Capítulo I

El estudio de las relaciones internacionales. Marco teórico

1. Teoría y conceptos

El estudio de las relaciones internacionales conforma una disciplina propia, con un cuerpo teórico, una metodología, unos instrumentos y una aproximación analítica a los acontecimientos en el mundo diferenciada de la Ciencia Política, la Historia o el Derecho Internacional.

1.1. Las relaciones internacionales como área de estudio

Analizar la realidad internacional implica acercarse a un escenario complejo, situación que no es exclusiva de esta disciplina. Todas las ciencias sociales deben trabajar en un terreno resbaladizo, en el que el análisis (o mejor, los análisis) no está exento de prejuicios y percepciones sesgadas. No es ajeno a esto el hecho de que las relaciones internacionales sean un ámbito de estudio próximo a la decisión y la opinión políticas sobre cómo es el mundo y cómo nos gustaría que fuera.
El ejercicio intelectual que ha de llevar a cabo el estudioso de las relaciones internacionales es doblemente arriesgado: por un lado, analizar la realidad internacional de la manera más próxima posible a la objetividad científica, y por otro, utilizar métodos de análisis que tiendan a garantizar la independencia respecto a cosmovisiones o ideologías particulares.
De esto se deriva que el acercamiento al mundo internacional implica una aproximación a fenómenos que son objeto de controversia, un hecho que va unido a la utilización de marcos conceptuales propios de una disciplina joven y que, por tanto, todavía no ha podido desarrollar (quizá no lo haga nunca) un cuerpo teórico universalmente válido, dado que no hay consenso sobre los conceptos centrales de la disciplina. No obstante, la riqueza de las relaciones internacionales radica, precisamente y entre otras cosas, en la pluralidad de enfoques y de análisis, así como en el debate permanente que mantienen los estudiosos acerca de su interpretación de la realidad internacional. Lo que tenemos delante es, pues, un pluralismo paradigmático, que aporta diferentes conceptos y teorías útiles para comprender el mundo.
De entrada vale la pena destacar que el pensamiento y el análisis sobre las relaciones internacionales se han centrado, hasta fechas muy recientes, en el estudio de las relaciones entre estados y su papel –exclusivo o no– como actores en el sistema internacional. La única excepción a esta afirmación son los estudios marxistas o de orientación marxista, inspirados en la centralidad de las clases sociales como actor internacional. Sin embargo, la teoría marxista sobre las relaciones internacionales, por razones esencialmente políticas, se ha visto impugnada o ignorada en muchos ambientes científicos, y, de hecho, los análisis basados en el marxismo son marginales en el desarrollo de la disciplina.
El origen de los estudios sobre relaciones internacionales hay que situarlo después de la Primera Guerra Mundial, en la década de los años veinte del siglo pasado. Esta afirmación puede parecer un contrasentido, dado que relaciones entre estados existen desde la creación del estado moderno. Y conviene no olvidar que autores clásicos importantes han sido fuente de inspiración y base de aproximaciones teóricas de las relaciones internacionales. Maquiavelo, Hobbes, Kant o Grotius, o mucho antes que ellos Tucídides y su Historia de la guerra del Peloponeso, son autores recuperados para la disciplina. Sin embargo, también es cierto que hasta el siglo XX no se produjo una intensificación de la preocupación sobre la cuestión internacional desde el marco académico.
Ya antes de la Primera Guerra Mundial existían unos cuantos centros de estudio dedicados a la realidad internacional, como el estadounidense Carnagie Endowment for International Peace y el World Peace Foundation. En 1919 surgieron en Londres y en Nueva York, respectivamente, el Royal Institute of International Affairs y el Council of Foreign Relations. En el mismo año se creó la primera cátedra dedicada al estudio de la realidad internacional: la cátedra Woodrow Wilson en la Universidad de Gales.
Así pues, la disciplina de las relaciones internacionales nació en el mundo anglosajón después de la Primera Guerra Mundial. La explicación de que emergiera en un ámbito geográfico concreto y en un momento histórico determinado está relacionada con la existencia de una larga tradición intelectual en la que tienen mucha importancia los estudios históricos y de ciencia política, en contraposición con el mundo europeo continental, más proclive al estudio del derecho y de la historia diplomática.
El enfoque de los primeros estudiosos fue esencialmente descriptivo-normativo: descripción de los acontecimientos internacionales y aproximación al conjunto de normas para organizar la vida internacional. La Paz de Versalles, que puso fin al conflicto bélico, representó un nuevo tipo de moral pública después del horror y el trauma de la primera contienda mundial. A partir de 1920 aparecieron instituciones y centros que se correspondían con estos condicionantes morales: la preocupación por erradicar la guerra y por conseguir la paz.
La identificación del momento histórico de la Primera Guerra Mundial como punto de partida de la disciplina de las relaciones internacionales se debe a un conjunto de explicaciones. En primer lugar, la disciplina creció como resultado del deseo de instaurar un orden internacional de paz y seguridad después de los desastres producidos por la guerra. En este sentido, y vinculado con lo anterior, se produce una toma de conciencia de la importancia de factores ideológicos, económicos y sociales para entender una realidad internacional que hasta entonces se había reducido al estudio del mundo de la diplomacia. En segundo lugar, la guerra produjo mayor heterogeneidad en los actores e implicó cambios en la sociedad internacional: la guerra supuso la emergencia de América, en contraposición con un mundo hasta entonces dominado por Europa; asimismo, surgieron estados con sistemas políticos marcadamente diferentes de los conocidos, como la Rusia bolchevique. Finalmente, actores que no eran estados –los nacionalismos– emergieron y adquirieron un protagonismo desconocido hasta entonces. Se puede decir que estos fenómenos permitieron percibir una mayor interrelación entre la política interior y la política exterior de los países, antes consideradas esferas separadas y sin vínculos.
Evidentemente, las relaciones internacionales son un «invento» del siglo XX, pero la preocupación sobre la cuestión internacional se inspira en autores clásicos del pensamiento político, y ya está presente en disciplinas afines como la historia diplomática, el derecho internacional y la ciencia política. La historia diplomática es la que trata de los tratados entre los estados, que evoluciona a partir del siglo XVIII hacia el estudio del sistema europeo de estados y se convierte en el siglo XX en el estudio histórico de las relaciones entre los estados a partir de los documentos diplomáticos. No cabe duda de que las relaciones internacionales están muy relacionadas con la disciplina histórica y, de hecho, la historia constituye una disciplina auxiliar, especialmente en el mundo anglosajón.
Un hecho similar se da respecto a la influencia del derecho internacional, una disciplina que se desarrolla a partir del siglo XVI y estudia el ordenamiento jurídico de las relaciones entre los estados. El estadocentrismo y positivismo de esta disciplina marcan el estudio de las relaciones internacionales en la Europa continental. Sin embargo, mientras que la ley del derecho es una ley normativa, en las relaciones internacionales este no es un elemento de importancia central (o al menos no el único) para explicar la realidad. Respecto a la ciencia política, una disciplina que surge en el mundo anglosajón a finales del siglo XIX centrada en el estudio del comportamiento político, su vinculación con las relaciones internacionales todavía es más amplia, dado que permite utilizar instrumentos conceptuales –las relaciones de poder, el estudio del estado, la política interna y su influencia en la política exterior– que son relevantes para nuestra disciplina.
Las relaciones internacionales nacen como una disciplina autónoma de las otras mencionadas debido a la necesidad de aprehender globalmente una realidad internacional compleja. De hecho, el concepto de relaciones internacionales incluye las relaciones entre estados; aspectos de la política interior que influyen en la vida internacional (como, por ejemplo, la política económica); las relaciones no gubernamentales (las relaciones entre empresas multinacionales, por ejemplo), y las relaciones entre grupos de poder (como las relaciones entre grupos de presión).
De este modo, podemos concretar que el objeto de estudio de las relaciones internacionales es la sociedad internacional, que se podría describir como aquella que trasciende las fronteras nacionales.
La sociedad internacional se compone de un conjunto de unidades políticas independientes que actúan unas sobre otras con cierta regularidad; también la podemos definir como un medio descentralizado donde coexisten múltiples entidades con poder político autónomo. De manera más simplificada, las relaciones internacionales son el estudio de la sociedad internacional, entendida como la sociedad de estados pero en la que también actúan actores no estatales.
Dado que en la sociedad internacional los diferentes actores interactúan, las relaciones internacionales estudian el sistema internacional, que se caracteriza por integrar un número limitado de actores (los estados, las organizaciones internacionales y las fuerzas transnacionales), los cuales no se pueden estudiar separadamente ni sin referirse al medio en el que se desarrollan, como el medio natural, que condiciona mucho la vida social y caracteriza un tipo de vida humana diferente; el medio económico, que implica diferentes situaciones y, por tanto, desigualdad; el desarrollo tecnológico; la demografía o el medio ideológico, dado que cada sociedad, según su evolución, ha generado modelos ideológicos diferentes, y en muchos casos antagónicos.

1.2. Las grandes tradiciones de pensamiento: Maquiavelo, Hobbes, Grotius, Kant

La disciplina de las relaciones internacionales utiliza el conocimiento acumulado sobre la política desde disciplinas afines. Por ello los autores clásicos de las relaciones internacionales también son autores clásicos del pensamiento político, si bien deben ser entendidos en su contexto histórico y no permiten una lectura textual. Lo que nos interesa de los autores clásicos son conceptos e ideas que han conformado el poso intelectual en el que se basan las escuelas de análisis e interpretación de las relaciones internacionales.
Considerando la centralidad del estado en las relaciones internacionales, el primer autor de referencia es el primero que reflexiona sobre el estado moderno. Nicolás Maquiavelo nació en Florencia, durante el periodo republicano dominado por los intereses de una familia de banqueros, los Medici, en un contexto caracterizado por la existencia de un sistema de equilibrio de poder entre el Papado, Nápoles, Venecia y Milán, alterado con frecuencia por los intereses de España, Francia, Alemania y Suiza. El pensador vivió unos cuantos años (la primera mitad del siglo XVI) de constante inestabilidad y guerras en Europa.
Para Maquiavelo, es central la idea del estado. Surge de la necesidad de un poder centralizado, después de la fase en la que predominaron la cristiandad y las instituciones medievales, en el sentido de poner límites al uso legítimo de la fuerza, conseguir la integración económica de un territorio y controlarlo mediante una delimitación precisa de fronteras. La afirmación de la centralidad del estado va unida a su calidad moral –la seguridad y la supervivencia–, que permite distinguir entre moralidad pública y moralidad privada, y entre las cuales existe un divorcio evidente: el estado tiene sus propias reglas y debe ser juzgado según un punto de vista político.
Los estados no existen en aislamiento, sino en un mundo que está en conflicto (con referencia al sistema europeo de estados de su época), por lo que la neutralidad no es normalmente una opción posible para los estados. Según Maquiavelo, la guerra es central e inevitable, dado que define las fronteras, colabora en la formación del poder del estado y permite su expansión. El gobernante (el príncipe) tiene que disponer de un poder fuerte, dado que este es la única garantía de seguridad (por la vía de un ejército), y también de virtud, entendida como la habilidad y la determinación de proseguir cualquier acción que permita la consecución de los objetivos políticos.
Thomas Hobbes intentaba encontrar soluciones a su propia sociedad, dividida por la disputa entre el rey y el Parlamento y por la posterior y cruenta guerra civil inglesa de la primera mitad del siglo XVII. Para Hobbes, la búsqueda de la seguridad es inseparable de la búsqueda de poder, dado que fuera de la sociedad se desarrolla una lucha de todos contra todos, el célebre axioma «el hombre es un lobo para el hombre». Para este autor, el poder del estado se justifica porque contribuye a la seguridad de los individuos. Dado que la sociedad es una suma de intereses individuales egoístas, el estado es un Leviatán, un actor de poder descomunal, que sirve a las aspiraciones de seguridad privada. La soberanía es un pacto entre hombres que se comprometen a obedecer a una persona ficticia, el estado, a cambio de seguridad. El estado no puede obtener legitimidad sin obtener poder, que es necesario para la preservación. El gobierno solo se justifica porque proporciona paz, confortabilidad y seguridad a los individuos y a sus propiedades.
El sistema internacional en la visión hobbesiana es un estado de naturaleza, y un estado de guerra, igual que la sociedad, donde todo individuos odia al resto de individuos. La lucha entre los estados es una lucha por el control de recursos para adquirir más seguridad. La paz es el tiempo que transcurre entre guerras, aunque el sistema internacional impone sus propias limitaciones, dado que los estados no se pueden expandir eternamente. Así, en la visión hobbesiana, las relaciones internacionales serían un estado de guerra de todos contra todos y de intereses excluyentes. Las únicas normas y los principios válidos en la conducta de los estados serían la prudencia y la conveniencia, sin mayores restricciones legales o morales.
Tanto Maquiavelo como Hobbes son autores capitales en el realismo, una de las tradiciones que más influencia ha tenido en las relaciones internacionales, entiende la política internacional como un estado de guerra y conflicto y es la base de una de las aproximaciones teorizantes, el realismo político, considerada hegemónica hasta la actualidad. No obstante, otras escuelas –como la internacionalista de Grotius, que entiende la política internacional como un fenómeno que se desarrolla en el seno de la sociedad internacional, o la universalista de Kant, que considera que la política internacional contiene elementos para desarrollar una comunidad de la humanidad– completan el triángulo de tradiciones en competencia.
Hugo de Groot (Grotius) nació en los Países Bajos a finales del siglo XVI en un periodo marcado por las guerras de religión en Europa, y a él se debe la idea de sociedad internacional como sociedad de estados y la creencia en el derecho como método para regular la guerra y la vida internacional.
Grotius distingue entre la ley natural, aquella que no es resultado de la creación humana, sino fruto de la gracia divina o de la inteligencia humana inspirada por Dios, y la ley positiva, una creación de los hombres en un acto deliberado, que es la válida para regular las relaciones entre los estados, entendiendo que la ley de las naciones está basada en el interés mutuo y la reciprocidad. Su preocupación por la guerra y por la necesidad de crear normas sobre esta llevará a la distinción entre el ius ad bellum, las normas para declarar la guerra, y el ius in bellum, las normas que deben regir la conducta durante la guerra, como fórmulas para superar la tensión entre lo que es justo y lo que es injusto (quién tiene derecho a declarar una guerra y quién se comporta adecuadamente durante esta guerra, distinción que desarrollará posteriormente los conceptos de guerra justa y guerra injusta). Para Grotius existe una sociedad internacional emergente que necesita el derecho internacional para regular la diplomacia y el derecho a declarar la guerra y llevarla a cabo adecuadamente. Así, en la visión grotiana, los estados no están sometidos a una lucha permanente, sino que su actuación se ve limitada por normas e instituciones comunes, y por los imperativos de la moral y el derecho.
Emmanuel Kant, profesor de Filosofía nacido en la ciudad prusiana de Königsberg (la actual Kaliningrado), busca la paz entre las naciones después de la historia de división e inicios del proceso de reconstrucción de Alemania de finales del siglo XVIII. Kant también percibe un estado de guerra en las relaciones internacionales, puesto que sin la ley, estas se convierten en un estado de naturaleza, en un sistema anárquico. Sin embargo, las leyes resuelven los problemas internos e internacionales, superando el estado de anarquía y desarrollando el camino hacia una paz perpetua, representada por la idea de gobierno mundial. No obstante, el propio Kant admite que no es el deseo de las naciones traspasar sus poderes a una entidad superior con capacidad coercitiva, por lo que la idea del gobierno mundial en la forma de un «estado» mundial es impracticable. Y por eso opta por la idea de la federación de estados, basada en un pacto de no agresión mutua, como fórmula posibilista.
Para Kant el progreso nace de los individuos, que se comportan de una manera moral, por temor a la guerra, vinculando así la política con la moralidad. El progreso también es producto de la economía liberal, dado que los estados liberales no son proclives a la guerra, porque la interdependencia aumenta los costes derivados del conflicto. En la visión kantiana, la que más contrasta con la tradición realista, hay imperativos morales que limitan la conducta de los estados no solamente con objeto de reducir el conflicto entre dichos estados, sino para superar el sistema de estados por la vía de la sociedad cosmopolita, lo que Kant denomina la comunidad de la humanidad, ya que hay conciencia de intereses comunes entre los hombres, oscurecida por el conflicto de intereses entre los gobernantes de los estados.
Además de la influencia central de los autores mencionados en el estudio de las relaciones internacionales, hay otros autores clásicos cuyas aportaciones son esenciales para comprender el desarrollo de la disciplina. Una de las aproximaciones de estudio relevantes es el liberalismo de autores como Adam Smith, David Ricardo, Stuart Mill, Jeremy Bentham, Richard Cobden o J. A. Hobson. Para los liberales, la libertad del individuo no aboca al conflicto. Hay intereses comunes entre los individuos y entre los estados, se cree firmemente en el progreso, y los estados, y también la naturaleza humana, no siempre son agresivos.
Los estados son los principales actores en un sistema internacional en el que se busca el progreso económico, entendido en términos de bienestar humano, y el comercio, entendido en clave de armonía de intereses. Así, en un mundo en el que hay estados, pero también organizaciones internacionales, el libre comercio y la economía liberal limitan el conflicto, y, a su vez, limitarían el papel del estado, garantizando la paz. Sin embargo, el pensamiento liberal también afirma que el laissez faire provoca desigualdad, por lo que la importancia del estado radicaría en su capacidad de regular los conflictos que provocan los políticos y los mercaderes; y llevado al plano internacional, sería necesario un equilibrio de poder entre los estados como mecanismo regulador de la búsqueda de los intereses particulares estatales.
El pensamiento liberal se vincula con el internacionalismo de Grotius o el universalismo de Kant en el sentido de que niega la existencia de una tendencia natural hacia el conflicto y de que su preocupación central es el deseo de prevenir la guerra. Derivaciones contemporáneas del liberalismo son el internacionalismo liberal (la creencia de que los contactos entre los pueblos mediante los viajes y el comercio facilitan unas relaciones internacionales pacíficas) y el institucionalismo (la creencia de que debe haber instituciones capaces de ejercer funciones que los estados no pueden asumir), origen este último de las modernas teorías sobre la integración y de las reflexiones sobre el transnacionalismo y la interdependencia. Mención aparte merece el idealismo político del periodo de entreguerras del siglo XX.

