INTRODUCCIÓN

SEMBLANZA DE MIGUEL DELIBES

Mis personajes son, en buena parte, mi biografía.

Pasé la vida disfrazándome de otros, imaginando, ingenuamente, que este juego de máscaras ampliaba mi existencia, facilitaba nuevos horizontes, hacía aquélla más rica y variada. Disfrazarse era el juego mágico del hombre, que se entregaba fruitivamente a la creación sin advertir cuánto de su propia sustancia se le iba en cada desdoblamiento. La vida, en realidad, no se ampliaba con los disfraces, antes al contrario, dejaba de vivirse, se convertía en una entelequia cuya única realidad era el cambio sucesivo de personajes.1

En estos términos, absolutamente unamunianos, se expresaba Miguel Delibes en el discurso de recepción del Premio Miguel de Cervantes (25 de abril de 1994), señalando cómo su propia vida había sido, en buena medida, la vida de sus personajes de ficción.

El novelista, rebasados los setenta años, con la lucidez y sinceridad que caracteriza su trayectoria vital y artística, afirmaba, con claridad y nostalgia, haber vivido ensimismado en la creación de otras vidas, imaginando que el juego mágico de la creación le permitía ampliar su existencia, trascenderse a sí mismo. Si la interdependencia entre vida y obra es cierta en cualquier escritor, pues toda escritura es en buena parte autobiográfica, en el caso de Delibes lo es de manera manifiesta.

Miguel Delibes nace el 17 de octubre de 1920 en Valladolid, en el seno de una familia de clase media. Su padre, descendiente del compositor francés Leo Delibes,2 era catedrático de la Escuela de Comercio, de la que con el tiempo lo sería también el autor. Emparentado con Albas y Siliós,3 crece desde niño en un ambiente liberal y cristiano.

Cursa los estudios de bachillerato en el Colegio de Lourdes de los Hermanos de la Salle. Precisamente a uno de sus profesores le debemos la primera aproximación al carácter del autor: «Tiene la mirada lánguida y un poco tristona y es, sin embargo, Miguel, el más alegre y juguetón del grupo».4

Esa mirada lánguida y tristona ocultaba —tal como ha confesado Delibes— la angustia, el miedo frente a la muerte, que se concretaba en una obsesión por la muerte de su padre: «Mi padre fue un hombre que se casó tarde. Cuando comencé a discernir sobre la vida y la muerte, él contaba ya cerca de sesenta años, la edad prácticamente de la muerte. Detrás de mí había cinco hermanos. Yo era el tercero de ocho. Sin embargo, no me planteaba el problema económico, aunque mi padre era el único sostén de mi familia, sino el amargo problema del desasimiento: el dejar o ser dejado.»5

El amargo problema del desasimiento será el tema de La sombra del ciprés es alargada, primera novela, con la que Delibes obtuvo el Premio Nadal 6 en enero de 1948. Tiene, entonces, el autor veintisiete años, ha terminado la carrera de Derecho y Comercio y, tras ganar las oposiciones a la Cátedra de Derecho Mercantil, se casa con su novia de siempre, Ángeles de Castro, y el primero de los siete hijos del matrimonio cuenta aproximadamente un año. No parece, por tanto, que su situación personal justifique el pesimismo radical y la adhesión a la «filosofía del desasimiento», que guía la vida de Pedro, el solitario protagonista de la novela, cuyo lema de conducta se cifra en el schopenhaueriano «no arriesgar para no perder».

Sin embargo, el miedo a la muerte, por lo que ésta implica de «dejar o ser dejado», debía de haber calado muy hondo en la psicología del joven Delibes, pues, más allá de esta novela, la muerte junto con la infancia, el miedo, el hombre acosado serán temas recurrentes en su producción narrativa.

Tras la La sombra del ciprés es alargada, cuya primera parte es realmente extraordinaria, la que corresponde a la formación del carácter del adolescente Pedro en casa de su preceptor, en la sombría y mística ciudad de Ávila, Delibes publica Aún es de día (1949), novela «precipitada y tosca» —en palabras del autor—. Se trata, desde mi punto de vista, de una novela puente entre dos formas distintas de narrar y, aunque pueda considerarse inferior a la primera, anuncia algunas técnicas narrativas, como el estilo indirecto libre, fundamentales en las novelas posteriores. Sin embargo, a Aún es de día, le perjudica el exceso de retórica y cierta tendencia a la acumulación descriptiva propia del realismo-naturalismo decimonónico, incluso en el personaje de Sebastián hay evidentes resabios galdosianos.

A partir de estos dos tanteos, la andadura narrativa de Delibes seguirá un curso de calidad creciente, mantenido con regularidad y constante fidelidad a unos principios ético-estéticos inquebrantables. Se trata de un proceso de crecimiento progresivo que, sin renunciar a sus señas de identidad ético-estéticas —«un hombre, un paisaje y una pasión»—, permanece abierto a las diferentes corrientes y tendencias estéticas vigentes en la novela española desde la década de los cuarenta hasta prácticamente la actualidad.

En este proceso de crecimiento hay novelas que suponen una inflexión estética cualitativa, tal es el caso de El camino (1950), reconocida unánimemente por la crítica como una de las obras maestras del autor. Sobejano ha sintetizado certeramente algunas de las características que distinguen esta novela de las anteriores, a las que a efectos estéticos añade Mi idolatrado hijo Sisí (1953). En éstas —escribe— «se advierte la presencia del autor, que, como tal autor, narra y describe, mientras que en ésta (El camino), el autor da la impresión de haberse infundido del todo dentro de unas figuras que aparecen directamente, presentándose ellas mismas en su vivir. Y puesto que la síntesis, la compenetración, es lo propio de la poesía, no extraña que se haya aplicado a la segunda época de Delibes la designación “realismo poético” frente al realismo analítico de la primera época».7

La importancia que la crítica concede a El camino en la trayectoria narrativa de Delibes se evidenció ya en el momento de su publicación. Antonio Vilanova, desde su columna habitual de crítica literaria «La letra y el espíritu», en la barcelonesa revista Destino, relacionaba el realismo poético de El camino con el Poney colorado de Steinbeck y, en tono elogioso, añadía: «Es preciso advertir que no es sólo la poetización de lo vulgar ni la captación de los incidentes mínimos de la vida provinciana lo que otorga valor a este libro magistral. Su portentoso acierto estriba en haber logrado el don supremo de la objetividad que caracteriza al novelista nato, en haber reducido su intervención activa al mero papel de transcriptor y en haber pintado la vida de la aldea no sólo desde el punto de vista infantil de Daniel, el Mochuelo, sino de acuerdo con la propia conciencia de todo el pueblo.»8

También en Destino, Carmen Laforet, por su parte, comparaba la novela al neorrealismo italiano y pocos días después terminaba su crónica en el diario Informaciones con estas elogiosas palabras: «Por esta novela, por su sencilla belleza, yo le estoy agradecida y el haber leído muchas, muchísimas traducciones, no me sirve sino para preferir el libro entre muchos, y el ser autor, para desearle al libro la suerte de caer en manos acostumbradas a manejar libros, para que puedan apreciar su fuerza y su belleza.»9

Aunque resulte una redundancia lo cierto es que con El camino Delibes encuentra su verdadero camino como novelista. Apuesta por la sencillez, la naturalidad del estilo, tamizado de cordial ironía y la búsqueda de la autenticidad se convierte en su preocupación fundamental.10

La trayectoria de Delibes se ha desarrollado fundamentalmente en dos ámbitos complementarios entre sí, el del periodismo, como redactor de El Norte de Castilla, desde 1943, y la creación. Del ejercicio diario del periodismo aprende Delibes a valorar el aspecto humano de los acontecimientos y la capacidad de síntesis, ambos elementos fundamentales en la creación literaria. En 1952 es nombrado subdirector de El Norte de Castilla, a la vez que prepara su cuarta novela, Mi idolatrado hijo Sisí (1953), nuevo análisis de la condición humana en torno a la figura de Cecilio Rubes, burgués satisfecho y egoísta. Técnicamente la novela plantea, sin embargo, varias innovaciones con respecto a las dos primeras en cuyo grupo la crítica la incluye habitualmente. El insertar recortes de prensa para situar y ambientar la acción en un momento histórico concreto, 1917-1938, recuerda el estilo de John Dos Passos en Manhattan Transfer.

En 1955, publica Diario de un cazador, Premio Nacional de Literatura, y la continuación, Diario de un emigrante, en 1958, fecha en que Delibes es nombrado director de El Norte de Castilla.11 Ambas novelas, narradas en primera persona, constituyen la primera y segunda parte de un mismo proyecto narrativo. El protagonista de ambas es Lorenzo, joven bedel de un instituto de provincias, con la misma pasión por la caza y la vida al aire libre que su autor. La acción de la primera discurre en una ciudad de provincias castellana y reproduce con fidelidad el lenguaje popular, castizo e incluso barriobajero, mientras que en la segunda, el personaje viaja a Chile para «hacer plata», pero siente la nostalgia de su tierra y se ve obligado a regresar sin haber conseguido su objetivo. Esta segunda parte es trasunto literario de las impresiones de viaje del novelista por Brasil, Argentina y Chile en 1955, recogidas en libro con el título de Un novelista descubre América (1956).

Tras los diarios del bedel cazador y emigrante, ve la luz La hoja roja (1959), en torno al sentimiento de soledad radical de un viejo funcionario jubilado ante la proximidad de la muerte. El título es una metáfora, en la que la jubilación es interpretada como compás de espera ante la muerte, como un aviso de que la vida se acaba, al igual que al fumador la hoja roja del librillo de papel de fumar le anuncia que sólo le quedan cinco.

En 1962 Miguel Delibes consigue el Premio de la Crítica con una novela espléndida, especie de cuadro solanesco de la vida de Castilla, Las ratas. El protagonista es también un niño, el Nini, cuya sabiduría natural e instinto de la naturaleza tienen una dimensión simbólica. Las ratas presenta indudables analogías con el mundo de El camino, aunque el medio rural es ahora motivo de denuncia de unas condiciones de vida primitivas, míseras y brutales.

