
Las Ramblas, Barcelona. Durante cuatro años recorrí ese paseo desde plaza Catalunya hasta llegar prácticamente a Colón, en Drassanes, donde se alzaba la Facultad de Comunicación de la Universidad Pompeu Fabra. Quería hacer cine, ser realizadora en televisión, aprender a contar historias a través de las imágenes, como tantas veces había visto hacer a mi abuelo con esa enorme videocámara que me fascinaba. Nadie me cuestionó nunca nada: «Estudia para lo que tú quieras ser», me decían mis padres; «Pero estudia», insistía mi bisabuela. Esa fue su herencia: el dinero debía servir para cubrir los gastos de la universidad. Así, por muy mal que me fueran las cosas, siempre tendría mi formación asegurada. Sabía de qué hablaba, lo que era no poder acceder a estudios superiores, que le dijeran que, siendo mujer, eso no le hacía falta. Mi bisabuela nunca tuvo esa oportunidad: había nacido a finales del siglo XIX.

«Abrid escuelas y se cerrarán cárceles.»
Se abrochó la levita, puso la capa sobre sus hombros y, tras colocar bien su pelo, se ajustó el sombrero. Al llegar a clase, los alumnos miraban de reojo a aquel chico de apariencia un tanto extraña. Vestirse de hombre era la única manera de poder entrar en las aulas sin problema, ya que en pleno siglo XIX no se contemplaba que las chicas fueran a la universidad. Pero Concepción quería ser abogada. Desde pequeña había leído con atención los libros de derecho que heredó de su padre, víctima del absolutismo de Fernando VII cuando ella apenas tenía ocho años. Al conocer sus intenciones, su madre la había apuntado rápidamente a un colegio para señoritas, para que aprendiera modales y se convirtiera en una buena esposa y madre, siguiendo el ideal de mujer de la Restauración. Nada que ver con las expectativas de Concha, apasionada de la poesía que aspiraba a cursar estudios superiores. Ahora que su madre había muerto, recuperaba la esperanza de cursar abogacía. Pero los obstáculos que había sufrido en casa no eran más que un reflejo de lo que encontraría ahí fuera, ya que lo último que se esperaba de ella era que quisiera estudiar.
Así que se travistió y se presentó en la Universidad de Madrid, como un hombre más, dispuesta a asistir a las clases de Derecho Penal y Jurídico, desafiando a una sociedad que la discriminaba y alejaba del conocimiento. Era 1841. Su peculiar aspecto no tardó en llamar la atención del rector, que, sorprendido por su atrevimiento, le ofreció un trato: si pasaba el examen, podría seguir con las clases. Así fue como cursó la carrera, aunque solo como oyente, porque al ser mujer no se pudo matricular ni recibió tampoco ningún título. Ya no tendría que vestirse de hombre, pero tampoco podría sentarse con sus compañeros. Debía esperar pacientemente en una habitación a que un bedel la recogiera para acompañarla a clase y, al terminar, regresaba al cuarto hasta la siguiente.
Allí conoció al que después se convertiría en su marido, el abogado y periodista Fernando García Carrasco, un hombre avanzado a su tiempo, alejado del estereotipo del momento, que trataba a Concha como un igual. Él la animaba a seguir escribiendo lo que tanto le gustaba, poesía, teatro, novela o zarzuela. Juntos asistían al Café Iris, ella siempre con atuendo masculino, pues no quería llamar la atención en esas tertulias mayoritariamente de hombres. Tuvieron tres hijos. Compartieron vida y trabajo. Los dos escribían artículos para la revista La Iberia. Fernando se encargaba de los editoriales, y cuando enfermó, Concha lo sustituyó. Nadie se dio cuenta del cambio, así que al morir su marido le permitieron que siguiera ella en su lugar. El problema fue que, poco después, la Ley de Imprenta de 1857 obligó a poner el nombre en los artículos de opinión de los periódicos…, y cómo iba a firmar el editorial una mujer. Concha fue cesada.