1.3. Las grandes aproximaciones teorizantes

1.3.1. Idealismo

Precisamente el idealismo político, heredero del pensamiento liberal, es el paradigma de interpretación de la realidad internacional que irrumpe en el estudio de las relaciones internacionales de manera paralela a la emergencia de la disciplina.
El idealismo confía en el progreso y en la eficacia del cambio por medio de la acción humana. Por tanto, postula una visión no determinista de la historia. Su fe en la existencia de una armonía natural de intereses hace que entienda que los intereses de los actores internacionales, esencialmente el estado, son, igual que si lo aplicamos a los individuos, complementarios y que, por tanto, las posibilidades de cooperación existen de hecho.
Esta visión racionalista radical basada en el sentido común implica para los idealistas la posibilidad de crear un orden político internacional racional y moral utilizando el principio del buen gobierno. Así, el idealismo político entiende que la paz y la prosperidad pueden no ser parte de un orden natural, sino que deben ser construidos.
El idealismo político tiene su apogeo en los años veinte del pasado siglo, en una fase de estudio de las relaciones internacionales que se podría calificar como fase idealista normativa. La principal preocupación de los estudiosos era la superación del estado de naturaleza y anarquía internacional por medio de un contrato social internacional que ordenara esas relaciones. Con él se identifica a Woodrow Wilson, el presidente estadounidense que protagonizó la Paz de Versalles e ideólogo de la Sociedad de Naciones, quien intentó llevar a la práctica de las relaciones internacionales buena parte de los elementos característicos del liberalismo, y también ideas que entroncan con la tradición roussoniana. Wilson, en su famoso Discurso sobre los catorce puntos de 1918, afirmó que la paz solo se podía construir mediante la creación de una institución internacional que regulara la anarquía del sistema internacional. Así, la sociedad internacional debería disponer de un sistema de gobernanza que garantizara la paz.
La oleada de liberalismo de las décadas de los años veinte y treinta del siglo XX se inspira en los autores clásicos ya mencionados, pero sobre todo en la reflexión sobre las causas de la Primera Guerra Mundial. Wilson denunció en sus catorce puntos la paz armada y la diplomacia secreta como prácticas del siglo XIX que habrían desencadenado la Guerra Mundial. Para Wilson, animador principal de la Sociedad de Naciones como foro internacional para la conciliación de intereses, la vieja diplomacia tradicional no podía evitar la guerra y el sistema de equilibrio de poder había dado lugar a la carrera de armamentos, pues se basaba en una espiral de desconfianzas.
Las grandes asunciones del idealismo liberal recogen la tradición de los autores clásicos, inspirándose en la convicción de que los seres humanos no son de naturaleza agresiva y no buscan el poder de manera connatural. El sistema internacional debería basarse en el lado bueno de la naturaleza humana, de manera que se pudiese modificar el viejo juego de poder. Así, la guerra es consecuencia de desencuentros originados por los nacionalismos y los propios políticos, por la falta de racionalidad y de cooperación.
No hay una incompatibilidad entre las naciones. Si se pone fin a la diplomacia secreta y se somete la política exterior al control democrático, se puede lograr la paz, y se introducirán, por vía de la participación de los individuos, la moralidad y los derechos humanos en el sistema internacional, en el que tendrán un papel estabilizador, abriendo la puerta a la creencia en los efectos benéficos y movilizadores de la opinión pública sobre la acción política.
Otra de las ideas centrales del pensamiento idealista liberal es la creencia de que el libre comercio conduce de manera natural a la paz, dado que existe una armonía natural de intereses y los individuos advertirán las ventajas de la cooperación por encima de las derivadas del conflicto. Así, se logrará la interdependencia económica que obviará el conflicto, puesto que los costes de la guerra son más elevados que los de la cooperación. Esta conducta será la propia de los estados que comercian, que son estados de bienestar, en contra de los estados que practican la política del poder, que son estados guerreros.
La pregunta sobre cómo se ordena el sistema, además de por la vía de la interdependencia económica, la responden los idealistas liberales utilizando el instrumento del derecho internacional y las organizaciones internacionales. Las leyes pondrán fin a la política del poder y se creará un sistema de seguridad colectiva en el que no haya poderes predominantes, entendiendo que la ley racionaliza el interés dominante y regula el interés mutuo. Las leyes y las normas y reglas incrementan la predicción de los acontecimientos internacionales y facilitan la relación entre los estados. Los liberales no responden taxativamente a la pregunta de cuáles son los costes de violar el derecho internacional, al margen de considerar el precio que se tiene que pagar en términos de opinión pública y prestigio internacionales. Finalmente, hay que señalar que los idealistas no niegan la existencia de la anarquía internacional, pero piensan que es posible trascenderla y que hay un imperativo moral para «reinventar el mundo».
Las corrientes realistas, que se convertirán en hegemónicas en las décadas posteriores, criticaron duramente la visión liberal de las relaciones internacionales. Desde su prisma, el derecho internacional es únicamente la ley de las grandes potencias; al margen de señalar las dificultades para confeccionar las leyes, las críticas hacen hincapié en la falta de autoridad internacional (no hay un gobierno mundial) para aplicarlas en caso de violación, sin descuidar uno de los aspectos más interesantes de la crítica, que es la falta de universalidad del derecho internacional.

1.3.2. Marxismo

Dentro todavía de las corrientes racionalistas, se ha de hacer mención a la contribución marxista al estudio de las relaciones internacionales, en general olvidada debido a la hegemonía angloamericana en la disciplina, que mantiene una distinción (cada vez menos rígida) entre la política y la economía, y de la Guerra Fría y su final, que estigmatizaron las aportaciones de los pensadores marxistas. Sin embargo, es interesante recuperar algunos elementos del pensamiento marxista, dado que aflora en los asuntos internacionales al mismo tiempo que el idealismo político y también encuentra una vertiente de praxis política ejemplificada en la figura de Lenin. Si para el idealismo nos remitíamos al Discurso sobre los catorce puntos de Woodrow Wilson, para el marxismo se tiene que mencionar el Informe sobre la paz de Lenin, de 1917. Igualmente, la aportación marxista es la inspiración de aproximaciones teóricas tan importante como el estructuralismo.
Las dificultades para utilizar conceptos propios del marxismo surgen de la inexistencia de un único paradigma. Hay muchos autores que hacen aportaciones teorizantes respondiendo a periodos históricos concretos. Tampoco son ajenas a esta marginalidad las dificultades inherentes a la aplicación de conceptos marxistas a una disciplina estatocéntrica, dado que el actor principal para el marxismo son las clases sociales, rechazando el análisis centrado en el estado. Sin embargo, la aportación marxista tiene el valor indudable de desafiar la metodología tradicional que separa la política de la economía.
Aunque el tema central del marxismo es el capitalismo, es interesante rescatar las consideraciones sobre el papel del estado, con el inconveniente de no llegar a elaborar un cuerpo teórico. El papel del estado como monopolizador de la fuerza es aceptado por los marxistas, pero el estado no es considerado la fuente de conflicto, sino el principal instrumento para el conflicto. La gran diferencia con las otras aproximaciones racionalistas radica, además, en el hecho de que la naturaleza del conflicto no deriva de la búsqueda de poder por parte del estado únicamente. Para los marxistas, las clases sociales utilizan el estado para actuar en el sistema internacional, pero el estado es una entidad también que se puede considerar de forma independiente y que tiende a su perpetuación. En consecuencia, los estados representan divisiones de clase y también divisiones nacionales, puesto que generan cohesiones internas y utilizan las identidades para obviar el conflicto social.
Seguramente la principal contribución del marxismo es su ataque al sistema de estados, subrayando las fuerzas socioeconómicas que operan dentro y fuera de estos estados. Su aportación más específica es la asunción de que la política está determinada por la economía, entendiendo que el sistema económico es internacional e interdependiente.
La visión marxista sobre la guerra y la paz se basa en la idea de que la guerra es producto del capitalismo, en su competición por los mercados, entendiendo que la política exterior de los estados deriva de intereses comerciales. Sin embargo, el marxismo no adopta una visión pesimista sobre la naturaleza humana y cree firmemente en la idea de progreso.
Las ideas que más elaboró el marxismo ligadas a las relaciones internacionales son las vinculadas al imperialismo. Para Lenin, el capitalismo tenía una naturaleza expansiva, lo que lo llevaba a la fase del colonialismo y del imperialismo como parte necesaria de su desarrollo histórico. En sus análisis sobre las causas de la Primera Guerra Mundial, para responder a la pregunta de por qué no se había generado una solidaridad transnacional que hiciera la guerra inviable, Lenin afirma que el capitalismo estaba viviendo una nueva fase caracterizada por el capital monopolista. Para Lenin, la libre competencia se había transformado en monopolios que concentraban el capital y la producción, y en capital financiero, que a su vez incrementaban la anarquía internacional e intensificaban la tendencia hacia el conflicto. La economía internacional pasaría por una fase de expansión más allá de las fronteras nacionales que implicaba la formación de carteles internacionales y una competencia intensa; se desarrollaba así la idea de la «ley de desarrollo desigual», que significaba que el capitalismo no se desarrollaba igual en todas partes y generaba conflictos.
Igual que sucede con el resto de las aproximaciones teóricas, las aportaciones del marxismo también han sido objeto de críticas. Las más importantes se relacionan con el exceso de énfasis en el determinismo económico, que relega demasiado los factores políticos y la competición de poder entre los estados, margina las explicaciones no económicas sobre las causas de los conflictos y las guerras, e infravalora el propio poder que de hecho tiene el estado, su propio margen de autonomía.
Dentro de la tradición marxista, el pensador italiano Antonio Gramsci merece una atención especial, dado que sus ideas tendrán un impacto central en el desarrollo de la economía política internacional crítica de los años ochenta del siglo XX.
Gramsci, que vivió buena parte de su corta vida en las prisiones de Mussolini debido a sus actividades políticas, centró buena parte de sus trabajos en el concepto de hegemonía, entendida normalmente como aquella potencia capaz de dominar al resto de los estados en el sistema internacional.
Sin embargo, Gramsci amplió la idea de hegemonía asociándola al concepto de poder, pero de una manera más amplia que la que aportaron los pensadores del realismo político, e inspirándose en las ideas de Maquiavelo, que basaban el poder en una combinación de la capacidad de coerción y la capacidad para organizar el consentimiento.
Para Gramsci, el marxismo se había concentrado excesivamente en los elementos coercitivos del poder del estado, en el miedo de la sociedad a exponerse al castigo si intentaba subvertir al estado. Al contrario, la visión gramsciana sostiene que el poder del estado se basa también en el consentimiento, entendido como la capacidad de la clase dirigente para diseminar sus valores morales políticos y culturales al resto de la sociedad. La ideología dominante se extendería mediante las instituciones de la sociedad civil: los medios, el sistema educativo, la iglesia, las organizaciones no gubernamentales. Manteniendo el análisis clásico marxista sobre la infraestructura (las relaciones sociales de producción de base económica), Gramsci redimensiona el valor de la superestructura (las prácticas políticas y culturales). Así, la hegemonía de la clase dominante es uno de los elementos centrales que explican su perpetuación.
A pesar de sus aportaciones centrales, el marxismo es un pensamiento marginal, por razones políticas, en el periodo posterior a 1945. La situación europea en la década de los años treinta del siglo XX y el estallido posterior de la Segunda Guerra Mundial provocan que los postulados y la obra del idealismo también se desacrediten, y se abre una nueva fase en los debates disciplinarios. Esta se alarga hasta la década de los setenta y se puede calificar de realista.

1.3.3. Realismo

El fracaso de las iniciativas adoptadas después de la Primera Guerra Mundial y el estallido de la Segunda Guerra Mundial comportaron, para algunos autores, la imposibilidad de prevenir la guerra. Dada la importancia de la seguridad nacional para los estados, entendida como la garantía de su supervivencia, la fuerza militar tendría que actuar en apoyo de la diplomacia. Los teóricos más importantes de esta fase son Edward H. Carr y Hans Morgenthau, que inauguran la era del realismo político e inician el primer debate de la disciplina: el debate idealismo-realismo.
Los realistas tienen una visión negativa de las relaciones internacionales y una herencia intelectual devota de Maquiavelo y Hobbes. El eslogan «el hombre es un lobo para el hombre» impregna el pensamiento realista, que niega, desde el pesimismo antropológico, la posibilidad de progreso. Contrariamente al idealismo, el realismo tiene una visión determinista de la historia y no cree en la posibilidad del cambio por medio de la acción humana.
El realismo postula la inexistencia de una armonía natural de intereses y entiende que los actores internacionales se encuentran en constante competición, un fenómeno que ineludiblemente conduce al conflicto. La herencia de Maquiavelo es visible cuando el realismo afianza la existencia de códigos morales diferentes para el individuo y el estado, entendiendo que existe una razón de estado por encima de los individuos, y un interés nacional, medido por Morgenthau en términos de poder y de seguridad del estado, entendido como autopreservación.
El realismo describe la política no como el arte del buen gobierno, sino como el arte de lo que es posible y como una lucha por el poder en un medio internacional desordenado y anárquico, una arena de todos contra todos. Si el idealismo creía posible evitar la guerra por medio de la identificación de intereses comunes y de las leyes y las instituciones, el realismo piensa que el equilibrio de poder es el mecanismo regulador del sistema internacional, un equilibrio entendido como la construcción de alianzas entre estados para impedir la emergencia de una fuerza hegemónica, y que implica el recurso ocasional, la amenaza o el uso efectivo de la fuerza militar.
Para el realismo clásico, el sistema internacional es una lucha entre estados que viven en conflicto permanente. El sistema internacional es anárquico, y ni hay armonía de intereses ni paz permanente. El sistema tiende al mantenimiento del statu quo, dado que el cambio en el sistema no resuelve el problema de la lucha entre los estados. La guerra deriva de la propia naturaleza humana y se asocia con los orígenes religiosos de la idea de los efectos del mal sobre la debilidad humana. Así, los estados viven en un permanente dilema de seguridad (un concepto desarrollado por John Herz), según el cual la permanente competición por el poder crea inseguridades que no se pueden resolver si no es mediante la adquisición de más poder.
Por tanto, el objetivo central de los estados es incrementar su poder, especialmente el poder militar, que se convierte en el centro de las relaciones internacionales, porque está dotado de las cualidades de racionalidad, utilidad y usabilidad. El poder y la acumulación de poder son las claves para entender la conducta de los estados. La política exterior tiene como objetivo la búsqueda de poder, y las relaciones entre los estados se definen según el equilibrio de poderes, puesto que el poder es el único elemento que puede contener el poder, descartando la utilidad de otros instrumentos, como la moralidad o el derecho internacional.
Para los realistas, las relaciones internacionales son relaciones interestatales, puesto que los estados son los únicos actores que disponen de fuerza militar. La visión pesimista de los realistas implica unas posibilidades de progreso muy escasas, puesto que un mundo de política de poder (power politics) no se puede cambiar, salvo que los estados como entidades independientes desaparezcan. Del mismo modo, la moralidad tiene un papel muy limitado; no es que el realismo clásico sea amoral, sino que sostiene la convicción de que la moralidad del día a día no se puede aplicar a la vida internacional. Las características esenciales del realismo clásico son que el actor central es el estado, que se guía por el interés nacional (la consecución de más poder) utilizando de manera preferente el instrumento del poder militar. El sistema internacional es, pues, anárquico, y el único orden posible se encuentra en el mantenimiento de un equilibrio de poderes entre los diferentes actores (los estados). Tanto la idea de progreso y cambio como el lugar de la moralidad tienen una influencia muy limitada.
Dado que es la visión teorizante dominante en el estudio de las relaciones internacionales, el realismo clásico ha sido fuertemente criticado en varios aspectos importantes. En primer lugar, el escaso papel concedido a las cuestiones morales y de justicia, subyugadas bajo la idea de búsqueda de un orden por la vía del equilibrio de poder, hace del realismo una ideología conservadora, que es usada para justificar el statu quo internacional, las guerras, la carrera de armamentos, especialmente en el periodo de la Guerra Fría, en el que se convirtió en la gran coartada ideológica justificadora de la política de las superpotencias. En este sentido, el realismo no dejaría de ser una utopía conservadora que asume la conducta racional de los estados, pero hay dudas más que razonables de que el proceso de toma de decisiones en el ámbito interno que fuerza una política exterior determinada pueda ser racional. En tercer lugar, la idea de interés nacional entendida en términos de poder es imprecisa y remite únicamente a la acumulación de poder, una explicación que es demasiado burda para entender el mundo, sobre todo teniendo en cuenta que el concepto de poder es un concepto problemático. En último lugar, las críticas al realismo clásico se centran también en las omisiones, ya que no explica procesos como la cooperación y la integración, o el papel de otros actores o procesos indiscutibles de las relaciones internacionales, como por ejemplo el cambio tecnológico, los procesos transnacionales o el papel de los actores no estatales.
Las críticas contra el realismo político también cuestionan la pertinencia de los atributos de universalidad asignados por el realismo al estado-nación, argumentando, por el contrario, que los estados nacen y mueren según la época histórica. Además, el concepto de actor se basa en atributos jurídicos, como la soberanía o la independencia, que se podrían ver superados por la dinámica de las relaciones internacionales. Otro aspecto destacable para los críticos es que la diferencia entre la alta política (high politics, la relacionada con el poder militar y la diplomacia) y la baja política (low politics, la relacionada con los asuntos económicos y sociales), central en el estudio de las relaciones internacionales desde el realismo, es una diferencia obsoleta que ya no puede sostenerse para explicar las relaciones internacionales de hoy en día.

