Éramos revoltosos, éramos jóvenes de buenas familias o de familias de clase media más bien acomodada, en estado de ruptura de clases, éramos aspirantes a escritores, o artistas, o psicoanalistas en ciernes, y lectores empedernidos. Andábamos por todas partes, a pie, en tranvías abiertos, en trolley buses, con libros despapelados, desfondados, grasientos, con frecuentes manchas de café y manchas de vino o de cosas peores. Me acuerdo de los libros que llevaba Enrique Lihn, en esos años de su primera colección de poemas, Nada se escurre, en sus paseos por el Parque Forestal: volúmenes sucios, ruinosos, que no se sabía cuántas páginas habían perdido; traducciones sospechosas de Martín Heidegger, de Jean-Paul Sartre, de Gastón Bachelard, de Federico Nietzsche. Enrique Lihn bajaba por las escalinatas carcomidas, roñosas, de la escuela de Bellas Artes, y nosotros, Alberto Rubio, Jorge Sanhueza (el Queque), Samir Nazal, yo, llegábamos desde la escuela de Derecho, que se hallaba más al Oriente, al costado de la plaza Italia, al otro lado del río Mapocho. El Santiago de entonces, de fines de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta, ya dejó de existir. Ocurrió lo mismo con el espacio que correspondía en aquella época al llamado Gran Santiago. Nos encontramos un buen día en San Bernardo, en La Florida, en San Miguel, en una casa modesta, de un piso, con olor a meado de gato, que se estremecía con cada paso de sus ocupantes, que pertenecía a parientes de Jorge Millas, el filósofo, miembro de una generación anterior a la nuestra. Aunque más distante, bastante mayor que nosotros, Millas formaba parte de círculos intelectuales que conocíamos. Había sido profesor de filosofía en la Universidad de Puerto Rico, había publicado un ensayo sobre Goethe, y ahora, en silencio, solitario, distante, erudito, se había instalado entre nosotros, por allá por San Bernardo, en el lugar que Enrique Lihn, después, en uno de sus poemas más conocidos, llamaría «el horroroso Chile». En esa casa de los alrededores de Santiago se encontraban personas como Eduardo Molina, conocido entre nosotros como «el poeta Molina», poeta sin poemas, Bartleby en versión criolla; Luis Oyarzún Peña, filósofo y cantor de la vida errante y de la naturaleza del Valle Central, ecologista antes de la llegada del ecologismo; quizá Enrique Lafourcade, que ya había publicado su novela Pena de muerte, libro que Roberto Bolaño, muchos años más tarde, me confesó que había leído y que le había gustado, como si esa confesión y ese gusto fueran un tanto sorprendentes y un tanto vergonzosos; además de alguno de los poetas desdentados, melenudos, de obra escasa, de aquel entonces, y de alguna musa: Margarita Aguirre, Marta Jara, Teruca Hamel, Stella Díaz Varín, mujeres divertidas, interesantes, a veces borrachinas, ocasionalmente peligrosas, que recordamos con nostalgia. En esa ocasión, en forma espontánea, al calor de vinos baratos, de algún arrollado de huaso, de empanadas de horno, a Enrique Lihn, que tenía dotes de actor, y a mí, se nos ocurrió improvisar un paso de comedia, una comedieta bufa. No sé si sería, en mi caso, por influencia de Pepe Alcalde, el pariente que pensaba que los diálogos de mis cuentos podían llevarme a ser autor teatral. Enrique representó a Pablo Neruda, sin pertenecer en absoluto a la especie de los nerudianos puros, como el Queque Sanhueza y Margarita Aguirre; y yo, que me había alejado de los rediles católicos, representé al cardenal José María Caro Rodríguez, de quien había sido monaguillo en las misas solemnes de los 31 de julio ignacianos. Yo imitaba con algo de gracia la voz gangosa, cascada, aguda, del cardenal, y Enrique la voz nasal, cansina, sureña, del poeta de Residencia en la tierra. Bebimos largos sorbos de nuestros vinos pipeños y nos enfrascamos en una discusión furiosa de nuestros respectivos personajes, en el lenguaje propio, exagerado, distorsionado, de cada uno de ellos, acompañando las palabras con gestos, pasos teatrales, expresiones exageradas. Neruda se presentaba como poeta del pueblo, bardo máximo, invencible, y el cardenal se reía de él a carcajadas, con su boca desdentada y desbocada: de sus tropiezos, sus torpezas, sus ínfulas populacheras. El anciano cardenal se sobaba las manos, celebrando la anticipada condena de su contrincante a los infiernos. Fue una sesión disparatera, divertida, algo alcohólica, muy propia de esos años, y ahora no sé si Stella Díaz Varín, la célebre colorina, terminó tendida en el suelo, o si esto ocurrió en encuentros posteriores, pero sé que todos nos reímos a mandíbula batiente, dando saltos de alegría, y que muchos de los presentes celebraron la improvisada comedieta durante años.