Con la publicación de Las ratas el camino emprendido por Delibes pasa de la preocupación por temas y personajes individuales a una preocupación más amplia, de índole social, tal como advirtiera Sobejano: «Miguel Delibes ha ido pasando de una problemática existencial relativamente abstracta hacia una problemática social muy actual y concreta que le coloca hoy en el mismo frente en que han operado o siguen operando novelistas algo más jóvenes, como Fernández Santos, Sánchez Ferlosio, Martín Santos y otros.»12

Esta actitud está estrechamente ligada a su tarea periodística claramente de denuncia del abandono de Castilla en la década de los sesenta. Paradójicamente los sesenta son años de cierta liberación del control y censura en prensa; sin embargo, no fueron favorables para la redacción de El Norte de Castilla. El 8 de junio de 1963, tras varios enfrentamientos con Fraga Iribarne,13 entonces, ministro de Información y Turismo, por una serie de campañas en defensa del campo castellano, Delibes presenta la dimisión como director de El Norte, aunque siguió vinculado a él desde el Consejo de Redacción y a través de la fundación de una emblemática Sala de Cultura, inaugurada por Julián Marías y por la que pasaron los nombres más prestigiosos de la vida cultural española.

La publicación en 1966 de Cinco horas con Mario «fue un aldabonazo en la conciencia literaria del momento» —en palabras de García Posada—.14 El conflicto de mentalidades expuesto a través de la voz de Carmen, en cinco horas de soliloquio frente al cadáver de su marido difunto, da pie, en primer término, a un certero análisis de las carencias afectivas, de la falta de comunicación entre la pareja y, a la vez, reconstruye de forma magistral las limitaciones y ramplonería de la clase media española de posguerra. La atención constante de los críticos 15 desde su publicación hasta hoy testimonian el valor indiscutible del texto y su significación en el panorama de la narrativa de posguerra.

Tras la acentuación crítica y renovación técnica que supuso la utilización del monólogo interior en Cinco horas con Mario, Delibes publica tres años después Parábola del náufrago, dedicada «a todos los oprimidos, a los del Este y a los del Oeste». Parábola de la degradación progresiva hasta la aniquilación del individuo bajo la presión de un sistema totalitario, encarnado en la figura andrógina de don Abdón. El protagonista, Jacinto San José, pobre hombre acosado, condenado a ser un mero engranaje de la cadena de producción, se despersonaliza, se animaliza convirtiéndose en un cordero que termina cercado simbólicamente por el seto que él mismo había plantado. Relato alegórico de una pesadilla, transcrito con un lenguaje desarticulado, que desempeña una función relevante en la interpretación de la novela, contribuyendo a desdibujar los límites reales y ambientales en favor de la universalidad del tema. Dicho experimentalismo narrativo estaba en consonancia con otras novelas españolas de la misma época, como San Camilo 1936, de Cela.

Asimismo, conviene precisar que la gestación de dicha novela aparece estrechamente vinculada al viaje de Delibes por Checoslovaquia, poco antes de que se truncaran los aires de incipiente libertad con la invasión rusa en la primavera de 1968. La serie de estas crónicas viajeras fue publicada inicialmente en la revista Triunfo y recogida en libro con el título de La primavera de Praga (1968).

En 1973 Miguel Delibes publica El príncipe destronado, escrita en 1964. La tesis de la novela es mostrar la pequeña tragedia, los celos, de un niño de tres años desplazado por el nacimiento de un hermano e incomprendido por el mundo de los adultos, en el que desempeña un papel fundamental la figura autoritaria de su padre. El trazado psicológico de dicho personaje presenta evidentes analogías con Carmen de Cinco horas con Mario.

El mismo año de 1973, el autor vallisoletano es elegido miembro de la Real Academia Española. En el discurso de ingreso titulado «El sentido del progreso desde mi obra» (25 de mayo de 1975), Delibes aborda las claves ideológicas del sentido del progreso tecnológico en sus novelas y matiza las injustificadas acusaciones de un sector de la crítica, que venía achacándole, desde la publicación de El camino, actitudes reaccionarias. En este sentido, el autor manifiesta sin ambages que desde que empezó a escribir «me ha movido una obsesión antiprogreso no porque la máquina me parezca mala en sí, sino por el lugar en que la hemos colocado con respecto al hombre» para añadir que «el hombre, nos guste o no, tiene sus raíces en la naturaleza y al desarraigarlo con el señuelo de la técnica, lo hemos despojado de su esencia».16

Medio año antes de leer dicho discurso fallece su mujer, la que Delibes definiera en la dedicatoria de Diario de un emigrante como «su equilibrio». El hecho crucial de la muerte se hace realidad trágica en la vida de Delibes. El amargo problema del desasimiento, el dejar o ser dejado, que ilustrara su primera novela, es ahora sentimiento vivido con profundo desgarro en propia carne. Por ello, desde la coherencia profunda entre vida y literatura, Delibes pronuncia unas emotivas palabras en recuerdo de Ángeles, «cuya sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir»:17

Desde la fecha de mi elección a la de ingreso en esta Academia me ha ocurrido algo importante, seguramente lo más importante que podría haberme ocurrido en mi vida: la muerte de Ángeles, mi mujer, a la que un día, hace ya casi veinte años califiqué de «mi equilibrio». He necesitado perderla para advertir que ella significaba para mí mucho más que eso: ella fue también, con nuestros hijos, el eje de mi vida y el estímulo de mi obra, sobre todas las demás cosas, el punto de referencia de mis pensamientos y actividades. Soy pues, consciente de que con su desaparición ha muerto la mejor mitad de mí mismo. Objetaréis, tal vez, que al faltarme el punto de referencia mi presencia aquí esta tarde no pasa de ser un acto gratuito, carente de sentido, y así sería si yo no estuviera convencido de que al leer este discurso me estoy plegando a uno de sus más fervientes deseos y, en consecuencia, que ella ahora, en algún lugar y de alguna manera, aplaude esta decisión mía.18

Tres años tardó Delibes en volver a la escritura de novelas. Desde diciembre de 1975, en que publica Las guerras de nuestros antepasados, probablemente redactada en los meses previos al fallecimiento de Ángeles, hasta 1978 con El disputado voto del señor Cayo. Etapa de angustia, agostamiento e imposibilidad de concentrarse en nada, que recrearía magistralmente en Señora de rojo sobre fondo gris (1991).

En Las guerras de nuestros antepasados,19 asistimos, desde la cárcel, a la confesión descarnada de un pobre infeliz, que responde al simbólico nombre de Pacífico Pérez, hipersensible por naturaleza, víctima inocente de la violencia atávica de sus familiares y del primitivismo ancestral del medio rural en el que vive.

El disputado voto del señor Cayo supone el enfrentamiento entre dos mundos, dos culturas, la rural, basada en la tradición oral, representada por el señor Cayo, con su vocabulario rico y preciso y la urbana, por los jóvenes que llegan al pueblo en plena campaña electoral para pedirle el voto. El enfrentamiento se salda con la decepción entre ambos mundos que «recíprocamente se ignoran». Ambas novelas ambientadas en el mundo rural suponen una vuelta a las preocupaciones fundamentales de Delibes, el hombre acosado por la violencia en la primera y la defensa de la agonizante cultura rural en la segunda.

En 1982 recibe el premio Príncipe de Asturias de las Letras junto a Gonzalo Torrente Ballester. Y en 1984 la Junta de Castilla y León le concede el Premio de las Letras, en su primera edición, por ser Delibes «escritor con territorio», como certeramente le llama César Alonso de los Ríos.

En esta década de los ochenta, sin olvidar la dimensión crítica que han ido adquiriendo sus novelas, Delibes acentúa el componente autobiográfico, presente con intensidad desigual desde La sombra del ciprés es alargada. Ven la luz en estos años cuatro novelas más: Los santos inocentes (1981), Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1983), El tesoro (1985) y Madera de héroe, Premio Ciudad de Barcelona, 1987.

Desde la perspectiva autobiográfica es preciso señalar la importancia de Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso, novela epistolar, en la que el protagonista, periodista en un imaginario diario de provincias, El Correo de Castilla, es el reverso autobiográfico del propio autor. Con la publicación de Madera de héroe —elaborada con abundante acopio de materiales autobiográficos—,20 Delibes saldaba una deuda personal y generacional: la de los españoles que participaron en la guerra civil. Y, aunque Madera de héroe es una novela de aprendizaje en el sentido tradicional, la descripción del conflicto bélico juega un papel determinante en la formación del carácter del protagonista, Gervasio García de la Lastra, educado en un medio familiar burgués, tradicional y católico, presionado desde la infancia por la creencia insólita de que era un ser excepcional llamado a un destino heroico. La vuelta a la infancia y a la guerra como forma más primaria de violencia presenta evidentes similitudes con Mi idolatrado hijo Sisí y sobre todo con Las guerras de nuestros antepasados.

Desde la perspectiva estética, resalta la importancia cualitativa de Los santos inocentes, relato duro y descarnado de la opresión de unos pobres campesinos bajo el despotismo cuasi feudal de sus amos. Desde el punto de vista formal esta novela —cuya disposición gráfica casi poemática 21 recuerda los salmos bíblicos— es uno de los textos más vanguardistas e innovadores de Delibes.

En 1991, el Ministerio de Cultura le concede a Delibes el premio Nacional de las Letras Españolas, poco antes de publicar Señora de rojo sobre fondo gris, a la que seguirá Diario de un jubilado (1995). Señora de rojo... es un relato testimonial, elegía y homenaje a la memoria de Ángeles, su mujer convertida en Ana, la protagonista de la novela. La técnica literaria es, en cierta medida, complementaria de Cinco horas con Mario. Si allí la voz de Carmen, en torrencial soliloquio, teñido de nostálgico resentimiento, evocaba durante cinco horas de velatorio su vida junto a Mario difunto, aquí es la voz desolada del narrador, álter ego de Delibes, quien recuerda con serenidad los últimos años vividos junto a su mujer, la señora de rojo, en las postrimerías del franquismo, que coinciden con la muerte prematura de la misma. Destaca la depuración, sencillez y pulcritud del lenguaje que hacen de ella en este sentido una pequeña obra maestra. En 1998, publica su última novela, El hereje, ambientada en Valladolid en el reinado de Felipe II. Con una sólida documentación histórica sobre el luteranismo y las luchas religiosas en Castilla, Delibes narra, con extraordinaria maestría, la peripecia existencial de Cipriano Salcedo, un luterano honesto cuya fidelidad a dicha doctrina le llevará a la muerte en la hoguera.