1.3.4. Transnacionalismo

Este conjunto de críticas al realismo político da origen a los otros dos debates –el segundo y el tercero– de la disciplina: el debate metodológico entre tradicionalismo y cientifismo, y el debate entre el realismo y transnacionalismo.
El debate metodológico tradicionalismo-cientifismo se desarrolla en los años sesenta y bebe de las fuentes politológicas de Richardson y Lasswell en la denominada reacción behaviorista (conductista), que pone el énfasis en el método de estudio, afirmando que la prescripción, la indagación ética y la acción no tienen ninguna validez, y se muestra partidaria de métodos de análisis cuantitativo-matemáticos. Criticando los postulados ideológicos a que aboca el realismo –la defensa del statu quo–, los behavioristas eran partidarios de la neutralidad científica, poniendo el énfasis en el valor de la descripción, la explicación y la verificación, y rechazando la aproximación racionalista que caracteriza al realismo (y al idealismo).
Las críticas contra el behaviorismo por su abuso de modelos matemáticos dan lugar, desde la ciencia política encabezada por Easton, a una reacción que en los años setenta originó el funcionalismo o análisis sistémico, que pone el énfasis en el análisis de las estructuras, las funciones y las pautas reguladoras de la realidad internacional.
Los conceptos de función y sistema, procedentes de la filosofía y las matemáticas, son incorporados a las ciencias sociales por Herbert Spencer y Emile Durkheim, y a la ciencia política por Gabriel Almod, Wassili Leontief y David Easton. El autor que introduce el análisis sistémico en las relaciones internacionales es Morton Kaplan, que lo define como un conjunto de actores que comparten ciertos elementos internos, disponen de unas normas esenciales y están sujetos a ciertos límites.
El concepto de sistema internacional se abordará en otro apartado, pero ahora vale la pena destacar que el behaviorismo y el funcionalismo generan modelos de análisis muy usados en algunos temas de las relaciones internacionales. Por un lado, la teoría de la decisión, cuyos autores más destacados son Richard Snyder y Robert Jervis, que incide en el análisis de la política exterior: sus órganos de decisión y las limitaciones internas (dentro del estado) y externas (del sistema internacional), la información de que disponen y las propias motivaciones de los que tienen que decidir. Por otro lado, la teoría de juegos, expuesta por John Von Neumann, y su aplicación al estudio de los conflictos internacionales por Thomas Schelling.
Además de las influencias mencionadas, el funcionalismo también se encuentra entre las causas que generan el tercer debate disciplinario, el desarrollado entre realismo y transnacionalismo (o globalismo, o interdependencia).
El transnacionalismo surge como una nueva aproximación teórica a las relaciones internacionales en los años setenta, en un contexto de relajación de la Guerra Fría en el periodo de la distensión entre Estados Unidos y la Unión Soviética, y de nuevas realidades y problemas, como la culminación del proceso de descolonización, el incremento de la interdependencia económica, la emergencia de la fractura Norte-Sur, o las crisis económicas internacionales. No se puede rehuir la evidencia de que el transnacionalismo surge en las relaciones internacionales en un momento histórico de pérdida de hegemonía económica estadounidense y de descrédito de su política después del fracaso en la Guerra de Vietnam.
Autores tan significativos de esta corriente de análisis como Deutsch, Rosenau, Keohane, Nye, Mansbach y Vasquez sostienen que el papel del estado es importante para explicar las relaciones internacionales, pero también es central el papel de las relaciones transnacionales, que se entienden como las interacciones, los contactos y las coaliciones no controlados por órganos centrales de los gobiernos que tienen como función la política exterior.
Según el transnacionalismo, estas acciones generan actitudes de cambio en las personas que se ven implicadas en ellas, por vía de los contactos y la aparición de nuevos intereses. Estas acciones implican un mayor pluralismo internacional, dado que los grupos de interés nacional se integran en estructuras transnacionales. Además, las interacciones provocan la intervención de los gobiernos, forzados a responder a nuevas demandas, como la ecología o los temas económicos. Finalmente, las interacciones generan nuevos instrumentos de influencia alejados del poder militar, como por ejemplo la opinión pública, o determinadas prácticas económicas (como el dumping).
Los transnacionalistas sostienen dos argumentos esenciales. Primero, que el estado no es el único actor de las relaciones internacionales y, segundo, que el concepto de lucha se ha sustituido por el de negociación, afirmando que se han ampliado los escenarios en los que se desarrolla la política mundial, al menos en cuatro niveles: aumento de las comunicaciones, de las redes de transporte, de los intercambios financieros y de los viajes.
Desde el transnacionalismo (globalismo), autores como Mansbach y Vasquez subrayan la importancia de los actores no estatales, cuyas actividades varían en cantidad y calidad según las regiones. Los globalistas afirman que existe un único proceso político que no distingue entre lo interno y lo exterior, y que la agenda internacional es cambiante. Definen el concepto de actor partiendo de criterios operativos, como que el énfasis se ha de poner en la función que ejerce el actor y no en su personalidad jurídica, que los actores son distintos y que son relativos y temporales. Desde este prisma, los globalistas realizan una tipología de actores, que incluye a los estados y también a las organizaciones internacionales gubernamentales, los actores transnacionales (u organizaciones no gubernamentales), los actores gubernamentales no centrales (como las regiones o los municipios), los actores intraestatales no gubernamentales (como los partidos y los sindicatos) y los individuos.
El transnacionalismo, que se continúa basando en la visión racionalista, tiene como punto de partida la constatación de la interdependencia económica, generadora de costes recíprocos y mutuos. La importancia de los temas económicos ocasiona, para los transnacionalistas, el declive del poder militar en la agenda de política exterior de los estados, y un debilitamiento del estadocentrismo en las relaciones internacionales, dado que existe una pluralidad de actores. A los estados, que continúan siendo un actor central, hay que añadir los actores no gubernamentales, especialmente las empresas transnacionales, los actores intraestatales gubernamentales y no gubernamentales (los actores subestatales) y los individuos.
Los transnacionalistas evidencian la existencia de movimientos por debajo del estado que minan el modelo realista y la exclusividad del estado como actor internacional. Desde este prisma, la interdependencia económica obliga a los estados a considerar los aspectos económicos de la seguridad (y no solamente el poder militar) y reduce las tendencias hacia el conflicto, dado que supone cooperación entre los actores. Las cuestiones de la alta política pierden peso específico en las relaciones internacionales, mientras que los temas de baja política (especialmente los asuntos económicos) adquieren una importancia creciente.
Además de empezar a desarrollar teorías sobre la integración económica (los neofuncionalistas, con Haas como exponente), transnacionalistas como Robert Keohane, Krasner o incluso realistas como Kenneth Waltz hicieron algunas aportaciones valiosas. Keohane subraya la importancia de las relaciones transnacionales; Krasner señala que la interdependencia es resultado del sistema de estados; Waltz apunta que el tema decisivo en las relaciones internacionales es sobre el poder y su distribución en el sistema internacional.
Con respecto al tema de los actores no estatales, el debate sigue abierto. Pueden ser considerados agentes de determinados estados, y, por tanto, el peso específico de los estados en el sistema internacional continuaría siendo central. Desde este prisma, las empresas multinacionales podrían representar los intereses de los estados o coincidir con ellos. Entendido así, el debate derivaría hacia una expansión del poder del estado, no tanto en términos geográficos como en términos funcionales.
Desde otro prisma opuesto, el poder de los actores transnacionales, las empresas multinacionales o incluso las organizaciones internacionales limitaría el poder del estado, que se vería forzado a convivir y negociar con ellos (especialmente en el caso del Tercer Mundo o en países menos desarrollados, o pensando en el ejemplo del Mercado Común Europeo). Sin embargo, es difícil hacer una generalización respecto a esta afirmación, dado que los resultados pueden variar en función de análisis particulares.
En cualquier caso, el punto importante de los transnacionalistas no se encuentra en el debate sobre si los actores transnacionales dominan el estado, sino que su emergencia implica la creación de nuevos equilibrios internacionales más complejos que los propios del sistema interestatal.

1.3.5. Estructuralismo

Mientras que los transnacionalistas enfatizaban una realidad interdependiente, el estructuralismo, también conocido en su forma simplificada como teoría de la dependencia, tiene como punto central de partida la constatación de la existencia de una asimetría en las relaciones internacionales. Las teorizaciones sobre dependencia surgen a finales de la década de los cincuenta y en los años sesenta del siglo XX a partir de autores marxistas y no marxistas, y cobran importancia en un momento histórico paralelo a la emergencia del transnacionalismo, pero centrándose sobre todo en las consecuencias que el modelo económico capitalista tiene para el desarrollo y el subdesarrollo económicos. Se trata, pues, de una aproximación teórica especialmente significativa para el estudio de la fractura Norte-Sur o la fractura centro-periferia.
El pensamiento neomarxista sobre la dependencia es una puesta al día de las ideas de autores como Lenin, Bujarin o Rosa Luxemburgo sobre la expansión del capitalismo y el imperialismo. Autores como Baran en los años cincuenta o más tarde Cardoso y Faletto elaboran una teorización sobre las razones de la dependencia, asumiendo que el capitalismo no está interesado en el desarrollo de algunos países. Al contrario, sostienen la existencia de un centro y de una periferia en el sistema internacional, entendiendo que el desarrollo de algunos países (el centro) se lleva a cabo en términos de explotación de otros (la periferia)
Hay varias aportaciones muy interesantes realizadas desde las teorizaciones sobre la dependencia. En primer lugar cabe destacar la visión sistémica (teoría del sistema mundial) de autores como Wallerstein, Gunderfrank, Amin y Galtung, que enfatizan la existencia del capitalismo como sistema mundial basado en el principio de intercambio desigual. En síntesis, la acumulación capitalista no concluiría su ciclo internamente y, para producirse, dependería de factores externos. Sin embargo, la combinación de factores internos y externos generaría distorsiones en la sociedad, dado que la dependencia externa de capital, préstamos y tecnología conduciría a una fragmentación.
De esto deriva la relevancia de señalar la responsabilidad del sistema (económico-capitalista) en la dependencia, y la visión pesimista sobre las posibilidades de cambio y desarrollo, a causa no solo de la dependencia mecánica (comercial, tecnológica), sino de la dependencia sistémica (que afecta a la manera en que se forman los países y cuál es la naturaleza de su desarrollo político y económico).
En este sentido, incluso autores no marxistas, especialmente Prevish, critican las teorías convencionales sobre desarrollo, aduciendo que este no se producirá de manera automática y que los países no desarrollados deberían forzar sus procesos de industrialización mediante una política de sustitución de las importaciones, aunque las debilidades de esta última política ya resultaron evidentes en los años sesenta.
Las críticas respecto a la teoría de la dependencia se centran especialmente en la sobredimensión otorgada a las limitaciones impuestas por el sistema capitalista y en la minusvaloración de los márgenes de autonomía del Tercer Mundo. Sin embargo, la visión estructuralista que aportan las teorías de la dependencia es central para explicar la fractura Norte-Sur. Desde el prisma de la dependencia, es difícil superar la fractura y generar un diálogo positivo, dado que el modelo dominante, el capitalismo, impide el desarrollo o lo destruye. Se produce un choque de intereses entre el norte y el sur motivado por el deseo del norte de mantener una estructura de dominio y explotación.
Aceptando la existencia de esta fractura, la visión liberal presenta algunas diferencias remarcables sobre la manera de superarla. Para los liberales, sí que existe compatibilidad de intereses entre el norte y el sur, dado que la situación de miseria y pobreza del Tercer Mundo también afecta al norte y lo que se desarrolla, más que una dependencia, es una interdependencia entre el norte y el sur.
Muy diferente es la visión realista (de neomercantilistas como Krasner o Tucker) sobre la existencia de la fractura Norte-Sur, a veces simplificada desde esta visión en una lucha entre los fuertes y los débiles. Desde su punto de vista, el mercado es el que decide respecto a la distribución de recursos y no es posible llegar a un acuerdo sobre un nuevo sistema de distribución de estos, ya que no se trata tanto del crecimiento económico, sino de un conjunto de reglas y normas que el sur querría modificar para reducir su vulnerabilidad. En definitiva, una visión que subraya el elemento del poder como central en el debate.

1.4. El concepto de régimen internacional y nuevas corrientes teóricas

Aunque es indudable la relevancia del estructuralismo para el estudio de las relaciones internacionales, no se ha llegado a promover un debate interparadigmático con las otras aproximaciones teóricas, como los que ya se han señalado (el segundo y el tercer debate) o como el que se produce en la década de los años ochenta del siglo XX entre las corrientes herederas del realismo político y las derivadas del idealismo político y el transnacionalismo.
Este cuarto debate implica un acercamiento a las posiciones entre las dos tradiciones y tiene como autores centrales a Robert Keohane y Kenneth Waltz. El resultado del debate implica la transformación del realismo en neorrealismo y del transnacionalismo en neoliberalismo. El concepto que permite una vía común integradora entre los dos planteamientos es el de régimen internacional. Los supuestos básicos del realismo no varían (anarquía en el sistema internacional, el estado es el actor más importante, pero no el único, que actúa racionalmente y cuyo objetivo es el poder), pero el análisis tiende a centrarse menos en las unidades que componen el sistema (los actores) y más en las características de la estructura del sistema internacional. Para el transnacionalismo, este debate integra el estudio de las instituciones internacionales (procedente del liberalismo), dado que pueden modificar la conducta de los estados, e incorpora igualmente conceptos de la microeconomía (mercados) aplicados al sistema internacional. El debate revisa la teoría realista en su propuesta de comprensión del sistema internacional como un sistema de suma cero; y se revisan los presupuestos liberales sobre su propuesta de existencia natural de la cooperación sin relacionarla con la distribución del poder. En definitiva, se trata de un debate sobre la naturaleza de la conducta estatal, partiendo de dos supuestos centrales: la existencia de normas y reglas y la existencia de una interdependencia creciente.
Las preguntas centrales en el debate son si las instituciones pueden superar la anarquía y si hay posibilidades de cooperación internacional. Para los neorrealistas, no es posible superar la anarquía y hay pocas posibilidades de cooperación, puesto que los estados solo la buscan para aumentar su poder, que se continúa entendiendo en términos de seguridad, y cuyo comportamiento se entiende en función de sus capacidades. En contraste, los neoliberales creen en la superación de la anarquía y en las posibilidades de cooperación, ya que los estados la necesitan para lograr el bienestar económico. Sorprendentemente, el debate no aborda la problemática del conflicto ni su dinámica.
El regreso a la cuestión económica ya está presente en las teorías transnacionalistas de Keohane y Nye, pero el debate entre realistas y transnacionalistas provocó que el neorrealismo subsiguiente asumiera parte de las críticas e incorporara a su visión de las relaciones internacionales los temas económicos. Por su parte, el transnacionalismo resultante del debate se transformó en neoliberalismo institucional o neoliberalismo, caracterizado por su creencia de que las instituciones internacionales (entendidas en un sentido amplio, que incluye formas de cooperación formal e informal) tienen un papel importante en la prevención de la guerra, a partir de la observación de que un marco en el que hay varias instituciones interrelacionadas y complementarias (como el marco europeo, donde se halla la OTAN, la UE y la OSCE) promueve un sistema (europeo) más seguro y estable.
Las teorías sobre los regímenes internacionales y la hegemonía resuelven algunas cuestiones teóricas planteadas en los debates sobre teorización de las relaciones internacionales. Krasner y Keohane acuñan el concepto de regímenes internacionales, entendidos como conjuntos de conducta internacional cooperativa, basada en principio en un elemento central, el económico, e ilustrado por la existencia del sistema de Bretton Woods, el derecho del mar o el GATT. Los regímenes consisten en un conjunto de conductas aceptables en la vida internacional. No se trata simplemente de acuerdos formalizados mediante un tratado, sino de ententes más amplias. Krasner define el término régimen internacional como principios, normas, reglas y procedimientos en torno a los cuales las expectativas de los actores convergen en un área determinada de las relaciones internacionales. Los principios son creencias; las normas son comportamientos definidos en términos de derechos y obligaciones; las reglas son las prescripciones o prohibiciones de acciones específicas, y los procedimientos son la toma de decisiones que prevalecen para realizar las decisiones colectivas.
Para Keohane, los regímenes internacionales reducen la incertidumbre ocasionada por las interacciones estatales y proporcionan marcos para llegar a acuerdos. En esta visión, el realismo clásico no explica las relaciones internacionales, puesto que su visión de suma cero proporciona una imagen de blancos y negros demasiado simplista. Los estados no solamente están preocupados por los costes y las amenazas, sino por los beneficios que comporta la cooperación. Tomando elementos de la teoría de juegos, la cooperación, deseada por los estados, también depende de la buena reputación desarrollada en la vida internacional. A la visión realista basada en las percepciones de amenaza se contrapone la idea de posibilidad de superación de las malas percepciones mediante un conjunto de normas, reglas e instituciones, que generarán un aprendizaje de los estados y una mayor tendencia a la cooperación (por ejemplo, en procesos cooperativos relacionados con la seguridad, como son los acuerdos de control de armamentos).
Las teorizaciones sobre los regímenes internacionales abren una serie de preguntas interesantes y relevantes para las relaciones internacionales: en primer lugar, la pregunta sobre si los estados adaptan sus políticas debido a la existencia de los regímenes internacionales, o bien por otra serie de razones; en segundo lugar, la cuestión de qué influencia tienen los regímenes internacionales en las políticas internas; y en tercer lugar, la pregunta sobre qué condiciones se deben dar para que existan los regímenes internacionales.
Robert Gilpin propone la idea de estabilidad hegemónica, entendiendo que las estructuras de poder dominadas por pocos países, o por uno solo, son más proclives a la creación de regímenes internacionales. Para Gilpin el papel de Estados Unidos es esencial en la construcción de los regímenes, ya que, en su visión, este país ha sido capaz de crear lo que ya se puede considerar como bienes públicos: un orden comercial, un sistema monetario internacional y seguridad. La idea de hegemonía se basa en la constatación de que un estado tiene una habilidad desproporcionada en su capacidad de influir, tanto en alcance como en medios, en los otros actores del sistema internacional. El actor hegemónico utiliza tanto la coerción, entendida de una manera amplia y no solo como la amenaza del uso de la fuerza, como sus capacidades para generar consensos, instrumentos que, en principio, crearían una voluntad para que los otros actores (y esencialmente las élites) sacrificaran sus deseos de conseguir beneficios a corto plazo para lograr mejoras a largo plazo. Evidentemente, el elemento de voluntad política es necesario tanto para usar el poder por parte del actor dominante como por parte de los otros actores para aceptar este poder.
Además de la aportación del concepto de régimen internacional, los resultados de este intenso diálogo implican la estructuración de varias áreas de estudio. Por un lado, se desarrollan las teorías modernas de la integración europea (el institucionalismo intergubernamental o liberal de Mitrany y Haas), entendida como una red (net) basada en la convergencia de intereses, especialmente de los tres grandes (Francia, Reino Unido y Alemania) y definida a la vez como supranacional e intergubernamental. Por otro lado, autores como Barry Buzan, Charles Jones y Richard Little intentarán construir una teoría de las relaciones internacionales a partir de todas las aportaciones. Se trata del realismo estructural, que sostiene que la anarquía puede dar lugar a una cooperación más que coyuntural; esta visión rechaza las analogías microeconómicas y pone el énfasis en los factores sociocognitivos para comprender las interacciones de los actores. El realismo estructural también hace otra contribución importante: la desagregación del concepto de poder en varios poderes (económico, militar...), que permite explicar las transformaciones del sistema internacional. Para los neorrealistas del realismo estructural, la cooperación entre los estados permite superar el dilema de seguridad, como es el caso de la Europa contemporánea. Entienden que el sistema internacional se caracteriza por su «anarquía madura», y que se puede desarrollar (desde Europa) un proceso «civilizador» extensible a otras regiones.
Otros autores, como Alexander Wendt, Friedrich Kratochwil, John Ruggie o Michael Barnett, hacen un conjunto de propuestas, muy diversas entre sí, agrupadas en torno a la corriente constructivista. Partiendo de la base de que el mundo está socialmente construido, los autores dan especial importancia a los intereses e identidades de las personas por encima de las capacidades materiales, entendiendo que hay una estructura inmaterial, formada por prácticas sociales, que da una identidad a los actores e influye en sus acciones y que funciona de manera unida a la estructura material que fuerza a los actores a adoptar determinadas decisiones.
La Escuela Inglesa de Relaciones Internacionales se puede considerar cercana al realismo estructural, puesto que afirma la existencia de una sociedad de Estados a pesar de la anarquía internacional. Los representantes de esta escuela de inspiración grociana, cuyos máximos exponentes son Hedley Bull, Martin Wight o Barry Buzan, sostienen que la conducta en la política internacional está conformada a partir de las ideas, no solo las capacidades, y que los Estados comparten cierto interés común (el miedo a la guerra o la violencia) que los ha llevado a desarrollar, aceptar y apoyar algunas reglas e instituciones que moderan su conducta.
Otra derivación del concepto de régimen internacional es la llamada economía política internacional, que se inspira en el estudio de la economía por parte del pensamiento clásico liberal, mercantilista y marxista de finales del siglo XIX y que perdió relevancia a comienzos del siglo XX, después de la Primera Guerra Mundial.
La economía política internacional surge en Estados Unidos en los años sesenta a causa de que las teorías realistas no podían explicar las transformaciones de la sociedad internacional. El primer autor de referencia es Robert Gilpin, que la define como la interacción recíproca y dinámica de la búsqueda de riqueza y de la búsqueda del poder, es decir, como la interacción entre estado y mercado, las dos encarnaciones de la política y la economía en el mundo moderno. En otras palabras, propone la conexión entre la política y la economía en las relaciones internacionales, una visión que permite superar la concepción dominante de aproximación a las relaciones internacionales como relaciones eminentemente político-militares, y a la sociedad internacional como una sociedad fundamentalmente compuesta por estados.
Otra aportación clave de la economía política internacional es la de Susan Strange, que enfatiza la relación entre poder, actores no estatales y mercado, afirmando que se ha producido un desplazamiento del poder a favor de los mercados en detrimento del Estado.
Sin embargo, en los años ochenta surgen en el contexto académico del Reino Unido, Australia y Canadá posiciones críticas respecto al tratamiento de los temas económicos por parte de las relaciones internacionales desde el mundo teórico dominante, el estadounidense. La nueva corriente está influida por las ideas de la Escuela de Frankfurt, y especialmente de Jürgen Habermas, y los autores que la aplican a las relaciones internacionales son Robert Cox, Andrew Linklater y Richard Ashley. Así surge la economía política internacional crítica, que rechaza la visión dominante y sostiene que no es posible la neutralidad teórica y que el conocimiento no es objetivo, dado que la teoría es para alguien y tiene algún propósito, y que el investigador forma parte de un contexto social, en un espacio y un tiempo determinados.
En otras palabras, no es posible distinguir entre hechos y valores, puesto que el análisis de los hechos incorpora los valores propios del investigador. Así, desde la crítica se postula que las teorías dominantes en relaciones internacionales habían sido «teorías solucionadoras de problemas –problem-solving theories–», en el sentido de contemplar el mundo, las relaciones de poder existentes y las instituciones, y hacer que funcionen bien, sin cuestionar el orden existente y haciendo que parezca natural e inmutable. De manera específica, afirman que las teorías existentes sirven a los intereses del orden dominante, especialmente a las élites de los estados desarrollados.
La teoría crítica influenciada por la Escuela de Frankfurt, postula la necesidad de desafiar el orden dominante, analizando y ayudando a los procesos sociales que potencialmente pueden conducir a un cambio emancipador. Los críticos sostienen que los estados no tienen que ser el centro de análisis, por su diversidad, porque son la causa de la inseguridad en el sistema internacional y porque algunos son una fuente de amenaza para su propia población. El centro del análisis deberían ser los individuos. Rechaza el sistema o los actores como unidades de análisis y propone, en cambio, el conjunto de relaciones sociales determinadas por la estructura social en un momento determinado, lo que el canadiense Cox, inspirándose en Gramsci, denomina «estructura histórica», compuesta por un grupo de fuerzas (las capacidades materiales, las ideas y las instituciones) que impone presiones y limitaciones al comportamiento de los estados.

