En el verano del año 2003, un fuego estuvo a punto de arrasar la finca de mi padre y cambiar hacia la tragedia el destino de una familia hasta entonces normal y feliz. Fueron días de mucha congoja. El incendio había saltado el río desde la orilla de Portugal —donde cada año parecía arder medio país— hasta la de Extremadura. Un viento muy caliente llevaba por el aire las pavesas; el cielo tenía ese color desolación que nunca olvida quien ha visto el cielo de un incendio.
Los hombres de la comarca nos reuníamos —aunque uno ahí solo figurase a título turístico— en un alto desde el que se dominaban los contornos. En ese cerro se sorteaban los puestos para las monterías en invierno y, con la misma cantidad de todoterrenos y coches machotes, se intentaba definir la estrategia de ataque contra el incendio ese verano. Para la lucha contra el fuego se habían presentado, como suele ocurrir, menos soldados que coroneles. Y quienes sentían que en el grupo de mando no se hacía caso a su criterio pasaban pronto a engrosar esas tertulias, entre cariacontecidas y chuscas, que tienen lugar entre nosotros hasta, o sobre todo, en las circunstancias de tristeza más solemne, de un accidente a un tanatorio. Al final, la autoridad —Guardia Civil, bomberos de la Junta, Ministerio— terminó por hacerse con la situación, no sin el escepticismo por lo bajo de esos mismos comentaristas, entre quienes había una muy democrática mezcla de amos, jornaleros y mirones. Pero, apartada de su discurrir habitual, la vida —lo recuerdo— paraba en días extraños: lejos del horario de trabajo de siempre, en la práctica, no teníamos otra tarea que esperar. Bajo un cielo enrarecido de humo, mareados de calor, el fuego seguía quemando, y lo que podíamos perder —esas barreras de encinas y carrascas y alcornoques y animales— aparecía ante los ojos con una luz y una belleza más potentes que nunca: con la urgencia de amor que da el peligro.
Así estuvimos dos, tres días, sin convertir el susto en rutina pero —de alguna manera— amoldándonos a él. Al mediodía, cuando volvíamos a comer, la casa tenía —como siempre— esa sombra y ese frescor azulado que le daban las ventanas cerradas para protegerla de la luz de julio-agosto. El silencio, sin embargo, era más grave de lo habitual: era como ese parón súbito, por ejemplo tras una discusión, en que hasta las mismas cosas parecen quedarse tensas y calladas y, si alguien da en hablar, se le hacen gestos para que baje la voz y se le dice en susurros que «no está el horno para bollos». Un sigilo de siesta trasplantado a la hora rara de antes de comer. Sentado a la mesa, mi padre —de por sí hombre de silencios poderosos— miraba en torno con un gesto escasísimo de ver: los ojos desangelados, el labio fruncido, la nariz replegada —su gesto de los momentos muy malos. No era para menos: ese campo —esa finca— era y es su vida, aunque él sin duda hubiera desaprobado ponerlo en términos tan dramáticos.
Quizá por la amenaza antigua del fuego, una fuerza todavía más primitiva que la guerra, en la casa se dio lo que solo puedo explicarme como un repliegue ancestral: puede ser que uno solo fuera a hacer bulto ahí fuera, pero la sensación al salir del cortijo era que las mujeres nos despedían como si fuésemos a luchar contra los amalecitas o tuviésemos que traer de vuelta, tras riesgos y tormentas, la humeante canal de un jabalí. Tal vez eso explicara, al final de todo, el silencio de la casa: era el silencio de quienes velan, de quienes guardan una ausencia. Algo muy antropológico. Pero el hecho de que nos despidieran casi agitando pañuelos también iba a explicar lo que ocurrió un mediodía a nuestra vuelta, cuando nos sentamos a comer —eran días de excepción— sin ni siquiera ducharnos. Mi madre se había hecho a los fogones. Mi madre, cocinera capaz de un aristocrático desdén a su propio talento, con la desenvoltura en la cocina de un Wellington en el campo de batalla, había decidido, sin decir nada a nadie, que nos merecíamos un gran recibimiento y una gran comida.