A su extensa producción narrativa Delibes ha venido incorporando, desde los años cuarenta, un total de veintidós cuentos en diversas series: La partida (1954) contiene diez relatos. Siestas con viento Sur (1957), volumen que incluye La mortaja, El loco, Los nogales y Los raíles, por el que se le otorgó el Premio Fastenrah. Dos de los cuentos de esta última serie, La mortaja y Los nogales, fueron comparados por su «fatalismo trágico y sobrecogedor» con el mejor Faulkner.22

En 1966 Delibes publica otro cuento, La Milana,23 que se corresponde con el libro primero de Los santos inocentes. Finalmente, La mortaja (1970), volumen de nueve cuentos, encabezado por el mismo que abría Siestas con viento Sur. El tema es la soledad, la angustia y el miedo que atenaza al pequeño Senderines, huérfano de madre, ante el descubrimiento del cadáver de su padre. Otro ejemplo magistral de la presencia constante del miedo, la muerte y la infancia en la narrativa de Delibes. El valor germinal de muchos de estos cuentos con respecto a las novelas del autor ha sido subrayado por los críticos.24

Además de los libros y crónicas de viajes señalados en correlación directa con la gestación de algunas novelas, el novelista vallisoletano, poco aficionado a salir de su territorio, ha publicado: Por esos mundos (1961); Europa parada y fonda (1963); USA y yo (1966); Dos viajes en automóvil: Suecia y los Países Bajos (1982), resultado de sus impresiones de viajes y de la importancia que concede al saber mirar para no perder nunca la capacidad de sorprenderse, «un viaje exige una mirada virgen, una conciencia sin deformar», porque «quien viaja con la presunción de estar de vuelta de todo, es un observador frustrado; se precisan ojos de palurdo para sacarle a un viaje un rendimiento»,25 ha escrito Delibes.

A caballo entre el reportaje periodístico y la crónica novelesca surgen: Castilla (1960), crónicas rurales re editadas en 1964 con el título de Viejas historias de Castilla la Vieja, y Castilla, habla (1986), que viene a incidir sobre una vieja preocupación del autor, levantar acta de la realidad de las gentes y la tierra castellana.

Capítulo aparte merecen los libros delicados a la caza,26 la gran afición de Delibes. A La caza de la perdiz roja (1963), que puede ser leído como complemento a los conocimientos cinegéticos de Lorenzo en Diario de un cazador, le siguen El libro de la caza menor (1964); Con la escopeta al hombro (1970); La caza en España (1972); Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo (1977) y El último coto (1992). Todos ellos ejemplos espléndidos del conocimiento profundo de la tierra, el paisaje de Castilla, así como de la jerga del cazador.

A la tarea estrictamente de creación y a sus crónicas periodísticas o cinegéticas Delibes desde los años sesenta ha añadido libros de artículos, diarios y reelaboraciones autobiográficas. El primero de ellos, Vivir al día (1967), recopilación de una serie de artículos sobre temas diversos, publicados inicialmente en El Norte de Castilla, La Vanguardia, Ya e Informaciones. Un año de mi vida, diario literario desde el 22 de mayo de 1970 al 20 de junio de 1971, es, sin duda, un libro extraordinariamente útil para conocer la personalidad de Delibes, pues, además, de impresiones personales y valiosas reflexiones sobre la creación literaria, incluye críticas de arte, cine y literatura. Antes de ser recogidas en libro dichas impresiones habían ido apareciendo semanalmente en Destino, bajo el título de Notas.

La tendencia al memorialismo y la autobiografía se intensifica en los hasta hoy últimos volúmenes, Mi vida al aire libre (1989), reelaboración de diversos motivos autobiográficos referentes sobre todo a su infancia, y Pegar la hebra (1990), colección de varios artículos relacionados con los temas más diversos, desde la relectura de Nada de Carmen Laforet, las elegías a «Garrigues, el maestro» y «Nacho, el mago», así como dos textos de singular importancia para el análisis de su labor periodística, «La censura de prensa en los años cuarenta» y «El Grupo Norte 60». Además, prima, en este último libro, un intento, por parte del autor, de entablar conversación con el lector, pegar la hebra, como gráficamente indica su título.

El premio Miguel de Cervantes, concedido a Delibes, «hombre auténtico de veras» 27 en 1994, ha venido a recompensar merecidamente esta larga y espléndida carrera de escritor, dignísimo heredero del arte cervantino en lo que éste tiene de sensibilidad afectiva, realismo y piadosa ironía.

NATURALEZA Y CONCEPTO DE LA NOVELA

Aunque Miguel Delibes ha huido siempre del papel de teórico 28 de la literatura, afirmando con modesta tozudez que es «un cazador que escribe», es evidente que de la lectura atenta de sus novelas, cuentos, diarios, conversaciones y discursos se desprende, si no un corpus teórico de ideas, sí unas nociones constantes sobre la novela que evidencian —sobre todo a partir de la obtención del Premio Nadal— una reflexión lúcida y coherente sobre su tarea como novelista.

Varios trabajos de distintas épocas contienen lo esencial de dichas reflexiones: Conversaciones con Miguel Delibes (1971), Un año de mi vida (1972), «Los personajes en la novela» (La Vanguardia, 20 de diciembre de 1980) y «Mis personajes son en buena parte mi biografía», discurso del autor en la recepción del Premio Miguel de Cervantes (ABC, 26 de abril de 1994). Además, pueden rastrearse ideas similares en los diferentes prólogos del autor a los volúmenes de Obras Completas, en algunos de sus artículos recogidos en el libro Vivir al día (1953-1967) y también en «Breve reflexión sobre mi obra literaria», conferencia pronunciada en el Paraninfo de la Universidad de Barcelona en 1978, así como en «He sido un novelista de personajes», texto que recoge la intervención del autor en los cursos de El Escorial, en el verano de 1991.

El análisis de los mencionados textos revela una perfecta coherencia y fidelidad a unos principios ideológico-estéticos aunque distinta de la que encontraríamos en una retórica normativa.

De los ingredientes que se conjugan en la creación de una novela, Delibes ha resaltado siempre la importancia medular del personaje: «Crear tipos vivos, he ahí el principal deber del novelista. Unos personajes que vivan de verdad pueden hacer verosímil un absurdo argumento, relegar, hasta diluir su importancia, la arquitectura novelesca y hacer del estilo un vehículo expositivo cuya existencia apenas se percibe. Poner en pie unos personajes de carne y hueso e infundirles aliento a lo largo de doscientas páginas es, creo yo, la operación más importante de cuantas el novelista realiza (...). Visto desde este ángulo, el personaje se convierte en eje de la novela y su carácter prioritario se manifiesta desde el momento en que el resto de los elementos que integran la ficción deben plegarse a sus exigencias.»29

La importancia que Delibes otorga al personaje en la gestación de la novela arranca probablemente —tal como ha señalado Antonio Vilanova—30 de la concepción unamuniana del desdoblamiento del autor en sus criaturas de ficción, expuesta por el maestro salmantino en Tres novelas ejemplares y un prólogo (1920) y en Cómo se hace una novela (1931).

Desdoblamiento autobiográfico que confirman no sólo sus novelas, sino en el que el propio Delibes ha insistido en repetidas ocasiones a lo largo de su Diario: «El novelista auténtico tiene dentro de sí no un personaje, sino cientos de personajes. De aquí que lo primero que el novelista debe observar es su interior. En este sentido, toda novela, todo protagonista de novela lleva dentro de sí mucho de la vida del autor. Vivir es un constante determinarse entre diversas alternativas. Mas, ante las cuartillas vírgenes, el novelista debe tener la imaginación suficiente para recular y rehacer su vida conforme otro itinerario que anteriormente desdeñó. Por aquí concluiremos que por encima de la potencia imaginativa y el don de la observación, debe contar el novelista con la facultad de desdoblamiento: no soy así pero pude ser así.»31

Esta lúcida reflexión a propósito de la necesidad de «observar el interior» de uno mismo desemboca en la facultad del desdoblamiento existencial y, en consecuencia, enfatiza la importancia del componente autobiográfico en la creación de sus personajes. Desdoblamiento autobiográfico que fue la idea nuclear en torno a la cual Delibes articuló el análisis de su obra en el magnífico discurso de recepción del Premio Cervantes. A lo largo del cual resuenan de nuevo con fuerza ecos del ideario estético de Unamuno antes señalados. En dicho discurso, Delibes, tras constatar que ya tenía los mismos años que el viejo contable de Cecilio Rubes en Mi idolatrado hijo Sisí y ponerse, por tanto, en la piel de uno de sus personajes de ficción, decía: «Si la vida siempre es breve, tratándose de un narrador, es decir de un creador de otras vidas, se abrevia todavía más, ya que éste, antes que su personal aventura, se enajena para vivir las de sus personajes. Encarnado en unos entes ficticios [...], transcurre la existencia del narrador inventándose otros “yos”.» Y al matizar la interacción constante entre realidad y ficción, añadía: «Son seres inexistentes, de pura invención, mas el escritor se esfuerza por hacerlos parecer reales [...]. El problema del creador en ese momento es hacerlos pasar por vivos a los ojos del lector y de ahí su desazón por identificarse con ellos. En una palabra, el desdoblamiento del narrador le conduce a asumir unas vidas distintas a las suyas pero lo hace con tanta unción, que su verdadera existencia se diluye y deja en cierta medida de tener sentido para él.»

Y en otro momento del mismo discurso —pieza clave para la comprensión de su concepción novelística—, al revisar la textura humana de algunos de sus personajes más emblemáticos, con cierto poso de nostalgia por el tiempo transcurrido, afirma: «El Mochuelo, Lorenzo, el cazador, el viejo Eloy, el señor Cayo, el Azarías, Pacífico Pérez, Gervasio García de la Lastra, seres que “eran yo” en diferentes coyunturas», para terminar señalando con claridad meridiana: «Ellos iban redondeando sus vidas a costa de la mía [...]. En buena parte, ellos me habían vivido la vida, me la habían disecado poco a poco. Mis propios personajes me habían disecado, no quedaba de mí más que una mente enajenada y una apariencia de vida. Mi entidad real se había transmutado en otros, yo había vivido ensimismado, mi auténtica vida se había visto recortada por una vida de ficción.»32

No se puede ser más explícito y a la vez más coherente con su propio mundo de ficción, resultado de desdoblarse, de desvivirse a sí mismo para vivir otras vidas, que deben tener siempre para el lector apariencia de realidad, de seres de carne y hueso.