Las sesiones más tranquilas, amenizadas por platos chilenos medio inventados y por vinos más pasables, ocurrían en el departamento de la calle Teatinos arriba, cerca de la Estación Mapocho, de Enrique Bello y de su mujer, que en esos días era una gringa de origen sueco, guapa, vistosa, ya no tan joven, y que tenía la manía de hablar y de comportarse con maneras de niña chica, con una especie de coquetería infantiloide, hablando de ella misma en tercera persona. Enrique Bello Cruz, que tendría alrededor de cincuenta años de edad, era del sur, de Concepción. Pertenecía a la familia de los Cruz que había sido federalista, anticentralista, y sería derrotada a mediados del siglo XIX por los ejércitos centrales. Era un hombre afectuoso, amistoso, de una cortesía provinciana, que ya había empezado a volverse anacrónica. Un caballero algo antiguo del mundo del arte y del comunismo nacional, siempre en situación de relativo conflicto con su partido, porque amaba en exceso la pintura abstracta, más que la del realismo socialista, y la vanguardia, así como la experimentación en literatura, mal miradas por los estalinistas en estado puro. Publicaba prosas sin letras mayúsculas y con espacios entre las palabras que reemplazaban los signos de puntuación. Sacaba una revista de gran formato, con aspecto de diario, Pro Arte, y había conseguido mantenerla, haciendo toda clase de acrobacias publicitarias y financieras, durante años. Yo la compraba en mis años de adolescencia a la salida del San Ignacio, después de despedirme del hermano Delgado y del hermano Lou, en un quiosco de la vereda del frente que recuerdo como si fuera hoy, y en sus primeras páginas, rebosantes de tinta y de ilustraciones borrosas, descubría novedades como la poesía de César Vallejo, con ese inolvidable «Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo…», clásico absoluto de mi generación literaria, cuyo título, «Piedra negra sobre piedra blanca», nadie entendía, pero que, precisamente por eso, era de un desconcertante, fascinante, atractivo. Descubrí poco después, nada más y nada menos, la poesía de T. S. Eliot, cuyo Ash Wednesday (Miércoles de ceniza) había sido traducido al español por un anglo-chileno que se llamaba Jorge Eliot y que se proclamaba pariente cercano del poeta por él traducido. Eliot, el chileno, resultó pintor, después, de paisajes montañosos, sombríos, que parecían surgir de visiones del norte desértico, y un poeta que sufría de la manía compulsiva de leer sus poemas a la gente. Neruda contó que se encerraba en su cuarto de baño, que se sentaba en el trono, y que Jorge Eliot le pasaba poemas recién escritos por él por debajo de la puerta.
Me acuerdo de haber encontrado en la casa de Enrique Bello, en su departamento de la calle Teatinos, a poetas, músicos, pintores, de generaciones anteriores, a veces muy anteriores, a la mía. Por ejemplo, Acario Cotapos, que era un músico moderno, para definirlo de alguna manera, y que había vivido en París y en el Madrid de antes y de comienzo de la guerra española, donde había conocido de cerca a Ramón del Valle Inclán, a José Bergamín, a Federico García Lorca, Rafael Alberti, Manolo Altolaguirre, entre muchos otros. Bajo, calvo, panzudo, de ojos saltones, de salidas chispeantes, burlonas, repentinas, Acario me daba la impresión de un huevo carnal, nada de cuaresmal, ambulante. Me contaron que Federico, cuando lo veía acercarse por las calles de ese Madrid de 1935, decía: «Ahí viene Acario con su vientre Jesús». Pablo Neruda, su íntimo amigo, decía que era un Rabelais chileno, un hombre de gracia inagotable. Con la boca hacía constantes ruidos, górgoros, trinos, y de repente pegaba algo así como alaridos en la selva urbana. Tenía la manía de los microbios, entre muchas otras manías, y en el momento de dar la mano, mostraba un grano, una cicatriz, lo que fuera, y la escondía de inmediato. Es decir, no daba la mano por miedo al contagio. Antes de Madrid había vivido en el París de entre las dos guerras y citaba sus numerosos encuentros personales con «el maestro Wolf», uno de sus caballos de batalla, con Igor Stravinsky, con poetas y pintores de la vanguardia más avanzada. Yo lo encontré en el Santiago de fines de los cuarenta, de la década de los cincuenta, y estaba siempre devorado por la nostalgia, por esa enfermedad que Joaquín Edwards Bello había bautizado como «parisitis». Acario, en un tono conspirativo, burlesco, autocompasivo, sostenía que había que venderle Chile a los norteamericanos «y comprarse algo más chico cerca de París», anécdota que he contado en otros lugares y que nunca deja de arrancar una sonrisa. Lo escuché muchas veces improvisar al piano con indudable talento, con ritmos y formas, o ausencias de forma, que me hacían pensar en gimnopedias de Erik Satie, en sus «piezas en forma de pera», y oí fragmentos, ya no sé si en discos o en vivo, de su poema sinfónico El pájaro burlón. Era un gran creador que hemos olvidado, y que probablemente, tal como van las cosas, olvidaremos para siempre.