1.5. Reflexiones sobre poder, orden y moralidad en las relaciones internacionales

El poder
Como habíamos visto al revisar el concepto de régimen internacional en el apartado anterior, el debate sobre la hegemonía y la estabilidad hegemónica nos remite a otra pregunta central. Dado que la distribución de poder es tan importante, deberíamos preguntarnos qué es el poder. El poder, entendido como producción de efectos intencionados, se analiza en términos de diferentes concepciones de poder, y no hay una única aproximación analítica, aunque en general se asocie el poder con el poder militar, marginando otras formas de poder.
Definir el poder es complejo. Aron entiende que el poder es forzar a alguien a hacer algo, imponer la voluntad sobre los otros y resistir los intentos de los otros para imponer su voluntad. Esta definición provoca que el elemento de coerción esté presente en la idea de poder y que desde el realismo político se vincule el poder con la fuerza. Sin embargo, el poder también está vinculado a la autoridad y a la legitimidad. El ejercicio del poder aparece así vinculado a la reputación y al prestigio de los actores, y también a la legitimidad de su uso, entendido como la aceptación de la manera en que se adoptan las decisiones, más o menos democrática. Igualmente, el poder está asociado con la capacidad para ejercer influencia, en el doble sentido de la capacidad de manipular las situaciones del mundo real y la capacidad para manipular las percepciones del resto de los actores.
El ejercicio del poder en el sistema internacional remite al debate sobre quién prevalece cuando los asuntos son conflictivos o controvertidos. Y esto plantea el tema central de quién dispone de poder para controlar el proceso de toma de decisiones o influir en él.
Los elementos del poder, siguiendo a Morgenthau, son un conjunto amplio. Por un lado, están los elementos materiales, como los recursos, la posición y las características geográficas, la población, su nivel formativo, la riqueza y la fuerza militar. Y, por otro lado, otros elementos, como las ideas y la ideología, el prestigio, la adaptabilidad de utilización de los recursos en contextos particulares y, sobre todo, la voluntad política, que es resultado de los objetivos y las ambiciones que tienen los actores.
Podemos agrupar las características del ejercicio del poder en tres categorías. En primer lugar, encontramos el contexto en el que se ejerce el poder, que nos permitirá diferenciar entre el poder percibido y potencial y el poder real. El contexto se desarrolla en un marco político incierto y cambiante, y esto supone que actores con un gran poder puedan tener una influencia limitada en situaciones particulares. En segundo lugar, el ejercicio del poder depende de la naturaleza del proceso en sí, en el sentido de que un actor con más capacidades para movilizar recursos que otro no puede asegurar un resultado deseado. El ejemplo de la Guerra de Vietnam, que enfrentó a Estados Unidos con la guerrilla sudvietnamita, y que perdió Estados Unidos, es una buena ilustración de lo que significamos. La cantidad de recursos disponibles que tiene un actor es una condición necesaria pero no suficiente, dado que su utilidad depende de la organización de la eficacia. Además, dos actores con recursos desiguales pueden actuar también partiendo de una asimetría en sus compromisos, de modo que la desventaja de recursos quede más que compensada con la firmeza y la voluntad en el mantenimiento de los compromisos. Es más, los costes de utilizar el poder (especialmente el poder militar) puede que no sean asumibles por el actor más poderoso o pueden ser inaceptables en la escena internacional. En tercer lugar, la evaluación del ejercicio del poder permite distinguir entre la efectividad y la utilidad de este. La efectividad depende de la buena organización de los recursos, mientras que la utilidad es el resultado del equilibrio entre los costes y los beneficios, que debería incluir los costes y beneficios derivados de la no acción.
 
El orden
Si bien afirmamos que el sistema internacional es cada vez más complejo, la pregunta sobre cómo ordenar este sistema internacional, es decir, el problema del orden internacional, ha estado presente también en las diferentes aproximaciones teóricas para el estudio de las relaciones internacionales.
Aunque el realismo político reniegue de la aspiración a la paz perpetua y piense que los actores (los estados) viven en conflicto permanente y no es posible un mundo ordenado, es obvio que los estados y los otros actores no están constantemente luchando entre sí, por lo que podemos afirmar que los dos fenómenos, el de la cooperación y el del conflicto, se desarrollan en el sistema internacional. Podríamos decir que hay conflicto debido a un conjunto de factores, como el miedo o la escasez. Pero también las relaciones entre los estados han mejorado de manera sustancial y positiva, por lo que hay cooperación.
Como afirma Bull, hay elementos de orden en el sistema internacional, si bien el concepto de orden tendría que distinguir entre el orden interestatal y el orden en el mundo, el orden mundial. El orden interestatal afecta a las relaciones entre los estados, que se han dotado de un conjunto de mecanismos para proporcionar estabilidad al sistema: preservar la independencia de los estados y garantizar la paz (cuando menos la limitación del conflicto). Es en sí mismo un orden seguramente necesario, basado en el equilibrio de poder, pero también esencialmente injusto, ya que proporciona orden a expensas de causar desorden en otras áreas.
El concepto de equilibrio de poder es la respuesta clásica del realismo político al problema del orden, ya que se desconfía de las virtudes del derecho internacional en un sistema compuesto por estados independientes que son iguales desde el punto de vista jurídico y han consagrado el principio de no injerencia como base de sus relaciones. Autores como el mencionado Bull, o Kissinger, definen el equilibrio de poder como prevenir la emergencia de un único estado o alianza que prevalezca sobre el resto, mediante la creación de un contrapoder (sin descartar llevarlo a cabo a través de medios militares). El contrapoder se genera mediante el fortalecimiento del poder de un actor y mediante la suma de poder que representa una coalición. Se observa la centralidad del estado y del poder militar en esta concepción del equilibrio de poder y, por tanto, la proclividad de los estados a usar la violencia. Como señala Morgenthau, el equilibrio de poder no impide la guerra, sino que esta puede resultar una necesidad del sistema para sobrevivir, por lo que se desarrolla una asociación problemática entre la idea de equilibrio de poder y la paz.
El sistema de equilibrio de poder puede ser multipolar, con varios polos de poder que se vigilan y «equilibran» entre ellos, o bipolar, que supone la existencia de dos estados o agrupaciones que se equilibran por la vía del antagonismo. Precisamente este –la polarización de las percepciones y el incremento de los riesgos– es uno de los argumentos esgrimidos en contra de la bipolaridad, el sistema que caracterizó el periodo de la Guerra Fría de la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, desde el propio realismo político, autores como Waltz piensan que un sistema bipolar es mucho más estable que un sistema multipolar.
No obstante, el orden mundial implica la elección de mecanismos para ordenar un marco de relaciones mucho más complejo y que afecta a la sociedad humana. Desde este prisma, el centro de atención es el individuo, y no los estados. Desde una posición maximalista, u orden óptimo, la aspiración debería ser la consecución de la paz (no la limitación del conflicto), el bienestar económico y el respeto por los derechos humanos. Desde una posición minimalista, el orden mundial sería mantener la violencia en límites tolerables, de manera parecida a lo que ocurre en la dinámica del sistema interestatal.
Es evidente que entre las dos posiciones, la maximalista y la minimalista, existen diferentes estadios que plantean no solo el problema de cómo avanzar hacia un orden mundial progresivo (maximalista), sino de qué lugar ocupa la justicia en el debate. Los mecanismos para proporcionar orden al sistema son injustos: el conflicto se puede reducir mediante la jerarquía, que es fruto de la desigualdad; los derechos humanos pueden generar tensiones respecto a la seguridad del estado. En definitiva, hay una tensión no resuelta entre orden y justicia.
 
La moralidad en las relaciones internacionales
Esto nos remite a la cuestión sobre cuál es el lugar de la moralidad en las relaciones internacionales. No solamente las cuestiones morales ya mencionadas (las guerras justas o injustas) son parte fundamental de la práctica de las relaciones internacionales, también los individuos que analizan estas relaciones tienen sus propios códigos morales y no hay ninguna teoría ni aproximación teorizante libre de valores o neutra. Recordando a Kart Popper, los valores guían la investigación.
Para los realistas (que no son amorales) hay unos límites para la elección moral, ya que los costes de su aplicación serían catastróficos, en sintonía con la distinción maquiaveliana entre moral pública o del estado y moral individual. Para ellos, sin llegar a las posiciones maximalistas de Carr (que no contempla la moralidad en las relaciones internacionales), los juicios morales son ambiguos, no hay un código operacional único y, si existe, no hay un marco político adecuado para aplicarlo. De hecho, el propio Morgenthau admite que el interés nacional también implica elecciones morales. Sin embargo, desde un prisma kantiano, la moralidad sería la clave en las relaciones internacionales, y debería aplicarse algún tipo de moralidad a la vida interna e internacional, en el sentido de que un objetivo nunca puede justificar el uso de métodos reprobables (el buen fin no justifica los males medios). Para los críticos a la posición realista, la visión kantiana de moralidad cosmopolita es una buena respuesta al problema de la moralidad, dado que proporciona una manera de acercarse a un sentido de la justicia y comunidad globales.

2. El sistema internacional. Instrumentos de análisis

2.1. Los actores del sistema internacional: definición y tipología

Partiendo de una definición básica y genérica de actor como aquella entidad cuyo comportamiento incide en la vida internacional, la pluralidad de actores es muy variada, aunque solo se considerarán los actores cuyas acciones traspasan las fronteras nacionales hacia el plano internacional, una arena donde ejercen varios grados de influencia.

2.1.1. El estado

La centralidad del actor estado en el estudio de las relaciones internacionales es una de las características básicas del realismo político, pero también su importancia como actor internacional es muy relevante en las otras aproximaciones teóricas al estudio de las relaciones internacionales.
Características principales
El estado que hoy conocemos en términos internacionales surge de la creación del sistema de estados en el Tratado de Westfalia en 1648, que consagró el principio de la soberanía.
Soberanía es el monopolio de la autoridad política (la del soberano) sobre un territorio, que además no está sometida a ninguna autoridad externa o superior (a un imperio o a un jefe religioso). Esta característica es única para el estado respecto al resto de los actores internacionales y permite que, desde el punto de vista jurídico, todos los estados sean iguales. La soberanía implica, desde el plano teórico, que el estado tiene supremacía sobre cualquier otra autoridad interna y posee el monopolio del uso de la fuerza, e independencia sobre cualquier autoridad externa.
Sin embargo, también va unida a otros elementos constitutivos del estado, como el territorio, la población, el gobierno y el reconocimiento por parte del resto de los estados. Territorio, población y gobierno son los elementos básicos del estado como organización política. El reconocimiento internacional es lo que hace al estado sujeto de derecho internacional. El principio de igualdad jurídica de los estados implica la creación de unas bases que regulan la conducta entre los estados y que están reconocidas en la Carta de las Naciones Unidas: la igualdad desarrolla la idea de no intervención y no injerencia en los asuntos de otros estados, y el no recurso al uso de la fuerza.
A pesar de la igualdad jurídica que se ha mencionado, el análisis de estos elementos es por sí mismo un factor explicativo de la desigualdad real entre unos y otros estados. Cada uno de los elementos, en sus diversas dimensiones, ofrece una imagen de las capacidades de las que disponen los estados. Podemos diferenciar las capacidades tangibles, las que son cuantificables, de las capacidades intangibles, aquellas cuya evaluación es más compleja, dado que no se pueden medir con facilidad.
Dentro de las capacidades tangibles, destaca el territorio: todos los estados disponen de uno, pero un simple análisis comparativo de la superficie de algunos estados ofrece grandes diferencias entre unos y otros.
Algo parecido sucede con la población. Hay estados densamente poblados y otros semidesérticos, y también sabemos que dos países, la India y China, concentran dos terceras partes de la población mundial, pero no podemos extrapolar más conclusiones. Esto apunta a la necesidad de que al criterio cuantitativo se adjunte un elemento cualitativo, relacionado con las capacidades intangibles antes mencionadas, y que integra, por ejemplo, la formación de la que dispone la población de un país, parte fundamental de cómo es su capital humano.
También podemos tomar como base de comparación otros indicadores, como por ejemplo el porcentaje de desocupación y el de trabajo infantil que nos conducen, de nuevo, a comprobar las desigualdades reales existentes entre los estados.
De este modo, podemos hacer varias clasificaciones de los países según los indicadores que seleccionamos.
La comparación generalmente más aceptada y más completa es el índice de desarrollo humano (IDH), llevada a cabo por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y publicado anualmente. El estudio anual del PNUD se basa en un conjunto de indicadores muy amplio, del cual destacan tres por su importancia: el producto interior bruto (PIB) real por habitante, la esperanza de vida al nacer y el índice de educación. La comparación ofrece como resultado una clasificación básica de países con IDH alto, medio o bajo.
Los países con un IDH alto corresponden a países desarrollados y del norte, mientras que la mayoría de los países con un IDH bajo son países poco o nada desarrollados y se ubican en el sur, esencialmente en el África subsahariana.
En definitiva, el conjunto de las variables tangibles permite hacernos una idea aproximada de las capacidades de las que dispone un estado y nos permite ya introducir el concepto de jerarquía, todavía en un nivel muy difuso. El territorio, por ejemplo, no solamente se puede medir por su tamaño, sino por otras características –⁠si se trata de un país marítimo, si tiene ríos importantes– que permiten apreciar a priori algunas de sus capacidades y dependencias. Un país sin ríos caudalosos es posible que tenga necesidades de agua dulce; un país sin salida al mar se verá privado de un acceso muy importante a las grandes vías de comunicación y comerciales marítimas. Igualmente, el territorio permite concluir si se trata de un país muy grande, pero sin recursos, o, por el contrario, de un país muy pequeño (como es el caso de los microestados), pero que ha desarrollado capacidades en algunos ámbitos; también, si se trata de un archipiélago, nos hará comprender en una primera aproximación los efectos que esto implica para gestionarlo a todos los niveles.
La población, por sí misma, tampoco es un indicador absoluto que nos pueda explicar la importancia de los estados; hay estados muy densamente poblados, pero que no disponen de los recursos necesarios o no los pueden gestionar eficazmente para aumentar su poder.
La edad y la historia son variables auxiliares, que permiten apreciar si se trata de estados antiguos y con una trayectoria larga, ya consolidados, o nuevos, fruto muchos de ellos de las oleadas descolonizadoras de la segunda mitad del siglo XX; o bien si se trata de estados artificiales, como el caso de los estados tapón, siempre sometidos a tensiones, creados para establecer un territorio de separación entre estados poderosos y potencialmente rivales, como en el caso de Nepal, que separa la India de la República Popular de China.
La medida económica y la medida militar son seguramente las variables tangibles más útiles para analizar al actor estado. Además de estas, encontramos un conjunto de variables intangibles, como el grado de cohesión de la población, el prestigio, la moral nacional y la eficacia administrativa. Estas variables no se pueden medir, pero deben valorarse porque son muy importantes para el análisis de las relaciones internacionales. Asimismo, debemos considerar variables relacionadas con la voluntad política de los líderes, entendida como la voluntad para movilizar recursos y transformarlos en influencia política.
Como veremos más adelante, las capacidades de los estados tienen valor y utilidad para medir su posición y su peso en el sistema internacional, un sistema que tiene una estructura de poder que limita externamente los estados, y cuyos límites son establecidos por las potencias tanto en función de sus recursos como en la definición de las reglas del juego internacional.
Política exterior y política interior. Instrumentos de la política exterior
Los conceptos de política exterior y política interior son difíciles de precisar. Cada vez son más evidentes las dificultades para desvincularlas, ya que, de hecho, las barreras diferenciadoras tienden a desaparecer. Sin embargo, podríamos concretar lo siguiente: la política interior es la organización estatal dentro de un territorio definido por las fronteras de un estado, con un aparato jurídico y unos dirigentes que aplican determinadas políticas en los órdenes económico, social, educativo... La política exterior es la parte de la actividad estatal volcada hacia afuera, una estrategia o acción planificada de un estado vis a vis con otros estados con objeto de lograr determinados objetivos relacionados con su interés nacional. De esto se deriva que la política exterior de cualquier actor es esencialmente continuista y continua, por lo que respecta a sus objetivos centrales y al proceso de adoptar y aplicar decisiones, respectivamente.
Se pueden generalizar dos macrotipos de política exterior, definidos respecto al papel del estado en el sistema internacional o en el subsistema regional en que participa: la política exterior de statu quo es aquella que pretende el mantenimiento de las reglas de juego internacional o regional, porque las considera beneficiosas para sus intereses y objetivos; la política revisionista es la que pretende modificar o alterar estas reglas para lograr determinadas metas.
Esto nos conduce a desarrollar la idea de los objetivos de la política exterior. Desde un prisma general, están relacionados con el interés nacional, pero son los líderes de los estados los que les dan orientaciones específicas. Holsti señala que los objetivos son la imagen de una situación a la que aspiran los gobiernos y que esperan conseguir mediante la influencia en el exterior y el apoyo de otros estados. No se puede hacer una lista de objetivos de política exterior común para todos los países. Cada uno tiene los propios. Los objetivos pueden ser muy concretos (como recuperar un territorio que ha sido invadido por otro estado) o muy abstractos (como extender la democracia en el mundo). Unos objetivos permanecen en el tiempo (los relacionados con la geopolítica, como el acceso a mares cálidos) y otros son circunstanciales. Sin embargo, los podemos clasificar en tres grandes grupos: en primer lugar, los objetivos centrales, que afectan a la supervivencia del estado, su soberanía y su autonomía, a su territorio y su población; en segundo lugar, los objetivos a largo plazo, que integran el plan y la visión que tiene un estado sobre el sistema internacional y las normas que lo rigen; en tercer y último lugar, los objetivos a medio plazo, que incluyen su bienestar y crecimiento económico.
La complejidad del sistema internacional ha provocado que las diferencias entre la política interior y la política exterior se hayan ido difuminando, y también ha generado una mayor interrelación entre los objetivos tradicionales de la política exterior (la alta política, que concierne a los asuntos diplomáticos y político-militares) y los objetivos de la baja política (económico-sociales, relacionados con el bienestar y la riqueza). El entorno internacional es cambiante y cada vez los estados tienen menos capacidad para controlar o prevenir los acontecimientos, tanto los internos como los externos. Como consecuencia de esto, y de los cambios internos en los estados, se ha multiplicado el número de actores (estatales, subestatales y privados) involucrados en la política exterior. Esto conduce en la actualidad a una política exterior dislocada, en la que se implica a un número creciente de departamentos de la Administración del estado y en la que no hay unidad de acción en el exterior.
Dado que la política exterior afecta a áreas en las que el estado no tiene ninguna autoridad legal, se debe basar en un conjunto de factores directamente vinculados a sus capacidades tangibles e intangibles, y también relacionados con los determinantes externos, el sistema de alianzas del que forme parte un determinado estado o las imposiciones del sistema internacional. Sus actores básicos son el poder ejecutivo y el aparato administrativo del estado.
Así, la política exterior se dota de varios instrumentos para lograr sus objetivos por medio del ejercicio de la influencia, entendida en un sentido amplio, ya que debe afectar a la conducta de otros actores. La gama de instrumentos incluye instrumentos económicos, políticos, militares, de propaganda y de inteligencia, y la podríamos ubicar entre dos extremos que van de la negociación y la diplomacia a la coerción: la diplomacia, un instrumento de la política exterior per se, es también la técnica central, dado que implica relaciones directas de gobierno a gobierno, comunicación y negociación, y la podemos asociar a una actitud cooperativa; y la coerción, que consiste en aplicar la fuerza, no únicamente la fuerza militar, e implica amenazas y castigos.
La más común de las políticas exteriores es la bilateral, entre dos estados, si bien se ve suplementada por la diplomacia multilateral, que se desarrolla entre estados y otros actores, fundamentalmente organizaciones internacionales.