Conviene precisar que esos seres de ficción, verdaderos personajes intrahistóricos, son hombres corrientes, anodinos, tanto en las novelas de ambiente rural como en las de ambientación urbana. Gentes con una vida rutinaria y entrañable, en la que la cotidianidad se potencia artísticamente siempre desde la perspectiva del propio personaje, desde su subjetividad. En el intento de elevar a categoría estética la psicología y la vida del hombre medio radica el aspecto más novedoso y original de Delibes.

Para que la condición esencial, aparecer a los ojos del lector como seres de carne y hueso, se cumpla, Delibes sitúa al personaje en su historia particular, en su mundo, en su paisaje, e intenta encontrar la fórmula precisa, el tono exacto, que confiera verosimilitud a la peripecia del ente de ficción, de ese «otro yo» autorial.

Tras el desdoblamiento existencial, lo más difícil para el autor es «plantear el tema del libro y buscar la fórmula para resolverlo» 33 insistiendo en que «el primer quehacer del novelista, una vez elegido el tema, es, pues, acertar con la fórmula, y el segundo, coger el tono»,34 porque Delibes, al igual que Ortega, piensa que novelar es «construir un puente» entre el autor y el lector; la forma del puente importa poco, «lo que importa es que ese puente sea seguro y que el lector se avenga a franquearlo atraído por la perspectiva del otro lado».35

Y, finalmente, y en estrecha relación con los dos factores señalados —personaje y tono—, la importancia decisiva de la historia: «Yo entiendo que novelar o fabular es narrar una anécdota, contar una historia.»36 Postulando, frente a los principios teóricos de la nouveau roman, que todos los experimentos en relación con los personajes, el tiempo, la construcción, el enfoque —téngase en cuenta la técnica del monólogo interior en Cinco horas con Mario, los experimentos técnicos y de lenguaje de Parábola del náufrago, la supuesta transcripción textual de la conversación de Pacífico en Las guerras de nuestros antepasados o el tono de salmo bíblico de Los santos inocentes— son válidos en el terreno de la creación novelesca siempre «que se cuente algo» ,37 porque de lo contrario, a juicio del autor de El camino, la novela deja de ser novela para convertirse en un género nuevo, híbrido o amalgama de poesía, ensayo y novela.

A la luz de estas reflexiones y con un total de dieciocho novelas publicadas además de catorce cuentos, cobra verdadero sentido la definición de novela como un ejercicio de buceo psicológico que entronca con la mejor tradición narrativa española del último tercio del siglo XIX: «Yo manejo hombres y cosas, no ideas —escribe Delibes—, con lo que para mí la novela sigue siendo un intento de exploración del corazón humano y me resisto a considerar al hombre como un objeto más.»38

Todos estos principios mantenidos con fidelidad y laboriosidad constantes han dado como resultado un buen número de novelas que revelan no sólo la coherencia de su poética narrativa, sino el irreductible compromiso ético del novelista con sus obras y sus criaturas de ficción, tanto en el ámbito rural y primitivo de los pueblos —El camino, Las ratas, Las guerras de nuestros antepasados, El disputado voto del señor Cayo, Los santos inocentes—, como en el ámbito urbano de la pequeña ciudad de provincias castellana —Mi idolatrado hijo Sisí, La hoja roja, Cinco horas con Mario, El príncipe destronado, Madera de héroe.

Y del compromiso ético-estético se deriva en última instancia una dimensión moral que ha llevado a Delibes, desde un liberalismo de raíz cristiana «sin caer en dogmatismos políticos, a tomar partido por los débiles, los oprimidos, los pobres seres marginados que bracean y se debaten en un mundo torpemente materialista, estúpidamente irracional».39

La mejor manera de conocer a Delibes hombre y novelista es, en consecuencia, la lectura de sus obras, porque, como él mismo ha dicho, en el acto temporal que va desde 1948 al obtener el Premio Nadal hasta hoy, «yo no he sido tanto yo como los personajes que representé en este carnaval literario. Ellos son, pues, en buena parte, mi biografía».40

EL REALISMO POÉTICO DE EL CAMINO

En 1971, Miguel Delibes, en amistosa conversación con César Alonso de los Ríos, periodista de El Norte de Castilla, afirmaba a propósito de su trayectoria como novelista:

Cuando escribí La sombra del ciprés es alargada lo hice en tal estado de virginidad literaria que entendía que la literatura debía ser engolada, grandilocuente [...]. A raíz del Nadal empiezo a leer un poco obras de ficción y entonces llego al convencimiento de que, abandonando la retórica y escribiendo como hablo, tal vez pueda mejorar la cosa. Así fue como entré en ese cambio del lenguaje o de técnica, o de las dos cosas [...]. En El camino me despojé por primera vez de lo postizo y salí a cuerpo limpio.41

El cambio, que se irá forjando a través de Aún es de día,42 anunciaba un giro importante en la trayectoria del escritor a la vez que evidenciaba un fuerte sentido autocrítico y un irreductible compromiso ético:

En Aún es de día vuelvo a la retórica hasta que me doy cuenta de eso: que es más fácil ser fiel a uno mismo, escribir como se es.43

En efecto, El camino (1950), recibido con unánime aplauso por la crítica literaria44 y posteriormente con enorme éxito de público,45 inauguraba una etapa decisiva en la producción narrativa de Miguel Delibes. Etapa caracterizada por la búsqueda incesante de autenticidad, expresada de manera extraordinariamente gráfica en ese «ser fiel a uno mismo, escribir como se es».

La lectura de El camino desde la perspectiva actual —transcurridos cuarenta y cinco años de escritura de novelas, cuentos, ensayos, libros de viajes— demuestra cómo el autor consigue librarse de los lastres retóricos de sus dos primeras novelas y abrirse camino en un progresivo proceso de crecimiento hacia la madurez narrativa que supuso en 1966 la publicación de su obra maestra, Cinco horas con Mario.

El cambio de lenguaje o de técnica, que llevado de un riguroso sentido autocrítico señalaba Delibes, consiste en una sabia selección de los materiales narrativos, tendente a la sobriedad, y en una depuración del lenguaje que discurre paralela a la adecuación del tono en cada nueva novela. Sustituyendo y superando «un realismo minucioso casi naturalista por un realismo poético y humorístico más estilizado», en palabras de Sobejano.46

A partir de estas premisas, Delibes construye en El camino, por procedimiento asociativo, una historia de historias, reflejo de la vida de las gentes de un pueblo castellano de la montaña, contemplado a través de los ojos inocentes y expectantes del protagonista, Daniel, el Mochuelo, que se rebuye insomne en su cama, la última noche antes de partir hacia la ciudad, para estudiar o progresar, que en la mente de su padre, el quesero, viene a ser lo mismo:

Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así. Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y fatal. Después de todo, que su padre aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un hecho que honraba a su padre. Pero por lo que a él afectaba...

Su padre entendía que esto era progresar; Daniel, el Mochuelo, no lo sabía exactamente. El que estudiase el bachillerato en la ciudad podía ser, a la larga, efectivamente, un progreso. Ramón, el hijo del boticario, estudiaba ya para abogado en la ciudad, y cuando les visitaba, durante las vacaciones, venía empingorotado como un pavo real y les miraba a todos por encima del hombro; incluso al salir de misa los domingos y fiestas de guardar, se permitía corregir las palabras que don José, el cura, que era un gran santo, pronunciara desde el púlpito. Si esto era progresar, el marcharse a la ciudad a iniciar el bachillerato, constituía, sin duda, la base de este progreso (cap. I).

Pero Daniel presiente con angustia que el camino propuesto por su padre, el de la ciudad y los estudios de bachillerato, no era su verdadero camino. Él aspiraba a quedarse en su pueblo, entre las gentes del valle en el que había nacido y crecido en contacto directo con la naturaleza:

Daniel, el Mochuelo, no se cansaba nunca de ver a Paco, el herrero, dominando el hierro en la fragua. Le embelesaban aquellos antebrazos gruesos como troncos de árboles, cubiertos de un vello espeso y rojizo, erizados de músculos y de nervios [...]. Con frecuencia el herrero trabajaba en camiseta y su pecho hercúleo subía y bajaba, al respirar, como si fuera el de un elefante herido. Esto era un hombre. Y no Ramón, el hijo del boticario, emperejilado y tieso y pálido como una muchacha mórbida y presumida. Si esto era el progreso, él, decididamente, no quería progresar. Por su parte, se conformaba con tener una pareja de vacas, una pequeña quesería y el insignificante huerto de la trasera de su casa. No pedía más. Los días laborables fabricaría quesos, como su padre, y los domingos se entretendría con la escopeta, o se iría al río a pescar truchas o a echar una partida al corro de bolos (cap. I).

Sus deseos y aspiraciones se ajustaban a las palabras de don José, el cura, cuando en el sermón dominical exhortaba a las gentes del pueblo en la conformidad cristiana con el destino de cada uno:

—Hijos, en realidad, todos tenemos un camino marcado en la vida. Debemos seguir siempre nuestro camino, sin renegar de él —decía don José—. Algunos pensaréis que esto es más bien fácil, pero, en realidad, no es así. A veces el camino que nos señala el Señor es áspero y duro [...].

La felicidad —concluyó— no está, en realidad, en lo más alto, en lo más grande, en lo más apetitoso, en lo más excelso; está en acomodar nuestros pasos al camino que el Señor nos ha señalado en la tierra. Aunque sea humilde (cap. XVII).

Se trata, por tanto, de un camino de conformidad, marcado por cierto fatalismo. Pero, tal como observó Sobejano, es preciso señalar que «Daniel no se impone la fidelidad a su propio ser, sino que no puede menos de permanecer fiel a su vocación natural».47 Palabras que han sido corroboradas por el juicio del autor al señalar que cuando el niño de El camino se niega a estudiar, a marcharse del pueblo, «yo lo que pretendo es decir que hay personas con vocación de ruralismo y no hay por qué oponerse a ello».48

Y esto no debe interpretarse como una actitud reaccionaria ante el progreso, sino que para Daniel, el Mochuelo, como para el Nini de Las ratas, Lorenzo de Diario de un cazador o el protagonista de El disputado voto del señor Cayo, en el medio primitivo y rural en el que han nacido, del que se sienten parte integrante y consustancial, encuentran su auténtico destino, porque «a un pueblo lo hacen sus hombres y su historia. Y Daniel, el Mochuelo, sabía que por aquellas calles cubiertas de pastosas boñigas y por las casas que las flanqueaban pasaron hombres honorables, que hoy eran sombras, pero que dieron al pueblo y al valle un sentido, una armonía, unas costumbres, un ritmo, un modo propio y peculiar de vivir» (cap. III).

