La luna de miel toca a su fin.
Debemos regresar a nuestra realidad. Mi empresa me necesita. Pero antes pasaremos por Jerez para recoger a Flyn y, de allí, iremos a Múnich.
En el viaje de regreso en mi jet privado se nos unen Juan Alberto, que quiere abrir nuevos mercados para su empresa en Europa, Dexter y Graciela.
Sin duda, lo que hablé hace días con mi amigo en lo referente a ella le ha dado que pensar y, sorprendentemente, la incluye en el viaje, cosa que ella acepta encantada.
Judith está feliz. Como yo, se ha percatado de que nuestro amigo siente algo por su asistente y no para de planear cosas con Graciela. Ropa nueva. Peinado nuevo. Salidas con amigos. Y lo más gracioso es ver cómo Dexter cae una y otra vez en sus trampas.
¡Qué básicos somos los hombres y cómo se nos ve el plumero!
Está visto que las mujeres nos superan en ciertos temas, por muy listos que nos creamos. Y también está visto que, cuando sientes algo por una mujer, es muy difícil disimular aunque te lo propongas.
Para muestra, ¡yo mismo!
Llegar a Jerez es reconfortante. Sobre todo, por ver la expresión de felicidad de mi amor.
En el aeropuerto, cuando bajamos del jet privado, un hombre se acerca a mí y me entrega los papeles y las llaves de un vehículo. Al verlo, Jud me mira y yo, contentísimo, explico:
—He comprado este coche para cuando vengamos a Jerez, ¿te parece bien?
Feliz, veo cómo mi mujer observa el Mitsubishi Montero de ocho plazas, igualito que el de Múnich, y exclama encantada de la vida:
—¡Es genial!
Una vez que hemos montado todos, nos dirigimos a nuestra residencia, a Villa Morenita, un lugar encantador que mi suegro, por cercanía, se encarga de vigilar y cuidar en nuestra ausencia.
Cuando llegamos y nos bajamos del vehículo, Judith, orgullosa, les enseña la casa a nuestros invitados. Los acomoda en sus respectivas habitaciones y, al terminar, veo que se va a llamar a su padre por teléfono. Ver su rostro cuando habla con Manuel me hace feliz, porque ella también lo es.
¡Es tan bonita...!
Estoy mirándola embelesado cuando Dexter se acerca a mí y pregunta:
—¿Por qué tu mujer ha tenido que ponerme en la habitación de al lado de la de Graciela?
Sonrío, miro a mi amigo y pregunto:
—¿De qué tienes miedo?
Dexter niega con la cabeza, suelta una de su mexicanadas, da media vuelta en su silla de ruedas y, sin decir más, desaparece.
Un par de horas después, tras habernos duchado, montamos todos en el Mitsubishi y nos dirigimos hacia la casa de la familia de Jud en Jerez. Está deseando verlos. Yo, inexplicablemente, también.
¿Desde cuándo soy tan familiar?
Según entramos en la calle donde vive mi suegro, veo al fondo a Flyn, jugando con Luz.
¿Qué hacen solos en la calle?
De pronto, ellos dejan sus juegos y corren hacia el vehículo como dos descosidos y, feliz de que nos reconozcan, toco el claxon, olvidándome de que están solos en la calle. Los niños saltan y ríen.
Segundos después, casi antes de detener el vehículo, la loca de mi mujer abre la puerta. Pero ¿adónde va, si no he parado el coche?
Sin pensarlo, baja de un salto y rápidamente se abraza a los dos niños, que se abalanzan sobre ella.
—¿Tu mujer está loca? —pregunta Dexter.
No respondo. La manera en que ha bajado me ha asustado hasta a mí, pero al ver su cálida sonrisa y la de los niños, se me olvida el enfado y respondo:
—Sin duda, sí.
Instantes después, abro la puerta, bajo yo también del coche y, antes de lo que espero, Flyn se me echa encima. Sentir su cariño y su cercanía me gusta, me encanta, y de pronto veo que Luz viene hacia nosotros y, antes de que pueda pararla, Flyn, la niña y yo terminamos rodando por el suelo.