2.1.2. Las organizaciones internacionales intergubernamentales

El incremento de las relaciones entre los estados en la Europa del siglo XIX, después del Congreso de Viena, originó la creación del concierto europeo, entendido como compromisos entre los diferentes estados para proveer estabilidad. La institucionalización progresiva de estas relaciones, la internacionalización del sistema de estados (especialmente la independencia de las colonias americanas) y el aumento de los intercambios económicos generaron la necesidad de que los estados se coordinaran en áreas técnicas y crearan organizaciones con esta finalidad. Así surgieron las primeras comisiones y uniones internacionales (comisiones internacionales para la navegación por los grandes ríos europeos, Unión Postal Internacional, Oficina Internacional de Pesos y Medidas).
Desde entonces hasta la actualidad el número de organizaciones internacionales se ha multiplicado. Su común denominador es que se trata de organizaciones compuestas por miembros cuya naturaleza jurídico-política es exclusivamente pública y que han creado acuerdos intergubernamentales o interestatales.
Existen varios criterios para diferenciar las organizaciones internacionales gubernamentales. El primero de estos criterios es el de la existencia o no de restricciones respecto al número de miembros: si no hay limitaciones, se califican como organizaciones internacionales universales. El ejemplo más claro es de la Organización de las Naciones Unidas; si hay limitaciones, se pueden denominar de manera genérica organizaciones internacionales regionales, como la Organización de Estados Americanos o la Liga Árabe.
Un segundo criterio clasificador es el de sus objetivos y campo de actuación. Las organizaciones internacionales pueden ser generales o especializadas, técnicas o políticas, o económicas o culturales. Ninguno de estos criterios se da en la práctica con pureza absoluta. Sin embargo, hay un objetivo común a todas las organizaciones internacionales: que no persigan explícitamente el interés particular de uno de sus miembros, sino el interés común de todos, excluyendo obviamente la finalidad lucrativa. Los objetivos se formalizan habitualmente en un tratado o carta fundacional, que establece la estructura formal, con voluntad de continuidad e imposible de controlar por un único miembro, además de una mínima estructura autónoma permanente (secretariado). Precisamente, el estatus formal permite conocer si la organización tiene carácter permanente o estable, y si tiene un cierto grado de personalidad legal internacional.
Los objetivos y el campo de actuación de la organización, en una escala que va de lo más general a lo más específico, también permiten clasificar las organizaciones internacionales en virtud de sus grandes objetivos y orientaciones: de cooperación, como la ONU, la Liga Árabe o el Fondo Monetario Internacional; de seguridad, como la OTAN; etc. Hay organizaciones generales o especializadas (ONU u organismos especializados), técnicas o políticas (la Unión Postal Internacional o el Consejo de Europa), predominantemente políticas, económicas-culturales, de seguridad... De este modo, podemos clasificar las organizaciones según, por ejemplo, la extensión de sus funciones: más diversificadas (ONU, OEA, OUA) o más específicas (UNESCO). También por la extensión del campo de actuación: universales (ONU, OIT, BM, FMI ; regionales (OUA, OEA, Consejo de Europa); mixtas (OTAN, OCDE). Según sus funciones: actuar como foro (ONU) o como servicio (OMS, FAO). Según su organización interna: existencia de un órgano plenario, de un consejo de representación restringida, de un secretariado, de una división orgánica de tareas y separación de poderes.
Precisamente, la organización y la estructura internas permiten analizar dos temas importantes para valorar el funcionamiento de una organización: conocer el tratamiento más o menos igualitario de cada estado y saber los que pueden ser miembros de determinados organismos y de los mecanismos de toma de decisiones; y conocer el grado de independencia y capacidad de decisión de los distintos órganos respecto a los estados miembros.
Estructura y mecanismos de toma de decisiones
En general, las organizaciones internacionales gubernamentales tienen estructuras básicas similares, aunque debido a la heterogeneidad y la complejidad de muchas de estas organizaciones resulta muy difícil precisar la estructura y los mecanismos de toma de decisiones de una manera generalizable.
La estructura típica integra un consejo, un secretariado y una asamblea, y a veces también pueden disponer de comisiones ejecutivas, consejo económico y social y tribunal. El consejo es el máximo organismo decisorio y representa la voluntad colectiva de los países miembros. Se compone generalmente de funcionarios de cada uno de los países, aunque a veces se puede reunir en el ámbito de jefes de Estado o de Gobierno, en lo que se suele denominar cumbres. El secretariado es el órgano administrativo sin poderes políticos. Cuando existe, la asamblea o parlamento no tiene poderes legislativos, a diferencia del caso de los parlamentos nacionales, sino que se ocupa de tareas de asesoramiento y de control (por ejemplo, el presupuestario). Lo mismo sucede con los comités económicos y sociales. Estos órganos suelen ser foro de los distintos actores e intereses para conseguir influencia en las organizaciones. Los tribunales de justicia son órganos para dirimir disputas entre los miembros de la organización y para emitir opiniones no vinculantes.
El papel que tienen las organizaciones internacionales en el sistema internacional es diferente según la aproximación teórica de partida. Para el realismo, las organizaciones internacionales son una prolongación de los estados, entendiendo que no son actores independientes, sino objetos de los estados y de las relaciones internacionales. El idealismo, por su parte, entiende que las organizaciones internacionales son instrumentos para superar el estado internacional de anarquía, entendiendo que son autónomas, y por tanto sujeto y objeto de las relaciones internacionales. Una aproximación más integradora entiende las organizaciones internacionales como instrumentos de la política exterior de los estados. Pero las organizaciones internacionales también pueden servir de modificadores sistémicos de la conducta de los estados, como sucedió con la propia ONU después de los procesos de descolonización. Asimismo, los cambios en las conductas de los estados pueden afectar a los objetivos y las misiones de las organizaciones internacionales, como fue el caso de la OTAN, que de ser una organización para contener a la Unión Soviética durante la Guerra Fría se convirtió en una organización que integró a los países del antiguo bloque del Este después del final de la Guerra Fría.
Multilateralismo y organizaciones internacionales. La Organización de las Naciones Unidas
La Organización de las Naciones Unidas, creada en 1945, es fruto de la voluntad de los líderes de los estados aliados en la Segunda Guerra Mundial de crear una organización internacional que superara las deficiencias de la Sociedad de Naciones, dando por sentado que no había podido evitar la escalada de tensiones que desembocó en 1939 en el inicio de la guerra. Así, la carta fundacional de la nueva organización consagraría los principios del mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, con la clara intención de convertirse en una organización de seguridad colectiva, como sistema de cooperación política en el que todos los miembros comparten los mismos principios y las mismas reglas. La Carta de las Naciones Unidas, firmada en San Francisco (Estados Unidos) por cincuenta y un estados, casi todos los que había en aquel momento, también consagró la igualdad soberana de todos sus miembros, la prohibición del uso de la fuerza y el recurso a medios pacíficos para resolver los conflictos, y la cooperación internacional. El número de estados de la ONU se ha incrementado de manera exponencial hasta llegar a los 193 miembros actuales. A pesar de las sucesivas ampliaciones, la estructura de órganos y de toma de decisiones permanece inalterada en la actualidad.
La estructura organizativa combina dos tipos de órganos, los autónomos y los no autónomos. Los tres órganos autónomos son la Asamblea General, el Consejo de Seguridad y el Tribunal Internacional de Justicia.
La Asamblea General tiene carácter universal, está basada en el principio de igualdad de todos los miembros, y tiene funciones consultivas y de recomendación. Las decisiones importantes, las relacionadas con la paz y la seguridad, la admisión de nuevos miembros y el presupuesto se adoptan por una mayoría de dos tercios. El resto de las decisiones se aprueba por mayoría simple.
El Consejo de Seguridad es un órgano de carácter restringido del cual forman parte las cinco grandes potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial (Estados Unidos, Unión Soviética, China, Francia y Reino Unido) y que intentaba plasmar el reparto de poder mundial en aquel contexto histórico.
Es un órgano permanente que tiene como principal misión los temas relacionados con el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales. Se compone de quince miembros, los cinco permanentes y diez más que son elegidos a propuesta de la Asamblea General por mandato de dos años. La gran particularidad de este órgano es que sus decisiones, además de ser obligatorias para los miembros de la ONU, tienen reglas específicas.
Las decisiones sobre cuestiones de procedimiento se aprueban por nueve votos a favor, sean quienes sean los miembros que votan a favor o en contra; no obstante, las cuestiones de fondo, las que incumben a la paz y la seguridad internacionales, necesitan la aprobación de nueve miembros y que ninguno de los miembros permanentes vote en contra. Este mecanismo es lo que se conoce como derecho de veto de los miembros permanentes y ha sido utilizado ampliamente por las grandes potencias, especialmente a lo largo de la Guerra Fría.

El derecho de veto

Las razones del abusivo ejercicio del poder de veto en el Consejo de Seguridad se deben a la lógica de la Guerra Fría, que paralizó el trabajo de este órgano y de buena parte de la organización durante varias décadas. De hecho, no solamente el Consejo de Seguridad no cumplió sus objetivos fundacionales, sino que otros temas relacionados con la seguridad, como el control de la energía atómica o la no proliferación nuclear, quedaron bloqueados por los intereses y la práctica política de las grandes potencias. Así, las provisiones del capítulo VII de la Carta (utilizar la fuerza para restaurar la paz y seguridad internacionales y crear una fuerza militar propia) nunca se introdujeron debido a los desacuerdos entre los grandes.
El pobre papel que tuvo la ONU durante la Guerra Fría en temas concernientes a la paz y la seguridad internacionales provocó que la iniciativa en estos temas quedara en manos del Secretariado Internacional y la Asamblea General, órganos que a partir de 1960 empezaron a crear misiones de mantenimiento de la paz a las que se incorporó posteriormente el Consejo de Seguridad. Estas misiones, lejos de los propósitos iniciales coercitivos, se limitarían a tareas orientadas a reducir las tensiones e impedir (no siempre con éxito) la reanudación de la violencia, con el consentimiento previo de las partes afectadas. Habría que esperar todavía unas cuantas décadas, hasta el final de la Guerra Fría, para que las misiones de paz de las Naciones Unidas cobraran nuevas dimensiones.
El tercer órgano autónomo es el Tribunal Internacional de Justicia, cuyo estatuto forma parte de la Carta Fundacional de las Naciones Unidas. Está integrado por quince jueces elegidos conjuntamente por la Asamblea General y el Consejo de Seguridad por periodos de nueve años. Su función principal es dirimir controversias entre los países, basándose en su participación voluntaria: si un estado acepta participar en él, está obligado a acatar la decisión que formule la Corte Internacional. El tribunal tiene competencias sobre los temas a los que los someten las partes y en controversias jurídicas entre estados que hayan reconocido la jurisdicción del tribunal. También puede elaborar dictámenes (opiniones consultivas) a petición de otros órganos de la organización.
Además de los órganos mencionados, la organización de las Naciones Unidas dispone de otros tres órganos no autónomos que dependen de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad. El Consejo Económico y Social, bajo la autoridad de la Asamblea General, coordina la tarea económica y social de las Naciones Unidas y del sistema de Naciones Unidas y sus organismos especializados. Está integrado por 54 miembros elegidos por la Asamblea General por periodos de tres años. El Consejo de Administración Fiduciaria fue creado, en su origen, cuando todavía había territorios no autónomos, para supervisar una serie de territorios administrados por siete países miembros y garantizar su acceso a la independencia o la autonomía. En 1994 ya había completado su tarea y en la actualidad ha modificado su reglamento y ha pasado a estar compuesto por solo los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad. El secretario general es el responsable de la administración de las Naciones Unidas. Además de estas funciones, ya de por sí complejas, el secretario general cumple funciones diplomáticas y políticas importantes, como la de mediación o advertencia al Consejo de Seguridad de un problema que afecte a la paz y la seguridad internacionales. Es también el responsable de preparar el presupuesto y es depositario de los tratados internacionales suscritos en el marco de la organización.
Aparte de los seis órganos reseñados, el sistema de las Naciones Unidas está integrado por otras quince organizaciones independientes vinculadas a la ONU mediante acuerdos de cooperación.Todas estas organizaciones son órganos autónomos formados por acuerdos intergubernamentales, funcionan con sus propios órganos rectores y disponen de su propio presupuesto.

