El televisor está prendido. Estoy de pie. No hay ningún canal sintonizado.

Miro la estática de la pantalla. La radiación me baña.

Los programas se acabaron. El mundo duerme. Yo no cierro los ojos.

La luz es un murmullo.

Recuerdo.

Mi voz rebota contra la luz de la tele.

El murmullo se perpetúa en el aire. El murmullo es un solo segundo estirado.

Mi voz es el murmullo. El ruido. El segundo. El brillo.

Me siento.

Ahora hablo.

Anoto y hablo.

A la vez. La letra no parece mi letra. Mi voz no es mi voz. Todo es confuso. Los detalles están hechos de filo. Los detalles no son detalles. Son ideas. Las ideas son objetos. Me rompo. Me desdoblo. Mi letra sí es mi voz. Lo que queda. Las imágenes dentro de otras imágenes.

Dentro del ruido.

Detrás de mi vida existe esta otra vida.

Viña.

Nunca he regresado. No podría. Me costaría. Nada es igual. No quiero saberlo.

Los cerros siguen ahí. Las armas.

Los cerros son oscuros y extraños.

El puerto está lleno de estibadores.

Los cuerpos.

Todo es lento.

No hay mar.

Todo está cubierto por una niebla delgada.

La laguna.

Todo es garúa.

La ciudad existe en voz baja.

La laguna está llena de peces negros.

Los peces no tienen nombre.

Los días idénticos.

No pertenezco a nada.

Hablo. La luz muerta del televisor me anima.

En mi memoria soy un invitado de piedra.

En mi memoria soy un estudiante.

Así comienza.

Todo esto ya pasó.

Todo esto está pasando.

El zumbido. La radiación. La estática de la pantalla muerta. La luz de la memoria.

1992. Febrero. Estoy fuera de lugar. Vengo del sur. Vivo con lo mínimo. Estudio para ser profesor en la universidad. Llamo a mi casa por teléfono una vez por semana. Uso el teléfono de una panadería. Soy alguien que escucha casetes. Soy alguien que lee lo que le dicen. Todo queda lejos en mi mente. No entiendo inglés. No entiendo latín. No entiendo historia. No entiendo nada. Una profesora llora en clases. Doy vueltas por el casino de la universidad. Me pierdo cuando tomo la micro. La ciudad es vieja. Está en ruinas. Me va más o menos. Termino el año. Saco buenas notas.

Esto es lo que sabes de mí. Nunca le conté a nadie esto. Anoto y hablo.

La noche de febrero.

Estaba de vacaciones. Odiaba mi casa. Odiaba el sur. Había pasado a cuarto año. La universidad había cerrado. Yo había vuelto al sur en diciembre. El verano. Aguanté como pude. No aguanté más.

Me vine antes.

Hui.

No vale la pena hablar de ello. Todo es lejano. Todo se pudrió.

Tenía unos pesos.

Volví dos semanas antes a la universidad.

Arrendé un cuarto cerca de los tribunales. Se alojaban turistas y trabajadores. El dueño me cobró caro. Me miró raro. Me dio una pieza chica. No había más universitarios.

Llamé a varios compañeros por teléfono.

Nadie respondió. Ninguno de mis amigos estaba en la ciudad.

Caminé como un fantasma.

Todos estaban fuera. Todos se habían ido.

No sé qué más hice esos días.

Era mejor que estar en el sur. Era mejor que mi casa.

Maté el tiempo.

Viña estaba llena.

Vi series de policías.

Vi matinales.

Tomaba una micro.

Salía después de almuerzo.

Leía una novela de terror.

La pieza tenía una tele chica.

Iba a Las Salinas a bañarme.

Después paseaba por el centro de Viña.

Armé una rutina.

Había Festival.

No recuerdo a los artistas.

Leí en la playa.

Tenía veintidós años. Tenía algo de plata. Había trabajado un poco en la mueblería de un tío. No había mucha demanda. El tío era extraño. Le faltaba un brazo. Hablaba poco. Pagaba mal. Nunca trabajes con la familia. Me encargaba de ordenar los pedidos. Recibía llamadas telefónicas anónimas. Alguien gruñía al otro lado de la línea.

El tío contaba historias de la familia.

Solo desastres.

Niños que caían en pozos. Muchachas tragadas por el mar. Luces en el cielo. Parientes perdidos en la Antártica.

El tío hablaba lento. La mueblería olía a barniz. Madera cruda. El olor era fuerte. Persistía aún en mi nariz en el puerto. Volvía en medio de la playa. Me acosaba en la pensión.

El recuerdo de otro mundo.

La rutina me salvaba. Caminaba por el borde costero. Tomaba helados. Recorría la calle Valparaíso. Ahí entraba en una disquería. Miraba los cedés. Miraba los casetes. Todo era caro. Mis casetes estaban en el sur. Rock con el que soñaba.

Rock de pesadilla.

Rock que se escuchaba bajito.

No podía dormir. Una pareja de veraneantes peleaba en la pieza del lado. Me sacudía en la cama. El calor me desvelaba. Pensaba en la música. Era 1992. El rock aún no era rock. Volvía a la disquería. Tomaba cerveza en el Portal Álamo. Comía hotdogs. Cenaba un cuarto de pollo con papas fritas. Miraba la calle desde la terraza. Ambulantes. Pintores. Payasos. Observaba a la gente. Alargaba los minutos antes de irme.

Llamaba a mis padres.

El teléfono público estaba en la caja del local. El plástico de los auriculares estaba gastado. La pintura había sido borrada.

El teléfono tenía color hueso.

No tenía nada que decir.

Estoy bien. Saludos. Los echo de menos. Eso.

Qué más.

Que no quería estar en su casa.

La novela de terror terminó.

Al protagonista se lo comió un perro.

El perro venía del infierno.

Leí a Julio Cortázar. Leí a J.J. Benítez. Avancé en las tramas paralelas. Me salté páginas. Tomé cerveza. Llegué al final. No había final.

Un libro se juntó con otro.

Cristo era un extraterrestre.

París era una ciudad de mierda.

La Nasa escondía secretos.

El amor era veneno.

Cristo era también el dios de los dinosaurios.

El mundo estaba vacío.

Leí para evadirme.

Fui una vez a Playa Ancha. La mitad de las luces del Alejo Barrios estaban encendidas. Apenas había gente jugando.

Las canchas eran de tierra. Un hombre corría con un cintillo en la cabeza. Daba vueltas alrededor de la cancha. Un anciano ciego lo acompañaba. El hombre llevaba al ciego del brazo. Trotaban rápido. Vestían ropa de colores. Levantaban polvo. El hombre ciego era bajito. Abría la boca. Parecía cantar. Perseguían algo. Yo no podía verlo.

Pensaba en eso en la micro.

Huir. Salir de mi cabeza.

Lo que perseguían estaba en el borde de la cancha.

Corrían por horas.

Pensaba en ellos en el Portal Álamo.

Todo el polvo era su sombra.

En la tele pasaban el Festival de Viña. O las noticias del Festival. Ese murmullo. La sensación eléctrica. La ciudad tomada. A punto de explotar. Esa era mi rutina. La pensión. La terraza. Los paseos por la playa. La micro. Llamar a un lugar que no era mi casa. El Jesús extraterrestre.

Una rueda flotando en el vacío.

El aburrimiento.

Estar hecho de tiempo muerto.

* * *

Una tarde me encontré con el Chino. Nos topamos en la plaza de Viña. Unos payasos atacaban a la gente. Los payasos estaban drogados. El Chino estudiaba música. A la gente le caía medio mal. Le decían Chino porque tenía la tez amarilla. No tenía los ojos chicos. Tenía los ojos claros. Tenía el pelo largo. Nos conocíamos desde hace dos años. De antes de ese febrero.

Hippie. Falso hippie.

Cantaba en las peñas folklóricas.

Era del norte. Nunca dijo de dónde.

Una amiga había andado con él.

Habían terminado. Después salí con ella. No pasó mucho. Fuimos a una fiesta. Un cerro. La fiesta era extraña. La dueña de casa estudiaba turismo. Era evangélica. No sé qué hacía ahí. Había guirnaldas navideñas en los árboles. La única comida era una fuente con galletas saladas. No recuerdo cómo subimos al cerro. Quedaba lejos. Fueron algunos amigos. O conocidos. Nos dimos un beso. Las guirnaldas estaban apagadas. Era una cita. Dijo algo. Dije algo. Frustración. Cansancio. Nos peleamos. Las luces de las guirnaldas eran ojos muertos. Ella se fue.

Apareció el Chino. Nos habíamos cruzado en los pasillos.

Me emborraché.

Tomé pisco puro.

No recuerdo más.

No sé cómo volví.

Vomité en el camino.

La fuente con las galletas era de greda.

El vómito estaba hecho de bilis.

El vómito estaba hecho de sangre.

El vómito tenía restos de galletas saladas.

Grills.

Sabor cebollín.

La única comida del día.

El Chino bajó conmigo del cerro. Días después me lo topé en el casino. Tomaba un ramo en esa sede de la universidad. Almorzamos. Me dijo que era papá de una niñita. La mamá lo odiaba. Lo tenía demandado. Me mostró una foto. Se parecía a él. Los ojos claros.

El Chino me dijo que vendía marihuana. El Chino había estudiado otra carrera antes. No sé cuál.

Yo fumaba a veces. Había tenido una mala experiencia. Estaba en la playa. Me pegó mal. Tenía el estómago vacío. Me puse paranoico.

Vi sombras.

Las sombras venían del mar.

Las sombras eran árboles.

Los árboles estaban hechos de pánico.

Sus hojas eran la piel de un animal muerto.

Me bajó la presión.

El miedo no me dejó dormir.

Me hice amigo del Chino. Me dijo que era decé. Nos saludábamos en los pasillos. Me prestaba casetes. Silvio. Los Bee Gees. Gong.

Todos los casetes estaban mal grabados.

No sonaban.

Música que no existía.

Me lo topaba en las peñas. Tocaba a Milanés. Tocaba a Fernando Ubiergo. Tocaba a Víctor Jara. Iba de peña en peña. Actuaba casi gratis.

Una vez cantó antes del Gitano Rodríguez.

El Gitano estaba hecho mierda. Cantó y se fue.

Otra sombra.

Un ánima.

El recuerdo de otro planeta.

Tres años después murió de cáncer.

Yo ya no estaba ahí. Yo ya había olvidado. Ya tenía otra vida.

El Chino vendía hierba en las peñas.

Me topaba con él a veces. Cada vez menos. Congeló un semestre. Reprobó un ramo. No le iba bien. Desapareció de las peñas.

No lo vi durante un tiempo.

Hasta Viña. Hasta febrero.

Fuimos a un pub de la calle Valparaíso. Llevaba su guitarra. Pidió una cerveza. Hablamos un rato. Le conté que me había escapado del sur. Que me quedaba en una pensión.

Me dijo que él estaba bien. Que estaba en otra etapa. No dijo qué le había pasado. Trabajaba en un local de Viña. Tocaba cada dos días. Me dijo que lo fuera a ver. Que me invitaba un trago.

Le pregunté cuándo.

Al día siguiente, dijo. El pub quedaba cerca del Casino. Anotó la dirección en una servilleta. Me dijo que era bueno ver a los amigos.

Me fui. Caminé por la calle Valparaíso. Tomé una micro. Volví a la pensión. Me costó dormir. La pareja pasó a los gritos. Sentí un golpe sordo. Miré el techo una hora.

La radio encendida no tapó las voces.

Dormí hasta tarde. Almorcé tallarines con salsa. Los tallarines eran del día anterior. Estaban helados. Dejé la mitad. Dormí una siesta. Me duché.

Fui a Viña.

Era viernes.

En la avenida España había un taco.

Me bajé en Caleta Abarca.

Caminé por el borde costero.

Yo llevaba un personal estéreo. Tocaban rock latino.

Recordé las fiestas de la adolescencia. Recordé las primeras borracheras. Recordé caminatas bajo la lluvia. Recordé los vasos plásticos de una mesa de cumpleaños. Recordé un centro vecinal. Recordé las imágenes en la tele. Recordé estribillos que no entendía.

Recordé bailar mal.

Perder el ritmo.

Huir de las sincronías.

La radio me aburrió.

Una canción de los Enanitos Verdes me provocó hastío.

Pasé al lado del Miramar.

La brisa marina me asfixió. La ciudad estaba atestada. Fui a la dirección de la servilleta.

Un restorán mexicano. Quedaba cerca del Casino.

Los pubs estaban llenos. Demasiada gente. Verano. Ruido. Grupos de argentinos. Ancianos de la mano. Familias con niños chicos.

El restorán tenía un neón en la puerta. El neón simulaba ser un cactus. El neón era verde. El cactus parecía una célula enferma.

Nadie me miró cuando entré. La decoración consistía en fotos de luchadores. Estaban borrosas. Había un coyote con piel de peluche. El peluche tenía tiña. Estaba gastado. La piel no era piel. Era una tela sucia. Una lona manchada con grasa.

Todos los luchadores estaban muertos.

Todo lo mexicano era falso.

El Chino cantaba. El Chino tenía el pelo tomado. Tocaba algo de Alberto Plaza. Sus voces tenían un tono similar. Nadie parecía escucharlo. No estaba lleno. Unas pocas parejas. El Chino tenía los ojos cerrados. Parecía emocionarse. Los lentes eran redondos.

Los lentes eran reflectantes. Los colores de un holograma barato de 1992.

Terminó.

La gente aplaudió tímidamente.

Pedí una cerveza Cristal. Estaba muy helada. La barman era una muchacha bajita. Estaba embarazada.

Las luces de colores se posaban sobre los mariachis y luchadores.

Las luces eran rayos lásers.

No sé de dónde venían.

Parecían manchas en la piel.

La enfermedad.

Herpes fluorescente.

El Chino desafinó. Siguió con Fernando Ubiergo. El micrófono se acopló. Empezó de nuevo. Pidió disculpas. Acabó la canción. La gente no aplaudió. Terminé mi cerveza. Pedí otra.

Me hizo un gesto. Lo saludé con la mano. El Chino cantó a Los Iracundos. La gente se animó. Una pareja aplaudió. Se besaron. Recordaron el pasado. Viajaron a alguna parte dentro de sus cabezas.

La luz roja siguió moviéndose.

Los cuerpos de los luchadores se doblaron.

La pareja dejó de besarse.

Volvieron al presente. Volvieron las luces de colores. El herpes láser.

El Chino cantó dos canciones más. Éxitos románticos.

Una de Gervasio.

A mi tío le gustaba Gervasio. No creía que se hubiera suicidado. Lo mataron. Lo culparon por algo que no era. Lo colgaron en esa casa abandonada. Fue una víctima. Sabía cosas. Se vengaron.

Nadie miró más al Chino. En las mesas se preocuparon de otras cosas. Nadie aplaudió.

Se bajó el escenario.

Un John Lennon zombi.

Le copió algunos gestos. Los gestos parecían falsos. Los modales de un muerto. Una calma que no era. Una calma quebradiza. Una calma fingida. Una calma deforme.

Saludó a la chica de la barra. Dijo que yo era amigo suyo. Ella sonrió. Su sonrisa me pareció agradable.

Pinchaste, dijo el Chino.

Ella pareció avergonzarse.

Ella tomó una coctelera. La agitó. Los hielos se quebraron dentro.

El público es una mierda, dijo el Chino. Dijo que quería cantar sus propias canciones. No lo dejaban. Alguien puso a Bon Jovi. Los parlantes apenas dieron. Las luces se detuvieron. Las manchas se pegaron sobre la piel. Se hundieron.

Tú no tienes canciones propias, dijo ella.

No existen.

Tú no tienes nada.

Ella hizo un gesto. Sirvió una piscola. El Chino bebió la mitad. Un hombre se levantó. Estaba sentado solo.

Se acercó al Chino.

El Chino llevaba una polera desteñida. La mancha era de cloro. Una flor derretida.

El hombre le habló al oído. El Chino me presentó. El hombre me dio la mano. Siguió hablando con él. Saqué un cigarro. Lo prendí.

El cenicero tenía el borde roto. Tenía una figura estampada en la base. Una lámina sumergida en resina. La figura era una casa. La casa estaba en el claro de un bosque.

La casa de la bruja.

Un bosque petrificado.

Árboles fósiles.

No tengo nada ahora, dijo el Chino.

El hombre asintió. Le dio un abrazo. Se fue. El Chino llamó a la muchacha. Le preguntó si lo habían buscado. Ella dijo que no. Nadie.

El Chino urdió una explicación. Después me dijo que estaba demandado. La madre de su hijo. Los pacos habían llegado por él. Había escapado por una ventana. No tenía plata. No sabía cómo volver. Cómo arreglarlo.

Pidió otra piscola. La cargó a su cuenta. La barman lo miró raro.

Qué tanto.

Tengo que tocar en una hora.

Curado canto mejor, dijo.

Miré afuera. Unos argentinos se quedaron parados en la puerta. Algo los disuadió. Uno gritó algo hacia dentro. No te puedo decir qué. El cigarro me dio calor. El pub no tenía aire acondicionado. El aire marino hacía todo más pesado. El Chino sudaba. Se secó la frente con un pañuelo.

Terminé la cerveza. Se había entibiado.

El Chino me dijo que saliéramos.

Caminamos a la avenida Perú. Nos detuvimos al lado de las rocas. El Chino sacó un pito.

No quise fumar. Escuché las olas. Algo reventó más allá. El Chino prendió el pito. Fumó la mitad. Miré el mar. Pasó un auto atrás de nosotros. Tocó la bocina.

El mar tenía olor a podrido.

El estero estaba cerca. Había gente que se bañaba en esa playita donde desembocaba.

La playa era asquerosa. La desembocadura de una alcantarilla.

Viña.

Eran las once de la noche.

El Chino dijo que tenía que ver a unos amigos. Me dijo que lo acompañara. Una cosa corta.

Después volvemos acá.

Te invito unas piscolas.

Sonó un bocinazo. Unos niños nos pidieron monedas. Querían comprar cervezas. No les dimos.

Quiénes son los amigos, pregunté.

Nada. Unos amigos.

Caminamos de vuelta al pub. Quise entrar a pagar. El Chino no me dejó. Dijo que él se encargaba de la cuenta. Que esperara afuera. Entró. Prendí otro cigarro. Tosí. El humo me raspó los pulmones.

Pasaron unas gitanas. Un hombre sacó una foto de la calle. No supe qué vio. La ropa de las gitanas era brillante. Las gitanas se acercaron. Ofrecieron leerme la mano. Dije que no. Una insistió. Miré su rostro. Tenía los ojos casi blancos. Volvió a insistir. Me corrí. Ella dijo algo. No escuché.

Una maldición en otra lengua.

El Chino volvió. Caminamos por San Martín. Avanzamos por 3 Norte. No había mucha gente. No había luz. Las casas estaban vacías. Nos cruzamos con varios perros. El Chino dijo que le gustaría vivir ahí. No llevaba la guitarra. La dejó en el pub. La guitarra era vieja. Tenía pegado un autoadhesivo con el signo de la paz. Tenía una calcomanía de los Doors.

Recordé la película.

Me gustaba el final.

Aparecía un espíritu caminando por el cuarto. El espíritu era un fantasma de otra dimensión. El fantasma era falso. El fantasma venía del futuro.

Los últimos minutos.

La película era una fiesta.

El final era la resaca. Morrison moría.

El fantasma era un cuerpo pintado.

Todos los futuros eran bombas atómicas.

El Chino me dijo que no le gustaban los Doors.

Tenía la guitarra desde hace un tiempo. Nunca la había querido cambiar. Los autoadhesivos eran el regalo de una polola. Trató de sacar uno. Quedó la embarrada. El pegamento se comió la madera. Pegó otro encima.

No soy hippie, dijo.

Un perro nos siguió. El perro tenía el pelo café claro.

El perro me mordió.

No vi mucho.

Me atacó en silencio. No avisó. Me clavó los dientes en la canilla. Rajó la mezclilla del pantalón. Gruñó mientras lo hacía. Le pegué una patada. Salió corriendo.

Revisé la herida. El dolor era leve. Un par de marcas. Sangre. Manchas de sangre. Un tajo en el pantalón. Iluminé el pie con la luz de un jardín. La casa estaba vacía.

El jardín tenía un duende de yeso. Al duende le faltaba la nariz.

El Chino se acercó a la reja.

Miró al duende.

