Situada justo en uno de los vértices del triángulo que configura la Polinesia, emerge Rapa Nui, una pequeña y hermosa isla cuya historia cautiva y conmueve al mismo tiempo. Allí floreció una civilización capaz de desarrollar una imponente escultura megalítica y una escritura propia que, un siglo y medio después de su descubrimiento por misioneros católicos, aún no ha podido ser descifrada.

Rapa Nui existe para el mundo occidental desde que fue avistada por dos buques holandeses el 5 de abril de 1722, Domingo de Pascua. El legado de su civilización clásica le confirió un aura de fascinación que perdura hasta la actualidad, como lo atestiguan decenas de libros e infinidad de artículos de divulgación y también de tono sensacionalista que de manera recurrente abordan sus «misterios» o «enigmas». Al mismo tiempo, desde las expediciones de James Cook y Jean François Galaup de La Pérouse a fines del siglo XVIII, ha sido y es un lugar muy atractivo para los científicos por su desarrollo en condiciones de aislamiento geográfico. De su civilización clásica no existen registros rigurosos debido a la hecatombe social, cultural y demográfica acaecida en el tercer cuarto del siglo XIX, que quebró la continuidad de la tradición oral y el traspaso de conocimientos de una generación a otra. En las últimas décadas, múltiples investigaciones se han ocupado de los aspectos cruciales de su evolución histórica y, en no pocos casos, las hipótesis han debido corregirse o matizarse al poco tiempo de su formulación.

En la inmensidad del océano

Rapa Nui es una de las casi veinticinco mil islas, la mayor parte situadas al sur del Ecuador, distribuidas por la inmensidad del Pacífico, que ocupa un tercio de la superficie del planeta, con 180 millones de kilómetros cuadrados, muy superior a la suma de los cinco continentes. Marca el vértice suroriental de la Polinesia, que comprende cerca de mil islas situadas en el centro y el sur de este océano y que está delimitada también por Hawái, al norte del Ecuador, y por Nueva Zelanda al suroeste. El llamado triángulo polinésico abarca unos treinta millones de kilómetros cuadrados, que incluyen Samoa, Tonga, las islas Cook o la Polinesia francesa.

Rapa Nui es el último confín de Oceanía antes del continente americano. Está situada a 27º 9’ 30’’ de latitud sur y a 109º 26’ 10’’ de longitud oeste, a más de dos mil kilómetros de distancia de Pitcairn, la isla habitada más próxima —famosa por el motín del Bounty en 1789—, que pertenece al Reino Unido. Le separan 4.100 kilómetros de Tahití y 3.760 kilómetros de la angosta franja litoral chilena, a la altura de Caldera. Es, por tanto, uno de los territorios poblados más aislados del planeta.

Rapa Nui es el vértice de una gran montaña volcánica que asciende casi tres mil metros desde el lecho marino. Esta isla nació tres millones de años atrás, cuando entró en erupción y emergió el volcán Poike. Hace un millón de años asomó el volcán Rano Kau, que tiene un enorme cráter de mil seiscientos metros de diámetro, en cuyo fondo existe una laguna de agua fresca de unos once metros de profundidad. Y unos setecientos mil años después surgió el volcán Terevaka, cuya cima es el punto más elevado de la isla, 511 metros sobre el nivel del mar. El interior se caracteriza por sus suaves lomajes, en contraste con las costas rocosas y accidentadas en la zona septentrional, tan solo interrumpidas por dos playas: Anakena y Ovahe.

Todas las rocas son de origen volcánico y el tipo más común es el basalto1. También abunda la obsidiana y el cráter de un cuarto volcán, el Rano Raraku, está formado por toba, una piedra surgida de la compactación y endurecimiento de sus cenizas. Es más frágil y muy porosa, por tanto sencilla de trabajar con herramientas de basalto. Por esa razón, Rano Raraku fue la cantera donde se esculpieron los moái.

La isla tiene una superficie total de 163,6 kilómetros cuadrados y una forma triangular. Entre los volcanes Rano Kau y Poike hay veinticuatro kilómetros de distancia; diecisiete entre Poike y su vértice septentrional y dieciséis entre este y Rano Kau. Carece de ríos e incluso de arroyos. En su cubierta vegetal hoy predominan pastos y arbustos y, a diferencia de otras islas de la Polinesia, sus costas carecen de arrecifes de coral. Su clima es subtropical, con una temperatura media actual de 22 ºC en verano y de 17 ºC en invierno.

En Oceanía, el poblamiento humano se remonta a cuarenta mil años en los casos de Australia y Nueva Guinea, mientras que otras islas o archipiélagos, como Rapa Nui, Hawái o Nueva Zelanda, fueron colonizados mucho más recientemente. Hasta hace pocos años se creía que el de Rapa Nui había comenzado alrededor del año 400 d.C. y que había sido el resultado exclusivo de migraciones procedentes de la Polinesia. Pero, a la luz de las investigaciones más recientes, debe matizarse dicha fecha y precisarse el segundo concepto, si bien la ciencia aún está lejos de establecer conclusiones definitivas al respecto.

Las islas de la Polinesia comparten una tradición común cuyas raíces se hunden hasta casi cuatro mil años atrás, en la cultura Lapita. Todos los grupos humanos que navegaron y se asentaron a lo largo de esta región oceánica descendían de este pueblo, compartían costumbres, formas de vida, creencias y tradiciones similares y hablaban idiomas surgidos de un mismo tronco2.

La cultura Lapita se desarrolló a partir del 1500 a.C., a lo largo de cinco siglos se expandió por los archipiélagos de la Polinesia y llegó a Tonga y Samoa hacia el 950 a.C. Emprendieron la aventura de la colonización a bordo de sus grandes canoas, como Ramírez Aliaga ha destacado: «Mucho antes de que en Occidente se inventaran los instrumentos que servían para orientarse en mar abierto, los maestros polinesios de la navegación usaron todos los elementos de la naturaleza para construir un mapa mental que incluía datos astronómicos, olas y corrientes, patrones de vuelos de las aves, señales en el mar y en tierra, para explorar y colonizar un territorio gigantesco. La excepcional capacidad de esos antiguos navegantes se expresó en el desarrollo de embarcaciones de gran rendimiento: la canoa de doble casco (vaka, catamarán) y la versión con un casco y balancín (vaka ama3. Las mayores embarcaciones, que medían más de treinta metros, podían albergar a varios centenares de personas y navegar alrededor de doscientos kilómetros diarios gracias al conocimiento de las corrientes marinas y de los vientos4.

El proceso migratorio se interrumpió durante un milenio. Posteriormente, entre el año 600 y el 900 d.C., se inició la colonización de las islas de la Sociedad, Tuamotu, las Marquesas y Mangareva y desde estos archipiélagos partió la última oleada expansiva, que pobló Hawái y Rapa Nui alrededor del año 800 y también Nueva Zelanda, ya entre el 1200 y el 1300.

Por otra parte, los análisis recientes de ADN en sangre de rapanui vivos, sin antecedentes familiares no polinésicos, realizados por un equipo de la Universidad de Oslo, encabezado por el científico noruego Erik Torsby, han señalado que una parte de su herencia genética procedía de etnias amerindias de un periodo anterior a 1722. Este hallazgo y otros han llevado a Valentí Rull, director del Laboratorio de Paleoecología del Centro Superior de Investigaciones Científicas de España, a sugerir que hubo una posible emigración desde América en torno al año 400 a.C. y que los colonizadores polinesios desembarcaron entre el 800 y el 1200 d.C. Asimismo, la evidencia de que la batata, planta originaria del continente americano, fuera alimento usual de los rapanui tres siglos antes de la llegada de las naves holandesas, apunta a que los polinesios viajaron primero a América del Sur y después a Rapa Nui.

