Introducción

 

 

 

Suspendí mi primera clase de Ciencias Informáticas. Y cuando digo «suspendí» no estoy haciendo el clásico drama de esos empollones que se ponen en plan: «¡Aaaah! He sacado solo un notable alto. Mi vida se ha acabado».

No, no saqué un notable. Ni un bien, ni siquiera un suspenso, saqué un «muy deficiente» con todas sus letras. En el tema sobre el que quería especializarme en la carrera. Aquello iba a ser un problema.

Aquella asignatura se llamaba EECS 100, Introducción a los Fundamentos de las Ciencias Informáticas, y fue la cruz de mi existencia durante el primer semestre que pasé en la extraordinaria Universidad de Michigan (¡Arriba, azules!). Bits, compuertas, programación binaria, lenguaje de programación básico, lenguaje de programación C, todo concentrado en un paquetito infernal. El primer día que entré en el auditorio abarrotado del campus norte (con un aforo de quinientas personas) donde congregaban a los nerds, descubrí que era una de las pocas personas allí presentes que no conocía a nadie. Los demás se juntaban en grupitos y bromeaban de manera afable con los profesores y los tutores estudiantes de posgrado. Me quedé al fondo del aula y, cuando empezó la clase, sin entender demasiado bien los temas de los que se hablaba, me puse a observar las reacciones de todo el mundo. ¿Qué demonios era una XOR? De vez en cuando, alguno de los chicos azuzaba al profesor: «Esto ya nos lo sabemos, ¡cuéntenos lo bueno!».

Me pasé el rato sumida en la confusión y sin atreverme a levantar la mano para pedir ni una aclaración sobre «todo lo que hemos visto hasta aquí». ¿Quién era ese «nosotros» que ya se sabía todas aquellas cosas? Yo, desde luego, no me lo sabía. No tenía ni idea de qué diferencia hay entre una OR y una XOR.

Después me enteré de que muchos de aquellos alumnos ya habían cursado en el instituto una asignatura avanzada de Ciencias Informáticas en la que se trataban muchos de aquellos temas. En mi instituto esa asignatura no existía, y si hubiera existido probablemente me habría sentido demasiado intimidada para matricularme en ella.

Nunca me he esforzado tanto con una asignatura como lo hice en EECS 100. Intenté no pedirle ayuda al profesor auxiliar (PA) porque había oído a algunos de los chicos burlarse de las otras chicas por visitar el despacho de los PA varias veces a la semana. Esperaba que todo saliera igual que las otras veces en las que había trabajado duramente hasta entonces; al final, el esfuerzo daría sus frutos y yo tendría una historia genial que contar durante generaciones. Pero, ¡ay!, a diferencia de lo que ocurre en Una rubia muy legal, en este caso, tras cuatro meses de duro trabajo, la joven heroína no obtuvo su recompensa. Todo lo contrario, fracasó.

Mi compañera de habitación ya se había ido a casa de vacaciones, así que, cuando abrí aquel funesto sobre que contenía mis notas, estaba sola. Recuerdo ese día como si se tratara de esta misma mañana: la ventana entreabierta para contrarrestar el efecto del radiador hiperactivo de la residencia Betsey Barbour y «Wide Open Spaces», de Dixie Chicks, sonando en el lector de CD. (¡Sí! ¡CD! ¡Tan de los noventa!) Me quedé sentada en el suelo mirando estupefacta el «muy deficiente». Cada dos segundos parpadeaba, deseando que se transformara por arte de magia en un notable. En ese momento, incluso un aprobado raspado me hubiera parecido bien.

Me preguntaba cómo iba a enfrentarme a mis padres. ¿Llevaba solo cuatro meses en la universidad y ya empezaba a suspender? ¿Qué había pasado con aquella brillante estudiante del instituto? ¿Qué sería lo siguiente que hiciera? Mi elección de carrera, Ciencias Informáticas, era a todas luces un error. Serían aquellos irritantes nerds del instituto quienes rieran los últimos. Sí, aquellos nerds que se burlaban del hecho de que yo, la chica que nunca perteneció a su club de informática, quisiera licenciarse en Ciencias Informáticas.

Incluso mi padre, mi mayor admirador y el mayor fan del concepto «mujeres y tecnología», me puso cara de estar pensándoselo dos veces cuando volví a casa en Navidad y le di la noticia. Mi madre puso el grito en el cielo y me dijo que eligiera una carrera que me diera la garantía de que no iba a terminar siendo una homeless al acabarla. Estaba claro que no quería que viviera el resto de mi vida en el sótano de su casa, junto a la mesa de ping-pong.

