Entre los fantasmas que ha producido el delirio de la razón, destaca por su extravagancia y recurrencia la idea filosófica de la inexistencia de una naturaleza humana.
JESÚS MOSTERÍN, La naturaleza humana
La cultura se define como el conjunto de costumbres, tradiciones, modos de vida, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, etc., de los grupos humanos en épocas determinadas. La tecnología, parte de la cultura, es una adaptación no somática, no forma parte de nuestro cuerpo, pero prolonga e incrementa nuestra capacidad anatómica hacia la consecución de objetivos concretos. La tecnología puede considerarse una proyección de nuestras capacidades mentales, que posibilita la transformación del mundo material que nos rodea. A pesar de nuestra similitud genética con los chimpancés, podemos presumir de poseer una cultura de enorme riqueza y diversidad, además de una tecnología que hoy día avanza de manera vertiginosa. Los chimpancés son capaces de desarrollar tradiciones culturales básicas, que se transmiten en los grupos a través de la imitación. También se ha demostrado el uso de piedras por los chimpancés, que pueden transportar y acumular para ser utilizadas a modo de martillos con el objeto de partir nueces o triturar comida. Los datos más antiguos proceden de un yacimiento de Costa de Marfil de hace 4.000 años, lo que demuestra que la tradición de estos primates se transmite como una cultura milenaria. Evidentemente, no estoy hablando de la producción intencionada de herramientas, que por el momento parece ser exclusiva de las especies del género Homo; pero sí se puede decir que los chimpancés han evolucionado hasta un punto en el que se encuentran a las puertas de fabricar herramientas y comenzar a tener una cultura de mayor entidad. Seguramente no les dejaremos pasar de ese punto, puesto que apenas les damos ya la oportunidad de vivir en su hábitat natural.
Desde nuestra separación del linaje de los chimpancés y durante 3,5 millones de años, las especies de homininos que nos han precedido debieron de tener una cultura tan básica como la que muestran hoy día los chimpancés. El cerebro de estos homininos apenas llegó a rebasar el tamaño del cerebro de nuestros primos hermanos; es decir, su cerebro no debió de superar los 400 centímetros cúbicos. Como veremos en el capítulo siguiente, el inicio de una progresiva desaparición de las selvas africanas en el este de África hace algo más de 2,5 millones de años puso a prueba la riqueza genética de nuestros ancestros. Nos adaptamos bien a las nuevas condiciones y apareció por primera vez en la historia de la evolución de los primates la fabricación intencionada y el uso de herramientas de piedra. Los fabricantes de estas primeras herramientas ya superaban los 600 centímetros cúbicos de capacidad craneal.
La tecnología de la piedra ha durado prácticamente toda la evolución del género Homo. Parece mentira, pero los libros que estudiamos en el colegio apenas dedican unas cuantas páginas a la prehistoria, a pesar de que la llamada Edad de Piedra duró casi el 99,9 por ciento de la evolución de los homininos. ¿Será porque tenemos pocos datos para escribir más páginas? Pero lo cierto es que cada vez sabemos un poco más de nuestros orígenes y puede que algún día la historia de la humanidad se tenga que estudiar en dos asignaturas bien diferenciadas: la prehistoria y la historia. Y esta última sólo podrá ser comprendida si se entienden antes los fundamentos esenciales de nuestros orígenes.
La cultura también podría definirse como un caldo de cultivo en el que nuestros genes se ponen en remojo. Aclararé esta imagen. Si bien los genes son el origen de la cultura que pueda distinguirse en cualquier especie, incluida la nuestra, es bien cierto que una cultura tan desarrollada como la que hemos llegado a acumular los humanos representa un factor decisivo en el camino adaptativo del género Homo. En particular, las especies que hemos vivido durante el último millón y medio de años hemos tenido que adaptarnos al nuevo medio que representa la cultura. Dicho de otro modo, la cultura ejerce una presión ambiental a la que los humanos respondemos de manera continuada mediante el proceso adaptativo. Los genes determinan la cultura y ésta a su vez presiona al genoma, al punto que nuestro «nicho ecológico» (el papel que desempeñamos en nuestro ecosistema) se define principalmente y en primer lugar por la cultura. Hablamos de un verdadero proceso de retroalimentación, que continúa ocurriendo en la actualidad, quizá cada vez con más fuerza debido a los enormes adelantos de la ciencia. Tal vez estemos cerca de una aceleración de nuestro proceso evolutivo, cuyo resultado no podemos conocer. Por supuesto, la evolución humana continúa y seguirá durante miles de años hasta dar lugar a una nueva especie por «evolución filética» o hasta nuestra completa extinción.