Curiosamente, las hipótesis que Tor Heyerdahl defendió a mediados del siglo XX, descartadas por los científicos durante años, han terminado por adquirir visos de credibilidad. Heyerdahl planteó que desde América se habrían colonizado algunas islas del Pacífico, entre ellas Rapa Nui, a mediados del primer milenio. Señaló que los vientos alisios que proceden del sureste posibilitaron que balsas de madera impulsadas a vela construidas por nativos americanos atravesasen la inmensidad del Pacífico hacia la Polinesia. Y, para demostrarlo, emprendió en 1947 la expedición de la Kon-Tiki, que le llevó desde El Callao hasta el archipiélago de las Tuamotu tras 101 días de navegación5. Ahora bien, como remarca Rull, estos planteamientos conducen a una pregunta evidente: ¿por qué no se han hallado vestigios en Rapa Nui de ninguna civilización anterior a las de origen polinésico?6

Por el contrario, en octubre de 2017 se conoció una investigación que sostiene que no existen restos genéticos que prueben el contacto entre los habitantes antiguos de Rapa Nui y nativos americanos antes de 1722. Por primera vez, un grupo de investigadores, dirigidos por el antropólogo de la Universidad de California Lars Fehren-Schmitz, ha podido estudiar ADN de los restos de cinco rapanui encontrados en el yacimiento de Anakena, al norte de la isla. El análisis del material genético de tres individuos que vivieron en el siglo XIV o en el siglo XV no encontró rastro de genes amerindios. No obstante, pese a valorar la importancia de este estudio, José Víctor Moreno, investigador en paleogenómica del Museo de Historia Natural de Dinamarca, ha señalado que la principal conclusión es precipitada y que la controversia podrá resolverse cuando se pueda analizar más ADN antiguo de los rapanui7.

En cualquier caso, no hay duda de que los rapanui actuales proceden de aquella colonización llegada desde la Polinesia. Respecto a este movimiento migratorio, la arqueóloga Andrea Seelenfreund, profesora de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano de Santiago de Chile, ha señalado que fue «un acto planificado y sistemático», como lo reafirma la tradición oral rapanui, que hace referencia a varios viajes y a los preparativos necesarios para emprender una nueva vida en un territorio diferente. «Es probable que en los primeros momentos los colonos mantuvieran contacto con las islas de origen, tal como se ha documentado en otras partes de la Polinesia»8.

Efectivamente, varias leyendas rapanui narran el poblamiento de la isla. El relato más importante explica que un cataclismo produjo el hundimiento de grandes regiones de una tierra llamada Hiva9, ocupada por los súbditos del ariki Hotu Matu’a, quien tomó la decisión de salvar a su pueblo del desastre partiendo hacia otro lugar10. La tierra elegida fue vista en sueños por el ariki y por un consejero llamado Haumaka con la ayuda del dios Make-Make. El sabio le aconsejó que enviara exploradores en busca de la lejana isla en medio del océano, que aparecía como ideal para el asentamiento11. Y así seis o siete emisarios partieron en una piragua de balancín y llegaron a Rapa Nui, donde encontraron a dos hombres: Nga Tavake a Te Rona y Te Ohiro a Te Runu, llegados de una inmigración anterior…12. Posteriormente, Hotu Matu’a y su familia navegaron en canoa, gracias a sus conocimientos de astronomía, vientos y corrientes, hasta llegar a la playa de Anakena, donde se establecieron, y llamaron a aquella isla Te Pito o Te Henua, que significa «El Ombligo del Mundo» o «El Fin de la Tierra».

Tiempo después, Hotu Matu’a, el primer ariki mau o rey de la isla, dividió el territorio entre sus seis hijos. Cada uno de ellos dio origen a los principales clanes (mata) que conformaron la sociedad local, un modelo político basado en el parentesco que es muy común en la Polinesia. Fue Miru, hijo o nieto de Hotu Matu’a según las diferentes versiones de la tradición, quien fundó el mata más importante y durante siglos el ariki mau perteneció al clan Miru.

Cada clan se asentaba en una zona de la isla, en un territorio propio denominado kainga, y los más importantes ocupaban los mejores terrenos. Cada uno de ellos se dividía en linajes o grupos de familia, que eran liderados por el varón más anciano, quien fijaba su línea de ascendencia personal y la del grupo hasta llegar a uno de los hijos de Hotu Matu’a. El líder del linaje era responsable del bienestar físico y espiritual de quienes vivían en el territorio familiar13. Se estima que existieron unos diez clanes, que hacia el siglo XVII, poco antes del primer contacto con los navegantes europeos, habrían estado organizados en dos confederaciones: Ko Tu’u Aro ko te Mata Nui —el grupo de las tribus de jerarquía superior que vivían en el sector occidental de la isla— y Ko Tu’u ‘a Hotu’Iti ko te Mata Iti —el de jerarquía inferior, que habitaban en la región oriental—, separadas por una línea divisoria trazada desde el centro ceremonial de Orongo hasta Poike. Como señala la antropóloga Camila Zurob: «La sociedad antigua se caracterizó así por una fuerte territorialidad que demarcaba límites entre los mata». «Dado que los recursos se repartían desigualmente en el territorio, el kainga daba al clan el fundamento de su existencia, en medio de un complejo sistema de intercambio definido por roles de reciprocidad familiar»14.

Al igual que en otras sociedades de la Polinesia, no existía la concepción de propiedad privada de la tierra, tal y como remarcó en 1988 el Consejo de Ancianos del Pueblo Rapanui: «Para el rapanui, la tierra pascuense tiene un importante significado y un valor diferente al que tiene para otros pueblos y culturas, pero sí similar al de otras culturas polinésicas. Para el pascuense, existe un profundo lazo emocional con esta tierra que los vio nacer y se refleja en el hecho de que la tierra se llama kainga. En nuestro idioma significa a su vez matriz o útero y los territorios pertenecientes a cada tribu son llamados Henua Poreko o tierra natal, donde nacieron los ancestros»15.

Al poco tiempo de instalarse en Rapa Nui, aquellos polinésicos empezaron a edificar templos al aire libre denominados ahu, que al principio tan solo eran plataformas de piedra. Cada linaje tenía su centro religioso y político en un sector próximo a la costa, desde donde controlaba una parte del territorio hacia el interior. Posteriormente, aquellos lugares se ampliaron y se hicieron más complejos, con la construcción de una o más plataformas, rampas, alas y, gracias al uso de sofisticadas técnicas de ingeniería, con la erección de las colosales estatuas de piedra: los imponentes moái 16.

La era de los moái se inició en el siglo XII y alcanzó su esplendor en los siglos XV y XVI. Tiempo después, la isla vivió una etapa de cierto declive económico y demográfico y cesó el contacto con la Polinesia, por lo que su aislamiento se acentuó. Las estimaciones más recientes sitúan la población máxima de la isla entre seis mil y siete mil personas para el siglo XV y entre dos mil y tres mil personas a principios del siglo XVIII17.