Éste es el destino, el camino, al que aspiraba Daniel y ésta es la idea nuclear de la novela, el tema y el título al mismo tiempo.

Tal como se desprende de los fragmentos antes transcritos, la filtración del relato se produce a través de una única conciencia, la de Daniel, el Mochuelo, que rememora, en una noche de insomnio, sus once años de vida en el pueblo, en el valle, con su paisaje familiar, sus gentes, costumbres, motes y manías.

La capacidad del narrador para introducirse en el personaje haciéndose hasta cierto punto cómplice de su percepción del mundo hace que estemos ante un relato focalizado internamente, en la modalidad de estilo indirecto libre. Pues el narrador se sitúa en la conciencia de Daniel, el Mochuelo, y traspone lo que pasa en y por su interior. La focalización o punto de vista sigue correspondiendo únicamente al personaje —como en el monólogo interior—, pero no así la voz:

La idea de la marcha desazonaba a Daniel, el Mochuelo. Por la grieta del suelo se filtraba la luz de la planta baja y el haz luminoso se posaba en el techo con una fijeza obsesiva. Habrían de pasar tres meses sin ver aquel hilo fosforescente y sin oír los movimientos quedos de su madre en las faenas domésticas; o los gruñidos ásperos y secos de su padre, siempre malhumorado; o sin respirar aquella atmósfera densa, que se adentraba ahora por la ventana abierta, hecha de aromas de heno recién segado y de resecas boñigas. ¡Dios mío, qué largos eran tres meses! (cap. I).

Desde esta perspectiva la narración «no se sujeta a un diseño predeterminado, sino que resulta de la libre evocación desordenada pero coherente del protagonista».49 Dicha evocación se encierra en los límites precisos del tiempo del discurso —una sola noche—; comienza al anochecer con:

Daniel, el Mochuelo, se revolvió en el lecho y los muelles de su camastro de hierro chirriaron desagradablemente. Que él recordase, era ésta la primera vez que no se dormía tan pronto caía en la cama. Pero esta noche tenía muchas cosas en que pensar. Mañana, tal vez, no fuese ya tiempo. Por la mañana, a las nueve en punto tomaría el rápido ascendente y se despediría del pueblo hasta las Navidades. Tres meses encerrado en un colegio. A Daniel, el Mochuelo, le pareció que le faltaba aire y respiró con ansia dos o tres veces. Presintió la escena de la partida y pensó que no sabría contener las lágrimas, por más que su amigo Roque, el Moñigo, le dijese que un hombre bien hombre no debe llorar aunque se le muera el padre (cap. I).

Y termina al amanecer del mismo día, cuando Daniel se levanta para emprender un nuevo camino. Las correspondencias y paralelismos entre ambos pasajes son evidentes:

En torno a Daniel, el Mochuelo, se hacía la luz de un modo imperceptible. Se borraban las estrellas del cuadrado del cielo delimitado por el marco de la ventana y sobre el fondo blanquecino del firmamento la cumbre del Pico Rando comenzaba a verdear. Al mismo tiempo, los mirlos, los ruiseñores, los verderones y los rendajos iniciaban sus melodiosos conciertos... (cap. XXI).

Y con estas palabras finaliza la novela:

Y se retiró de la ventana violentamente, porque sabía que iba a llorar y no quería que la Uca-uca le viese. Y cuando empezó a vestirse le invadió una sensación muy vívida y clara de que tomaba un camino distinto del que el Señor le había marcado. Y lloró, al fin (cap. XXI).

Sin embargo, el tiempo de la historia, al comenzar el relato prácticamente en su punto final —cuando ya ha sido decidida la marcha de Daniel hacia la ciudad—, provoca una serie de analepsis en la evocación, que contienen varias historias que se entrecruzan entre sí, al azar de fortuitos enlaces y de un orden eminentemente subjetivo.

La novela se articula en una especie de circularidad estructural, sinfónica, pues se repiten los mismos elementos, al comienzo y al final de la evocación. El tono de Daniel es intimista y la evocación panorámica.

Evocación panorámica a base de pequeñas historias, que constituyen un verdadero retablo de tipos y costumbres pueblerinas. La historia de Paco, el herrero; Quino, el Manco; Germán, el Tiñoso; las Guindillas o la de Sara y el maestro, entre otras, están en mayor o menor grado supeditadas a la historia principal —la de Daniel, el Mochuelo— a través de unos pocos motivos ligados que giran en torno al descubrimiento del origen de la vida, del amor, el sexo, la amistad, el valor y la conciencia de la muerte.

Siguiendo dicha estrategia narrativa el capítulo II se abre con una críptica referencia ligada al descubrimiento del origen de la vida:

Ahora Daniel, el Mochuelo, ya sabía lo que era tener el vientre seco y lo que era un aborto (cap. II).

Y posteriormente, el capítulo VI comienza también con la misma referencia:

Pero, Daniel, el Mochuelo, sí sabía ahora lo que era tener el vientre seco y lo que era un aborto. Estas cosas se hacen sencillas y comprensibles a determinada edad.

[...] Mas también Germán, el Tiñoso, el hijo del zapatero, sabía lo que era un vientre seco y lo que era un aborto (cap. VI).

Hasta que, finalmente, el motivo queda totalmente desarrollado en el capítulo VII. En una de las múltiples aventuras de la pandilla formada por Daniel, el Mochuelo, Germán, el Tiñoso, y Roque, el Moñigo, cuando tras bañarse en la Poza del Inglés, Roque, el líder de la pandilla, desvela a sus compañeros el secreto de la maternidad, contenido en la críptica frase, «tener el vientre seco», con que los otros dos niños habían aludido a él en repetidas ocasiones:

—¡Mirad! —chilló el Mochuelo—. Seguramente será la cigüeña que espera la maestra de La Cullera. Va en esa dirección.

Cortó el Tiñoso:

—No es una cigüeña; es una grulla.

El Moñigo se sentó en la hierba frunciendo los labios en un gesto hosco y enfurruñado. Daniel, el Mochuelo, contempló con envidia cómo se inflaba y desinflaba su enorme tórax.

—¿Qué demonio de cigüeña espera la maestra? ¿Así andáis todavía? —dijo el Moñigo.

El Mochuelo y el Tiñoso se incorporaron también, sentándose en la hierba. Ambos miraban anhelantes al Moñigo; intuían que algo iba a decir de «eso». El Tiñoso le dio pie.

—¿Quién trae los niños, entonces? —dijo.

Roque, el Moñigo, se mantenía serio, consciente de su superioridad en aquel instante.

—El parir —dijo, seco, rotundo (cap. VII).

La espontaneidad y desparpajo del diálogo infantil se cierra con esta breve reflexión de Germán, el Tiñoso, miembro de la larga prole de hijos del zapatero, ante el descubrimiento de que, tal como afirmaba con rotundidad Roque, el Moñigo, los niños venían del «parir»:

—La cigüeña no trae los niños entonces, ¿verdad? Ya me parecía raro a mí —explicitó—. Yo me decía, ¿por qué mi padre va a tener diez visitas de la cigüeña y la Chata, la vecina, ninguna y está deseando tener un hijo y mi padre no quería tantos? (cap. VII).

En otros casos, los engarces narrativos se producen entre el final de un capítulo y el comienzo del siguiente, tal es el caso del segundo que se cierra con una referencia a Paco, el herrero, «el hombre más vigoroso del valle», para comenzar el III con la evocación minuciosa y sentimental del valle, cuyo desarrollo ocupa una parte fundamental del mismo:

El valle... Aquel valle significaba mucho para Daniel, el Mochuelo. Bien mirado significaba todo para él. En el valle había nacido y, en once años, jamás franqueó la cadena de altas montañas que lo circuían. Ni experimentó la necesidad de hacerlo siquiera (cap. III).

De nuevo, en el capítulo IX, siguiendo la misma estrategia narrativa se alterna el plano actual —la última noche de Daniel en su casa— con el plano evocado, el valle, que reaparece arropando sus recuerdos con una fuerza absolutamente avasalladora, que le impide conciliar el sueño:

Comprendía Daniel, el Mochuelo, que ya no le sería fácil dormirse. Su cabeza, desbocada hacia los recuerdos, en una febril excitación, era un hervidero apasionado, sin un momento de reposo. Y lo malo era que el día siguiente habría de madrugar para tomar el rápido que le condujese a la ciudad. Pero no podía evitarlo. No era Daniel, el Mochuelo, quien llamaba a las cosas y al valle, sino las cosas y el valle quienes se le imponían, envolviéndole en sus rumores vitales, en sus afanes ímprobos, en los nimios y múltiples detalles de cada día.

[...] La pequeña historia del valle se reconstruía ante su mirada interna, ante los ojos de su alma, y los silbidos distantes de los trenes, los soñolientos mugidos de las vacas, los gritos lúgubres de los sapos bajo las piedras, los aromas húmedos y difusos de la tierra avivaban su nostalgia, ponían en sus recuerdos una nota de palpitante realidad (cap. IX).

Incluso, a veces, es la sabia dosificación de una historia en diferentes secuencias la que sirve de engarce al aparente desorden de la evocación, tal es el caso de la historia de «las Guindillas». Veamos el proceso: El capítulo IV termina con la alusión al mote de Lola, la tendera, Guindilla mayor, cuyo esperpéntico retrato se desarrolla en el capítulo siguiente:

Es verdad que la Guindilla mayor se tenía bien ganado el apodo por su carita redonda y coloradita y su carácter picante y agrio como el aguardiente. Por añadidura era una cotilla [...].

La Guindilla mayor, no obstante el tono rojizo de su piel, era alta y seca como una cucaña, aunque ni siquiera tenía, como ésta, un premio en la punta. Total, que la Guindilla no tenía nada, aparte de unas narices muy desarrolladas, un afán inmoderado de meterse en vidas ajenas y un vario y siempre renovado repertorio de escrúpulos de conciencia (cap. V).