Pensé que quería llevárselo.

Dijo algo.

Me limpié la sangre con un poco de confort. La herida me latió.

La cara del duende pareció moverse. No era nada. Un parpadeo de la luz. Un tic. Un espasmo.

El latido se hizo más fuerte. Prendí un cigarro. No soporté el sabor de la nicotina. Lo apagué de inmediato.

Cojeé. Se me pasó. Quedaron los latidos.

Seguimos caminando. Llegamos a Libertad.

El Chino me dijo que íbamos al hotel O’Higgins.

* * *

Cruzamos el puente Libertad.

Miré el estero. Miré las carpas de los circos. Los circos se habían instalado en la rivera. Las luces funcionaban a medias. Las luces eran promesas. Las luces no encandilaban. Los rostros de los payasos estaban pintados en unos carteles. Los rostros eran deformes.

Reconocí a uno de la tele. De niño me daba miedo. El maquillaje estaba descascarado. Las grietas eran arrugas. Las luces aumentaban su vejez.

Las luces eran la deformidad.

Una cara que no era cara.

Un rostro muerto sobre piel muerta.

Las luces marcaban las grietas en la piel pintada.

El hotel estaba rodeado de vallas. Festival. El Chino se acercó a un carabinero. Dijo algo que no escuché. El paco asintió.

Yo saqué un cigarro.

El Chino me dijo que lo esperara. El paco abrió la reja metálica. Vi siluetas en el vestíbulo del hotel. Los artistas del Festival se alojaban ahí.

Ahora trato de recordar. No sé quiénes eran.

No puedo.

No me interesaba el Festival. No sabía quién venía.

Mi abuelo lo veía siempre. Trasnochaba. Podía quedarse despierto hasta la madrugada. Esperaba que terminara. Su día moría ahí. Cuando acababa el Festival. Cuando las luces se apagaban. Cuando dejaban de transmitir. Mi abuela lo dejaba solo. Mi abuela se dormía. Alguna vez lo encontré en el living. Yo estaba insomne. Estaba tapado con un frazada. La tele encendida. No había nada.

Estática.

Puntos titilantes.

Ruiditos de otra dimensión.

Él tenía los ojos abiertos. Esperaba algo. Una voz de otro mundo. Una canción. Un mensaje.

La luz de la tele deformaba su cara.

El murmullo.

La gente se movió en el hotel. Las siluetas. No distinguí al Chino. Pasó media hora. Los árboles de la plaza se agitaron. La brisa se puso cálida.

Una adolescente estaba sentada en el suelo. Tenía un cintillo en la cabeza. Estaba tapada con un saco de dormir. El cintillo decía Sergio Dalma. Me pregunté qué edad tendría.

Un carabinero se me acercó. Me pidió un cigarro. Se lo di.

Me dijo que la niña había llorado todo el día. No tenía ni quince años. Esperaba a Dalma. Dalma estaba en el hotel. Dalma salió. No había vuelto. La muchacha lloraba. Estaba sola. El carabinero quiso llamar a sus padres. Ella le dijo que no. Dijo que no era de ahí. De Viña. De la región. Que sus papás sabían. Que estaba bien. Que no tenía hambre. Que iba al baño en una fuente de soda. La fuente de soda quedaba cerca del terminal de buses. Había arrendado una pieza en el piso de arriba. No se quedaba ahí. La pieza tenía pulgas. Era el mejor día de su vida.

Yo la miré a la niña. Esperé que el Chino saliera. Miré el hotel. Nunca me había fijado en él.

El hotel era pequeño.

Todo parecía gastado.

Todo esplendor se había ido.

El carabinero se alejó. Prendió el cigarro. Las rejas metálicas estaban llenas de flores. Algunas vallas tenían pegadas cintas de colores.

Miré la hora. El Chino llevaba cuarenta y cinco minutos dentro.

Pasó un tipo que conocía de la universidad. Me saludó a la pasada. Iba con su mamá. Los vi alejarse. Los vi cruzar el puente. La mamá no me miró.

Quise irme.

El paradero estaba a un par de metros. La herida en la pierna me dolió. Una puntada. Giré la cabeza. Creí que el perro estaba cerca. Que nos había seguido. Que olía mi rastro de sangre.

No había nada.

El Chino salió. Se quedó detenido en la escalera del hotel. Me hizo una seña. Sacó del bolsillo de su pantalón una cajetilla. La cajetilla estaba vacía. La arrugó. La tiró al suelo. Me hizo otra seña.

Me acerqué. Hablé con el paco. Le mostré al Chino en la escalera.

El paco abrió la reja.

Pasé. El Chino me pidió un cigarro. Se lo di. Lo prendió.

La mano le temblaba.

Le pregunté qué pasaba.

Nada. Arreglo unas cosas. Déjame fumarme el cigarro. Quiero tomar aire. Después entramos, dijo.

Adentro se paseaba gente con credenciales colgadas. Un televisor encendido mostraba el Festival. Un humorista.

No supe quién era.

El Chino fumó lento. Hizo tiempo. Cerró los ojos. Aspiró. Terminó el cigarro. Lo apagó en la alfombra.

Entramos.

Nadie nos miró.

Fuimos hasta el bar. El bar estaba lleno de humo. Un hombre tocaba piano.

No reconocí la canción.

Avanzamos hasta una mesa. En la mesa estaban dos hombres y una mujer. La mujer era joven. Había un asiento libre. Uno de los hombres era bajo y gordo. El otro era alto. Llevaba una casaca de cuero. Los dos sudaban. La mujer fumaba.

La mujer observaba al pianista. Los cigarros que tenía eran flacos y largos. El pianista la miraba de vuelta.

El Chino se sentó.

Me quedé de pie.

Nadie nos ofreció nada.

Solo yo podía ver cómo el pianista miraba a la mujer. Solo yo podía ver cómo ella lo miraba de vuelta.

La canción no era una canción. La canción era el secreto entre ambos. La canción era lenta. Una balada. Cada nota estaba muy separada de la siguiente. No pude seguir la melodía. Las notas se quebraban. Las notas eran huesos descoyuntados. La canción disfrazaba su corazón. El corazón era una especie de silencio abstracto. Alojaba una promesa falsa. Una ciudad de vacío. La canción estaba desfigurada. No había nada entre las notas.

El gordo se paró. El hombre alto lo hizo también. La mujer dejó de mirar al pianista. El pianista bajó la cabeza.

Su rostro se convirtió en una mancha borrosa. La mancha se derramó en la superficie de madera del piano.

El hombre le hizo un gesto al Chino. El Chino se levantó. Salimos del bar. La gente nos miró. La gente dejó de mirarnos. Los seguí. Entramos a un ascensor. En el ascensor nadie dijo nada.

El hombre alto sudaba. El gordo miró su reflejo. Levantó una ceja. Tenía una cicatriz sobre el labio. Tenía una cicatriz en la cabeza. Un tajo blanco. Sien derecha. No crecía pelo en el tajo.

Bajamos dos o tres pisos.

El bronce del ascensor estaba lleno de marcas. Alguien se había apoyado. Sucio. Las marcas borraban el brillo del bronce. Las huellas dactilares se sobreponían.

La caparazón del hotel.

Redes de piel muerta.

Telas de araña.

Insectos secos en las alfombras.

Gusanos rojos cayendo de las duchas.

Bajamos al subterráneo. Avanzamos entre los autos. El Chino caminó entre el gordo y el alto. La mujer los siguió. Yo los seguí a todos.

No oí la conversación.

El suelo estaba mojado. Olía a humo y bencina. A encierro. A monóxido de carbono.

La mujer prendió un cigarro.

El Chino asintió. Movió las manos. Quiso explicar algo.

Intenté alejarme. Pensé en irme. No lo hice.

El suelo mojado reflejaba los tubos fluorescentes. Los tubos fluorescentes parpadeaban.

Los tubos fluorescentes agonizaban.

Nosotros estábamos dentro de esa luz fluctuante. La luz era una secreción.

La luz era un tumor.

No había muchos autos. Llegamos al del tipo alto. Era un Mercedes negro de fines de los setenta. Nos hicieron subir. El Chino quedó sentado atrás. El Chino quedó entre la mujer y el hombre gordo.

Quedé sentado delante.

Antes de subir el Chino me miró.

Hizo un gesto.

Creo que pidió disculpas.

Entendí que no lo conocía.

No le respondí. Me quedé callado. Me fui hacia dentro. Me paralicé.

Por el espejo retrovisor pude ver a la muchacha.

El hombre gordo era una sombra. El hombre gordo era una voz.

El hombre alto manejaba lento.

Me dolió el estómago. Recordé los tallarines. Me puse el cinturón de seguridad. Salimos del hotel. Nadie dijo una palabra.

El gordo le dijo al alto que fuésemos a Reñaca.

Dijo que parásemos en un teléfono público.

Tomamos avenida Libertad.

El hombre alto detuvo el auto en 6 Norte. Se bajó. La mujer le preguntó si lo acompañaba. Él dijo que no.

La mujer me preguntó cómo me llamaba. Le di un nombre falso.

El Chino dijo que nos conocíamos de la universidad.

La mujer dijo que quería comprar una botella de pisco.

El hombre alto dijo que no era mala idea.

El hombre alto prendió la radio. Puso un casete de Jean-Michel Jarre. Preguntó si nos gustaba. El Chino dijo que sí.

El hombre alto dijo que se llamaba Juan.

La mujer dijo que se llamaba Ana.

El hombre gordo volvió. El hombre gordo nunca tuvo un nombre.

El gordo dijo que íbamos a Reñaca.

La mujer miró por la ventana. Las luces de las casas de Libertad estaban apagadas. Apenas pasaban micros. Juan manejaba lento.

El gordo dijo que había hombres lobo en Viña.

No esperó que nadie le respondiera.

Bajé el vidrio. Entró el olor a mar. Miré los cerros.

Miré los cerros secos. El Hospital Naval. El camino a Las Salinas. Miré a un par de personas paseando por el borde costero. Puras sombras. Perdidos. Siluetas recortadas sobre el océano negro.

Miré los cañones del borde costero.

Los cañones apuntaban al mar muerto.

Una guerra que nunca había existido.

Me dieron ganas de orinar.

Me dolió la cabeza. Extrañé la pieza de la pensión. Extrañé el ruido de la pareja. Extrañé los gritos y las recriminaciones. Extrañé los muros delgados.

Le sacaron una foto a uno, dijo el gordo.

Había dos hombres lobos en los bosques del Jardín Botánico. Se escapaban de noche. Corrían a la luz de la luna. Uno atacó un tren en El Salto. Atardecía. La gente lo vio. El tren estaba lleno. Venían del trabajo.

Había fotos. Eran secretas.

Un detective amigo le había contado, dijo.

El hombre lobo salía borroso.

Juan aceleró en Las Salinas.

Reñaca comenzó a verse. El aire se puso más húmedo.

El hombre lobo es un perro grande. El hombre lobo camina en dos pies.

El gordo dijo algo más.

No entendí.

Murmuró. Gruñó.

Entramos en Reñaca.

Juan estacionó en una botillería. Ana se bajó. Juan apagó la radio. No cambió el casete. Esperamos unos minutos. Ana volvió con una botella de pisco y una Coca-Cola. La botella era de Alto del Carmen. Pisco amarillo. El primer pisco amarillo chileno. Ana trajo vasos plásticos. Sirvió tres piscolas. También trajo hielo.

El trago me despertó.

Juan se estacionó cerca de la playa. En la arena se veían fogatas.

Nos bajamos. Ana rellenó los vasos. El Chino se mantuvo en silencio.

Tú me debes una cosa, dijo el gordo. Ahora arreglamos.

Qué arreglo, preguntó el Chino.

Juan le pegó en el estómago. El Chino se dobló. No cayó al suelo. Nadie se fijó en mí. Seguí siendo el hombre invisible.

Escuché el eco de una fiesta. Miré los edificios. Las terrazas me parecieron pequeñas. En los balcones gente fumaba. En uno vi la luz de un televisor.

En verdad vi las fotos del hombre lobo, dijo el gordo. Me las mostraron. Me debían un favor. Tiras amigos. En Viña todos se conocen. El hombre lobo tenía los ojos brillantes. Perseguía al tren. Una sombra con las fauces abiertas. Corría. No era un perro. No podía ser un perro. Un perro no tiene ese tamaño.

El Chino se tocó el estómago. Dijo que estaba bien. A nadie le importó. Miré una fogata en la playa. Una chica bailaba. Estaba en traje de baño. Sus amigos aplaudían. Juan se metió al auto. Encendió la radio. Transmitían el Festival.

El gordo dijo que le diera volumen.

Escuché a Ana Gabriel.

No entendí lo que decía. No reconocí las canciones. Traté de escuchar.

La radio se echó a perder. La voz de Ana Gabriel se deshizo. Ana Gabriel se convirtió en un grillo. Ana Gabriel sonó como un dibujo animado.

Ana preguntó si alguien tenía marihuana.

Juan le pegó una cachetada al Chino.

Pensé en interponerme. El Chino me hizo un gesto.

Seguí quieto.

Este tiene, dijo el gordo.

Juan soltó una risa leve.

El Chino no dijo nada.

La voz de Ana Gabriel se quebró.

La voz de Ana Gabriel vino de otro planeta. El mar se interpuso.

La respiración de las olas.

Un hombre gritó. Otra muchacha se puso a bailar. El gordo trató de tararear una canción pero no pudo.

Las dos melodías chocaron. Ninguna se parecía a la original. Juan le preguntó al Chino si sabía alguna canción de Ana Gabriel.

El Chino dijo que no.

Esperé que Juan lo golpeara. Juan se quedó quieto. Pensó algo. Miró el mar. Bebió la piscola. Me di cuenta de que estaba mareado.

El gordo le preguntó a Ana si quería algo.

Después me llevas a comer, dijo ella.

El gordo la besó en la mejilla.

Ella hizo una mueca. Vi a Ana en la penumbra. No supe qué edad tenía. Llevaba jeans. Usaba tacos. Tenía una chaqueta de cuero con remaches. Tenía melena.

Ella me descubrió mirándola.

No puedo recordar el color de su pelo.

Prendió un cigarro. Juan sacó un pito.

El gordo se dio cuenta de que yo estaba ahí.

Qué bueno que estés acá. Que acompañes a tu amigo, dijo. Luego se rio.

En la fogata alguien tomó una guitarra.

La voz de Ana Gabriel dejó de tener sentido.

Se volvió el grito de un insecto de otra dimensión.

Ana prendió el pito. Aspiró fuerte. Aguantó el humo. Se ahogó. Tosió. Tomó un trago de pisco. Fumó más. Les ofreció el pito a Juan y a su amigo. Lo rechazaron. El Chino lo rechazó también.

Yo acepté.

Inhalé.

Retuve.

Exhalé.

Escuché la hierba crepitar. Microestallidos en la punta de mi nariz. Inhalé de nuevo. Retuve.

Las semillas molidas desaparecieron en una brizna.

Exhalé.

No me ahogué.

Saqué un hielo de la bolsa. Lo masqué. Me dolieron los dientes.

Fumé de nuevo.

El humo se elevó. El humo era un fantasma. El humo bailaba con la luz de los faroles del estacionamiento.

Ana tomó el pito.

Ana Gabriel se convirtió en estática.

El amigo de Juan tarareó la canción que venía de la playa.

Una canción de peña. El Chino la tocaba. Alguien aplaudió.

Juan preguntó si faltaba mucho. Su amigo miró su reloj.

Cinco minutos. O menos, dijo.

El sobrino es puntual.

Un auto se acercó. Dos autos. Un Lada rojo y un Toyota verde. Nos apuntaron con las luces delanteras.

Juan cortó la radio.

Dejaron de cantar en la fogata. Solo quedó el eco de las olas.

Se estacionaron.

Se bajaron tres hombres. Dos del Lada. Uno del Toyota.

Reconocí a uno. Lo había visto en la televisión. Era un locutor de radio. Tenía un show en UCV también. Llevaba una botella en la mano. A veces animaba eventos. Iba a programas de mierda. Los programas eran en la tele regional. El otro era un tipo vestido de traje que se quedó atrás. El tercer hombre era un sujeto de ojos claros.

El locutor fumaba.

El de ojos claros usaba una camisa cara. El gordo le dio un abrazo. Caminaron a la playa. No bajaron. Se quedaron en el borde.

La fogata se apagó. Los que estaban alrededor se fueron. Avanzaron a paso lento. Algunos iban borrachos. Una pareja se cayó en la arena.

El locutor se acercó a Ana. Le preguntó cómo estaba. Hablaron de una fiesta. Ana le quitó la botella. Pisco. Capel. Bebió un trago largo. Luego tosió.

Juan miró al tipo de la camisa floreada.

El Chino tomó de la botella.

Tomé de la botella. Sentí náuseas.

Me pregunté cuándo iba a terminar todo.

Me quitó la botella. Bebió un trago largo. Sacudió la cabeza. Yo me he hecho solo. Nadie me ha enseñado nada. Hizo un ruido. Sacó la lengua.

Miró al Chino.

¿Este es? preguntó. Sí, dijo Juan.

Ah, dijo.

¿Sabe manejar?

No sé, dijo Juan.

¿Sabís manejar?, preguntó.

El Chino asintió.

El locutor me miró. Recordé su programa. Un programa malísimo. No me acuerdo del nombre. Salía disfrazado de perro. Al lado había unas modelos. Había una piscina. Un señor tocaba un teclado Casio. Tenía un bigote.

¿Y tú quién eres?

Un amigo, dijo el Chino.

El locutor me preguntó qué hacía. Le respondí que estudiaba.

La universidad no sirve de nada, dijo.

Me está acompañando. No tiene nada que ver, aclaró el Chino.

No importa, dijo Juan.

Ya está acá.

Sonó.

Déjalo irse, pidió el Chino.

Juan no dijo nada.

Ana se metió al auto y prendió la radio. Cambió la emisora. Estaban tocando a Virus. Ana tarareó la canción.

No pude seguirla.

El locutor sacó otro pito. Lo prendió. Fumó. Se lo pasó a Ana. Ana fumó. Se lo pasó a Juan. Juan no fumó. El Chino lo tomó.

El hombre de traje estaba apoyado en el auto.

El Chino me pasó el pito. Fumé. La hierba era fuerte. Creí ahogarme.

El gordo le dio la mano al hombre de la camina floreada.

Miré la playa. Una pareja se besó. Reventó una ola.

Sentí olor a podrido.

Me apoyé en el capó del Mercedes negro.

El gordo y el hombre de la camisa floreada se acercaron al auto. El hombre de la camisa floreada tomó la botella de pisco. Se pegó un trago.

Lo reconocí de alguna parte. No supe de dónde. Los ojos claros.

El Chino se me acercó.

Susurró que era un sobrino de alguien. Dijo un nombre pero no lo retuve. Un primo de su hijo. Un pariente. Algo. Lo vi de nuevo. Tenía una pulsera de oro. La pulsera tenía su nombre. El hombre de traje no se movió.

El locutor preguntó si estábamos listos. El amigo de Juan respondió que sí.

Nos vemos más tarde, dijo el locutor. Miró al Chino.

Caminaron a sus autos.

El hombre de terno se metió la mano al bolsillo. Sacó una llave.

Se la tiró al Chino. La llave del Lada cayó al suelo. El Chino se agachó a buscarla. No había luz. La encontró.

Un grupo de pendejos pasó al lado.

El gordo se acercó. Tomó un trago de pisco. Sacó un papelito del bolsillo de la camisa. Se lo pasó al Chino.

Acá está la dirección. Queda en Quilpué. En Belloto. Cerca del cementerio.

Tú te las arreglas. Los esperamos. Nos vemos, dijo. El Chino se guardó el papel.

Juan le pegó en el estómago al Chino. Cayó.

Ana me miró. Ana me hizo un gesto. Lanzó un beso al aire.

La marihuana hizo efecto. La marihuana atravesó el miedo.

Ana, Juan y el gordo subieron al Mercedes. Los otros se metieron al Toyota.

Todos se fueron.

Tomaron el camino costero.

En el suelo no reconocí al Chino.

El Chino era un cuerpo. Su rostro había cambiado. No supe quién era. La hierba me hizo efecto. El pisco me hizo efecto. La marea se tragó la arena. La marea avanzó. El mar iba a tapar todo. Miré las olas. No sé cuánto tiempo. Me quedé pegado. Fui atrapado por los segundos. La espuma blanca parecía saliva. Ninguna ola era idéntica. Cualquier ilusión de similitud era un falso consuelo. El mar iba a tapar todo. El tiempo era una ola muerta.

