Capítulo I
El estudio de las relaciones internacionales. Marco teórico
1. Teoría y conceptos
El estudio de las relaciones internacionales conforma una disciplina propia, con un
cuerpo teórico, una metodología, unos instrumentos y una aproximación analítica a
los acontecimientos en el mundo diferenciada de la Ciencia Política, la Historia o
el Derecho Internacional.
1.1. Las relaciones internacionales como área de estudio
Analizar la realidad internacional implica acercarse a un escenario complejo, situación
que no es exclusiva de esta disciplina. Todas las ciencias sociales deben trabajar
en un terreno resbaladizo, en el que el análisis (o mejor, los análisis) no está exento
de prejuicios y percepciones sesgadas. No es ajeno a esto el hecho de que las relaciones
internacionales sean un ámbito de estudio próximo a la decisión y la opinión políticas
sobre cómo es el mundo y cómo nos gustaría que fuera.
El ejercicio intelectual que ha de llevar a cabo el estudioso de las relaciones internacionales
es doblemente arriesgado: por un lado, analizar la realidad internacional de la manera
más próxima posible a la objetividad científica, y por otro, utilizar métodos de análisis
que tiendan a garantizar la independencia respecto a cosmovisiones o ideologías particulares.
De esto se deriva que el acercamiento al mundo internacional implica una aproximación
a fenómenos que son objeto de controversia, un hecho que va unido a la utilización
de marcos conceptuales propios de una disciplina joven y que, por tanto, todavía no
ha podido desarrollar (quizá no lo haga nunca) un cuerpo teórico universalmente válido,
dado que no hay consenso sobre los conceptos centrales de la disciplina. No obstante,
la riqueza de las relaciones internacionales radica, precisamente y entre otras cosas,
en la pluralidad de enfoques y de análisis, así como en el debate permanente que mantienen
los estudiosos acerca de su interpretación de la realidad internacional. Lo que tenemos
delante es, pues, un pluralismo paradigmático, que aporta diferentes conceptos y teorías
útiles para comprender el mundo.
De entrada vale la pena destacar que el pensamiento y el análisis sobre las relaciones
internacionales se han centrado, hasta fechas muy recientes, en el estudio de las
relaciones entre estados y su papel –exclusivo o no– como actores en el sistema internacional.
La única excepción a esta afirmación son los estudios marxistas o de orientación marxista,
inspirados en la centralidad de las clases sociales como actor internacional. Sin
embargo, la teoría marxista sobre las relaciones internacionales, por razones esencialmente
políticas, se ha visto impugnada o ignorada en muchos ambientes científicos, y, de
hecho, los análisis basados en el marxismo son marginales en el desarrollo de la disciplina.
El origen de los estudios sobre relaciones internacionales hay que situarlo después
de la Primera Guerra Mundial, en la década de los años veinte del siglo pasado. Esta
afirmación puede parecer un contrasentido, dado que relaciones entre estados existen
desde la creación del estado moderno. Y conviene no olvidar que autores clásicos importantes
han sido fuente de inspiración y base de aproximaciones teóricas de las relaciones
internacionales. Maquiavelo, Hobbes, Kant o Grotius, o mucho antes que ellos Tucídides
y su Historia de la guerra del Peloponeso, son autores recuperados para la disciplina. Sin embargo, también es cierto que hasta
el siglo XX no se produjo una intensificación de la preocupación sobre la cuestión internacional
desde el marco académico.
Ya antes de la Primera Guerra Mundial existían unos cuantos centros de estudio dedicados
a la realidad internacional, como el estadounidense Carnagie Endowment for International
Peace y el World Peace Foundation. En 1919 surgieron en Londres y en Nueva York, respectivamente,
el Royal Institute of International Affairs y el Council of Foreign Relations. En
el mismo año se creó la primera cátedra dedicada al estudio de la realidad internacional:
la cátedra Woodrow Wilson en la Universidad de Gales.
Así pues, la disciplina de las relaciones internacionales nació en el mundo anglosajón
después de la Primera Guerra Mundial. La explicación de que emergiera en un ámbito
geográfico concreto y en un momento histórico determinado está relacionada con la
existencia de una larga tradición intelectual en la que tienen mucha importancia los
estudios históricos y de ciencia política, en contraposición con el mundo europeo
continental, más proclive al estudio del derecho y de la historia diplomática.
El enfoque de los primeros estudiosos fue esencialmente descriptivo-normativo: descripción
de los acontecimientos internacionales y aproximación al conjunto de normas para organizar
la vida internacional. La Paz de Versalles, que puso fin al conflicto bélico, representó
un nuevo tipo de moral pública después del horror y el trauma de la primera contienda
mundial. A partir de 1920 aparecieron instituciones y centros que se correspondían
con estos condicionantes morales: la preocupación por erradicar la guerra y por conseguir
la paz.
La identificación del momento histórico de la Primera Guerra Mundial como punto de
partida de la disciplina de las relaciones internacionales se debe a un conjunto de
explicaciones. En primer lugar, la disciplina creció como resultado del deseo de instaurar
un orden internacional de paz y seguridad después de los desastres producidos por
la guerra. En este sentido, y vinculado con lo anterior, se produce una toma de conciencia
de la importancia de factores ideológicos, económicos y sociales para entender una
realidad internacional que hasta entonces se había reducido al estudio del mundo de
la diplomacia. En segundo lugar, la guerra produjo mayor heterogeneidad en los actores
e implicó cambios en la sociedad internacional: la guerra supuso la emergencia de
América, en contraposición con un mundo hasta entonces dominado por Europa; asimismo,
surgieron estados con sistemas políticos marcadamente diferentes de los conocidos,
como la Rusia bolchevique. Finalmente, actores que no eran estados –los nacionalismos–
emergieron y adquirieron un protagonismo desconocido hasta entonces. Se puede decir
que estos fenómenos permitieron percibir una mayor interrelación entre la política
interior y la política exterior de los países, antes consideradas esferas separadas
y sin vínculos.
Evidentemente, las relaciones internacionales son un «invento» del siglo XX, pero la preocupación sobre la cuestión internacional se inspira en autores clásicos
del pensamiento político, y ya está presente en disciplinas afines como la historia
diplomática, el derecho internacional y la ciencia política. La historia diplomática
es la que trata de los tratados entre los estados, que evoluciona a partir del siglo
XVIII hacia el estudio del sistema europeo de estados y se convierte en el siglo XX en el estudio histórico de las relaciones entre los estados a partir de los documentos
diplomáticos. No cabe duda de que las relaciones internacionales están muy relacionadas
con la disciplina histórica y, de hecho, la historia constituye una disciplina auxiliar,
especialmente en el mundo anglosajón.
Un hecho similar se da respecto a la influencia del derecho internacional, una disciplina
que se desarrolla a partir del siglo XVI y estudia el ordenamiento jurídico de las relaciones entre los estados. El estadocentrismo
y positivismo de esta disciplina marcan el estudio de las relaciones internacionales
en la Europa continental. Sin embargo, mientras que la ley del derecho es una ley
normativa, en las relaciones internacionales este no es un elemento de importancia
central (o al menos no el único) para explicar la realidad. Respecto a la ciencia
política, una disciplina que surge en el mundo anglosajón a finales del siglo XIX centrada en el estudio del comportamiento político, su vinculación con las relaciones
internacionales todavía es más amplia, dado que permite utilizar instrumentos conceptuales
–las relaciones de poder, el estudio del estado, la política interna y su influencia
en la política exterior– que son relevantes para nuestra disciplina.
Las relaciones internacionales nacen como una disciplina autónoma de las otras mencionadas
debido a la necesidad de aprehender globalmente una realidad internacional compleja.
De hecho, el concepto de relaciones internacionales incluye las relaciones entre estados;
aspectos de la política interior que influyen en la vida internacional (como, por
ejemplo, la política económica); las relaciones no gubernamentales (las relaciones
entre empresas multinacionales, por ejemplo), y las relaciones entre grupos de poder
(como las relaciones entre grupos de presión).
De este modo, podemos concretar que el objeto de estudio de las relaciones internacionales
es la sociedad internacional, que se podría describir como aquella que trasciende
las fronteras nacionales.
La sociedad internacional se compone de un conjunto de unidades políticas independientes que actúan unas sobre
otras con cierta regularidad; también la podemos definir como un medio descentralizado
donde coexisten múltiples entidades con poder político autónomo. De manera más simplificada,
las relaciones internacionales son el estudio de la sociedad internacional, entendida
como la sociedad de estados pero en la que también actúan actores no estatales.
Dado que en la sociedad internacional los diferentes actores interactúan, las relaciones
internacionales estudian el sistema internacional, que se caracteriza por integrar
un número limitado de actores (los estados, las organizaciones internacionales y las
fuerzas transnacionales), los cuales no se pueden estudiar separadamente ni sin referirse
al medio en el que se desarrollan, como el medio natural, que condiciona mucho la
vida social y caracteriza un tipo de vida humana diferente; el medio económico, que
implica diferentes situaciones y, por tanto, desigualdad; el desarrollo tecnológico;
la demografía o el medio ideológico, dado que cada sociedad, según su evolución, ha
generado modelos ideológicos diferentes, y en muchos casos antagónicos.
1.2. Las grandes tradiciones de pensamiento: Maquiavelo, Hobbes, Grotius, Kant
La disciplina de las relaciones internacionales utiliza el conocimiento acumulado
sobre la política desde disciplinas afines. Por ello los autores clásicos de las relaciones
internacionales también son autores clásicos del pensamiento político, si bien deben
ser entendidos en su contexto histórico y no permiten una lectura textual. Lo que
nos interesa de los autores clásicos son conceptos e ideas que han conformado el poso
intelectual en el que se basan las escuelas de análisis e interpretación de las relaciones
internacionales.
Considerando la centralidad del estado en las relaciones internacionales, el primer
autor de referencia es el primero que reflexiona sobre el estado moderno. Nicolás
Maquiavelo nació en Florencia, durante el periodo republicano dominado por los intereses
de una familia de banqueros, los Medici, en un contexto caracterizado por la existencia
de un sistema de equilibrio de poder entre el Papado, Nápoles, Venecia y Milán, alterado
con frecuencia por los intereses de España, Francia, Alemania y Suiza. El pensador
vivió unos cuantos años (la primera mitad del siglo XVI) de constante inestabilidad y guerras en Europa.
Para Maquiavelo, es central la idea del estado. Surge de la necesidad de un poder
centralizado, después de la fase en la que predominaron la cristiandad y las instituciones
medievales, en el sentido de poner límites al uso legítimo de la fuerza, conseguir
la integración económica de un territorio y controlarlo mediante una delimitación
precisa de fronteras. La afirmación de la centralidad del estado va unida a su calidad
moral –la seguridad y la supervivencia–, que permite distinguir entre moralidad pública
y moralidad privada, y entre las cuales existe un divorcio evidente: el estado tiene
sus propias reglas y debe ser juzgado según un punto de vista político.
Los estados no existen en aislamiento, sino en un mundo que está en conflicto (con
referencia al sistema europeo de estados de su época), por lo que la neutralidad no
es normalmente una opción posible para los estados. Según Maquiavelo, la guerra es
central e inevitable, dado que define las fronteras, colabora en la formación del
poder del estado y permite su expansión. El gobernante (el príncipe) tiene que disponer
de un poder fuerte, dado que este es la única garantía de seguridad (por la vía de
un ejército), y también de virtud, entendida como la habilidad y la determinación
de proseguir cualquier acción que permita la consecución de los objetivos políticos.
Thomas Hobbes intentaba encontrar soluciones a su propia sociedad, dividida por la
disputa entre el rey y el Parlamento y por la posterior y cruenta guerra civil inglesa
de la primera mitad del siglo XVII. Para Hobbes, la búsqueda de la seguridad es inseparable de la búsqueda de poder,
dado que fuera de la sociedad se desarrolla una lucha de todos contra todos, el célebre
axioma «el hombre es un lobo para el hombre». Para este autor, el poder del estado
se justifica porque contribuye a la seguridad de los individuos. Dado que la sociedad
es una suma de intereses individuales egoístas, el estado es un Leviatán, un actor de poder descomunal, que sirve a las aspiraciones de seguridad privada.
La soberanía es un pacto entre hombres que se comprometen a obedecer a una persona
ficticia, el estado, a cambio de seguridad. El estado no puede obtener legitimidad
sin obtener poder, que es necesario para la preservación. El gobierno solo se justifica
porque proporciona paz, confortabilidad y seguridad a los individuos y a sus propiedades.
El sistema internacional en la visión hobbesiana es un estado de naturaleza, y un
estado de guerra, igual que la sociedad, donde todo individuos odia al resto de individuos.
La lucha entre los estados es una lucha por el control de recursos para adquirir más
seguridad. La paz es el tiempo que transcurre entre guerras, aunque el sistema internacional
impone sus propias limitaciones, dado que los estados no se pueden expandir eternamente.
Así, en la visión hobbesiana, las relaciones internacionales serían un estado de guerra
de todos contra todos y de intereses excluyentes. Las únicas normas y los principios
válidos en la conducta de los estados serían la prudencia y la conveniencia, sin mayores
restricciones legales o morales.
Tanto Maquiavelo como Hobbes son autores capitales en el realismo, una de las tradiciones
que más influencia ha tenido en las relaciones internacionales, entiende la política
internacional como un estado de guerra y conflicto y es la base de una de las aproximaciones
teorizantes, el realismo político, considerada hegemónica hasta la actualidad. No
obstante, otras escuelas –como la internacionalista de Grotius, que entiende la política
internacional como un fenómeno que se desarrolla en el seno de la sociedad internacional,
o la universalista de Kant, que considera que la política internacional contiene elementos
para desarrollar una comunidad de la humanidad– completan el triángulo de tradiciones
en competencia.
Hugo de Groot (Grotius) nació en los Países Bajos a finales del siglo XVI en un periodo marcado por las guerras de religión en Europa, y a él se debe la idea
de sociedad internacional como sociedad de estados y la creencia en el derecho como
método para regular la guerra y la vida internacional.
Grotius distingue entre la ley natural, aquella que no es resultado de la creación
humana, sino fruto de la gracia divina o de la inteligencia humana inspirada por Dios,
y la ley positiva, una creación de los hombres en un acto deliberado, que es la válida
para regular las relaciones entre los estados, entendiendo que la ley de las naciones
está basada en el interés mutuo y la reciprocidad. Su preocupación por la guerra y
por la necesidad de crear normas sobre esta llevará a la distinción entre el ius ad bellum, las normas para declarar la guerra, y el ius in bellum, las normas que deben regir la conducta durante la guerra, como fórmulas para superar
la tensión entre lo que es justo y lo que es injusto (quién tiene derecho a declarar
una guerra y quién se comporta adecuadamente durante esta guerra, distinción que desarrollará
posteriormente los conceptos de guerra justa y guerra injusta). Para Grotius existe
una sociedad internacional emergente que necesita el derecho internacional para regular
la diplomacia y el derecho a declarar la guerra y llevarla a cabo adecuadamente. Así,
en la visión grotiana, los estados no están sometidos a una lucha permanente, sino
que su actuación se ve limitada por normas e instituciones comunes, y por los imperativos
de la moral y el derecho.
Emmanuel Kant, profesor de Filosofía nacido en la ciudad prusiana de Königsberg (la
actual Kaliningrado), busca la paz entre las naciones después de la historia de división
e inicios del proceso de reconstrucción de Alemania de finales del siglo XVIII. Kant también percibe un estado de guerra en las relaciones internacionales, puesto
que sin la ley, estas se convierten en un estado de naturaleza, en un sistema anárquico.
Sin embargo, las leyes resuelven los problemas internos e internacionales, superando
el estado de anarquía y desarrollando el camino hacia una paz perpetua, representada
por la idea de gobierno mundial. No obstante, el propio Kant admite que no es el deseo
de las naciones traspasar sus poderes a una entidad superior con capacidad coercitiva,
por lo que la idea del gobierno mundial en la forma de un «estado» mundial es impracticable.
Y por eso opta por la idea de la federación de estados, basada en un pacto de no agresión
mutua, como fórmula posibilista.
Para Kant el progreso nace de los individuos, que se comportan de una manera moral,
por temor a la guerra, vinculando así la política con la moralidad. El progreso también
es producto de la economía liberal, dado que los estados liberales no son proclives
a la guerra, porque la interdependencia aumenta los costes derivados del conflicto.
En la visión kantiana, la que más contrasta con la tradición realista, hay imperativos
morales que limitan la conducta de los estados no solamente con objeto de reducir
el conflicto entre dichos estados, sino para superar el sistema de estados por la
vía de la sociedad cosmopolita, lo que Kant denomina la comunidad de la humanidad, ya que hay conciencia de intereses comunes entre los hombres, oscurecida por el
conflicto de intereses entre los gobernantes de los estados.
Además de la influencia central de los autores mencionados en el estudio de las relaciones
internacionales, hay otros autores clásicos cuyas aportaciones son esenciales para
comprender el desarrollo de la disciplina. Una de las aproximaciones de estudio relevantes
es el liberalismo de autores como Adam Smith, David Ricardo, Stuart Mill, Jeremy Bentham,
Richard Cobden o J. A. Hobson. Para los liberales, la libertad del individuo no aboca
al conflicto. Hay intereses comunes entre los individuos y entre los estados, se cree
firmemente en el progreso, y los estados, y también la naturaleza humana, no siempre
son agresivos.
Los estados son los principales actores en un sistema internacional en el que se busca
el progreso económico, entendido en términos de bienestar humano, y el comercio, entendido
en clave de armonía de intereses. Así, en un mundo en el que hay estados, pero también
organizaciones internacionales, el libre comercio y la economía liberal limitan el
conflicto, y, a su vez, limitarían el papel del estado, garantizando la paz. Sin embargo,
el pensamiento liberal también afirma que el laissez faire provoca desigualdad, por lo que la importancia del estado radicaría en su capacidad
de regular los conflictos que provocan los políticos y los mercaderes; y llevado al
plano internacional, sería necesario un equilibrio de poder entre los estados como
mecanismo regulador de la búsqueda de los intereses particulares estatales.
El pensamiento liberal se vincula con el internacionalismo de Grotius o el universalismo
de Kant en el sentido de que niega la existencia de una tendencia natural hacia el
conflicto y de que su preocupación central es el deseo de prevenir la guerra. Derivaciones
contemporáneas del liberalismo son el internacionalismo liberal (la creencia de que
los contactos entre los pueblos mediante los viajes y el comercio facilitan unas relaciones
internacionales pacíficas) y el institucionalismo (la creencia de que debe haber instituciones
capaces de ejercer funciones que los estados no pueden asumir), origen este último
de las modernas teorías sobre la integración y de las reflexiones sobre el transnacionalismo
y la interdependencia. Mención aparte merece el idealismo político del periodo de
entreguerras del siglo XX.
1.3. Las grandes aproximaciones teorizantes
1.3.1. Idealismo
Precisamente el idealismo político, heredero del pensamiento liberal, es el paradigma
de interpretación de la realidad internacional que irrumpe en el estudio de las relaciones
internacionales de manera paralela a la emergencia de la disciplina.
El idealismo confía en el progreso y en la eficacia del cambio por medio de la acción
humana. Por tanto, postula una visión no determinista de la historia. Su fe en la
existencia de una armonía natural de intereses hace que entienda que los intereses
de los actores internacionales, esencialmente el estado, son, igual que si lo aplicamos
a los individuos, complementarios y que, por tanto, las posibilidades de cooperación
existen de hecho.
