, el escritor estadounidense no solo se consideraba un hijo del cine, sino que creía que en sus libros cada párrafo era una toma, lo que le convertía «en el novelista más cinematográfico del país» (Bradbury, 1995, pág. 92). En el caso inverso, es difícil no pensar en alguien como el guionista Charlie Kaufman como uno de los grandes creadores literarios surgidos entre finales del siglo XX e inicios del siglo XXI.

El factor pasional de la creación

La pasión es algo inherente en el proceso creativo. El ser humano puede hacer mil cosas o resolver cientos de problemas sin ningún tipo de apasionamiento. Esto parece más complicado cuando hablamos de un ser humano creando algo. Hay distintos grados de pasión, y no siempre tiene que tener una connotación totalmente positiva, pero, si lo que quiere es crear vida, el creador debe poner vida en su trabajo. Las películas tienen en la emoción, la pasión, la exaltación..., un gran aliado, sabiendo transmitirlo a los espectadores cinematográficos, sin necesidad de racionalizar siempre lo que se ve en la pantalla. Seguramente, el tema más recurrente en la historia del cine haya sido el amor en todas sus variantes: romántico, familiar, amistoso... Los sentimientos amorosos son complicados de analizar, diseccionar o explicar, y, aun así, el cine ha recurrido a ellos desde cientos de puntos de vista y de distintas maneras. Si el proceso creativo literario es difícil de explicar mediante una narración al uso, evocar los sentimientos que sus acciones despiertan en el escritor puede ser más sencillo. Eso sí, la pasión que el creador siente por la narración a veces tiene una labor constructiva o recreativa, pero también puede ser adictiva y destructiva.

En Pola X (Leos Carax, 1999), el personaje de Pierre, un joven escritor de éxito, siente la necesidad de escribir una suerte de libro definitivo que haga despertar a una sociedad dormida. El contenido no lo veremos, pero sí su descenso a los infiernos al escribirlo. En el cine, concretamente en películas como La chica terrible (Das schreckliche Mädchen, Michael Verhoeven, 1990), Quills (Philip Kaufman, 2000) o El autor (Manuel Martín Cuenca, 2017), hemos visto la adicción de escribir como un impulso irracional que puede llevar a la autodestrucción personal. Aunque también nos ha hablado de esa misma pasión por la creación literaria como una tabla de salvación personal —Slam (Marc Levin, 1998), Descubriendo a Forrester (Finding Forrester, Gus Van Sant, 2000), La escafandra y la mariposa (Le scaphandre et le papillon, Julian Schnabel, 2007)...—, el cine gusta de mostrar cierto lado oscuro en la figura de los escritores y, en general, de los artistas. Figuras narcisistas, egoístas o inadaptados, cuyos impulsos creativos suelen casar mal con una sociedad que ellos no comprenden o que no les comprende a ellos. Para Javier del Amo, esto es todo lo contrario, ya que el artista no es un ser aislado del resto, sino un «individuo especialmente inmerso en la condición humana, por esa necesidad de salir de los límites del propio yo [...]. La creatividad, el impulso creador está, pues, en la esencia de la condición humana» (1974, pág. 13). La diferencia es que el escritor (o el artista) es el que da el paso definitivo por talento, determinación o necesidad para convertirla en una obra. Eso sí, todos hemos escrito alguna vez porque siendo la escritura un acto tan complejo, a la vez, es el más sencillo.