Estaba claro que todo eran impedimentos para las mujeres que querían estudiar o acceder al mundo laboral en igualdad de condiciones, así que, desolada, cogió a sus hijos y regresó al valle de Liébana, tierra cántabra que la vio crecer, donde se volcó en su compromiso con los más desfavorecidos. Convencida por el músico Jesús de Monasterio, su nuevo compañero sentimental, puso en marcha la sección femenina de las Conferencias de San Vicente de Paúl y empezó a involucrarse, desde sus convicciones católicas, en la ayuda a la gente sin recursos. Escribió el Manual del visitador del pobre, una guía para atender a enfermos y necesitados; promovió asociaciones benéficas y colaboró con la Cruz Roja durante las guerras carlistas. Su implicación en cuestiones sociales y humanitarias quedó reflejada en el ensayo La beneficencia, la filantropía y la caridad (1860), que, teniendo en cuenta su experiencia, decidió firmar con el nombre de su hijo, de apenas diez años, convencida de que con nombre de varón valorarían la obra como merecía. No le faltaba razón. Recibió el premio de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Los académicos se quedaron asombrados al descubrir que tras el seudónimo se escondía una mujer, pero ya era tarde para echarse atrás. Concha fue la primera en recibir ese reconocimiento.
Así fue conquistando, poco a poco, parcelas impensables en esa época para una mujer, hasta llegar a desempeñar cargos en la Administración española que hasta entonces habían ocupado exclusivamente hombres. En 1864 fue nombrada visitadora de prisiones de mujeres en La Coruña. Y tras la Revolución del 68 ejerció de inspectora de casas de corrección de mujeres. Fue toda una pionera que cambió la manera de entender la cárcel. Sus visitas a los penales y el contacto directo con las presas le permitieron descubrir el penoso estado de las instalaciones y el trato despectivo y a menudo violento que recibían las reclusas. Se propuso humanizar la prisión, convertirla en espacio de reinserción. Para ello, era necesario instruir a los carceleros para que dejaran de pensar en el castigo y aprendieran a tratar a las presas con dignidad y respeto, siguiendo su ya célebre premisa, «odia el delito y compadece al delincuente», que durante décadas ha lucido en las paredes de las prisiones de mujeres españolas. No se quedó ahí. Sus reivindicaciones traspasaron los muros de la prisión. Defendió una reforma del sistema penitenciario español y criticó la discriminación de las mujeres ante las leyes. Era una auténtica contradicción que el Código Civil tratara de forma desigual a la mujer por considerarla un ser inferior moral e intelectualmente al hombre, y que el Penal contemplase, en cambio, las mismas sanciones para ambos. En Cartas a los delincuentes planteó la necesidad de reformar el Código Penal y automáticamente la cesaron.
Las miserias e injusticias que encontraba a su paso las fue denunciando en La Voz de la Caridad, un periódico quincenal que ella misma impulsó en 1870. También en sus libros criticó el modelo de mujer del siglo XIX. Su amistad con Giner de los Ríos la acercó a la Institución Libre de Enseñanza, partidaria de la formación intelectual femenina, y participó en la creación de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer y la Escuela de Institutrices.
En 1868 vio la luz su primera obra feminista, La mujer del porvenir, en la que defendía una educación en igualdad de condiciones. Criticaba las corrientes antifeministas de la época que defendían una supuesta inferioridad física e intelectual de la mujer escudándose en cuestiones biológicas, y aseguraba que lo que realmente le impedía desarrollarse eran los obstáculos en su instrucción, algo que ella conoció de primera mano. No discutió los roles establecidos de la época, pero subrayó que la vida femenina no podía limitarse a la misión de esposa y madre. La educación era necesaria para el desarrollo intelectual de la mujer y un paso previo e ineludible para su emancipación.
Escribió varias obras evidenciando la situación de la mujer en el siglo XIX: La mujer de su casa, El estado actual de la mujer en España y La educación de la mujer (1892). Ese mismo año participó en el V Congreso Pedagógico de Madrid, donde una vez más defendió la formación de la mujer y su capacidad para ejercer cualquier profesión e intervenir en asuntos sociales.
Concepción Arenal fallecía en Vigo en 1893, tras una vida dedicada a pelear por el derecho de la mujer a la educación y al trabajo remunerado y la defensa de cambios jurídicos que permitieran avanzar hacia la igualdad, dejando como legado las bases sobre las que construir la lucha feminista en nuestro país.