Esta visión racionalista radical basada en el sentido común implica para los idealistas
la posibilidad de crear un orden político internacional racional y moral utilizando
el principio del buen gobierno. Así, el idealismo político entiende que la paz y la
prosperidad pueden no ser parte de un orden natural, sino que deben ser construidos.
El idealismo político tiene su apogeo en los años veinte del pasado siglo, en una
fase de estudio de las relaciones internacionales que se podría calificar como fase idealista normativa. La principal preocupación de los estudiosos era la superación del estado de naturaleza
y anarquía internacional por medio de un contrato social internacional que ordenara
esas relaciones. Con él se identifica a Woodrow Wilson, el presidente estadounidense
que protagonizó la Paz de Versalles e ideólogo de la Sociedad de Naciones, quien intentó
llevar a la práctica de las relaciones internacionales buena parte de los elementos
característicos del liberalismo, y también ideas que entroncan con la tradición roussoniana.
Wilson, en su famoso Discurso sobre los catorce puntos de 1918, afirmó que la paz solo se podía construir mediante la creación de una institución
internacional que regulara la anarquía del sistema internacional. Así, la sociedad
internacional debería disponer de un sistema de gobernanza que garantizara la paz.
La oleada de liberalismo de las décadas de los años veinte y treinta del siglo XX se inspira en los autores clásicos ya mencionados, pero sobre todo en la reflexión
sobre las causas de la Primera Guerra Mundial. Wilson denunció en sus catorce puntos
la paz armada y la diplomacia secreta como prácticas del siglo XIX que habrían desencadenado la Guerra Mundial. Para Wilson, animador principal de la
Sociedad de Naciones como foro internacional para la conciliación de intereses, la
vieja diplomacia tradicional no podía evitar la guerra y el sistema de equilibrio
de poder había dado lugar a la carrera de armamentos, pues se basaba en una espiral
de desconfianzas.
Las grandes asunciones del idealismo liberal recogen la tradición de los autores clásicos,
inspirándose en la convicción de que los seres humanos no son de naturaleza agresiva
y no buscan el poder de manera connatural. El sistema internacional debería basarse
en el lado bueno de la naturaleza humana, de manera que se pudiese modificar el viejo
juego de poder. Así, la guerra es consecuencia de desencuentros originados por los
nacionalismos y los propios políticos, por la falta de racionalidad y de cooperación.
No hay una incompatibilidad entre las naciones. Si se pone fin a la diplomacia secreta
y se somete la política exterior al control democrático, se puede lograr la paz, y
se introducirán, por vía de la participación de los individuos, la moralidad y los
derechos humanos en el sistema internacional, en el que tendrán un papel estabilizador,
abriendo la puerta a la creencia en los efectos benéficos y movilizadores de la opinión
pública sobre la acción política.
Otra de las ideas centrales del pensamiento idealista liberal es la creencia de que
el libre comercio conduce de manera natural a la paz, dado que existe una armonía
natural de intereses y los individuos advertirán las ventajas de la cooperación por
encima de las derivadas del conflicto. Así, se logrará la interdependencia económica
que obviará el conflicto, puesto que los costes de la guerra son más elevados que
los de la cooperación. Esta conducta será la propia de los estados que comercian,
que son estados de bienestar, en contra de los estados que practican la política del
poder, que son estados guerreros.
La pregunta sobre cómo se ordena el sistema, además de por la vía de la interdependencia
económica, la responden los idealistas liberales utilizando el instrumento del derecho
internacional y las organizaciones internacionales. Las leyes pondrán fin a la política
del poder y se creará un sistema de seguridad colectiva en el que no haya poderes
predominantes, entendiendo que la ley racionaliza el interés dominante y regula el
interés mutuo. Las leyes y las normas y reglas incrementan la predicción de los acontecimientos
internacionales y facilitan la relación entre los estados. Los liberales no responden
taxativamente a la pregunta de cuáles son los costes de violar el derecho internacional,
al margen de considerar el precio que se tiene que pagar en términos de opinión pública
y prestigio internacionales. Finalmente, hay que señalar que los idealistas no niegan
la existencia de la anarquía internacional, pero piensan que es posible trascenderla
y que hay un imperativo moral para «reinventar el mundo».
Las corrientes realistas, que se convertirán en hegemónicas en las décadas posteriores,
criticaron duramente la visión liberal de las relaciones internacionales. Desde su
prisma, el derecho internacional es únicamente la ley de las grandes potencias; al
margen de señalar las dificultades para confeccionar las leyes, las críticas hacen
hincapié en la falta de autoridad internacional (no hay un gobierno mundial) para
aplicarlas en caso de violación, sin descuidar uno de los aspectos más interesantes
de la crítica, que es la falta de universalidad del derecho internacional.
1.3.2. Marxismo
Dentro todavía de las corrientes racionalistas, se ha de hacer mención a la contribución
marxista al estudio de las relaciones internacionales, en general olvidada debido
a la hegemonía angloamericana en la disciplina, que mantiene una distinción (cada
vez menos rígida) entre la política y la economía, y de la Guerra Fría y su final,
que estigmatizaron las aportaciones de los pensadores marxistas. Sin embargo, es interesante
recuperar algunos elementos del pensamiento marxista, dado que aflora en los asuntos
internacionales al mismo tiempo que el idealismo político y también encuentra una
vertiente de praxis política ejemplificada en la figura de Lenin. Si para el idealismo
nos remitíamos al Discurso sobre los catorce puntos de Woodrow Wilson, para el marxismo se tiene que mencionar el Informe sobre la paz de Lenin, de 1917. Igualmente, la aportación marxista es la inspiración de aproximaciones
teóricas tan importante como el estructuralismo.
Las dificultades para utilizar conceptos propios del marxismo surgen de la inexistencia
de un único paradigma. Hay muchos autores que hacen aportaciones teorizantes respondiendo
a periodos históricos concretos. Tampoco son ajenas a esta marginalidad las dificultades
inherentes a la aplicación de conceptos marxistas a una disciplina estatocéntrica,
dado que el actor principal para el marxismo son las clases sociales, rechazando el
análisis centrado en el estado. Sin embargo, la aportación marxista tiene el valor
indudable de desafiar la metodología tradicional que separa la política de la economía.
Aunque el tema central del marxismo es el capitalismo, es interesante rescatar las
consideraciones sobre el papel del estado, con el inconveniente de no llegar a elaborar
un cuerpo teórico. El papel del estado como monopolizador de la fuerza es aceptado
por los marxistas, pero el estado no es considerado la fuente de conflicto, sino el
principal instrumento para el conflicto. La gran diferencia con las otras aproximaciones
racionalistas radica, además, en el hecho de que la naturaleza del conflicto no deriva
de la búsqueda de poder por parte del estado únicamente. Para los marxistas, las clases
sociales utilizan el estado para actuar en el sistema internacional, pero el estado
es una entidad también que se puede considerar de forma independiente y que tiende
a su perpetuación. En consecuencia, los estados representan divisiones de clase y
también divisiones nacionales, puesto que generan cohesiones internas y utilizan las
identidades para obviar el conflicto social.
Seguramente la principal contribución del marxismo es su ataque al sistema de estados,
subrayando las fuerzas socioeconómicas que operan dentro y fuera de estos estados.
Su aportación más específica es la asunción de que la política está determinada por
la economía, entendiendo que el sistema económico es internacional e interdependiente.
La visión marxista sobre la guerra y la paz se basa en la idea de que la guerra es
producto del capitalismo, en su competición por los mercados, entendiendo que la política
exterior de los estados deriva de intereses comerciales. Sin embargo, el marxismo
no adopta una visión pesimista sobre la naturaleza humana y cree firmemente en la
idea de progreso.
Las ideas que más elaboró el marxismo ligadas a las relaciones internacionales son
las vinculadas al imperialismo. Para Lenin, el capitalismo tenía una naturaleza expansiva,
lo que lo llevaba a la fase del colonialismo y del imperialismo como parte necesaria
de su desarrollo histórico. En sus análisis sobre las causas de la Primera Guerra
Mundial, para responder a la pregunta de por qué no se había generado una solidaridad
transnacional que hiciera la guerra inviable, Lenin afirma que el capitalismo estaba
viviendo una nueva fase caracterizada por el capital monopolista. Para Lenin, la libre
competencia se había transformado en monopolios que concentraban el capital y la producción,
y en capital financiero, que a su vez incrementaban la anarquía internacional e intensificaban
la tendencia hacia el conflicto. La economía internacional pasaría por una fase de
expansión más allá de las fronteras nacionales que implicaba la formación de carteles
internacionales y una competencia intensa; se desarrollaba así la idea de la «ley
de desarrollo desigual», que significaba que el capitalismo no se desarrollaba igual
en todas partes y generaba conflictos.
Igual que sucede con el resto de las aproximaciones teóricas, las aportaciones del
marxismo también han sido objeto de críticas. Las más importantes se relacionan con
el exceso de énfasis en el determinismo económico, que relega demasiado los factores
políticos y la competición de poder entre los estados, margina las explicaciones no
económicas sobre las causas de los conflictos y las guerras, e infravalora el propio
poder que de hecho tiene el estado, su propio margen de autonomía.
Dentro de la tradición marxista, el pensador italiano Antonio Gramsci merece una atención
especial, dado que sus ideas tendrán un impacto central en el desarrollo de la economía
política internacional crítica de los años ochenta del siglo XX.
Gramsci, que vivió buena parte de su corta vida en las prisiones de Mussolini debido
a sus actividades políticas, centró buena parte de sus trabajos en el concepto de
hegemonía, entendida normalmente como aquella potencia capaz de dominar al resto de
los estados en el sistema internacional.
Sin embargo, Gramsci amplió la idea de hegemonía asociándola al concepto de poder,
pero de una manera más amplia que la que aportaron los pensadores del realismo político,
e inspirándose en las ideas de Maquiavelo, que basaban el poder en una combinación
de la capacidad de coerción y la capacidad para organizar el consentimiento.
Para Gramsci, el marxismo se había concentrado excesivamente en los elementos coercitivos
del poder del estado, en el miedo de la sociedad a exponerse al castigo si intentaba
subvertir al estado. Al contrario, la visión gramsciana sostiene que el poder del
estado se basa también en el consentimiento, entendido como la capacidad de la clase
dirigente para diseminar sus valores morales políticos y culturales al resto de la
sociedad. La ideología dominante se extendería mediante las instituciones de la sociedad
civil: los medios, el sistema educativo, la iglesia, las organizaciones no gubernamentales.
Manteniendo el análisis clásico marxista sobre la infraestructura (las relaciones
sociales de producción de base económica), Gramsci redimensiona el valor de la superestructura
(las prácticas políticas y culturales). Así, la hegemonía de la clase dominante es
uno de los elementos centrales que explican su perpetuación.
A pesar de sus aportaciones centrales, el marxismo es un pensamiento marginal, por
razones políticas, en el periodo posterior a 1945. La situación europea en la década
de los años treinta del siglo XX y el estallido posterior de la Segunda Guerra Mundial provocan que los postulados
y la obra del idealismo también se desacrediten, y se abre una nueva fase en los debates
disciplinarios. Esta se alarga hasta la década de los setenta y se puede calificar
de realista.
1.3.3. Realismo
El fracaso de las iniciativas adoptadas después de la Primera Guerra Mundial y el
estallido de la Segunda Guerra Mundial comportaron, para algunos autores, la imposibilidad
de prevenir la guerra. Dada la importancia de la seguridad nacional para los estados,
entendida como la garantía de su supervivencia, la fuerza militar tendría que actuar
en apoyo de la diplomacia. Los teóricos más importantes de esta fase son Edward H.
Carr y Hans Morgenthau, que inauguran la era del realismo político e inician el primer
debate de la disciplina: el debate idealismo-realismo.
Los realistas tienen una visión negativa de las relaciones internacionales y una herencia
intelectual devota de Maquiavelo y Hobbes. El eslogan «el hombre es un lobo para el
hombre» impregna el pensamiento realista, que niega, desde el pesimismo antropológico,
la posibilidad de progreso. Contrariamente al idealismo, el realismo tiene una visión
determinista de la historia y no cree en la posibilidad del cambio por medio de la
acción humana.
El realismo postula la inexistencia de una armonía natural de intereses y entiende
que los actores internacionales se encuentran en constante competición, un fenómeno
que ineludiblemente conduce al conflicto. La herencia de Maquiavelo es visible cuando
el realismo afianza la existencia de códigos morales diferentes para el individuo
y el estado, entendiendo que existe una razón de estado por encima de los individuos,
y un interés nacional, medido por Morgenthau en términos de poder y de seguridad del
estado, entendido como autopreservación.
El realismo describe la política no como el arte del buen gobierno, sino como el arte
de lo que es posible y como una lucha por el poder en un medio internacional desordenado
y anárquico, una arena de todos contra todos. Si el idealismo creía posible evitar
la guerra por medio de la identificación de intereses comunes y de las leyes y las
instituciones, el realismo piensa que el equilibrio de poder es el mecanismo regulador
del sistema internacional, un equilibrio entendido como la construcción de alianzas
entre estados para impedir la emergencia de una fuerza hegemónica, y que implica el
recurso ocasional, la amenaza o el uso efectivo de la fuerza militar.
Para el realismo clásico, el sistema internacional es una lucha entre estados que
viven en conflicto permanente. El sistema internacional es anárquico, y ni hay armonía
de intereses ni paz permanente. El sistema tiende al mantenimiento del statu quo, dado que el cambio en el sistema no resuelve el problema de la lucha entre los estados.
La guerra deriva de la propia naturaleza humana y se asocia con los orígenes religiosos
de la idea de los efectos del mal sobre la debilidad humana. Así, los estados viven
en un permanente dilema de seguridad (un concepto desarrollado por John Herz), según
el cual la permanente competición por el poder crea inseguridades que no se pueden
resolver si no es mediante la adquisición de más poder.
Por tanto, el objetivo central de los estados es incrementar su poder, especialmente
el poder militar, que se convierte en el centro de las relaciones internacionales,
porque está dotado de las cualidades de racionalidad, utilidad y usabilidad. El poder
y la acumulación de poder son las claves para entender la conducta de los estados.
La política exterior tiene como objetivo la búsqueda de poder, y las relaciones entre
los estados se definen según el equilibrio de poderes, puesto que el poder es el único
elemento que puede contener el poder, descartando la utilidad de otros instrumentos,
como la moralidad o el derecho internacional.
Para los realistas, las relaciones internacionales son relaciones interestatales,
puesto que los estados son los únicos actores que disponen de fuerza militar. La visión
pesimista de los realistas implica unas posibilidades de progreso muy escasas, puesto
que un mundo de política de poder (power politics) no se puede cambiar, salvo que los estados como entidades independientes desaparezcan.
Del mismo modo, la moralidad tiene un papel muy limitado; no es que el realismo clásico
sea amoral, sino que sostiene la convicción de que la moralidad del día a día no se
puede aplicar a la vida internacional. Las características esenciales del realismo
clásico son que el actor central es el estado, que se guía por el interés nacional
(la consecución de más poder) utilizando de manera preferente el instrumento del poder
militar. El sistema internacional es, pues, anárquico, y el único orden posible se
encuentra en el mantenimiento de un equilibrio de poderes entre los diferentes actores
(los estados). Tanto la idea de progreso y cambio como el lugar de la moralidad tienen
una influencia muy limitada.
Dado que es la visión teorizante dominante en el estudio de las relaciones internacionales,
el realismo clásico ha sido fuertemente criticado en varios aspectos importantes.
En primer lugar, el escaso papel concedido a las cuestiones morales y de justicia,
subyugadas bajo la idea de búsqueda de un orden por la vía del equilibrio de poder,
hace del realismo una ideología conservadora, que es usada para justificar el statu quo internacional, las guerras, la carrera de armamentos, especialmente en el periodo
de la Guerra Fría, en el que se convirtió en la gran coartada ideológica justificadora
de la política de las superpotencias. En este sentido, el realismo no dejaría de ser
una utopía conservadora que asume la conducta racional de los estados, pero hay dudas
más que razonables de que el proceso de toma de decisiones en el ámbito interno que
fuerza una política exterior determinada pueda ser racional. En tercer lugar, la idea
de interés nacional entendida en términos de poder es imprecisa y remite únicamente
a la acumulación de poder, una explicación que es demasiado burda para entender el
mundo, sobre todo teniendo en cuenta que el concepto de poder es un concepto problemático.
En último lugar, las críticas al realismo clásico se centran también en las omisiones,
ya que no explica procesos como la cooperación y la integración, o el papel de otros
actores o procesos indiscutibles de las relaciones internacionales, como por ejemplo
el cambio tecnológico, los procesos transnacionales o el papel de los actores no estatales.
Las críticas contra el realismo político también cuestionan la pertinencia de los
atributos de universalidad asignados por el realismo al estado-nación, argumentando,
por el contrario, que los estados nacen y mueren según la época histórica. Además,
el concepto de actor se basa en atributos jurídicos, como la soberanía o la independencia,
que se podrían ver superados por la dinámica de las relaciones internacionales. Otro
aspecto destacable para los críticos es que la diferencia entre la alta política (high politics, la relacionada con el poder militar y la diplomacia) y la baja política (low politics, la relacionada con los asuntos económicos y sociales), central en el estudio de
las relaciones internacionales desde el realismo, es una diferencia obsoleta que ya
no puede sostenerse para explicar las relaciones internacionales de hoy en día.
1.3.4. Transnacionalismo
Este conjunto de críticas al realismo político da origen a los otros dos debates –el
segundo y el tercero– de la disciplina: el debate metodológico entre tradicionalismo
y cientifismo, y el debate entre el realismo y transnacionalismo.
El debate metodológico tradicionalismo-cientifismo se desarrolla en los años sesenta
y bebe de las fuentes politológicas de Richardson y Lasswell en la denominada reacción
behaviorista (conductista), que pone el énfasis en el método de estudio, afirmando
que la prescripción, la indagación ética y la acción no tienen ninguna validez, y
se muestra partidaria de métodos de análisis cuantitativo-matemáticos. Criticando
los postulados ideológicos a que aboca el realismo –la defensa del statu quo–, los behavioristas eran partidarios de la neutralidad científica, poniendo el énfasis
en el valor de la descripción, la explicación y la verificación, y rechazando la aproximación
racionalista que caracteriza al realismo (y al idealismo).
Las críticas contra el behaviorismo por su abuso de modelos matemáticos dan lugar,
desde la ciencia política encabezada por Easton, a una reacción que en los años setenta
originó el funcionalismo o análisis sistémico, que pone el énfasis en el análisis
de las estructuras, las funciones y las pautas reguladoras de la realidad internacional.
Los conceptos de función y sistema, procedentes de la filosofía y las matemáticas,
son incorporados a las ciencias sociales por Herbert Spencer y Emile Durkheim, y a
la ciencia política por Gabriel Almod, Wassili Leontief y David Easton. El autor que
introduce el análisis sistémico en las relaciones internacionales es Morton Kaplan,
que lo define como un conjunto de actores que comparten ciertos elementos internos,
disponen de unas normas esenciales y están sujetos a ciertos límites.
El concepto de sistema internacional se abordará en otro apartado, pero ahora vale
la pena destacar que el behaviorismo y el funcionalismo generan modelos de análisis
muy usados en algunos temas de las relaciones internacionales. Por un lado, la teoría
de la decisión, cuyos autores más destacados son Richard Snyder y Robert Jervis, que
incide en el análisis de la política exterior: sus órganos de decisión y las limitaciones
internas (dentro del estado) y externas (del sistema internacional), la información
de que disponen y las propias motivaciones de los que tienen que decidir. Por otro
lado, la teoría de juegos, expuesta por John Von Neumann, y su aplicación al estudio
de los conflictos internacionales por Thomas Schelling.