En mi opinión, la expresión más extraordinaria de nuestra cultura es el arte.1 El arte es la quintaesencia de la cultura, que se alimenta de la fuerza creativa del simbolismo y se impregna de la personalidad y sensibilidad individual del artista. Los chimpancés tienen una «protocultura», que les lleva a utilizar determinados objetos con reiteración y un determinado objetivo. Así pudo ocurrir también con los australopitecos y otros parientes de nuestro linaje hominino. Todas las especies del género Homo han producido una cultura material, que forma parte del registro arqueológico: herramientas de piedra, madera, hueso, etc. También tenemos evidencias directas del uso y dominio del fuego y pruebas indirectas del uso de las pieles de los animales, de determinados comportamientos, etc.
Sin embargo, solamente en nuestra especie tenemos evidencias muy claras de la expresión artística. Además, hemos tardado nada menos que las tres cuartas partes de nuestro recorrido evolutivo como especie en crear las primeras manifestaciones de arte. En Europa, las pinturas, estatuillas y otros ejemplos del arte tienen una antigüedad inferior a 40.000 años. Bien es verdad que la ausencia de evidencia no es una prueba definitiva de que un acontecimiento no ha sucedido. El hallazgo de pruebas biológicas y/o culturales que conciernen a nuestros ancestros es una cuestión probabilística. Los yacimientos no son abundantes y muchos de los avances culturales, incluido el arte, no se detectan hasta que su uso se generaliza en las poblaciones pretéritas y se incrementa la probabilidad de que se produzcan descubrimientos. Por ese motivo, cabe la posibilidad de que el arte fuera «inventado» mucho antes de lo que pensamos, por alguna especie antecesora de la nuestra.
Algunos investigadores han querido ver el origen del arte en poblaciones de hace más de 200.000 años, que todavía fabricaban herramientas achelenses. Es el caso de la Venus de Berekhat Ram, hallada en 1981 en un yacimiento al pie del monte Hebrón, en los Altos del Golán. Se trata de una posible estatuilla de unos 3,5 centímetros fabricada en roca volcánica y muy afectada por la erosión. También se puede citar la Venus de Tan-Tan, localizada en un yacimiento del sur de Marruecos, en el norte de la ciudad de Tarfaya, cuya antigüedad podría llegar a los 300.000 años. En este caso, la figura antropomorfa tiene unos 6 centímetros y está hecha con arcilla, con posibles restos de ocre. De ser auténtica, esta obra habría sido realizada por una especie de hominino distinta de la nuestra.
Como sucede en todos los ámbitos de la ciencia, los descubrimientos en evolución humana no siempre gozan del consenso general. Éste es el caso de las Venus mencionadas y de otros hallazgos similares. De lo que no cabe duda es que la región de nuestra corteza cerebral donde residen las capacidades artísticas y creativas y el simbolismo adquirieron hace unos 30.000 años una complejidad similar a la que poseemos en la actualidad.
Me gustaría también citar la Cueva de Fels (Hohle Fels), situada en los montes jurásicos alemanes de Suabia, que contiene uno de los yacimientos paleolíticos más importantes de la Europa del «Hombre de Cro-Magnon». El potencial arqueológico de esta cueva se conoce desde 1870, cuando se realizaron las primeras excavaciones. Sus avatares históricos, como los de otras grandes grutas europeas, merecerían un entretenido relato de varias decenas de páginas. La mayoría de estos hallazgos se han producido en tiempos muy recientes y de la mano del profesor Nicholas J. Conard, de la universidad alemana de Tubinga. Por citar algunos ejemplos, en 2005 Conard y su equipo hallaron un falo en piedra, perfectamente configurado, de 28.000 años de antigüedad, con una longitud de ¡casi 20 centímetros! y una anchura de 3 centímetros. En este mismo registro, casi diría que pornográfico, destaca también la Venus de Hohle Fels, hallada en 2008 y con una antigüedad de 35.000 años. Sus exagerados atributos demuestran la obsesión por el sexo de algunos artistas del Paleolítico Superior.