¡Menudo espaldarazo me he dado!
Dexter y el resto se ríen a carcajadas y, sin poder evitarlo, y a pesar del golpe que me he dado, digo riendo yo también al ver el gesto de preocupación de mi amor:
—Jud, cariño, ¡ayúdame!
Mi mujer regaña a Luz, que se carcajea aún en el suelo, y cuando Jud me da la mano, tiro de ella y la hago caer sobre mí. De nuevo, las risas nos rodean. Soy feliz, feliz junto a mi mujer y su particular familia.
Media hora después, una vez hechas las presentaciones, todos estamos tomando algo fresco en el jardín trasero de la casa, junto a la piscina; Raquel, mi cuñada, aparece hablando por teléfono y soltando ¡lo más grande!, como diría mi suegro. Sin mirar, deja a la pequeña Lucía en brazos de un descolocado Juan Alberto.
¿Por qué le da a la niña si no lo conoce de nada?
En silencio, todos oímos su conversación y, cuando me doy cuenta de que Luz está escuchando con los cinco sentidos lo que dice su madre, digo rápidamente para atraer su atención:
—Mira, Luz, qué cámara de fotos de Bob Esponja te he comprado.
La niña se centra entonces en mí y acepta encantada el regalo. Flyn coge el suyo y Judith, descolocada y agradecida por mi reacción, le quita a Juan Alberto el bebé de los brazos para comenzar a hablarle:
—Holaaaaaaaaaaaaaaaa..., cucurucucu cucúuuuuuuuuu... Ay, que te como los morretesssssssss, ¡¡¡que te los comoooooooooooo!!!
El grupo la mira. Yo sonrío, y Dexter desconcertado me pregunta:
—¿Qué le ocurre a tu mujer?
Divertido por la naturalidad que veo en Judith al hablarle a la pequeñita, miro a Dexter y respondo:
—Está hablando en balleno.
—¡¿Balleno?!
Asiento, sonrío y aclaro:
—Judith dice que cuando le hablamos así a un bebé se llama balleno.
Ambos reímos por aquello, mi mujer y sus cosas, y el mexicano comenta:
—Sin duda, tu mujer es rarita.
—Sin duda —afirmo enamorado mientras ella sigue hablándole a su sobrina.
Instantes después, cuando alguien le dice que el bebé le queda muy bien, Jud cambia el gesto. Todavía recuerdo que, tras el nacimiento de Lucía, me dijo que no quería tener hijos, e intento no sonreír cuando veo que se rasca el cuello.
Un rato después, una enloquecida Raquel deja de hablar por teléfono, se acerca a nosotros y, tras saludar a los conocidos, le presento a Graciela y a Juan Alberto, a quien apenas mira, pero a éste le oigo decir cuando ella se aleja:
—Mamacita, qué mujer.
Según oigo eso, miro al mexicano con seriedad. Raquel es mi cuñada y no voy a permitir que juegue con ella. Al verme, él hace un gesto y me entiende. Mejor así.
El resto de la tarde lo pasamos en familia, entre risas y buen ambiente, y cuando llega la hora de cenar, cómo no, Manuel nos agasaja entre otras muchas cosas con gambas, cazón adobado, salmorejo y jamoncito del rico, con el que mi mujer junto a Flyn se ponen morados. ¡Vaya dos, cómo son con el jamón!
Esa noche, cuando regresamos a Villa Morenita, una vez que nos hemos despedido de nuestros amigos, Jud y yo entramos en nuestra habitación, donde, sin dudarlo, nos hacemos el amor. Hoy no queremos follar. Deseamos entregarnos el uno al otro, pero con calma y suavidad.
Como siempre, nuestra entrega es extrema.
Nos deseamos... Nos saboreamos...
Ambos lo damos todo y, tras el segundo asalto, en el que me ha dejado con la lengua fuera por su fogosidad, la miro y pregunto:
—¿Qué tal has visto a tu hermana?