Además de las influencias mencionadas, el funcionalismo también se encuentra entre
las causas que generan el tercer debate disciplinario, el desarrollado entre realismo
y transnacionalismo (o globalismo, o interdependencia).
El transnacionalismo surge como una nueva aproximación teórica a las relaciones internacionales
en los años setenta, en un contexto de relajación de la Guerra Fría en el periodo
de la distensión entre Estados Unidos y la Unión Soviética, y de nuevas realidades
y problemas, como la culminación del proceso de descolonización, el incremento de
la interdependencia económica, la emergencia de la fractura Norte-Sur, o las crisis
económicas internacionales. No se puede rehuir la evidencia de que el transnacionalismo
surge en las relaciones internacionales en un momento histórico de pérdida de hegemonía
económica estadounidense y de descrédito de su política después del fracaso en la
Guerra de Vietnam.
Autores tan significativos de esta corriente de análisis como Deutsch, Rosenau, Keohane,
Nye, Mansbach y Vasquez sostienen que el papel del estado es importante para explicar
las relaciones internacionales, pero también es central el papel de las relaciones
transnacionales, que se entienden como las interacciones, los contactos y las coaliciones
no controlados por órganos centrales de los gobiernos que tienen como función la política
exterior.
Según el transnacionalismo, estas acciones generan actitudes de cambio en las personas
que se ven implicadas en ellas, por vía de los contactos y la aparición de nuevos
intereses. Estas acciones implican un mayor pluralismo internacional, dado que los
grupos de interés nacional se integran en estructuras transnacionales. Además, las
interacciones provocan la intervención de los gobiernos, forzados a responder a nuevas
demandas, como la ecología o los temas económicos. Finalmente, las interacciones generan
nuevos instrumentos de influencia alejados del poder militar, como por ejemplo la
opinión pública, o determinadas prácticas económicas (como el dumping).
Los transnacionalistas sostienen dos argumentos esenciales. Primero, que el estado
no es el único actor de las relaciones internacionales y, segundo, que el concepto
de lucha se ha sustituido por el de negociación, afirmando que se han ampliado los
escenarios en los que se desarrolla la política mundial, al menos en cuatro niveles:
aumento de las comunicaciones, de las redes de transporte, de los intercambios financieros
y de los viajes.
Desde el transnacionalismo (globalismo), autores como Mansbach y Vasquez subrayan
la importancia de los actores no estatales, cuyas actividades varían en cantidad y
calidad según las regiones. Los globalistas afirman que existe un único proceso político
que no distingue entre lo interno y lo exterior, y que la agenda internacional es
cambiante. Definen el concepto de actor partiendo de criterios operativos, como que
el énfasis se ha de poner en la función que ejerce el actor y no en su personalidad
jurídica, que los actores son distintos y que son relativos y temporales. Desde este
prisma, los globalistas realizan una tipología de actores, que incluye a los estados
y también a las organizaciones internacionales gubernamentales, los actores transnacionales
(u organizaciones no gubernamentales), los actores gubernamentales no centrales (como
las regiones o los municipios), los actores intraestatales no gubernamentales (como
los partidos y los sindicatos) y los individuos.
El transnacionalismo, que se continúa basando en la visión racionalista, tiene como
punto de partida la constatación de la interdependencia económica, generadora de costes
recíprocos y mutuos. La importancia de los temas económicos ocasiona, para los transnacionalistas,
el declive del poder militar en la agenda de política exterior de los estados, y un
debilitamiento del estadocentrismo en las relaciones internacionales, dado que existe
una pluralidad de actores. A los estados, que continúan siendo un actor central, hay
que añadir los actores no gubernamentales, especialmente las empresas transnacionales,
los actores intraestatales gubernamentales y no gubernamentales (los actores subestatales)
y los individuos.
Los transnacionalistas evidencian la existencia de movimientos por debajo del estado
que minan el modelo realista y la exclusividad del estado como actor internacional.
Desde este prisma, la interdependencia económica obliga a los estados a considerar
los aspectos económicos de la seguridad (y no solamente el poder militar) y reduce
las tendencias hacia el conflicto, dado que supone cooperación entre los actores.
Las cuestiones de la alta política pierden peso específico en las relaciones internacionales,
mientras que los temas de baja política (especialmente los asuntos económicos) adquieren
una importancia creciente.
Además de empezar a desarrollar teorías sobre la integración económica (los neofuncionalistas,
con Haas como exponente), transnacionalistas como Robert Keohane, Krasner o incluso
realistas como Kenneth Waltz hicieron algunas aportaciones valiosas. Keohane subraya
la importancia de las relaciones transnacionales; Krasner señala que la interdependencia
es resultado del sistema de estados; Waltz apunta que el tema decisivo en las relaciones
internacionales es sobre el poder y su distribución en el sistema internacional.
Con respecto al tema de los actores no estatales, el debate sigue abierto. Pueden
ser considerados agentes de determinados estados, y, por tanto, el peso específico
de los estados en el sistema internacional continuaría siendo central. Desde este
prisma, las empresas multinacionales podrían representar los intereses de los estados
o coincidir con ellos. Entendido así, el debate derivaría hacia una expansión del
poder del estado, no tanto en términos geográficos como en términos funcionales.
Desde otro prisma opuesto, el poder de los actores transnacionales, las empresas multinacionales
o incluso las organizaciones internacionales limitaría el poder del estado, que se
vería forzado a convivir y negociar con ellos (especialmente en el caso del Tercer
Mundo o en países menos desarrollados, o pensando en el ejemplo del Mercado Común
Europeo). Sin embargo, es difícil hacer una generalización respecto a esta afirmación,
dado que los resultados pueden variar en función de análisis particulares.
En cualquier caso, el punto importante de los transnacionalistas no se encuentra en
el debate sobre si los actores transnacionales dominan el estado, sino que su emergencia
implica la creación de nuevos equilibrios internacionales más complejos que los propios
del sistema interestatal.
1.3.5. Estructuralismo
Mientras que los transnacionalistas enfatizaban una realidad interdependiente, el
estructuralismo, también conocido en su forma simplificada como teoría de la dependencia,
tiene como punto central de partida la constatación de la existencia de una asimetría
en las relaciones internacionales. Las teorizaciones sobre dependencia surgen a finales
de la década de los cincuenta y en los años sesenta del siglo XX a partir de autores marxistas y no marxistas, y cobran importancia en un momento
histórico paralelo a la emergencia del transnacionalismo, pero centrándose sobre todo
en las consecuencias que el modelo económico capitalista tiene para el desarrollo
y el subdesarrollo económicos. Se trata, pues, de una aproximación teórica especialmente
significativa para el estudio de la fractura Norte-Sur o la fractura centro-periferia.
El pensamiento neomarxista sobre la dependencia es una puesta al día de las ideas
de autores como Lenin, Bujarin o Rosa Luxemburgo sobre la expansión del capitalismo
y el imperialismo. Autores como Baran en los años cincuenta o más tarde Cardoso y
Faletto elaboran una teorización sobre las razones de la dependencia, asumiendo que
el capitalismo no está interesado en el desarrollo de algunos países. Al contrario,
sostienen la existencia de un centro y de una periferia en el sistema internacional,
entendiendo que el desarrollo de algunos países (el centro) se lleva a cabo en términos
de explotación de otros (la periferia)
Hay varias aportaciones muy interesantes realizadas desde las teorizaciones sobre
la dependencia. En primer lugar cabe destacar la visión sistémica (teoría del sistema
mundial) de autores como Wallerstein, Gunderfrank, Amin y Galtung, que enfatizan la
existencia del capitalismo como sistema mundial basado en el principio de intercambio
desigual. En síntesis, la acumulación capitalista no concluiría su ciclo internamente
y, para producirse, dependería de factores externos. Sin embargo, la combinación de
factores internos y externos generaría distorsiones en la sociedad, dado que la dependencia
externa de capital, préstamos y tecnología conduciría a una fragmentación.
De esto deriva la relevancia de señalar la responsabilidad del sistema (económico-capitalista)
en la dependencia, y la visión pesimista sobre las posibilidades de cambio y desarrollo,
a causa no solo de la dependencia mecánica (comercial, tecnológica), sino de la dependencia
sistémica (que afecta a la manera en que se forman los países y cuál es la naturaleza
de su desarrollo político y económico).
En este sentido, incluso autores no marxistas, especialmente Prevish, critican las
teorías convencionales sobre desarrollo, aduciendo que este no se producirá de manera
automática y que los países no desarrollados deberían forzar sus procesos de industrialización
mediante una política de sustitución de las importaciones, aunque las debilidades
de esta última política ya resultaron evidentes en los años sesenta.
Las críticas respecto a la teoría de la dependencia se centran especialmente en la
sobredimensión otorgada a las limitaciones impuestas por el sistema capitalista y
en la minusvaloración de los márgenes de autonomía del Tercer Mundo. Sin embargo,
la visión estructuralista que aportan las teorías de la dependencia es central para
explicar la fractura Norte-Sur. Desde el prisma de la dependencia, es difícil superar
la fractura y generar un diálogo positivo, dado que el modelo dominante, el capitalismo,
impide el desarrollo o lo destruye. Se produce un choque de intereses entre el norte
y el sur motivado por el deseo del norte de mantener una estructura de dominio y explotación.
Aceptando la existencia de esta fractura, la visión liberal presenta algunas diferencias
remarcables sobre la manera de superarla. Para los liberales, sí que existe compatibilidad
de intereses entre el norte y el sur, dado que la situación de miseria y pobreza del
Tercer Mundo también afecta al norte y lo que se desarrolla, más que una dependencia,
es una interdependencia entre el norte y el sur.
Muy diferente es la visión realista (de neomercantilistas como Krasner o Tucker) sobre
la existencia de la fractura Norte-Sur, a veces simplificada desde esta visión en
una lucha entre los fuertes y los débiles. Desde su punto de vista, el mercado es
el que decide respecto a la distribución de recursos y no es posible llegar a un acuerdo
sobre un nuevo sistema de distribución de estos, ya que no se trata tanto del crecimiento
económico, sino de un conjunto de reglas y normas que el sur querría modificar para
reducir su vulnerabilidad. En definitiva, una visión que subraya el elemento del poder
como central en el debate.
1.4. El concepto de régimen internacional y nuevas corrientes teóricas
Aunque es indudable la relevancia del estructuralismo para el estudio de las relaciones
internacionales, no se ha llegado a promover un debate interparadigmático con las
otras aproximaciones teóricas, como los que ya se han señalado (el segundo y el tercer
debate) o como el que se produce en la década de los años ochenta del siglo XX entre las corrientes herederas del realismo político y las derivadas del idealismo
político y el transnacionalismo.
Este cuarto debate implica un acercamiento a las posiciones entre las dos tradiciones
y tiene como autores centrales a Robert Keohane y Kenneth Waltz. El resultado del
debate implica la transformación del realismo en neorrealismo y del transnacionalismo
en neoliberalismo. El concepto que permite una vía común integradora entre los dos
planteamientos es el de régimen internacional. Los supuestos básicos del realismo
no varían (anarquía en el sistema internacional, el estado es el actor más importante,
pero no el único, que actúa racionalmente y cuyo objetivo es el poder), pero el análisis
tiende a centrarse menos en las unidades que componen el sistema (los actores) y más
en las características de la estructura del sistema internacional. Para el transnacionalismo,
este debate integra el estudio de las instituciones internacionales (procedente del
liberalismo), dado que pueden modificar la conducta de los estados, e incorpora igualmente
conceptos de la microeconomía (mercados) aplicados al sistema internacional. El debate
revisa la teoría realista en su propuesta de comprensión del sistema internacional
como un sistema de suma cero; y se revisan los presupuestos liberales sobre su propuesta
de existencia natural de la cooperación sin relacionarla con la distribución del poder.
En definitiva, se trata de un debate sobre la naturaleza de la conducta estatal, partiendo
de dos supuestos centrales: la existencia de normas y reglas y la existencia de una
interdependencia creciente.
Las preguntas centrales en el debate son si las instituciones pueden superar la anarquía
y si hay posibilidades de cooperación internacional. Para los neorrealistas, no es
posible superar la anarquía y hay pocas posibilidades de cooperación, puesto que los
estados solo la buscan para aumentar su poder, que se continúa entendiendo en términos
de seguridad, y cuyo comportamiento se entiende en función de sus capacidades. En
contraste, los neoliberales creen en la superación de la anarquía y en las posibilidades
de cooperación, ya que los estados la necesitan para lograr el bienestar económico.
Sorprendentemente, el debate no aborda la problemática del conflicto ni su dinámica.
El regreso a la cuestión económica ya está presente en las teorías transnacionalistas
de Keohane y Nye, pero el debate entre realistas y transnacionalistas provocó que
el neorrealismo subsiguiente asumiera parte de las críticas e incorporara a su visión
de las relaciones internacionales los temas económicos. Por su parte, el transnacionalismo
resultante del debate se transformó en neoliberalismo institucional o neoliberalismo,
caracterizado por su creencia de que las instituciones internacionales (entendidas
en un sentido amplio, que incluye formas de cooperación formal e informal) tienen
un papel importante en la prevención de la guerra, a partir de la observación de que
un marco en el que hay varias instituciones interrelacionadas y complementarias (como
el marco europeo, donde se halla la OTAN, la UE y la OSCE) promueve un sistema (europeo)
más seguro y estable.
Las teorías sobre los regímenes internacionales y la hegemonía resuelven algunas cuestiones
teóricas planteadas en los debates sobre teorización de las relaciones internacionales.
Krasner y Keohane acuñan el concepto de regímenes internacionales, entendidos como
conjuntos de conducta internacional cooperativa, basada en principio en un elemento
central, el económico, e ilustrado por la existencia del sistema de Bretton Woods,
el derecho del mar o el GATT. Los regímenes consisten en un conjunto de conductas
aceptables en la vida internacional. No se trata simplemente de acuerdos formalizados
mediante un tratado, sino de ententes más amplias. Krasner define el término régimen internacional como principios, normas, reglas y procedimientos en torno a los cuales las expectativas
de los actores convergen en un área determinada de las relaciones internacionales.
Los principios son creencias; las normas son comportamientos definidos en términos
de derechos y obligaciones; las reglas son las prescripciones o prohibiciones de acciones
específicas, y los procedimientos son la toma de decisiones que prevalecen para realizar
las decisiones colectivas.
Para Keohane, los regímenes internacionales reducen la incertidumbre ocasionada por
las interacciones estatales y proporcionan marcos para llegar a acuerdos. En esta
visión, el realismo clásico no explica las relaciones internacionales, puesto que
su visión de suma cero proporciona una imagen de blancos y negros demasiado simplista.
Los estados no solamente están preocupados por los costes y las amenazas, sino por
los beneficios que comporta la cooperación. Tomando elementos de la teoría de juegos,
la cooperación, deseada por los estados, también depende de la buena reputación desarrollada
en la vida internacional. A la visión realista basada en las percepciones de amenaza
se contrapone la idea de posibilidad de superación de las malas percepciones mediante
un conjunto de normas, reglas e instituciones, que generarán un aprendizaje de los
estados y una mayor tendencia a la cooperación (por ejemplo, en procesos cooperativos
relacionados con la seguridad, como son los acuerdos de control de armamentos).
Las teorizaciones sobre los regímenes internacionales abren una serie de preguntas
interesantes y relevantes para las relaciones internacionales: en primer lugar, la
pregunta sobre si los estados adaptan sus políticas debido a la existencia de los
regímenes internacionales, o bien por otra serie de razones; en segundo lugar, la
cuestión de qué influencia tienen los regímenes internacionales en las políticas internas;
y en tercer lugar, la pregunta sobre qué condiciones se deben dar para que existan
los regímenes internacionales.
Robert Gilpin propone la idea de estabilidad hegemónica, entendiendo que las estructuras
de poder dominadas por pocos países, o por uno solo, son más proclives a la creación
de regímenes internacionales. Para Gilpin el papel de Estados Unidos es esencial en
la construcción de los regímenes, ya que, en su visión, este país ha sido capaz de
crear lo que ya se puede considerar como bienes públicos: un orden comercial, un sistema
monetario internacional y seguridad. La idea de hegemonía se basa en la constatación
de que un estado tiene una habilidad desproporcionada en su capacidad de influir,
tanto en alcance como en medios, en los otros actores del sistema internacional. El
actor hegemónico utiliza tanto la coerción, entendida de una manera amplia y no solo
como la amenaza del uso de la fuerza, como sus capacidades para generar consensos,
instrumentos que, en principio, crearían una voluntad para que los otros actores (y
esencialmente las élites) sacrificaran sus deseos de conseguir beneficios a corto
plazo para lograr mejoras a largo plazo. Evidentemente, el elemento de voluntad política
es necesario tanto para usar el poder por parte del actor dominante como por parte
de los otros actores para aceptar este poder.
Además de la aportación del concepto de régimen internacional, los resultados de este
intenso diálogo implican la estructuración de varias áreas de estudio. Por un lado,
se desarrollan las teorías modernas de la integración europea (el institucionalismo
intergubernamental o liberal de Mitrany y Haas), entendida como una red (net) basada en la convergencia de intereses, especialmente de los tres grandes (Francia,
Reino Unido y Alemania) y definida a la vez como supranacional e intergubernamental.
Por otro lado, autores como Barry Buzan, Charles Jones y Richard Little intentarán
construir una teoría de las relaciones internacionales a partir de todas las aportaciones.
Se trata del realismo estructural, que sostiene que la anarquía puede dar lugar a
una cooperación más que coyuntural; esta visión rechaza las analogías microeconómicas
y pone el énfasis en los factores sociocognitivos para comprender las interacciones
de los actores. El realismo estructural también hace otra contribución importante:
la desagregación del concepto de poder en varios poderes (económico, militar...),
que permite explicar las transformaciones del sistema internacional. Para los neorrealistas
del realismo estructural, la cooperación entre los estados permite superar el dilema
de seguridad, como es el caso de la Europa contemporánea. Entienden que el sistema
internacional se caracteriza por su «anarquía madura», y que se puede desarrollar
(desde Europa) un proceso «civilizador» extensible a otras regiones.
Otros autores, como Alexander Wendt, Friedrich Kratochwil, John Ruggie o Michael Barnett,
hacen un conjunto de propuestas, muy diversas entre sí, agrupadas en torno a la corriente
constructivista. Partiendo de la base de que el mundo está socialmente construido,
los autores dan especial importancia a los intereses e identidades de las personas
por encima de las capacidades materiales, entendiendo que hay una estructura inmaterial,
formada por prácticas sociales, que da una identidad a los actores e influye en sus
acciones y que funciona de manera unida a la estructura material que fuerza a los
actores a adoptar determinadas decisiones.
La Escuela Inglesa de Relaciones Internacionales se puede considerar cercana al realismo
estructural, puesto que afirma la existencia de una sociedad de Estados a pesar de
la anarquía internacional. Los representantes de esta escuela de inspiración grociana,
cuyos máximos exponentes son Hedley Bull, Martin Wight o Barry Buzan, sostienen que
la conducta en la política internacional está conformada a partir de las ideas, no
solo las capacidades, y que los Estados comparten cierto interés común (el miedo a
la guerra o la violencia) que los ha llevado a desarrollar, aceptar y apoyar algunas
reglas e instituciones que moderan su conducta.
