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Comida en familia

—Todo son exquisiteces de lo más fino. Unas carnes asadas que dan ganas de comérselas solo con verlas, y que humean sin cesar, tanto que parece que le llega el olor a una como si estuviera allí mismo. Y unas copas majestuosas llenas de vino espeso. Todo esto lo va sirviendo Mamá Jazmina, y a la mesa están sentados todos los hijos, y Paloma. La preside doña Leonor, y al otro lado de la mesa, larguísima, hay una silla vacía que representa a Arturo. Alguien dice que es una pena que Arturo no haya llegado todavía y que se esté perdiendo el cumpleaños de su madre, y doña Leonor pone una mirada muy triste al oír estas palabras, pero rápidamente Mamá Jazmina dice que no tiene importancia porque cada vez falta menos para la llegada del hijo menor.

»El caso es que todos están sentados en un lado de la mesa, digamos el izquierdo, de tal modo que en el derecho no hay nadie. Y también está el señor Maldonado, que es un personaje nuevo, y que es un viejo amigo del señor Leopoldo Padre y como una especie de socio de su empresa. Doña Leonor propone un brindis por su marido, y todos brindan, pero sin levantarse ni chocar las copas, sino cada uno en su sitio y bebiendo muy poquito. Entonces el señor Maldonado habla.

»—Verdaderamente es una pena que Leopoldo Padre no pueda estar presente en esta cena. Daba por sentado que lo vería. Después de todo, hace ya muchas semanas que no tengo noticias suyas.

»—Mi padre está muy indispuesto —interrumpe Leopoldo María hijo, con no muy buenos modales— y es del todo imposible hacerle pasar por ajetreos.

»—Bueno. Pero me gustaría en cualquier caso saludar a mi viejo amigo.

»Mamá Jazmina y doña Leonor se miran con cierta tristeza. Los gemelos, que hasta entonces no habían hablado, también se miran y, cuando van a decir algo, se interrumpen el uno al otro y acaban por callar. Paloma mira a todas partes como si quisiera enterarse de algo, pero anduviese muy perdida. Y es Leopoldo María el que, después de dar un buen trago a su copa de vino —porque este muchacho es el único que no da sorbitos—, dice:

»—Pero, por supuesto, descuide usted, que en cuanto hayamos acabado la celebración, podemos ir todos a la habitación de papá y desearle las buenas noches, siempre y cuando no sea muy tarde y esté dormido, porque le cuesta mucho conciliar el sueño.

»Parece que con estas palabras la situación tensa que se había creado unos momentos antes ya está arreglada, pero, de repente, se oyen unos golpes secos, como de cacharros que se caen. Todos se sobresaltan, Paloma la que más, y doña Leonor también. Se levantan de sus sillas y miran a la entrada del salón donde están comiendo, y allí ven al pobre viejito, al señor Leopoldo Padre, que ha llegado arrastrándose por las paredes. Va agarrado a una máquina con ruedines, con un gotero y algún cachivache más, que le ayuda a respirar. Y, sin darles tiempo a que digan ni mu, el viejito les habla así:

»—¿Por qué no me habéis invitado a mi propio funeral? ¿Es que no tengo derecho siquiera a celebrar mi propia muerte? ¡Ah, veo que están reunidos todos mis hijos! Pero, ¿cómo es posible? ¿Ha venido ya Arturo y no me habéis dicho nada? —dice esto mirando la silla vacía del final de la mesa, y el resto de los comensales miran ese hueco, con terror—. Pero, hijo, qué alto estás, igualito que tu padre cuando era joven. Y con la misma sonrisa triste de tu madre. De modo que no te has olvidado de mí. ¿Y qué son esas ropas que llevas que pareces un vagabundo? ¿Acaso no me he preocupado por ti y te he dado todo lo que necesitabas? ¿Y qué son esas barbas, y esas melenas? Pero... espera un momento... ¿dónde están tus ojos? ¿Qué te ha pasado en la cara que no tienes ojos?

»Entonces todo son gritos del viejo, y llantos de su esposa, doña Leonor. Los dos gemelos, a la orden del hermano mayor, Leopoldo María, cogen al padre de los hombros y lo arrastran camino de la habitación, mientras el señor Maldonado, muy contrariado, consuela a la pobre Paloma, que está blanca del disgusto.