Al retrato caricaturesco de Lola, la mayor de las Guindillas, le sigue la estampa, no menos grotesca, de las tres hermanas que «caminaban tiesas y erguidas, las tres, hiciera frío, lloviera o tronase. Además marchaban regularmente, marcando el paso, porque su padre, aparte de los ahorros, dejó a sus hijas en herencia un muy despierto y preciso sentido del ritmo militar y de otras virtudes castrenses. Un-dos, un-dos, un-dos; allá avanzaban las tres Guindillas, con sus bustos secos, sus caderas escurridas y su soberbia estatura, camino de la iglesia, con los velos anudados a la barbilla y el breviario debajo del brazo» (cap. V).

Para, tras constatar con pinceladas rápidas la muerte de Elena, la Guindilla mediana, terminar el capítulo V con la historia de Irene, la pequeña, cuya fuga con Dimas, el oficinista del Banco, obliga a su hermana mayor a poner en la puerta de la tienda un insólito y lapidario cartel, «Cerrado por deshonra», que funciona como anticipo del desenlace de la historia de la Guindilla menor, que se retomará de nuevo en el capítulo VIII:

Según Roque, el Moñigo, la Guindilla menor era una de las mujeres del pueblo que tenía el vientre seco. Esto, aunque de difícil comprobación, no suponía nada de particular porque las Guindillas, más o menos, lo tenían seco todo.

La Guindilla menor regresó al pueblo en el tranvía interprovincial a los tres meses y cuatro días, exactamente, de su fuga. El regreso, como antes la fuga, constituyó un acontecimiento en el valle, aunque, también, como todos los acontecimientos, pasó y se olvidó [...]. Pero, de esta manera, iba elaborándose, poco a poco, la pequeña y elemental historia del valle. Claro que la Guindilla regresó sola, y a don Dimas, el del Banco, no se le volvió a ver el pelo, a pesar de que don José, el cura, prejuzgaba que no era mal muchacho. Bueno o malo, don Dimas se disolvió en el aire, como se disolvía, sin dejar rastro, el eco de las montañas (cap. VIII).

El «Cerrado por deshonra», especie de motivo anunciado de la fuga en el capítulo V, queda totalmente justificado con la evocación del regreso de la pobre mujer abandonada y burlada a lo largo del capítulo VIII:

Irene, la Guindilla menor, al apearse del tren llevaba lágrimas en los ojos y parecía más magra y consumida que cuando marchó, tres meses antes. Aparentaba caminar bajo el peso de un fardo invisible que la obligaba a encorvarse por la cintura. Eran, sin duda, los remordimientos. Vestía como suelen vestir las mujeres viudas, muy viudas, toda enlutada y con una mantilla negra y tupida que le escamoteaba el rostro (cap. VIII).

Y, por último, en el capítulo XVIII, se retoma de nuevo la historia de la Guindillas, pero, esta vez, para relatar el sorprendente enamoramiento de Lola, la Guindilla mayor —beata solterona— y Quino, el Manco, padre de la Uca-uca:

Como otras muchas mujeres, la Guindilla mayor despreció el amor mientras ningún hombre le propuso amar y ser amada. A veces, la Guindilla se reía de que el único amor de su vida hubiera nacido precisamente de su celo moralizador. Sin su afán de recorrer los montes durante las anochecidas de los domingos no hubiera soliviantado a los mozos del pueblo, y, sin soliviantar a los mozos del pueblo, no hubiera dado a Quino, el Manco, oportunidad de defenderla y sin esta oportunidad, jamás se hubiera conmovido el seco corazón de la Guindilla mayor, demasiado ceñido y cerrado entre las costillas. Era, la de su primer y único amor, una cadena de causalidad y casualidad que si pensaba en ella la abrumaba. Son infinitos los caminos del Señor (cap. XVIII).

A esta historia de historias, verdadero prodigio de ironía, se engarzan a su vez dos motivos más: la travesura de la pandilla de Daniel, el Mochuelo, con la lupa de Germán, que acaba abrasando al gato de las Guindillas, adormilado en el escaparate de la tienda, y el bochorno de Daniel al participar en el coro de voces vírgenes, dirigido por la Guindilla mayor, el día de la fiesta del pueblo:

Daniel, el Mochuelo, lo perdonaba todo a la Guindilla menos el asunto del coro; la despiadada forma en que le puso en evidencia ante los ojos del pueblo entero y el convencimiento de ella de su falta de definición sexual (cap. XVII).

Del lance del coro deriva a su vez el episodio de la cucaña, a la que trepa temerariamente Daniel, el Mochuelo, como desquite lógico a su virilidad ofendida por las miradas inculpatorias de Roque, el Moñigo, al haber cantado en el coro de voces puras, que, en el código del líder de la pandilla, era un coro de «¡niñas-maricas!», y también espoleado por los inocentes celos hacia el novio de la Mica, la hija del Indiano. La descripción precisa y llena de matices de la peripecia de la cucaña se produce en estos términos:

Se sentía como embriagado; acuciado por una ambición insaciable de dominio y potestad. Siguió trepando sordo a las reconvenciones de abajo. La cucaña era allí más delgada y se tambaleaba con su peso como un hombre ebrio. Se abrazó al palo frenéticamente, sintiendo que iba a ser impulsado contra los montes como el proyectil de una catapulta. Ascendió más. Casi tocaba ya los cinco duros donados por «los Ecos del Indiano». Pero los muslos le escocían, se le despellejaban, y los brazos apenas tenían fuerzas. «Mira, ha venido el novio de la Mica», «Mira, ha venido el novio de la Mica», se dijo, con rabia mentalmente, y trepó unos centímetros más. ¡Le faltaba tan poco! Abajo reinaba un silencio expectante. «Niña, marica; niña, marica», murmuró y ascendió un poco más. Ya se hallaba en la punta (cap. XVII).

Este ejemplo entre otros ilustra magistralmente el procedimiento basado en la asociación de recuerdos, anécdotas, vivencias que fluyen en la mente del protagonista en la última noche en el pueblo y que conforman la trama de la novela, adoptando en cada momento el tono, el registro preciso desde la comicidad al patetismo y al drama.

La estructura basada en la alternancia del plano actual, la última noche o tiempo del discurso, y el plano evocado o tiempo de la historia, con continuas analepsis que se engarzan unas a otras de manera subjetiva y desordenada, dan cabida a otras tantas historias breves como la del suicidio de la Josefa; la triste orfandad de la Uca-uca; el enamoramiento, provocado por la pandilla, entre Sara y don Moisés, el Peón, maestro del pueblo; las manzanas del Indiano y el enamoramiento de Daniel hacia la Mica, hija de aquél; la travesura del túnel del tren; la experiencia cinegética de Daniel y, finalmente, el accidente y la muerte de Germán, el Tiñoso.

De todas estas anécdotas interesa resaltar las dos últimas por su componente autobiográfico y porque las ideas que las vertebran se convertirán en constantes temáticas de la obra de Miguel Delibes.

La experiencia cinegética de Daniel junto a su padre y el gran duque responde, en primer lugar, a una de las más arraigadas aficiones —la caza— 50 en la vida de Delibes y, además, dicha anécdota es, en realidad, trasunto casi literal de una de sus primeras experiencias cinegéticas, narrada por el autor en el capítulo inicial de Mi vida al aire libre (1989), dedicado a la evocación de su padre.

El paralelismo entre el mencionado pasaje de El camino, que tiene un halo evidente de ritual iniciático (capítulo XII) y el primer capítulo de Mi vida al aire libre, titulado «La herencia», es evidente. En dicho capítulo, Delibes evoca la figura de su padre, como un hombre aficionado a la vida al aire libre y con una gran afición cinegética:

Mi padre, antes que ciclista y nadador, fue cazador y sobre todo un hombre de campo. Desde muy niño le recuerdo preparando los trebejos de caza las tardes de los sábados: una escopeta inglesa que había adquirido a principios de siglo de segunda mano por mil pesetas [...] una canana de buen cuero desgastada por el uso, un morral almidonado por la sangre y la orina de los conejos, un abrigo verde, peludo, de tacto muy cariñoso, unos legüis marrones, que se abrochaban arriba y abajo con hebillas, y un sombrero de alas caídas, de mezclilla.51

Tras la semblanza de su padre, Miguel Delibes evoca con nitidez un recuerdo concreto, que contiene en embrión el motivo temático en torno al que gira el mencionado capítulo XII de El camino, y escribe:

El recuerdo más tierno que guardo de mi padre (mi padre no era muy niñero, ni dado a demostraciones convencionales de cariño) es allí, en el monte, solo, alto, delgado, el perro a la vera, las alas del sombrero de mezclilla sobre los ojos, la escopeta en guardia baja, atento, alerta como Ortega exigía del cazador. Se le adivinaba en su medio, tranquilo, respirando regularmente, una aromática ramita de tomillo en el ojal de la solapa y una pluma de perdiz en la cinta del sombrero. Al acecho.52

De su padre nos dice el novelista que no era muy niñero y menos aún aficionado a las demostraciones convencionales de cariño, tampoco lo era el quesero, evocado por Daniel con «gruñidos ásperos y secos». Pero, además, el pasaje antes transcrito contiene un detalle nimio, la imagen de la ramita aromática de tomillo, que reaparece convenientemente reelaborada en sensación olfativa, al evocar Daniel el atuendo de caza de su padre:

Al asentarse el tiempo, su padre le dijo una noche, de repente, al Mochuelo:

—Prepárate. Mañana iremos a los milanos. Te llamaré con el alba.

Le entró un escalofrío por la espalda a Daniel, el Mochuelo. De improviso, y sin ningún motivo, su nariz percibía ya el aroma de tomillo que exhalaban los pantalones del quesero... (cap. XII).

Pero, más allá de estos detalles, que no son de por sí suficientemente significativos, la evocación de Delibes en Mi vida al aire libre rememora un hecho concreto, el perdigón rebotado de la escopeta de su padre que le hirió de niño en la mejilla:

Pero de pronto, sentí una detonación seca a mi derecha y simultáneamente un latigazo en la mejilla. Levanté la mano y la retiré ensangrentada.

—¡Me has dado! —grité, asustado.

—¿Cómo dices?

—¡Que me has dado! —repetí con acento melodramático.

Mi padre, quien a veces me parecía frío y distante, asomó demudado entre las carrascas. Su interés patético me enterneció.

—¿Ha sido mucho, hijo? ¿Ha sido mucho?