Otra derivación del concepto de régimen internacional es la llamada economía política
internacional, que se inspira en el estudio de la economía por parte del pensamiento
clásico liberal, mercantilista y marxista de finales del siglo XIX y que perdió relevancia a comienzos del siglo XX, después de la Primera Guerra Mundial.
La economía política internacional surge en Estados Unidos en los años sesenta a causa
de que las teorías realistas no podían explicar las transformaciones de la sociedad
internacional. El primer autor de referencia es Robert Gilpin, que la define como
la interacción recíproca y dinámica de la búsqueda de riqueza y de la búsqueda del
poder, es decir, como la interacción entre estado y mercado, las dos encarnaciones
de la política y la economía en el mundo moderno. En otras palabras, propone la conexión
entre la política y la economía en las relaciones internacionales, una visión que
permite superar la concepción dominante de aproximación a las relaciones internacionales
como relaciones eminentemente político-militares, y a la sociedad internacional como
una sociedad fundamentalmente compuesta por estados.
Otra aportación clave de la economía política internacional es la de Susan Strange,
que enfatiza la relación entre poder, actores no estatales y mercado, afirmando que
se ha producido un desplazamiento del poder a favor de los mercados en detrimento
del Estado.
Sin embargo, en los años ochenta surgen en el contexto académico del Reino Unido,
Australia y Canadá posiciones críticas respecto al tratamiento de los temas económicos
por parte de las relaciones internacionales desde el mundo teórico dominante, el estadounidense.
La nueva corriente está influida por las ideas de la Escuela de Frankfurt, y especialmente
de Jürgen Habermas, y los autores que la aplican a las relaciones internacionales
son Robert Cox, Andrew Linklater y Richard Ashley. Así surge la economía política
internacional crítica, que rechaza la visión dominante y sostiene que no es posible
la neutralidad teórica y que el conocimiento no es objetivo, dado que la teoría es
para alguien y tiene algún propósito, y que el investigador forma parte de un contexto
social, en un espacio y un tiempo determinados.
En otras palabras, no es posible distinguir entre hechos y valores, puesto que el
análisis de los hechos incorpora los valores propios del investigador. Así, desde
la crítica se postula que las teorías dominantes en relaciones internacionales habían
sido «teorías solucionadoras de problemas –problem-solving theories–», en el sentido de contemplar el mundo, las relaciones de poder existentes y las
instituciones, y hacer que funcionen bien, sin cuestionar el orden existente y haciendo
que parezca natural e inmutable. De manera específica, afirman que las teorías existentes
sirven a los intereses del orden dominante, especialmente a las élites de los estados
desarrollados.
La teoría crítica influenciada por la Escuela de Frankfurt, postula la necesidad de
desafiar el orden dominante, analizando y ayudando a los procesos sociales que potencialmente
pueden conducir a un cambio emancipador. Los críticos sostienen que los estados no
tienen que ser el centro de análisis, por su diversidad, porque son la causa de la
inseguridad en el sistema internacional y porque algunos son una fuente de amenaza
para su propia población. El centro del análisis deberían ser los individuos. Rechaza
el sistema o los actores como unidades de análisis y propone, en cambio, el conjunto
de relaciones sociales determinadas por la estructura social en un momento determinado,
lo que el canadiense Cox, inspirándose en Gramsci, denomina «estructura histórica»,
compuesta por un grupo de fuerzas (las capacidades materiales, las ideas y las instituciones)
que impone presiones y limitaciones al comportamiento de los estados.
1.5. Reflexiones sobre poder, orden y moralidad en las relaciones internacionales
El poder
Como habíamos visto al revisar el concepto de régimen internacional en el apartado
anterior, el debate sobre la hegemonía y la estabilidad hegemónica nos remite a otra
pregunta central. Dado que la distribución de poder es tan importante, deberíamos
preguntarnos qué es el poder. El poder, entendido como producción de efectos intencionados,
se analiza en términos de diferentes concepciones de poder, y no hay una única aproximación
analítica, aunque en general se asocie el poder con el poder militar, marginando otras
formas de poder.
Definir el poder es complejo. Aron entiende que el poder es forzar a alguien a hacer
algo, imponer la voluntad sobre los otros y resistir los intentos de los otros para
imponer su voluntad. Esta definición provoca que el elemento de coerción esté presente
en la idea de poder y que desde el realismo político se vincule el poder con la fuerza.
Sin embargo, el poder también está vinculado a la autoridad y a la legitimidad. El
ejercicio del poder aparece así vinculado a la reputación y al prestigio de los actores,
y también a la legitimidad de su uso, entendido como la aceptación de la manera en
que se adoptan las decisiones, más o menos democrática. Igualmente, el poder está
asociado con la capacidad para ejercer influencia, en el doble sentido de la capacidad
de manipular las situaciones del mundo real y la capacidad para manipular las percepciones
del resto de los actores.
El ejercicio del poder en el sistema internacional remite al debate sobre quién prevalece
cuando los asuntos son conflictivos o controvertidos. Y esto plantea el tema central
de quién dispone de poder para controlar el proceso de toma de decisiones o influir
en él.
Los elementos del poder, siguiendo a Morgenthau, son un conjunto amplio. Por un lado,
están los elementos materiales, como los recursos, la posición y las características
geográficas, la población, su nivel formativo, la riqueza y la fuerza militar. Y,
por otro lado, otros elementos, como las ideas y la ideología, el prestigio, la adaptabilidad
de utilización de los recursos en contextos particulares y, sobre todo, la voluntad
política, que es resultado de los objetivos y las ambiciones que tienen los actores.
Podemos agrupar las características del ejercicio del poder en tres categorías. En
primer lugar, encontramos el contexto en el que se ejerce el poder, que nos permitirá
diferenciar entre el poder percibido y potencial y el poder real. El contexto se desarrolla
en un marco político incierto y cambiante, y esto supone que actores con un gran poder
puedan tener una influencia limitada en situaciones particulares. En segundo lugar,
el ejercicio del poder depende de la naturaleza del proceso en sí, en el sentido de
que un actor con más capacidades para movilizar recursos que otro no puede asegurar
un resultado deseado. El ejemplo de la Guerra de Vietnam, que enfrentó a Estados Unidos
con la guerrilla sudvietnamita, y que perdió Estados Unidos, es una buena ilustración
de lo que significamos. La cantidad de recursos disponibles que tiene un actor es
una condición necesaria pero no suficiente, dado que su utilidad depende de la organización
de la eficacia. Además, dos actores con recursos desiguales pueden actuar también
partiendo de una asimetría en sus compromisos, de modo que la desventaja de recursos
quede más que compensada con la firmeza y la voluntad en el mantenimiento de los compromisos.
Es más, los costes de utilizar el poder (especialmente el poder militar) puede que
no sean asumibles por el actor más poderoso o pueden ser inaceptables en la escena
internacional. En tercer lugar, la evaluación del ejercicio del poder permite distinguir
entre la efectividad y la utilidad de este. La efectividad depende de la buena organización
de los recursos, mientras que la utilidad es el resultado del equilibrio entre los
costes y los beneficios, que debería incluir los costes y beneficios derivados de
la no acción.
El orden
Si bien afirmamos que el sistema internacional es cada vez más complejo, la pregunta
sobre cómo ordenar este sistema internacional, es decir, el problema del orden internacional,
ha estado presente también en las diferentes aproximaciones teóricas para el estudio
de las relaciones internacionales.
Aunque el realismo político reniegue de la aspiración a la paz perpetua y piense que
los actores (los estados) viven en conflicto permanente y no es posible un mundo ordenado,
es obvio que los estados y los otros actores no están constantemente luchando entre
sí, por lo que podemos afirmar que los dos fenómenos, el de la cooperación y el del
conflicto, se desarrollan en el sistema internacional. Podríamos decir que hay conflicto
debido a un conjunto de factores, como el miedo o la escasez. Pero también las relaciones
entre los estados han mejorado de manera sustancial y positiva, por lo que hay cooperación.
Como afirma Bull, hay elementos de orden en el sistema internacional, si bien el concepto
de orden tendría que distinguir entre el orden interestatal y el orden en el mundo,
el orden mundial. El orden interestatal afecta a las relaciones entre los estados,
que se han dotado de un conjunto de mecanismos para proporcionar estabilidad al sistema:
preservar la independencia de los estados y garantizar la paz (cuando menos la limitación
del conflicto). Es en sí mismo un orden seguramente necesario, basado en el equilibrio
de poder, pero también esencialmente injusto, ya que proporciona orden a expensas
de causar desorden en otras áreas.
El concepto de equilibrio de poder es la respuesta clásica del realismo político al
problema del orden, ya que se desconfía de las virtudes del derecho internacional
en un sistema compuesto por estados independientes que son iguales desde el punto
de vista jurídico y han consagrado el principio de no injerencia como base de sus
relaciones. Autores como el mencionado Bull, o Kissinger, definen el equilibrio de
poder como prevenir la emergencia de un único estado o alianza que prevalezca sobre
el resto, mediante la creación de un contrapoder (sin descartar llevarlo a cabo a
través de medios militares). El contrapoder se genera mediante el fortalecimiento
del poder de un actor y mediante la suma de poder que representa una coalición. Se
observa la centralidad del estado y del poder militar en esta concepción del equilibrio
de poder y, por tanto, la proclividad de los estados a usar la violencia. Como señala
Morgenthau, el equilibrio de poder no impide la guerra, sino que esta puede resultar
una necesidad del sistema para sobrevivir, por lo que se desarrolla una asociación
problemática entre la idea de equilibrio de poder y la paz.
El sistema de equilibrio de poder puede ser multipolar, con varios polos de poder
que se vigilan y «equilibran» entre ellos, o bipolar, que supone la existencia de
dos estados o agrupaciones que se equilibran por la vía del antagonismo. Precisamente
este –la polarización de las percepciones y el incremento de los riesgos– es uno de
los argumentos esgrimidos en contra de la bipolaridad, el sistema que caracterizó
el periodo de la Guerra Fría de la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, desde el propio realismo político, autores como Waltz piensan que un
sistema bipolar es mucho más estable que un sistema multipolar.
No obstante, el orden mundial implica la elección de mecanismos para ordenar un marco
de relaciones mucho más complejo y que afecta a la sociedad humana. Desde este prisma,
el centro de atención es el individuo, y no los estados. Desde una posición maximalista,
u orden óptimo, la aspiración debería ser la consecución de la paz (no la limitación
del conflicto), el bienestar económico y el respeto por los derechos humanos. Desde
una posición minimalista, el orden mundial sería mantener la violencia en límites
tolerables, de manera parecida a lo que ocurre en la dinámica del sistema interestatal.
Es evidente que entre las dos posiciones, la maximalista y la minimalista, existen
diferentes estadios que plantean no solo el problema de cómo avanzar hacia un orden
mundial progresivo (maximalista), sino de qué lugar ocupa la justicia en el debate.
Los mecanismos para proporcionar orden al sistema son injustos: el conflicto se puede
reducir mediante la jerarquía, que es fruto de la desigualdad; los derechos humanos
pueden generar tensiones respecto a la seguridad del estado. En definitiva, hay una
tensión no resuelta entre orden y justicia.
La moralidad en las relaciones internacionales
Esto nos remite a la cuestión sobre cuál es el lugar de la moralidad en las relaciones
internacionales. No solamente las cuestiones morales ya mencionadas (las guerras justas
o injustas) son parte fundamental de la práctica de las relaciones internacionales,
también los individuos que analizan estas relaciones tienen sus propios códigos morales
y no hay ninguna teoría ni aproximación teorizante libre de valores o neutra. Recordando
a Kart Popper, los valores guían la investigación.
Para los realistas (que no son amorales) hay unos límites para la elección moral,
ya que los costes de su aplicación serían catastróficos, en sintonía con la distinción
maquiaveliana entre moral pública o del estado y moral individual. Para ellos, sin
llegar a las posiciones maximalistas de Carr (que no contempla la moralidad en las
relaciones internacionales), los juicios morales son ambiguos, no hay un código operacional
único y, si existe, no hay un marco político adecuado para aplicarlo. De hecho, el
propio Morgenthau admite que el interés nacional también implica elecciones morales.
Sin embargo, desde un prisma kantiano, la moralidad sería la clave en las relaciones
internacionales, y debería aplicarse algún tipo de moralidad a la vida interna e internacional,
en el sentido de que un objetivo nunca puede justificar el uso de métodos reprobables
(el buen fin no justifica los males medios). Para los críticos a la posición realista,
la visión kantiana de moralidad cosmopolita es una buena respuesta al problema de
la moralidad, dado que proporciona una manera de acercarse a un sentido de la justicia
y comunidad globales.
2. El sistema internacional. Instrumentos de análisis
2.1. Los actores del sistema internacional: definición y tipología
Partiendo de una definición básica y genérica de actor como aquella entidad cuyo comportamiento
incide en la vida internacional, la pluralidad de actores es muy variada, aunque solo
se considerarán los actores cuyas acciones traspasan las fronteras nacionales hacia
el plano internacional, una arena donde ejercen varios grados de influencia.
2.1.1. El estado
La centralidad del actor estado en el estudio de las relaciones internacionales es
una de las características básicas del realismo político, pero también su importancia
como actor internacional es muy relevante en las otras aproximaciones teóricas al
estudio de las relaciones internacionales.
Características principales
El estado que hoy conocemos en términos internacionales surge de la creación del sistema
de estados en el Tratado de Westfalia en 1648, que consagró el principio de la soberanía.
Soberanía es el monopolio de la autoridad política (la del soberano) sobre un territorio,
que además no está sometida a ninguna autoridad externa o superior (a un imperio o
a un jefe religioso). Esta característica es única para el estado respecto al resto
de los actores internacionales y permite que, desde el punto de vista jurídico, todos
los estados sean iguales. La soberanía implica, desde el plano teórico, que el estado
tiene supremacía sobre cualquier otra autoridad interna y posee el monopolio del uso
de la fuerza, e independencia sobre cualquier autoridad externa.
Sin embargo, también va unida a otros elementos constitutivos del estado, como el
territorio, la población, el gobierno y el reconocimiento por parte del resto de los
estados. Territorio, población y gobierno son los elementos básicos del estado como
organización política. El reconocimiento internacional es lo que hace al estado sujeto
de derecho internacional. El principio de igualdad jurídica de los estados implica
la creación de unas bases que regulan la conducta entre los estados y que están reconocidas
en la Carta de las Naciones Unidas: la igualdad desarrolla la idea de no intervención
y no injerencia en los asuntos de otros estados, y el no recurso al uso de la fuerza.
A pesar de la igualdad jurídica que se ha mencionado, el análisis de estos elementos
es por sí mismo un factor explicativo de la desigualdad real entre unos y otros estados.
Cada uno de los elementos, en sus diversas dimensiones, ofrece una imagen de las capacidades
de las que disponen los estados. Podemos diferenciar las capacidades tangibles, las
que son cuantificables, de las capacidades intangibles, aquellas cuya evaluación es
más compleja, dado que no se pueden medir con facilidad.
Dentro de las capacidades tangibles, destaca el territorio: todos los estados disponen
de uno, pero un simple análisis comparativo de la superficie de algunos estados ofrece
grandes diferencias entre unos y otros.
Algo parecido sucede con la población. Hay estados densamente poblados y otros semidesérticos,
y también sabemos que dos países, la India y China, concentran dos terceras partes
de la población mundial, pero no podemos extrapolar más conclusiones. Esto apunta
a la necesidad de que al criterio cuantitativo se adjunte un elemento cualitativo,
relacionado con las capacidades intangibles antes mencionadas, y que integra, por
ejemplo, la formación de la que dispone la población de un país, parte fundamental
de cómo es su capital humano.
También podemos tomar como base de comparación otros indicadores, como por ejemplo
el porcentaje de desocupación y el de trabajo infantil que nos conducen, de nuevo,
a comprobar las desigualdades reales existentes entre los estados.
De este modo, podemos hacer varias clasificaciones de los países según los indicadores
que seleccionamos.
La comparación generalmente más aceptada y más completa es el índice de desarrollo
humano (IDH), llevada a cabo por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo
(PNUD) y publicado anualmente. El estudio anual del PNUD se basa en un conjunto de
indicadores muy amplio, del cual destacan tres por su importancia: el producto interior
bruto (PIB) real por habitante, la esperanza de vida al nacer y el índice de educación.
La comparación ofrece como resultado una clasificación básica de países con IDH alto,
medio o bajo.
Los países con un IDH alto corresponden a países desarrollados y del norte, mientras
que la mayoría de los países con un IDH bajo son países poco o nada desarrollados
y se ubican en el sur, esencialmente en el África subsahariana.
En definitiva, el conjunto de las variables tangibles permite hacernos una idea aproximada
de las capacidades de las que dispone un estado y nos permite ya introducir el concepto
de jerarquía, todavía en un nivel muy difuso. El territorio, por ejemplo, no solamente
se puede medir por su tamaño, sino por otras características –si se trata de un país
marítimo, si tiene ríos importantes– que permiten apreciar a priori algunas de sus capacidades y dependencias. Un país sin ríos caudalosos es posible
que tenga necesidades de agua dulce; un país sin salida al mar se verá privado de
un acceso muy importante a las grandes vías de comunicación y comerciales marítimas.
Igualmente, el territorio permite concluir si se trata de un país muy grande, pero
sin recursos, o, por el contrario, de un país muy pequeño (como es el caso de los
microestados), pero que ha desarrollado capacidades en algunos ámbitos; también, si
se trata de un archipiélago, nos hará comprender en una primera aproximación los efectos
que esto implica para gestionarlo a todos los niveles.
La población, por sí misma, tampoco es un indicador absoluto que nos pueda explicar
la importancia de los estados; hay estados muy densamente poblados, pero que no disponen
de los recursos necesarios o no los pueden gestionar eficazmente para aumentar su
poder.
La edad y la historia son variables auxiliares, que permiten apreciar si se trata
de estados antiguos y con una trayectoria larga, ya consolidados, o nuevos, fruto
muchos de ellos de las oleadas descolonizadoras de la segunda mitad del siglo XX; o bien si se trata de estados artificiales, como el caso de los estados tapón, siempre
sometidos a tensiones, creados para establecer un territorio de separación entre estados
poderosos y potencialmente rivales, como en el caso de Nepal, que separa la India
de la República Popular de China.
La medida económica y la medida militar son seguramente las variables tangibles más
útiles para analizar al actor estado. Además de estas, encontramos un conjunto de
variables intangibles, como el grado de cohesión de la población, el prestigio, la
moral nacional y la eficacia administrativa. Estas variables no se pueden medir, pero
deben valorarse porque son muy importantes para el análisis de las relaciones internacionales.
Asimismo, debemos considerar variables relacionadas con la voluntad política de los
líderes, entendida como la voluntad para movilizar recursos y transformarlos en influencia
política.
Como veremos más adelante, las capacidades de los estados tienen valor y utilidad
para medir su posición y su peso en el sistema internacional, un sistema que tiene
una estructura de poder que limita externamente los estados, y cuyos límites son establecidos
por las potencias tanto en función de sus recursos como en la definición de las reglas
del juego internacional.
Política exterior y política interior. Instrumentos de la política exterior
Los conceptos de política exterior y política interior son difíciles de precisar.
Cada vez son más evidentes las dificultades para desvincularlas, ya que, de hecho,
las barreras diferenciadoras tienden a desaparecer. Sin embargo, podríamos concretar
lo siguiente: la política interior es la organización estatal dentro de un territorio
definido por las fronteras de un estado, con un aparato jurídico y unos dirigentes
que aplican determinadas políticas en los órdenes económico, social, educativo...