»Cuando ya han pasado unas horas, la señora Leonor está poniendo trapos en la frente del pobre viejo Leopoldo, y arropándole hasta el cuello, con mucha disciplina, pero más bien de forma fría, no como se cuida a un marido sino como por obligación. El señor parece dormido, pero de repente la señora empieza a escuchar unas palabras que salen de su boca. Son unos susurros y no se entienden bien. Muy intrigada, acerca sus oídos a los labios del señor y entonces se ve y se oye claramente lo que dice:

»—Nunca seremos perdonados.

»La señora, arrebatada, le quita los trapos de la frente. Tiene los ojos inyectados en sangre, se levanta llena de ira, y se diría que lo va a estrangular, o que va a coger una almohada y lo va a asfixiar. Pero no. Sale enfurecida de la habitación del señor y entonces se ve claramente que, al fondo del dormitorio, entre las ondas de los cortinones majestuosos, una persona se está moviendo y agarra con fuerza, como si la ira la fuese a hacer estallar, las telas maravillosas entre las que se escondía.

Solo eran veinte minutos, pero Marifé sentía que se le había ido de las manos. Ahora ya no podría comprar la carne que estuviera de oferta, porque se agotaba enseguida. Por no hablar de la fruta, que ya estaría escogida y manoseada cuando ella llegara. Y lo peor de todo eran las colas, de las que no se iba a librar de ninguna manera. Mucha suerte necesitaría para poder llegar a casa con tiempo suficiente para preparar el almuerzo que tenía pensado. En cualquier caso, estas preocupaciones no eran tan grandes como para que Marifé se lamentara de que su vecina Luisa la hubiera estado esperando en el rellano para atraparla en cuanto saliera de su casa y contarle esas historias tan llenas de intrigas.

Marifé corría con su carrito por las calles empinadas y por unos segundos consideró la posibilidad de mentir a Roque. Si no le daba tiempo para tener listo el conejo al ajillo, la comida que él había pedido esa misma mañana antes de salir a trabajar, bastaría con decirle que no le había gustado el aspecto de la carne ese día en el mercado. Pero la idea de soltar una mentira no tenía cabida en su cabeza. El miedo de que Roque pudiera descubrir de alguna manera que lo que le había dicho no era verdad era imposible de soportar, así que se deshizo de ese pensamiento.

Iba a atravesar Marifé la última calle que le quedaba antes de llegar al mercado cuando se le cruzó por la mente otra idea novedosa. Y esta idea no implicaba ningún riesgo aparente con Roque. ¿Y si, en lugar de ir al mercado de abastos, realizaba sus tareas esa mañana en el supermercado? Nunca le había gustado entrar en él. Le resultaban odiosas sus luces, tan resplandecientes que la hacían sentir que todo el mundo la miraba. No soportaba la música constante, los productos encerrados en plásticos, el frío que desprendían las máquinas refrigeradoras. Pero tenía que admitir que, de esa manera, ahorraría tiempo. De modo que entró en el supermercado, idéntico a todos los de esa cadena. Se llevó un primer susto cuando un guarda le dijo que tenía que dejar fuera su carrito y sustituirlo por uno de los muchos que había preparados. Recordó en ese instante que esa clase de disciplina era lo que la había mantenido alejada de esos establecimientos, pero aceptó resignada la exigencia y se adentró por los pasillos. Sentía la luz cegadora sobre su cabeza, tan potente que casi no despegaba los ojos del suelo. Lanzaba al carrito los productos, abrumada por la cantidad de posibilidades de elección. Recorría cada una de las secciones con preocupación, porque parecía que cada vez que salía de un pasillo alguien se le lanzaba encima con otro carrito para atropellarla. Ya estaba llegando al final del supermercado cuando vislumbró algo que la hizo detenerse, como el aventurero explorador que cruza la jungla y de repente encuentra un templo milenario. La mujer soltó su carrito y se quedó observando las decenas de pantallas de televisión que cubrían la pared. Su rostro, destellante de luz, apenas se inmutaba.