El Chino vomitó un líquido oscuro. Alguien gritó de nuevo.

Me pregunté qué había hecho el Chino. Miré la hora.

Le dije al Chino que me iba. Que no sabía qué estaba pasando. Que no me importaba.

Eran las dos de la mañana.

El Chino se incorporó.

Perdona, dijo.

La botella de pisco estaba en el suelo. Quedaba un poco. No había hielo.

Bebí un trago.

Me quedé de pie.

Miré el camino. El paradero quedaba lejos. No pasaban micros. Tenía que caminar. Me temblaron las piernas.

Estaba borracho.

La borrachera era extraña.

Sucedía fuera del cuerpo.

Alguien descorchó una champaña a lo lejos.

El viento estaba hecho del eco de fiestas ajenas.

El gordo le rompió los dientes a un amigo, dijo el Chino.

Pensé en el sur. En mis padres. En mi abuelo mirando el Festival. En la voz de insecto de Ana Gabriel. La voz de Ana Gabriel que no era la voz de Ana Gabriel.

El Chino se subió al auto.

Me pidieron que fuera a buscar algo.

¿Qué cosa?, pregunté.

No sé, dijo el Chino. Hay algo de plata.

Se llevó la mano a la cara.

La borrachera me distanció de mí mismo. La marihuana seguía ahí.

Vi todo desde fuera.

El Chino se limpió la cara con la polera. La polera tenía sangre y baba.

La baba era espesa. La baba surgía de un lugar desconocido. Un órgano la producía. El órgano no tenía nombre.

Subí al Lada con él. Me dio hambre.

El hambre no era hambre.

Abrí la ventana. Tomé aire.

Si nos paran los pacos no digas nada. Yo hablo.

Se me soltó un diente, dijo.

Se tocó la cara. Se metió una mano a la boca. Se palpó la dentadura.

Se arrancó un diente con los dedos.

Miró el diente unos segundos.

Se pasó la lengua por la encía. Bajó el vidrio de la ventana. Escupió sangre.

Tiró el diente.

Me hizo un gesto. Le pasé la botella de pisco. Tomó un poco. Hizo una gárgara. La gárgara se volvió una arcada.

Escupió sangre. Escupió coágulos. Los coágulos recién se estaban formando.

Se sonó los mocos. Se limpió con la mano. La mano tenía tierra. Las uñas estaban sucias.

Me quedo, dije. No tengo nada que hacer.

* * *

El Chino hizo partir el Lada. Manejó lento. El auto tenía un sonido raro. No supimos de dónde venía. El estanque estaba lleno.

Miré la playa. Los grupos. Las fogatas. El mar oscuro. La gente que caminaba. Las parejas en la arena. Los perros. Volvimos al centro de Reñaca. El centro estaba iluminado.

El Chino habló.

Le habían pasado marihuana. La vendió. Se quedó con la plata. Lo perdonaron. Le pasaron más hierba. La vendió. La hierba era de Los Andes. Chilombiana. Se gastó la plata. La hierba apenas volaba.

Una mierda. Una estafa. Se escondió. Salió del radar.

La ciudad es chica.

En Viña todos se conocen.

Era cosa de tiempo.

Lo pillaron. Alguien lo vio en la calle. Le dieron un plazo para pagar. Le ofrecieron una paliza.

Hoy se cumplió el plazo, dijo.

No tenía nada.

Solo aceptar el arreglo. El favor no era un favor.

Sabían dónde vivía su mamá. Su mamá vivía en el norte. En Ovalle. Habían averiguado la dirección.

El auto entró a Viña. El Chino prendió la radio. Había un casete de Poison. Apretó play. Estaba a la mitad.

Avanzamos por calles llenas de caserones y mansiones. Pasamos al lado del Sporting.

Abrí la ventana. Entró aire tibio. El aire trajo el olor a bosta de caballo.

Miré el Sporting.

Nada. Negro. Arboledas simétricas. Sombras. Autos estacionados. Avisos del Derby en el muro. Rayados.

La reja estaba hecha de huesos negros.

Más allá no había nada.

El Chino manejó rápido.

Me sonó el estómago. Hambre. Me dolió la cabeza.

El casete de Poison se acabó. Lo rebobiné. Tenía solo dos canciones grabadas. Una estaba cortada a la mitad. Comenzaba y no terminaba. Se quedaba en blanco. Silencio. Tiempo muerto.

Apagué la radio.

Llegamos a 1 Norte. Tomamos el camino hacia el interior.

Miré el estero. Un río mínimo. Un hilo negro.

Matorrales. Escombros. Sauces enfermos. Basura.

Viña se acabó. No había muchos autos. El camino se volvió sinuoso. Cerros. Peladeros. Una población de casas con las luces apagadas. Un bosque. Humo saliendo de alguna parte. Perros vagos en los paraderos. Miré los cerros. Un par de luces. Aún no construían poblaciones. El camino se llenó de curvas. Puse la radio. Sonó Abba. Sonó música de fiesta.

Perdí el camino. Me perdí. No pude saber por dónde íbamos.

Cerré los ojos. Abrí los ojos.

Entramos en Quilpué. Casas bajas. Casas viejas. Atravesamos el centro. Un par de pubs abiertos.

Una fuente de soda. Edificios.

El Chino se detuvo en un semáforo en rojo. Afuera había un jardín infantil. Habían pintado en el muro a la abeja Maya.

La pintura era vieja. Estaba descascarada.

La piel de la abeja parecía enferma. Le faltaba un pedazo de cara. Las alas estaban hechas de hueso.

La marihuana se desvaneció.

Me quedé con el hambre. Me quedé con el agujero en el estómago.

Me quedé con el miedo.

Me pregunté de quién era el auto. Encontré un pito. El Chino me pasó el encendedor. Abrí la ventana. Lo prendí. Aspiré. Tosí. Me doblé. La ceniza estaba aplastada. El papel estaba arrugado. Manchado con resina. Consumido por sí mismo.

Pasó un furgón de la policía. Llevaba las balizas encendidas. Tenía la sirena puesta. Perseguía algo. Se perdió en sentido contrario.

Tocaron a Te Sacados.

El Chino movió la cabeza.

Abrí la guantera. Encontré el lápiz de una AFP. Encontré una caja vacía de condones. Encontré una Biblia. Era una Biblia Gedeón. Tapa azul. A la Biblia le faltaban páginas. Tenía anotaciones. Dibujos. Comentarios escritos con una letra pequeña.

No pude leerla. Fumé lo que quedaba de la cola. Era puro papel.

Tosí. El Chino dijo que se ubicaba. El camino era sencillo. Una tía suya vivía cerca.

Cambiamos el rumbo. Nos acercamos a la línea del tren.

El estero apareció de nuevo.

Vi a una cabra en un matorral. La cabra brilló en la oscuridad. La cabra me pareció fluorescente. Los ojos atravesaron el aire. Los ojos fueron el reflejo. La luz no vino de ninguna parte.

Un hombre caminaba por la línea del tren. Atravesamos un paso bajo nivel. Miré los cerros. Miré hacia donde terminaban las poblaciones. Me pregunté qué había más allá.

El pito me relajó. Me calmó. Dejé de pensar.

La canción de Te Sacados me gustó.

Acerqué la cabeza a la ventana del auto. La brisa en contra me refrescó.

Miré la Biblia de nuevo. Los dibujos eran pornográficos. Los hombres tenían cabezas de mono. Les salía sangre del cuerpo. Algunas palabras estaban tarjadas. Algunas palabras estaban subrayadas.

Había un mensaje secreto. No lo vi. Las letras devoraron las letras.

La radio dejó de sonar. La canción terminó abruptamente.

La canción era de Michael Jackson. No reconocí cuál. Todas eran iguales en esos años. Jackson ya estaba en decadencia. Jackson era un tipo triste. Jackson era incomprensible. Jackson vivía en Fantasilandia.

El Chino me mostró un cerro donde había un cementerio. Las tumbas se veían en la oscuridad. Puntos reflectantes. Luces que no venían de ninguna parte. Los ojos de la cabra multiplicados.

El Chino dijo que había un necrófilo. Dijo que una niña se había muerto el año pasado. La mamá de su hija le contó. Era amiga de una amiga. Compañera de colegio. Prima o algo así. Murió de una enfermedad terminal. Era linda. Tenía varios pololos. La enterraron ahí. Alguien se metió por las noches. Se violó el cadáver. Tres veces. O dos. No lo encontraron nunca.

Observé el cementerio. El auto se sacudió.

No vi nada.

Salió en los diarios. ¿No te acuerdas?

No. No me acuerdo, dije.

Me mareé.

El Chino entró en una población. Había un local de pollos asados abierto. Al lado había una botillería.

Dije que parara. Tenía hambre.

El Chino estacionó el auto. Entramos al local. No había nadie. Las mesas eran plásticas. No tenían manteles.

En la tele continuaba el Festival. Mi estómago se movió. La tele estaba mal sintonizada. La tele tenía los colores al revés. No pude ver quién cantaba. Era una masa verde. Criaturas moviéndose dentro. Una piscina extraterrestre. Una silueta con tentáculos.

Pedí un completo y una bebida.

Había afiches pegados. Películas. Afiches de videoclub.

El Chino miró la hora. Estamos bien. Vinimos rápido, dijo.

Uno de los afiches era de una película de monstruos. Los Critters. Otro era de una cinta de kickboxing. Otro de una comedia sobre unos niños ninjas. Otro de una película erótica italiana.

Los afiches estaban manchados. Grasa. Calor. Vapor. Las marcas de los chinches. Habían sido usados varias veces. Habían sido cambiados de lugar.

Los chinches eran dorados. Las puntas estaban dobladas. Hileras blancas. Papel quebrado. Bordes mordidos.

El cocinero hizo el completo rápido. Pedí una Fanta. El Chino no pidió nada.

El chucrut no tenía sabor. La vienesa estaba fría.

Miré la cara de los peleadores de kickboxer. La foto era vieja. Todas las películas estaban dobladas en Argentina.

Video Record. Buenos Aires.

Voces neutras. Sonido mal sincronizado. Ecos de las voces originales. La sombra de una voz sobre otra voz.

Terminé el completo. El Chino se tomó otra Fanta.

Traté de ubicar el cementerio. No pude. El segundo piso de una casa lo tapaba.

Pregunté dónde estaba el baño. La cocinera me mostró un pasillo.

El baño estaba bajo una escalera.

Apenas pude entrar.

Oriné. Me miré al espejo. El espejo estaba sucio.

Una mujer había dejado una marca de lápiz labial.

Mi cara estaba llena de manchas.

Las manchas me devoraron la cara.

Me mareé.

La marihuana subió en vez de bajar.

Mis ojos no parecían alineados. El ojo derecho estaba más abajo que el ojo izquierdo. El ojo izquierdo tenía un pequeño derrame.

El derrame era una ilusión.

El derrame no existía. Era la luz. Era la penumbra del baño.

Me pregunté de dónde venía esa sangre. Si había un camino directo desde el ojo al corazón. Un río interior. Un río oculto. Un estero de sangre. Todo dentro. Un reflejo sobre sí mismo. Recordé al necrófilo. Pensé en la chica muerta. Pensé en ese hombre extrañándola.

Me volví una mancha.

Abrí la llave de agua. Salió un hilito. Hice un cuenco con las manos. El agua estaba tibia. Me mojé la cara.

Volví a mirarme al espejo. Mi ojo derecho pareció hundirse más. El izquierdo pareció caer sobre mi cara. El derrame se extendió. El derrame era imaginario.

Salí del baño.

La luz del aviso luminoso hizo que me doliera la vista.

El neón curó el derrame.

Sentí una puntada en la pierna. Una infección se incubó.

El neón cauterizó mi ojo.

El neón me limpió. Filtró la sangre. Sanó el veneno de la mordida. El Chino le preguntó por la dirección. La chica del local movió las manos. El Chino asintió.

Ella apagó la tele.

Un punto de luz quedó en la pantalla. El punto de luz pareció hundirse. La pantalla era un mar negro.

No lo hizo. No se hundió. No desapareció.

Yo era el punto de luz.

La pantalla negra.

El Chino dijo que debíamos irnos.

Subimos al auto. El cementerio quedó a nuestras espaldas.

Llegamos a El Belloto.

El Chino manejó lento. Siguió las instrucciones de la muchacha.

Las calles no estaban señalizadas.

Vi a un hombre pasar en bicicleta. Llevaba botellas vacías de cerveza. Llevaba cajas de vino. La bicicleta era antigua. La calle era de tierra. Algunas casas tenían luces prendidas.

El Chino miraba las esquinas. Las esquinas no tenían nombre.

Los gestos de la muchacha eran un mapa. Un laberinto de aire.

Doble acá a la izquierda.

Doble acá a la derecha.

Doble de nuevo a la derecha.

Tres cuadras, había dicho ella.

El cementerio apareció un par de veces. Atrás. Se veía lejano. Una ciudad en miniatura. Un cerro que no era un cerro.

Las tumbas fueron devoradas por la oscuridad.

El necrófilo vivía cerca.

El necrófilo miraba el cementerio de noche, pensé.

El Chino bajó la velocidad. Dobló. Frenó.

Acá es, dijo.

Un muro tapaba la casa. El muro era alto. Tenía pegado un cartel de propaganda política. Las senatoriales. 1989. Nadie lo había arrancado. Sergio Romero. Renovación Nacional. Una cara oscura y deforme. La piel casi quemada sobre el hueso. Marcas de barro sobre el papel.

Debajo había otros afiches.

Pegamento seco. Papel vuelto material fósil. Los colores se habían ido. Romero era una sombra de yeso.

Bajamos del auto. Tocamos el timbre.

Unos perros comenzaron a ladrar. Esperamos medio minuto.

Adentro se sintió ruido.

Pasos acercándose. La voz de una mujer dijo: ya, ya, ya voy. La puerta era de metal.

El muro tenía vidrios quebrados en la parte alta. El muro tenía alambre de púas.

Los ladridos aumentaron. Eran agudos. Perros chicos.

Vengo a buscar algo, dijo el Chino.

Era más temprano. Lo esperaban más temprano, dijo la voz.

Escuchamos un picaporte moverse. La puerta se abrió.

Una mujer nos hizo pasar. Era baja. Una señora enjuta.

La casa era de adobe. Tenía un segundo piso ampliado de madera.

Los perros eran pekineses. Los pekineses seguían a la mujer.

El antejardín era pequeño. Estaba lleno de flores. Casi todas estaban secas. Todo olía a mierda de perro.

Uno trató de morder al Chino. Otro se me acercó. Me olió la pierna. La herida. Hizo un ruido. Volvió al lado de la mujer.

* * *

Cruzamos por un sendero de baldosas agrietadas.

La mujer dijo que la llamáramos Clara.

Entramos en la casa. Las luces estaban prendidas. El living era grande.

Don Willy está en el taller, dijo.

Van a tener que esperarlo. ¿Quieren un café? Siéntense, dijo.

El Chino aceptó. Pedí un vaso de agua. Me quedé de pie.

Clara se metió en la cocina. Los perros se subieron a los sillones. Uno gruñó. El Chino se sentó a su lado.

Uno de los pekineses era viejo. Tenía los ojos blancos. Tenía el hocico sucio.

Pensé que estaba ciego. Recordé a un escritor chileno. También tenía un perro. El perro se quedó ciego. El escritor le cosió botones en los ojos.

Miré la decoración. Objetos de bronce en las mesas. Una colección de discos. Una bandera norteamericana. Una alfombra raída. Un tocadiscos antiguo. Un librero con libros en inglés. Teteras. Varias revistas Life. Revistas Ercilla empastadas. Óleos. Cuadros de batallas navales. Polvo. Polvo. Polvo. Polillas muertas entre los objetos. Elefantes de cerámica. Un tocadiscos. Moscas muertas. Manchas de quemadura en la alfombra. Libros con lomos de letras doradas. Oro falso. Bronce viejo. Plata sucia. Libros antiguos. Jarrones con motivos chinos. Galvanos. Figuras de porcelana inglesa. Ceniceros. Cafeteras turcas.

Un auto pasó a toda velocidad por afuera.

Una de las paredes tenía fotos familiares.

Decenas. Las fotos componían un mosaico. Las fotos comprendían varias vidas.

La mujer se demoró en la cocina. Escuché el sonido de tazas. El tintineo de la loza bajo el lavamanos.

Escuché una música lejana. La música venía del otro lado de la casa. Miré las fotos.

Las fotos se superponían.

Las fotos se mezclaban.

Las fotos eran la biografía de un hombre.

O de dos. Una familia.

Fragmentos. Algo que existía como recuerdo.

Una estaba sacada del anuario de un colegio inglés. Un montón de muchachos. Todos de corbata. Todos con el cuello levantado. Todos pálidos.

Otra foto era de uno de esos muchachos vestido de cadete. Tenía la mirada expectante. Tenía el pelo cortísimo. No sé de qué era el uniforme.

En otra foto el muchacho saludaba en una calle de París. Estaba con otros soldados. Había un tanque detrás. Todos estaban sucios. Todos estaban despeinados. Venían de una fiesta. El muchacho se veía flaco. Ya no era un muchacho. El muchacho fumaba. Era más alto que los demás. La foto estaba firmada. Alguien escribió algo en una de las esquinas inferiores. No se podía leer lo que decía.

Otra foto era la de una mujer. La mujer era joven. Rubia. Miraba la cámara de lado. Era una foto de estudio. Exhibía cierta coquetería. Tenía algo escrito encima. Su nombre. Un vestido de flores. Un compás de espera. Un mensaje en otra lengua. Una dedicatoria. La letra era sinuosa. La caligrafía era una promesa. La tinta era borrosa.

Otra foto mostraba el océano. Era a color. El mar tenía un intenso tono azul. En el cielo se veían un par de nubes. Aves.

Otra foto era la del matrimonio del soldado con la muchacha. Ella llevaba un ramo en la mano. Él llevaba un uniforme de gala. Llevaba una espada. Él sonreía. Ella no. La coquetería había desaparecido. Nadie había escrito nada. No había dedicatoria.

Otra foto era a color. El soldado aparecía con un traje de tweed. Abrazaba a la muchacha. Ella llevaba a un niño en los brazos. Estaban en la puerta de una casa. La imagen era un plano general. La imagen era nítida. La casa se veía nueva.

Otra foto era la de una guagua. La guagua se parecía a ella. La guagua se parecía a él.

Otra foto era la de un niño. Llevaba pantalones cortos. Llevaba corbata. Había un lago detrás. La foto era a color. El agua era negra.

Otra foto era de un asado. El niño tenía cinco años. Era alto y flaco. El hombre estaba tras la parrilla. La parrilla tenía humo. El humo le desfiguraba la cara.

Otra foto era la del hombre solo en una playa.

Otra foto era la del hombre con un amigo en una plaza. Había palabras alemanas detrás. Achtung. Señales de tránsito. El amigo no tenía rostro. Se tapaba la cara con la mano.

Otra foto mostraba a la mujer sola. Leía en una silla.

Otra foto mostraba al niño. Ya era un adolescente. Era flaco. Llevaba pantalones de elefante. Se parecía a su madre.

Otra foto mostraba al hombre con el hijo. Los dos llevaban cañas de pescar. El hijo tenía el pelo largo.

Otra foto los mostraba a los tres. Estaban afuera de La Moneda. Los tres no aparecían nunca más juntos. No había más fotos de ellos.

Otra foto los mostraba en un bote. La Estatua de la Libertad detrás.

Otra foto era pequeñísima. No era una foto. Era una noticia enmarcada. Estaba sacada de un diario escolar. Ahí estaba el joven. El tiempo había desteñido los colores. No se podía leer de qué trataba. Pero era su cara.

Otra foto era la del hombre abrazado a una mujer. La mujer era otra. Morena. Estaba tomada en la puerta de la casa de El Belloto.

Otra foto mostraba al hombre al lado de un perro. El perro era un pastor alemán.

Otra foto lo mostraba sosteniendo un rifle.

Otra foto mostraba al muchacho junto a unos amigos. Tenía el pelo largo y crespo. Posaban en la puerta de un campus universitario. La luz era densa. La foto estaba medio oscurecida. La ropa era ridícula.