No sé de dónde se sacó el milagro del pescado fresco —salmonete, almeja, gamba— esos días, cómo lo negoció, a quién mandó a por él; tampoco sé de dónde sacó los ánimos para la trabajera de un arroz para pocos, ni por qué todo se dispuso sobre la mesa sin ningún énfasis, como para que hablara por sí mismo y la sorpresa tuviera que cundir sola en todo lo que va del jamón a los postres. Al verlo, mi padre no dijo nada —no podía ser de otra manera—, pero él mismo se levantó, como un rito propiciatorio, a por una botella de vino blanco. Y el arroz y una copa y dos copas nos fueron sacando alguna palabra de más contra el silencio, nos fueron reconstituyendo el color y la presencia de espíritu, para, terminada la comida, ser devueltos por fin al arte mayor de las siestas de verano. Ya resueltas en la mesa, las cosas, al poco, también mejorarían en el campo. La alegría, sin darnos cuenta, se había restaurado.
Y no hay duda de que la memoria saca brillo a la vida, y quizá esa comida que se me antojó palaciega a mi madre le resultara normal o fuera hija del cálculo —«hoy toca pescado»— propio de la cocina. Pero con ese incidente me pareció que algo cuadraba de modo profundo. Que se hacía justicia a la mujer —mi madre— a la que recordaba en las mañanas de verano, cuando que encargarse de la comida, con arte de cocinera premiada y contabilidad de intendente. Que todo transparentaba esa acepción del amor que es el cuidado y que algo tiene que ver, en última instancia, con la comida y la familia, con el bendito mecanismo tribal del comer juntos. Y también me pareció que, por una afinidad misteriosa, el santo manejo del fuego en el hogar —la civilización— había podido contra la crudeza del fuego como amenaza fuera de la casa.
No me entretendré más: este libro está dedicado a mis padres.
Nacido en un momento en que los niños aún no soñaban con ser cocineros y los cocineros no eran maestros de moral, es posible que mi generación —hijos de la UCD y del primer González— haya sido la última en conocer algo parecido a la cocina familiar. Un país sin estrellas Michelin, sin pizzas a domicilio y con vino a la hora de comer; en el que la quinoa real esperaba turno para salir del altiplano y las buenas gentes se tomaban con gran gusto pasteles adquiridos, según quiere el tópico, tras la misa de domingo. Un país, en fin, en el que el estirón económico de la mitad del siglo había borrado la memoria del hambre para enfrentarnos a problemas propios de las sociedades de la abundancia. No creo que el abandono de la cocina en las casas sea una catástrofe: para la humanidad en su conjunto, por decirlo de modo rimbombante, será mejor cocinar por gusto una vez a la semana que guisar por necesidad todos los días. En un mundo que nunca deja de dar pie a consideraciones melancólicas, en la cocina podemos —al menos— ponernos un poco optimistas. A la vez, tampoco vamos a poder reclamar el aprecio de la comida, el conocimiento demorado y el paladar agradecido de las generaciones que se vieron obligadas a cocinar —a dar de comer— a los otros cada día. Más en España, donde las cocinas regionales —y una cierta cocina nacional— brillaban en las casas lo que no lucían en restaurantes. Ejemplo drástico: cuando se muera Pepita, un portento de cocinera sevillana que conocí, se habrá quedado sin heredero una manera de freír a la andaluza. Y una manera de enredar al pescadero para llevarse las mejores pijotas.
Por mucho que amemos la memoria, sin embargo, la inventiva de la cocina es una alegría capaz de reprimir toda nostalgia: echo mucho de menos algunos restaurantes, y este libro tiene no pocas salvas de homenaje, pero no podemos decir que los que abren son peores. Del mismo modo, la crítica —más venal o más informada— puede cansarnos, y aquí espero no haber hablado nunca de «propuestas» ni de «conceptos», ni haber escrito «producto» o «caldo» donde pueden ir «género» o «vino»; del mismo modo, tampoco espero haber alabado a cocineros por tener «una aproximación honesta» a su oficio —¡solo faltaría!— o por emprender «un diálogo entre tradición y vanguardia». Una de las cosas que hemos de agradecer a la cocina es que el afán por intelectualizarla suele caer en el ridículo: aprecia mucho más el acercamiento de la sensualidad. Aun así, la crítica es básica para distinguir lo bueno de lo malo, para que haya conversación, para que la industria prospere y —por supuesto— por el puro placer de leer al que sabe. Me voy a olvidar de algunos, pero cómo no acordarse de Bellver y de la Serna, de Sostres y Terrés, de Varona y de Maribona o de Alberto «Asturianos», también mesonero de pro. Yo mismo, con la estricta irregularidad que impone la pereza, he hecho algo parecido a crítica en Época o Tapas, en El Confidencial Digital o The Luxonomist. Mi agradecimiento a ellos. En el mejor de los casos, la escritura sobre cocina ha sabido encarnar no solo una retórica para especialistas o un mundanismo dichoso, sino —por decirlo al modo de Perucho— una estética del gusto y una belleza de vivir que va mucho más allá de la crudeza del comer. Temo que algo de eso se está perdiendo ahora —y este libro lo quiere reivindicar.