Pero también debemos reconocer la sensibilidad del «hombre» y la «mujer» de Cro-Magnon, gracias a los últimos hallazgos de Conard en Hohle Fels. Se trata de un conjunto de ocho instrumentos musicales tallados en marfil de mamut, cuya antigüedad de entre 35.000 y 40.000 años es sensiblemente superior a otros instrumentos musicales hallados en yacimientos de Austria y Francia (en torno a los 30.000 años). Cabe destacar una flauta de cinco agujeros y 22 centímetros de longitud fabricada en hueso de buitre. La técnica de fabricación de este instrumento es sumamente depurada y los agujeros están perfectamente calibrados para producir una música cifrada y melodiosa. Si bien la tecnología de especies anteriores a la nuestra, como la de los propios neandertales era muy avanzada, Homo sapiens alcanzó enseguida unas capacidades cognitivas para la expresión simbólica, que debieron de ser cruciales en su rápido dominio de todas las tierras ocupadas por homininos. Las capacidades rítmicas debieron de aparecer junto al lenguaje, hace quizá muchos miles de años y en especies como el Homo ergaster o el Homo erectus; pero la posibilidad de componer bellas melodías pudo ser exclusiva de nuestra especie.
Otros avances, como el uso del metal, tuvieron que esperar mucho más tiempo; de hecho, los metales se empezaron a utilizar hace apenas unos pocos miles de años, ya en tiempos históricos. A pesar de los intentos de algunas grandes civilizaciones en determinados lugares del planeta, los humanos nos hemos empeñado siempre en abortar los inicios de un desarrollo que pudo haber llegado mucho antes, como por ejemplo durante el imperio de Roma. El gran desarrollo de la ciencia y la tecnología ha tenido que esperar hasta bien avanzado el siglo XIX, hace prácticamente un suspiro del largo camino recorrido por las especies tecnológicas que nos han precedido. Tendré ocasión de analizar las razones de este salto cualitativo espectacular de nuestra especie.
En todo caso, desde que los homininos comenzamos a fabricar nuestras primeras herramientas de piedra no hemos experimentado cambios anatómicos llamativos. Bien es verdad que nuestro cerebro ha triplicado su volumen y desarrollado capacidades como la planificación, la estandarización, el simbolismo o el gusto por las artes. Pero no hemos dejado atrás ciertos rasgos heredados de nuestro ancestro común con los chimpancés, como el fuerte componente territorial y jerárquico, que genera un alto grado de tribalismo y agresividad. Nuestro modelo de conducta sexual sigue todavía pautas ancestrales, encubiertas por las normas del entorno social en el que vivimos, y nuestro comportamiento fuera de las leyes que nos regulan deja mucho que desear.