Otra foto mostraba al hombre recibiendo un diploma de las manos de un militar. El hombre sonreía.

Otra foto mostraba al joven con el pelo corto. Estaba vestido de cadete.

Otra foto lo mostraba con una toga. Tenía un birrete en la cabeza. Lucía ridículo. Levantaba un diploma. No sonreía.

Otra foto mostraba al joven acompañando al hombre. El joven ya no era joven. El hombre era un anciano en silla de ruedas. La foto estaba sacada en la casa de El Belloto. Un pekinés los acompañaba. El pekinés era negro. El anciano lleva un gorro de los Yankees. El joven estaba gordo. El joven estaba pelado. El joven llevaba lentes. El joven sonreía. Tenía la mano sobre el hombro de su padre. A su lado había varias fotos de perros. Ninguno aparecía de cuerpo entero.

Solo los rostros de los perros.

Pekineses. Pequeños perros con la nariz achatada. Pequeños monstruos llenos de rabia.

Todos.

Me quedé mirándolos. Eran idénticos. Llevaban collares. Ninguno miraba a la cámara.

Los retratos parecían accidentales.

Me quedé quieto.

Clara trajo el vaso de agua. Bebí un sorbo. Tenía el paladar seco.

El Chino recibió el té. Pasaron diez minutos. No hablamos. Miramos al suelo.

Ella hizo una seña. Se levantó de la silla. Se puso adelante. Nos mostró el camino.

El Chino no terminó el té. Dejé el vaso vacío en una bandeja. La bandeja tenía una ilustración china. Montes. Escaleras que cruzaban nubes. Un dragón. Ideogramas dorados. El vidrio del vaso deformó al dragón.

Cruzamos la casa por un pasillo. El suelo era de madera. Las tablas estaban viejas. Se doblaban al pisarlas. Pensé que se hundían.

Clara no prendió ninguna luz. Sus pasos eran imperceptibles. No hacía ruido.

El pasillo era largo. La casa se extendía hacia atrás. Crecía de modo horizontal. Las puertas de las piezas estaban cerradas.

Caminé detrás de Clara. El Chino fue detrás de mí. Vi la silueta de un crucifijo de plástico.

Me pregunté si Clara tenía esposo. Si tenía hijos. Vi más fotos familiares.

Los rostros estaban en penumbras.

Los perros iban detrás del Chino. Ya no ladraban. Ya no gruñían.

Entraban en la oscuridad.

Como Clara.

Como nosotros.

Llegamos a una puerta. La puerta estaba llena de marcas. Arañazos. Agujeros. Muescas de cuchillos.

Clara la abrió. Tenía la llave en el delantal. Salimos al patio.

Clara prendió un foco. La luz era débil.

El patio trasero era gigantesco. Era una casa quinta. Media cuadra.

Había una casa más atrás. La casa era pequeña. También había un molino de agua. El molino no se veía desde fuera. El cielo se había despejado.

La luna estaba ahí. Una luna sucia. Una luna llena de marcas.

El molino estaba inmóvil. Le faltaban piezas.

Recordé la historia de un sicópata que quemaba molinos.

No sé quién me la contó. El sicópata quería destruir algo. El molino era un símbolo. Los pueblos estaban llenos de molinos. Los molinos no molían nada. Servían para extraer agua de pozo. Él los quemaba. Nunca quedó claro qué buscaba.

Una brisa fresca me pegó en la cara. Desde la casa salía música. No pude identificarla.

La casa estaba pintada de blanco. Al lado había un quincho y una parrilla. La parrilla no tenía carbón. Nadie había cocinado en mucho tiempo. Plantas muertas colgaban de unos cántaros de greda. Algunas tenían flores secas. También había un salvavidas antiguo. Estaba colgado bajo una ventana.

Uno de los perros ladró. Clara tocó la puerta.

Ya llegaron, dijo.

El perro ladró más fuerte. El Chino se puso al lado de Clara.

Pasó un momento. Se escuchó una voz. No entendí qué decía.

Clara susurró algo. Sacó otra llave. Abrió la puerta.

Pasen por favor, dijo.

Entramos. La casa del fondo era un estudio. La casa era un taller.

Sonaba un casete de Sinatra.

Un hombre de espaldas trabajaba en su escritorio.

El hombre era alto.

Los perros entraron con nosotros.

Clara se quedó afuera.

Los perros rodearon al hombre. Gruñeron. El hombre dejó de trabajar. Abrió un cajón del escritorio. Sacó una bolsa de papel. Le dio galletas a los pekineses. Una para cada uno. Los perros se las comieron. Se quedaron en silencio.

El hombre se levantó. Se movió lento. La voz de Sinatra extendió su lamento. Reconocí al hombre. El niño de las fotos.

Estaba más gordo. Era calvo. Llevaba lentes gruesos.

Un bebé viejo. Un bebé ciego.

Ustedes vienen de parte del amigo de Juan. Vienen por el paquete. Perfecto, dijo. Me tienen que esperar.

Tengo que resolver algo, dijo. Díganme Willy nomás. Willy. Mi papá me bautizó así. Mi bisabuelo se llamaba como yo. Mi padre dijo que me parecía a él. El nombre me quedaba perfecto, dijo.

Mi papá trabajaba para una agencia del gobierno de Estados Unidos. Sabía cosas. Me contaba cosas. Estoy escribiendo una película de espías. Transcurre en Irak. En el siglo diecinueve. Mi papá se casó con una chilena. Se vinieron para El Belloto. Acá no había nada. Mis pekineses son perros de raza. Están inscritos. Son hijos de uno de mi papá. El pekinés de mi papá se llamaba Walt. Podía comunicarse telepáticamente con él. La mujer de mi papá le decía Juan. O Juanito. Juanito atacaba a los niños. Los perros odian a mis niños. Son perros viejos. Hay uno que está casi ciego.

Mi papá también quedó ciego. Murió en esta casa. Su mujer lo abandonó. La agencia se olvidó de él. Yo vine a cuidarlo desde Caracas. Dejé todo. No tenía mucho. Un trabajo. Una vida. Nada me gustaba. Me quedé. Me gusta la comida chilena. Me gusta el paisaje. Me gusta la casa. El clima. Mi papá naufragó una vez. El salvavidas es del barco que se hundió. Fue en el Pacífico. Después de la guerra. Un avión japonés atacó su barco. El japonés estaba loco. Mi papá trabajó un tiempo para el gobierno. Vino a Chile en 1975. Compró esta casa. El terreno era más grande. Vendió algunos terrenos a una empresa de construcción. La empresa hizo casas. Le pagaron a mi padre con más casas. Ellos me pagan arriendo a mí. Soy el dueño de diez casas.

Acá había antenas nazis. Mandaban mensajes al Reich. Transmitían desde el cerro. No le creí. Hay un informe de la NSA. Los nazis espiaron desde El Belloto. Espiaron desde Valparaíso. El principal de sus agentes estaba en Valparaíso. Por ahí tengo una foto. Quilpué era territorio nazi. No sé qué espiaban. Los descubrieron. Los deportaron. Eso creo. La casa de la antena quedaba cerca. Ese cerro. O ese. Los submarinos recibían la señal. Luego la guerra acabó. La agencia devoró todo. La antena quedó. Cierta gente empezó a venir. Los setenta. Los ochenta. Para este lado norte. No para el otro. Allá está la pista aérea de los marinos. Lanzaban gases. Lanzaban polvos de colores. La Virgen se aparecía. Mi papá se topó con muchos extranjeros en el centro de Quilpué. Los reconoció. No eran turistas. Buscaban algo. Paseaba y los veía. También por acá. Miraban las casas. Sacaban fotos. Subió el muro. Puso el alambre. Buscaban la antena. O lo que había bajo la antena. Uno murió en una residencial en Villa Alemana. Llamaron a los amigos de mi papá. Era un ciudadano israelita. Ellos encontraron el pasaporte verdadero. Tenía un maletín con doble fondo. Tenía una carpeta con mapas. Buscaba la antena. Pero la antena no existe. No sé si es real. He buscado la antena. Una vez encontré un transmisor. En la feria del Belloto. Parecía chatarra. Miré bien. Fabricación alemana. Compré el transmisor. El vendedor lo había encontrado en un patio. Chatarra. Basura vieja. El transmisor era portátil. Estaba destruido. Traté de arreglarlo. No pude. Explotó. Se quemó. No sé nada de electrónica. Está ahí. Malo. Trabajo de noche. Reviso documentos. Tengo la memoria dañada. Algo hice en Colorado. Mi alemán no es bueno. Memorizo nombres. Estoy lleno de detalles.

Todo sale en la película que escribo. Busco documentos. Busco actores. Tomo notas. Aprendo sus nombres de memoria. La película tiene algo que ver con esto. Termina en el presente. Acá antes no había nada. Puro campo. Puros cerros secos. La línea del tren. Matas de espinos.

Mi papá compró estas tierras por nada. Estaba el cementerio. Estaba esa fábrica de viviendas sociales. Cerró cuando terminó la UP. Me gusta acá. Me acostumbré. Mi papá tenía amigos. Los heredé. Por eso ustedes vinieron a verme.

El amigo de Juan era amigo de mi papá. Mi papá le enseñó. Le contó historias. Le mostró varios mundos. El amigo de Juan era joven. Juan era joven. Había otros amigos. Había enemigos. Un club. Le ofrecieron un trabajo a mi papá. Dijo que no. Ellos venían y hablaban con él. Les contaban sus historias. Les enseñaba. Acá todos se conocen. Yo no estaba presente. Leía en la cocina. Yo escuchaba pedazos de las conversaciones. Ellos mostraban respeto. Luego pasó algo. El club se equivocó. Tenían planes para todos nosotros. Eran buenas ideas. Un control necesario. Un imperio del orden. Un imperio del miedo. Sus planes no salieron. Se equivocaron. Unos subordinados echaron a perder todo. Un discípulo de mi padre fue apresado. Quedó libre. Se fue del país. Atraparon a unos pobres tontos. Chivos expiatorios. Los mataron. Pasó hace pocos años. En Viña todos se conocen. Instalaron el miedo pero el miedo no duró. Se rompió. Los chilenos echan todo a perder. Están lejos de la belleza, decía mi papá. Destruyen lo que sea.

Yo miré de lejos. No estaba en el club. El club me daba miedo. Ellos venían de noche. Yo esperaba. Yo leía. Mi español no era tan bueno. Estaba aprendiendo. Las conversaciones duraban hasta la mañana. O venían a buscar a mi papá. Lo vi irse varias veces. Sabía que estaba seguro. Que no le iba a pasar nada. Regresaba tranquilo. No decía nada. Era un hombre viejo. Se conservaba bien. Nunca le pregunté por qué. Ni adónde iba con ellos. Lo respetaba. Él me respetaba por no preguntarle.

Después él enfermó. No salió más. La ropa le quedaba grande. La cabeza manchada. Las manos con artritis. Los dedos enroscados. Los libros en inglés. Los perros al lado.

¿Me están escuchando?, preguntó.

Sentí el olor a encierro.

Mi papá les cuidaba cosas. Usaban esta casa. Traían cosas. Le pagaban. Yo lo acompañaba al banco. Guardaba la platita. Me gusta esa palabra. Platita. Luego él se fue. Me quedé con la casa. No quise volver a ninguna parte. No había nada para mí en Caracas. Me buscaban en Colorado. No tenía sentido. Este clima me gusta. Me hace bien. Tengo malos los pulmones. Siempre los tuve. Ellos vienen para acá y guardan cosas. Esta es la bodega del club. No llaman. Llegan nomás. Vinieron hoy en la tarde. Me despertaron. Yo dormía. La siesta es una costumbre de caballeros. En mi película los espías toman siestas. Es una costumbre civilizada. Tengo lo que vinieron a buscar. Síganme, dijo.

Miré la decoración del taller. Las máquinas. Miré el transmisor. Don Willy lo había desarmado en la mesa. Un cuerpo eléctrico. Todas las partes estaban expuestas. Todas tenían tierra. Cables de colores. Conectores. Perillas de baquelita. Placas metálicas. Bujías. La tela desgarrada de un parlante.

Me levanté.

Caminó a la otra pieza. El Chino fue detrás de él. Los perros se levantaron.

Un pekinés me gruñó. Su rostro cambió. Los ojos cambiaron de color. Algo se movió debajo de la piel.

Recordé la foto del padre de don Willy. Los ojos venían de otra dimensión. El perro no era un perro. Su alma estaba en el perro.

La otra pieza era más grande. La otra pieza era un almacén. Estaba lleno de basura. Había una moto. Cajas de fruta podrida. Álbumes de fotos. Carpetas. Dos muebles archivadores grandes. Más equipos electrónicos rotos. Muñecas de trapo. Juguetes de plástico. Mierda de perro. No había mucha luz. Polvo. Telarañas. Tres bicicletas. Un retrato de Pinochet.

Don Willy miró el suelo. Señaló un bolso.

Este es. Llévenlo afuera.

Lo levantamos. Era pesadísimo. Escuché un crujido.

El Chino se agachó.

Abrió el bolso. Adentro había armas.

Fusiles. Revólveres. Cargadores.

Las armas son paraguayas, dijo Willy.

Las miré.

Levanté una. Era pesada. No tenía el cargador puesto. Me pareció ver óxido en el cañón.

No son fusiles originales. Son versiones paraguayas. Más malas que las de la Famae. Los fierros más chicos andan. Están bien. Sé un poco. Mi papá me enseñó. Los fusiles no valen mucho. Díganle al amigo de Juan que vaya con cuidado, dijo.

Me acerqué.

El Chino abrió más el bolso. Revisó. Hurgó. Abrió la boca. Pasó un segundo. No dijo nada.

Un perro ladró en otra casa. Un sonido distinto. Más ronco. Los pekineses levantaron las orejas.

El Chino revisó las cargas.

En el fondo del bolso había balas sueltas. Se las mostró a don Willy.

Las cosas se están deslizando hacia un punto muerto. Díganle al amigo de Juan que no valen mucho. Las estuve mirando. No vaya a ser que se lo estén cagando, dijo Willy.

El Chino asintió. Cerró el bolso.

Dijo que nos fuéramos.

Don Willy hizo un gesto. Los ojos brillaron detrás de los lentes gruesos. La cara se deshizo. Su cara fue la de un animal. Una cara derretida. Los ojos pequeños. Los ojos turbios. No sé qué había detrás.

Salimos por una puerta lateral. Llegamos a otro patio. Dejamos el bolso en el suelo. Don Willy prendió un foco. Me dolió la vista. El Chino se tapó los ojos.

En el patio había un auto convertido en chatarra. El auto tenía los vidrios rotos. Las ruedas estaban reventadas. Los parachoques en el suelo. El capó tenía mierda de pájaro. La mierda se esparcía sobre un lecho de hojas muertas. Las hojas estaban secas. Las hojas estaban quebradas. La luz hacía que todo se viese rugoso. Marcas de óxido. El polvo. El tapiz de cuero quemado. Piel sintética llena de estrías.

Pensé en el soldado de la foto.

La antena nazi.

Las ondas de radio atravesaron el tiempo. Las ondas de radio doblaron el espacio. Traté de ver el cementerio.

Perdí todo punto de referencia.

Un pekinés ladró.

Clara apareció de repente.

Don Willy se metió a la casa. No se despidió. No tenía sueño. Parecía no querer dormir. No dejó entrar a los perros.

Clara tenía una bata puesta. Clara tenía una gorra en el pelo.

Los pekineses se pusieron a llorar. Rasguñaron la puerta.

Willy no les abrió.

Volvió a sonar la música.

El foco del patio se apagó. Quedamos a oscuras. Miré el auto. Me pareció el esqueleto de un insecto.

Algo se movió.

Ya, vamos, rapidito, dijo Clara.

Sacó una linterna de un bolsillo. Nos mostró el camino.

Rodeamos la casa. La casa era grande.

El jardín estaba lleno de más basura. Otro auto hecho chatarra. Otra moto. Triciclos con pedales de plástico amarillo. Un gokart CIC. Varias ruedas de carreta. Todo muerto. Todo roto. Todo oxidado.

La tierra tenía agujeros. Los perros habían escarbado. Los perros dejaron de ladrar.

El bolso era pesado. El bolso sonaba al balancearse. Lo llevábamos entre los dos.

Clara no hablaba. No prendió ninguna otra luz.

Miré a los pekineses. Sus movimientos describían sus personalidades.

Traté de irme de ahí.

Me pregunté qué hacía. Qué estaba haciendo. Qué sentido tenía.

Miré al Chino. El Chino no era mi amigo. El Chino era un desconocido. El Chino arrastraba un bolso con armas.

Me pregunté cómo salir. Imaginé una ciudad vacía. Sin micros. Una ciudad sin un alma.

Una ciudad construida sobre un viento helado.

Clara nos abrió la puerta.

Me alegré de salir de ahí.

El Lada parecía un cuerpo dormido. Dejamos el bolso en el suelo. Ella se quedó de pie unos segundos.

No se despidió. Cerró la puerta. Escuchamos que colocaba un candado.

Nos quedamos solos afuera. Nuestras sombras se movieron en el muro descascarado.

Sergio Romero seguía deforme en el muro.

El Chino abrió el maletero. Metimos el bolso. El bolso decía: Regimiento de Caballería Blindada Nº 1. Subí al auto. El Chino prendió un cigarro.

El humo me dio alergia. Tosí.

Dimos varias vueltas sin sentido. La sensación de asco aumentó. Tuve arcadas. El vómito me quemó el paladar. La bilis me inundó la nariz.

Volvimos por donde vinimos.

Las calles de tierra hacían que la bolsa se sacudiera. Escuché el metal chocar contra sí mismo. Pensé que algo iba a explotar. No pasó nada.

Pasamos al lado del local de comida.

Me dolió el estómago. Más náuseas.

Le dije al Chino que se detuviera.

El Chino paró. Me bajé. Caminé apenas. Me apoyé en un árbol. Vomité.

Mi cuerpo se dobló.

Boté mi alma.

El vómito fue ectoplasma.

Tosí de nuevo. Tuve arcadas.

En el local de comidas había gente. Un grupo de pendejos. No hacían nada. Esperaban su comida. Me vieron. Uno me gritó. No entendí. Se rieron.

Me quedé quieto.

Los espasmos pasaron.

Tuve ganas de mear. Oriné en el árbol. Pasó un minuto.

El ectoplasma volvió. Se mantuvo dentro. Se pegó al borde interior de la garganta.

Me sentí mejor. Me sentí sobrio. Me sentí vacío. Volví al auto. El Chino puso la radio.

Me preguntó cómo estaba.

* * *

Atravesamos El Belloto.

El cementerio apareció de nuevo.

El Chino aceleró. Lo perdimos de vista.

Traté de atrapar las tumbas con la mirada. Las olvidé. Cerré los ojos por momentos. Me fui a negro.

Volví.

Tomamos caminos interiores.

Avanzamos al lado de la línea del tren. Avanzamos al lado de un pequeño estero. El Chino dijo que tenía que llamar por teléfono. Llegamos a una plaza en el centro de Quilpué.

No había nadie.

El Chino se bajó. Dejó el motor prendido. Esperé unos minutos. Lo vi perderse.

Había gente en las bancas de la plaza. Tomaban pisco y vino en caja. Una pareja se besaba. Las lozas del suelo tenían un diseño ondulante. Un mosaico dentro de un laberinto invisible. Un laberinto de aire.

El Chino se demoró en volver. Apagué el motor.

Saqué la Biblia de la guantera.

Miré de nuevo los dibujos pornográficos.

Los cuerpos deformados. Las manchas de mierda y semen. La boca abierta de las mujeres. Las cabezas dobladas de los hombres. Las siluetas esquemáticas. Los cuerpos reducidos a genitales gigantes. Las palabras tachadas. Los versículos subrayados. Las anotaciones sin sentido. La letra.

Me pregunté de quién era el auto.

Quién había hecho todo eso.

La pareja en la plaza dejó de besarse. La pareja empezó a pelear. Él le dijo algo a ella. Ella le pegó una cachetada. La mano abierta. Algo se rompió. Él se tapó la cara con las manos. Se pusieron a llorar. Ella se acomodó la ropa.

Los que tomaban dejaron de hacerlo. Guardaron las cajas de vino. Una botella de pisco cayó al suelo. No se quebró.

El Chino volvió.

La náusea volvió. El veneno de la mordida.