Acario vivía del aire, haciendo milagros cotidianos, protegido por colegas musicales que pertenecían a sectores sociales más acomodados, como Alfonso Leng, autor de un notable poema sinfónico inspirado en Alsino, la novela de Pedro Prado sobre un Ícaro campesino, y que era médico y dentista de profesión; o como Alfonso Letelier y Domingo Santa Cruz, compositores musicales y dueños de fundos. Mi madre contaba que iba a la consulta de dentista de Alfonso Leng, don Alfonso, y que de repente, entre gutaperchas y máquinas, con la boca entre artefactos, aparecía la cara exaltada, de escasos pelos disparados hacia los lados, de Acario. El Chile de los Alfonso Leng, de los Acario Cotapos, de pintores como Camilo Mori o el inefable Agustín Abarca, que pintaba árboles y vendía cuadernos y lápices de colores para ganarse la vida, de actores como Agustín Siré, María Maluenda, Bélgica Castro, de historiadores como Ricardo Donoso, Jaime Eyzaguirre, Francisco Antonio Encina, un país entre conservador y anarquizante o izquierdizante, es ahora un islote austral desaparecido, con sus historias, sus grandes personajes, sus musas. Pablo Neruda decía con frecuencia que a los excéntricos de Santiago, que pululaban por todas partes, redondos como Sancho Panza y su hermano criollo Acario Cotapos, estilizados como Alonso Quijano el Bueno o como el Incandescente Urrutia, de cachimbas curvas, sombreros de tweed con plumita de ganso y esclavinas a lo Sherlock Holmes (el poeta se refería a don Marcos García Huidobro, que había sido cónsul de Chile en la isla de Ceylán y en la populosa ciudad de Calcuta, en los tiempos en que él era «cónsul de tercera clase» en Rangún y en Colombo), había que haberlos conservado en formol, ¡a favor de la diferencia, de la poesía, de la vida! Puede que el Chile de hoy esté mejor en los números, en las estadísticas, incluso en los niveles de superación de la pobreza, pero temo que en la fantasía, en el espíritu, en todo aquello que es la sal de la vida, esté bastante peor. Es decir, tengo serias dudas en este último aspecto, y me pregunto si estas dudas forman parte de esa «íntima tristeza reaccionaria» que cantaba el poeta mexicano Ramón López Velarde.
Un buen día estábamos en el Museo de Bellas Artes de Santiago, frente al Parque Forestal, entre sus cristales y sus estructuras de hierro, imitadas del Petit Palais de París, y Enrique Bello, el amigo infaltable, me señaló a un hombre de mediana edad, más bien moreno, de bigotes, que estaba apoyado en una pared, solo, con cara y hasta con expresión corporal de aburrimiento, de fastidio, de desacuerdo con el mundo.
—Es un personaje interesante —me dijo Enrique—, un escritor y diplomático brasileño. Te aconsejo que converses con él.