2.1.3. Los actores transnacionales

Los actores transnacionales van unidos al fenómeno de la transnacionalidad. Como ya se ha mencionado, Keohane y Nye explican el fenómeno de la transnacionalidad partiendo de la constatación de que las relaciones internacionales sobrepasan el marco estatal. No solo ha habido un aumento de la interdependencia, dado que las interacciones en la sociedad internacional no parten únicamente de los gobiernos, sino también de los actores no gubernamentales. Los actores transnacionales no son estados, son organizaciones privadas o públicas no estatales, son movimientos o grupos de presión. Se pueden establecer tipologías diversas según criterios como territorialidad, objetivos o funciones.
Entre los actores transnacionales hay dos tipos básicos muy diferenciados entre sí: las organizaciones internacionales no gubernamentales, que surgen a iniciativa privada y que tienen como objetivo genérico la solidaridad internacional y tienen distinta implantación, y las corporaciones multinacionales.
Todos estos actores tienen en común un conjunto de características: organizan actividades que incluyen a varios países; sus objetivos no están relacionados con un territorio determinado, y las partes que los componen son esencialmente no políticas en el sentido de política gubernamental.
Las organizaciones no gubernamentales (ONG)
Como ocurre en el caso de las organizaciones internacionales gubernamentales, las primeras organizaciones no gubernamentales surgen en el siglo XIX, a iniciativa privada y orientadas a una amplia variedad de temas que van del humanitario al científico.
El fenómeno de las organizaciones no gubernamentales es un fenómeno amplio, que incluye asociaciones de productores y consumidores, grupos religiosos, organizaciones profesionales, sociedades médicas y legales, sindicatos...
Se puede definir la organización no gubernamental como el movimiento constituido de manera duradera por particulares pertenecientes a diferentes países para la consecución de objetivos no lucrativos. Por tanto, las organizaciones internacionales no gubernamentales están definidas por dos criterios centrales: la integración internacional no lucrativa y la participación voluntaria.
Las primeras ONG aparecen vinculadas a movimientos confesionales, como la Sociedad Británica Antiesclavista de 1823, el Congreso de Pacifistas de 1848 o la Cruz Roja Internacional de 1864. Muchas de estas organizaciones están vinculadas al sistema de las Naciones Unidas, como Amnistía Internacional, creada en 1961; la Cruz Roja, creada en 1863; la Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales, creada en 1949; la Confederación Mundial del Trabajo, creada en 1920, la Unión Interparlamentaria, creada en 1889, la Federación Mundial de Ciudades Unidas, creada en 1957, o la Cámara Internacional de Comercio, creada en 1920. También hay organizaciones internacionales mixtas, con doble representación, gubernamental y no gubernamental, como la Unión Internacional de Telecomunicaciones.
Mención aparte merecen las organizaciones no gubernamentales de cooperación para el desarrollo. Su origen se remonta a las colectas para recaudar donaciones para el Tercer Mundo, motivadas por el interés de sectores de opinión pública de los países europeos de concienciar sobre la responsabilidad histórica en el desarrollo de los países pobres. Las ONG de desarrollo permiten la coparticipación con organizaciones de los países no desarrollados partiendo de la necesidad mutua; realizan cooperación de urgencia y cooperación partiendo de programas y proyectos a medio y largo plazo. Las ventajas de las acciones de estas ONG se basan en la relación que se establece, que no es de gobierno a gobierno, sino de pueblo a pueblo; igualmente, permiten la recepción de ayuda allá donde no hay programas de la gubernamental Ayuda Oficial al Desarrollo.
La clasificación de ONG para el desarrollo es muy amplia: ONG que trabajan por programas y proyectos, facilitando materiales, financiación y ayuda técnica; especializadas en la educación, cuya tarea central es la sensibilización de la opinión pública; especializadas en el voluntariado hacia los países no desarrollados; y ONG que se centran en el estudio de los temas vinculados a la cooperación y al desarrollo.
Las corporaciones transnacionales
Las corporaciones transnacionales son un fenómeno histórico y muchas veces han estado vinculadas al fenómeno de la colonización, como el caso de una de las más antiguas de las que se tiene referencia, la británica Compañía de las Indias. Las empresas de las potencias coloniales europeas y estadounidenses se fueron implantando en muchos territorios con el objetivo de controlar el acceso a las materias primas y dar salida a sus excedentes de producción. Desde entonces, las corporaciones multinacionales han diversificado sus actividades, obedeciendo a los cambios del sistema económico que crean un mercado cada vez más unificado e impulsando la concentración de empresas. Las corporaciones multinacionales tienen rasgos distintivos específicos, dado que no tienen personalidad jurídica internacional y solo están sometidas al derecho nacional, determinado por el lugar de su sede. Esto significa que buena parte de sus actividades escapan a la regulación y al control nacional.
El papel de las corporaciones multinacionales en las relaciones internacionales es muy importante: dividen el trabajo a escala mundial, mediante la creación de monopolios y oligopolios, y penetran en las fronteras nacionales, influyendo o incluso generando perturbaciones en diferentes niveles dentro y fuera de los estados, en el mercado del empleo, en el nivel de vida de las poblaciones, en los flujos de capitales, en la cotización de las monedas y en los equilibrios de las balanzas de pagos.
Algunas corporaciones multinacionales son más poderosas que algunos estados y, en casos extremos, pueden llegar a suplantarlos. Sin embargo, también se las puede considerar como actores al servicio de los gobiernos, o, cuando menos, actores que comparten determinados intereses con algunos estados.
El poder de estos actores no es solamente económico, sino también político. En el plano económico, la empresa transnacional es un sistema de producción o prestación de servicios que está integrado por unidades localizadas en diferentes países, pero que responde a una estrategia centralmente planificada en la sede y dispone de la propiedad de todo o de parte del capital de las empresas subsidiarias. Además, las corporaciones multinacionales, por vía de las empresas subsidiarias, realizan inversión extranjera directa en los países en los que se implantan, fuera del estado donde está su sede.
Uno de los impactos positivamente valorado que tienen las corporaciones multinacionales se da a partir del proceso de inversión que realizan, dado que contribuyen al crecimiento y a la ocupación en los países donde se implantan. Sin embargo, a menudo incurren en prácticas de dumping (vender por debajo de los precios de mercado) para hacer desaparecer a la competencia local, con la subsiguiente pérdida de ocupación y el debilitamiento del tejido económico. Otro de los impactos, esta vez a escala mundial, protagonizado por las corporaciones multinacionales se debe a la creciente deslocalización y movilidad de las empresas, una situación que genera una pérdida del poder del estado para regular la actividad económica y evitar el dumping social y la desnacionalización de los sistemas jurídico-laborales.
En el plano político, las corporaciones multinacionales no deben considerarse como gobiernos a la sombra, dado que operan en marcos competitivos y no tienen lealtades permanentes, más allá del aspecto económico. Aun así, influyen en el aspecto político, ya que son grupos de presión sobre los gobiernos para que las decisiones que estos adopten se acerquen a sus objetivos.

2.1.4. Otros actores internacionales

Bajo el epígrafe de otros actores internacionales se encuentran una pluralidad de actores muy heterogénea. Su influencia en los asuntos internacionales no puede ser generalizada, sino que debe analizarse caso por caso.
Mansbach, desde el transnacionalismo, elaboró una clasificación de actores en la que, además de los ya mencionados (estados, organizaciones internacionales intergubernamentales y actores transnacionales), se incluían los actores gubernamentales no centrales (entendiéndose como tales los gobiernos locales y las regiones), los actores intraestatales no gubernamentales (partidos políticos, asociaciones, grupos de presión) y los individuos.
El papel de los actores gubernamentales no centrales (también denominados actores subestatales) en las relaciones internacionales no es un fenómeno que aparezca en la época del transnacionalismo, puesto que varias décadas atrás Québec (Canadá) o los cantones helvéticos tenían cierta presencia internacional. Sin embargo, la gran dimensión y la multiplicación de este tipo de actor han crecido y se han extendido en la contemporaneidad especialmente en el ámbito europeo y, a menor escala, en otras regiones. Sus acciones se relacionan con la acción exterior, cada vez menos patrimonializada por el estado, y constituyen ejemplos de diplomacia no central, proyección exterior y cooperación al desarrollo. Adicionalmente, en función de cuáles sean los marcos de competencias y procesos de descentralización de los estados (modelos federal o autonómico), los actores subestatales también pueden participar en acuerdos exteriores y en asociaciones y redes internacionales.
Los actores intraestatales no gubernamentales son grupos ubicados dentro de un estado y mantienen relaciones con otros actores autónomos diferentes de su gobierno. Aquí se puede incluir una amplia variedad de actores: las organizaciones de carácter religioso, organizaciones internacionales de partidos y sindicatos, asociaciones empresariales o financieras u organizaciones deportivas. Todos estos grupos inciden en la acción gubernamental y en la opinión pública nacional e internacional.
El papel de los individuos como tales no es importante para las relaciones internacionales, pero hay algunas excepciones notables, derivadas de la actuación de un individuo concreto, un líder, que es capaz de trascender las fronteras nacionales y ejercer influencia internacional, como ilustran los casos del indio Gandhi, el estadounidense Martin Luther King o el africano Nelson Mandela.

2.2. La estructura del sistema internacional

En este apartado se aborda el tema de la estructura del sistema internacional a partir de los conceptos de potencia y de jerarquía, y se desarrollan los principales modelos de sistemas internacionales, que han constituido modelos operativos para el análisis de la realidad internacional o de ámbitos menores, como los subsistemas regionales.
La pregunta fundamental que plantea el tema de las interacciones entre los actores, esencialmente los estados, es cómo se relacionan entre sí. El ejercicio de la influencia, que puede ser recíproca o unilateral, es una de las primeras respuestas para introducir el tema. A partir de esta afirmación, podemos establecer diferentes tipos de relaciones según el poder relativo de los actores. Las relaciones pueden ser paritarias, entre estados con poderes equilibrados, o desiguales y desequilibradas. Sean o no paritarias, las relaciones también pueden ser de cooperación o relaciones conflictivas.
Las relaciones cooperativas no están exentas del ejercicio de la influencia, como es evidente en el caso de Alemania, Francia o el Reino Unido respecto a la Unión Europea. Incluso se puede llegar a situaciones de dependencia que pueden conducir a la satelización (como sucedía con la Unión Soviética en relación con los países del antiguo bloque del Este) o a la subordinación (como es el caso de Estados Unidos y varios países de América Central y del Sur). Pero donde más se materializa la influencia es en las relaciones conflictuales, que se pueden concretar en situaciones de injerencia, y de disuasión y coerción.
Todos estos tipos de interacciones vienen determinados por el poder relativo de los actores en el plano internacional, que los ubica en determinadas posiciones de poder en el sistema.

2.2.1. Las potencias

Una potencia es una unidad política situada por encima de las otras que dispone de cierta capacidad para imponer sus intereses y su voluntad, o influir en las otras en un ámbito concreto o en varios ámbitos. El sistema internacional es un sistema jerárquico en el que se desarrollan superposiciones entre los actores, de modo que una potencia en un ámbito se puede ver sometida, a su vez, a otra potencia superior. La jerarquía se establece en función de determinados criterios, relacionados con las capacidades tangibles e intangibles de las unidades políticas, normalmente estados, tanto en el plano interno como en su relación con los otros. Un estado es potencia cuando tiene más capacidades tangibles, cuantificables, como las ya mencionadas de población, territorio, recursos, poder económico o recursos militares, pero también cuando concentra más recursos intangibles, que pueden ir desde la autoridad moral hasta la supremacía técnica o cultural, la cohesión nacional, la eficacia administrativa, la influencia sobre la diplomacia internacional o la presencia e influencia sobre los organismos internacionales.
Vale la pena destacar que el carisma de los líderes de la potencia, su creencia en valores sólidos, o incluso la ubicación en determinado estado de lugares de alto valor simbólico pueden generar respeto e influencia y, en consecuencia, poder. Lo mismo se puede decir sobre la aceptación y el reconocimiento por parte de otros estados u otras sociedades de los valores políticos o culturales que propugna. Por tanto, la potencia es aquella unidad reconocida como tal desde el punto de vista de sus poderes materiales y también desde el prisma del reconocimiento de su capacidad y legitimidad para ejercer influencia por parte de los componentes de su área de influencia. Por ejemplo, el Estado Ciudad del Vaticano no se puede considerar una potencia en los ámbitos económico o militar, puesto que carece de capacidades amplias, pero en cambio, lo podemos considerar una potencia en el ámbito político-ideológico, debido a la influencia que puede ejercer sobre la opinión pública y sobre los estados en asuntos que incumben a la religión, los valores y la moral.
En general, la clasificación de potencias incluye, de menor a mayor, las pequeñas potencias, potencias medianas, potencias regionales, grandes potencias y superpotencias. La línea divisoria entre estas potencias es difícil de precisar, dado que no existe una definición clara de lo que es cada una. Además, estas categorías se pueden superponer, según la función ejercida por la potencia.
Lo que interesa más para las relaciones internacionales es evidenciar qué actores tienen capacidad real para ejercer influencia a escala global, es decir, en las reglas de funcionamiento del sistema internacional. Nos estamos refiriendo a las superpotencias y a las grandes potencias, los estados más importantes que tienen una gran acumulación de recursos y poder. Durante la Guerra Fría, dos estados, Estados Unidos y la Unión Soviética, eran calificados como superpotencias debido a su gran poder militar, especialmente el relacionado con su capacidad destructiva debido a la posesión de grandes arsenales nucleares.
Después de la desaparición de la Unión Soviética, Estados Unidos se convirtió en una potencia hegemónica, una categoría nueva en el estudio de las relaciones internacionales. Una potencia hegemónica, o hegemon, es un actor (estado) con capacidad para imponer sus normas en el sistema internacional prescindiendo de la aquiescencia de otros actores. La potencia hegemónica puede obviar influencias y presiones, y dispone de los recursos políticos, económicos y militares que necesita para actuar en la arena internacional o sabe cómo conseguirlos. El hegemon, por tanto, es autosuficiente en sus capacidades y no depende de otros.
Por debajo de las superpotencias o del hegemon se sitúan las potencias que son consideradas grandes potencias, con capacidad relativa de influir en los asuntos internacionales. Aparte de Estados Unidos, el resto de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (Francia, Reino Unido, la República Popular de China y la Federación Rusa) son grandes potencias con capacidad para ejercer influencia. También lo son Japón y Alemania, especialmente por su poder económico. Este conjunto de países, con la excepción de la República Popular de China, más Italia y Canadá, forman el G8, un grupo de presión internacional en el terreno político y económico, que agrupa a las que se consideran grandes potencias en la actualidad.
Aunque hablamos de pluralidad de actores en el sistema internacional y definimos el concepto de potencia partiendo del término unidad política, lo cierto es que aparte de los estados es complejo precisar qué otros actores, como por ejemplo las organizaciones internacionales, se pueden considerar grandes potencias. Aunque todas las organizaciones internacionales consagran el principio de igualdad jurídica de sus miembros y la sumisión de todos al derecho internacional, la desigualdad política real exige la introducción de criterios cualitativos para estudiarlas, como por ejemplo la presencia de grandes potencias o potencias en su seno.
Las Naciones Unidas es una organización que se acerca a las características de gran potencia, pues dispone de capacidad jurídica para imponer sus decisiones sobre los estados, por la acción del Consejo de Seguridad. Sin embargo, dado que el Consejo está formado por estados, algunos de ellos de carácter permanente que, además, son grandes potencias, es osado considerar la ONU como una gran potencia, ya que solo lo sería por la voluntad de las potencias que la componen. Lo mismo ocurre con los casos del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, en los que los estados miembros participan en la toma de decisiones en función de las cuotas que aportan a la organización, decididas a su vez por su capacidad económica.
Otro caso diferente es el de la Unión Europea, que se puede considerar una potencia cuando actúa como actor colectivo en ámbitos muy específicos. Sin embargo, si bien es cierto que el peso económico de la Unión Europea es similar al de Estados Unidos, no tiene cohesión ni capacidad militar para ejercer plenamente el papel de gran potencia.
El concepto de potencia está íntimamente ligado al realismo político, puesto que de entre todas las capacidades que se integran en el concepto, la más excelente para el realismo y su preocupación por el tema de la seguridad es el poder militar. Precisamente, la capacidad militar es un criterio ampliamente utilizado para categorizar las unidades políticas, determinar cuáles son potencias y establecer jerarquías en el sistema internacional.
La potencia militar, en la lógica realista, es el mejor indicador para medir el ejercicio de la influencia. Se considera que es la mejor explicación para imponer la voluntad de un estado sobre otros, por vía de la amenaza directa o del ejercicio de la disuasión, ya que disponer de capacidades militares asegura, en el realismo, poder evitar la agresión.
El poder militar es tan importante que durante la Guerra Fría la consideración de potencia se asoció íntimamente a la posesión de capacidades militares. Es más, la consideración de gran potencia se ha vinculado desde entonces a la posesión de armas nucleares, como es el caso de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad.
La combinación entre las dos ideas (las capacidades militares para influir y disuadir, y la asunción de que si un estado dispone de grandes capacidades se puede acercar a la condición de potencia) explica, entre otras razones, por qué muchos estados que no disponen de suficientes capacidades para satisfacer las necesidades básicas de sus ciudadanos utilizan buena parte de sus recursos en erigir una gran capacidad militar. Sin embargo, el poder militar, por sí solo, si no va acompañado de otras capacidades, se puede convertir en una grave hipoteca para el propio estado, para su economía y su sociedad. Evitar el riesgo de sobrevaloración de las capacidades militares tampoco tiene que conducir a una sobrestimación de otras capacidades para discernir qué estados pueden ser considerados potencia. La posesión de grandes recursos naturales por sí sola, sin disponer de un peso en los mercados internacionales donde se fijan los precios de los productos, no beneficia, a priori, a un estado a la hora de ser considerado como gran potencia.
Las dudas generadas por la utilización abusiva de las capacidades militares como mayor determinante de la consideración de un estado como potencia y por el aumento del peso específico de otras capacidades, como las económicas, han motivado que autores como Susan Strange definan el concepto de potencia partiendo de la idea de poder estructural, según la cual un estado sería potencia cuando tiene la habilidad para determinar las reglas del juego en la política internacional y dispone de los recursos necesarios para defenderlas.
Es evidente que el hard power, o poder duro, que designa el ejercicio del poder económico, político o militar por medio de una presión directa y la imposición, es uno de los ingredientes del concepto de potencia. Pero también lo es el concepto de soft power, divulgado por Joseph Nye, que podemos asociar a la idea de poder estructural. El soft power, o poder suave, significa la utilización de medios menos perceptibles y más difícilmente cuantificables que las capacidades tangibles derivadas del militar (como el control de los precios internacionales de los productos estratégicos, las operaciones financieras, la extensión de valores políticos o religiosos) para ejercer influencia.