Los teléfonos estaban malos. Tuve que buscar otro en la plaza. Vamos a Viña, dijo.

Le dije que en Viña yo me bajaba. Que siguiera solo.

No me bajo ahora porque me duele el estómago, dije.

Cruzamos Quilpué. Eran las tres de la mañana. La ciudad estaba oscura.

Escuché atrás cómo se sacudía el bolso. Miré la Biblia de nuevo. No encontré nada. No había misterio. Solo ocio. Solo tiempo muerto.

La devolví a su lugar. Puse la radio.

Tocaban a Phil Collins.

Bajé el vidrio de la ventana. Busqué en la guantera. Encontré lo que quedaba del pito. Se lo mostré al Chino. No me miró. Se concentró en el camino. La ciudad terminaba. Un camión se puso adelante. Bajamos la velocidad. Prendí el pito.

Inhalé. Exhalé. Tuve una pequeña arcada. La bilis no subió. Me hundí en el asiento. No había nadie en la calle. Cerré los ojos. Mis brazos descansaron. Sentí la brisa. El auto se detuvo en un semáforo. El brillo rojo atravesó mis párpados. Una ola roja. Una luz cálida. La música era agua. La voz existía encima del agua. Phil Collins cantaba. Phil Collins tocaba la batería. Phil Collins no usaba platillos en esa canción. Un amigo me lo dijo. Phil Collins cantaba con cierta elegancia. Phil Collins hacía que todo existiese en un tono menor.

El Chino aceleró en la bajada a Viña. El auto se agitó.

Abrí los ojos.

Miré los edificios. Las luces apagadas. La mitad de la noche. El camino vacío.

Estalló el bombo. Una explosión a la distancia. Una explosión falsa.

Me dolió la cabeza.

Llegamos a Chorrillos. Me preparé para bajar. No lo hice.

No hice nada.

Sonó una bocina. Un auto se puso detrás. Apagó las luces.

Miré por el espejo retrovisor.

El Mercedes negro.

Juan estaba al volante. Ana iba en el asiento del copiloto. Fumaba. El gordo era una sombra atrás.

Me sobresalté.

El semáforo cambió a verde. Miré la plaza de Miraflores.

Me pregunté cómo se veía Viña desde el espacio. Desde el espacio el país se veía así. Manchas sobre el mapa de las ciudades.

Un planeta de plazas vacías.

El Chino no arrancó. Se quedó detenido.

Juan se estacionó al lado. Ana abrió el vidrio. Tiró un poco de humo.

Vi un fantasma en la plaza. Un anciano que se metía entre los árboles. El anciano era calvo. Llevaba un abrigo largo. El abrigo estaba lleno de hoyos. El anciano era transparente. Un hombre gris. Una silueta de ceniza. El anciano tenía los ojos blancos.

Ana dijo: sígannos.

Dejé de mirar la plaza.

El anciano caminó sin pisar el suelo.

El anciano desapareció.

La brisa no vino de ninguna parte. Los árboles se sacudieron. La canción terminó.

El auto de Juan partió. Lo seguimos desde atrás. A veces lo perdimos de vista. Juan manejaba rápido. El Chino se puso pálido. No dijo nada.

Subí el volumen de la radio.

Abrazamos la noche.

Tocaron «Skin trade» de Duran Duran.

Entramos en otro mundo. La ciudad había sido fabricada con hueso. La ciudad era agujero. Nada era real. Los edificios se hundían en un cielo rojo. Todos los cuerpos eran de plástico. Toda la piel era falsa. Todas las voces estaban grababas. No venían de boca alguna. Venían del aire. Pero el aire estaba contaminado. Los fantasmas atravesaban el ruido. El zumbido.

Cerré los ojos. El Chino ya no me miraba. No miraba nada. El camino. No hablaba. Estaba avergonzado. Estaba muerto de miedo.

Juan dobló por Libertad. Los circos habían cerrado. Las luces estaban apagadas. El agua del estero no reflejaba nada. Había gente esperando micro.

El Festival había terminado. El público volvía a casa.

Juan se metió en una calle estrecha. Pasamos al lado de un colegio. Pasamos al lado de un edificio militar. Nos metimos en un laberinto de pasajes. La cuadrícula de la ciudad desapareció. El plano se convirtió en puros círculos concéntricos.

Una sola casa tenía las luces prendidas. Estacionamos. Bajamos.

Juan se acercó. El Chino abrió el maletero. La luz le daba directo.

Sacó una linterna. Revisó el bolso.

Llamó al Chino. Dijo que todo estaba bien.

El Chino le transmitió las palabras de don Willy.

Juan las escuchó. No lo miró. Ana también las oyó. Prendió un cigarro.

Me ofreció otro a mí. No acepté.

Juan cerró el maletero.

¿Nos podemos ir?, preguntó el Chino.

Juan se rio.

No. Hay que esperar. Ahora vamos a una fiesta, dijo.

Juan señaló la casa.

Tocó el timbre. Se demoraron en abrir. Salió una mujer. Saludó a Ana. Nos hizo pasar al jardín.

La gente bailaba. La casa estaba repleta. No había muebles. Las mesas y sillas eran de plástico.

Había un crucifijo colgado. El crucifijo era chino. Jesús tenía luces rojas en los ojos.

La gente subía al segundo piso.

Juan nos guio. Ana se quedó a su lado.

Entramos a la cocina. La cocina estaba repleta de gente. Me hice una piscola en un vaso plástico. El hielo estaba derretido. La piscola estaba tibia. Había cerveza en el refrigerador. El interior olía mal. El lavaplatos estaba lleno de platos de cartón. Los platos de cartón tenían restos de pizza.

El amigo de Juan se hizo un trago. Ana tomó de la botella. Pisco puro.

Ana abrió su cartera y sacó un pito.

Le ofreció al Chino.

El Chino prendió el pito. Cerró los ojos y aspiró. Me pregunté quién era. No supe responder. No me importó. Algo había cambiado. Las luces de colores le habían deshecho el rostro. Deseé irme. Volverme invisible. Cubrirme con la sombra de árboles viejos. Huir hacia una lluvia inexistente.

El Chino me pasó el pito. Aspiré. No me hizo nada.

Fui al living.

Alguien había puesto música disco. Yo conocía esas canciones. Miré a quienes bailaban. Hombres de camisa y pantalón de tela. Oro. Cuarenta o cincuenta años. Mujeres más jóvenes. Algunas parejas se besaban. La música estaba fuerte. Una muchacha bailaba sobre una silla. Otra le daba champaña con la boca a su acompañante. Las luces de colores se movían circularmente.

El gordo estaba ahí. Hablaba con una mujer. Ella parecía interesada. Movía las manos. Él le agarró la cintura. Le hablaba al oído.

En un momento, ella lo tomó de la mano.

Pasaron a mi lado.

Subieron al segundo piso. La escalera crujió. La alfombra de los peldaños había sido arrancada.

El amigo de Juan me miró. Tragué la piscola tibia.

Ana apareció.

A este hijo de puta no le basta conmigo, dijo.

No reconocí su voz.

El Chino salió de la cocina.

Todo dejó de tener dirección alguna. Todo pareció apaciguarse.

Pasaron tres minutos.

Me quedé quieto.

Alguien subió más el volumen de la música. Los bajos me pegaron en los testículos. Las guitarras me ahogaron. La música rebotó en mi estómago. La música no me movió un pelo. La música no me afectó. El disco invadió todo. Tapó las voces. Sacudió las paredes.

El volumen siguió subiendo. Fui un punto fijo en el universo. El pisco hizo que sintiera el sabor de la bilis. La bilis fue un dejavú del vómito.

Dejé de respirar.

Olvidé respirar.

Volví a ver fantasmas. Los fantasmas eran siluetas de colores. Murmullos hechos de luz. Caminaban entre la gente.

Cerré los ojos. La canción terminó.

Me metí en la cocina. Una pareja se besaba.

Comí un trozo de pizza helada.

Me serví más pisco. La pareja salió de la cocina. El pisco era blanco. No amarillo. Barato.

Juan apareció. Venía solo. Se me acercó. Metió la mano al bolsillo. Sacó un papelillo de coca. Tomó un plato. Echó la mitad de la coca ahí. No era tan poco.

Hizo tres líneas. Las líneas eran gruesas.

Juan hizo un tubo con un billete. El billete era de 500 pesos.

Jaló una línea.

Ana apareció de la nada.

Ana aspiró una línea.

Ana movió la cabeza hacia atrás.

Se apretó la nariz.

Juan me hizo un gesto.

Yo nunca había jalado. La coca quedaba lejos. La coca era otro planeta. Juan me pasó el billete enrollado.

Dale. No hay rollo. Nos caes bien. Lástima que seas amigo de ese saco de hueas. No deberías estar acá, dijo.

Inhalé.

Juan no había molido bien la coca.

La nariz me ardió. Había granos.

La cabeza me explotó. Me sentí extraño. Algo se alojó en mi nuca. Me sentí claro. Cualquier asomo de borrachera desapareció.

Nadie debería estar acá.

Le dije gracias.

Me sentí lúcido. Una lucidez química. Una lucidez instantánea.

La música cambió.

Éxitos de los ochenta. Un medley.

Ana se acercó a Juan. Le dijo algo al oído. Juan le pasó la bolsa. Juan cerró los ojos. Juan se fue. Ana se fue. Me quedé solo en la cocina. Tomé un hielo.

Lo masqué.

Tenía la mandíbula dura. Mis dientes necesitaban destruir algo.

Destruí el hielo.

Sus esquirlas se clavaron en mi lengua. Las esquirlas desaparecieron.

Respiré hondo. Algo se arrastró en el fondo de la garganta. Abrí los ojos.

Dejé que entrara más luz. No había más luz.

Salí al patio.

Me encontré con Juan. Juan fumaba. Miraba el cielo.

No había luna.

Le pregunté qué esperábamos.

No me respondió. Siguió mirando hacia arriba.

En el patio había una banca. Ana se había sentado. Hablaba con una mujer

Me acerqué.

Ana me pasó una botella de cerveza Escudo. La cerveza estaba helada. El sabor amargo pasó. Tras la banca había un rosal. El rosal estaba iluminado. El foco de una casa vecina. El foco parecía doblar la luz. La luz venía de un costado. No había rosas. Los palos estaban secos. Las espinas estaban mochas.

Una lagartija se movió entre los rosales. La lagartija buscó el calor. El calor no existía.

Ana se fue. Me dejó la cerveza.

La mujer se quedó sola. Me senté a su lado.

Le pasé la cerveza.

Desde una de las ventanas vi algo moverse. Bocas detenidas en un gesto. Las sombras eran cuerpos deshechos. Piel evaporada.

Entonces la mujer me dijo su nombre.

No lo retuve.

* * *

Se puso a hablar.

Dijo que estudió arquitectura un año.

No aprendí nada. Mucha poesía. Mucha mierda. Mucho huevón diciendo que eran amigos de ese director. El que vive en Francia. El guatón. Pendejos. Me enamoré. Todo se rompió. Me fui al norte. A buscar algo. No lo encontré. No volví a mi casa. Mi casa era la casa de mis papás. Me fui a vivir con unos amigos al cerro Placeres. La casa tenía vista al mar. Mi pieza tenía un poco de esa vista. Pasaron cosas. Nada que te deba contar. La casa estaba llena de ratas. Trajimos un gato. Las ratas no se fueron. El gato escapó un día. Vivía con miedo. Había un fantasma. ¿Has visto fantasmas? Yo sí. Esa casa estaba llena. Los fantasmas eran amigos de las ratas. Me enamoré de un compañero de casa. Él tenía polola. No fue nada serio. Fue serio. Dormíamos juntos. Escuchábamos a los ratones juntos. Él no era estudiante. Tenía treinta años. O cuarenta. Una noche tembló. Estábamos juntos. Nos despertamos. Se levantó. Se vistió. Dijo que la polola iba a venir a verlo. Estaba expectante. Ella era loca. Yo le tenía miedo. Pasó media hora. Ella no llegó. Se quedó de pie. La ventana estaba abierta. Él trabajaba en una librería. Tenía que trabajar al día siguiente. Era el 87. El 88. Años malos. Me dijo que me levantara. Tenía los ojos rojos. Quería mostrarme algo. Lo hice. Llevaba puesta una polera suya. Me dijo que mirara por la ventana. Se veía Viña. Miré. No vi nada. Muros. Casas. La calle. Luces lejanas. Los cerros. La ciudad está viva, dijo. La ciudad es una criatura viva. La ciudad respira. La ciudad es un animal. Los indígenas lo sabían. Me lo contó un poeta. El poeta estuvo en la cárcel. El poeta mascaba vidrio molido. Hacía espiritismo. Hay algo vivo abajo de Viña, me dijo. Es un animal. No es un animal. Está aquí de antes. Quedó botado. Quedó solo. Todos sus amigos viajaron a las estrellas. Sus amigos devoraron a las estrellas. Se alimentaron de soles. Hicieron sus nidos sobre agujeros negros. Volvieron a la nada. Salvo él. Él no viajó. Se quedó. No pudo viajar. Algo malo. Era un animal marino gigante. Un animal marino muerto. Murió en Viña. Abajo. Valparaíso no. El puerto es pura roca. Nada puede crecer ahí. Los indígenas lo veneraban. Su cuerpo era del tamaño de la bahía. Había vivido varios miles de años. Había comido restos de dioses que caían del cielo. Había mascado pedazos de estrellas. Un día dejó de respirar. Se acostó sobre el mar. El mar no lo pudo tapar. Sobre sus restos creció la bahía. Todos lo olvidaron. Menos ellos. Los indígenas. Se encomendaron a su nombre. Su nombre era impronunciable. Su nombre era la sombra de una palabra. El eco de un eco. Un pulso nervioso rezagado. Le regalaron a sus hijos. A sus mujeres. Trataron de dibujarlo sobre sus cuerpos. Lo convirtieron en un rumor. El rumor creció generación tras generación. Un murmullo que iba de padres a hijos. De hijos a nietos. Un cuento nocturno. Un cuento de terror. Sobre el animal negro. Sobre los huesos enterrados bajo las arenas. Esos huesos podían ser vistos bajo el mar. Los mariscadores se encontraban con ellos. La visión duraba un segundo. El cráneo convertido en una catedral submarina. Los tentáculos hechos roca. El único ojo vuelto coral negro. En las cuencas vacías corría agua turbia. Eso dijo mi amigo. Eso dijo mi amante. Miraba el pedazo de bahía que se veía por mi ventana. Había temblado fuerte. El poeta lo dijo. Sale en los libros. Está documentado. Los ritos funerarios duraban tres días. Los deudos lloraban y se hacían heridas sobre el pecho y las piernas. Lloraban y gritaban al lado del muerto. Luego de esos días subían el cuerpo a una balsa. Lo devolvían al mar. Alguien le prendía fuego. Eso sucedía a la medianoche. Esperaban que volviera. Esperaba que la criatura les hablara. Que el muerto dijese qué le había contado el dios bajo el mar. El muerto nunca volvía. El cuerpo ascendía a las estrellas. El cuerpo se volvía humo. Las estrellas estaban hechas de ese humo. Las estrellas eran ese humo. Eso creían. Eso quedó en su memoria. Se arrastró por generaciones. Por siglos. Una bacteria dentro de una célula. Una célula dentro de otra célula. La memoria es un virus. La criatura dormida bajo el mar. El dios sin forma. Los sacrificios. Cuando las familias de clase alta se mudaron de Valparaíso a Viña, seguía ahí. Las familias invadieron los fundos. Las familias cambiaron la ciudad. Viña se volvió Viña. La criatura siguió dormida abajo. Algunos niños empezaron a soñar con ella. Un recuerdo sin forma. Un miedo sin nombre. Algo que les despertaba de noche. Empezaron a hablar de ella. Descubrieron que no soñaban con ella. Soñaban lo que ella soñaba. Sus sueños atravesaban la tierra. Sus sueños se elevaban al cielo. Abrían brazos que no eran brazos. Tocaban el borde de la noche. Los niños se encontraron en los patios de los colegios. Hablaron. Compartieron las pesadillas. Los sueños de la criatura. Los abismos. Lo que miraba su ojo muerto. Los rostros de los peces sin nombre. La carne que cubría los edificios. Las puertas de coral que se comían las casas. Las voces que hablaban sin palabras. Las lenguas invisibles. Las almas de los muertos que iban al mar. El aliento de los cuerpos celestes. Algunos niños contaron esto en sus diarios. Los diarios eran cuadernos escolares. Escribieron sobre las pesadillas compartidas. Escribieron con letra temblorosa. Escribieron para exorcizar sus sueños. Para sacárselos de encima. Algunos se volvieron locos. Se arrojaron desde sus habitaciones. Rompieron los vidrios con las manos. Huyeron a los cerros. Se subieron a los árboles. Uno de ellos se perdió en Europa. En una guerra. No importa cuál. No sé cuál. Otro se fue a París. Los sueños atravesaron el mar. Los sueños lo atraparon. El niño no era niño. Anotó todo. Se encerró en una buhardilla. Dejó de comer. Escribió con sangre y mierda en las murallas. Miró por la ventana. Vio cadáveres sin cabeza. Vio hombres que no eran hombres. Vio fantasmas con ojos en el pecho. Escribió. La letra se deshizo. La letra dejó de tener sentido. La letra se transformó en el dibujo de la silueta de la criatura. Sus respiraciones estaban sincronizadas. Un hermano lo fue a buscar. Lo metió en una casa de locos. El manicomio quedaba cerca de Créteil. El hermano era siquiatra. El hermano anotó las pesadillas. Él no las tenía. Los sueños eran selectivos. No eran para todos. El hermano practicaba espiritismo. Llamó al animal. El animal no vino. Luego los niños se hicieron adultos. Los sueños los dejaron. El animal se olvidó de ellos. El hombre en la casa de locos de Créteil sanó. Volvió a Chile. Viña había crecido. Viña había cambiado. Se casó. Tuvo hijos. Se mudó a Santiago. Se perdió de vista. El animal dejó de soñar por décadas. Los niños se volvieron ancianos. Una noche volvieron a soñar. El sueño fue el mismo para todos. El sueño no era un sueño. El animal abrió los ojos en la oscuridad. Se movió. La tierra tembló. Los ancianos abrieron los ojos. Las marejadas atacaron la costa. Pasaron la noche en vela. Algunos estaban en Viña. Otros se habían ido. Decidieron juntarse. Se escribieron. Se ubicaron por teléfono. En Viña todos se conocen. Eran los setenta. La Unidad Popular. Se juntaron a cenar en un comedor reservado del Casino. Los víveres venían del mercado negro. Dejaron sillas vacías para los muertos. Les sirvieron platos a los muertos. Esperaron a los fantasmas. Los fantasmas no vinieron. Luego fueron a la playa. Apenas hablaron. Un puñado de ancianos silenciosos. Un puñado de ancianos con los ojos abiertos. Niños viejos. Una noche sin luna, dijo ella. Eran las dos de la mañana. Miraron el mar. Esperaron. Vieron las estrellas apagarse. El hombre de Créteil se puso a llorar. Su cabeza volvió a la buhardilla. Viña es el sueño del animal, dijo. Cerró los ojos. Miró a través de los párpados. La carne se volvió traslúcida. La mirada le atravesó su propia piel. Miró el horizonte. Abrió los ojos. Vio los fantasmas de los niños muertos. No había olas, dijo mi amigo. Los niños estaban vestidos con la ropa del pasado. Las ropas eran harapos. Las ropas se deshacían. Los jirones caían sobre el agua. La tela era ceniza. Se deshacía en contacto con el agua. Los niños tenían la piel rota. Tenían la piel llena de tierra. Los niños se dieron vuelta. No hicieron ningún gesto. No se despidieron. Los niños caminaron sobre el agua. La noche negra. Los niños fantasmas avanzaron por el mar. El cielo se apagó. Los niños se desvanecieron. Una mujer los vio hundirse en el agua. Había estado en el cumpleaños de uno de los niños fantasmas. Un baile iluminado por el aleteo de mil luciérnagas. La mujer recordó la fiesta. La mujer lo llamó. Dijo su nombre. El niño no respondió. El agua se los tragó. El animal no habló más. Dejó de soñar. Dejaron de verlos. Nadie habló. Decidieron irse. Varios de ellos donaron sus libros a la biblioteca de Viña. Los diarios venían ahí. La biblioteca tiene un Rodin en la entrada. El Rodin no es un Rodin. Es un boceto de una escultura que nunca existió. Encontré los diarios en esa biblioteca. Me mandó el poeta. Estaban en unas cajas, me dijo él. Los leí. Tomé notas. Estaban llenos de humedad. Olían a moho. El moho formaba manchas. Las manchas parecían ciudades. Ciudades dentro de ciudades. Busqué que pasó con esos niños. Todos murieron. Todos se fueron de Viña. Uno estaba vivo. Le golpeé la puerta. Esperé una mañana. No salió. No quiso verme. Le dije a una nieta por qué venía. No quiso atenderme. No me quiso decir nada. Transcribí los diarios. Desentrañé la letra torcida. Pensé que todo era una mentira. La historia del animal estaba en una tesis sobre los indígenas locales. Crucé datos. El animal está vivo. Creo que no lo veremos nunca, me dijo él. Caminamos sobre él. Ahora hay niños que sueñan con lo que él sueña. Esas visiones. Esas pesadillas. Esas sombras. Esa lengua que no es lengua, me dijo él. Yo lo miré, dijo ella. Me gustaba pero no lo entendía. Estaba lejos. Él. Yo. Lo que me decía. Eran las dos de la mañana. Escucha, dijo. Cierra los ojos. Trata de registrar el murmullo de las olas. Las olas existen lejos. Su sonido cruza el aire. Trata de atrapar el ruido de la ciudad. Es el esqueleto del ruido de la ciudad. Yo lo hago. Trato de escuchar. Pienso en el animal. En la letra de los diarios de los niños. En los sueños. Quiero que me lleguen, dijo él. No le dije nada. Cerré lo ojos. Escuché. No vino nada. No oí nada. No vino el mar. No vino el rumor de las olas. No vino la respiración del animal. Un auto pasó a lo lejos. Nada más. Él me besó y se fue. No nos acostamos. Después dejó la casa. Después no hubo casa. Las cosas se dieron vuelta rápidamente.