Tal vez, como he explicado al iniciar la redacción de este ensayo, la espiritualidad o religiosidad pueda considerarse la gran diferencia entre ellos y nosotros. Como explicaré en el capítulo 6, nuestras capacidades intelectuales alcanzaron un punto en el que lo puramente instintivo tuvo su contrapunto en el raciocinio que generamos con el funcionamiento de determinadas zonas del neocórtex. Así nació la primera fase de la consciencia humana. Un estado en el que comenzamos por primera vez a mirarnos al espejo y descubrir que, a pesar de nuestra fortaleza como especie predadora, estábamos a merced de las fuerzas incontrolables de la naturaleza, que se desataban con cierta frecuencia y contra las que nada podíamos hacer. Debimos entonces reflexionar sobre el poder que controlaba esas fuerzas destructoras y por primera vez sentimos miedo consciente. Nuestra fértil imaginación diseñó a los dioses y a los espíritus del bien y del mal que controlaban esas fuerzas misteriosas y a los que deberíamos aplacar con nuestros rituales. Y los diseñamos a nuestra imagen y semejanza, pero con la capacidad de violar los principios elementales de la biología o de la física. Nos podíamos relacionar con ellos, dirigirles nuestros más íntimos pensamientos, como si estuvieran presentes. Su inmortalidad, omnipresencia o cualquier otro poder sobrenatural les permitía atender nuestros deseos de protección y ofrecernos determinados favores, en general muy sencillos para seres tan poderosos. Desde su manifestación más primitiva, los rituales han evolucionado hasta la actualidad y siguen presentes en todas las civilizaciones. Es sin duda una de las manifestaciones más complejas de nuestra cultura.2
Pero no debemos creer, con la soberbia que caracteriza a nuestra especie, que fuimos los únicos en alcanzar la capacidad cognitiva que nos hace ser religiosos o espirituales. Sin duda hemos logrado un mayor grado en esta capacidad intelectual, aunque los neandertales también enterraban a sus muertos como expresión de unas creencias que nunca conoceremos, pero que forman parte de las inferencias que se pueden fácilmente desprender del estudio de las evidencias arqueológicas de este linaje evolutivo. Y antes que ellos, hace medio millón de años, sus ancestros del Pleistoceno Medio cuidaban de sus enfermos y respetaban a sus muertos, como tendré ocasión de explicar más adelante. Quién sabe cuántos linajes de homininos desaparecidos llegaron a alcanzar este grado de consciencia, que debió de surgir hace mucho tiempo en un antepasado común a todos ellos.
De todo lo anterior concluimos que existe una clara disociación entre biología y tecnología. Se trata del mayor reto que tiene la humanidad ante un futuro lleno de luces y sombras. La evolución biológica ha seguido sus propias pautas, que incluyen posibles saltos cualitativos, como sugería en el siglo pasado el biólogo evolucionista Stephen Jay Gould. La mente del Homo sapiens puede considerarse una rápida adaptación biológica, sin duda influida y acelerada por su mutua interacción con la tecnología. Pero esta última ha puesto un ritmo infernal que la biología no puede seguir. Por ese motivo nos seguimos comportando como lo que somos, primates con un elevado grado de encefalización y conciencia individual, pero provistos de una sofisticada tecnología al servicio de nuestros intereses territoriales particulares y tribales. Aún carecemos de una conciencia global y social que pueda velar por el interés de todos los individuos de la especie.
En definitiva, somos primates culturales que regulamos nuestra conducta mediante unas normas más o menos sofisticadas y refinadas de educación. Poco a poco nos hemos ido alejando mentalmente de nuestra verdadera condición, que suele quedar enmascarada por el vestido y el calzado, la higiene y las buenas formas. De ese modo hemos perdido la perspectiva real de nuestra verdadera condición biológica. Cuando trabajamos y convivimos con otros individuos con los que tenemos que entendernos, cuando debemos dirigir un grupo humano o cuando tenemos que ser dirigidos, resultaría muy útil olvidar nuestra presunta superioridad de seres supuestamente de naturaleza poco menos que divina. Sólo así estaremos preparados para comprender la razón de nuestra conducta. Quizá fuera una buena base para la tolerancia y el respeto que todos nos debemos.
La cultura es el producto de nuestra enorme creatividad y capacidad de innovación. La ciencia avanza de manera imparable y a paso de gigante. En el siglo XXI disponemos ya de una tecnología muy notable, aunque todavía lejos de las futuristas especulaciones de la ciencia ficción.
¿Cómo hemos llegado a ser lo que somos?, ¿qué cambios se han operado a lo largo de estos últimos seis millones de años en nuestro linaje evolutivo?, ¿por qué hemos adquirido esta gran capacidad intelectual?, ¿y la consciencia o la religiosidad?… Para tratar de comprender quiénes somos, tal vez sea necesario empezar por el principio y realizar un rápido repaso a nuestra historia evolutiva en los últimos seis millones de años. Debemos reconocer que estamos lejos de contestar de manera adecuada a todas las preguntas que plantean las investigaciones sobre prehistoria y evolución humana, pero intentaré dar un repaso general a lo que hemos aprendido en estas disciplinas en los últimos 150 años, desde que comenzaron a descubrirse los primeros fósiles humanos.