Tomar una decisión me costó dos semanas de búsqueda espiritual durante las vacaciones de Navidad. Y decidí que no dejaría que una miserable clase de Introducción a la Informática me venciera. Yo valía más que eso. Me licenciaría en Ciencias Informáticas. Encontraría un trabajo en el sector de las tecnologías. Iría en pos de los «Wide Open Spaces», los vastos espacios abiertos, de la costa Oeste. Haría sentir orgullosa a mi familia. ¡Y demostraría que aquellos irritantes nerds estaban equivocados!

Tan solo ahora, al volver la vista atrás, me doy cuenta de en qué medida aquello fue un punto de inflexión en mi vida. Si hubiera dejado la informática, no sé qué habría pasado. Desde luego, ahora no estaría celebrando mis diez años en una de las mayores empresas de software de todos los tiempos, y, definitivamente, tampoco estaría escribiendo un libro con consejos y orientaciones destinado a la siguiente generación de tecnólogos y tecnólogas.

El semestre siguiente volví a matricularme en aquella maldita clase... ¡y aprobé! No saqué el sobresaliente al que aspiraba, pero entendí mucho mejor los conceptos la segunda vez. Era capaz de responder preguntas en clase y de hacer los trabajos sin ayuda de los PA. Volví a sentirme en mi ser. ¡Nunca he celebrado un notable alto con tanto entusiasmo en mi vida!

Así aprendí una de las lecciones más valiosas de la vida: si fracasas, inténtalo otra vez. Suena a tópico, pero hay muchísima gente que se ha visto en una situación similar a la mía aquel invierno de 1998. Cuando estoy de gira dando charlas y cuento esta historia, a todo el mundo le encanta. En cada charla, hay al menos diez personas que se me acercan después o que me escriben un email y me cuentan que ellas también fracasaron en sus respectivos campos en un momento u otro.

Por supuesto, en retrospectiva, todo esto tiene bastante sentido. Fracasa hasta que lo consigas. ¿Conseguimos resolver correctamente el primer problema de matemáticas que hicimos? Claro que no. La primera vez que empezamos a leer, ¿entendíamos todas las palabras? Es una idea ridícula, ¿no? ¿Quién no se ha caído de la bici cuando aprendía a montar dando vueltas a la manzana? Así que, ¿por qué razón no debería costarnos también más de un intento entender los conceptos de programación, algo bastante complicado en comparación con la mayoría de las cosas que hemos estudiado antes? Otro aspecto que deberíamos tener en cuenta es que programación tampoco es algo que todo el mundo estudie desde el primer curso escolar, precisamente. No es como las matemáticas o la lectura, cuyos fundamentos nos han acompañado durante años. ¡Se trata de una forma enteramente nueva de pensar y crear!

Hoy soy jefa de ingeniería del programa Windows Insider de Microsoft. Tengo la maleta aún sin deshacer desde que volví de mi última gira internacional (mi equipo y yo viajamos a Nigeria para hacer de mentores a veinticinco startups y ayudarlas a que convirtieran sus ideas en un negocio viable en el curso de seis meses; ¡una experiencia transformadora!). Además, escribo libros de ficción... ¡y ahora también de no ficción! Soy aspirante a diseñadora de moda e intento entender cómo puede desarrollarse esta última empleando la tecnología para entrar, así, en el siglo XXI. Hace pocos años lancé Fibonacci Sequins, un blog de moda que muestra, y celebra, la diversidad en el campo de las carreras CTIM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas).

Hay cientos de otras cosas que debería o podría estar haciendo ahora mismo en lugar de escribir este libro, pero necesito hacerlo más que nada en el mundo. ¿Por qué?