Jud se da aire con la mano, está acalorada como yo, y rápidamente dice:
—Enfadada con el empanado de Jesús. Desde luego, ese idiota no sabe lo que quiere.
Asiento. Sin duda para Raquel no tiene que estar siendo un buen momento personal. Entonces recuerdo algo, sonrío y cuchicheo:
—He visto que te rascabas el cuello cuando alguien te ha dicho que te quedaba muy bien tener a tu sobrina en brazos. ¿Por qué?
Según digo eso, abre los ojos descomunalmente.
Oh..., oh..., no sé si la he liado, y musita:
—Eric...
—Jud...
—Te lo dije: no quiero hijos.
—¿Nunca?
Jud comienza a rascarse de nuevo el cuello.
Hay que ver cómo le afectan las cosas cuando escapan de su control, y enseguida indica:
—Eso tampoco. Pero todavía no. No estoy preparada para ello.
Asiento, la entiendo. Yo tampoco estoy preparado, pero me hace gracia ver su gesto cuando se lo menciono. Nunca pensé tener hijos, y menos tras haber criado solo a mi Flyn, pero el día que nació Lucía y la cogí entre mis brazos sentí algo especial y, por primera vez, ser padre pasó por mi cabeza.
¿Qué coño me está pasando?
El cuello de Jud está cada vez más rojo. La conversación no le gusta, y, divertido, la abrazo y la beso. Procuro que olvide el tema y lo consigo. Eso sí, cuando acabamos ese nuevo asalto en el que ella exige a su empotrador, porque ahora quiere follar, nos quedamos dormidos. Estamos agotados.
Estoy durmiendo tan a gusto cuando comienzo a oír:
Feliz... feliz... cumplemesdecasadossss.
Alemán, que la española te ha cazado,
que seas feliz a mi lado
y que cumplamos muchos másssssssssss.
Abro un ojo y me llevo una sorpresa enorme cuando veo a mi preciosa mujercita ante mí con una camiseta roja que me compró y en la que pone VIVA LA MORENITA.
Rápidamente sonrío, me encantan esas locuras de Jud, y ella dice:
—¡Felicidades, tesoro! Hoy hace ya treinta días que estamos casados.
¡Nuestro primer mes!
Asiento casi sin creérmelo.
Cómo de rápido pasa el tiempo cuando uno es feliz. Y, encantado, la abrazo y digo todo lo mexicano que puedo dentro de mi acentazo alemán:
—¡Viva la morenita!
Luego sonreímos y la beso.
Necesito sentirla y necesito que sepa lo feliz que soy como hombre y como marido, y entonces le hago eso que tanto le gusta y me gusta a mí, que es chuparle el labio superior, después el inferior y terminar con un mordisquito.
¡Qué tentación más bonita!
A ambos nos enloquece eso tan nuestro, sólo y exclusivamente nuestro.
Un beso lleva a otro.
Una caricia a otra y, pronto, la camiseta de Jud vuela por los aires mientras siento unos deseos irrefrenables de hacerla mía. Pero, de repente, al posarla sobre la cama, se oye un «prrrrrrrrrrrr» y ambos nos miramos.
¿Qué ha sido ese ruido?
Judith se pone roja, muy roja, y yo parpadeo lleno de incredulidad.
¿En serio?
¿De verdad se ha tirado un pedo delante de mí?
Cuando voy a preguntar si lo que he oído es lo que imagino, ella balbucea con cara de circunstancias:
—Eso no es lo que tú crees.
Ay, Dios..., qué momentazo.
Me río, no lo puedo evitar, mientras ella insiste:
—Lo que ha sonado es la tarta que te traía, que ahora está justo debajo de mi culo.
¡¿Qué?!
¿Tarta? ¿Qué tarta?
Sin dar crédito, miro hacia donde ella indica y, sí..., sí..., sí..., bajo su precioso trasero hay una tarta de bizcocho y chocolate.
Pero ¿cómo ha podido acabar ahí?
¿Cómo puede estar el culo de mi mujer lleno de chocolate?
Y, sin poder remediarlo, me dejo caer al otro lado de la cama y comienzo a reír sin medida.