Ahora estoy acá, dijo ella. Le pasé la cerveza.

La fiesta seguía más allá.

Ella me preguntó quién era. Le dije una mentira. Ella supo que era una mentira.

Se me acercó.

No eres de acá, dijo.

No. No soy de acá. Tuve mala suerte y estoy acá. No me puedo ir.

Yo tampoco, dijo ella. También tuve mala suerte.

* * *

Vi las luces de colores en la casa. Las sombras se proyectaron en las ventanas.

Bebí un trago de cerveza. Estaba agria. Estaba más tibia. El efecto de la coca se desvaneció.

Me dieron ganas de orinar.

Ella apoyó su cabeza en mi hombro. Pasó un minuto. O dos. O tres. Me sentí cómodo.

Ella cerró los ojos. Esperó.

Traté de no moverme. Escuché su respiración.

Traté de sincronizarla con la mía. No pude.

Pasó otro minuto.

Alguien gritó adentro. Una pareja salió al patio. Se sentaron en otra banca.

No miré.

Le acaricié la cabeza. Creí despertarla.

Abrió los ojos.

Voy a entrar. Acompáñame, dijo.

No estaba dormida.

A veces pienso en él, dijo. Me da pena. Me gustaba. Lo echo de menos. Un poco. Mucho. No sé, dijo.

Atravesamos el jardín. Miré el cielo.

Esa noche no había luna. Vi la luna. Estaba siendo tragada. Huía al fondo del espacio. Un punto de luz desvaneciéndose.

Pisé vidrios rotos. Pisé tierra muerta. Caminé sobre papel picado. Caminé sobre barro. Una brisa seca me pegó en el rostro.

Volvimos a la fiesta. Cruzamos un pasillo.

Ana hablaba con Juan. Ana me vio con la mujer.

Juan miraba a Ana.

El Chino estaba sentado en un sillón. Tenía la cabeza tomada con las manos. Se tapaba los oídos. Tenía la boca abierta.

No me importó.

Llegamos al baño.

Entré. Ella entró conmigo.

El baño era chico. El baño quedaba bajo la escalera que subía al segundo piso.

Oriné. Ella se arregló la cara frente al espejo. Ella cantaba mientras se maquillaba. Terminé de orinar.

Tiré la cadena. Me subí el cierre. Me di vuelta.

La miré maquillarse.

El espejo estaba lleno de manchas de agua. Escuché la canción.

La canción hablaba de una mujer que iba a una fiesta. De su ropa. La fiesta era al día siguiente. La mujer era pobre. Llevaba un vestido hecho a mano. Cosido por ella misma. Iba a llorar tras una puerta. El vestido se iba a destruir. Iba a quedar hecho pedazos cuando llegara la medianoche. Llegaría el sol. Llegaría el lunes. El sol era el enemigo. El lunes era el enemigo. Alguna vez había sido una niña.

Ahora no era nada.

Cantaba en voz baja.

Su voz era dulce.

A veces no entendía lo que decía.

En el espejo miré sus labios moverse. La canción desapareció dentro de ella. Se perdió.

No volvió más.

La música de la fiesta se coló por la puerta. Ella sacó un papelillo con coca.

Se metió dos puntas en la nariz con la uña. Me ofreció. Siguió moviendo la boca.

Se limpió la nariz. Siguió cantando.

Jalé.

Dos puntas más.

La lucidez volvió. La claridad alojada en la nuca.

Ella se dio vuelta y me besó. La besé de vuelta.

Le dije gracias.

La coca me excitó. La coca la excitó a ella. Le toqué el pecho. Le pasé la mano sobre el sostén. Me bajó el cierre. Metió la mano. Me masturbó unos segundos. Le bajé los jeans. No hablamos. La acaricié. Me apretó el pene. Me pidió al oído que la penetrara. Se sentó sobre el lavatorio.

La música de fiesta se coló por la pequeña ventana. Me pregunté de dónde venía la música. Le dije que no tenía condón. Me dijo que no importaba. Bajó la mano y me guio. Entré en ella. Ella gimió. Me mordió la oreja. Le mordí la boca. Le sangró el labio. Mucho. Algo se le rompió tras el paladar. Sentí el sabor de la sangre. Traté de ir más adentro. Ella era suave y cálida.

Olvidé mi nombre. Olvidé mi casa. Olvidé qué hacía ahí.

Ella puso su mano en mi nuca. Se me erizó el pelo. Aguanté. Traté de aguantar. Me sacudí dentro. Me volví un espasmo. Bajé mi mano. Le toqué el pubis. Ella se tiró hacia atrás. Vi su espalda en el espejo. Vi su cara. Mi cara no era mi cara.

Pensé que iba a caerse. El espejo estaba hecho de agua. Íbamos a atravesarlo. Íbamos a caer hacia el otro lado. No sabía qué había al otro lado.

De allí venía la canción que ella cantaba.

La canción sobre la fiesta.

La escuché murmurar la letra.

No la entendí. Ella suspiró. Ella devoró su propio suspiro. Aceleré. Ella me pidió que lo hiciera. Más rápido. Dame más fuerte. Suspiró de nuevo. La cartera cayó al suelo.

Golpearon la puerta del baño.

Los golpes fueron suaves. Luego cesaron.

Sentí que iba a acabar. Se lo dije. Aguanta, dijo. Aguanté. Un poco. Un minuto más. Hundí mi cara en su cuello. Olí el perfume. El perfume estaba mezclado con sudor. Algo explotó en mi pierna. La mordida. Los agujeros. La sangre. El murmullo. Ella flexionó un músculo interior. Me atrapó.

Aguanta, repitió.

Escuché voces afuera. Las voces venían de la pequeña ventana. Las voces venían del patio. Cerré los ojos. Me fui de ahí. Aguanté. Un minuto más. Aceleré. Acaba adentro, dijo.

Ella me abrazó más fuerte.

No importa. No pasa nada.

Me moví en espasmos.

Miré los espasmos en el espejo.

Los cuerpos falsos del otro lado. Las manchas de agua sobre la superficie.

Ella me alejó. Me puso las manos en los hombros. Me tiró hacia atrás.

Tocaron la puerta de nuevo. Sentí cansancio en las rodillas. Un dolor sordo apareció en mis muslos.

Ella se limpió. Se subió el pantalón. Se mojó la cara. Me limpié. El papel me raspó la punta del pene. Me subí el pantalón. Me abroché el cinturón. El cinturón era de una feria artesanal.

Tocaron la puerta de nuevo. Más fuerte. Alguien suplicó.

Anda a mear al patio, gritó ella.

Traté de recordar su nombre.

Ella sacó la cocaína de nuevo.

Dos puntas más. Una en cada agujero de la nariz. Me besó en la mejilla. Me dijo que esperara un minuto.

Ella salió. Esperé un minuto.

Traté de recordar la canción. La melodía no vino. Su nombre no vino. La melodía era inasible.

Me miré al espejo. Las manchas de agua me distorsionaron la cara.

Yo no era yo.

Yo no estaba ahí.

Otro estaba ahí.

Pensé en las tumbas fluorescentes del Belloto.

Pensé en los perros de don Willy. Esos pequineses mutantes. Esos perros enanos. Esos perros ciegos.

El olor de ella volvió. Un relámpago. Una esquirla.

El sabor de su sangre en mi boca. Salí del baño. Mi imagen quedó congelada en el espejo. Mi alma se quedó al otro lado.

Volví a la fiesta.

El Chino seguía sentado. Ana bailaba con el amigo de Juan. Juan hablaba con una mujer.

El auto estaba afuera.

La música era una mierda.

Me senté al lado del Chino.

La busqué en la fiesta.

No sabía cómo se llamaba.

Hablaba con un hombre. El hombre era flaco. El hombre la besó en una mejilla. Ella lo tomó de la mano. Sentí una puntada. La puntada se desvaneció.

El Chino me preguntó dónde estaba.

Le dije que en el patio.

El Chino me dijo que se quería ir. El Chino no era mi amigo. Yo no sabía quién era. El Chino no era nadie.

Ana se nos acercó. Traía al amigo de Juan de la mano.

El gordo sacó un pito. Ana mascó un trozo frío de pizza. Fumamos.

El Chino dejó de hablar. El Chino era un alma en pena.

Algo quedó dentro del espejo. Me llamó de vuelta. Deseé romper el espejo.

Yo era un fantasma.

La marihuana me pegó.

La coca aumentó el efecto de la hierba. Mi cuerpo se volvió una caja de resonancia. Mi cuerpo explotó hacia dentro.

Ana se acercó. Me dijo al oído que tuviera cuidado. Dijo que era marihuana especial. Dijo que era tóxica. Que era muy fuerte.

Esa marihuana mataba a los conejos que se la comían. La plantación quedaba en Los Andes. La plantación estaba llena de cuerpos de conejo. Los que los plantaban los dejaban ahí.

El alma de los conejos muertos impregnaba la hierba. Fumar marihuana era aspirar el alma de los conejos muertos.

Ana se rio después de eso. El amigo de Juan también.

La marihuana me pegó.

Ana mascó un trozo de pizza.

El Chino se echó hacia atrás. Me concentré en la música. Traté de quedarme quieto. Me sentí mareado.

El amigo de Juan dijo: salimos en cinco minutos. Ustedes nos siguen en el Lada.

El Chino asintió.

Queda poco, dijo. Luego pueden irse.

El Chino sonrió.

Ana y el amigo de Juan se pusieron a bailar.

Otra banda de mierda. Otra banda que detestaba. Nunca podríamos dejar la década del ochenta. Las canciones seguirían ahí. Un patio de juegos. Una habitación con trofeos. Una infancia que se negaba a irse.

Me concentré en las luces de colores.

Me concentré en el movimiento del mundo. Busqué pautas. Traté de establecer un sistema. Un modo. Un método que ordenara el tiempo.

Una teoría del todo.

Algo que hilara los pequeños detalles.

Conexiones dibujadas en el aire.

Los vasos plásticos. Los tatuajes falsos de las luces de colores. Los sueños que habían dejado de venir. Los muebles sobre los que se posaban las luces de colores. Los huesos de los conejos muertos. Los fantasmas que caminaban sobre el agua. Las manchas en el espejo. La pizza fría. La buhardilla de París. El sillón raído donde estaba sentado el Chino. El latido de la sangre en mi sexo. El hielo deshecho. El eco de la sangre de la muchacha en mis labios. El animal que dormía bajo la ciudad. El alma de los conejos muertos.

Pensé en eso.

Los hilos que unían todo. Hilos delgados. Hilos de luz negra. Hilos de rumores. Hilos como flechas. Hilos de cicatrices.

Traté de ordenarme. De despejar la cabeza.

Me paré. Fui a la cocina. Atravesé la pista de baile. Crucé el ruido y la fiesta. Tomé un vaso plástico. Lo llené con agua y hielo. Me lo tomé. Tomé otro.

El último baile terminó.

Llegó el Chino.

Tenemos que irnos. Nos esperan afuera, dijo. Lo miré. Traté de decir algo.

Atravesamos el jardín. Me tropecé en la vereda. Casi me caí. Miré la casa por última vez. Me pareció más pequeña. Me pareció que se había hundido en el suelo.

Juan, Ana y el gordo se subieron a su auto.

Nos metimos en el Lada.

Me puse el cinturón de seguridad. Me quedó suelto. Estaba raído. Estaba lleno de manchas.

Bajé el vidrio de la ventana.

El Chino partió. Apoyé la cabeza. El aire me refrescó.

¿Adónde vamos?, pregunté.

No sé, dijo el Chino.

Cerré los ojos. Dejé que me pegara el viento.

* * *

Puso la radio. El auto se sacudió.

Eran las cuatro y media de la mañana.

Escuché la bolsa con las armas agitarse atrás. Éramos eso. Un auto que avanzaba en llamas.

Un pedazo de fuego cruzando la noche.

El aire me despejó un poco. Pensé con claridad.

Miré hacia afuera. Subimos un cerro. Llegamos a Santa Inés. Sentí la piel helada. Capté pedazos del camino. No me importó la ruta.

Viña comenzó a verse pequeña. Una planicie de luces. El mar. La ciudad era mínima. Todo cabía en una sola mirada. El Chino no hablaba. Manejaba crispado. Preocupado de las curvas. El auto de adelante aceleraba. Juan se perdía por segundos. Desaparecía.

Ana iba sentada atrás. Vi su cuello. Vi la melena sacudirse. Los hombros. Vi cómo fumaba. Me concentré en ella. En los gestos. Volví. Me incorporé. Me dolían las piernas. Los muslos. Un dolor sordo. Cansancio. Piel que extrañaba más piel. Sentí el último destello del perfume de la muchacha. Dónde estaría ahora. Con quién. No supe decir.

El Chino me preguntó si estaba mejor. Sí. Un poco.

Miré las casas.

Eran viejas.

El cerro era viejo.

Había un cementerio cerca. El cementerio no se veía. Habían enterrado a Allende ahí. Había leído eso. Alguna revista traía una foto. La tumba de otro. Marmaduke Grove. Un revolucionario. Un militar. Los huesos de Allende en la tumba prestada. La tumba del piloto de un avión rojo. Mi abuelo hablaba de eso. Del avión rojo. Le habían contado. Tal vez no era mi abuelo. Tal vez era un tío el que hablaba. O un tío-abuelo. Eso sabía. Ese susurro. Se habían llevado los restos hace un par de años. Todo estaba bien ahora. La tumba había vuelto a su dueño.

Entonces nos alejamos del cementerio.

Doblamos. El camino contrario. El camino reverso. Entramos en una población.

Pasamos al lado de una plaza.

Los árboles de la plaza estaban muertos. Los árboles de la plaza eran alambres. Alambres negros. Ramas vacías. Líneas dibujadas sin destino.

En un cable había unas zapatillas amarradas. Las zapatillas estaban sucias. Estaban viejas. Llevaban un buen tiempo a la intemperie. El plástico se había descascarado. Las suelas estaban abiertas.

Había unos perros en la plaza.

Creí ver otro fantasma.

No duró mucho. Una sombra que desapareció al instante.

El fantasma era opaco.

El Chino también lo vio. Miró en la misma dirección.

Doblamos en la plaza.

Nos internamos. Casas bajas. Casas sin jardín. Casas antiguas.

La ciudad comenzó a verse más lejos.

Viña se volvió una alucinación. Viña se volvió una fantasía. Viña era algo que existía más abajo. Viña era algo que iba a desaparecer. El mar iba a devorar Viña.

El animal iba a despertar.

No estaba muerto.

Dormía. Los fantasmas de la ciudad se hundían en el suelo. Los fantasmas de la ciudad eran sus sueños. Los fantasmas de la ciudad viajaban de vuelta a su cabeza. Todos los fantasmas viajaban de vuelta a casa.

Entonces el auto de Juan se detuvo. Un hombre que estaba en la plaza se acercó.

Juan se bajó.

Los otros se quedaron dentro.

El Chino detuvo el auto.

Conozco a ese huevón. Lo ubico. Es amigo de un amigo, dijo.

Juan conversó un minuto con él. No supimos qué se dijeron.

Un auto pasó.

El hombre le dio la mano y se fue.

Juan se acercó a nosotros.

Queda poco. Nos vamos a Sausalito. Vamos a la laguna, dijo.

Juan volvió a su auto.

Ana se bajó. Abrió la puerta del Lada. Se sentó atrás.

El Chino prendió el motor. Me sentí mejor.

Dimos la vuelta a la plaza.

Creí ver algo entre los árboles. Una brisa sacudió los zapatos en el cable. Un perro se lanzó contra las ruedas. El perro rozaba el auto. Pensé que íbamos a atropellar al perro.

Queda poco, dijo Ana. Ustedes se mantienen quietos. Ustedes esperan. No va a pasar nada. Las personas que esperamos llegan y se van. Vienen por lo suyo, dijo Ana.

Hizo un gesto. Indicó el maletero con el pulgar.

Eso ya no le sirve a nadie. Nos sirve a nosotros. Lo cambiamos por algo. Hacemos amigos, dice Ana. Arreglamos cosas. El Juan quiere estar en buena con ellos. Y con su amigo. Y con el amigo de su amigo. Al que vieron en la playa, dijo Ana.

Antes ellos mandaban en Viña. Ellos eran los dueños. Ya no. Ya no tanto. Están estos cabros, dijo Ana. Son de Santiago. Llegaron hace dos años. Controlan todo. Las poblaciones. Los cerros. La calle Valparaíso. Son amigos de alguien. Tienen santos en la corte. Nadie va tras ellos. Llegaron primero a Gómez Carreño. Después se corrieron a Santa Julia. Se metieron en Reñaca Alto. Están en Santa Inés. No tienen respeto, dijo Ana. Le arrancaron la piel del brazo a un trabajador. Le cortaron una oreja a otro. No tienen domicilio. Sabemos quiénes son. Tienen otra lógica. El Juan no la entiende. No entiende nada. Esta ya no es su ciudad. Esta ya no es mi ciudad, dijo Ana. Hay una guerra. Viña no es el mar. Viña son los cerros. Los cerros son invisibles. Todos los olvidan. Todos se los saltan. Los cerros están llenos de caminos invisibles. La verdadera ciudad está acá. La guerra no es una guerra. No está declarada. Nadie quiere hacerlo. Nadie quiere decir nada. Nosotros tenemos nuestra parte del mapa. Nuestro feudo. Lo tenemos hace tiempo. Lo negociamos. Hicimos acuerdos. Ellos quieren todo. No respetan los acuerdos. Nosotros queremos enseñarles cómo se hacen las cosas. Hay facciones. Las facciones tienen otras facciones. Nadie sabe para quién trabaja. El Juan y el gordo sí. Ya ha sucedido antes. Fue hace años. Ellos se salieron de su trabajo. Se dedicaron a esto. Fue duro. El gordo tiene cicatrices. Marcas. Algo pasó. Lo atacaron. Casi lo mataron. Fue a parar a una clínica clandestina. La clínica quedaba en Forestal. Una casa arriba de la Quinta Vergara. Cerca de los bosques. El gordo sobrevivió. Volvió del país de los muertos. Estuvo en coma. Atravesó un túnel de luz. Se recuperó. Le quedaron cicatrices. No lo habían rematado. El Juan lo encontró en la calle. El Juan era más joven. El gordo era más joven. Otra contextura. Otras vidas. Golpearon de vuelta. Nunca contaron qué hicieron. Nadie lo dice en voz alta. Solo susurros. Solo alusiones. La verdad es un sobreentendido. La verdad no se dice. Todo pasó en una noche. Yo no los conocía. Yo estaba en otro lado. Hubo un incendio. Aparecieron varios cuerpos en el estero. Los cuerpos no tenían dedos. No tenían pelo. No tenían ojos. El Juan y el gordo se hicieron famosos. Respetados. La guerra se volvió paz. Una tregua. Los enemigos invisibles se quedaron quietos. Todos entendieron su lugar. Todos recibieron la plata que querían. Todos fueron felices. El sobrino los quiere. Los respeta. Hacen cosas por él. Yo los conocí así. Me quedé con ellos. Son mis amigos. Tiene el cuerpo lleno de marcas. Las marcas son un recordatorio. Nunca ha dicho quién fue. Quién le hizo eso. Ya no importa. Ya no es tema. Las marcas vienen de otro país. Vienen del reino de los muertos. Las cicatrices provienen de la tierra de las sombras. Es lo que quedó del túnel de luz. Lo que se trajo. Ahora todo ha cambiado. Ellos creen que es como antes. No lo es. Están viejos. Confiados. Se los dije. No me escuchan. No escuchan a nadie. Quieren quedar bien con el sobrino. Pero nada es como era. No hay paz. Algo viene. Algo da vueltas sobre nosotros. El de la oreja cortada trabajaba para el amigo de Juan. Era un viejito. Contaba historias. Mantuvo la paz. La oreja cortada la pusieron en la reja de un jardín infantil, dijo Ana.