La era de los moái

En Rapa Nui existen 887 moái. De ellos 288, fueron transportados y situados sobre la plataforma de un ahu, mientras que 397 permanecieron en la cantera del Rano Raraku y 92 quedaron varados mientras eran transportados. El más grande que se esculpió sigue en este volcán, mide 21,6 metros y pesa entre 160 y 182 toneladas. El más alto que llegó a ser erigido, en el ahu Te Pito Kura, mide 9,8 metros y pesa casi 74,4 toneladas18. Como no existían los metales, las herramientas se fabricaban con otras rocas volcánicas más duras, principalmente basalto. Algunos están coronados por grandes sombreros de forma cilíndrica o cónica, llamados pukao, esculpidos en lapilli de color rojo. No hay dos moái iguales y casi todos dirigen su mirada hacia el interior de la isla19.

El periodo de construcción se extendió durante varios siglos. En apariencia, son una característica exclusiva de la sociedad rapanui, pero en Hawái, Nueva Zelanda, Ra’ivavae e Hiva Oa se tallaron figuras antropomorfas que tenían el mismo sentido trascendente.

Estas figuras cumplían una doble función: señalaban de manera visible los ancestros de cada linaje y demostraban su poder y su capacidad de organización. Por tanto, el culto a los moái significaba un vínculo entre la vida y la muerte, remarca Rull: «O, mejor dicho, la vida después de la muerte». «Los jefes de los clanes representados en los moái tenían el poder y la misión de seguir velando por su gente más allá de su muerte física, esta vez garantizando la fertilidad del mar y la tierra y protegiendo a los vivos de enemigos y enfermedades»20.

El tallado de los moái refleja la importancia que en esta isla, como en el conjunto de la Polinesia, tenía la capacidad de conocer quiénes eran los antepasados de cada familia y los conceptos de jerarquía y subordinación. De hecho, hasta el día de hoy el pueblo rapanui posee un acendrado sentido de identidad y de pertenencia ligado al reconocimiento de los antepasados.

Los moái eran parte esencial de un sistema simbólico que atribuía a los antepasados la tenencia de un poder sobrenatural denominado mana, facultad exclusiva de los ariki, que era fuente de abundancia de bienes, otorgaba prestigio y legitimaba la autoridad de la clase dominante. Asimismo, estimulaba el funcionamiento correcto de las principales actividades diarias y aseguraba los frutos de la agricultura y la pesca, actividades que proporcionaban la base de la dieta alimenticia. La construcción de estatuas más colosales era el signo del mana que atesoraba cada ariki, por lo que cada vez se destinó una mayor cantidad de recursos y de energías a estas labores. Junto con el mana, otro principio sobrenatural que ordenaba una buena parte de la vida de aquella civilización eran los tapu 21 o conjunto de prohibiciones que recaían sobre personas, alimentos e incluso lugares de la isla. Su vulneración podía castigarse con penas duras, incluida la muerte.

A lo largo de la costa y también dispersos en algunos puntos del interior existen casi 300 ahu, que muchas veces fueron empleados como lugar de enterramiento. El mayor que se construyó fue el de Tongariki22, situado a dos kilómetros de la cantera de Rano Raraku, en la costa nordeste, cuya plataforma alcanzaba una longitud total de 45 metros y que incluyendo sus alas laterales medía casi 160. Sobre aquella se erigieron quince moái de entre seis y siete metros de altura con sus respectivos pukaos, que alrededor de 1860 ya estaban todos tumbados a excepción de la base de uno de ellos23.

Otro de los más emblemáticos es el ahu Akivi, situado a quince kilómetros del Rano Raraku y restaurado en 1960 por los arqueólogos William Mulloy y Gonzalo Figueroa. Se trata de una plataforma con siete moái de unos cuatro metros de altura, los únicos de toda la isla que miran hacia el océano.

Por último, destaca el centro ceremonial de Tahai, próximo a Hanga Roa, restaurado por Mulloy y Figueroa entre 1968 y 1970 con el apoyo de la Unesco, donde se alzan cinco moái. La complejidad de estos lugares se evidencia en que Tahai tiene un total de 234 unidades arquitectónicas: entre otras, veinte ruinas de «casas-bote», setenta y tres abrigos rocosos, diecinueve hornos de tierra, seis gallineros de piedra, nueve estructuras para propósitos religiosos, cinco expresiones de arte rupestre y dieciséis terrazas y plataformas24.

En aquel largo periodo histórico, el ariki mau, que descendía directamente de Hotu Matu’a, tenía su sede en Anakena y era el depositario de mayor mana, aunque no era realmente un líder político. Sus subordinados, con más control político real, eran los ariki paka o jefes de los diversos clanes. Otras clases privilegiadas eran los guerreros y los sacerdotes; estos últimos eran los depositarios del conocimiento ritual y artístico y presidían las ceremonias de enterramiento y emplazamiento de los moái 25. La organización social era relativamente compleja e incluía también grupos de especialistas dedicados a tareas específicas, como la construcción de canoas, el tallado de los moái o la pesca.

En cuanto a la religión ancestral, su sistema de creencias muestra vínculos muy fuertes con sus orígenes polinesios. Como en otras sociedades de esta vasta región, los dioses locales pueden clasificarse entre los relacionados con la creación, como Make-Make, Hiro, Tangaroa, Rongo, Tive y Haua; y las deidades de diverso tipo, que incluyen desde los hijos de dioses importantes, hasta antepasados divinizados y espíritus; entre estos destacan especialmente los AkuAku. Asimismo, los dioses de Rapa Nui, como otros de la Polinesia, podían estar encarnados en objetos y animales. Más de quinientos petroglifos distribuidos por la isla que representan a Make-Make, considerado el dios creador de la humanidad, prueban su importancia principal26.

Otro aspecto central fue la escritura rongo rongo, que hasta el día de hoy no ha podido ser descifrada. Este sistema de escritura no es fonético, sino más bien ideográfico, y se realizaba sobre unas tablillas de madera denominadas kohau rongorongo; al parecer cada signo representa nombres, personas, fechas o actividades. Su principal característica consiste en que en una línea los signos están en una posición, mientras que en la siguiente se encuentran invertidos respecto a la anterior. Esencialmente, los signos grabados en las tablillas ayudaban a recordar cantos, genealogías y tradiciones27.

Esta escritura solo era conocida por un grupo de personas llamadas Tangata Rongo Rongo o Maori Rongo Rongo. En 1862 y 1863, todas ellas fueron apresadas por las naves esclavistas que asolaron la isla y su conocimiento se perdió con su trágico destino en Perú. Pocos años después, empeñados en un proceso acelerado de «evangelización» de quienes consideraban unos «salvajes», los misioneros católicos ordenaron la destrucción de estas valiosas tablillas, testimonio de una cultura única. Existen un total de 28 objetos con inscripciones en esta escritura dispersos por el mundo. En el Museo Nacional de Historia Natural, en Santiago de Chile, se conservan dos tablillas llevadas en 1870 por la corbeta O’Higgins; en el Museo de Historia Natural de Concepción hay una madera de toromiro —especie de árbol autóctona de la isla— con diez líneas de inscripciones y en el Museo Antropológico Padre Sebastián Englert de la isla se exhibe una pieza conocida como la Piedra Gilles28.

¿Colapso o evolución?

El debate de la comunidad científica

Tradicionalmente se ha planteado que, poco antes de la llegada de las primeras naves europeas en el siglo XVIII, Rapa Nui sufrió un colapso económico y ecológico debido a la sobreexplotación de los recursos naturales disponibles, proceso que originó hondas transformaciones sociales y culturales, así como una sucesión de guerras intestinas. Los efectos más visibles fueron el cese en el tallado de los moái, e incluso la destrucción de los ahu y el derribamiento de las esculturas megalíticas, junto con la aparición y consolidación del culto al «hombre-pájaro» en el centro ceremonial de Orongo.