No era más que un perdigón rebotado, desviado por un bogal, perdigón que mi propio padre extrajo presionando con los pulgares, como si fuera una espinilla, pero para él, cuya prudencia con la escopeta era extremada, el accidente constituyó un motivo de disgusto.53

En el texto de la novela el mencionado percance se reproduce casi de forma literal y el susto del padre del autor se transforma en una preocupación desmesurada ante el temor de la muerte y, por tanto, ante la imposibilidad de que el quesero viera cumplido su máximo deseo, enviar a Daniel a la ciudad para progresar:

El grito de júbilo de su padre no encontró eco en Daniel, el Mochuelo. Éste se había llevado la mano a la mejilla al oír el segundo disparo. Simultáneamente con la detonación, sintió como si le atravesaran la carne con un alambre candente, como un latigazo instantáneo. Al retirar la mano vio que tenía sangre en ella. Se asustó un poco. Al momento comprendió que su padre le había pegado un tiro.

—Me has dado —dijo tímidamente.

El quesero se detuvo en seco; su entusiasmo se enfrió instantáneamente. Al aproximarse a él casi lloraba de rabia.

—¿Ha sido mucho, hijo? ¿Ha sido mucho? —inquirió, excitado.

Por unos segundos, el quesero lo vio todo negro, el cielo, la tierra y todo negro. Sus ahorros concienzudos y su vida sórdida dejaron, por un instante, de tener dimensión y sentido. ¿Qué podía hacer él si había matado a su hijo, si su hijo ya no podía progresar? Mas, al acercarse, se disiparon sus oscuros presentimientos. Ya a su lado, soltó una áspera carcajada nerviosa y se puso a hacer cómicos aspavientos.

—Ah, no es nada, no es nada —dijo—. Creí que era otra cosa. Un rebote. ¿Te duele, te duele? Ja, ja, ja. Es sólo un perdigón (cap. XII).

Las analogías y el paralelismo en la reconstrucción de la anécdota son evidentes, aunque la reelaboración novelesca está dominada por un tono más hiperbólico.

En cuanto al segundo episodio, la muerte de Germán, el Tiñoso, es también fundamental, tanto por su significación en la novela, el único motivo de verdadero dolor en la conciencia infantil de Daniel, como porque la muerte, presente ya en La sombra del ciprés es alargada, con el paso del tiempo iba a convertirse en uno de los motivos temáticos fundamentales, casi obsesivos, de la narrativa de Delibes. Se trata también aquí de un desdoblamiento del autor. La proyección sobre el personaje de una de las obsesiones que atenazaron al autor desde niño, tal como él mismo ha reconocido: «La muerte es una constante en mi obra. Yo diría más, diría que es una obsesión.»54

Germán, el Tiñoso, muere accidentalmente al resbalar y caer contra una piedra en el río. La amistad infantil alimentada por la convivencia, los juegos, las diabluras y los secretos compartidos se ve de pronto truncada por la muerte. Prácticamente igual que en La sombra del ciprés es alargada, donde la prematura muerte de Alfredo trunca la amistad y el único vínculo cordial y afectivo de la vida de Pedro, el solitario protagonista. En ambos casos, la muerte desvela ante los ojos de los protagonistas la existencia del dolor, del paso inexorable del tiempo, del final del paraíso feliz de la infancia:

Daniel, el Mochuelo, pasó la noche en vela, junto al muerto. Sentía que algo grande se velaba dentro de él y que en adelante nada sería como había sido. Él pensaba que Roque, el Moñigo, y Germán, el Tiñoso, se sentirían muy solos cuando él se fuera a la ciudad a progresar, y ahora resultaba que el que se sentía solo, espantosamente solo, era él, y sólo él. Algo se marchitó de repente muy dentro de su ser: quizá la fe en la perennidad de la infancia. Advirtió que todos acabarían muriendo, los viejos y los niños. Él nunca se paró a pensarlo y al hacerlo ahora, una sensación punzante y angustiosa casi le asfixiaba. Vivir de esta manera era algo brillante, y a la vez, terriblemente tétrico y desolado. Vivir era ir muriendo día a día, poquito a poco, inexorablemente. A la larga, todos acabarían muriendo: él, y don José, y su padre, el quesero, y su madre, y las Guindillas, y Quino, y las cinco Lepóridas y Antonio, el Buche, y la Mica, y la Mariucauca, y don Antonino, el marqués, y hasta Paco, el herrero (cap. XIX).

La toma de conciencia por parte de Daniel, el Mochuelo, de que la vida tenía un final, de que la muerte era «lacónica, misteriosa y terrible», impregna la evocación del paisaje del valle en este pasaje de la novela. Y no es sólo porque Delibes recurra al tópico de que vivir es ir muriendo poco a poco y de que, en cierta manera, desde los clásicos la naturaleza se conduele, se impregna del sentimiento de dolor del hombre, sino, sobre todo, porque la percepción del paisaje es subjetiva —a través de los ojos de Daniel—, y, por tanto, se produce una continua sintonía entre dicha percepción y el estado de ánimo del protagonista. La percepción del paisaje que tiene ahora Daniel es luctuosa, triste, como si la naturaleza participara también de su sentimiento de dolor y muerte:

De repente, el valle se había tornado gris y opaco a los ojos de Daniel, el Mochuelo. Y la luz del día se hizo pálida y macilenta [...].

Las montañas tenían un cariz entenebrecido y luctuoso aquella tarde y los prados y las callejas y las casas del pueblo y los pájaros y sus acentos (cap. XIX).

Visión que contrasta con las múltiples evocaciones arcádicas e idílicas del valle a lo largo de la novela, en las que predomina la sensación armónica de vida, de luz, de fruición aromática y vegetal, que las sensaciones olfativas, tan presentes a lo largo del relato, contribuyen a intensificar: el olor a boñiga, a tomillo, a tierra húmeda, a heno recién segado:

[...] El valle despertaba a un nuevo día con una fruición aromática y vegetal. Los olores se intensificaban, cobraban densidad y consistencia en la atmósfera circundante, reposada y queda (cap. XXI).

Indudablemente esto es así porque Delibes plantea en El camino como también en otros relatos: Las ratas, Los santos inocentes, El disputado voto del señor Cayo o Las guerras de nuestros antepasados, una especie de íntima comunión entre el hombre y la naturaleza. Por ello, a Daniel, el Mochuelo, le dolía como un desgarro de su alma dejar aquel valle en el que se encerraba toda su vida y su historia:

A Daniel, el Mochuelo, le dolía esta despedida como nunca sospechara. Él no tenía la culpa de ser un sentimental. Ni de que el valle estuviera ligado a él de aquella manera absorbente y dolorosa. No le interesaba el progreso. El progreso, en verdad, no le importaba un ardite. Y, en cambio, le importaban los trenes diminutos en la distancia y los caseríos blancos y los prados y los maizales parcelados; y la Poza del Inglés, y la gruesa y enloquecida corriente del Chorro; y el corro de bolos; y los tañidos de las campanas parroquiales; y el gato de la Guindilla; y el agrio olor de las encellas sucias, y la formación pausada y solemne y plástica de una boñiga; y el rincón melancólico y salvaje donde su amigo Germán, el Tiñoso, dormía el sueño eterno; y el chillido reiterado y monótono de los sapos bajo las piedras en las noches húmedas; y las pecas de la Uca-uca y los movimientos lentos de su madre en los quehaceres domésticos; y la entrega confiada y dócil de los pececillos del río; y tantas y tantas otras cosas del valle. Sin embargo, todo había que dejarlo por el progreso (cap. XXI).

El fragmento transcrito de las últimas páginas de la novela es esencialmente una enumeración y recoge prácticamente todos los elementos característicos de la fisonomía del valle, diseminados a lo largo de la evocación: «trenes diminutos», «caseríos blancos», «prados y maizales», «la Poza del Inglés», «la corriente del Chorro», «el corro de bolos», «los tañidos de las campanas», «el agrio olor de las encellas»... En consecuencia, casi podría hablarse de una estructura poética —la correlación—, en la modalidad de diseminación-recolección.

Además, dicho fragmento sintetiza la idea matriz de la novela, la resistencia del niño a abandonar sus raíces, su geografía y su paisaje. La marcha del pueblo supone romper el equilibrio entre hombre y Naturaleza que Delibes ha reclamado desde sus novelas, a través de personajes como Daniel, el Mochuelo, que no quiere abandonar el valle, porque se siente parte de él, porque el paisaje tiene nombre, concreción, recuerdos, vivencias acumuladas desde tiempo atrás que le confieren personalidad propia. Tal como señalaba Delibes en El sentimiento del progreso desde mi obra, verdadero correlato explicativo de su ideología proyectada sobre sus criaturas de ficción:

Cuando hace cinco lustros escribí mi novela El camino, donde un muchachito, Daniel, el Mochuelo, se resiste a abandonar la vida comunitaria de la pequeña villa para integrarse en el rebaño de la gran ciudad, algunos me tacharon de reaccionario: no querían admitir que a lo que renunciaba Daniel, el Mochuelo, era a convertirse en cómplice de un progreso de dorada apariencia pero absolutamente irracional.55

En consecuencia, los personajes de Delibes se resisten a integrarse en el rebaño uniforme de la civilización urbana, a ser un esclavo más del progreso tecnológico y apuestan por la naturaleza como vía de afirmación de su propia dignidad, de su autenticidad como seres humanos:

En 1949, Daniel, mi pequeño héroe, se resistía a integrarse en una sociedad despersonalizadora, pretendidamente progresista, pero en el fondo, de una mezquindad irrisoria.56

LENGUA Y ESTILO: «ES MÁS FÁCIL SER FIEL A UNO MISMO, ESCRIBIR COMO SE ES»

Si la lengua refleja una determinada concepción del mundo y el estilo es uno mismo, resulta evidente que la precisión, rigor y autenticidad del lenguaje en las novelas de Delibes —singularmente a partir de El camino—, debe ser interpretada como una muestra más del irreductible compromiso ético y estético del escritor consigo mismo y con la realidad y las gentes que pueblan sus novelas.