2.2.2. Poder y polaridad

El sistema internacional contemporáneo es un sistema planetario. En el pasado, los sistemas eran más reducidos, de modo que algunos actores podían operar al margen del sistema. La pertenencia al sistema dependía de la distancia física y de la distancia moral, entendiendo que la participación de un actor guardaba relación con su capacidad de proyectarse, en un sentido geográfico, y con su capacidad de comunicarse con el resto de los actores.
El sistema internacional está conformado por un conjunto de actores que mantienen relaciones regulares, en una estructura, y que tienen normas (reglas) de comportamiento. Los actores centrales del sistema internacional son esencialmente los que son tenidos en cuenta por los responsables de los principales estados, es decir, las potencias. Si se afirma que los miembros del sistema son esencialmente los que son tenidos en cuenta, podemos afirmar igualmente que la estructura del sistema internacional no es una estructura jurídica, sino una estructura de poder oligopolística, en la que los actores principales determinan cómo funciona el sistema.
Podemos distinguir varios tipos de sistema en función de las variables que utilizamos. Si lo que nos interesa es el análisis de las relaciones de fuerza, el sistema internacional puede ser multipolar, bipolar o unipolar. El sistema multipolar es un sistema policéntrico en el que hay un alto grado de rivalidad diplomática entre diferentes unidades de una misma clase, todas ellas grandes potencias o polos de poder. Para que el sistema sea estable, tiene que lograr un equilibrio, que se produce mediante la construcción de coaliciones y, si es necesario, inversiones en las alianzas. Es el sistema característico del equilibrio de poder europeo del siglo XIX. El sistema multipolar también se denomina desde la tradición realista sistema de equilibrio de poder, que se mantiene porque sus reglas benefician al conjunto: rechazo de la guerra como método para aumentar el poder, no eliminación de ningún actor del sistema y oposición a la emergencia de un actor predominante. Un sistema bipolar es el sistema en el que dos unidades sobrepasan a las otras, y las dos son superpotencias. El equilibrio solo es posible bajo dos condiciones: todos los estados forman parte de uno u otro bando, y no hay periferias, y el sistema es estable mediante los equilibrios militares. La única manera de evitar la preponderancia de uno de los bloques es la guerra. El sistema bipolar es el sistema internacional que caracterizó la etapa de la Guerra Fría. Podemos distinguir dos subtipos en el sistema bipolar. El sistema bipolar rígido, característico de los primeros años de la Guerra Fría, está integrado solo por estados, que pertenecen a cada uno de los bloques, liderados a su vez por un polo de potencia. Es un sistema de suma cero en el que la cooperación es imposible. El sistema bipolar flexible, cuya aplicación temporal se situaría a partir de la década de los sesenta del pasado siglo, es un sistema en el que además de los estados también hay organizaciones propias de cada bloque, como la OTAN y el Pacto de Varsovia; organizaciones internacionales universales, como las Naciones Unidas, y un cierto margen de acción para las potencias integradas en cada uno de los bloques. Todos estos actores desarrollarían un papel apaciguador de las tensiones.
Hay un amplio debate sobre si el sistema internacional contemporáneo de la posguerra fría es un sistema unipolar. El debate se plantea sobre la cuestión de si Estados Unidos es un poder que no tiene rival en el mundo actual. La unipolaridad es un tipo de distribución del poder internacional en el que hay claramente un solo poder dominante. Aunque es indudable que Estados Unidos dispone de un grande poder, especialmente el poder militar y la capacidad de proyección de fuerza, no determina todas y cada una de las reglas de funcionamiento del sistema. Es más acertado afirmar que el sistema internacional actual es un sistema que combina rasgos propios de la multipolaridad y otros característicos de la unipolaridad.
El segundo conjunto de variables que podemos utilizar se relaciona con las ideas y concepciones de vida de los actores. En este sentido, el sistema internacional puede ser homogéneo o heterogéneo:
 
1) En el sistema internacional homogéneo, los actores son del mismo tipo y todos tienen un mismo concepto de la política. Se considera que es un sistema altamente estable, ya que es previsible (por tradición) y modera y limita la violencia. Es un sistema característico del sistema europeo de estados.
2) A diferencia del homogéneo, el sistema internacional heterogéneo se organiza partiendo de principios múltiples que proclaman valores contradictorios. Es un sistema inestable, que entrecruza múltiples conflictos, dado que el enemigo es cualquier adversario político, y divide la sociedad transnacional.

2.3. Dinámicas del sistema internacional

Las diferentes teorías de relaciones internacionales tienen como punto en común la preocupación por la guerra y la paz; expresado de otro modo, interesa responder a la pregunta de por qué hay conflicto en el sistema internacional de manera paralela a modos de cooperación sólidos, y qué hace posible que en determinados contextos surjan experiencias de integración que sobrepasan las prácticas de cooperación habituales.
En este apartado se desarrollan las tres dinámicas centrales del sistema internacional. La dinámica de conflicto, poniendo un énfasis particular en la guerra; la dinámica de cooperación, subrayando los temas relacionados con la cooperación al desarrollo, y la dinámica de la integración, estudiando el caso paradigmático de la Unión Europea.

2.3.1. La dinámica de conflicto

Aunque una de las preguntas centrales de las relaciones internacionales haga referencia a la existencia de la guerra y una de sus asunciones básicas sea la centralidad del conflicto, ya se ha señalado que ningún debate disciplinario asume la profundización en esta temática, que ha quedado circunscrita a las derivaciones funcionalistas de la teoría de juegos y al campo, mucho más amplio y no convencional, de la investigación para la paz. En este apartado se presentan la noción y los tipos básicos de conflicto, y también la noción, los tipos y los resultados de la guerra de una manera sintética.
Noción y tipos de conflicto
Al preguntarse sobre las razones de la existencia de conflicto en el sistema internacional, Kenneth Waltz distingue tres imágenes diferentes, centradas, respectivamente, en los actores y en el sistema.
El conflicto, visto desde el realismo clásico, es consustancial a la condición humana, dado que el egoísmo del ser humano genera violencia contra sus semejantes; los estados, del mismo modo que las personas, tienden al conflicto por su ambición y su inseguridad. Por otro lado, el conflicto, visto desde la óptica kantiana, liberal y del idealismo político, se origina en la estructura interna de los estados, de manera que un buen gobierno, un gobierno democrático, no utilizaría la violencia contra sus ciudadanos; los estados democráticos y libres, igual que «el buen estado», tenderían a la cooperación y no recurrirían a la guerra. Finalmente, el conflicto, visto desde la perspectiva del sistema internacional, solo se explica por la situación de anarquía y la falta de orden.
Waltz critica las dos primeras imágenes porque considera que el realismo clásico reduce y deforma excesivamente la realidad y que el liberalismo no consigue explicar si el advenimiento de gobiernos democráticos hará posible una paz perpetua. Partidario de la tercera imagen, Waltz afirma que las guerras y los conflictos se producen porque no se hace nada para prevenirlos. Seguramente, habría que añadir, como afirma el realismo estructural, que los niveles de anarquía se han ido reduciendo en las últimas décadas y que hay procesos que tienden al orden internacional.
El conflicto denota una situación en la que un mínimo de dos estados o partes tienen intereses y demandas que chocan. Algunos casos comunes de conflicto son, por ejemplo, los contenciosos territoriales entre países respecto al trazado de las fronteras o al reparto de recursos naturales escasos (agua potable) o estratégicos (minerales, petróleo, gas), o bien las luchas étnicas o de minorías que afectan a grupos de población en algunos países o zonas.
El denominado triángulo del conflicto está formado por los actores que participan en él, sean o no estatales; sus interacciones, o proceso, partiendo de la base de que los conflictos no son inmutables y que su naturaleza, intensidad y alcance pueden y suelen experimentar cambios importantes; y la existencia de uno o varios problemas de fondo que explican su existencia.
Aunque se asocie la idea de conflicto a la de conflicto armado o guerra, afortunadamente la mayoría de los conflictos que se desarrollan en el sistema internacional no traspasan el umbral de la violencia. En general, los actores de un conflicto no tienden a imponer soluciones unilaterales, o, si lo hacen, intentan que los costes de su acción no superen los beneficios de manera agobiante. El sistema internacional contemporáneo dispone de hábitos de cooperación y de regímenes internacionales (por ejemplo, en control de armamento y con sus propios mecanismos para ejercer influencia y presión ante las transgresiones) que hacen improbable el estallido de un conflicto a escala global. Esto no significa, sin embargo, que las grandes potencias, dado que tienen intereses globales, no se impliquen directa o indirectamente como actores importantes en conflictos determinados.
Superada la época de conflicto bipolar que caracterizó la era de la Guerra Fría, en la actualidad se pueden diferenciar dos grandes tipos de conflicto: el conflicto regional y el conflicto intraestatal o interno, que afectan especialmente a las áreas geográficas vagamente integradas en los regímenes internacionales y ubicadas en las zonas más pobres y subdesarrolladas del mundo, y que pueden degenerar en conflicto armado.
Los conflictos regionales son los que se producen en contextos limitados geográfica, política o militarmente, y por lo tanto no tienen la dimensión global que caracterizó el enfrentamiento entre las superpotencias durante la Guerra Fría o la lucha contra el terrorismo en la actualidad. Lo más importante para explicar los conflictos regionales es un conjunto de variables que influyen en la percepción y conducta de los actores. Por un lado, a escala interestatal, el conflicto incluye variables como la existencia de disputas territoriales, rivalidades étnicas, búsquedas de hegemonía regional e intereses económicos divergentes, junto con un bajo grado de integración regional. Un conflicto regional se puede agravar por varias dinámicas que afecten a estas variables y que guardan una estrecha vinculación con los objetivos estatales tradicionales de seguridad económica, política y militar.
Por otro lado, a escala intraestatal, el nivel de desarrollo económico, la solidez de las instituciones jurídico-políticas y el grado de cohesión social interna son factores cuya interacción puede ofrecer como resultado una estructura estatal débil. Si esto es así, la tendencia hacia el conflicto aumenta, como fenómeno liberador de las tensiones internas.
La guerra
El estratega alemán del siglo XIX Karl Von Klausewitz define la guerra como un acto de violencia dirigido a forzar al adversario a someterse a nuestra voluntad, entendiendo que la violencia física constituye el medio, mientras que el objetivo es imponer nuestra voluntad. Podemos añadir que la violencia física, es decir, que la guerra sea sangrienta e implique destrucción de vidas humanas, es lo que hace que la guerra sea guerra, y no un conflicto o simple intercambio de amenazas.
Evidentemente, esta es una de las posibles definiciones de guerra, que la restringe al ejercicio de la violencia física. Entendido de una manera más amplia, muy utilizada en el estudio de las relaciones internacionales, el término guerra es sinónimo de conflicto y por ello calificamos como Guerra Fría el sistema bipolar posterior a 1945.
Hablar de guerra también implica cuantificarla. El debate sobre qué grado de violencia física se debe producir para que un enfrentamiento armado sea considerado guerra es un debate inacabado. La cuantificación de la violencia es una manera incompleta de medir la existencia de guerra, dado que no integra los efectos económicos y sociales que cualquier situación de guerra o conflicto armado supone, y en particular el fenómeno de los refugiados y desplazados.
Tradicionalmente, la guerra se entendía como un modo de violencia metódica y organizada en cuanto a los grupos que la protagonizan y la manera en que actúan. La guerra además sería limitada en el tiempo y en el espacio, y estaría sometida a reglas jurídicas particulares, según las épocas y los lugares. Desde esta aproximación, la guerra sería una condición legal que permite a dos o más grupos hostiles entablar un conflicto por medio de la fuerza armada.
No obstante, esta aproximación es difícilmente válida cuando es contrastada con la realidad del mundo contemporáneo. En primer lugar, la guerra contemporánea no es la guerra tradicional entablada entre estados y fuerzas armadas regulares, que hacen una declaración formal de guerra (una práctica hoy en desuso). La guerra contemporánea es esencialmente una guerra entablada en el interior de los estados, una guerra intraestatal, y protagonizada por otros actores, grupos que no son estado y que muchas veces no responden a la imagen de ejércitos convencionales ni obedecen a una autoridad centralizada. En segundo lugar, las guerras son de difícil delimitación espaciotemporal. Muchas incluyen territorios de varios estados, y fluyen y refluyen en periodos de tiempo prolongados. En tercer lugar, el derecho de guerra (o derecho humanitario en la terminología moderna), de inspiración grotiana, fue codificado en el siglo XIX y primera mitad del siglo XX con la intención de regular el trato dado a los heridos de guerra (Convención de Ginebra de 1864), las represalias contra los prisioneros de guerra (Segundo Convenio de Ginebra de 1929), la protección de las víctimas de guerra (Convenio de Ginebra de 1949) o el castigo de los crímenes de guerra (Convención de 1968). Aun así, las propias características de los actores implicados y el hecho de no ser sujetos de derecho internacional invalidan las limitaciones que el derecho de guerra desarrolló en tiempos pretéritos.
Hay dos tipos básicos de guerra: la guerra total y la guerra limitada. La guerra total es aquella en la que se pretende la destrucción total del adversario y de sus capacidades (incluyendo la población civil, la economía y las infraestructuras), se entabla con todos los medios al alcance y tiende a afectar a todo el sistema internacional. En el periodo de la Guerra Fría se aceptaba que la disuasión entre los bloques posibilitada por los grandes arsenales nucleares era el principal impedimento para que no se desencadenara una guerra a escala mundial, que podía desembocar en la destrucción del planeta. Aunque esta visión pueda parecer apocalíptica, el riesgo de guerra total existió.
La idea de guerra limitada responde a varios criterios, que pueden ser complementarios:
Los resultados de un conflicto armado tienen varias dimensiones. Por un lado, la dimensión militar, que ofrece varias posibilidades: la victoria de una de las partes, un impasse militar que posibilitará la continuación de la lucha en el futuro, y el compromiso. Cada una de estas posibilidades ofrece diferentes niveles de paz: la paz por conquista, la paz fría, que promete la reanudación de la violencia en un plazo incierto, y la paz con perspectivas de durabilidad, que corresponde al compromiso. La segunda dimensión es la política y está relacionada con la consecución de compromisos. Si bien muchas veces las partes implicadas en la violencia armada no son capaces por sí mismas de lograr acuerdos, y es necesaria una mediación internacional, el paso lógico, aunque no habitual, es el establecimiento de negociaciones de paz. Esto nos conduce a la tercera dimensión: la durabilidad de los resultados. Estos temas se desarrollarán más ampliamente más adelante, pero podemos avanzar que solo los resultados generados por negociaciones y acuerdos de paz tienen garantías de pervivir en el tiempo, y por tanto los podemos considerar resultados constructivos. Los resultados que responden a una victoria militar son intrínsecamente unilaterales y destructivos, y su perdurabilidad en el tiempo es sumamente frágil.

2.3.2. La dinámica de la cooperación

El incremento de la cooperación internacional en todas sus formas ha logrado dimensiones impredecibles por los teóricos de las relaciones internacionales de hace unas cuantas décadas. Esta constatación, de hecho, fue una de las bases del planteamiento teórico transnacionalista. En la actualidad, se ha intensificado la cooperación en todos los ámbitos, que van desde la cooperación político-diplomática (cooperación militar, pactos y alianzas) hasta la cooperación económica y comercial o la cooperación científico-técnica, de manera que el estudio del sistema internacional debe integrar necesariamente estas dinámicas.
Noción, ámbitos y formas de cooperación
La cooperación requiere la participación de una cierta pluralidad de actores que necesitan una cierta regla de conducta, por lo que no es la simple suma de acciones unilaterales.
La cooperación internacional se puede entender, por tanto, como una acción coordinada entre uno o varios estados con el objetivo de lograr determinados intereses en ámbitos muy variados. La cooperación internacional no es exclusiva de las relaciones entre estados, dado que se puede dar entre cualquier tipo de actores; sin embargo, solo la cooperación entre estados, como sujetos de derecho internacional, está regulada por este.
Hay dos tipos básicos de cooperación. El primero se relaciona con los actores que participan en ella y el segundo se vincula con la formalización de las relaciones que se desarrollan. Por un lado, la cooperación, en general, ha sido una práctica desarrollada habitualmente por un tipo de actor internacional, el estado. Desde este prisma, podemos diferenciar entre cooperación bilateral, que es la que se da entre dos estados en uno o más campos de actividad, y cooperación multilateral, que es la actividad institucionalizada que se lleva a cabo en organismos internacionales, generalmente de carácter permanente.
Sin embargo, a este diseño básico se debe añadir un fenómeno relativamente reciente: a medida que se han multiplicado los procesos de descentralización en el interior de los países, otros actores subestatales se han añadido a la cooperación tradicional protagonizada por los gobiernos centrales; hoy en día las regiones o los municipios son actores cada vez más importantes en la puesta en práctica de acciones cooperativas.
Por otro lado, la cooperación internacional puede estar formalizada o no estarlo. El caso más común es el de la cooperación formalizada en organizaciones internacionales gubernamentales, que dispone de instrumentos jurídicos propios –una carta o tratado fundacional– y unas normas de cumplimiento obligado para todos los participantes. Aun así, también existe el fenómeno, menor en cantidad pero tan importante como el ya señalado, de cooperación no formalizada, en la que los actores no están jurídicamente obligados a unas reglas y normas, sino que depende de la voluntad política de los participantes. Organismos internacionales como el G8, el Cuarteto Internacional para el Proceso de Paz en Oriente Medio o cumbres internacionales de altos responsables políticos de diferentes estados responden a esta categoría.
A pesar de que pueda parecer de menor entidad que la formalizada, este tipo de cooperación, practicada al margen de las organizaciones internacionales, se ha convertido en pieza fundamental de las relaciones internacionales contemporáneas, como foro de debate y decisión de grandes temas internacionales.
La cooperación multilateral adquiere carta de naturaleza a partir de la creación de la Sociedad de Naciones del periodo de entreguerras. Pero es después de la Segunda Guerra Mundial, con la creación de la Organización de las Naciones Unidas, cuando la cooperación internacional adquiere mayores dimensiones debido a la proliferación del número de estados del sistema internacional, a la creciente complejidad de sus interacciones y a la multiplicación de las organizaciones internacionales.
La cooperación para el desarrollo
La cooperación para el desarrollo es una de las actividades de cooperación internacional que se orienta al desarrollo de los países que no disponen de los recursos necesarios para satisfacer las necesidades fundamentales de su población.
La cooperación para el desarrollo se puede definir como el conjunto de recursos que los países desarrollados ponen a disposición de los países en desarrollo o subdesarrollados para colaborar en su progreso económico y social, dando por sentado que se trata de una transferencia de recursos del norte hacia el sur.
En la cooperación al desarrollo también se puede distinguir entre cooperación bilateral y cooperación multilateral. La cooperación bilateral es una parte de la acción exterior de los estados, y por tanto guarda relación con la política exterior. La cooperación bilateral es la realizada por cada país individualmente, mediante la negociación de gobierno a gobierno, aunque en su ejecución puedan intervenir otros actores no gubernamentales. Además, la cooperación bilateral implica el establecimiento de relaciones económicas, en las que se deben combinar el interés del donante, en el sentido de beneficio económico a corto plazo, y el de los objetivos mucho más a largo plazo del desarrollo. Por su parte, la cooperación multilateral consiste en aportaciones financieras de los estados a organizaciones internacionales intergubernamentales para que estas elaboren programas o proyectos de cooperación.
La cooperación al desarrollo se realiza mediante la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD), que proviene de fondos públicos. Se pueden diferenciar dos grandes tipos de AOD: la ayuda reembolsable, formada por préstamos, capital de riesgo y conversión de deuda en inversión; y la ayuda no reembolsable, en la que se incluyen la cooperación técnica, financiera, cultural, descentralizada, las subvenciones a las ONG y la ayuda humanitaria.
Las políticas de cooperación se inician después de la Segunda Guerra Mundial. El primer ejemplo de concertación lo encontramos en la creación de la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE). La OECE nace esencialmente para administrar los recursos financieros estadounidenses destinados a la reconstrucción de Europa, conocidos como Plan Marshall. En 1961, la OECE se convirtió en OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), y pasó a incluir a todos los países industrializados del bloque occidental, modificando sus objetivos de desarrollo regional europeo por objetivos más globales. En esta nueva orientación, creó el Comité de Ayuda al Desarrollo (CAD), formado por los países donantes e instancia de referencia central en cuanto a la cooperación para el desarrollo.
No obstante, la concertación de estrategias para el desarrollo surgió primero en la Organización de las Naciones Unidas, después de la decisión de 1960 de la Asamblea General de elaborar un programa de desarrollo. En las iniciativas del Banco Mundial denominadas «consorcios» participan, por un lado, el PNUD y el Fondo Monetario Internacional, y por otro, el CAD de la OCDE y los bancos regionales de desarrollo.
La cooperación al desarrollo ha pasado por diferentes etapas. La primera, los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, estaba marcada por el contexto general de Guerra Fría, por lo que la cooperación al desarrollo quedaba muy circunscrita a las áreas de interés para cada uno de los bloques político-militares. De este modo, la competencia entre las superpotencias se amplió a los países en vías de desarrollo. A Estados Unidos y la Unión Soviética pronto se sumaron Francia y el Reino Unido, por el interés de mantener lazos con sus antiguas colonias, y poco después Japón, Alemania y la Comunidad Económica Europea. En esta etapa, la cooperación se caracteriza esencialmente por ser ayuda técnica y financiera, con el objetivo de fomentar la industrialización y financiar proyectos de infraestructuras.
A finales de los años sesenta, debido a la inoperancia del sistema, el modelo de cooperación para el desarrollo se modificó y fue sustituido por los objetivos de reducción de la pobreza y mejora de la distribución de la renta, y se orientaron hacia el desarrollo rural y la cobertura de necesidades básicas de alimentación, salud o educación. En esta fase, el apogeo del Movimiento de los No Alineados propició importantes incrementos de las cantidades destinadas a la cooperación. La afluencia de capitales públicos y privados a los países no desarrollados en forma de créditos supuso un aumento de las importaciones en estos países de productos provenientes del norte industrializado (en fase de recesión económica), pero generó un endeudamiento generalizado y la creación del problema de la deuda externa.
En los años ochenta, el Fondo Monetario Internacional creó los programas de ajuste económico, forzando que la Ayuda Oficial al Desarrollo quedara supeditada a la adopción por parte de los países del sur de políticas económicas de estabilización. De este modo, la cooperación al desarrollo contribuyó a la implantación de las políticas liberales emanadas de las instituciones financieras internacionales y del denominado «Consenso de Washington». A finales de la década de los ochenta, y visto el impacto negativo que estas políticas tenían en los países, los programas de cooperación se complementaron con políticas compensatorias para paliar los costes sociales de los ajustes estructurales.
El final de la Guerra Fría hizo decaer el valor político de la cooperación internacional en un contexto de debilitamiento de la organización de la periferia del sistema internacional, y se acentuó el fenómeno de la vinculación entre la cooperación al desarrollo y el cumplimiento de determinados objetivos económicos y políticos de interés para el donante.