En Viña ya nadie conoce a nadie.

Cerré el puño.

Esperé que el Chino frenara.

Traté de detener el tiempo.

No pude.

Ana le pegó en la cabeza al Chino.

El Chino gritó. Me miró. Este sonó pistola. No tenemos margen para huevones pillos. No perdonamos como antes. No podemos. Ustedes no pueden ver la guerra. Nadie ve la guerra. La guerra es invisible. Todo es confuso. No sabemos quién está con el Juan y con el gordo. No sabemos nada. Yo no sé nada. Yo los acompaño. Mi vida está en el limbo. Mi vida está en suspenso. Quiero irme de aquí. Todos quieren irse de aquí. Todos quieren otra vida, dice Ana. Dejaron otro cuerpo tirado en una de las casas de Juan. En Chorrillos. Cerca de la estación del tren. Baleado. Querían negociar. Nos ofrecieron esta salida. Las armas son un presente. Son decididos. El empuje de la juventud. El empuje del chileno. La edad. La democracia. La negociación. Hablaron hace una semana. En el Samoiedo. Se sentaron y hablaron. Llegaron a esto. Un pacto de caballeros. El amigo de Juan habló con su amigo. Aceptaron. Tiempo ganado, dice Ana. Por eso lo de ahora. Otro trámite. Un gesto de buena voluntad, dijo Ana.

El Chino aceleró. Prendió la radio. No sonó nada. Estática.

Más estática. Hurgué en el dial.

Antes teníamos fuerza. Ahora el Juan prefiere negociar. La ciudad es grande. La ciudad da para todos. Ellos no lo creen. Piden gestos de buena voluntad.

Las armas son el gesto. Ellos nos van a dar algo. Eso es todo. Pasando y pasando, dijo Ana.

Dejé de mirar afuera.

Nada.

El Chino tomó mal una curva.

Me mareé. Traté de sintonizar algo.

Deja la radio en paz, dijo Ana.

No la apagué.

La estática siguió ahí.

El Chino trató de apagarla.

Déjala, dije.

Subí el volumen.

El murmullo invadió el aire.

Ahora miro el televisor. El mismo zumbido. El brillo muerto. Los movimientos de la nada.

El murmullo se cortaba a veces. Un pedazo de una canción. La música de un comercial. Luego el murmullo. Una tela rasgándose en otra dimensión. El sonido de la piel del éter.

El eco de otro mundo. Un aire que no es aire. El color que no es color.

Ana cerró los ojos. Los tres escuchamos el murmullo de la estática.

La nada nos escuchó de vuelta.

Entonces empezamos a bajar.

* * *

Una curva.

Un bosque.

La laguna negra. Sauces. Agua verde. Muerta. Un pantano. Otra curva. Rodeamos la piscina. El auto de Juan se detuvo. Ana bostezó. El Chino frenó de repente. Un pequeño claro. Un camino de tierra. Sauces. Las ramas dobladas sobre el agua. El estadio Sausalito más allá.

Olor a bosta de caballo.

Olor a meado.

Aire pesado. Un rocío falso y pútrido.

Ana dijo que cerca de ahí quedaban las cocheras.

Llegamos a un pequeño claro, cerca del agua.

El Chino estacionó detrás de Juan.

Me bajé del auto. Ana dijo que ahí guardaban las victorias. Las victorias eran los coches turísticos de Viña. Ahí estaban los establos. Ahí dormían los caballos.

No había nada.

Juan y su amigo se bajaron. Acá es, dijo Juan.

Miró la hora.

Falta un poco.

Media hora. Aún estaba oscuro.

El gordo sacó una cerveza.

Tuve un tirón en la pierna. Miré el pantalón. Estaba roto. Recordé la mordida. El veneno. Esperé un latido. Me levanté el pantalón. Revisé la herida. Me ardió. La piel estaba hinchada. El pantalón tenía sangre. La sangre estaba mezclada con tierra. El ardor desapareció. Me sentí más liviano. Algo abandonó mi cuerpo. Miré más allá. Nada se movió sobre el agua.

Juan me pasó una cerveza.

Prendió las luces delanteras de su auto. El gordo miró el maletero de nuevo. Revisó el bolso. Sacó un fusil. Lo levantó. Le tomó el peso. Lo inspeccionó. Pasó los dedos por el cargador. Chequeó que no hubiera una bala. Jugó con el gatillo. Quitó el seguro. Algo estaba trabado. Le dijo algo a Juan. No escuché. Juan sonrió.

Don Willy tenía razón, dijo.

Bebí un trago de cerveza. Estaba tibia. Hacía calor. El aire estaba húmedo.

El gordo se acercó al borde del agua. Algo se movió. Algo se hundió. Burbujas. Un objeto cayó en el légamo. La humedad me agobió. Le pasé la lata de cerveza al Chino.

Me pregunté cuánto quedaba.

El mundo de hace seis horas era un pasado lejano. El gordo lanzó una piedra sobre el agua. La piedra dio varios saltos. La piedra brilló en la oscuridad. El brillo se desvaneció.

La piedra se hundió en el agua.

Ana abrazó al gordo. Le pasó la mano por la cabeza. Juan prendió un cigarro.

Sentí de nuevo el zumbido de la estática. El murmullo venía del agua.

El amigo de Juan miró el agua. El agua estaba quieta. El agua estaba oscura. El estadio estaba vacío.

Se escuchó un graznido. Una bandada de pájaros pequeños cruzó el cielo.

Empezó a clarear.

Sentí algo de frío.

Algo se movió en el agua. Peces desconocidos. Peces sin rostro. Piel fundida con el pantano. Burbujas.

El amigo de Juan abrió los ojos. Las cicatrices en su cabeza brillaron. La luz no vino de ninguna parte. La luz vino del interior de su cuerpo.

No era luz. Era otra cosa. No supe qué era.

No nos miró al hablar.

El Chino tenía los ojos cerrados. Juan jugaba con un cigarrillo. Ana buscaba algo entre los árboles. El gordo habló.

El hombre de las cicatrices habló.

Las cicatrices se movieron en su cabeza. Las cicatrices eran bocas cerradas.

Bocas cosidas sobre la piel del cráneo.

Yo sé de historia, dijo.

Estudié historia. Estudio historia. Es mi hobby. Compro libros. Tengo tres mil libros. Me los piden profesores de la universidad. Los consultan. Me hacen preguntas. Yo contesto. Sé mucho. Hablo poco. Ahora me acordé de algo. No sé por qué. Una cosa chica. Se las voy a contar. Me caen bien. Todos ustedes. Los árboles. La luna. Algo en el aire.

La historia transcurre a fines del siglo XVIII.

Transcurre en Francia. Transcurre acá. En Chile.

La leí en un libro. El libro lo compré en la feria de la avenida Argentina. No recuerdo cómo se llamaba. Lo leí pero lo olvidé.

Comienza en la Revolución francesa.

Tenemos unos minutos.

Antes de que amanezca.

Antes de que lleguen.

Todo le pasa al rey de Francia.

La primera parte es conocida. Está la toma de La Bastilla. Está el triunfo del pueblo. Los reyes son secuestrados. Son atrapados en un gobierno provisional. Luis XVI es rey y no es rey. No tiene poder. Es un fantoche. No tiene nada. El pueblo odia a su mujer. Odia sus jardines. Odia a sus hijos. Odia a los perros de sus hijos. El rey tiene miedo. La corte tiene miedo. Tienen claro el futuro. Los van a matar. Los van a matar a todos. Les cortarán la cabeza. Van a hacer que el mundo se olvide de ellos. Sus huesos no tendrán sepultura.

Sueña con fiestas llenas de muertos. Sueña con carnavales de máscaras rotas. Sueña con cementerios llenos de tierra arcillosa por la sangre.

Hace planes. Quiere escapar. Quiere irse. Dios se ha olvidado de él. Ya no es nada. Las cenas se suceden en silencio. El pánico tiene a todos mudos. El mundo estalla. Todo desaparece. El poder. El país. Las sombras de su nombre.

Planifica un escape. Ejecuta el plan. Huye con su familia. El plan es perfecto. Muchas cosas se mueven de modo simultáneo. Favores cobrados a desconocidos. Intereses extranjeros. Es su última oportunidad. Francia ya no es Francia. Francia es otra cosa. Entonces viajan. Atraviesan la noche. Todo sale bien. Avanzan dos días. Van disfrazados. Él, ella, los niños. Ya no son ellos. Ya no son nada. Cruzan el país. Entonces los detienen. Los atrapan.

Varennes.

Nadie los ayuda. Ni los amigos. Ni los soldados. Todos se dan vuelta. Todos se olvidan. Ellos son enemigos. Los devuelven. Toman a la familia.

Entonces algo pasa.

Lo agarran a él. Lo meten en otro carro. Mira por la ventana. Nadie le dice nada.

Otro hombre se pone al lado de María Antonieta. Ese hombre se le parece. Tiene su misma estatura. A lo lejos sus rostros son parecidos. Tiene puestas ropas suyas. Luis no entiende. El hombre se va con su esposa. La toma de la cintura. Ella no lo mira. Luis grita. Un hombre sube al carro. Le pega en la cabeza. Luis XVI se desmaya. La familia regresa a París. El otro hombre regresa con ellos.

No los ve irse.

Cae inconsciente. Cae en una pesadilla de habitaciones simétricas e infinitas. El carruaje está en marcha. Le han tapado la boca. Le han amarrado las manos detrás de la espalda. Corre la cortina con la cabeza. Un poco. Una pequeña línea de visión. Mira hacia afuera. No reconoce nada. El verano ha comenzado. El calor lo agobia. El calor lo trastorna. Grita. Golpea. El chofer no hace nada. El carruaje no se detiene. Cruzan pueblos. Ve a campesinos. Soldados. Casas de tejado derruido. Cercas de madera. Vacas. Ovejas. Gansos. Se ahoga. Respira a través de la mordaza. El carruaje avanza. Nadie se acerca. Se hace de noche. Se pregunta por los suyos. Qué hace ahí. Adónde lo llevan. Se mea encima. Duerme de nuevo. Sigue cayendo a través de las habitaciones de la pesadilla.

Lo despiertan. Ha anochecido.

Un hombre con la cara tapada se sube. Le dice que esté quieto. Que no haga nada. Que no se mueva. No reconoce la voz. Le quitan el esparadrapo que le tapa la boca. Luis trata de morder al hombre. Luis XVI ya no es Luis. Luis es el hambre. El odio. Luis es sus dientes. El hombre lo golpea en el estómago. Le pide calma. Luis ataca. Trata de morder. Lo golpea de nuevo. Luis queda inconsciente. Pasan unas horas. El carruaje sigue. Avanza hacia a algún lado. Se sacude. Gira.

Otro hombre sube. Le da agua. Le da pan. Luis masca el pan. Las migas se convierten en arena. Le sangran las encías. La arena le raspa el paladar. Escupe una saliva turbia. Duerme. Tiene el alma llena de bichos. Es arrastrado en sueños. La pesadilla tiene un tono azul. Los muros de las habitaciones interminables están hechos de sangre. La sangre es espesa. La sangre se evapora. Los muros son costras. Luis pierde la noción del tiempo. En medio de la noche lo levantan. Orina y caga. Le quitan la mordaza. Deja de hablar. Es un hombre de lana. Un cuerpo hueco. Un cuerpo relleno de paja. Un animal asustado. Todo queda demasiado lejos. Su identidad es la carne vacía. Se va. Se olvida de su propia fetidez. No queda nada dentro de él. Luis no está ahí. Luis se fue. El rey se esconde dentro del dolor. El rey se eleva. El rey desaparece. Deja un alma en pena. Está reducido a mierda y a miedo.

El carro sigue en marcha. Imagina que da vueltas en círculos. Entonces, comienza a olvidar. Lo alimentan con carne cocida y papas. Con cerveza sin espuma. No sabe cuánto tiempo lleva viajando. Una noche el carro se detiene. Alguien lo saca. No abre los ojos. Lo tiran al suelo. Le arrancan la ropa. Lo baldean con agua fría. Alguien le toma la cara. Le ponen una venda. Lo empujan. Las piernas le duelen. Le echan espuma en la cara. Lo afeitan. Le hacen cortes en las mejillas. Uno es profundo. Siente su cara sangrar. Algo salado le moja los labios. El aire lo refresca. Cae la sombra. Se seca con unos trapos.

Así es como acaba el mundo. Lo meten en una pieza. Abre los ojos. Amanece. Revisa la puerta. Busca en sus recuerdos. No hay nada. Su mente es puro presente. Escucha a unas gaviotas. Mira por la ventana. Está en un puerto. Aspira el aire marino. Le parece fresco. Espera. No pasa nada. Revisa la puerta de nuevo. Está cerrada. La ventana tiene barrotes. Los barrotes están oxidados. Mira el óxido. El óxido roe el hueso negro del metal. Se hunde en él. Forma una geografía. Un país imaginario. Pasa un largo rato mirando. El cuerpo le duele. Heridas. Golpes. Todo vuelve. El cuerpo recuerda. Tiene un corte sobre el labio. Tiene un corte en la mejilla. La quijada quebrada de los reinos perdidos. Se lo toca con los dedos. Pasa el tiempo. Duerme. Le da hambre. Se acerca a la puerta. Escucha voces. Las voces se alejan. Algo pasa en el pasillo. No sabe qué. Algo permanece. Aprende a comer lento. Controla su respiración. Controla el miedo. Entiende el español. Escucha a alguien gritar. Escucha pasos. Grita. Hablan en español. La cabeza le revienta. La certeza. La comida es pan duro. La sospecha. Mira el óxido. El barrote. El puerto. Los barcos irse y llegar. La lentitud del tiempo. No hablan en francés. No sabe cuánto tiempo pasa. Olvida todo. Pega el oído a la puerta. Puede decir unas palabras. Hablar algo. Nada más. Quiere olvidar todo. Recordar quién era. Se concentra en su cuerpo. Se da cuenta de que nunca sanará. Se da cuenta de que sana. Se pone nervioso. Tiene hambre. Tiene la boca seca. Come en pequeños bocados. Si no, vomita. Trata de dormirse. No puede. Luego lo consigue. El cuerpo es sabio. El cuerpo aprende una rutina. La rutina es puro dolor físico. Aprende a soportarla. Algunas veces grita en la oscuridad. Busca a su mujer. Busca a sus hijos. Agita las manos en el aire. Trata de alcanzar algo. Un día se abre la puerta.

Entran dos hombres, dice el gordo.

Reconoce a uno. El otro lleva una máscara. Lo ha visto de lejos. Una fiesta. Algún baile. Alguna reunión. No sabe su nombre. No sabe quién es. El hombre no se presenta.

Le debo un favor a alguien, dice. A mí me deben un favor. Usted está entremedio. Usted es el favor. No me diga nada. No hable siquiera. Usted ya no existe. Usted no existirá más. Otro hombre ocupa su lugar ahora. Otro hombre morirá por usted. Eso está pasando. Eso pasará. No podemos hacer nada. No queremos hacer nada. Pero yo debo algo. Usted es la deuda. Su vida. Su cuerpo físico. No su integridad. Ni su dignidad real. Usted es un hombre de paja ahora. Eso es todo. No pida explicaciones. No las hay. No las habrá, dice el hombre.

Él lo mira. El hombre tiene doble papada. Lleva un sombrero negro. Porta una pistola y una espada. La ropa es oscura. Cara. No lo recuerda del todo. Cree hacerlo. El hombre no es nadie. La memoria es una ola llena de desperdicios.

Usted se irá. A América, dice. Al sur. Al Río de la Plata. Es lo que puedo ofrecerle. Lo que puedo darle. No hay gratitud ahí. Es el pago de una deuda.

Que tenga un buen viaje. Que tenga otra vida, dice el hombre.

El hombre sale. Cierra la puerta. Él vuelve a mirar el óxido. Las gaviotas vuelven a gritar. Al día siguiente le vendan los ojos. Lo drogan. Le echan algo al agua. Lo arrastran. Apenas se da cuenta. Despierta en la bodega de un barco. Hay gente a su lado. Le indican lo que tiene que hacer. Hablan en español.

Cambia su nombre. Escucha que su mujer ha muerto. Decapitada. Y sus hijos. Y su doble. El hombre que vio irse con ellos. No abre la boca. No se lo cuenta al aire. Se recluye más en las planicies de su desconsuelo. El idioma español es un muro. Las heridas de la cara sanan. Tiene otro rostro. Está recluido en la cárcel de su cabeza. Trata de llegar al día siguiente. Trabaja en lo que le piden. Limpia la cubierta. Se le pelan las manos. Las palmas quedan en carne viva. Transporta cosas. Alimenta animales. Come lo que le dan.

Es mejor que lo otro. Mejor que nada.

Se mira en un espejo. Canas. Cicatrices. Ha perdido peso. Ha perdido color. No se parece a sus retratos. No tiene efigie alguna. Su cara está marcada. Golpes. Arañazos. La nariz quebrada. La mandíbula chueca. Los dientes rotos. No queda nada de él. El viaje dura semanas. El mar es otra prisión. Se topan con una tormenta. Escucha susurros de motín. Un marino viola a otro en una bodega. Alguien trata de robarle. Escucha historias de esclavos. Duerme a duras penas. Sigue cayendo en habitaciones infinitas en sus sueños. Su cuerpo no se acostumbra al mar. No retiene la comida. Vomita casi todo. Mea sangre. Tiene alucinaciones. Rayos de luz. Presencias. Siluetas. Canciones del otro mundo. Sombras que desaparecen.

El barco llega a Buenos Aires. Lo dejan ahí. El capitán le pasa unos pesos. No le dice nada. Le dan una bolsa de buhonero. No tiene casi nada. Una camisa que le compra a un compañero. Un cuchillo barato. Duerme en la calle. Cerca del puerto. Busca un lugar donde quedarse. El idioma lo aleja. El calor lo vuelve loco. Se pierde en la ciudad. Empieza a trabajar en el puerto. Carga y descarga cosas. Duerme donde puede. Aprende a emborracharse. Aprende a olvidar. Las noticias de Francia llegan tarde. Deja de entender. Aprende a hablar un poco. El aguardiente es el olvido. El aguardiente se lleva todo. Le quema la garganta. Arrastra la pena hacia dentro. Tiene piojos. Le roban. Duerme en un casa de huéspedes. Su cama tiene pulgas. Un día lo asaltan. Le quitan todo. La policía lo persigue. La vida local lo tiene sin cuidado. La colonia no es nada. Un lugar lejos de las ceremonias del terror. Nada más. Se pierde ahí. Va a fondas miserables. Espera la tormenta en comedores de ciegos. Ve los carruajes de las autoridades. Le parecen pobres. Tristes. Sin esplendor. No sabe qué año es. No le importa. Lo han arrancado del tiempo. Lo han arrancado del mundo. Es el favor que alguien pagaba. Grita en la oscuridad. Se emborracha una noche. Todo su pasado se vuelve un sueño. Grita que es el rey de Francia. Alguien lo golpea. Francia ya no tiene rey. Les cortaron las cabezas a todos los reyes. Bailaron sobre sus cadáveres. Una noche le ofrecen cruzar la cordillera. Un conocido. Acepta. El calor lo tiene loco. Ve cosas en el aire. El aguardiente sabe a púas. Atraviesa la pampa. Atraviesa la cordillera atrás de un carro. Cuida la mercancía de los cuatreros. La pampa le parece eterna. El sol está ahí para aplastarlo. No tiene nada que hacer en ese mundo.