La interrupción repentina de la construcción de los moái y el desmoronamiento del sistema social y de valores que se organizaba a partir de ellos fueron planteados en primer lugar por el estadounidense William J. Tomson, quien visitó la isla en 1886 y escribió un excepcional trabajo etnográfico. De hecho, la tradición oral relata enfrentamientos, con episodios incluso de canibalismo, que describen un escenario prolongado de conflictos, cambios e inestabilidad social.

El antropólogo australiano Grant McCall ha subrayado que este fenómeno fue tan abrupto que numerosas figuras quedaron abandonadas en diversos lugares de los antiguos caminos que partían desde el volcán Rano Raraku. «Creo que el empobrecimiento progresivo del medio y los cambios climáticos fueron las causas que transformaron el arte creativo en un conflicto destructivo, puesto que las cuadrillas de talladores y transportadores de piedras se convirtieron en bandas armadas. Los moái fueron demolidos cuando los guerreros triunfantes doblegaron al enemigo y la competencia se tradujo en violentas disputas por los menguados recursos de alimentos, combustible y pesca, a medida que el hemisferio sur caía bajo las garras de la “pequeña edad de hielo”»29. Por su parte, el arqueólogo estadounidense William Mulloy sugirió la hipótesis de una rebelión de las clases subalternas contra los ariki, lo que explicaría el derribamiento de los moái, ya que representaban su poder30.

En 2003, el Informe de la Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato con los Pueblos Indígenas asumió y sintetizó este planteamiento de una crisis de civilización. Atribuyó a un crecimiento demográfico exagerado el aumento de la presión sobre los recursos productivos de la isla, lo que originó una fuerte crisis y finalmente el quiebre del sistema ideológico tradicional, por el desprestigio de la clase aristocrática, incapaz ya de garantizar la subsistencia al conjunto de la población. «A partir de este momento de crisis, aproximadamente en el 1500 de nuestra era, se inicia un nuevo sistema marcado por una sucesión de cruentas guerras intestinas que fue minando todo el sistema tradicional hasta llegar a conformar un nuevo orden social, político y económico, reemplazando el antiguo por otro, cuyas prácticas rituales asegurasen la obtención y transmisión del mana, generador de abundancia y prestigio que se plasma en los rituales de culto al “hombre-pájaro” que se realizaban en Orongo. Fue durante este proceso de readaptación de la cultura rapanui cuando llegan los primeros navegantes europeos a la isla»31.

Por su parte, en un conocido libro el arqueólogo británico Paul Bahn y el botánico neozelandés John Flenley se preguntaron por qué razones, poco después de la llegada de las primeras expediciones europeas, los rapanui tumbaron las estatuas y, en no pocos casos, las decapitaron. «Toda la evidencia apunta a un cambio dramático en el modo de vida de los rapanui, que incluyó el inicio de la violencia y la guerra. ¿Qué cataclismo pudo haber tenido un impacto tan devastador en la cultura isleña?»32.

Desde la década de los ochenta, con la posibilidad de conocer los ecosistemas y los climas del pasado gracias a la paleoecología, la investigación científica ha avanzado de manera considerable. Así se descubrió que la isla, recubierta hoy por praderas de gramíneas, lo estuvo completamente por bosques dominados por palmeras, al menos desde hace cuarenta mil años. En el último milenio, coincidiendo con el asentamiento de los colonizadores polinesios y el desarrollo de su actividad económica y de los rasgos de su civilización, la isla se fue deforestando. Como explica Rull, la coincidencia de la deforestación con el crepúsculo de la cultura de los moái se interpretó como una prueba notable de que los isleños habían abusado de los recursos naturales de su limitado territorio hasta agotarlos. Así se habría producido un colapso ecológico y cultural. «En otras palabras, un “ecocidio”»33.

Esta es la interpretación de Flenley y Bahn que el geógrafo y escritor estadounidense Jared Diamond asumió para terminar de construir el mito de una civilización aislada que se aniquiló por el mal uso de los recursos naturales. «Isla de Pascua es el ejemplo más extremo de destrucción forestal en el Pacífico y se encuentra entre los más extremos del mundo: la totalidad del bosque desapareció y todas sus especies de árboles se extinguieron. Las consecuencias inmediatas para los isleños fueron la pérdida de materias primas y de alimentos silvestres y la disminución del rendimiento de los cultivos». Hambre, declive demográfico, enfrentamientos… un escenario apocalíptico que sería toda una advertencia para el futuro de la humanidad: «Los paralelismos entre la Isla de Pascua y el mundo moderno en su conjunto son escalofriantemente obvios»34.

Sin embargo, en los últimos años varios trabajos científicos han impugnado este relato y han reinterpretado la historia de la isla entre los siglos XVI y XVIII. La arqueóloga hawaiana Mara Mulrooney, después de llevar a cabo una revisión exhaustiva de las dataciones de carbono 14 existentes en la isla relacionadas con sitios arqueológicos, no ha hallado evidencias de ninguna variación brusca ni en la ocupación ni en el uso de la tierra por parte de los rapanui antes de 1722. Y los profesores Gunnar Brandt y Agostino Merico han desarrollado un modelo demográfico que sugiere un descenso lento y gradual de la población entre los siglos XIV y XVIII, por lo que descartan un colapso cultural previo35.

Asimismo, en julio de 2017 se conoció un nuevo estudio que asegura que antes de la llegada de los europeos, los isleños cultivaban y pescaban con mayor eficacia de la que se creía. Un equipo de la Universidad de Binghamton (Estados Unidos) analizó restos humanos, animales y vegetales del año 1400. El análisis de los isótopos de carbono y nitrógeno del colágeno en los huesos humanos demostró que casi la mitad de las proteínas procedían de fuentes marinas, lo que indica que pescaban de manera más frecuente. Al mismo tiempo, su trabajo agrícola fue más fructífero y sabían cómo mejorar los suelos menos fecundos, ya que los enriquecían con fertilizantes para cultivarlos. Estos científicos han demostrado que la pérdida de los bosques no fue una catástrofe36.

Por último, los antropólogos chilenos Rolf Foerster y Sebastián Lorenzo han reunido varios relatos escritos por personas que visitaron la isla a fines del siglo XVIII y en la primera mitad del siglo XIX. Estos textos niegan la tesis del colapso y desmienten que la sociedad rapanui atravesara dificultades graves para su subsistencia o estuviera inmersa en una guerra civil casi permanente37.

No obstante, es indiscutible el ocaso de la era de los moái y también la aparición de nuevas prácticas ceremoniales que conocieron su esplendor en el siglo XVIII y que solo terminaron a partir de 1866, con la difusión del cristianismo sobre una sociedad devastada por las incursiones esclavistas y las enfermedades contagiosas. La principal expresión fue el culto al «hombre-pájaro», un ciclo anual de actividades rituales que duraban varias semanas y culminaban con la designación del líder (Tangata Manu) de toda la isla hasta el año siguiente. Para ello, los jefes de los linajes competían, por medio de sus representantes, para hallar el primer huevo de la golondrina parda marina (llamada manutara) en el islote Motu Nui. El vencedor de esta prueba de fuerza y resistencia, que exigía nadar hasta allí en aguas pobladas de tiburones, era considerado el representante del dios MakeMake y podía ejercer un poder despótico. Todo el rito se celebraba en la aldea ceremonial de Orongo, conformada por medio centenar de casas de piedra con forma de canoa invertida, construida junto al inmenso cráter del volcán Rano Kau, sin duda alguna uno de los lugares más impresionantes de la isla38. Con el ocaso del poder unificador del ariki mau, el asentamiento de esta tradición permitió que otros clanes, además del Miru, pudieran alcanzar el poder real y simbólico sobre el conjunto de la sociedad rapanui.