Durante los últimos quince años que he pasado en la industria de las tecnologías, me he dedicado con frecuencia a entrevistar y contratar a gente nueva, tanto hombres como mujeres. En Microsoft he contratado a más de doscientas personas y he dirigido y orientado a muchísimas otras. Desde enero de 2014 en adelante, he tenido el placer de hablar ante públicos de todo el mundo, formados por aspirantes a experto en ciencias informáticas y estudiantes universitarios. He trabado contacto con gente de Nigeria, Kenia, Alemania, Sidney, Melbourne, Adelaida, Oxford, Cambridge, Londres, Edimburgo, Buenos Aires y Ciudad de México, y de universidades como Harvard, Texas, Stanford, Berkeley, Michigan y tantas otras. He observado a estos estos jóvenes ingenieros tomar decisiones que permanecerían con ellos durante el resto de sus carreras. Me he visto contándoles historias sobre mi experiencia, y en particular sobre lo que me ha funcionado. Y más de uno me ha dicho: «¿Sabes, Dona? A lo mejor tendrías que escribir todas estas cosas». Así que aquí estoy, escribiendo algunas de esas cosas.

Cuando empecé a contar estas historias a la gente que conozco y en la que confío (todos ellos líderes infatigables y de gran éxito en el mundo de la tecnología), me replicaron con un «a mí también me ha pasado, y esta es mi historia...». Este tipo de experiencias son, en general, cuestiones que no se mencionan en la industria de la tecnología. Ocasionalmente, salen a relucir en las conversaciones que sostienen el mentor y la persona a la que guía, pero, en su mayor parte, se trata de cosas que terminamos aprendiendo por nuestra cuenta y por las malas. Así que pensé que debía escribir no solo mis historias y experiencias, sino también las de las personas de quienes he aprendido y a quienes he admirado durante tantos años.

He pasado los últimos meses entrevistando a algunos de los líderes más punteros de la industria de las tecnologías, gente que se ha mostrado amable y generosa con su tiempo. Dirigen negocios de miles de millones de dólares y, aun así, estuvieron dispuestos a hacerme un hueco y guardar algo de tiempo para dedicárselo a la siguiente generación. Son personas que han trabajado en Google, Facebook, Amazon, Zynga, Rent the Runway, IWantHerJob, Textio, Girl Develop It, en firmas de capital de riesgo, en startups y, por supuesto, en Microsoft.

Todas las conversaciones que mantuvimos sobre la cuestión «¿Qué te hubiera gustado saber antes?» empezaron a encajar en torno a cinco temas concretos: tu superpoder, tu presencia profesional, tus primeros cien días, tus relaciones y tu habilidad para negociar e influir en los demás. Y son los temas centrales que abordará el resto del libro.

Hay dos cosas que todas las personas con las que he hablado tienen en común: todos hemos pasado por momentos buenos y malos en la industria, y todos deseamos contar nuestra experiencia para ayudar a reclutar y mantener a la siguiente generación en el mundo de las tecnologías. Todos estos magníficos colaboradores exponen aquí sus historias y su experiencia para que la siguiente generación no tenga que aprender por las malas las mismas viejas lecciones. Deseamos que puedan centrarse en los grandes retos del futuro, retos que hoy ni siquiera comprendemos.

En nuestra calidad de líderes del sector de las tecnologías, debemos centrar nuestra atención en la contratación y el crecimiento de personas que fomenten la diversidad, no solo en cuanto a nuestro aspecto exterior, sino diversidad también de pensamiento. Después de todo, una persona que vive en Nepal tiene una perspectiva muy distinta de un estadounidense de origen nepalí que vive en Silicon Valley, ¿no? Nuestras empresas de tecnología crean productos para mercados diversos; ¿cómo podríamos hacerlo sin un equipo de ingenieros diverso? ¡No podemos!

Hace pocos años, trabajé en la primera plataforma holográfica de Microsoft (¡y del mundo!) y conocí a Alex Kipman, que era el jefe del equipo. Su padre era diplomático y, cuando Alex era pequeño, vivió con su familia por todo el mundo. Siempre dice que, simplemente, cuanta mayor diversidad muestran los equipos de ingeniería, mejores y más globales son los productos que construyen, y más amplio es su conocimiento del público internacional y de sus necesidades. De hecho, existen muchos estudios que afirman que las empresas que cuentan con un mayor número de mujeres y personas pertenecientes a minorías étnicas en puestos directivos o de gestión tienen una facturación más alta y una mayor fidelización de los clientes. Los datos de los que disponemos han demostrado innumerables veces la veracidad de esta afirmación, incluido un artículo del Business Insider publicado en agosto de 2015.

He disfrutado muchísimo conversando y escribiendo sobre todas estas historias. Espero que podáis sentir cierta identificación con las cuestiones que se comentan. Si queréis comentar cualquier cosa, por favor, mandadme un email. Me encanta escuchar las historias de las trincheras: donainparis@gmail.com.