Resultó que Rubem Braga era un cronista archi conocido y celebrado en el Brasil y un poeta ocasional de calidad, poeta bisiesto, de acuerdo con la expresión de Manuel Bandeira, uno de los grandes de la poesía en lengua portuguesa de esos años. Rubem era un fuerte opositor a la dictadura de Getulio Vargas y había sido censurado y hostigado en la forma habitual de las dictaduras de ese tiempo, que años más tarde, en comparación con los regímenes militares más recientes, parecieron dictablandas. Era un hombre gruñón, reservado, amante profundo de la pintura y de la poesía, bebedor compulsivo de whisky, a la manera de su íntimo amigo Vinicius de Moraes, de amores femeninos constantes y a veces paralelos, y no sabría decir ahora si siempre efectivos o a menudo imaginarios, platónicos, como si la mujer soñada, idealizada, tendiera a ser suplantada por la botella y por la ensoñación en estado puro. Para compensarlo de las molestias y atropellos que le había ocasionado la dictadura de Getulio Vargas, el señor Café Filho, el presidente conservador que había seguido a la caída de Vargas y su suicidio, le dio un cargo diplomático en Chile, el de jefe del Escritorio Comercial del Brasil. Rubem, que pertenecía a la especie de los escritores que tienen un sentido sólido de la realidad, sin excluir las realidades comerciales y económicas, cumplía con su trabajo en horas matinales de atención dedicada, eficiente, hasta minuciosa. Conversaba con gente de los sectores más diversos, leía mucho, seguía la vida y la política chilenas de cerca. En sus escapadas nocturnas, que lo llevaban a mundos insospechados, manejando un Oldsmobile oscuro, amplio, ultramoderno para ese tiempo, que deslumbraba a sus amigos y amigas, solía olvidarse de dónde había estacionado el automóvil y debía regresar a su casa del barrio alto de Santiago en un taxi. Estos olvidos frecuentes del entonces lujoso Oldsmobile, seguidos de cansadoras búsquedas al día siguiente, lo llevaron a poner término al arriendo de su casa en la calle Roberto del Río y a tomar habitaciones en el Hotel Lancaster, que se hallaba en una calle curva del costado del hotel Carrera, al lado de Amunátegui y a dos calles de distancia de La Moneda, en pleno centro de Santiago. El Oldsmobile azul oscuro descansaba en el subterráneo y su dueño salía a sus excursiones nocturnas a pie, sin rumbo fijo, desembocando a veces en los talleres de artistas que existían entonces en Merced esquina de Mosqueto. Esos talleres fueron escenarios de diversos textos narrativos míos, como la novela más o menos breve El museo de cera, que el crítico mexicano Christopher Domínguez calificó de «casi novela», definición que no carece de un lado de humor y hasta de broma. A propósito, ¡cuánta broma, cuánta risa, cuánto whisky intercambiado entre los talleres de Matías Vial, escultor; de Arturo Edwards De Ferrari, escultor, gastrónomo, coleccionista, y de Pilar, mi mujer, y Paulina Waugh! ¡Qué cosas habrán visto esos muros frágiles y esas esculturas tapadas con paños blancos que parecían mortajas! Eran los finales del régimen constitucional de Carlos Ibáñez del Campo, dictador en la línea, precisamente, de Getulio Vargas, y en la de Primo de Ribera en España, a fines de la década de los veinte, y que en 1952, después del colapso desprestigiado de los gobiernos radicales y del presidente Gabriel González Videla, fue elegido por mayoría casi absoluta de los votos de los ciudadanos de Chile. Ibáñez había sido un presidente mediano, por no decir francamente mediocre, conciliador, que después de ser expulsado del gobierno y del país por una huelga de brazos caídos en 1931, trataba en su segundo período de evitar conflictos a toda costa. Rubem Braga comprendió nuestra situación interna con agudeza, con ironía; navegó en esas aguas con relativa facilidad, cultivando buenas relaciones con la gente de su embajada, y cuando terminó de pagar las deudas que había contraído en su país en épocas difíciles, regresó a su amado Río de Janeiro, a la «cidade maravilhosa», que en aquellos años, como lo pude comprobar un poco más tarde, era verdaderamente maravillosa, mágica, bella e inspiradora. En los primeros tiempos de Rubem en Santiago asistimos una noche a una fiesta, con Pilar, pareja mía y futura mujer, con Enrique Bello y su gringa sueca, que, impresionada con el personaje de Rubem Braga, mientras más obsesionada, más infantiloide se ponía, y con algunos más: Enrique Lihn, Jorge Sanhueza (el Queque infaltable), la Negra (Blanca Diana) Vergara. La fiesta era en la nueva casa de Pablo Neruda en los faldeos del cerro San Cristóbal, quien se había instalado a vivir ahí después de su separación de Delia del Carril, la Hormiga, y de juntarse con Matilde Urrutia. Rubem, que tenía acceso a los whiskies de la diplomacia en esos tiempos de estricta prohibición, llevó dos botellas cúbicas, equivalentes a oro líquido, a la casa del San Cristóbal, una para el dueño de casa y otra para el consumo del grupo nuestro («la petite bande joyeuse», Marcel Proust), y las dos preciosas botellas fueron ocultadas debajo de la cama de los dueños de casa. Pero resultó que bebimos la nuestra con relativa rapidez, y alguien, quizá el Queque Sanhueza, partió a buscar la segunda botella, la destinada al poeta, la que también fue consumida por nosotros, y en forma todavía más rápida. El vate de Canto general, de «Estatuto del vino», de «Apogeo del apio», descubrió a la mañana siguiente que su presente de whisky auténtico se había hecho humo. Me imagino que Braga, generoso con sus botellones, generoso en casi todo, lo habrá compensado en forma más que suficiente.