El historiador rapanui Cristián Moreno Pakarati ha explicado de manera muy convincente esta notable transformación39. Durante los primeros siglos posteriores a la colonización, Rapa Nui formó parte de las rutas de navegación polinésicas, pero alrededor del siglo XIV un súbito enfriamiento del clima en el Pacífico dejó a la isla en un aislamiento extremo en medio de un océano inmenso, fenómeno que favoreció la aparición y desarrollo de rasgos culturales singulares. En este contexto se originó y terminó por imponerse el ritual del «hombre-pájaro», que supuso la reinterpretación del culto a los antepasados y el progresivo fin del megalitismo. Tuvo una extraordinaria repercusión en el arte rupestre, desarrollado principalmente a través de petroglifos, más que de pinturas, cuya manifestación principal es la representación del Tangata Manu en las rocas de la aldea ceremonial de Orongo.

1722: la llegada de las naves holandesas

El primer europeo que divisó el océano Pacífico desde su orilla americana fue Vasco Núñez de Balboa, quien el 25 de septiembre de 1513, tras atravesar el istmo de Panamá, no vaciló en tomar posesión de sus aguas en nombre de la monarquía hispánica y lo bautizó como Mar del Sur. Siete años después, el navegante portugués Fernando de Magallanes, en su viaje al servicio de la Corona hispánica que culminaría con la primera vuelta al mundo, le dio el nombre de Pacífico tras navegar por el estrecho que hoy lleva su nombre. La conquista de Filipinas y su incorporación al virreinato de la Nueva España lo convirtió en un «lago español» según los relatos más optimistas.

Si desde principios del siglo XVI varias expediciones españolas navegaron por el Pacífico, en el último cuarto de aquella centuria también lo hicieron naves inglesas y holandesas. A principios del siglo XVII, estas últimas, que eliminaron a las portuguesas de los mercados del sureste asiático y convirtieron el archipiélago indonesio en la base de su pujanza, ya recorrieron el territorio actual de la República de Chile. Ninguno de aquellos buques divisó Rapa Nui. A pesar del desarrollo de la técnica y de los instrumentos de navegación y cartografía, de los que carecían los pueblos polinésicos, los galeones y las carabelas necesitaron dos siglos de incursiones por el Pacífico para llegar a Rapa Nui40.

El siglo XVIII conoció la expansión por este océano de las potencias europeas, principalmente Reino Unido y Francia. De las numerosas expediciones que se adentraron en el Pacífico sur a lo largo del Siglo de las Luces, cuatro llegaron hasta esta isla. La pretensión de aquellos viajes era descubrir nuevas tierras y ampliar el conocimiento, pero también extender las rutas comerciales y la influencia geopolítica, sentando las bases del colonialismo del siglo XIX41.

El 5 de abril de 1722, la expedición holandesa capitaneada por Jacob Roggeveen divisó en el horizonte azul del Pacífico una isla ignorada hasta entonces por la cartografía europea. Era Domingo de Pascua de Resurrección y por ese motivo Roggeveen la bautizó como Paasch Eyland: Isla de Pascua. Aquella expedición había partido el 21 de agosto de 1721 desde la isla de Texel, en el Mar del Norte, y la integraban inicialmente tres navíos de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales. Solo dos, el buque Águila y la fragata Africana, lograron circunnavegar el continente americano cerca de la Antártica y tanto en la isla Mocha como en la de Juan Fernández se aprovisionaron de agua potable y alimentos.

La relación de Roggeveen, publicada en 1838, entrega información sobre el primer contacto entre la población rapanui y los europeos, evidentemente desde la perspectiva de los navegantes. Así sabemos que un nativo que se aproximó en su canoa fue bien recibido y esto estimuló la curiosidad de otros isleños, que también se acercaron a los barcos a la mañana siguiente en gran número. Sin embargo, a un repentino disparo de fusil que acabó con la vida de uno de los rapanui siguieron otros y los holandeses cometieron una matanza que espantó a los nativos42. Roggeveen ordenó a la tripulación que se aprovisionara de alimentos antes de levar anclas.

La estancia fue muy corta, pero el cronista de la expedición, Carl Behrens, dejó constancia de su admiración ante los imponentes moái, que entonces aún se distinguían por toda la silueta triangular de la isla, y en su diario expresó que habían sido esculpidos por una sociedad distinta a la que entonces la poblaba43. Por su parte, Roggeveen escribió: «… observamos que prenden fogatas ante unas particularmente altas imágenes de piedra, y después sentados en sus talones con cabezas inclinadas, juntan las palmas de las manos, moviéndolas de arriba abajo. Estas imágenes de piedra en un principio nos causaron estupefacción, ya que no pudimos comprender cómo era posible que esta gente, que estaba desprovista de madera pesada y gruesa como para elaborar cualquier maquinaria, además de cuerdas resistentes, no obstante fueron capaces de erguir tales imágenes, las que tenían por lo menos treinta pies de alto y grosor en proporción»44.

Casi medio siglo después, el 10 de octubre de 1770, el navío San Lorenzo y la fragata Santa Rosalía, con unos ochocientos hombres a bordo, partieron del puerto de El Callao con tres instrucciones principales del virrey de Perú, Manuel de Amat: hallar y explorar la llamada Isla de Davis, localizar la Isla Nueva y reconocer la isla Madre de Dios, en la costa meridional de Chile45. El 15 de noviembre divisaron Rapa Nui y fondearon en la costa noreste. Durante cinco días, tres destacamentos independientes la exploraron y los pilotos Juan Hervé y Francisco Agüera trazaron los primeros mapas de la isla, de la que tomaron posesión en nombre del monarca Carlos III. Levantaron acta solemne de tal decisión e incluso invitaron a tres nativos a rubricarla46. Aquella también fue la primera vez que se dibujaron los moái y los diarios de los marinos españoles incluyeron referencias importantes acerca de estas esculturas de piedra y de otros restos arqueológicos47.

Un relato anónimo describió así a quienes consideraban nuevos súbditos del imperio español: «Los naturales, cuyo número se cree no exceden de 3.000, son por lo regular de estatura prócer, bien hechos y encarados, sin que se les note la fealdad de los demás indios de las Américas. Andan desnudos hombres y mujeres, cubriendo sus partes vergonzosas con una red primorosamente trabajada de color azafrán, y algunos con un pedazo parecido a badana blanca, de cuyos colores usan también, aunque no todos, unas mantas de algodón que anudan sobre el hombro derecho, llegando hasta más abajo de las rodillas. Muchos de ellos traen en la cabeza una diadema de plumas, cuyo distintivo parece solo corresponder a sus sacerdotes y jefes de varias tribus que se notan. Generalmente, usan tener muy largas las orejas y abiertas por la boca inferior, colocando en el hueco un aro de hoja de caña de varios tamaños. Se dan en el rostro con una pintura como azarcón y encima varias listas de blanco, siguiendo desde la barba hasta los pies diferentes dibujos picados con muchas líneas primorosamente hechas por su igualdad del mismo color, como estilan los moros en los brazos, trayendo igualmente pintados en los costados unos ídolos a quienes daban el nombre de Paré»48.