Dejaré clara mi posición. Culinariamente, soy un tradicionalista curioso o un conservador abierto. Detesto la cocina trampantojo y la nueva moda cuquicursi, y más que el barroco tecnológico o la fusión me interesan los cocineros que rebuscan en una tradición dada y la refinan. Me desalienta el restaurante como parque temático y me fastidia —como si sirviera de algo— toda comida que se lo ponga difícil a la conversación o al vino. Prefiero el hedonismo lento y no creo que nunca transija en el deshonor de guardar cola bajo la lluvia para un ramen. Llevo a las malas la obligación contemporánea de ser gourmet y huyo del cocinillas cargante. No desaprovecho una ocasión —también aquí— para dejar pasar de largo las polémicas y las modas del día. Echo de menos una cocina pegada a los ritmos del año y capaz de distinguir el tiempo ordinario de la fiesta, y aunque me gusten las almejas grandes como el puño de un niño, creo que un genio de la cocina popular fue arreglárselas para ennoblecer una materia prima solo corriente o hacer primores con alimentos considerados mediocres. Admiro los restaurantes que son más conocidos que su chef y, si desconfío del artista en el taller del pintor, aún más desconfío del artistazo en la cocina. En general, un gran higienizante es pagar por lo que uno come.
Más. Me gustan los riojas muy viejos y delgados y los muy jóvenes y juguetones. Los ródanos frescos y bien cubiertos, syrah o garnacha, norte o sur. La gloria jerezana, más de aperitivo que de sobremesa. El oporto y el invierno. El champán, pocas veces: cuando no es muy bueno, bien puede ocurrir que sea malo. Perderse en la Borgoña, que vale por todo un orbe del vino. Y reencontrarse allá en la margen izquierda de Burdeos, entre añadas de serena madurez y pompa otoñal. Confieso que no miro con disgusto a los nuevos viñadores radicales. Amamos lo que amó todo el mundo: el jamón recién cortado, las ostras más frescas, el otoño-invierno con sus aves y vivir en un país donde cada playa da nombre a un amor de verano y a una gamba. En la tradición, más los asados —comemos lo que podemos comer— que los guisos. Y si los años quitan la golosura que teníamos de niños y adolescentes, nos hacen admirar el lenguaje, la química, el milagro del arroz tal y como se cocina en la franja del Levante peninsular. Algo parecido ocurre con la verdura, del desdén infantil a la inquietud con que hoy esperamos los primeros espárragos. Lejos de España solo he echado de menos las cosas más inmediatas:* marmita de bonito, sardinas del norte o del sur, una bocanada de pimentón picante, la alegría y la mordiente de las cocinas que tienen aceite de oliva frente a las que no. La hermana ñora, la hermana piparra. Una buena chuleta. La morcilla, Dios mío, la morcilla.
Hay libros difíciles de explicar que resultan muy gratos de leer: este libro pertenece a los primeros y ojalá pueda estar entre los segundos. Consciente del pie de página que ha representado la literatura gastronómica, como escritor, la cocina me interesa para hablar de la vida y de los afectos. También, como pretexto para lo que dijo Bernard Frank: no es una misión menor de la literatura guardar para una generación posterior la vida de nuestras calles, y estas páginas son las calles —y las mesas— de mi vida. Como también son memoria y vida las ocasionales erudiciones festivas en que incurren estas notas.
Terminar un libro lleva consigo una melancolía muy propia: no saber si volveremos a terminar otro. Terminar Comimos y bebimos añade una nueva: con estas páginas, agoto ese crédito de juventud que se nos da al nacer y rescato algún pecio de una educación sentimental entre los bares y las novias y los amigos y los restaurantes de Madrid. Es tiempo —cerca ya de los cuarenta años— de enterrarlo ahora. Cada vez más familiarizados con los triglicéridos que con los chuletones, ya lo que toca es agradecer esas compañías con las que alguna noche nos quisimos creer reyes del tiempo. A todos les debo algo: una inmersión en Sechuán o clubland, el sabor canónico del pesto, el secreto para que te tumbe y te levante un dry martini. Eduardo Barrachina, Carlos Fernández-Arias, Pepe Bernardo, Carlos Hernández Garay, Jesús Sánchez Guillén, Andrés Rojo: no reneguemos, hermanos, de la alegría que fue nuestra.
Londres, verano de 2018