Dios..., creo que nunca me he reído con tantas ganas como lo estoy haciendo ahora, que hasta empieza a dolerme la tripa.
Lo que no le ocurra a Jud no le ocurre a nadie, y ella, al ver que no puede moverse, también se pone a reír.
Instantes después, cuando veo que se divierte tanto como yo, cojo una de las tazas de café que hay al lado de la aplastada tarta, le doy un trago y, tras cruzar unas palabras con ella, al ver mi gesto murmura:
—¡Ni se te ocurra!
Pero estoy juguetón, travieso y deseoso, y digo:
—Quiero tarta.
—¡Eric!
¡Qué tentación!
Mi fuerza es superior a la suya y, antes de que siga protestando, la pongo boca abajo y, mirando su maravilloso y exquisito trasero lleno de chocolate, no lo dudo y se lo chupo.
Jud protesta e intenta levantarse. No le parece bien que coma de su trasero, pero yo, sin permitírselo, insisto:
—Mmm..., es la mejor tarta de chocolate que he comido en toda mi vida.
Jud ríe. Yo también, y no dejo de disfrutar de ese maravilloso regalo.
Tarta de chocolate sobre el trasero de mi amor, no sólo es morboso y rico, sino también altamente provocador y tentador.
¡Maravilloso!
Minutos después, una vez que le he hecho saber que yo también recordaba nuestro cumplemés y que tengo un regalo para ella, le doy la vuelta y, sin importarme que el chocolate manche mi cuerpo y todo a nuestro alrededor, susurro mirándola a los ojos:
—Te quiero, pequeña.
Y, sí, la quiero.
La adoro. La necesito. La... la... la...
Ella asiente juguetona y, cogiendo tarta con las manos, se la extiende por los pechos, el ombligo, y termina sobre su monte de Venus.
Woooooooooooooooo... ¡Sí!
Mi cara de deseo debe de ser tal que mi loca mujer coge más tarta de chocolate y me embadurna el abdomen y los hombros.
¡Será morbosa!
Caliente. Jud me pone burro y caliente.
Está claro lo que desea, y yo también, por ello, con mi húmeda boca sigo el reguero que ella ha creado para mí y de los pechos bajo a su ombligo y, de ahí, a su increíble monte de Venus, y cuando abro sus piernas despacio para mí, sólo para mí, me la como. Me la como gustoso.
La pasión nos abrasa en segundos.
¡Nos enloquece!
El sexo entre nosotros, como siempre, es enardecedor, y cuando veo cómo se agarra a las sábanas ávida de deseo, me siento el tipo más suertudo y poderoso del mundo.
Satisfecho, agarro a mi mujer y le doy la vuelta. Su bonito y pringado trasero lleno de chocolate queda ante mí, y se lo vuelvo a chupar. Está delicioso, dulce, y cuando mi ansia por ella no puede más, coloco la punta de mi duro pene en la entrada de su chocolateada vagina y, lenta y pausadamente, entro en ella.
¡Qué placer!
Enseguida, Judith exige más y, como siempre, se lo doy. Agarro sus caderas con posesión y, sacando al salvaje que ella pide, me introduzco por completo en su interior y consigo hacerla chillar de placer mientras huele a chocolate y a sexo.
¡Buena mezcla!
Pero sus gritos le indican que vamos a despertar a los invitados y opta por morder las sábanas, aunque arquea las caderas dispuesta a recibir más y más.
Es insaciable.
Sexo. Sexo del bueno, del increíble, del especial, es el que practico con mi mujer.
Me encanta poseerla, como adoro que ella me posea a mí, y, necesito ver su bonita cara, así que detengo mis contundentes movimientos, salgo de ella, le doy la vuelta y, cuando nuestros ojos conectan, vuelvo a penetrarla con mi duro pene y le exijo mientras vibro:
—Mírame.
Ella lo hace. Me mira.
Clava sus increíbles ojos oscuros de hechicera en mí y comienza a mover la pelvis en busca de locura.