La cordillera lo demuele. El aire delgado. El dolor de cabeza. Es primavera. Quedan restos de la nieve. Cierra los ojos ante el paisaje. Las montañas de hielo. Las pampas sin tiempo. Sigue el camino. Cruza las montañas. Eso es todo. Seguir. Cruzar. No detenerse. Poner barreras detrás de él.

Ve sombras en los caminos. Figuras en sayales negros. Rostros tapados. Cuerpos sin extremidades. Los ve caminando. En las puertas de casas deshabitadas. En la cumbre de un cerro. De pie en una quebrada. Cierra los ojos para que se vayan. Para dejar de mirarlos. Se van. No se van. Se quedan ahí. Mueven los brazos. La tela de las mangas está agujereada. Parece piel seca. Piel sucia.

Las barreras funcionan. Los muros de la memoria. El vacío dentro de la boca.

Cruza la montaña. Mira el valle. Llega a Los Andes. Un pueblo de mierda. No hay nada ahí. Decide bajarse. La sed lo quema. Toma aguardiente en una cantina. Se vuelve loco. Empieza una pelea. Un indio le quiebra el brazo con una silla. Lo dejan en la calle. Una mujer le entablilla el brazo. Se queda en Los Andes. Consigue trabajos menores. Mendiga. Vive de sobras. Pasa el tiempo. Un año nuevo se entera de que está en 1899. Se pregunta qué fue lo que chupó el tiempo. No sabe. Empieza a dar vueltas por los caminos. El sol es insoportable. Trabaja en lo que puede. En una viña. Recoge frutas. Alimenta animales. El sol termina por destruirle el rostro. Ya no es extranjero. Es un ánima perdida. Es un hombre paralizado en el camino.

Deja de tener sueños. Ya no cae. Se muda a vivir a una choza. Se ve raquítico. Se vuelve un palo. Conoce a una viuda. Beben hasta perder el conocimiento. Estrangulan a una cabra. Gritan en la noche. Pierden la lengua. La viuda lo abandona. Come de la basura. Mira los cerros de la cordillera de la Costa. Nadie puede alcanzarlo. Nadie puede dar con él. Se siente invisible. Se siente seguro. El olvido lo habita.

Una noche tiene una crisis. Todo vuelve. Algo se abre dentro. No lo soporta. Golpea su cabeza contra los muros de adobe. Grita.

Quema la casa.

La ve arder. Reconoce rostros en el humo. Reconoce cuerpos dentro del fuego. Voces. Siluetas venidas de otro mundo. Pedazos de memoria. No queda nada. La choza arde hasta los cimientos. El humo le destruye los pulmones. Lo quema por dentro. Empieza a dormir en el campo. La noche lo pilla en cualquier lado. Enferma. Escupe sangre. Escupe algo que no es sangre. El frío nocturno lo calma. Le duele el brazo.

Va al pueblo. Compra papel y tinta. No escribe hace años. No recuerda su letra. Trabaja en lo que puede. Le pagan con comida. Napoleón ha tomado Francia. El 18 de Brumario. Lo escucha de lejos. Una bomba que estalla en otra parte.

Escribe sus memorias. Sus memorias hablan de lo que pasa después de Varennes. El carruaje. El barco. Buenos Aires. El aguardiente. Escribe de noche. Trata de aclararse. Tose. Las últimas páginas del manuscrito están manchadas con esputos de sangre. Una noche va a ver a un cura. La iglesia es pobre. Santos de madera policromada. Feos. Deformes. Puros cristos con cara de hambre.

Entrega el manuscrito.

Eso es todo. Hasta acá llega la historia. Lo que está escrito, dice el amigo de Juan.

Posiblemente murió. Se durmió en un camino. No despertó. Lo sepultaron en cualquier parte. A lo mejor fue a la fosa común.

El cura no leía francés. Dejó el manuscrito en una caja. Pasaron veinte o treinta años. El cura se fue. Otro cura descubrió la caja. Ese cura sí leía francés. No entendió nada. Entendió todo. Le mandó el manuscrito a un amigo. El amigo se lo mandó a otro. Un historiador menor. Un historiador olvidado. El historiador tradujo el manuscrito. Le pareció una broma. Una locura. Le hizo un prólogo.

Las últimas partes eran un cuento fantástico. Los fantasmas visitaban al rey. Le apretaban el brazo roto. Lo trataban de asfixiar. Él luchaba con ellos rezando. Luchaba con ellos tapándose los oídos. Los alejaba con las manos. A veces se iban. Al final decía que no podía más. Le dedicaba el manuscrito a su mujer. A sus hijos. A sus cuerpos sin cabeza.

El prólogo describía todo como un delirio. El historiador consideraba todo cómico. El libro salió. Se perdió. A nadie le importó. Nadie lo citó. Tengo tres mil libros. Sé de lo que hablo. Sé cosas, dijo el gordo.

Las cicatrices brillaron.

Compré el libro en la feria de la avenida Argentina. Estaba lleno de moho. Nadie había cortado los folios. A veces pienso en la historia. En sus moralejas. Creo que es verdad. No es la historia de un loco. O es la fantasía de un historiador, dijo el gordo.

No son una fantasía. Son las memorias de un guiñapo. Las memorias póstumas del rey de Francia. A nadie le importan esos recuerdos falsos. Nadie ha leído ese libro antes que yo. Me costó dos chauchas. La portada había sido arrancada. Estaba tirado en el suelo. En unas cajas llenas de las Selecciones del Reader’s Digest, dijo.

La historia terminó. El rey murió como mendigo. El aire era delgado. Había amanecido.

Aún quedaban sombras.

* * *

El calor había pasado. Miré la hora. Las seis de la mañana.

El gordo abrió otra cerveza.

Ana miró el agua.

Un pájaro cruzó las ramas de un sauce.

Imaginé el fondo.

Los sapos bebés. Criaturas sin forma. Atrapados en el légamo. Ciegos. Esperando algo. La luz.

Una señal.

El murmullo.

Una memoria genética.

Pasó un minuto. O cinco. Todos quietos. Agotados.

Pensé en cómo iba a contar esto. No tuve respuesta.

Tampoco ahora. La luz muerta del televisor es una máscara.

Quise irme.

La resaca de la coca me pegó.

Mi cuerpo actuó por inercia. Mis pies estaban agarrotados. Mis músculos estaban hastiados.

El Chino se acercó. Apenas habíamos hablado. Esa noche la había pasado solo. Recordé los perros de don Willy. Los pekineses. El cementerio del cerrito. Miré la laguna.

Algo caminó sobre el agua.

Algo desapareció.

Juan miró su reloj.

Están retrasados. Nos quieren poner nerviosos, dijo. No importa, dijo su amigo. Hoy arreglamos esto. Cerramos todo. Somos personas razonables.

Ana se rio. Prendió un cigarro. Aspiró. Exhaló. Círculos de humo. El humo se desvaneció entre las ramas de los árboles.

Me dio frío.

Sentí un ruido.

Dos autos se acercaron. Se estacionaron al frente.

Los autos eran nuevos. Los autos eran grandes. Japoneses. Flamantes. Vidrios polarizados.

Uno tocó la bocina.

Juan nos dijo que no nos moviéramos.

Bajaron seis tipos. Todos eran jóvenes. Tenían mi edad. O la del Chino. Vestían a la moda. Buzos. Jeans. Zapatillas caras. Poleras negras. Se parecían. Uno se acercó al amigo de Juan. Le dio la mano. El amigo de Juan lo saludó. El tipo saludó al Chino.

El tipo dijo llamarse Ravani.

El Chino hizo un gesto. Juan miró al Chino.

La brisa sacudió las hojas de un sauce. Las hojas dibujaron algo sobre el agua. El dibujo se desvaneció.

Aquí estamos, dijo el gordo.

Aquí estamos, dijo Ravani.

El amigo de Juan hizo un gesto. Juan abrió el maletero. Sacó el bolso con las armas. Ravani hizo un gesto. Uno de sus amigos sacó un paquete envuelto en papel café.

Ravani se agachó. Abrió el bolso. Miró las armas. Sacó un fusil.

Lo sostuvo en alto.

¿Están buenas?, preguntó.

Probadas. Son del regimiento de Quillota. No están dadas de baja.

Ravani dejó el fusil en el bolso. Su amigo le pasó una bolsa. Ravani la miró.

¿Vale esto?, dijo. Ravani lo abrió. Sacó medio kilo de coca. La coca estaba envuelta en un plástico café.

Juan lo miró. El gordo asintió.

¿Seguimos entonces?, preguntó. Ana se mordió el labio. Juan se puso tenso. El amigo de Juan se puso tenso.

Ravani le pasó el paquete a Juan. El amigo de Juan lo inspeccionó.

Sonó un disparo.

La cabeza del Chino explotó. El Chino cayó al suelo.

Ana gritó.

El Chino se sacudió sobre la tierra.

Quedé paralizado.

Es un favor, dijo Ravani.

El amigo de Juan preguntó qué pasaba.

Los otros tipos sacaron pistolas.

Fui adonde el Chino. Tenía los ojos cerrados.

Parecía dormir.

Ya no estaba ahí.

Ya no estaba en su cuerpo.

El fantasma del Chino caminó sobre el agua.

El fantasma del Chino se desvaneció.

Los pájaros dejaron de estar en el aire.

Este huevón del Chino te estafó. Él era la prueba. Ya están viejos. No tienen fuerza. Tu momento pasó, dijo.

Miré a los tipos. Ana prendió un cigarro. Todos tenían un revólver. Todos nos apuntaban.

Ravani le habló al amigo de Juan.

El sobrino te vendió. Ahora trabaja con nosotros.

Otros tiempos. Nueva música, dijo.

El amigo de Juan no hizo nada. Iba a decir algo. Se quedó callado.

El pensamiento murió en la boca.

Me levanté. Yo era un testigo. Yo no era nadie. Yo solo había acompañado al Chino.

Juan se acercó a Ravani. Sacó un revólver. Se mantuvo en silencio.

Los otros no alcanzaron a hacer nada. Le apuntó a Ravani en la cabeza.

El gordo le dijo que se calmara.

Queremos arreglar esto por las buenas. No hagas huevadas. Guarda eso, dijo.

Los rodearon. El amigo de Juan le pasó el paquete a Ana. Ana lo recibió. Todo sucedió en cámara lenta.

Cada gesto tomó el doble de lo normal. El barro se tragó nuestras sombras.

Escuché una ambulancia. El sonido de la ambulancia se perdió.

El agua sucia se tragó el ruido.

Cálmate. Ya tenemos lo que queríamos, dijo el gordo.

Ana se pegó a mi lado.

El cuerpo del Chino estaba en el suelo. La sangre formaba un charco. Ese barro era profundo. Ese barro llegaba hasta el agua. Ese barro llegaba más abajo del agua.

Vi todo desde atrás. Juan le disparó en la cabeza a Ravani. Ravani cayó.

Los amigos de Ravani demoraron un segundo. La sorpresa. El amigo se Juan se lanzó sobre uno. Trató de desarmarlo. Juan disparó de nuevo. Le dispararon. El amigo de Juan recibió un disparo. O dos. El brazo. La pierna. Le quitó la pistola a un tipo. Juan bajó a otro.

Tres cuerpos sobre la tierra.

Cuatro.

El gordo recibió un balazo en la cabeza.

Uno de los tipos recibió otro balazo. El pecho. El estómago. El aire se llenó de olor a pólvora.

Los cuerpos dejaron de tener rostro.

Las caras se deformaron.

Un tipo agarró la bolsa con las armas. Le pegó un balazo en la cabeza a Juan. Juan cayó al suelo.

Todos los disparos fueron a quemarropa.

La sangre se volvió barro.

Miré los sauces. Miré el cielo. Miré las bandadas de pájaros negros. Su reflejo en el agua. Las marcas de las ruedas de los coches en el barro.

Una multitud de fantasmas se hundió en el agua.

Me quedé de pie. Sostuve la respiración. Inhalé. Aguanté. Un minuto. Dos.

Ana entró al Lada.

Olía a bencina. Pólvora. Mierda de caballo. Humedad.

Los balazos del Mercedes eran agujeros en una piel exhausta.

Miré el agua.

Amaneció. La bruma se extendió sobre la laguna. Un pájaro graznó. Miré al cielo. Estaba partido en dos.

La noche se fue. La luz del día abrazó los cuerpos. Los cuerpos brillaron. Miré el cielo. Pasó un satélite. Me podría haber llevado.

Lo miré por un segundo. Lo miré como miro las cosas en la tele. Un satélite de amor. El satélite viajó a Marte.

Pensé que se me iba a caer el pelo. El pánico me paralizó. Vi el satélite por última vez.

El satélite brilló.

Su combustible fue la piel de los fantasmas.

El satélite se fue.

Arriba.

Fuera de este mundo.

Ana me gritó.

Ana me gritó.

Vamos. Vamos. Vamos. Puso en marcha el Lada. Exhalé.

Me llevé las manos a la cara. Me subí.

Lo que queda es el futuro. El futuro termina acá.

El futuro se deshace. El futuro se derrite. El líquido baja al subsuelo. La sangre vuelve a la tierra. Se mezcla con el barro. La sangre es el agua de la laguna. El futuro es un baile de espectros. El futuro es negro. El futuro es crimen. El futuro es asesinato. El futuro es misterio. El futuro es la huida.

El futuro es el fin de la noche.

Lo que queda es lo que pasó.

Lo que anoto y hablo.

La luz enferma de la tele.

La luz del murmullo.

Ana manejó el Lada. Huimos. Estábamos cercados.

No puedo volver a mi casa. No puedo volver a ninguna parte, dijo ella. Pensé en el satélite.

Abrí la cajuela.

Solo estaba la Biblia pornográfica.

No quise mirar fuera. Mirar afuera era mirar los cuerpos. Era mirar la noche. Era mirarme a mí mismo.

Me concentré en el porno. Las imágenes.

Los dibujos obscenos me reconfortaron. Ana miró por el espejo retrovisor.

Atrás no había nada. No nos seguían.

¿Qué hacemos?, dije.

* * *

Huimos a Valparaíso. Recogí las cosas de la pensión. Nadie me vio irme. Todo estaba pagado. No tenía que avisar nada. Dejamos el Lada en un callejón de la avenida Francia.

Nos quedamos con la coca.

Ana consiguió un auto. No dijo dónde.

Fuimos a Isla Negra. Al litoral central.

El Festival de Viña se acabó.

Arrendamos una cabaña. Pagamos por adelantado. Desaparecimos. Llamé a mi familia.

No expliqué nada.

Estoy bien.

Ya les cuento.

Estuvimos ahí una semana. Revisamos la prensa.

Miramos la tele. No salió nada. La guerra era invisible. Dormimos en la misma cama. No nos acostamos. Vendimos la coca en Cartagena. Papelillos. Era medio kilo. Estaba muy cortada.

La cortamos aún más.

Jalamos todos esos días. Nos mantuvimos despiertos.

Ana lloraba a veces. Ana gritaba. Contaba partes de su vida con el gordo. Fragmentos de un romance. Historias con el pianista. Historias de Juan. No entendí mucho.

Ana abría la boca en la oscuridad.

No salían palabras.

La mueca helada. La boca quedaba congelada. Yo escuchaba. Venía el miedo. Dejaba que el dolor acudiese. Que se doblara. Hicimos guardia. Esperamos.

No vino nadie.

Aprendí a olvidar. Mi vieja vida quedó lejos. Terminó el verano. La coca nos alcanzó de sobra.

Guardé un poco de plata.

Tuve alucinaciones.

Algo se rompió.

Abracé a Ana.

La colcha tenía dibujos aymaras. Los dibujos eran naves espaciales.

Vimos televisión. La tele era una mierda. Todas las imágenes eran desesperantes. Cuando la programación terminaba yo miraba los puntos blancos.

La misma estática de ahora.

Me perdía ahí.

Construí laberintos ficticios. Planificaba viajes a otro mundo. No pasaba nada. No había nada ahí.

No había nada detrás de la tele.

Pensaba en el Chino. Qué habría pasado con su cuerpo.

Ya se encargaron, dijo Ana.

En Viña todos se conocen.

Ya no hay cuerpo. Ya no hay nada. Ninguno de ellos existe. Han sido borrados.

El Chino fue borrado. Juan fue borrado. El gordo fue borrado.

Somos un accidente. Somos un error hecho de memoria.

Yo también seré borrada.

El futuro era ser borrado, dijo.

Pasó una semana.

O dos.

Perdí el sentido del tiempo.

No me relajé. La coca no me dejó. Estuve despierto. Me puse paranoico. La mordida cicatrizó. Dejó un agujero. Una marca negra. El veneno quedó dentro del cuerpo.

Ana movió la cocaína. Una noche tomó el auto y se fue. No volvió. No se despidió. No me despedí. Fue a las tres de la mañana. Se levantó de la cama. Se metió al baño. Se dio una ducha. Metió sus cosas en una mochila. La vi subir al auto desde la ventana. Me miró de vuelta. No hizo ningún gesto. En el bolso se llevó la coca que quedaba.

Miré los puntos de la tele.

Traté de imaginar un mapa donde estuviesen los cuerpos.

Un mapa de la región. Un mapa de Chile. Hecho de miembros. De cabezas. De rostros. De ojos abiertos. De torsos desnudos. De piel. De tatuajes.

Un mapa de cuerpos borrados.

Ana me dejó una decena de papelillos.

Me los tiré todos.

Nunca más la vi.

No sé de qué color tenía el pelo.

Me quedé una semana. Tomé sol.

Jalé todo.

Me metí al mar. Abrí los ojos bajo el agua. No vi nada. Arena.

Agua enturbiada por la sal. Fui a la casa de Neruda. Volví a mi casa. Hablé con mis padres. Dejé de estudiar.

Ellos no preguntaron.

Conseguí otra vida.

Traté de contar esto por años.

No pude.

La luz de los televisores muertos me persiguió.

Anoto y hablo. El murmullo de la estática se funde con mis pensamientos.

No hay posibilidad de juntar una idea con la otra. Mi voz está quebrada. Estoy hecho de detalles. Los detalles son el infierno. Ya no queda mucho. Esa noche me dejó vacío.

Por eso hablo como hablo.

Oraciones que se apagan. Frases que mueren al segundo. Esquirlas.

Fragmentos de experiencias. Parches de otras voces. Peces negros bajo la laguna. Recuerdos de otro mundo.

Una gramática fantasma.

A veces despierto en medio de la noche. Pesadillas.

Terrores nocturnos. Mi memoria confundida con la de otros.

Entonces me levanto. Compruebo que estoy en casa. Compruebo que habito el presente. Que no es el pasado.

La tele sigue encendida.

Nunca volví a Viña.

Me quedé con la Biblia porno. La quemé una noche. Las visiones de los cuerpos fueron insoportables.

Nunca más me acordé del Chino.

Nunca volví a nada.

Ahora estoy a oscuras. Mi lengua está quieta. Inhalo.

No hay nada en la pantalla.

No hay laguna. No hay fantasmas. No hay cadáveres en el fondo. No existe un cielo sin luna. Exhalo.

Ningún fantasma camina sobre el agua. Inhalo.

Miro hacia afuera.

Me siento en un sillón. Miro la nada. Miro la luz del televisor.

Me quedo vacío.

Me levanto.

Los pulmones se me hinchan. Miro hacia arriba.

Las puntas de un sauce fantasma tocan la superficie de una laguna que no existe.

Las palabras me abandonan. Abro la ventana.

Dejo de hablar. Dejo de escribir.

Apago el televisor.

Oscuridad por toda la casa. Tropiezo con los juguetes de mis hijos. Me hago heridas en los pies. La mordida sigue ahí. Una costra al otro lado de la piel.

Afuera no hay una laguna.

La pantalla está muerta. Mis huesos están huecos. Soy puro pellejo. Otra piel sin cuerpo. Otro fantasma.

El murmullo suspendido en la nada.