Dejo a Rubem Braga a un lado, por un momento, para seguir con otras historias y retomar la suya, y la de mi viaje al Brasil, más adelante. Rubem me convirtió en lector y hasta traductor de Joaquim Maria Machado de Assis, uno de los grandes clásicos iberoamericanos, escritor de humor moderno, libre, de familia cervantina, que había conocido en su formidable lectura de novelistas ingleses del siglo XVIII. Rubem también me animó a leer a magníficos poetas casi desconocidos fuera del ámbito de la lengua portuguesa, como Manuel Bandeira, Carlos Drummond de Andrade, Augusto Frederico Schmidt, Vinicius de Moraes. El mundo de la cultura cambiaría en todas partes al cabo de muy pocos años. En tiempos recientes, en viajes a Portugal y a la ciudad de São Paulo en Brasil, he comprobado que Rubem Braga, después de su muerte, ha llegado con las antologías de sus crónicas diarias a convertirse en un clásico de la lengua portuguesa. Pero dejo estos temas rubembragianos, lusitanos, cariocas, para más adelante, y vuelvo al Caballero de la Figura no tan Triste, después de todo, pero un tanto melancólica, un poco desamparada, de Enrique Bello Cruz. Enrique era revistero vocacional, gastrónomo de recursos limitados, amante de la pintura abstracta, de la buena literatura, de las señoras atractivas. Esas reuniones, esas cenas en su departamento de Teatinos, esas exposiciones de pintura de la década de los cincuenta eran, en su carácter particular, en su sintonía con el vasto mundo y, a la vez, en su condición, inevitablemente, fatalmente, provinciana, inolvidables. Yo añadiría, conmovedoras e inolvidables.
Cito ahora de memoria, con la seguridad de olvidar a muchos, a artistas interesantes de esos años: Carlos Faz, que llegó un día desde Viña del Mar y presentó una exposición completa de su pintura de joven de veintitantos años en la galería del Instituto ChilenoNorteamericano: su obra tenía un aire lejano de Picasso y de Joan Miró, con escenas de una Edad Media chilena inventada, jugada y extraviada; Carmen Silva, pintora inspirada, conmovedora, de objetos modestos, de sillas de paja, ventanales, estufas a parafina, bacinicas de rebordes azules; Lily Garafulic, escultora y profesora, maestra en su género; Raúl Valdivieso, renacentista a su manera, hombre de una cortesía, de una finura, de una generosidad de otro tiempo, seguidor, para definirlo de alguna manera, sin mayores alardes de vanguardismo, de un Henry Moore, o de un Aristide Maillol; Juanita Lecaros, continuadora de los ingenuos, de los naif criollos, con Herrera Guevara a la cabeza. Chile no tenía fuerza, y no tenía personalidad, para poner en valor (como dicen y hacen los franceses), para proyectar al resto del mundo, sus valores propios. Éramos recogidos, «arratonados», como se decía antes y ahora, y, sin embargo, éramos. Las obras de los artistas que he nombrado antes, y las de algunos más, están ahí, y todavía nos hablan, todavía nos dicen algo. Insisto en que hay muchos otros, en que no están todos los que son, aunque me parece que sí son todos los que están en mi lista. Roberto Matta era un capítulo aparte: un gran artista, derivado del surrealismo, creador de escenas mentales y a la vez cósmicas, y un gran vendedor de sí mismo. ¿Un farsante de alto nivel? ¿Un Salvador Dalí chileno, parisino y neoyorquino? Podríamos llegar a la conclusión de que los hijos de la gran burguesía tienen aptitudes para venderse mejor, aunque quizá no siempre. Pertenecen, en muchos casos, a generaciones de vendedores eficaces. Aun cuando a menudo se equivocan. Vicente Huidobro, por ejemplo, que se llamaba Vicente García Huidobro Fernández y era vástago de los dueños de grandes viñas del centro de Chile, se sobrevendía, con gestos excesivos y con resultados más bien contraproducentes. Quiso ser escritor francés a toda costa, y resulta que los franceses, ahora, se acuerdan de Pablo Neruda, se interesan en Nicanor Parra, descubren a Roberto Bolaño y ayudan a ponerlo de moda, y de Huidobro, el afrancesado por antonomasia, no saben una palabra. Álvaro Yáñez, que firmaba como Juan Emar (de la expresión francesa j’en ai marre —estoy harto, tengo fastidio, tengo lata), pertenecía a una especie humana y social parecida, pero, por vocación, casi por definición, era secreto, y esa condición secreta, marginal, en forma