En marzo de 1774, llegó la expedición del marino británico James Cook, quien hoy da nombre a la bahía de Hanga Roa. Fue un viaje larguísimo de dos barcos, el Resolution y el Adventure, que almacenaron provisiones para treinta meses de navegación. A bordo, además de unos doscientos marineros, viajaban tres naturalistas, un botánico, dos astrónomos y un pintor paisajista. Partieron de Plymouth el 11 de julio de 1772 y avistaron Rapa Nui el 11 de marzo de 1774 tras navegar por Nueva Zelanda y Tahití. El encuentro con los isleños fue cordial, pero la aparente carencia de agua dulce hizo que la visita no se prolongara durante más de tres días. En su diario, Cook anotó algunas impresiones acerca de los moái: «Las gigantescas estatuas tan a menudo mencionadas no son ídolos, nada indica que lo sean por el modo como son hoy día consideradas por los habitantes de la isla, aunque pudieran serlo en el momento en que los holandeses visitaron la isla. Creo más bien que se trata de las sepulturas de ciertas tribus y familias»49.

Una década después llegó la gran expedición francesa al Pacífico, comandada por Jean François Galaup de La Pérouse —hoy una bahía en el norte de la isla lleva su nombre—, que contaba con un extraordinario equipo de científicos especialistas en astronomía, geometría, física, química, minerales, zoología y botánica, dotados de la tecnología más moderna de la época. Zarparon de Brest el 1 de agosto de 1785 y divisaron Rapa Nui el 9 de abril de 1786, donde se detuvieron solo durante algunas horas. «Nos salieron al encuentro a mar abierta, nadando hacia el barco como una milla, subieron a bordo riendo y sin demostrar temor alguno», escribió La Pérouse. «En la playa, unos cuatrocientos a quinientos indios nos estaban esperando. Ninguno estaba armado; algunos se habían cubierto con unos retazos amarillos o blancos, pero la mayoría iba totalmente desnuda. Varias de estas gentes se habían tatuado y pintado sus rostros con color rojo. Sus exclamaciones, sus semblantes demostraban alegría. Se acercaron a nosotros, tendiéndonos la mano y deseándonos suerte con motivo de nuestra llegada»50.

La progresiva expansión europea por el Pacífico forjó, según McCall, «el sueño de la Polinesia, un paraíso terrenal de islas idílicas, con nobles salvajes o pícaros nativos, fue la imagen que Bougainville y James Cook entregaron con sus narraciones al ávido mundo europeo del siglo XVIII. Se trataba de miles de islas y atolones flotando en un mar azul en el inmenso triángulo polinésico…»51. Muy pronto las grandes potencias se repartirían aquel enorme mundo oceánico.

La expansión de las grandes potencias por el Pacífico

A comienzos del siglo XIX, la mayor parte de las islas del Pacífico ya habían sido «descubiertas» por los navegantes y los exploradores europeos y de manera progresiva fueron incorporadas al tablero internacional a través de la colonización y el tráfico comercial. De este modo, Francia y Reino Unido ampliaron sus imperios, Estados Unidos —recién conquistado su nacimiento como nación— extendió su frontera hacia el Pacífico y Rusia también manejaba sus intereses y mantuvo, hasta su venta en 1867, la posesión de Alaska52. En cambio, la crisis de la monarquía y la guerra contra las tropas napoleónicas, así como el inicio de los procesos de emancipación en sus colonias americanas, obligó a España a concluir sus exploraciones en este océano. La dramática pérdida de Filipinas en 1898 y la venta a Alemania en 1899 de las Marianas, las Carolinas y las Palaos, clausuró una presencia de casi cinco siglos en el Pacífico.

A lo largo del siglo XIX, el colonialismo se transformó en imperialismo tanto en Asia y en África, como en el Pacífico. En el caso de las islas de este océano, el interés de las potencias occidentales se concentró en primer lugar en los productos naturales —perlas, maderas, pieles de lobo marino, aceite de ballena…— y en su mano de obra, posteriormente en las rutas comerciales que unían las islas más importantes con los principales puertos de Asia y América y, finalmente, en el dominio de los archipiélagos más relevantes53. En este sentido, el historiador británico Eric Hobsbawm escribió: «El acontecimiento más importante en el siglo XIX es la creación de una economía global, que penetró de forma progresiva en los rincones más remotos del mundo, con un tejido cada vez más denso de transacciones económicas, comunicaciones y movimiento de productos, dinero y seres humanos que vinculaba a los países desarrollados entre sí y con el mundo subdesarrollado. De no haber sido por estos condicionamientos, no habría existido una razón especial por la que los estados europeos hubieran demostrado el menor interés, por ejemplo, por la cuenca del Congo o se hubieran enzarzado en disputas diplomáticas por un atolón del Pacífico»54.

Mientras Reino Unido ocupó Nueva Zelanda desde su colonia en Australia, Francia tomó posesión del archipiélago de las Sociedad —cuya isla principal es Tahití— y de las Marquesas, Tuamotu y Australes, en la Polinesia central, así como de Nueva Caledonia, en la Melanesia55. Estados Unidos incorporó el archipiélago de Hawái y Alemania, tras culminar su proceso de unificación en 1871, logró el control de varias islas en el archipiélago de Bismarck, de la costa norte de Nueva Guinea, en la Melanesia, y de algunas islas de Samoa. Holanda dominaba la actual Indonesia y Japón varias pequeñas islas de la Micronesia56.

En este contexto de expansión de la economía global y de la presencia imperialista en el Pacífico debe observarse también la evolución de Rapa Nui en el siglo XIX.

Entre 1791 y 1862, al menos setenta buques la visitaron y, en general, la relación de los rapanui con aquellos barcos que se detuvieron fugazmente frente a sus costas fue más o menos amistosa, aunque tampoco estuvo exenta de episodios de violencia. McCall señala que a lo largo de los siglos XVIII y XIX desarrollaron formas «sofisticadas» de negociación y comercio con las naves foráneas57. La isla ofrecía fruta fresca y vegetales, principalmente camote, ñames, racimos de plátanos, así como aves, además de agua dulce.

En ocasiones, incluso cuando avistaban un barco en el horizonte, los rapanui se congregaban en la costa mostrando los productos que les ofrecían para atraerles. Por su parte, los navegantes solían entregar madera, carne de ballena, cuchillos, tijeras, anzuelos o ropa, además de baratijas58. Hasta 1862 fueron los isleños quienes controlaron el comercio, en la modalidad de trueque, con las naves extranjeras y usualmente los contactos se limitaban al litoral o se desarrollaban de manera exclusiva en las mismas embarcaciones59.

En abril de 1804 llegó la primera expedición rusa enviada al Pacífico en el siglo XIX, bajo el mando de Adam Johann von Kruzenshtern. Habían explorado el litoral ruso de América y pretendían establecer relaciones con Japón, así como abrir una ruta comercial para el comercio de pieles. La integraban tres buques, entre ellos el Neva, comandado por el capitán Urey F. Lisiansky, uno de cuyos oficiales llegó a tierra para comerciar con los isleños. Permanecieron fondeados cinco días y registraron información relevante sobre los poblados, la agricultura y otros aspectos, incluidos los moái. En un relato de 1812, el capitán Lisiansky escribió: «Los nativos de esta isla no son tan pobres como lo han afirmado los marineros que nos precedieron. Si carecen de ganado, lo que no puedo afirmar positivamente que sea el caso, ya que no he estado en tierra firme, están por lo menos bien abastecidos de muchas plantas nutritivas y fortificantes. Y a pesar de que sus viviendas no se pueden comparar con las europeas, son aún bastante buenas. En apariencia, estas moradas parecen carretillas alargadas o botes invertidos. Algunas casas están solas, otras de a dos o tres. No había ventanas visibles, pero las puertas están hechas en medio de la estructura y son pequeñas y cónicas. Alrededor de cada vivienda hay un campo, plantado con bananos y caña de azúcar. A lo largo de las costas hay una cantidad de estatuas, fielmente representadas en el Voyage de La Pérouse. Talladas en piedra, ofrecen una tosca representación de una cabeza humana con un tocado cilíndrico»60.