La pasión por escribir puede convertirse en sequía creativa cuando llega el temido bloqueo del escritor, un tema habitual en el cine. Si es complicado mostrar el proceso creativo literario, no lo es menos enseñar la incapacidad del que no escribe. La falta de ideas, problemas personales, dudas de su propio talento..., entre otras cuestiones, asolan a los protagonistas ante el síndrome de la página en blanco. Los escritores solo se tienen a sí mismos para poder llenar un vacío; reflejar en la pantalla ese espacio que es imposible rellenar es una tarea realmente complicada. En una de las películas emblemáticas sobre el bloqueo creativo, Barton Fink (1991), los hermanos Coen crearon un pequeño infierno asfixiante dentro de la habitación de hotel donde el personaje de John Turturro intenta escribir un guion cinematográfico. Con Adaptation (El ladrón de orquídeas) (Adaptation, Spike Jonze, 2002), el juego del bloqueo se volvía doble, ya que el protagonista era incapaz de convertir una exitosa novela en un material interesante para un guion cinematográfico. También nos encontramos el bloqueo por exceso más que por omisión con el profesor Grady Tripp de Jóvenes prodigiosos (Wonder Boys, Curtis Hanson, 2000) escribiendo páginas y páginas de su novela porque es incapaz de acabarla. El infierno que pasa un creador al no encontrar ni la historia ni las palabras adecuadas suele mostrarse como un proceso interior cercano a la pesadilla o la depresión. Por ello, al cine le gusta seguir al artista bloqueado en el proceso de búsqueda de esa chispa que encienda su inspiración creativa porque en ese momento hay un conflicto que puede narrar. El bloqueo puede durar semanas, meses o años y desesperar buscando una iluminación divina como, a veces, vemos en la gran pantalla puede ser absurdo. Para el escritor, es mejor tomárselo como algo por lo que hay que pasar, ya que, como aconseja Isaac Asimov, hay que dejar que «la mente se vuelva a llenar» (1998, pág. 240). De todas maneras, ha sido el director surcoreano —y, como no, también escritor— Lee Chang-dong quien mejor ha reflejado esta situación en su película Poesía (Shi, 2010). En ella, refleja la lucha de la protagonista por obtener la deseada inspiración creativa y poder, así, escribir su primer poema.

El cine fantástico como aliado para mostrar procesos creativos

El cine tiene suficientes herramientas para elaborar preguntas sobre la creación literaria. Gracias a estas preguntas, la mayoría sin una respuesta clara o con demasiadas respuestas, el espectador puede reflexionar sobre este proceso creativo. Aunque un gran número de escritores hayan teorizado sobre su trabajo escribiendo artículos, guías, manuales, autobiografías..., al final permanece una gran incógnita sobre cómo se produce. Es por ello por lo que, cuando el cine indaga sobre esta cuestión, se producen las películas más interesantes. Para ello necesita romper las normas y acudir al género más dado a ello, el que algunos consideran que más aprovecha las posibilidades del cine: el fantástico. Podemos incluir, especialmente, el cine de terror e, incluso, la ciencia ficción o el género negro, pero es el fantástico —un género con cientos y cientos de ramificaciones— el que más puede ahondar en el desarrollo creativo, ya que no tiene ningún problema en romper continuamente la barrera entre realidad y ficción. A partir de aquí se podrá jugar sin problemas con la metaficción o la metanarrativa.

Una práctica habitual es hacer que el personaje de ficción no solo tome vida, sino que tome conciencia de su papel dentro de una narrativa. En Más extraño que la ficción (Stranger Than Fiction, Marc Forster, 2006), Harold Crick asume, como personaje de ficción que es, que su vida está en manos de una escritora. Los hamletianos personajes Rosencrantz y Guildenstern, dentro de la película Rosencrantz y Guildenstern han muerto (Rosencrantz and Guildenstern Are Dead, Tom Stoppard, 1990), se encuentran en completo desconcierto al no saber su papel dentro de la trama que ha preparado William Shakespeare. O como esos actores de El amor por tierra (L’amour par terre, Jacques Rivette, 1984) que acaban completamente invadidos por el texto teatral que deben interpretar. Cuando una película demuele cualquier tipo de raciocinio (o lo que consideramos como tal), entonces puede llegar a las raíces de la creación. Y pocos artes como el cine tienen tantas armas para conseguirlo. Para explicar lo que es la escritura de terror, y en especial la de alguien tan complejo como H.P. Lovecraft, lo ideal es visionar una película como En la boca del miedo (In the Mouth of Madness, John Carpenter, 1994), que muestra con maestría el grado de locura y pérdida de la realidad que suele contener el proceso creativo. Dentro de ese género de terror, encontramos sugerentes ejemplos como Lecturas diabólicas (I, Madman, Tibor Takács, 1989), donde, en un juego realidad-ficción, hallamos una lectura sobre las mecánicas de la literatura más pulp; o Asesinatos anunciados (Screamplay, Rufus Butler Seder, 1985), película de la productora TROMA sobre un guionista recién llegado a Hollywood, en la que los crímenes que este escribe en su máquina de escribir suceden en la vida real. Cuando el cine abraza lo fantástico e irreal, permite el riesgo, lo mágico o la creación de otros mundos. Al ser uno de los géneros cinematográficos más libres, también permite el error no como algo negativo, sino como fuente de inspiración, ya que, como escribía Gianni Rodari, «de un lapsus puede nacer una historia» (1983, pág. 31) porque el error «puede revelar verdades escondidas» (1983, pág. 34). Otros géneros, más rígidos e inflexibles, no permiten tanto la indagación, pues incapaces de provocar preguntas y, por tanto, resultan menos interesantes en cuanto a la creación artística se refiere.