paradójica, lo ha ayudado. De cuando en cuando declaraba que «se sentía peludo» y se metía en la cama durante un mes entero. Fue un escritor sobreabundante, a veces interesante, y un pintor que ensaya, que se esfuerza, que comienza de nuevo a cada rato, y que en definitiva no convence. Creo que fui con Carmen Yáñez, hija de Pilo, que había sido actriz de teatro, que era algo mayor que yo, a las veladas de Enrique Bello. Es muy posible, y no estoy seguro. Otro personaje interesante de estas veladas era Sebastián Salazar Bondy y su atractiva mujer, peruana como él, Irma. Sebastián era delgado, discreto, insinuante, de tez algo oscura, de conversación irónica, informada, peruanísima en el sentido más completo de la expresión: en el acento, en los numerosos peruanismos, en las anécdotas que llegaban del norte, de Lima y Arequipa, de Bogotá, de Caracas y Río de Janeiro, y de París, de las leyendas del París de los americanos del sur. Sebastián escribió un ensayo que debería ser un clásico nuestro y que tiene algo en común con El laberinto de la soledad de Octavio Paz: Lima la horrible. ¿Por qué la horrible? Por sus complejos, por su identidad insegura, como ocurre con el México de Paz, por su contradictoria y siempre amenazada autosatisfacción, por un fenómeno descrito como «pasatismo»: complacencia un tanto reblandecida con el pasado decimonónico, virreinal, incluso precolombino. Sebastián Salazar Bondy había plasmado en su ensayo un conjunto de sentimientos contrapuestos: amor y odio; nostalgia irresistible y rechazo furibundo de la nostalgia; fascinación frente al pasado virreinal y desconfianza, duda; acercamiento a todo eso, huida de todo eso. La prosa de Lima la horrible, que en el tiempo de las veladas de Enrique Bello sólo conocíamos en parte, dado que el libro fue publicado en 1964, cuando yo ya vivía en París como secretario de la embajada chilena, me pareció, en su primera lectura, en forma paradójica, fresca, nueva, más libre que lo habitual, insolente e independiente, a pesar de su obsesión por el pasado, o a causa, quizá, de esa obsesión. No había pudores inútiles: el poeta y prosista, el autor de Sombras como cosas sólidas, de Tacto de la araña, escribía contra la corriente, expresaba sus rechazos como parte integral de sus debilidades. Deberíamos revisarlo ahora, como ya hemos revisado a Julio Ramón Ribeyro, otro maestro alusivo y elusivo, escondido, contradictorio. Hace falta tiempo y hace falta lucidez para la revisión. ¿Se puede pretender que seamos periféricos, marginales, miembros de una seductora «otredad», y a la vez clásicos a la manera francesa, a lo Paul Valéry o André Gide? ¿No es mejor que permanezcamos en nuestros escondites, en nuestros márgenes, en nuestros relativos anonimatos, y que los europeos, los del Norte, nos descubran, si es que quieren descubrirnos? Termino este capítulo, donde aparece y desaparece el inefable, el delicado caballero Enrique Bello, gastrónomo, publicista, aficionado a las artes plásticas, comunista de salón (salonbolchevik), con el retrato de un poeta un poco posterior a la generación mía y que comenzó a darse a conocer en esos años. Jorge Teillier tenía una figura romántica: era más bien frágil, más bien pálido, delgado, de pelo abundante, de voz suave, de manos encogidas, que temblaban ligeramente, que de repente se levantaban, como si fueran a anunciar algo, y ese algo se resumía en un chiste, en una carcajada, en un temblor de todo el cuerpo. No creo que bebiera demasiado, pero me consta que bebía siempre, desde el desayuno hasta avanzadas horas de la noche, vinos baratos y cervezas al alcance de aquellas manos. Era sociable, burlón, amistoso, aficionado a conversaciones siempre interesantes y siempre perfectamente inútiles, y estaba siempre rodeado de «encandiladas, pálidas estudiantes», para recordar unos versos de Residencia en la tierra. Si Sebastián Salazar Bondy era el cantor del pasado limeño, de los balconajes coloniales y los palacetes virreinales venidos a menos, Jorge Teillier, que había nacido en Lautaro, en el corazón de la Araucanía, era el poeta de las estaciones de trenes abandonadas, de las Reinas de las Primaveras ya pasadas, de las viejas canciones francesas, argentinas, chilenas, panameñas, de los púgiles retirados, desdentados, descerebrados, en pavorosa decadencia.