La política exterior es la parte de la actividad estatal volcada hacia afuera, una
estrategia o acción planificada de un estado vis a vis con otros estados con objeto
de lograr determinados objetivos relacionados con su interés nacional. De esto se
deriva que la política exterior de cualquier actor es esencialmente continuista y
continua, por lo que respecta a sus objetivos centrales y al proceso de adoptar y
aplicar decisiones, respectivamente.
Se pueden generalizar dos macrotipos de política exterior, definidos respecto al papel
del estado en el sistema internacional o en el subsistema regional en que participa:
la política exterior de statu quo es aquella que pretende el mantenimiento de las reglas de juego internacional o regional,
porque las considera beneficiosas para sus intereses y objetivos; la política revisionista
es la que pretende modificar o alterar estas reglas para lograr determinadas metas.
Esto nos conduce a desarrollar la idea de los objetivos de la política exterior. Desde
un prisma general, están relacionados con el interés nacional, pero son los líderes
de los estados los que les dan orientaciones específicas. Holsti señala que los objetivos
son la imagen de una situación a la que aspiran los gobiernos y que esperan conseguir
mediante la influencia en el exterior y el apoyo de otros estados. No se puede hacer
una lista de objetivos de política exterior común para todos los países. Cada uno
tiene los propios. Los objetivos pueden ser muy concretos (como recuperar un territorio
que ha sido invadido por otro estado) o muy abstractos (como extender la democracia
en el mundo). Unos objetivos permanecen en el tiempo (los relacionados con la geopolítica,
como el acceso a mares cálidos) y otros son circunstanciales. Sin embargo, los podemos
clasificar en tres grandes grupos: en primer lugar, los objetivos centrales, que afectan
a la supervivencia del estado, su soberanía y su autonomía, a su territorio y su población;
en segundo lugar, los objetivos a largo plazo, que integran el plan y la visión que
tiene un estado sobre el sistema internacional y las normas que lo rigen; en tercer
y último lugar, los objetivos a medio plazo, que incluyen su bienestar y crecimiento
económico.
La complejidad del sistema internacional ha provocado que las diferencias entre la
política interior y la política exterior se hayan ido difuminando, y también ha generado
una mayor interrelación entre los objetivos tradicionales de la política exterior
(la alta política, que concierne a los asuntos diplomáticos y político-militares)
y los objetivos de la baja política (económico-sociales, relacionados con el bienestar
y la riqueza). El entorno internacional es cambiante y cada vez los estados tienen
menos capacidad para controlar o prevenir los acontecimientos, tanto los internos
como los externos. Como consecuencia de esto, y de los cambios internos en los estados,
se ha multiplicado el número de actores (estatales, subestatales y privados) involucrados
en la política exterior. Esto conduce en la actualidad a una política exterior dislocada,
en la que se implica a un número creciente de departamentos de la Administración del
estado y en la que no hay unidad de acción en el exterior.
Dado que la política exterior afecta a áreas en las que el estado no tiene ninguna
autoridad legal, se debe basar en un conjunto de factores directamente vinculados
a sus capacidades tangibles e intangibles, y también relacionados con los determinantes
externos, el sistema de alianzas del que forme parte un determinado estado o las imposiciones
del sistema internacional. Sus actores básicos son el poder ejecutivo y el aparato
administrativo del estado.
Así, la política exterior se dota de varios instrumentos para lograr sus objetivos
por medio del ejercicio de la influencia, entendida en un sentido amplio, ya que debe
afectar a la conducta de otros actores. La gama de instrumentos incluye instrumentos
económicos, políticos, militares, de propaganda y de inteligencia, y la podríamos
ubicar entre dos extremos que van de la negociación y la diplomacia a la coerción:
la diplomacia, un instrumento de la política exterior per se, es también la técnica central, dado que implica relaciones directas de gobierno
a gobierno, comunicación y negociación, y la podemos asociar a una actitud cooperativa;
y la coerción, que consiste en aplicar la fuerza, no únicamente la fuerza militar,
e implica amenazas y castigos.
La más común de las políticas exteriores es la bilateral, entre dos estados, si bien
se ve suplementada por la diplomacia multilateral, que se desarrolla entre estados
y otros actores, fundamentalmente organizaciones internacionales.
2.1.2. Las organizaciones internacionales intergubernamentales
El incremento de las relaciones entre los estados en la Europa del siglo XIX, después del Congreso de Viena, originó la creación del concierto europeo, entendido
como compromisos entre los diferentes estados para proveer estabilidad. La institucionalización
progresiva de estas relaciones, la internacionalización del sistema de estados (especialmente
la independencia de las colonias americanas) y el aumento de los intercambios económicos
generaron la necesidad de que los estados se coordinaran en áreas técnicas y crearan
organizaciones con esta finalidad. Así surgieron las primeras comisiones y uniones
internacionales (comisiones internacionales para la navegación por los grandes ríos
europeos, Unión Postal Internacional, Oficina Internacional de Pesos y Medidas).
Desde entonces hasta la actualidad el número de organizaciones internacionales se
ha multiplicado. Su común denominador es que se trata de organizaciones compuestas
por miembros cuya naturaleza jurídico-política es exclusivamente pública y que han
creado acuerdos intergubernamentales o interestatales.
Existen varios criterios para diferenciar las organizaciones internacionales gubernamentales.
El primero de estos criterios es el de la existencia o no de restricciones respecto
al número de miembros: si no hay limitaciones, se califican como organizaciones internacionales
universales. El ejemplo más claro es de la Organización de las Naciones Unidas; si
hay limitaciones, se pueden denominar de manera genérica organizaciones internacionales
regionales, como la Organización de Estados Americanos o la Liga Árabe.
Un segundo criterio clasificador es el de sus objetivos y campo de actuación. Las
organizaciones internacionales pueden ser generales o especializadas, técnicas o políticas,
o económicas o culturales. Ninguno de estos criterios se da en la práctica con pureza
absoluta. Sin embargo, hay un objetivo común a todas las organizaciones internacionales:
que no persigan explícitamente el interés particular de uno de sus miembros, sino
el interés común de todos, excluyendo obviamente la finalidad lucrativa. Los objetivos
se formalizan habitualmente en un tratado o carta fundacional, que establece la estructura
formal, con voluntad de continuidad e imposible de controlar por un único miembro,
además de una mínima estructura autónoma permanente (secretariado). Precisamente,
el estatus formal permite conocer si la organización tiene carácter permanente o estable,
y si tiene un cierto grado de personalidad legal internacional.
Los objetivos y el campo de actuación de la organización, en una escala que va de
lo más general a lo más específico, también permiten clasificar las organizaciones
internacionales en virtud de sus grandes objetivos y orientaciones: de cooperación,
como la ONU, la Liga Árabe o el Fondo Monetario Internacional; de seguridad, como
la OTAN; etc. Hay organizaciones generales o especializadas (ONU u organismos especializados),
técnicas o políticas (la Unión Postal Internacional o el Consejo de Europa), predominantemente
políticas, económicas-culturales, de seguridad... De este modo, podemos clasificar
las organizaciones según, por ejemplo, la extensión de sus funciones: más diversificadas
(ONU, OEA, OUA) o más específicas (UNESCO). También por la extensión del campo de
actuación: universales (ONU, OIT, BM, FMI ; regionales (OUA, OEA, Consejo de Europa);
mixtas (OTAN, OCDE). Según sus funciones: actuar como foro (ONU) o como servicio (OMS,
FAO). Según su organización interna: existencia de un órgano plenario, de un consejo
de representación restringida, de un secretariado, de una división orgánica de tareas
y separación de poderes.
Precisamente, la organización y la estructura internas permiten analizar dos temas
importantes para valorar el funcionamiento de una organización: conocer el tratamiento
más o menos igualitario de cada estado y saber los que pueden ser miembros de determinados
organismos y de los mecanismos de toma de decisiones; y conocer el grado de independencia
y capacidad de decisión de los distintos órganos respecto a los estados miembros.
Estructura y mecanismos de toma de decisiones
En general, las organizaciones internacionales gubernamentales tienen estructuras
básicas similares, aunque debido a la heterogeneidad y la complejidad de muchas de
estas organizaciones resulta muy difícil precisar la estructura y los mecanismos de
toma de decisiones de una manera generalizable.
La estructura típica integra un consejo, un secretariado y una asamblea, y a veces
también pueden disponer de comisiones ejecutivas, consejo económico y social y tribunal.
El consejo es el máximo organismo decisorio y representa la voluntad colectiva de
los países miembros. Se compone generalmente de funcionarios de cada uno de los países,
aunque a veces se puede reunir en el ámbito de jefes de Estado o de Gobierno, en lo
que se suele denominar cumbres. El secretariado es el órgano administrativo sin poderes
políticos. Cuando existe, la asamblea o parlamento no tiene poderes legislativos,
a diferencia del caso de los parlamentos nacionales, sino que se ocupa de tareas de
asesoramiento y de control (por ejemplo, el presupuestario). Lo mismo sucede con los
comités económicos y sociales. Estos órganos suelen ser foro de los distintos actores
e intereses para conseguir influencia en las organizaciones. Los tribunales de justicia
son órganos para dirimir disputas entre los miembros de la organización y para emitir
opiniones no vinculantes.
El papel que tienen las organizaciones internacionales en el sistema internacional
es diferente según la aproximación teórica de partida. Para el realismo, las organizaciones
internacionales son una prolongación de los estados, entendiendo que no son actores
independientes, sino objetos de los estados y de las relaciones internacionales. El
idealismo, por su parte, entiende que las organizaciones internacionales son instrumentos
para superar el estado internacional de anarquía, entendiendo que son autónomas, y
por tanto sujeto y objeto de las relaciones internacionales. Una aproximación más
integradora entiende las organizaciones internacionales como instrumentos de la política
exterior de los estados. Pero las organizaciones internacionales también pueden servir
de modificadores sistémicos de la conducta de los estados, como sucedió con la propia
ONU después de los procesos de descolonización. Asimismo, los cambios en las conductas
de los estados pueden afectar a los objetivos y las misiones de las organizaciones
internacionales, como fue el caso de la OTAN, que de ser una organización para contener
a la Unión Soviética durante la Guerra Fría se convirtió en una organización que integró
a los países del antiguo bloque del Este después del final de la Guerra Fría.
Multilateralismo y organizaciones internacionales. La Organización de las Naciones
Unidas
La Organización de las Naciones Unidas, creada en 1945, es fruto de la voluntad de
los líderes de los estados aliados en la Segunda Guerra Mundial de crear una organización
internacional que superara las deficiencias de la Sociedad de Naciones, dando por
sentado que no había podido evitar la escalada de tensiones que desembocó en 1939
en el inicio de la guerra. Así, la carta fundacional de la nueva organización consagraría
los principios del mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, con la
clara intención de convertirse en una organización de seguridad colectiva, como sistema
de cooperación política en el que todos los miembros comparten los mismos principios
y las mismas reglas. La Carta de las Naciones Unidas, firmada en San Francisco (Estados
Unidos) por cincuenta y un estados, casi todos los que había en aquel momento, también
consagró la igualdad soberana de todos sus miembros, la prohibición del uso de la
fuerza y el recurso a medios pacíficos para resolver los conflictos, y la cooperación
internacional. El número de estados de la ONU se ha incrementado de manera exponencial
hasta llegar a los 193 miembros actuales. A pesar de las sucesivas ampliaciones, la
estructura de órganos y de toma de decisiones permanece inalterada en la actualidad.
La estructura organizativa combina dos tipos de órganos, los autónomos y los no autónomos.
Los tres órganos autónomos son la Asamblea General, el Consejo de Seguridad y el Tribunal
Internacional de Justicia.
La Asamblea General tiene carácter universal, está basada en el principio de igualdad
de todos los miembros, y tiene funciones consultivas y de recomendación. Las decisiones
importantes, las relacionadas con la paz y la seguridad, la admisión de nuevos miembros
y el presupuesto se adoptan por una mayoría de dos tercios. El resto de las decisiones
se aprueba por mayoría simple.
El Consejo de Seguridad es un órgano de carácter restringido del cual forman parte
las cinco grandes potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial (Estados Unidos,
Unión Soviética, China, Francia y Reino Unido) y que intentaba plasmar el reparto
de poder mundial en aquel contexto histórico.
Es un órgano permanente que tiene como principal misión los temas relacionados con
el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales. Se compone de quince miembros,
los cinco permanentes y diez más que son elegidos a propuesta de la Asamblea General
por mandato de dos años. La gran particularidad de este órgano es que sus decisiones,
además de ser obligatorias para los miembros de la ONU, tienen reglas específicas.
Las decisiones sobre cuestiones de procedimiento se aprueban por nueve votos a favor,
sean quienes sean los miembros que votan a favor o en contra; no obstante, las cuestiones
de fondo, las que incumben a la paz y la seguridad internacionales, necesitan la aprobación
de nueve miembros y que ninguno de los miembros permanentes vote en contra. Este mecanismo
es lo que se conoce como derecho de veto de los miembros permanentes y ha sido utilizado
ampliamente por las grandes potencias, especialmente a lo largo de la Guerra Fría.
El derecho de veto
Las razones del abusivo ejercicio del poder de veto en el Consejo de Seguridad se
deben a la lógica de la Guerra Fría, que paralizó el trabajo de este órgano y de buena
parte de la organización durante varias décadas. De hecho, no solamente el Consejo
de Seguridad no cumplió sus objetivos fundacionales, sino que otros temas relacionados
con la seguridad, como el control de la energía atómica o la no proliferación nuclear,
quedaron bloqueados por los intereses y la práctica política de las grandes potencias.
Así, las provisiones del capítulo VII de la Carta (utilizar la fuerza para restaurar
la paz y seguridad internacionales y crear una fuerza militar propia) nunca se introdujeron
debido a los desacuerdos entre los grandes.
El pobre papel que tuvo la ONU durante la Guerra Fría en temas concernientes a la
paz y la seguridad internacionales provocó que la iniciativa en estos temas quedara
en manos del Secretariado Internacional y la Asamblea General, órganos que a partir
de 1960 empezaron a crear misiones de mantenimiento de la paz a las que se incorporó
posteriormente el Consejo de Seguridad. Estas misiones, lejos de los propósitos iniciales
coercitivos, se limitarían a tareas orientadas a reducir las tensiones e impedir (no
siempre con éxito) la reanudación de la violencia, con el consentimiento previo de
las partes afectadas. Habría que esperar todavía unas cuantas décadas, hasta el final
de la Guerra Fría, para que las misiones de paz de las Naciones Unidas cobraran nuevas
dimensiones.
El tercer órgano autónomo es el Tribunal Internacional de Justicia, cuyo estatuto
forma parte de la Carta Fundacional de las Naciones Unidas. Está integrado por quince
jueces elegidos conjuntamente por la Asamblea General y el Consejo de Seguridad por
periodos de nueve años. Su función principal es dirimir controversias entre los países,
basándose en su participación voluntaria: si un estado acepta participar en él, está
obligado a acatar la decisión que formule la Corte Internacional. El tribunal tiene
competencias sobre los temas a los que los someten las partes y en controversias jurídicas
entre estados que hayan reconocido la jurisdicción del tribunal. También puede elaborar
dictámenes (opiniones consultivas) a petición de otros órganos de la organización.
Además de los órganos mencionados, la organización de las Naciones Unidas dispone
de otros tres órganos no autónomos que dependen de la Asamblea General y del Consejo
de Seguridad. El Consejo Económico y Social, bajo la autoridad de la Asamblea General,
coordina la tarea económica y social de las Naciones Unidas y del sistema de Naciones
Unidas y sus organismos especializados. Está integrado por 54 miembros elegidos por
la Asamblea General por periodos de tres años. El Consejo de Administración Fiduciaria
fue creado, en su origen, cuando todavía había territorios no autónomos, para supervisar
una serie de territorios administrados por siete países miembros y garantizar su acceso
a la independencia o la autonomía. En 1994 ya había completado su tarea y en la actualidad
ha modificado su reglamento y ha pasado a estar compuesto por solo los cinco miembros
permanentes del Consejo de Seguridad. El secretario general es el responsable de la
administración de las Naciones Unidas. Además de estas funciones, ya de por sí complejas,
el secretario general cumple funciones diplomáticas y políticas importantes, como
la de mediación o advertencia al Consejo de Seguridad de un problema que afecte a
la paz y la seguridad internacionales. Es también el responsable de preparar el presupuesto
y es depositario de los tratados internacionales suscritos en el marco de la organización.
Aparte de los seis órganos reseñados, el sistema de las Naciones Unidas está integrado
por otras quince organizaciones independientes vinculadas a la ONU mediante acuerdos
de cooperación.Todas estas organizaciones son órganos autónomos formados por acuerdos
intergubernamentales, funcionan con sus propios órganos rectores y disponen de su
propio presupuesto.
2.1.3. Los actores transnacionales
Los actores transnacionales van unidos al fenómeno de la transnacionalidad. Como ya
se ha mencionado, Keohane y Nye explican el fenómeno de la transnacionalidad partiendo
de la constatación de que las relaciones internacionales sobrepasan el marco estatal.
No solo ha habido un aumento de la interdependencia, dado que las interacciones en
la sociedad internacional no parten únicamente de los gobiernos, sino también de los
actores no gubernamentales. Los actores transnacionales no son estados, son organizaciones
privadas o públicas no estatales, son movimientos o grupos de presión. Se pueden establecer
tipologías diversas según criterios como territorialidad, objetivos o funciones.
Entre los actores transnacionales hay dos tipos básicos muy diferenciados entre sí:
las organizaciones internacionales no gubernamentales, que surgen a iniciativa privada
y que tienen como objetivo genérico la solidaridad internacional y tienen distinta
implantación, y las corporaciones multinacionales.
Todos estos actores tienen en común un conjunto de características: organizan actividades
que incluyen a varios países; sus objetivos no están relacionados con un territorio
determinado, y las partes que los componen son esencialmente no políticas en el sentido
de política gubernamental.
Las organizaciones no gubernamentales (ONG)
Como ocurre en el caso de las organizaciones internacionales gubernamentales, las
primeras organizaciones no gubernamentales surgen en el siglo XIX, a iniciativa privada y orientadas a una amplia variedad de temas que van del humanitario
al científico.
El fenómeno de las organizaciones no gubernamentales es un fenómeno amplio, que incluye
asociaciones de productores y consumidores, grupos religiosos, organizaciones profesionales,
sociedades médicas y legales, sindicatos...
Se puede definir la organización no gubernamental como el movimiento constituido de
manera duradera por particulares pertenecientes a diferentes países para la consecución
de objetivos no lucrativos. Por tanto, las organizaciones internacionales no gubernamentales
están definidas por dos criterios centrales: la integración internacional no lucrativa
y la participación voluntaria.
Las primeras ONG aparecen vinculadas a movimientos confesionales, como la Sociedad
Británica Antiesclavista de 1823, el Congreso de Pacifistas de 1848 o la Cruz Roja
Internacional de 1864. Muchas de estas organizaciones están vinculadas al sistema
de las Naciones Unidas, como Amnistía Internacional, creada en 1961; la Cruz Roja,
creada en 1863; la Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales, creada
en 1949; la Confederación Mundial del Trabajo, creada en 1920, la Unión Interparlamentaria,
creada en 1889, la Federación Mundial de Ciudades Unidas, creada en 1957, o la Cámara
Internacional de Comercio, creada en 1920. También hay organizaciones internacionales
mixtas, con doble representación, gubernamental y no gubernamental, como la Unión
Internacional de Telecomunicaciones.