Este ir más allá del contenido del papel escrito ha permitido al cine fijarse en otro factor importante de la creación literaria: el lector. Él mismo, al leer una novela, cuento, relato, obra teatral o poesía, transforma ese contenido y lo hace propio. Cuando narramos una historia que hemos leído a otra persona, no es la misma sencillamente porque utilizamos otras palabras, expresiones... Además, influye en el estado de ánimo concreto con que se recibiera esa ficción. Dado que esa compleja relación también existe en el mundo del cine con la relación película/espectador, varios largometrajes han reflejado que en el proceso de lectura puede surgir la creación de otra obra completamente distinta. Así cuando el personaje de Miou-Miou en La lectora (La lectrice, Michel Deville, 1988) trabaja leyendo libros para distintas personas logra crear sensaciones diferentes en sus oyentes simplemente a través de la voz, su postura corporal o su actitud. Y todo sin modificar ni una coma de la historia que les está leyendo. Alexandria cuestiona, indaga o reconstruye el relato que Roy le está contando en The Fall (El sueño de Alexandria) (The Fall, Tarsem Singh, 2006), de modo que tiene más fácil su reinvención al transmitirse de forma oral. En Tristram Shandy: A Cock and Bull Story (Michael Winterbottom, 2005), el equipo que intenta adaptar al cine la teóricamente inadaptable, novela Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (The Life and Opinions of Tristram Shandy, 1759) intenta buscarle su propio sentido cinematográfico al libro de Laurence Sterne. Aunque el poder creador del escritor puede ser casi infinito, también lo es el del lector cuando procede a darle vida a lo que está escrito. Los objetivos de un creador no tienen por qué ser los mismos que los del que reciba esa creación y ello no debe producir una insatisfacción.

Sin abandonar completamente la fantasía, surge la eterna cuestión del papel de los sueños o de los recuerdos como una construcción narrativa completa. En Ruby Sparks (Jonathan Dayton, Valerie Faris, 2012), el escritor Calvin Weir-Fields sale de un bloqueo creativo tras soñar con una mujer, que luego convertirá en un personaje de ficción. El sueño puede servir perfectamente como un impulso creativo o de inspiración, pero, si puede actuar como, por ejemplo, un relato literario por sí mismo, es un tema más complejo. Es sabido el poder que lo onírico puede tener dentro del cine, pues es un arte que parece creado especialmente para mostrar los sueños. David Mamet, gran conocedor de la construcción cinematográfica por su labor como director y guionista, considera que sueño y película tienen una estructura idéntica al ser una «yuxtaposición de imágenes que pretenden responder una pregunta» (1995, pág. 413). El creador literario al transformar ese sueño en material artístico intenta responder a esa pregunta. Aun así, hay espectadores no muy entusiastas al verlos en una historia y directores reticentes a emplearlos por considerar que pueden ejercer una ruptura demasiado importante con el resto de la película (especialmente si hablamos de una película no estrictamente fantástica o de terror). Dentro de lo que es la creación literaria, cabe preguntarse sobre la importancia que estos tienen para el escritor. Si un escritor sueña en una película, ¿lo hace siempre de manera creativa que pueda ayudarle a su trabajo? El creador que sueña, ¿lo hace de manera distinta a uno que no lo es? Da la impresión de que, tanto en el cine como en la literatura, el sueño tiene cierta mala imagen. Algo que el director y escritor Carlo Padial, cuyas películas versan principalmente sobre el proceso creativo, rechaza cuando habla sobre la regla no escrita de no incluir sueños en relatos literarios, poniendo como ejemplo a Fernando Arrabal «que tiene libros enteros de sueños, con sus propios sueños» (De Fez; Sánchez-Navarro, 2014, pág. 88). El principal problema radica en que el cine no suele (o no puede) mostrar la transformación de algo incontrolable como el sueño —pero inspirador para la creación literaria— en algo controlable y tangible (la novela, el relato, cuento...).