En años algo posteriores recibían modestos ingresos en la oficina del Boletín de la Universidad de Chile, publicación oficial y más o menos confidencial, Enrique Bello, su director; Pilar de Castro (o Fernández de Castro), secretaria, futura mujer mía, y Jorge Teillier, autor de Para ángeles y gorriones, de Poemas del país de nunca jamás, de El árbol de la memoria, entre otros títulos. Teillier era poeta escaso, casi secreto, pero en el balance final su obra resulta abundante: era cabeza de una escritura de la nostalgia rural, deliberadamente provinciana, cultivada por muchos poetas de su tiempo, que pocos años después pasó a llamarse y definirse como «lárica», de los lares desaparecidos. En otras palabras, poesía lenta, rigurosa, sin prisa, pero sin pausa, y que no aspiró nunca a destronar a Pablo Neruda o a definirse como antipoesía.
Teillier salía de la oficina del Boletín, que se hallaba en la Casa Central de la Universidad, en la vereda sur de la Alameda, y cruzaba hasta la vereda norte, donde se levantaba y todavía se levanta el gran edificio del Club de la Unión, impresionante para santiaguinos, emblemático, símbolo de la oligarquía, y a su costado oriente, al otro lado de los adoquines de la calle Nueva York, llegaba al modesto bar La Unión Chica, con su mesón ruidoso y chileno, con pocas mesas, con ofertas de longanizas de Chillán, plateadas, porotos granados, cazuelas de pava con chuchoca, escritas en pintura blanca en el espejo del fondo. A la Unión Chica asistían personajes de la hípica, de la prensa, del comercio minorista, de los escalones medianos de la administración pública, amén de poetas amigos y admiradores de Jorge. Jorge conversaba, bebía alguno de sus vinos, algún pipeño de uva Italia, con parsimonia, con el dedo chico levantado, con su ligero temblor, y regresaba al Boletín a completar sus trabajos escritos, porque era, a pesar de las apariencias y de un largo etcétera, un funcionario constante, aplicado, concienzudo. Su erudición curiosa, diversa, parecía inagotable. Sabía de poesía moderna y antigua en diversos idiomas, de apolillados y olvidados cronicones chilenos, de canciones de la Mistinguette, de Marlene Dietrich, de Libertad Lamarque, de Carlos Gardel y Lucho Gatica, de boxeadores del tiempo presente, como el chileno Godfrey Stephens, amigo suyo, aspirante a escritor, o el panameño Mano de Piedra Durán, y de púgiles de la historia y para la historia o, como decimos en Chile, p’al gato. Una vez, durante una Feria del Libro de Panamá, unos poetas panameños me pararon en la calle y me pidieron noticias de Jorge. Él había ido a un congreso de poetas en Panamá y durante una larga jornada había desaparecido. Salieron a buscarlo a una taberna de marineros del barrio del canal y lo encontraron bebiendo copas de vino tinto y enfrascado en amena conversación con un grupo de boxeadores retirados hacía largo tiempo. A cada uno, ante su asombro, le repetía su historia boxeril en detalle: a ti te noquearon en el quinto round de tu pelea con fulano de tal en tal parte, en el Luna Park o en el Madison Square Garden, y tú ganaste por puntos a tal en el Teatro Circo Caupolicán de la calle San Diego de Santiago de Chile.
Erudiciones inútiles y sin embargo sabrosas, que no carecían de encanto y hasta de enseñanza. Ya he contado que Jorge me llevó una vez, en la zona de la Ligua o de Cabildo, a tomar una última copa, quizá un vino, quizá una piscola, en el bar de un prostíbulo miserable. No me llevó para visitar a las residentes del establecimiento, desde luego, que habían tenido que abandonar sus recintos mejores de Santiago o de Valparaíso, en su decadencia, en su edad, en la caída de sus dientes, sino porque era el único lugar abierto a esas horas en muchos kilómetros a la redonda.
