Se llamaba Currito

Para ir a Currito no hacía falta más que una de esas llamadas a la una y media de la tarde y el plan estaba hecho y la felicidad era una tromba. Currito era lugar más de comidas —de comidas sin prisa— que de cenas. Era también un restaurante de domingo, cuando apetece salir de Madrid sin salir de Madrid y aceptamos la Casa de Campo como campo. Ya dentro, camareros de género nacional servían a esas familias que llevan a la abuela a comer y en las que no suele faltar el adolescente ceñudo ni la niña con aparato dental a la que regañan por usar el móvil. También era fácil levantarse a mear y —en la puerta del baño— tropezar con algún ex ministro felipista, un Ibarra o un Corcuera. En verdad, entrar en Currito con menos de cincuenta años —no digamos con veinte— requería un aplomo, parecía un sacrilegio. Pero uno no ha probado anchoas como esas, y las colas de rape parecían las últimas de toda la creación. Un rioja fino —un rioja «al gusto de Bilbao»— nos iba sirviendo de calefacción central.

Luego terminábamos la copa y salíamos a dar un paseo por la zona, que era —digamos— poco alentadora: algún payaso triste que vendía globos, merenderos con mesas de plástico y locales de esos que celebran bodas destinadas al divorcio. Era un desorden que parecía un abandono. Caminábamos, todo guantes y fulares, por la orilla del Lago. El agua daba frío. Mientras, veíamos a señores mayores que echaban pan a las carpas o compraban pipas para sus nietos en los puestos. Currito tenía una terraza para bendecir la primavera, pero era un sitio de comida cómoda, invernal y confortable, y era un sol ya muy incoloro el que nos acompañaba en el paseo hasta que —de regreso al coche— la oscuridad iba cayendo sin remedio. Ahora que lo pienso, quizá era un poco triste, pero nadie se ha muerto por un atardecer, menos aún si hay buen vino, buen amor, buena compañía. Al volver a casa, ya solo nos quedaban unas horas mínimas de domingo para la siesta tardía o el cine. Y el final de la tarde nos daba esa misma medida cómoda, invernal y confortable, perfectamente adecuada a la felicidad de los hombres.