Uno de los primeros balleneros que llegó fue la goleta estadounidense Nancy, en 1805, embarcación que inició el secuestro de rapanui, en su caso con la intención de llevarlos a la Isla de Más Afuera, en el archipiélago de Juan Fernández, para trabajar en la caza de lobos marinos. La relación de Otto von Kotzebue, publicada en 1821 en Londres, describe el secuestro de doce hombres y diez mujeres en la bahía de Cook. «Se dice que la batalla fue sangrienta, los nativos defendiéndose con gran valentía. Sin embargo, fueron obligados a rendirse ante las armas europeas…». Los retuvieron encadenados en el barco y cuando, después de tres días de navegación, los liberaron, los hombres se lanzaron al mar. «El primer uso que hicieron los hombres de su libertad fue saltar por la borda y las mujeres que intentaron seguirlos fueron solo retenidas a la fuerza. El capitán se detuvo inmediatamente, esperando que buscaran refugio a bordo del Nancy cuando ya no pudiesen nadar más, pero luego percibió que estaba errado, ya que estos salvajes, familiarizados con el elemento desde su juventud, no concibieron imposible llegar a su tierra nativa a pesar de los tres días de viaje y en toda eventualidad prefieren la muerte a una vida en cautiverio»61. Posteriormente, otros buques llegaron con intenciones similares, pero en algunos casos les impidieron desembarcar y forzaron su partida.

En octubre de 1862, un buque de guerra francés, el Cassini, se detuvo en la isla durante algunas horas y realizó el acostumbrado intercambio de productos con los naturales. De allí partió hacia Valparaíso, donde su capitán visitó a los responsables de la Congregación de los Sagrados Corazones —encargada de la evangelización de la Polinesia oriental— y les exhortó a enviar algún sacerdote a la isla, puesto que describió a su población como de carácter dócil y amistoso.

En aquel mismo momento, naves peruanas y chilenas ya estaban realizando incursiones esclavistas en varias islas del Pacífico sur. Con el declive de la caza de ballenas, algunas de las flotas que quedaron sin actividad pasaron a dedicarse al tráfico de seres humanos.

En el flujo comercial entre el principal puerto sudamericano del Pacífico, Valparaíso, y la Polinesia en aquel momento, Rapa Nui carecía de importancia alguna. Probablemente, por esa razón y por su aislamiento, ninguna potencia se interesó por asumir su soberanía. Por ello, y porque se trata de la isla de esta región oceánica más próxima al puerto de El Callao —de donde partió la mayor parte de aquellos barcos—, fue la más afectada por las incursiones esclavistas de 1862-186362.

Las razias esclavistas:

una hecatombe demográfica y cultural

A mediados del siglo XIX, en Perú existía una gran demanda de mano de obra y, ante la abolición de la esclavitud de origen africano en 1854, se recurrió a la inmigración de procedencia china: los culíes. Las presiones británicas pusieron fin temporalmente a la llegada de estos trabajadores en 1856, pero se volvió a permitir desde mayo de 1861.

Ese mismo año llegó un ciudadano irlandés llamado Joseph Charles Byrne con una idea para lucrarse con la necesidad de brazos de las prósperas haciendas peruanas. Byrne logró que el 1 de abril de 1862 el presidente Ramón Castilla firmara un decreto que le autorizaba a «captar» mano de obra en la Polinesia para trabajar en las tareas agrícolas y en el servicio doméstico. Obtuvo una licencia para reclutar siervos a través de contratos de corta duración y serían esos documentos, y no las personas, los que vendería en subasta pública. El destino principal de aquellos seres humanos fueron las haciendas de los valles de Cañete, Chancay, Pisco o Chillón y no, como se ha afirmado tantas veces, las explotaciones de guano de las islas Chincha63.

El 15 de junio de 1862, zarpó de El Callao un buque financiado por un grupo de comerciantes con destino a la Polinesia y a su regreso, en septiembre, varios hacendados peruanos adquirieron los contratos de trabajo por cantidades muy elevadas64. Los beneficios obtenidos en las sucesivas subastas realizadas en los muelles de este puerto impresionaron a varios hombres de negocios de Lima y en las semanas siguientes varios barcos se prepararon para partir con numerosos paquetes de contratos de trabajo escritos en español y en «polinesio».

El 23 de noviembre, el buque Bella Margarita —propiedad de un ciudadano danés afincado en Valparaíso y que navegaba con matrícula y bandera chilena— arribó al principal puerto peruano con alrededor de doce mujeres y ciento cuarenta hombres apresados en Rapa Nui, que fueron vendidos a un alto precio. Y se extendió la noticia de que no había ningún obstáculo para desarrollar semejante actividad en esta isla.

Pero la trata de esclavos originó la crítica del importante diario limeño El Comercio desde septiembre de aquel año y el rechazo de los diplomáticos franceses, británicos y chilenos acreditados en Perú. Además, el 30 de octubre, el ministro de Relaciones Exteriores de Chile, Manuel Antonio Tocornal, envió una circular a sus consulados en el Pacífico sur en la que expresaba la repulsa más enérgica a esta actividad por parte de algunos barcos que portaban bandera chilena, puesto que era una práctica contraria «a nuestras leyes y a las de la Humanidad», y les prohibió el uso del pabellón nacional, además de ordenar su apresamiento65.

En una investigación reciente, a partir de una sólida documentación primaria hallada en archivos peruanos, franceses, chilenos y británicos, el profesor Milton Godoy Orellana ha revelado la intervención de naves chilenas y de destacados empresarios locales en aquel tráfico de seres humanos. Señala que un hecho que permite estimar la magnitud de esta presencia es que «en los años más álgidos del tráfico la marina mercante chilena disminuyó ostensiblemente su tonelaje debido al cambio de bandera para participar en expediciones esclavistas». Entre los empresarios que menciona figura José Tomás Ramos Font, propietario de una importante flota de navíos y de una red de negocios con oficina central en Santiago, una casa comercial en Valparaíso, astilleros y bodegas en Constitución y representantes en varios de los principales puertos del Pacífico y del Atlántico. El barco Urmeneta y Ramos, a su servicio, realizó al menos una incursión esclavista y llegó a El Callao el 17 de julio de 1863 con 31 rapanui, que no pudieron bajar a tierra por la prohibición de la trata ya vigente. El bergantín Ellen Elizabeth, de su propiedad, también participó en aquellas razias.

Además, Godoy Orellana aporta pruebas sólidas acerca del «primer Agustín», Agustín Edwards Ossandón66, quien era el propietario del bergantín Garibaldi, que participó «en la trata de esclavos con bandera y matrícula chilena expedida a su nombre en mayo de 1861», como lo aseguró el ministro Manuel Antonio Tocornal en un oficio de noviembre de 1862 citado en esta investigación. Y remarca: «Además de las naves señaladas en los párrafos anteriores, durante este significativo año de 1862 circularon por el Perú alrededor de 80 barcos de más de 150 toneladas que navegaban con bandera chilena…»67.