Mención aparte merecen las organizaciones no gubernamentales de cooperación para el
desarrollo. Su origen se remonta a las colectas para recaudar donaciones para el Tercer
Mundo, motivadas por el interés de sectores de opinión pública de los países europeos
de concienciar sobre la responsabilidad histórica en el desarrollo de los países pobres.
Las ONG de desarrollo permiten la coparticipación con organizaciones de los países
no desarrollados partiendo de la necesidad mutua; realizan cooperación de urgencia
y cooperación partiendo de programas y proyectos a medio y largo plazo. Las ventajas
de las acciones de estas ONG se basan en la relación que se establece, que no es de
gobierno a gobierno, sino de pueblo a pueblo; igualmente, permiten la recepción de
ayuda allá donde no hay programas de la gubernamental Ayuda Oficial al Desarrollo.
La clasificación de ONG para el desarrollo es muy amplia: ONG que trabajan por programas
y proyectos, facilitando materiales, financiación y ayuda técnica; especializadas
en la educación, cuya tarea central es la sensibilización de la opinión pública; especializadas
en el voluntariado hacia los países no desarrollados; y ONG que se centran en el estudio
de los temas vinculados a la cooperación y al desarrollo.
Las corporaciones transnacionales
Las corporaciones transnacionales son un fenómeno histórico y muchas veces han estado
vinculadas al fenómeno de la colonización, como el caso de una de las más antiguas
de las que se tiene referencia, la británica Compañía de las Indias. Las empresas
de las potencias coloniales europeas y estadounidenses se fueron implantando en muchos
territorios con el objetivo de controlar el acceso a las materias primas y dar salida
a sus excedentes de producción. Desde entonces, las corporaciones multinacionales
han diversificado sus actividades, obedeciendo a los cambios del sistema económico
que crean un mercado cada vez más unificado e impulsando la concentración de empresas.
Las corporaciones multinacionales tienen rasgos distintivos específicos, dado que
no tienen personalidad jurídica internacional y solo están sometidas al derecho nacional,
determinado por el lugar de su sede. Esto significa que buena parte de sus actividades
escapan a la regulación y al control nacional.
El papel de las corporaciones multinacionales en las relaciones internacionales es
muy importante: dividen el trabajo a escala mundial, mediante la creación de monopolios
y oligopolios, y penetran en las fronteras nacionales, influyendo o incluso generando
perturbaciones en diferentes niveles dentro y fuera de los estados, en el mercado
del empleo, en el nivel de vida de las poblaciones, en los flujos de capitales, en
la cotización de las monedas y en los equilibrios de las balanzas de pagos.
Algunas corporaciones multinacionales son más poderosas que algunos estados y, en
casos extremos, pueden llegar a suplantarlos. Sin embargo, también se las puede considerar
como actores al servicio de los gobiernos, o, cuando menos, actores que comparten
determinados intereses con algunos estados.
El poder de estos actores no es solamente económico, sino también político. En el
plano económico, la empresa transnacional es un sistema de producción o prestación
de servicios que está integrado por unidades localizadas en diferentes países, pero
que responde a una estrategia centralmente planificada en la sede y dispone de la
propiedad de todo o de parte del capital de las empresas subsidiarias. Además, las
corporaciones multinacionales, por vía de las empresas subsidiarias, realizan inversión
extranjera directa en los países en los que se implantan, fuera del estado donde está
su sede.
Uno de los impactos positivamente valorado que tienen las corporaciones multinacionales
se da a partir del proceso de inversión que realizan, dado que contribuyen al crecimiento
y a la ocupación en los países donde se implantan. Sin embargo, a menudo incurren
en prácticas de dumping (vender por debajo de los precios de mercado) para hacer desaparecer a la competencia
local, con la subsiguiente pérdida de ocupación y el debilitamiento del tejido económico.
Otro de los impactos, esta vez a escala mundial, protagonizado por las corporaciones
multinacionales se debe a la creciente deslocalización y movilidad de las empresas,
una situación que genera una pérdida del poder del estado para regular la actividad
económica y evitar el dumping social y la desnacionalización de los sistemas jurídico-laborales.
En el plano político, las corporaciones multinacionales no deben considerarse como
gobiernos a la sombra, dado que operan en marcos competitivos y no tienen lealtades
permanentes, más allá del aspecto económico. Aun así, influyen en el aspecto político,
ya que son grupos de presión sobre los gobiernos para que las decisiones que estos
adopten se acerquen a sus objetivos.
2.1.4. Otros actores internacionales
Bajo el epígrafe de otros actores internacionales se encuentran una pluralidad de
actores muy heterogénea. Su influencia en los asuntos internacionales no puede ser
generalizada, sino que debe analizarse caso por caso.
Mansbach, desde el transnacionalismo, elaboró una clasificación de actores en la que,
además de los ya mencionados (estados, organizaciones internacionales intergubernamentales
y actores transnacionales), se incluían los actores gubernamentales no centrales (entendiéndose
como tales los gobiernos locales y las regiones), los actores intraestatales no gubernamentales
(partidos políticos, asociaciones, grupos de presión) y los individuos.
El papel de los actores gubernamentales no centrales (también denominados actores
subestatales) en las relaciones internacionales no es un fenómeno que aparezca en
la época del transnacionalismo, puesto que varias décadas atrás Québec (Canadá) o
los cantones helvéticos tenían cierta presencia internacional. Sin embargo, la gran
dimensión y la multiplicación de este tipo de actor han crecido y se han extendido
en la contemporaneidad especialmente en el ámbito europeo y, a menor escala, en otras
regiones. Sus acciones se relacionan con la acción exterior, cada vez menos patrimonializada
por el estado, y constituyen ejemplos de diplomacia no central, proyección exterior
y cooperación al desarrollo. Adicionalmente, en función de cuáles sean los marcos
de competencias y procesos de descentralización de los estados (modelos federal o
autonómico), los actores subestatales también pueden participar en acuerdos exteriores
y en asociaciones y redes internacionales.
Los actores intraestatales no gubernamentales son grupos ubicados dentro de un estado
y mantienen relaciones con otros actores autónomos diferentes de su gobierno. Aquí
se puede incluir una amplia variedad de actores: las organizaciones de carácter religioso,
organizaciones internacionales de partidos y sindicatos, asociaciones empresariales
o financieras u organizaciones deportivas. Todos estos grupos inciden en la acción
gubernamental y en la opinión pública nacional e internacional.
El papel de los individuos como tales no es importante para las relaciones internacionales,
pero hay algunas excepciones notables, derivadas de la actuación de un individuo concreto,
un líder, que es capaz de trascender las fronteras nacionales y ejercer influencia
internacional, como ilustran los casos del indio Gandhi, el estadounidense Martin
Luther King o el africano Nelson Mandela.
2.2. La estructura del sistema internacional
En este apartado se aborda el tema de la estructura del sistema internacional a partir
de los conceptos de potencia y de jerarquía, y se desarrollan los principales modelos
de sistemas internacionales, que han constituido modelos operativos para el análisis
de la realidad internacional o de ámbitos menores, como los subsistemas regionales.
La pregunta fundamental que plantea el tema de las interacciones entre los actores,
esencialmente los estados, es cómo se relacionan entre sí. El ejercicio de la influencia,
que puede ser recíproca o unilateral, es una de las primeras respuestas para introducir
el tema. A partir de esta afirmación, podemos establecer diferentes tipos de relaciones
según el poder relativo de los actores. Las relaciones pueden ser paritarias, entre
estados con poderes equilibrados, o desiguales y desequilibradas. Sean o no paritarias,
las relaciones también pueden ser de cooperación o relaciones conflictivas.
Las relaciones cooperativas no están exentas del ejercicio de la influencia, como
es evidente en el caso de Alemania, Francia o el Reino Unido respecto a la Unión Europea.
Incluso se puede llegar a situaciones de dependencia que pueden conducir a la satelización
(como sucedía con la Unión Soviética en relación con los países del antiguo bloque
del Este) o a la subordinación (como es el caso de Estados Unidos y varios países
de América Central y del Sur). Pero donde más se materializa la influencia es en las
relaciones conflictuales, que se pueden concretar en situaciones de injerencia, y
de disuasión y coerción.
Todos estos tipos de interacciones vienen determinados por el poder relativo de los
actores en el plano internacional, que los ubica en determinadas posiciones de poder
en el sistema.
2.2.1. Las potencias
Una potencia es una unidad política situada por encima de las otras que dispone de
cierta capacidad para imponer sus intereses y su voluntad, o influir en las otras
en un ámbito concreto o en varios ámbitos. El sistema internacional es un sistema
jerárquico en el que se desarrollan superposiciones entre los actores, de modo que
una potencia en un ámbito se puede ver sometida, a su vez, a otra potencia superior.
La jerarquía se establece en función de determinados criterios, relacionados con las
capacidades tangibles e intangibles de las unidades políticas, normalmente estados,
tanto en el plano interno como en su relación con los otros. Un estado es potencia
cuando tiene más capacidades tangibles, cuantificables, como las ya mencionadas de
población, territorio, recursos, poder económico o recursos militares, pero también
cuando concentra más recursos intangibles, que pueden ir desde la autoridad moral
hasta la supremacía técnica o cultural, la cohesión nacional, la eficacia administrativa,
la influencia sobre la diplomacia internacional o la presencia e influencia sobre
los organismos internacionales.
Vale la pena destacar que el carisma de los líderes de la potencia, su creencia en
valores sólidos, o incluso la ubicación en determinado estado de lugares de alto valor
simbólico pueden generar respeto e influencia y, en consecuencia, poder. Lo mismo
se puede decir sobre la aceptación y el reconocimiento por parte de otros estados
u otras sociedades de los valores políticos o culturales que propugna. Por tanto,
la potencia es aquella unidad reconocida como tal desde el punto de vista de sus poderes
materiales y también desde el prisma del reconocimiento de su capacidad y legitimidad
para ejercer influencia por parte de los componentes de su área de influencia. Por
ejemplo, el Estado Ciudad del Vaticano no se puede considerar una potencia en los
ámbitos económico o militar, puesto que carece de capacidades amplias, pero en cambio,
lo podemos considerar una potencia en el ámbito político-ideológico, debido a la influencia
que puede ejercer sobre la opinión pública y sobre los estados en asuntos que incumben
a la religión, los valores y la moral.
En general, la clasificación de potencias incluye, de menor a mayor, las pequeñas
potencias, potencias medianas, potencias regionales, grandes potencias y superpotencias.
La línea divisoria entre estas potencias es difícil de precisar, dado que no existe
una definición clara de lo que es cada una. Además, estas categorías se pueden superponer,
según la función ejercida por la potencia.
Lo que interesa más para las relaciones internacionales es evidenciar qué actores
tienen capacidad real para ejercer influencia a escala global, es decir, en las reglas
de funcionamiento del sistema internacional. Nos estamos refiriendo a las superpotencias
y a las grandes potencias, los estados más importantes que tienen una gran acumulación
de recursos y poder. Durante la Guerra Fría, dos estados, Estados Unidos y la Unión
Soviética, eran calificados como superpotencias debido a su gran poder militar, especialmente
el relacionado con su capacidad destructiva debido a la posesión de grandes arsenales
nucleares.
Después de la desaparición de la Unión Soviética, Estados Unidos se convirtió en una
potencia hegemónica, una categoría nueva en el estudio de las relaciones internacionales.
Una potencia hegemónica, o hegemon, es un actor (estado) con capacidad para imponer sus normas en el sistema internacional
prescindiendo de la aquiescencia de otros actores. La potencia hegemónica puede obviar
influencias y presiones, y dispone de los recursos políticos, económicos y militares
que necesita para actuar en la arena internacional o sabe cómo conseguirlos. El hegemon, por tanto, es autosuficiente en sus capacidades y no depende de otros.
Por debajo de las superpotencias o del hegemon se sitúan las potencias que son consideradas grandes potencias, con capacidad relativa
de influir en los asuntos internacionales. Aparte de Estados Unidos, el resto de los
miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (Francia, Reino Unido,
la República Popular de China y la Federación Rusa) son grandes potencias con capacidad
para ejercer influencia. También lo son Japón y Alemania, especialmente por su poder
económico. Este conjunto de países, con la excepción de la República Popular de China,
más Italia y Canadá, forman el G8, un grupo de presión internacional en el terreno
político y económico, que agrupa a las que se consideran grandes potencias en la actualidad.
Aunque hablamos de pluralidad de actores en el sistema internacional y definimos el
concepto de potencia partiendo del término unidad política, lo cierto es que aparte de los estados es complejo precisar qué otros actores, como
por ejemplo las organizaciones internacionales, se pueden considerar grandes potencias.
Aunque todas las organizaciones internacionales consagran el principio de igualdad
jurídica de sus miembros y la sumisión de todos al derecho internacional, la desigualdad
política real exige la introducción de criterios cualitativos para estudiarlas, como
por ejemplo la presencia de grandes potencias o potencias en su seno.
Las Naciones Unidas es una organización que se acerca a las características de gran
potencia, pues dispone de capacidad jurídica para imponer sus decisiones sobre los
estados, por la acción del Consejo de Seguridad. Sin embargo, dado que el Consejo
está formado por estados, algunos de ellos de carácter permanente que, además, son
grandes potencias, es osado considerar la ONU como una gran potencia, ya que solo
lo sería por la voluntad de las potencias que la componen. Lo mismo ocurre con los
casos del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, en los que los estados
miembros participan en la toma de decisiones en función de las cuotas que aportan
a la organización, decididas a su vez por su capacidad económica.
Otro caso diferente es el de la Unión Europea, que se puede considerar una potencia
cuando actúa como actor colectivo en ámbitos muy específicos. Sin embargo, si bien
es cierto que el peso económico de la Unión Europea es similar al de Estados Unidos,
no tiene cohesión ni capacidad militar para ejercer plenamente el papel de gran potencia.
El concepto de potencia está íntimamente ligado al realismo político, puesto que de
entre todas las capacidades que se integran en el concepto, la más excelente para
el realismo y su preocupación por el tema de la seguridad es el poder militar. Precisamente,
la capacidad militar es un criterio ampliamente utilizado para categorizar las unidades
políticas, determinar cuáles son potencias y establecer jerarquías en el sistema internacional.
La potencia militar, en la lógica realista, es el mejor indicador para medir el ejercicio
de la influencia. Se considera que es la mejor explicación para imponer la voluntad
de un estado sobre otros, por vía de la amenaza directa o del ejercicio de la disuasión,
ya que disponer de capacidades militares asegura, en el realismo, poder evitar la
agresión.
El poder militar es tan importante que durante la Guerra Fría la consideración de
potencia se asoció íntimamente a la posesión de capacidades militares. Es más, la
consideración de gran potencia se ha vinculado desde entonces a la posesión de armas
nucleares, como es el caso de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad.
La combinación entre las dos ideas (las capacidades militares para influir y disuadir,
y la asunción de que si un estado dispone de grandes capacidades se puede acercar
a la condición de potencia) explica, entre otras razones, por qué muchos estados que
no disponen de suficientes capacidades para satisfacer las necesidades básicas de
sus ciudadanos utilizan buena parte de sus recursos en erigir una gran capacidad militar.
Sin embargo, el poder militar, por sí solo, si no va acompañado de otras capacidades,
se puede convertir en una grave hipoteca para el propio estado, para su economía y
su sociedad. Evitar el riesgo de sobrevaloración de las capacidades militares tampoco
tiene que conducir a una sobrestimación de otras capacidades para discernir qué estados
pueden ser considerados potencia. La posesión de grandes recursos naturales por sí
sola, sin disponer de un peso en los mercados internacionales donde se fijan los precios
de los productos, no beneficia, a priori, a un estado a la hora de ser considerado como gran potencia.
Las dudas generadas por la utilización abusiva de las capacidades militares como mayor
determinante de la consideración de un estado como potencia y por el aumento del peso
específico de otras capacidades, como las económicas, han motivado que autores como
Susan Strange definan el concepto de potencia partiendo de la idea de poder estructural,
según la cual un estado sería potencia cuando tiene la habilidad para determinar las
reglas del juego en la política internacional y dispone de los recursos necesarios
para defenderlas.
Es evidente que el hard power, o poder duro, que designa el ejercicio del poder económico, político o militar por
medio de una presión directa y la imposición, es uno de los ingredientes del concepto
de potencia. Pero también lo es el concepto de soft power, divulgado por Joseph Nye, que podemos asociar a la idea de poder estructural. El
soft power, o poder suave, significa la utilización de medios menos perceptibles y más difícilmente
cuantificables que las capacidades tangibles derivadas del militar (como el control
de los precios internacionales de los productos estratégicos, las operaciones financieras,
la extensión de valores políticos o religiosos) para ejercer influencia.
2.2.2. Poder y polaridad
El sistema internacional contemporáneo es un sistema planetario. En el pasado, los
sistemas eran más reducidos, de modo que algunos actores podían operar al margen del
sistema. La pertenencia al sistema dependía de la distancia física y de la distancia
moral, entendiendo que la participación de un actor guardaba relación con su capacidad
de proyectarse, en un sentido geográfico, y con su capacidad de comunicarse con el
resto de los actores.
El sistema internacional está conformado por un conjunto de actores que mantienen
relaciones regulares, en una estructura, y que tienen normas (reglas) de comportamiento.
Los actores centrales del sistema internacional son esencialmente los que son tenidos
en cuenta por los responsables de los principales estados, es decir, las potencias.
Si se afirma que los miembros del sistema son esencialmente los que son tenidos en
cuenta, podemos afirmar igualmente que la estructura del sistema internacional no
es una estructura jurídica, sino una estructura de poder oligopolística, en la que
los actores principales determinan cómo funciona el sistema.
Podemos distinguir varios tipos de sistema en función de las variables que utilizamos.
Si lo que nos interesa es el análisis de las relaciones de fuerza, el sistema internacional
puede ser multipolar, bipolar o unipolar. El sistema multipolar es un sistema policéntrico
en el que hay un alto grado de rivalidad diplomática entre diferentes unidades de
una misma clase, todas ellas grandes potencias o polos de poder. Para que el sistema
sea estable, tiene que lograr un equilibrio, que se produce mediante la construcción
de coaliciones y, si es necesario, inversiones en las alianzas. Es el sistema característico
del equilibrio de poder europeo del siglo XIX. El sistema multipolar también se denomina desde la tradición realista sistema de
equilibrio de poder, que se mantiene porque sus reglas benefician al conjunto: rechazo
de la guerra como método para aumentar el poder, no eliminación de ningún actor del
sistema y oposición a la emergencia de un actor predominante. Un sistema bipolar es
el sistema en el que dos unidades sobrepasan a las otras, y las dos son superpotencias.
El equilibrio solo es posible bajo dos condiciones: todos los estados forman parte
de uno u otro bando, y no hay periferias, y el sistema es estable mediante los equilibrios
militares. La única manera de evitar la preponderancia de uno de los bloques es la
guerra. El sistema bipolar es el sistema internacional que caracterizó la etapa de
la Guerra Fría. Podemos distinguir dos subtipos en el sistema bipolar. El sistema
bipolar rígido, característico de los primeros años de la Guerra Fría, está integrado
solo por estados, que pertenecen a cada uno de los bloques, liderados a su vez por
un polo de potencia. Es un sistema de suma cero en el que la cooperación es imposible.