Sus movimientos serpenteantes me hacen jadear. Mi mujer sabe muy bien lo que se hace, y yo enloquezco. Me embrutezco. Hasta que vuelvo a tomar el mando de la situación, la inmovilizo y la hago mía una y otra vez, deseoso de ella, de mi mujer, de mi pequeña.
Placer...
Calor...
Deseo...
Y amor...
Ese cóctel que ella me ha enseñado que existe es maravilloso, y disfrutamos del momento con intensidad, locura y ardor, hasta que un increíble orgasmo hace que ella tiemble bajo mi cuerpo y yo, tras haber cumplido mi empeño, me dejo ir.
Agotados, caemos sobre la cama. Uno al lado del otro, con las respiraciones aceleradas.
—¿Todo bien? —pregunto deseoso de saber.
Jud asiente, mueve la cabeza y afirma:
—Impresionante.
Una vez que la locura baja de intensidad, parecemos estar hechos de tarta de chocolate. Hay tarta en nuestros cuerpos y nuestra cama, y reímos, reímos encantados.
Si alguien me hubiera dicho hace tiempo que todo ese pringue me iba a hacer gracia, nunca lo habría creído. Pero sí, estar embadurnado de chocolate junto a mi morenita es divertido, maravilloso y encantador, tremendamente encantador, y espero que no sea la última vez.
Esa mañana, tras darnos una ducha, cuando nos vamos a ir a comer al restaurante de la Pachuca, junto al resto del grupo, que, por sus miraditas sonrientes, me hacen saber que nos han oído, la paro. Cojo a Jud de la mano, la hago entrar de nuevo en la habitación y, entregándole un sobre, digo:
—¡Tu regalo!
Ella lo coge y, mirándolo, cuchichea al tiempo que levanta las cejas:
—Tú y los sobres.
Oír eso me hace gracia. Sin duda se le ha quedado grabado que la primera Navidad que pasó con nosotros yo entregaba a todo el mundo mis regalos metidos en un sobre.
Pero, joder..., soy un hombre práctico. Un cheque es lo mejor. Así, cada uno se compra lo que quiere y nunca fallo.
No quito mis ojos de los suyos.
Quiero ver su reacción cuando vea lo que hay en el interior del sobre, y segundos después su gesto cambia cuando saca el papelito y lo lee. Sin dar crédito, me mira y parpadea. Su gesto de sorpresa me llena el corazón. La he sorprendido y, boquiabierta, pregunta:
—¿En serio?
Afirmo con la cabeza. Sé lo que le he regalado, aunque me ha costado hacerlo, e indico:
—Léelo en alto para que esté seguro.
Con una preciosa sonrisa, ella lee:
—«Vale por una equipación completa de motocross».
Asiento. Su felicidad es mi felicidad y, sonriendo, afirmo:
—Si es lo que pone, entonces es verdad.
Jud suelta el papel. Me agarra del cuello y me besa.
¡Sí!
Y yo, encantado, acepto esos besos tan maravillosos, aunque siento que me va a romper las cervicales.
¡Qué bruta es la morenita!
Pero da igual, no me importa. Cuando sus besos acaban, me mira y dice, consiguiendo que todo el vello de mi cuerpo se erice:
—Te quiero, mi amor.
Joder, lo que me entra cuando la oigo decir eso.
Que Jud me quiera tal y como soy, cuando ni soy el tío más divertido del mundo ni el más transigente, me hace feliz, muy feliz, y me ratifico: ella es lo mejor que me ha pasado en la vida.
Una hora después, en el restaurante de la Pachuca, como siempre que la mujer me ve, se desvive conmigo. ¡Qué amores le ha cogido a su Frankfurt!, que así es como me llaman estos jerezanos.
Para no variar, la Pachuca nos prepara una comida que da gusto comerla y todos la disfrutamos de lo lindo.
Intento no sonreír cuando veo cómo unos chicos silban y piropean a Graciela, y Dexter disimula.
¡Joder, qué mal rato está pasando!
No comenta nada, pero está atento a lo que le dicen. Lo sé por lo callado que está, cuando él suele ser casi siempre el centro de atención.