También las autoridades de la Iglesia católica en la Polinesia denunciaron esta práctica. El 4 de diciembre de 1862, el padre Clarir Fouque —misionero de los Sagrados Corazones— escribió una carta al obispo Tepano Jaussen, entonces de viaje en Europa, y después de relatarle distintos hechos, le expuso: «Tenemos aquí en Papeete un buque peruano de tres mástiles que tiene todo el aspecto de un negrero. Este navío pasó a las Gambier y tenía a bordo dos hombres de la isla de Pascua…». «Algunos días después el R. P. Nicolás me escribía que unos navíos parecidos a los de Papeete se encontraban en las Paumotu y contrataban a la población, siendo el intermediario el señor Grandet y que varios indios estaban ya contratados y partían engañados por Grandet y compañía. Me decía también que había escrito a Faarava [Fakarava] y otras tres islas para desengañar a las poblaciones. Comuniqué estas informaciones al Sr. Comisario Imperial, quien dio enseguida orden al vapor La Touche-Tréville para que estuviera presto a partir cuanto antes en persecución de estos negreros»68.

La expedición más dañina llegó a Rapa Nui el 22 de diciembre de 1862, integrada por una flotilla de ocho barcos. La comandaba el catalán Juan Maristany Galcerán, capitán del buque Rosa y Carmen 69. Alrededor de ochenta marineros armados se desplegaron en el litoral y de manera coordinada lograron capturar a más de doscientas personas, que fueron amarradas de pies y manos y conducidas al Rosa y Carmen. Todas fueron marcadas con un gran collar donde figuraba un número, su nombre y el del buque al que finalmente fueron asignadas70. Sufrieron lo que millones de africanos habían padecido en siglos anteriores: viajaron al continente americano encerrados en las bodegas de los barcos, encadenados con grilletes y en condiciones higiénicas y de alimentación tan pésimas que la mortalidad en una travesía que duraba dos o tres semanas era elevada.

Compartieron penalidades con personas procedentes de otras islas de la Polinesia, bien en las bodegas de las naves esclavistas o ya en Perú, donde experimentaron la extrema dureza del trabajo forzado. Precisamente, fueron aquellos polinesios quienes les otorgaron el nombre que han asumido hasta el día de hoy, «rapanui», que significa «la gente de la isla grande»71.

En abril de 1863, el Gobierno peruano prohibió esta actividad de manera oficial. En la Polinesia, las autoridades británicas y francesas incluso retuvieron algunos de los buques involucrados y sus capitanes fueron sometidos a procesos judiciales en Tahití y Nueva Caledonia, mientras que las personas esclavizadas fueron devueltas a sus islas de procedencia. A pesar de ello, el tráfico de seres humanos prosiguió durante algunos meses más y los isleños eran recluidos en pontones de El Callao para evitar que los detectaran. Fue entonces cuando se propagó una epidemia de viruela entre la población de este puerto que les contagió.

En junio de aquel año, 1.408 personas originarias de Rapa Nui —un tercio de la población estimada de la isla— habían quedado registradas en Perú y de ellas 1.282 estaban trabajando en labores agrícolas o domésticas y solo un pequeño número fue llevado a las guaneras de las islas Chincha72. En tan solo un año, al menos veinte naves esclavistas habían recalado frente a sus costas y para ocultar la procedencia de aquellas personas, sus capitanes aseguraron que las habían «contratado» en diversas islas con nombres ficticios.

En julio de 1863, el doctor Gautier, cirujano mayor de la flota francesa, preparó un informe sobre el estado de salud de 57 polinesios internados en los hospitales peruanos, que incluyó también datos sobre la muerte de personas de igual procedencia en las haciendas de Cañete, Pisco, Chancay y Chillón. En esta última fallecieron 64 de los 100 que habían llegado recientemente. «¡Qué cifras escalofriantes! En menos de seis meses, sin poder invocar la menor epidemia, la mortandad ha alcanzado una proporción que apenas la sobrepasan los grandes azotes, peste, cólera y tifus que, en ciertas épocas (…) vinieron a caer sobre las poblaciones y a sembrar el horror por todas partes».

Ya el año anterior, el administrador de la hacienda Montalván, situada a unos 150 kilómetros de Lima, Demetrio O’Higgins —hijo del prócer—, comunicó al cónsul chileno la muerte de doce polinesios en otra propiedad rural del valle de Cañete. Según informó el representante Cantuarias al ministro de Marina de Chile, el hecho ocurrió a causa de «la obstinación en no querer comer y un continuo llorar tirados en el suelo, a consecuencia de las amenazas que le hicieron por la inobediencia de lo que se les mandaba»73.

Aquella población dejó descendencia en Perú, como lo corrobora el testimonio de la rapanui Felicitas Hucke. En la década de los cuarenta del siglo XX, su tío Ricardo Hito trabajaba como cocinero para la Compañía Explotadora de la Isla de Pascua (CEDIP) y en una ocasión viajó en el buque de la Compañía a Valparaíso, previa escala en Lima, junto con el doctor Álvaro Tejeda y su familia. «En una plaza en Lima se encontraron con dos abuelitos con sus nietos y se pusieron a conversar. Ellos les dijeron que eran rapanui y que los habían traído a trabajar como esclavos en las guaneras. Todos se pusieron a llorar»74.

La gran mayoría de los polinesios repatriados falleció durante la travesía a causa de los estragos de la viruela. En el caso de Rapa Nui, apenas quince llegaron en agosto de 1863, quienes extendieron la enfermedad por la isla75. Meses después, el primer misionero católico, Eugenio Eyraud, calculó su población en unas 1.900 personas y apreció pruebas contundentes de la epidemia, como la existencia de 150 cadáveres envueltos en esteras de totora en la zona de la actual Hanga Roa, según anotó en su larga relación de diciembre de 1864.

La experiencia traumática de las razias esclavistas perduró en la memoria rapanui. Aún en 1914 algunas personas mayores de la isla relataron a la historiadora británica Katherine Routledge aquellas terribles escenas de sufrimiento, dolor y muerte: los disparos de fusil, la huida de las mujeres y los niños o los lamentos de los cautivos cuando les ataban como bestias para subirlos a las naves. Estos hechos no solo fueron infaustos para la población común de Rapa Nui. También implicaron la muerte de las personas depositarias de la tradición oral y del conocimiento acumulado, incluidas las que conocían la escritura rongo rongo. Entre aquellos prisioneros estuvieron también el ariki mau Kamakoi y su hijo Maurata.

El etnólogo suizo Alfred Métraux, que codirigió la expedición científica franco-belga en 1934-1935, escribió en su libro clásico: «El año 1862 fue decisivo en la historia de la isla de Pascua. Ese año tuvo lugar el fin de su civilización, la mayor parte de cuyos aspectos iban a hacerse, en pleno siglo XIX, tan lejanos e imprecisos como si nos separase de ellos la noche de los tiempos»76. Igualmente, el arqueólogo chileno Edmundo Edwards, en su trabajo sobre el siglo XIX, señala: «Fue consecuencia del rapto y la epidemia posterior que en un periodo que no duró más de dos años la cultura nativa se derrumbó, desapareciendo el antiguo orden social y reduciéndose la población a menos de una cuarta parte de lo que había sido. Se interrumpió la transmisión de sus tradiciones morales y religiosas y así se desarrolló esa enorme brecha entre el presente y el pasado, perdiéndose para siempre muchos aspectos de la cultura de Isla de Pascua»77.