El sistema bipolar flexible, cuya aplicación temporal se situaría a partir de la década
de los sesenta del pasado siglo, es un sistema en el que además de los estados también
hay organizaciones propias de cada bloque, como la OTAN y el Pacto de Varsovia; organizaciones
internacionales universales, como las Naciones Unidas, y un cierto margen de acción
para las potencias integradas en cada uno de los bloques. Todos estos actores desarrollarían
un papel apaciguador de las tensiones.
Hay un amplio debate sobre si el sistema internacional contemporáneo de la posguerra
fría es un sistema unipolar. El debate se plantea sobre la cuestión de si Estados
Unidos es un poder que no tiene rival en el mundo actual. La unipolaridad es un tipo
de distribución del poder internacional en el que hay claramente un solo poder dominante.
Aunque es indudable que Estados Unidos dispone de un grande poder, especialmente el
poder militar y la capacidad de proyección de fuerza, no determina todas y cada una
de las reglas de funcionamiento del sistema. Es más acertado afirmar que el sistema
internacional actual es un sistema que combina rasgos propios de la multipolaridad
y otros característicos de la unipolaridad.
El segundo conjunto de variables que podemos utilizar se relaciona con las ideas y
concepciones de vida de los actores. En este sentido, el sistema internacional puede
ser homogéneo o heterogéneo:
1) En el sistema internacional homogéneo, los actores son del mismo tipo y todos tienen
un mismo concepto de la política. Se considera que es un sistema altamente estable,
ya que es previsible (por tradición) y modera y limita la violencia. Es un sistema
característico del sistema europeo de estados.
2) A diferencia del homogéneo, el sistema internacional heterogéneo se organiza partiendo
de principios múltiples que proclaman valores contradictorios. Es un sistema inestable,
que entrecruza múltiples conflictos, dado que el enemigo es cualquier adversario político,
y divide la sociedad transnacional.
2.3. Dinámicas del sistema internacional
Las diferentes teorías de relaciones internacionales tienen como punto en común la
preocupación por la guerra y la paz; expresado de otro modo, interesa responder a
la pregunta de por qué hay conflicto en el sistema internacional de manera paralela
a modos de cooperación sólidos, y qué hace posible que en determinados contextos surjan
experiencias de integración que sobrepasan las prácticas de cooperación habituales.
En este apartado se desarrollan las tres dinámicas centrales del sistema internacional.
La dinámica de conflicto, poniendo un énfasis particular en la guerra; la dinámica
de cooperación, subrayando los temas relacionados con la cooperación al desarrollo,
y la dinámica de la integración, estudiando el caso paradigmático de la Unión Europea.
2.3.1. La dinámica de conflicto
Aunque una de las preguntas centrales de las relaciones internacionales haga referencia
a la existencia de la guerra y una de sus asunciones básicas sea la centralidad del
conflicto, ya se ha señalado que ningún debate disciplinario asume la profundización
en esta temática, que ha quedado circunscrita a las derivaciones funcionalistas de
la teoría de juegos y al campo, mucho más amplio y no convencional, de la investigación
para la paz. En este apartado se presentan la noción y los tipos básicos de conflicto,
y también la noción, los tipos y los resultados de la guerra de una manera sintética.
Noción y tipos de conflicto
Al preguntarse sobre las razones de la existencia de conflicto en el sistema internacional,
Kenneth Waltz distingue tres imágenes diferentes, centradas, respectivamente, en los
actores y en el sistema.
El conflicto, visto desde el realismo clásico, es consustancial a la condición humana,
dado que el egoísmo del ser humano genera violencia contra sus semejantes; los estados,
del mismo modo que las personas, tienden al conflicto por su ambición y su inseguridad.
Por otro lado, el conflicto, visto desde la óptica kantiana, liberal y del idealismo
político, se origina en la estructura interna de los estados, de manera que un buen
gobierno, un gobierno democrático, no utilizaría la violencia contra sus ciudadanos;
los estados democráticos y libres, igual que «el buen estado», tenderían a la cooperación
y no recurrirían a la guerra. Finalmente, el conflicto, visto desde la perspectiva
del sistema internacional, solo se explica por la situación de anarquía y la falta
de orden.
Waltz critica las dos primeras imágenes porque considera que el realismo clásico reduce
y deforma excesivamente la realidad y que el liberalismo no consigue explicar si el
advenimiento de gobiernos democráticos hará posible una paz perpetua. Partidario de
la tercera imagen, Waltz afirma que las guerras y los conflictos se producen porque
no se hace nada para prevenirlos. Seguramente, habría que añadir, como afirma el realismo
estructural, que los niveles de anarquía se han ido reduciendo en las últimas décadas
y que hay procesos que tienden al orden internacional.
El conflicto denota una situación en la que un mínimo de dos estados o partes tienen
intereses y demandas que chocan. Algunos casos comunes de conflicto son, por ejemplo,
los contenciosos territoriales entre países respecto al trazado de las fronteras o
al reparto de recursos naturales escasos (agua potable) o estratégicos (minerales,
petróleo, gas), o bien las luchas étnicas o de minorías que afectan a grupos de población
en algunos países o zonas.
El denominado triángulo del conflicto está formado por los actores que participan
en él, sean o no estatales; sus interacciones, o proceso, partiendo de la base de
que los conflictos no son inmutables y que su naturaleza, intensidad y alcance pueden
y suelen experimentar cambios importantes; y la existencia de uno o varios problemas
de fondo que explican su existencia.
Aunque se asocie la idea de conflicto a la de conflicto armado o guerra, afortunadamente
la mayoría de los conflictos que se desarrollan en el sistema internacional no traspasan
el umbral de la violencia. En general, los actores de un conflicto no tienden a imponer
soluciones unilaterales, o, si lo hacen, intentan que los costes de su acción no superen
los beneficios de manera agobiante. El sistema internacional contemporáneo dispone
de hábitos de cooperación y de regímenes internacionales (por ejemplo, en control
de armamento y con sus propios mecanismos para ejercer influencia y presión ante las
transgresiones) que hacen improbable el estallido de un conflicto a escala global.
Esto no significa, sin embargo, que las grandes potencias, dado que tienen intereses
globales, no se impliquen directa o indirectamente como actores importantes en conflictos
determinados.
Superada la época de conflicto bipolar que caracterizó la era de la Guerra Fría, en
la actualidad se pueden diferenciar dos grandes tipos de conflicto: el conflicto regional
y el conflicto intraestatal o interno, que afectan especialmente a las áreas geográficas
vagamente integradas en los regímenes internacionales y ubicadas en las zonas más
pobres y subdesarrolladas del mundo, y que pueden degenerar en conflicto armado.
Los conflictos regionales son los que se producen en contextos limitados geográfica,
política o militarmente, y por lo tanto no tienen la dimensión global que caracterizó
el enfrentamiento entre las superpotencias durante la Guerra Fría o la lucha contra
el terrorismo en la actualidad. Lo más importante para explicar los conflictos regionales
es un conjunto de variables que influyen en la percepción y conducta de los actores.
Por un lado, a escala interestatal, el conflicto incluye variables como la existencia
de disputas territoriales, rivalidades étnicas, búsquedas de hegemonía regional e
intereses económicos divergentes, junto con un bajo grado de integración regional.
Un conflicto regional se puede agravar por varias dinámicas que afecten a estas variables
y que guardan una estrecha vinculación con los objetivos estatales tradicionales de
seguridad económica, política y militar.
Por otro lado, a escala intraestatal, el nivel de desarrollo económico, la solidez
de las instituciones jurídico-políticas y el grado de cohesión social interna son
factores cuya interacción puede ofrecer como resultado una estructura estatal débil.
Si esto es así, la tendencia hacia el conflicto aumenta, como fenómeno liberador de
las tensiones internas.
La guerra
El estratega alemán del siglo XIX Karl Von Klausewitz define la guerra como un acto de violencia dirigido a forzar
al adversario a someterse a nuestra voluntad, entendiendo que la violencia física
constituye el medio, mientras que el objetivo es imponer nuestra voluntad. Podemos
añadir que la violencia física, es decir, que la guerra sea sangrienta e implique
destrucción de vidas humanas, es lo que hace que la guerra sea guerra, y no un conflicto
o simple intercambio de amenazas.
Evidentemente, esta es una de las posibles definiciones de guerra, que la restringe
al ejercicio de la violencia física. Entendido de una manera más amplia, muy utilizada
en el estudio de las relaciones internacionales, el término guerra es sinónimo de conflicto y por ello calificamos como Guerra Fría el sistema bipolar
posterior a 1945.
Hablar de guerra también implica cuantificarla. El debate sobre qué grado de violencia
física se debe producir para que un enfrentamiento armado sea considerado guerra es
un debate inacabado. La cuantificación de la violencia es una manera incompleta de
medir la existencia de guerra, dado que no integra los efectos económicos y sociales
que cualquier situación de guerra o conflicto armado supone, y en particular el fenómeno
de los refugiados y desplazados.
Tradicionalmente, la guerra se entendía como un modo de violencia metódica y organizada
en cuanto a los grupos que la protagonizan y la manera en que actúan. La guerra además
sería limitada en el tiempo y en el espacio, y estaría sometida a reglas jurídicas
particulares, según las épocas y los lugares. Desde esta aproximación, la guerra sería
una condición legal que permite a dos o más grupos hostiles entablar un conflicto
por medio de la fuerza armada.
No obstante, esta aproximación es difícilmente válida cuando es contrastada con la
realidad del mundo contemporáneo. En primer lugar, la guerra contemporánea no es la
guerra tradicional entablada entre estados y fuerzas armadas regulares, que hacen
una declaración formal de guerra (una práctica hoy en desuso). La guerra contemporánea
es esencialmente una guerra entablada en el interior de los estados, una guerra intraestatal,
y protagonizada por otros actores, grupos que no son estado y que muchas veces no
responden a la imagen de ejércitos convencionales ni obedecen a una autoridad centralizada.
En segundo lugar, las guerras son de difícil delimitación espaciotemporal. Muchas
incluyen territorios de varios estados, y fluyen y refluyen en periodos de tiempo
prolongados. En tercer lugar, el derecho de guerra (o derecho humanitario en la terminología
moderna), de inspiración grotiana, fue codificado en el siglo XIX y primera mitad del siglo XX con la intención de regular el trato dado a los heridos de guerra (Convención de
Ginebra de 1864), las represalias contra los prisioneros de guerra (Segundo Convenio
de Ginebra de 1929), la protección de las víctimas de guerra (Convenio de Ginebra
de 1949) o el castigo de los crímenes de guerra (Convención de 1968). Aun así, las
propias características de los actores implicados y el hecho de no ser sujetos de
derecho internacional invalidan las limitaciones que el derecho de guerra desarrolló
en tiempos pretéritos.
Hay dos tipos básicos de guerra: la guerra total y la guerra limitada. La guerra total
es aquella en la que se pretende la destrucción total del adversario y de sus capacidades
(incluyendo la población civil, la economía y las infraestructuras), se entabla con
todos los medios al alcance y tiende a afectar a todo el sistema internacional. En
el periodo de la Guerra Fría se aceptaba que la disuasión entre los bloques posibilitada
por los grandes arsenales nucleares era el principal impedimento para que no se desencadenara
una guerra a escala mundial, que podía desembocar en la destrucción del planeta. Aunque
esta visión pueda parecer apocalíptica, el riesgo de guerra total existió.
La idea de guerra limitada responde a varios criterios, que pueden ser complementarios:
-
Un primer criterio es el de guerra limitada por su alcance geográfico, que puede ser
una zona en el interior de un país, un estado o una región.
-
El segundo criterio es el de guerra limitada por el tipo de armas utilizadas por las
partes en lucha. Aunque en general en las guerras actuales los grupos no estatales
utilizan todos los medios a su alcance para ejercer la violencia, la distinción respecto
a las armas utilizadas cobra relevancia cuando se trata de estados que disponen de
armas de destrucción masiva, pero no las usan en la guerra, evitando la escalada vertical.
Hay muchos ejemplos de guerras contemporáneas con potencias nucleares implicadas en
las que se da este tipo de situación.
-
Finalmente, el tercer criterio es el relacionado con la limitación de los objetivos:
no se trataría de buscar la destrucción total del adversario, sino de lograr metas
más modestas (la conquista o devolución de una porción de territorio, castigar o proteger
a un determinado grupo o comunidad, o controlar las fuentes de determinados recursos).
Los resultados de un conflicto armado tienen varias dimensiones. Por un lado, la dimensión
militar, que ofrece varias posibilidades: la victoria de una de las partes, un impasse militar que posibilitará la continuación de la lucha en el futuro, y el compromiso.
Cada una de estas posibilidades ofrece diferentes niveles de paz: la paz por conquista,
la paz fría, que promete la reanudación de la violencia en un plazo incierto, y la
paz con perspectivas de durabilidad, que corresponde al compromiso. La segunda dimensión
es la política y está relacionada con la consecución de compromisos. Si bien muchas
veces las partes implicadas en la violencia armada no son capaces por sí mismas de
lograr acuerdos, y es necesaria una mediación internacional, el paso lógico, aunque
no habitual, es el establecimiento de negociaciones de paz. Esto nos conduce a la
tercera dimensión: la durabilidad de los resultados. Estos temas se desarrollarán
más ampliamente más adelante, pero podemos avanzar que solo los resultados generados
por negociaciones y acuerdos de paz tienen garantías de pervivir en el tiempo, y por
tanto los podemos considerar resultados constructivos. Los resultados que responden
a una victoria militar son intrínsecamente unilaterales y destructivos, y su perdurabilidad
en el tiempo es sumamente frágil.
2.3.2. La dinámica de la cooperación
El incremento de la cooperación internacional en todas sus formas ha logrado dimensiones
impredecibles por los teóricos de las relaciones internacionales de hace unas cuantas
décadas. Esta constatación, de hecho, fue una de las bases del planteamiento teórico
transnacionalista. En la actualidad, se ha intensificado la cooperación en todos los
ámbitos, que van desde la cooperación político-diplomática (cooperación militar, pactos
y alianzas) hasta la cooperación económica y comercial o la cooperación científico-técnica,
de manera que el estudio del sistema internacional debe integrar necesariamente estas
dinámicas.
Noción, ámbitos y formas de cooperación
La cooperación requiere la participación de una cierta pluralidad de actores que necesitan
una cierta regla de conducta, por lo que no es la simple suma de acciones unilaterales.
La cooperación internacional se puede entender, por tanto, como una acción coordinada
entre uno o varios estados con el objetivo de lograr determinados intereses en ámbitos
muy variados. La cooperación internacional no es exclusiva de las relaciones entre
estados, dado que se puede dar entre cualquier tipo de actores; sin embargo, solo
la cooperación entre estados, como sujetos de derecho internacional, está regulada
por este.
Hay dos tipos básicos de cooperación. El primero se relaciona con los actores que
participan en ella y el segundo se vincula con la formalización de las relaciones
que se desarrollan. Por un lado, la cooperación, en general, ha sido una práctica
desarrollada habitualmente por un tipo de actor internacional, el estado. Desde este
prisma, podemos diferenciar entre cooperación bilateral, que es la que se da entre
dos estados en uno o más campos de actividad, y cooperación multilateral, que es la
actividad institucionalizada que se lleva a cabo en organismos internacionales, generalmente
de carácter permanente.
Sin embargo, a este diseño básico se debe añadir un fenómeno relativamente reciente:
a medida que se han multiplicado los procesos de descentralización en el interior
de los países, otros actores subestatales se han añadido a la cooperación tradicional
protagonizada por los gobiernos centrales; hoy en día las regiones o los municipios
son actores cada vez más importantes en la puesta en práctica de acciones cooperativas.
Por otro lado, la cooperación internacional puede estar formalizada o no estarlo.
El caso más común es el de la cooperación formalizada en organizaciones internacionales
gubernamentales, que dispone de instrumentos jurídicos propios –una carta o tratado
fundacional– y unas normas de cumplimiento obligado para todos los participantes.
Aun así, también existe el fenómeno, menor en cantidad pero tan importante como el
ya señalado, de cooperación no formalizada, en la que los actores no están jurídicamente
obligados a unas reglas y normas, sino que depende de la voluntad política de los
participantes. Organismos internacionales como el G8, el Cuarteto Internacional para
el Proceso de Paz en Oriente Medio o cumbres internacionales de altos responsables
políticos de diferentes estados responden a esta categoría.
A pesar de que pueda parecer de menor entidad que la formalizada, este tipo de cooperación,
practicada al margen de las organizaciones internacionales, se ha convertido en pieza
fundamental de las relaciones internacionales contemporáneas, como foro de debate
y decisión de grandes temas internacionales.
La cooperación multilateral adquiere carta de naturaleza a partir de la creación de
la Sociedad de Naciones del periodo de entreguerras. Pero es después de la Segunda
Guerra Mundial, con la creación de la Organización de las Naciones Unidas, cuando
la cooperación internacional adquiere mayores dimensiones debido a la proliferación
del número de estados del sistema internacional, a la creciente complejidad de sus
interacciones y a la multiplicación de las organizaciones internacionales.
La cooperación para el desarrollo
La cooperación para el desarrollo es una de las actividades de cooperación internacional
que se orienta al desarrollo de los países que no disponen de los recursos necesarios
para satisfacer las necesidades fundamentales de su población.
La cooperación para el desarrollo se puede definir como el conjunto de recursos que
los países desarrollados ponen a disposición de los países en desarrollo o subdesarrollados
para colaborar en su progreso económico y social, dando por sentado que se trata de
una transferencia de recursos del norte hacia el sur.
En la cooperación al desarrollo también se puede distinguir entre cooperación bilateral
y cooperación multilateral. La cooperación bilateral es una parte de la acción exterior
de los estados, y por tanto guarda relación con la política exterior. La cooperación
bilateral es la realizada por cada país individualmente, mediante la negociación de
gobierno a gobierno, aunque en su ejecución puedan intervenir otros actores no gubernamentales.
Además, la cooperación bilateral implica el establecimiento de relaciones económicas,
en las que se deben combinar el interés del donante, en el sentido de beneficio económico
a corto plazo, y el de los objetivos mucho más a largo plazo del desarrollo. Por su
parte, la cooperación multilateral consiste en aportaciones financieras de los estados
a organizaciones internacionales intergubernamentales para que estas elaboren programas
o proyectos de cooperación.
La cooperación al desarrollo se realiza mediante la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD),
que proviene de fondos públicos. Se pueden diferenciar dos grandes tipos de AOD: la
ayuda reembolsable, formada por préstamos, capital de riesgo y conversión de deuda
en inversión; y la ayuda no reembolsable, en la que se incluyen la cooperación técnica,
financiera, cultural, descentralizada, las subvenciones a las ONG y la ayuda humanitaria.
Las políticas de cooperación se inician después de la Segunda Guerra Mundial. El primer
ejemplo de concertación lo encontramos en la creación de la Organización Europea de
Cooperación Económica (OECE). La OECE nace esencialmente para administrar los recursos
financieros estadounidenses destinados a la reconstrucción de Europa, conocidos como
Plan Marshall. En 1961, la OECE se convirtió en OCDE (Organización para la Cooperación
y el Desarrollo Económicos), y pasó a incluir a todos los países industrializados
del bloque occidental, modificando sus objetivos de desarrollo regional europeo por
objetivos más globales. En esta nueva orientación, creó el Comité de Ayuda al Desarrollo
(CAD), formado por los países donantes e instancia de referencia central en cuanto
a la cooperación para el desarrollo.