Jorge tenía una amiga compasiva y enamorada que le prestaba una cabaña en el límite de su propiedad agrícola de la zona de Cabildo, señora de apellido alemán, Wagner, por ejemplo, o Ebel, y yo le decía que esa cabaña era un rincón simpático, acogedor, de «la beca Wagner o Ebel». En los muros de la cabaña había fotos pegadas con chinches de sus poetas preferidos, y de sus amigos y amigas. La más destacada era, creo, de Vladimir Maiakovsky, el poeta suicida de la Revolución de Octubre. Quizá, me digo, todos éramos suicidas, y algunos consiguieron suicidarse a tiempo, mientras otros no lo consiguieron. El menos suicida de todos fue Alejandro Jodorowsky, que maniobró con astucia suficiente como para que sus talentos, sus habilidades en la mímica, en los escenarios, en la escritura, en la lectura del tarot, se convirtieran en dinero contante y sonante. Jorge Teillier, en cambio, desde su cabaña poética, sin un peso en el bolsillo, vigilaba. Divisaba entre los árboles a ladrones de leña o de paltas (aguacates) que se deslizaban como sombras y desvalijaban a la dueña del fundo. También observaba a parientes cercanos que trataban de aprovecharse de la señora Wagner o Ebel, que pertenecía al mundo del arte, con sus distracciones y sus desórdenes propios, más que al de la producción de paltas. Jorge me habló de un temporal que asoló la zona y que convirtió una simple acequia en un torrente poderoso, que se llevaba todo por delante. Inventamos que uno de los parientes codiciosos de la dueña del fundo había encontrado al poeta un poco borracho, caminando entre las piedras con pasos vacilantes, y lo había empujado al torrente, ¡para que no vigilara tanto! Poco tiempo después viajé a París y me tocó dar un par de conferencias en la Universidad de Amberes, Antwerpen, en la región flamenca de Bélgica. Llegué a mi hotel en la tarde, en el tren de París, y salí a dar un paseo por los alrededores. De repente tuve la impresión de divisar en una mesa lateral, debajo de unas ramas, a Carlos Barral, que bebía, solo, su cerveza acostumbrada. Pero Barral, editor, poeta, amigo entrañable y difícil, regocijado amigo, como diría Cervantes, había muerto hacía más de un año. Escribí un relato sobre mi paseo en el atardecer por la ciudad de Amberes, recién llegado en el tren de París, en un crepúsculo de primavera adelantada, y de una conversación de larga distancia con Pilar en Santiago. Pilar me contaba que Jorge Teillier había desaparecido en circunstancias sospechosas después de un feroz temporal en tierras de Cabildo y La Ligua. Me pregunté, entonces, si me había encontrado con Teillier, no con Barral, y si había bebido un par de cervezas en compañía de un poeta asesinado, de un fantasma. El relato, El largo día viernes, se publicó en alguna parte, ya no sé si en Chile o en México, y después se me ha extraviado. ¿En castigo por eliminar a un poeta en una fantasía literaria? Quizá sí. Los poetas del Club de la Unión Chica, sectarios, agresivos, resentidos, me acusaron de los peores crímenes. Supe, sin embargo, que había tenido un par de defensores. En cuanto a Jorge, que recordaba nuestras divagaciones, se encogió de hombros y se rio con una risa muy suya, estremeciéndose y tapándose con el puño la boca fina, donde ya faltaban algunos dientes. Mi hija Ximena, de niña, en el pueblo tarraconense de Calafell, donde Jorge Teillier apareció un par de veces en los primeros años setenta, poco después del golpe de estado en Chile, hablaba del «poeta limonero». Divisábamos a Jorge en la extensa playa, frente a un horizonte de veleros, caminando por la arena con cierta dificultad y chupando un limón. Después de una noche de prolongados vinos, pensaba que un limón bien exprimido era un antídoto saludable. Ahora recuerdo al poeta limonero en la distancia; al caballero Enrique Bello, publicista, gastrónomo, aficionado al arte abstracto, comunista poco ortodoxo, también en la distancia. ¡Fantasmas en una playa, o en una oficina destartalada, con afiches de José Stalin, en la calle Miraflores de Santiago, reunidos en un paseo de sueño por el puerto de Amberes!