Los recuerdos en el cine también suelen utilizarse como inspiración para la creación. Al revés que los sueños, estos se muestran de manera más limpia y ordenada, y, a veces, funcionan como estructuras narrativas independientes y se usan gracias a flashbacks. La transformación de los recuerdos en creación literaria puede tener varios fines, como la manipulación, el arrepentimiento o el ajuste de cuentas, tal y como han mostrado La muchacha de las bragas de oro (Vicente Aranda, 1979), Expiación (Más allá de la pasión) o El fin del romance (The End of the Affair, Neil Jordan, 1999). Sueños y recuerdos ejercen su labor inspiradora, aunque sobre ellos pueda caer cierto recelo al verlos reflejados en la gran pantalla, al ser piezas narrativas incontrolables dentro de la cabeza de alguien que pretende crear ficciones supuestamente controlables.

La creación literaria, un universo lleno de interrogantes

En las películas, la labor de creación del novelista, poeta, guionista o dramaturgo puede ofrecer unas muy sutiles diferencias dependiendo de la obra o del género en que desempeñe su trabajo. Pero esas diferencias son mínimas, ya que, si a todas las obras creativas les persigue la incógnita sobre su creación, a las literarias el misterio es todavía más inescrutable. Como anteriormente se ha mencionado, los propios creadores han reflexionado sobre ello, cada uno con una metodología y una visión de su creatividad distinta. Aun así, el misterio permanece. En cierta manera, puede decirse que afortunadamente porque eso logra que todos podamos intentar acercarnos a la creación literaria. Como dice el personaje de Federico Luppi en Lugares comunes (Adolfo Aristarain, 2002), escritor y profesor de literatura: «el escritor escribe». Sin importar que sea algo tan sencillo como una simple carta como demuestra William Dieterle en su Cartas a mi amada (Love Letters, 1945), donde el personaje de Jennifer Jones se enamora del de Joseph Cotten solo por el contenido de sus cartas. Por no hablar de otra creación literaria algo arrinconada como la escritura de letras para canciones. Hay que pensar que cualquier documental que verse sobre Townes Van Zandt, Stephin Merritt o Bob Dylan (que fue Premio Nobel de Literatura en 2016), no sólo hable sobre música sino también sobre el arte de escribir.

El cine ha podido mostrar la inspiración creativa literaria a través de un recuerdo, la visión de un objeto determinado, un diálogo que se escucha por la calle, un sueño, una persona conocida o desconocida... Para construir esa inspiración, se ha servido de preguntas o reflexiones. Hay películas que han preguntado si realmente se puede enseñar a escribir —Taller Capuchoc (Carlo Padial, 2014)—, otras han roto definitivamente las barreras entre realidad y ficción —En la casa (Dans la maison, François Ozon, 2012) —, unas pocas han llegado a dar vida a las musas y han cuestionado su función en la labor creativa —La academia de las musas (José Luis Guerín, 2015)—, por no mencionar las que han hablado de ella como una especie de maldita herencia familiar —El desencanto (Jaime Chavarri, 1976). El cine ha utilizado toda su riqueza audiovisual y narrativa para intentar desentrañar el misterio de la creatividad sabiendo que es un objetivo prácticamente imposible. Pero no importa ya que, al intentar encajar las piezas cual detectives —una profesión muy vinculada a la escritura—, gracias a estas películas, podremos formarnos una idea de lo que es la creación literaria. Entre los filmes seleccionados en este libro, se encuentran escritores tan celebres como Truman Capote, Pablo Neruda o Émile Zola, pero también creadores anónimos, personajes de ficción que saltan a la realidad (y viceversa), lectores... Todos con la misión de hacernos pensar sobre el arte de crear, de una supuesta nada, un mundo aparte del que vivimos todos los días.