No obstante, la concertación de estrategias para el desarrollo surgió primero en la
Organización de las Naciones Unidas, después de la decisión de 1960 de la Asamblea
General de elaborar un programa de desarrollo. En las iniciativas del Banco Mundial
denominadas «consorcios» participan, por un lado, el PNUD y el Fondo Monetario Internacional,
y por otro, el CAD de la OCDE y los bancos regionales de desarrollo.
La cooperación al desarrollo ha pasado por diferentes etapas. La primera, los años
posteriores a la Segunda Guerra Mundial, estaba marcada por el contexto general de
Guerra Fría, por lo que la cooperación al desarrollo quedaba muy circunscrita a las
áreas de interés para cada uno de los bloques político-militares. De este modo, la
competencia entre las superpotencias se amplió a los países en vías de desarrollo.
A Estados Unidos y la Unión Soviética pronto se sumaron Francia y el Reino Unido,
por el interés de mantener lazos con sus antiguas colonias, y poco después Japón,
Alemania y la Comunidad Económica Europea. En esta etapa, la cooperación se caracteriza
esencialmente por ser ayuda técnica y financiera, con el objetivo de fomentar la industrialización
y financiar proyectos de infraestructuras.
A finales de los años sesenta, debido a la inoperancia del sistema, el modelo de
cooperación para el desarrollo se modificó y fue sustituido por los objetivos de reducción
de la pobreza y mejora de la distribución de la renta, y se orientaron hacia el desarrollo
rural y la cobertura de necesidades básicas de alimentación, salud o educación. En
esta fase, el apogeo del Movimiento de los No Alineados propició importantes incrementos
de las cantidades destinadas a la cooperación. La afluencia de capitales públicos
y privados a los países no desarrollados en forma de créditos supuso un aumento de
las importaciones en estos países de productos provenientes del norte industrializado
(en fase de recesión económica), pero generó un endeudamiento generalizado y la creación
del problema de la deuda externa.
En los años ochenta, el Fondo Monetario Internacional creó los programas de ajuste
económico, forzando que la Ayuda Oficial al Desarrollo quedara supeditada a la adopción
por parte de los países del sur de políticas económicas de estabilización. De este
modo, la cooperación al desarrollo contribuyó a la implantación de las políticas liberales
emanadas de las instituciones financieras internacionales y del denominado «Consenso
de Washington». A finales de la década de los ochenta, y visto el impacto negativo
que estas políticas tenían en los países, los programas de cooperación se complementaron
con políticas compensatorias para paliar los costes sociales de los ajustes estructurales.
El final de la Guerra Fría hizo decaer el valor político de la cooperación internacional
en un contexto de debilitamiento de la organización de la periferia del sistema internacional,
y se acentuó el fenómeno de la vinculación entre la cooperación al desarrollo y el
cumplimiento de determinados objetivos económicos y políticos de interés para el donante.
2.3.3. La dinámica de la integración
Además de la tensión entre la cooperación y el conflicto, es indudable que en el sistema
internacional contemporáneo se desarrollan tendencias que no solamente superan la
idea de anarquía internacional, sino que desarrollan formas de cooperación más profundas.
Es el caso de las dinámicas de integración, de las cuales hay pocos ejemplos. El caso
más paradigmático es el de la Unión Europea, como modelo de integración que puede
orientar estos procesos en el futuro.
Noción de integración. Procesos y etapas de la integración
Los procesos de integración son un fenómeno relativamente nuevo, que se desarrolla
en las últimas décadas del siglo XX. Las ilustraciones más importantes de estos procesos son la Unión Europea y, de carácter
menor, los fenómenos de la Asociación de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA,
por sus siglas en inglés) o el Mercado Común de América del Sur (MERCOSUR).
Los procesos de integración surgen de una idea funcionalista, consistente en la creencia
de que un estado no puede por sí mismo satisfacer determinadas necesidades de seguridad
y bienestar de sus ciudadanos, sino que solo lo puede hacer cooperando con otros y
creando organizaciones internacionales que asuman la gestión de determinados sectores
(agricultura, energía...).
La idea se basa en el enfoque desarrollado por el funcionalista David Miltrany en
el periodo de entreguerras. Por ello, los procesos de integración se asocian a las
teorías funcionalistas de las relaciones internacionales. Estas sostienen que las
nuevas organizaciones creadas, además de satisfacer los intereses nacionales de los
estados, generarían intereses en común.
Un proceso de integración es un proceso de convergencia voluntaria, gradual y progresiva
entre dos o más estados sobre un plan de acción común en aspectos que van de lo económico
a lo cultural o político. El proceso de integración implica compartir una parte de
la soberanía estatal con la de otros órganos superiores, los de la organización internacional
que se genera, y donde el elemento fundamental es la existencia de una comunidad con
valores e intereses compartidos, consecuencia a su vez de la interacción entre las
diferentes unidades.
El neofuncionalismo modificó algunos supuestos del funcionalismo. Fue desarrollado
desde la ciencia política estadounidense en los años cincuenta y sesenta a partir
de la observación y el análisis de la experiencia europea, donde ya se habían creado
las comunidades europeas. Su objetivo era elaborar un método prescriptivo sobre cómo
crear una entidad territorial formada por estados y con una autoridad centralizada.
Ernst Haas, el principal autor neofuncionalista, sostenía que un proceso de integración
implicaba la transferencia de lealtades hacia la nueva organización, que podía tener
jurisdicción sobre los estados que la componían. El proceso de integración significaría,
pues, la creación de una nueva comunidad política por encima de las existentes hasta
el momento. De este modo, el neofuncionalismo, a diferencia del funcionalismo, proponía
la transferencia de soberanía a las instituciones de la nueva organización internacional,
que dispondrían así de poder supranacional.
Las características básicas de los procesos de integración son las siguientes:
-
Los sujetos son estados soberanos.
-
Emprenden el proceso de manera voluntaria y deliberada.
-
El proceso se realiza en etapas, de modo gradual y ampliando sucesivamente cada una
de ellas.
La integración empieza por los aspectos económicos y se va ampliando a otras áreas.
Se suele iniciar en una etapa en la que los estados crean una zona de preferencia
arancelaria, entendida como el compromiso mutuo de tratar preferencialmente sus respectivas
producciones de un bien determinado, es decir, rebajas arancelarias respecto a las
aplicadas a un tercer estado. La segunda etapa suele ser la creación de un área de
libre comercio, en la que los estados que participan en el proceso de integración
acuerdan suprimir las tarifas arancelarias y otras barreras comerciales entre sí,
aunque conservando cada uno de ellos autonomía respecto a las relaciones con terceros
estados. Precisamente, este último aspecto y la preocupación por controlar las importaciones
de fuera de la zona de integración generan la creación de normas sobre el origen de
los productos. La tercera etapa es la unión aduanera, que implica, una vez se han
eliminado las barreras aduaneras entre los miembros del proceso de integración, la
adopción de una política arancelaria común frente a terceros países. La cuarta etapa
es el mercado común, cuando a la unión aduanera se añade la libre circulación de personas,
bienes y servicios, con la consiguiente armonización de legislación entre los países,
la coordinación de las políticas macroeconómicas y el establecimiento de normas (derechos
y obligaciones) para las personas que habitan el espacio integrado. Finalmente, la
unión económica se da cuando se armonizan las políticas económicas nacionales –monetaria,
fiscal, industrial, financiera y agrícola– para eliminar las disparidades nacionales.
La concertación de una política monetaria común lleva a la creación de un banco central
y una moneda común.
La integración de la Unión Europea
La Unión Europea es un proyecto de integración único que se desarrolla desde hace
cincuenta años y que se basa en una serie de tratados: París (1951), Roma (1957),
Maastricht (1992), Ámsterdam (1997), Niza (2001) y Lisboa (2007). El derecho derivado
de los tratados constituye un conjunto de reglamentos, directivas y recomendaciones
adoptados por las instituciones comunitarias. Si bien el proyecto inicial de integración
solo agrupaba seis países, las ampliaciones sucesivas han desarrollado una UE de veintiocho
miembros.
Es evidente que el funcionalismo y el neofuncionalismo tuvieron una influencia capital
en la creación de las comunidades europeas. Si bien al principio, acabada la Segunda
Guerra Mundial, Robert Schuman y Jean Monnet, padres de la construcción europea, tenían
en mente un proyecto federal, muy relacionado con los objetivos del neofuncionalismo,
el método de concepción del proyecto combinó los principios funcionalistas, en el
sentido de ir integrando de manera gradual sectores de la actividad económica para
ir generando intereses comunes entre los estados del proceso.
El ímpetu federalista está presente en la creación de la primera comunidad, la Comunidad
Europea del Carbón y del Acero en 1951, dado que implicaba la creación de una alta
autoridad con poder supranacional. Sin embargo, el proyecto federalista de las comunidades
europeas se frustró poco después de crearse la CECA, ya que las iniciativas de creación
de una comunidad europea de defensa y de una comunidad política europea quedaron bloqueadas
por la actitud francesa en 1954. Las otras comunidades (la Comunidad Económica Europea
–CEE– y la Comunidad Europea para la Energía Atómica –EURATOM–) creadas en 1957 también
disponían de sus instituciones propias (una comisión), pero estas no ostentaban los
poderes que sí tenía la alta autoridad de la CECA, y tendrían que negociar con la
institución encargada de representar los intereses nacionales (el Consejo).
Después de la fase inicial de lanzamiento de las comunidades, a partir de 1957 y hasta
mediados de década de los sesenta se entra en el periodo propiamente funcionalista
de cooperación limitada, que da sus primeros frutos en la unión aduanera y la primera
política común, la agrícola. La creciente tensión entre la Comisión y el Consejo,
representantes respectivamente del espíritu supranacional y nacional, se saldó en
1966 con el reforzamiento de la vía intergubernamental en detrimento de la vía supranacional
para proseguir con el proceso de integración. En 1966, para acabar con la crisis de
la «silla vacía» ocasionada por el rechazo francés de la propuesta de la Comisión
sobre financiación de la política agrícola, se adoptó el «Compromiso de Luxemburgo»,
por el que el Consejo tenía que decidir por unanimidad cualquier cuestión que un estado
considerara de interés vital. Se inaugura así una fase, que se alarga hasta finales
de la década, de reducción de las aspiraciones supranacionales originales. La regla
no escrita de la unanimidad para las cuestiones sensibles continúa actualmente en
vigor, mientras que en el resto de las cuestiones el Consejo utiliza un mecanismo
de votación de mayoría ponderada en función del número de votos de los que dispone
cada miembro.
No obstante, en los años setenta, a causa en gran medida de los cambios del sistema
internacional, del creciente papel económico de Europa y de la distensión entre las
superpotencias, se relanzó el proceso de integración, creando otras políticas comunes,
como la regional, la medioambiental, la energética y la monetaria. Esta fase, que
se inaugura en 1970 con la creación de un mecanismo de coordinación política para
los grandes temas de política internacional –la Cooperación Política Europea, CPE–
culmina en 1979 con las primeras elecciones directas al Parlamento Europeo. La CPE,
de carácter gubernamental, surgió de manera paralela al sistema comunitario y dio
lugar a un dualismo institucional, que quedaría suavizado los años siguientes mediante
la creación de vínculos institucionales con la Comisión y el Parlamento.
Los años ochenta y el final de la Guerra Fría es un periodo de grandes reformas institucionales
y ampliación de las competencias de la comunidad. Efectivamente, el fin del bloque
del Este propició la era de la ampliación. El establecimiento de vínculos oficiales
entre las comunidades europeas y los países del Este ya había sido iniciado en 1988
por la Comunidad Económica Europea y los países del COMECON, expresando su mutuo reconocimiento.
Este primer paso, seguido de la caída del muro de Berlín y el final de la Guerra Fría,
motivó la adopción de una red de acuerdos en materia comercial y económica que reemplazaría
los antiguos convenios establecidos a escala bilateral entre los estados miembros
y cada uno de los países implicados. A esto seguiría una fase de integración de un
conjunto de países, que culminaría en 2004. Por su parte, el final de la Guerra Fría
también desbloqueó la ampliación en los países europeos considerados neutrales, como
Austria, Finlandia y Suecia.
El proceso de ampliación de la Unión Europea a los países de Europa central y oriental
fue paralelo al proceso de profundización de la integración. En 1989 el Consejo Europeo
aprobó el Informe Delors sobre la Unión Económica y Monetaria, y fijó que la primera
etapa empezara en 1990. Al año siguiente se decidió avanzar hacia la unión política,
y la creación de un banco central europeo y una moneda única, el euro. Paralelamente,
en 1992, la Comunidad Europea y la EFTA (Asociación Europea de Libre Comercio, integrada
por Noruega, Islandia, Suiza y Liechtenstein), con la excepción de Suiza, constituyeron
un mercado único, el más grande del mundo, que englobaba a casi 400 millones de personas
y concentraba el 40% del comercio mundial, y que entraría en vigor en 1994 con la
denominación de Espacio Económico Europeo.
El proceso de profundización de la integración entró en una nueva fase en 1993, cuando
el Tratado de la Unión Europea (de Maastricht) transformó la CPE en Política Exterior
y de Seguridad Común (PESC). La convirtió en el segundo pilar, intergubernamental,
y la abrió a las otras instituciones comunitarias. El tratado de 1993 también consagró
un tercer pilar, de nuevo intergubernamental, de Asuntos de Justicia e Interior, que
se sumó al ya existente primer pilar comunitario.
Las ampliaciones sucesivas generaron la necesidad de ajustar de nuevo el aparato
institucional de la Unión, por lo que en 1997 se logró un acuerdo para un nuevo tratado,
el de Ámsterdam, al que todavía seguiría el de Niza en el año 2000. Dos años después,
en 1999, el Consejo Europeo de Colonia adoptó la primera estrategia común de la UE,
hacia Rusia, decidió reforzar la PESC y designó al primer alto representante para
la PESC, que es a la vez secretario general del Consejo. La segunda estrategia común
llegaría en el año 2000, para el Mediterráneo, en el Consejo Europeo de Santa María
de Feira.
El Tratado de Niza abordó una reforma institucional que permitiera hacer frente a
los retos planteados por el proceso de ampliación. Ahora bien, los estados miembros
eran conscientes del carácter limitado de estos cambios dirigidos únicamente a incorporar
la presencia de representantes de los nuevos estados candidatos a la estructura de
funcionamiento de la Unión. La cuestión que se planteaba era, aun así, hasta qué punto
la filosofía y el método de funcionamiento de la Unión podían ser operativos y eficaces
para avanzar en el proceso de integración comunitario.
Por estas razones, en 2001, el Consejo Europeo de Laeken decidió emprender un amplio
proceso de reforma de la Unión, canalizado mediante la Convención sobre el futuro
de Europa, para preparar una conferencia intergubernamental encargada de redactar
un tratado constitucional. Los trabajos concluyeron en 2003 y al año siguiente se
firmó en Roma el «tratado por el que se establece una constitución para Europa», pero
algunos países, como Francia y Bélgica, lo rechazaron en referéndum, de forma que
nunca entró en vigor.
Paralelamente, se iniciaron los trabajos de preparación del Tratado de Lisboa, firmado
en 2007, que revisó en profundidad los poderes de las instituciones y los mecanismos
de toma de decisiones: por un lado, dio entidad legal a la Unión Europea y creó las
figuras de presidente permanente del Consejo Europeo, de Alto Representante de Asuntos
exteriores y Política de Seguridad y del nuevo servicio diplomático de la UE; por
el otro, dio poder de codecisión al Consejo y al Parlamento en los procedimientos
legislativos ordinarios, introdujo la regla de la doble mayoría en el Consejo y juntó
los tres pilares que existían anteriormente (comunitario; política exterior y de seguridad
común; justicia e interior).
El resultado favorable a la salida del Reino Unido de la Unión Europea de 2016 abre
nuevos interrogantes sobre cómo se materializará este proceso, que se prevé largo,
y sobre el propio futuro de la Unión Europea.
Las tres instituciones principales de la Unión Europea son el Consejo, la Comisión
y el Parlamento Europeo. El Consejo es el representante de los estados miembros, y
por tanto tiene carácter intergubernamental. La Comisión es un órgano independiente
de los estados y garante de los intereses generales. El Parlamento, elegido por sufragio
universal, representa a los ciudadanos de los países miembros.
El Consejo nace de la práctica iniciada en 1974 de reuniones de jefes de Estado o
Gobierno. La práctica se institucionalizó en 1987, después de la aprobación del Acta
Única Europea, y la institución quedó consagrada por el Tratado de Maastricht de 1992.
El Consejo de la Unión Europea es el principal órgano de decisión de la UE. Dispone
de poder legislativo y presupuestario, que comparte con el Parlamento, y concluye
los acuerdos internacionales de la UE. Se compone de los ministros de los Gobiernos
de los países miembros (de Economía, de Asuntos exteriores... según el tema que se
tenga que tratar). Los jefes de Estado o de Gobierno se reúnen en el Consejo Europeo,
las cumbres donde se decide la política general de la UE.
A partir del Tratado de Lisboa su mecanismo de decisión establece un procedimiento
de mayoría cualificada para las propuestas que procedan del Alto Representante o de
la Comisión: el 55 % de los Estados miembros tiene que votar a favor (16 de los
28) de la mayoría cualificada y estos Estados tienen que representar necesariamente
el 65 % de la población total de la Unión Europea. También establece una minoría de
bloqueo: 4 Estados y un mínimo del 35 % de la población.
La Comisión Europea, compuesta actualmente por veintiocho miembros, uno por cada Estado,
encarna los intereses comunitarios y es independiente de los Estados miembros. Es
guardiana de los tratados, dispone de la iniciativa legislativa y ejecuta las decisiones
del Consejo de la UE. La comisión también representa internacionalmente a la UE en
ciertos ámbitos, y negocia los acuerdos internacionales de comercio y de cooperación.
Está presidida por un presidente elegido por los países miembros y aprobado por el
Parlamento Europeo por un periodo de cinco años. La comisión dispone de amplias prerrogativas
para la gestión de las políticas comunes. El gran foro de debate que es el Parlamento
Europeo dispone en la actualidad de 751 diputados elegidos cada cinco años. La adscripción
de los parlamentarios no es nacional, sino por grupos políticos. Los principales son
el Grupo del Partido Popular Europeo y el Grupo del Partido Socialista Europeo. Además
de las funciones ya mencionadas, dispone de poder de censura de la Comisión, por una
mayoría de dos tercios.
El gran foro de debate que es el Parlamento Europeo dispone en la actualidad de 751
diputados elegidos cada cinco años. La adscripción de los parlamentarios no es nacional,
sino por grupos políticos. Los principales son el Grupo del Partido Popular Europeo
y el Grupo del Partido Socialista Europeo. Además de las funciones ya mencionadas,
dispone de poder de censura de la Comisión, por una mayoría de dos tercios.
Además de estas tres instituciones centrales de la UE, hay otro conjunto de órganos
de gran importancia. El Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas está compuesto
por un juez de cada Estado miembro y es el encargado de garantizar el cumplimiento
de los tratados y el derecho comunitario. El Tribunal de Cuentas verifica la legalidad
y regularidad de los ingresos y gastos de la comunidad. El Comité Económico y Social
Europeo, formado por representantes de la vida económica y social, es un órgano consultivo
de la Comisión y del Consejo. El Comité de las Regiones, órgano consultivo compuesto
por representantes de las entidades regionales y locales. El Banco Europeo de Inversiones
concede préstamos para el desarrollo de las regiones más atrasadas y la reconversión
de empresas. El Banco Central Europeo es responsable de la gestión del euro y de la
política monetaria.
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