2.3.3. La dinámica de la integración

Además de la tensión entre la cooperación y el conflicto, es indudable que en el sistema internacional contemporáneo se desarrollan tendencias que no solamente superan la idea de anarquía internacional, sino que desarrollan formas de cooperación más profundas. Es el caso de las dinámicas de integración, de las cuales hay pocos ejemplos. El caso más paradigmático es el de la Unión Europea, como modelo de integración que puede orientar estos procesos en el futuro.
Noción de integración. Procesos y etapas de la integración
Los procesos de integración son un fenómeno relativamente nuevo, que se desarrolla en las últimas décadas del siglo XX. Las ilustraciones más importantes de estos procesos son la Unión Europea y, de carácter menor, los fenómenos de la Asociación de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés) o el Mercado Común de América del Sur (MERCOSUR).
Los procesos de integración surgen de una idea funcionalista, consistente en la creencia de que un estado no puede por sí mismo satisfacer determinadas necesidades de seguridad y bienestar de sus ciudadanos, sino que solo lo puede hacer cooperando con otros y creando organizaciones internacionales que asuman la gestión de determinados sectores (agricultura, energía...).
La idea se basa en el enfoque desarrollado por el funcionalista David Miltrany en el periodo de entreguerras. Por ello, los procesos de integración se asocian a las teorías funcionalistas de las relaciones internacionales. Estas sostienen que las nuevas organizaciones creadas, además de satisfacer los intereses nacionales de los estados, generarían intereses en común.
Un proceso de integración es un proceso de convergencia voluntaria, gradual y progresiva entre dos o más estados sobre un plan de acción común en aspectos que van de lo económico a lo cultural o político. El proceso de integración implica compartir una parte de la soberanía estatal con la de otros órganos superiores, los de la organización internacional que se genera, y donde el elemento fundamental es la existencia de una comunidad con valores e intereses compartidos, consecuencia a su vez de la interacción entre las diferentes unidades.
El neofuncionalismo modificó algunos supuestos del funcionalismo. Fue desarrollado desde la ciencia política estadounidense en los años cincuenta y sesenta a partir de la observación y el análisis de la experiencia europea, donde ya se habían creado las comunidades europeas. Su objetivo era elaborar un método prescriptivo sobre cómo crear una entidad territorial formada por estados y con una autoridad centralizada. Ernst Haas, el principal autor neofuncionalista, sostenía que un proceso de integración implicaba la transferencia de lealtades hacia la nueva organización, que podía tener jurisdicción sobre los estados que la componían. El proceso de integración significaría, pues, la creación de una nueva comunidad política por encima de las existentes hasta el momento. De este modo, el neofuncionalismo, a diferencia del funcionalismo, proponía la transferencia de soberanía a las instituciones de la nueva organización internacional, que dispondrían así de poder supranacional.
Las características básicas de los procesos de integración son las siguientes:
La integración empieza por los aspectos económicos y se va ampliando a otras áreas. Se suele iniciar en una etapa en la que los estados crean una zona de preferencia arancelaria, entendida como el compromiso mutuo de tratar preferencialmente sus respectivas producciones de un bien determinado, es decir, rebajas arancelarias respecto a las aplicadas a un tercer estado. La segunda etapa suele ser la creación de un área de libre comercio, en la que los estados que participan en el proceso de integración acuerdan suprimir las tarifas arancelarias y otras barreras comerciales entre sí, aunque conservando cada uno de ellos autonomía respecto a las relaciones con terceros estados. Precisamente, este último aspecto y la preocupación por controlar las importaciones de fuera de la zona de integración generan la creación de normas sobre el origen de los productos. La tercera etapa es la unión aduanera, que implica, una vez se han eliminado las barreras aduaneras entre los miembros del proceso de integración, la adopción de una política arancelaria común frente a terceros países. La cuarta etapa es el mercado común, cuando a la unión aduanera se añade la libre circulación de personas, bienes y servicios, con la consiguiente armonización de legislación entre los países, la coordinación de las políticas macroeconómicas y el establecimiento de normas (derechos y obligaciones) para las personas que habitan el espacio integrado. Finalmente, la unión económica se da cuando se armonizan las políticas económicas nacionales –monetaria, fiscal, industrial, financiera y agrícola– para eliminar las disparidades nacionales. La concertación de una política monetaria común lleva a la creación de un banco central y una moneda común.
La integración de la Unión Europea
La Unión Europea es un proyecto de integración único que se desarrolla desde hace cincuenta años y que se basa en una serie de tratados: París (1951), Roma (1957), Maastricht (1992), Ámsterdam (1997), Niza (2001) y Lisboa (2007). El derecho derivado de los tratados constituye un conjunto de reglamentos, directivas y recomendaciones adoptados por las instituciones comunitarias. Si bien el proyecto inicial de integración solo agrupaba seis países, las ampliaciones sucesivas han desarrollado una UE de veintiocho miembros.
Es evidente que el funcionalismo y el neofuncionalismo tuvieron una influencia capital en la creación de las comunidades europeas. Si bien al principio, acabada la Segunda Guerra Mundial, Robert Schuman y Jean Monnet, padres de la construcción europea, tenían en mente un proyecto federal, muy relacionado con los objetivos del neofuncionalismo, el método de concepción del proyecto combinó los principios funcionalistas, en el sentido de ir integrando de manera gradual sectores de la actividad económica para ir generando intereses comunes entre los estados del proceso.
El ímpetu federalista está presente en la creación de la primera comunidad, la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1951, dado que implicaba la creación de una alta autoridad con poder supranacional. Sin embargo, el proyecto federalista de las comunidades europeas se frustró poco después de crearse la CE⁠CA, ya que las iniciativas de creación de una comunidad europea de defensa y de una comunidad política europea quedaron bloqueadas por la actitud francesa en 1954. Las otras comunidades (la Comunidad Económica Europea –CEE– y la Comunidad Europea para la Energía Atómica –EURATOM–) creadas en 1957 también disponían de sus instituciones propias (una comisión), pero estas no ostentaban los poderes que sí tenía la alta autoridad de la CECA, y tendrían que negociar con la institución encargada de representar los intereses nacionales (el Consejo).
Después de la fase inicial de lanzamiento de las comunidades, a partir de 1957 y hasta mediados de década de los sesenta se entra en el periodo propiamente funcionalista de cooperación limitada, que da sus primeros frutos en la unión aduanera y la primera política común, la agrícola. La creciente tensión entre la Comisión y el Consejo, representantes respectivamente del espíritu supranacional y nacional, se saldó en 1966 con el reforzamiento de la vía intergubernamental en detrimento de la vía supranacional para proseguir con el proceso de integración. En 1966, para acabar con la crisis de la «silla vacía» ocasionada por el rechazo francés de la propuesta de la Comisión sobre financiación de la política agrícola, se adoptó el «Compromiso de Luxemburgo», por el que el Consejo tenía que decidir por unanimidad cualquier cuestión que un estado considerara de interés vital. Se inaugura así una fase, que se alarga hasta finales de la década, de reducción de las aspiraciones supranacionales originales. La regla no escrita de la unanimidad para las cuestiones sensibles continúa actualmente en vigor, mientras que en el resto de las cuestiones el Consejo utiliza un mecanismo de votación de mayoría ponderada en función del número de votos de los que dispone cada miembro.
No obstante, en los años setenta, a causa en gran medida de los cambios del sistema internacional, del creciente papel económico de Europa y de la distensión entre las superpotencias, se relanzó el proceso de integración, creando otras políticas comunes, como la regional, la medioambiental, la energética y la monetaria. Esta fase, que se inaugura en 1970 con la creación de un mecanismo de coordinación política para los grandes temas de política internacional –la Cooperación Política Europea, CPE– culmina en 1979 con las primeras elecciones directas al Parlamento Europeo. La CPE, de carácter gubernamental, surgió de manera paralela al sistema comunitario y dio lugar a un dualismo institucional, que quedaría suavizado los años siguientes mediante la creación de vínculos institucionales con la Comisión y el Parlamento.
Los años ochenta y el final de la Guerra Fría es un periodo de grandes reformas institucionales y ampliación de las competencias de la comunidad. Efectivamente, el fin del bloque del Este propició la era de la ampliación. El establecimiento de vínculos oficiales entre las comunidades europeas y los países del Este ya había sido iniciado en 1988 por la Comunidad Económica Europea y los países del COMECON, expresando su mutuo reconocimiento. Este primer paso, seguido de la caída del muro de Berlín y el final de la Guerra Fría, motivó la adopción de una red de acuerdos en materia comercial y económica que reemplazaría los antiguos convenios establecidos a escala bilateral entre los estados miembros y cada uno de los países implicados. A esto seguiría una fase de integración de un conjunto de países, que culminaría en 2004. Por su parte, el final de la Guerra Fría también desbloqueó la ampliación en los países europeos considerados neutrales, como Austria, Finlandia y Suecia.
El proceso de ampliación de la Unión Europea a los países de Europa central y oriental fue paralelo al proceso de profundización de la integración. En 1989 el Consejo Europeo aprobó el Informe Delors sobre la Unión Económica y Monetaria, y fijó que la primera etapa empezara en 1990. Al año siguiente se decidió avanzar hacia la unión política, y la creación de un banco central europeo y una moneda única, el euro. Paralelamente, en 1992, la Comunidad Europea y la EFTA (Asociación Europea de Libre Comercio, integrada por Noruega, Islandia, Suiza y Liechtenstein), con la excepción de Suiza, constituyeron un mercado único, el más grande del mundo, que englobaba a casi 400 millones de personas y concentraba el 40% del comercio mundial, y que entraría en vigor en 1994 con la denominación de Espacio Económico Europeo.
El proceso de profundización de la integración entró en una nueva fase en 1993, cuando el Tratado de la Unión Europea (de Maastricht) transformó la CPE en Política Exterior y de Seguridad Común (PESC). La convirtió en el segundo pilar, intergubernamental, y la abrió a las otras instituciones comunitarias. El tratado de 1993 también consagró un tercer pilar, de nuevo intergubernamental, de Asuntos de Justicia e Interior, que se sumó al ya existente primer pilar comunitario.
Las ampliaciones sucesivas generaron la necesidad de ajustar de nuevo el aparato institucional de la Unión, por lo que en 1997 se logró un acuerdo para un nuevo tratado, el de Ámsterdam, al que todavía seguiría el de Niza en el año 2000. Dos años después, en 1999, el Consejo Europeo de Colonia adoptó la primera estrategia común de la UE, hacia Rusia, decidió reforzar la PESC y designó al primer alto representante para la PESC, que es a la vez secretario general del Consejo. La segunda estrategia común llegaría en el año 2000, para el Mediterráneo, en el Consejo Europeo de Santa María de Feira.
El Tratado de Niza abordó una reforma institucional que permitiera hacer frente a los retos planteados por el proceso de ampliación. Ahora bien, los estados miembros eran conscientes del carácter limitado de estos cambios dirigidos únicamente a incorporar la presencia de representantes de los nuevos estados candidatos a la estructura de funcionamiento de la Unión. La cuestión que se planteaba era, aun así, hasta qué punto la filosofía y el método de funcionamiento de la Unión podían ser operativos y eficaces para avanzar en el proceso de integración comunitario.
Por estas razones, en 2001, el Consejo Europeo de Laeken decidió emprender un amplio proceso de reforma de la Unión, canalizado mediante la Convención sobre el futuro de Europa, para preparar una conferencia intergubernamental encargada de redactar un tratado constitucional. Los trabajos concluyeron en 2003 y al año siguiente se firmó en Roma el «tratado por el que se establece una constitución para Europa», pero algunos países, como Francia y Bélgica, lo rechazaron en referéndum, de forma que nunca entró en vigor.
Paralelamente, se iniciaron los trabajos de preparación del Tratado de Lisboa, firmado en 2007, que revisó en profundidad los poderes de las instituciones y los mecanismos de toma de decisiones: por un lado, dio entidad legal a la Unión Europea y creó las figuras de presidente permanente del Consejo Europeo, de Alto Representante de Asuntos exteriores y Política de Seguridad y del nuevo servicio diplomático de la UE; por el otro, dio poder de codecisión al Consejo y al Parlamento en los procedimientos legislativos ordinarios, introdujo la regla de la doble mayoría en el Consejo y juntó los tres pilares que existían anteriormente (comunitario; política exterior y de seguridad común; justicia e interior).
El resultado favorable a la salida del Reino Unido de la Unión Europea de 2016 abre nuevos interrogantes sobre cómo se materializará este proceso, que se prevé largo, y sobre el propio futuro de la Unión Europea.
Las tres instituciones principales de la Unión Europea son el Consejo, la Comisión y el Parlamento Europeo. El Consejo es el representante de los estados miembros, y por tanto tiene carácter intergubernamental. La Comisión es un órgano independiente de los estados y garante de los intereses generales. El Parlamento, elegido por sufragio universal, representa a los ciudadanos de los países miembros.
El Consejo nace de la práctica iniciada en 1974 de reuniones de jefes de Estado o Gobierno. La práctica se institucionalizó en 1987, después de la aprobación del Acta Única Europea, y la institución quedó consagrada por el Tratado de Maastricht de 1992. El Consejo de la Unión Europea es el principal órgano de decisión de la UE. Dispone de poder legislativo y presupuestario, que comparte con el Parlamento, y concluye los acuerdos internacionales de la UE. Se compone de los ministros de los Gobiernos de los países miembros (de Economía, de Asuntos exteriores... según el tema que se tenga que tratar). Los jefes de Estado o de Gobierno se reúnen en el Consejo Europeo, las cumbres donde se decide la política general de la UE.
A partir del Tratado de Lisboa su mecanismo de decisión establece un procedimiento de mayoría cualificada para las propuestas que procedan del Alto Representante o de la Comisión: el 55⁠ ⁠% de los Estados miembros tiene que votar a favor (16 de los 28) de la mayoría cualificada y estos Estados tienen que representar necesariamente el 65 % de la población total de la Unión Europea. También establece una minoría de bloqueo: 4 Estados y un mínimo del 35 % de la población.
La Comisión Europea, compuesta actualmente por veintiocho miembros, uno por cada Estado, encarna los intereses comunitarios y es independiente de los Estados miembros. Es guardiana de los tratados, dispone de la iniciativa legislativa y ejecuta las decisiones del Consejo de la UE. La comisión también representa internacionalmente a la UE en ciertos ámbitos, y negocia los acuerdos internacionales de comercio y de cooperación. Está presidida por un presidente elegido por los países miembros y aprobado por el Parlamento Europeo por un periodo de cinco años. La comisión dispone de amplias prerrogativas para la gestión de las políticas comunes. El gran foro de debate que es el Parlamento Europeo dispone en la actualidad de 751 diputados elegidos cada cinco años. La adscripción de los parlamentarios no es nacional, sino por grupos políticos. Los principales son el Grupo del Partido Popular Europeo y el Grupo del Partido Socialista Europeo. Además de las funciones ya mencionadas, dispone de poder de censura de la Comisión, por una mayoría de dos tercios.
El gran foro de debate que es el Parlamento Europeo dispone en la actualidad de 751 diputados elegidos cada cinco años. La adscripción de los parlamentarios no es nacional, sino por grupos políticos. Los principales son el Grupo del Partido Popular Europeo y el Grupo del Partido Socialista Europeo. Además de las funciones ya mencionadas, dispone de poder de censura de la Comisión, por una mayoría de dos tercios.
Además de estas tres instituciones centrales de la UE, hay otro conjunto de órganos de gran importancia. El Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas está compuesto por un juez de cada Estado miembro y es el encargado de garantizar el cumplimiento de los tratados y el derecho comunitario. El Tribunal de Cuentas verifica la legalidad y regularidad de los ingresos y gastos de la comunidad. El Comité Económico y Social Europeo, formado por representantes de la vida económica y social, es un órgano consultivo de la Comisión y del Consejo. El Comité de las Regiones, órgano consultivo compuesto por representantes de las entidades regionales y locales. El Banco Europeo de Inversiones concede préstamos para el desarrollo de las regiones más atrasadas y la reconversión de empresas. El Banco Central Europeo es responsable de la gestión del euro y de la política monetaria.

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