El camino inaugura un nuevo estilo, un nuevo lenguaje en la trayectoria de Miguel Delibes, consistente en la depuración de los excesos retóricos y en la búsqueda constante de la lengua viva, resultado de su buen oído, de su extraordinaria capacidad para captar la palabra directa, el habla de las gentes, tal como él mismo afirmaba en 1988:

Me gusta mucho, me fascina oír. Prestar el oído cuando la gente está hablando en el autobús o en el metro me divierte mucho. La atracción por la palabra directa se me manifiesta por primera vez en una cacería, en Villafuerte de Esgueva, hace muchos años, por boca de una mujer muy vivaz y muy expresiva, cuyos giros, circunloquios y expresiones recogí luego en un cuento. Ahí es donde me cazó esta voluntad de captar tal como es la lengua en sus fuentes.57

«La voluntad de captar la lengua en sus fuentes», la naturalidad y espontaneidad del habla coloquial corre pareja al propósito último de sus novelas, que no es otro que la búsqueda de la autenticidad y la fidelidad a los personajes y los ambientes de Castilla, tal como señalaba el autor en conversación a César Alonso de los Ríos:

En mis novelas y relatos de Castilla lo único que pretendo es llamar a las cosas por su nombre y saber el nombre de las cosas. Los que suelen acusarme de que hay un exceso de literatura en mis novelas se equivocan, y es que rara vez se han acercado a los pueblos. La tendencia a la precisión que me despertó la lectura del Garrigues 58 [...] se agudizó al tratar a las gentes de Castilla. Es decir, la propiedad con que definen sus problemas o la topografía que les circunda es inusual, infrecuente. Este lenguaje rural —porque no tiene que ver con el popular— sigue aún llamándome la atención.59

Así como la precisión de «llamar a las cosas por su nombre y saber el nombre de las cosas», con lo que implica de compenetración del hombre con el medio, recuerda el pensamiento de Ortega cuando en «Pedagogía del paisaje» escribía: «No creo que hoy pueda nadie jactarse de una íntima relación con la naturaleza […]. El hombre primitivo le era más próximo, la naturaleza hablábale con mayor vivacidad y por eso sabía poner nombre a las cosas.»60 Porque el lenguaje rústico, tal como afirma Delibes por boca del protagonista de Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso, «no es sinónimo de primario o elemental sino al contrario de precisión y rigor».61 Precisamente ese rigor le lleva a matizar con exactitud:

Cuando yo escribo en mis libros aquel cabezo, aquel cotarro no significan la misma cosa. Esto es lo que saben los hombres del pueblo, pero no lo suelen saber los hombres de la ciudad. El cotarro, el teso, el cueto no son el cabezo. El cabezo es sencillamente el cueto; el cotarro, la colina que tiene una cresta de monte y monte de encina. Esto puede parecer preciosismo pero es exactitud».62

A la luz de estas palabras, la autenticidad del lenguaje rural de El camino es el referente constante del paisaje del valle, de la psicología de las gentes que lo pueblan, de las sensaciones y recuerdos que fluyen con exactitud en la evocación de Daniel, el Mochuelo. Se trata, pues, de un lenguaje que personaliza y humaniza el paisaje, que dota del nombre exacto a los elementos que lo forman.

La palabra justa, el adjetivo exacto, con que ese otro yo de Delibes, la memoria infantil de Daniel, el Mochuelo, evoca los recuerdos y sensaciones convierten la novela, ya desde las primeras páginas, en memoria sensorial, plástica, que surge siempre bajo el influjo de un sonido, de un aroma, de un olor y hace de ella un texto extraordinariamente convincente y auténtico:

Con el murmullo de las conversaciones, ascendía del piso bajo el agrio olor de la cuajada y las esterillas sucias. Le placía aquel olor a leche fermentada, y punzante y casi humano (cap. I).

La tierra exhalaba un agradable vaho a humedad y a excremento de vaca. También olía, con más o menos fuerza, la hierba según el estado del cielo o la frecuencia de las lluvias (cap. III).

Su padre emanaba un penetrante olor, era como un gigantesco queso, blando, blanco, pesadote. Pero Daniel, el Mochuelo, se gozaba en aquel olor que impregnaba a su padre y que le inundaba a él... (cap. IV).

También su madre hedía a boruga y a cuajada. Todo, en su casa, olía a cuajada y a requesón. Ellos mismos eran un puro y decantado olor. Su padre llevaba aquel tufo hasta en el negro de las uñas de las manos (cap. IV).

Éstos como otros tantos pasajes de la novela evidencian la plasticidad de la evocación, en ellos el recuerdo siempre va asociado no sólo a la imagen, sino a las sensaciones olfativas precisas: el olor de la tierra húmeda, de la hierba, las boñigas, el olor agrio de la cuajada «avivaban su nostalgia, ponían en su recuerdo una nota de palpitante realidad» (cap. IX), escribe Delibes.

Se podría decir que cada uno de los recuerdos, de las imágenes del valle, de su casa, de su familia, de la caza en el monte, del camposanto, donde reposa el Tiñoso, aparece asociado en la memoria de Daniel a una determinada sensación olfativa, que transporta al lector al mundo rural, donde las sensaciones son más auténticas o no están enmascaradas por los espejismos de la civilización.

Y como el discurso narrativo comienza al anochecer, cuando Daniel, el Mochuelo, se rebuye insomne en su cama envuelto en una «atmósfera densa, que se adentraba por la ventana abierta, hecha de aromas de heno recién segado y de resecas boñigas» y termina al amanecer del mismo día, con Daniel sin «pegar ojo», totalmente desasosegado, y con la sensación de desgarro profundo que le produce la inminente partida, la sensación inicial se repite cual sinfonía olfativa, en las palabras con que se abre el último capítulo de la novela:

Daniel, el Mochuelo, recordaba con nostalgia su última noche en el valle. Dio media vuelta en la cama y de nuevo atisbó la cresta del Pico Rando iluminada por los primeros rayos del Sol. Se le estremecieron las aletillas de la nariz y al percibir una vaharada intensa a hierba húmeda y a boñiga (cap. XXI).

Esta reiteración en las sensaciones olfativas es un recurso más que coadyuva a la circularidad estructural, sinfónica y poética, en definitiva, de que hablaba en el apartado anterior.

La personificación y la comparación abundan en la evocación del valle, indudablemente, porque tal como dijimos, la percepción de la naturaleza no sólo es subjetiva, sino fruto de una compenetración simpática entre el personaje y el paisaje, tan evidentes en éste como en otros fragmentos de la novela:

El valle... Aquel valle significaba mucho para Daniel, el Mochuelo. Bien mirado significaba todo para él. En el valle había nacido y, en once años, jamás franqueó la cadena de altas montañas que lo circuían. Ni experimentó la necesidad de hacerlo siquiera.

A veces, Daniel, el Mochuelo, pensaba que su padre, y el cura y el maestro, tenían razón, que su valle era como una gran olla independiente, absolutamente aislada del exterior. Y, sin embargo, no era así; el valle tenía un cordón umbilical, un doble cordón umbilical, mejor dicho, que le vitalizaba al mismo tiempo que le maleaba: la vía férrea y la carretera. Ambas vías atravesaban el valle de sur a norte, provenían de la parda y reseca llanura de Castilla y buscaban la llanura azul del mar. Constituían, pues, el enlace de dos inmensos mundos contrapuestos (cap. III).

Igualmente precisa y gráfica es la descripción del pueblo con una técnica casi cinematográfica. Delibes, tras detenerse en la descripción de los alrededores, «el senderillo de cabras que descendía la carretera», «la confluencia de ésta con el río», «la última curva junto a la casa del quesero», «la estación», parte para reflejar la fisonomía del pueblo de un plano general, como en la distancia:

Era, el suyo, un pueblecito pequeño y retraído y vulgar. Las casas eran de piedra, con galerías abiertas y colgantes de madera, generalmente pintadas de azul (cap. III).

Pasa luego, en planos sucesivos, a la pintura detallada de la topografía, las calles y la enumeración de edificios característicos en estrecha relación con sus habitantes:

La primera casa, a mano izquierda, era la botica. Anexas estaban las cuadras, las magníficas cuadras de don Ramón, el boticario-alcalde [...].

Siguiendo varga arriba, se topaba uno con el palacio de don Antonino, el marqués, preservado por una alta tapia de piedra, lisa e inexpugnable; el tallercito del zapatero, el Ayuntamiento con un arcaico escudo en el frontis; la tienda de las Guindillas y su escaparate recompuesto y variado; la fonda, cuya famosa galería de cristales flanqueaba dos de las bandas del edificio; a la derecha de ésta, la plaza cubierta de boñigas y guijos y con una fuente pública, de dos caños, en el centro; cerrando la plaza, por el otro lado, estaba el edificio del Banco y, después, tres casas de vecinos con sendos jardincillos delante.

Por la derecha, frente a la botica, se hallaba la finca de Gerardo, el Indiano, cuyos árboles producían los mejores frutos de la comarca; la cuadra de Pancho, el Sindiós, donde circunstancialmente estuvo instalado el cine; la taberna del Chano; la fragua de Paco, el herrero; las oficinas de Teléfonos...

Trescientos metros más allá, varga abajo, estaba la iglesia, de piedra también, sin un estilo definido y con un campanario erguido y esbelto (cap. III).

Se trata de una geometría sentimental, de un paisaje habitado, un tanto idílico al que —como en tantas otras ocasiones— se le contrapone no sólo la estampa irónica de alguno de sus moradores, sino la referencia obligada al egoísmo e individualismo ancestral del campesino castellano: «¿Que el pueblo era ferozmente individualista y que una corporación pública tuviera poco que hacer en él, como decía don Ramón, el alcalde? ¿Que la Guindilla mayor y Cuco, el factor, no eran discretos? Bien. En ningún cuerpo falta un lunar» (cap. III).

La plasticidad del lenguaje está, además, al servicio de la caracterización de los personajes, seres únicos, irrepetibles, individualizados a través del simbolismo de nombres y apodos —probablemente herencia de Galdós—, que definen exactamente los trazos esenciales del carácter y la prosografía de los mismos.

En el caso del nombre Daniel, el del profeta bíblico que vencía a los leones con el magnetismo de su mirada, el pueblo le añade el mote ligado a la naturaleza de «el Mochuelo, por el color verde y la manera de mirar las cosas “atento, concienzudo e insaciable”» (cap. IV), porque el pueblo —como señala irónicamente el narrador— «administraba el sacramento del bautismo con una pródiga y mordaz desconsideración» (cap. IV).

Una benévola ironía es ingrediente fundamental en el lenguaje sabroso y expresivo de la novela, singularmente en nombres y motes, formados a base de una especie de epíteto formulario que retrata —etopeya y prosografía— a los personajes con trazos a menudo caricaturescos, que, indudablemente, tiene mucho que ver con la temprana afición de Delibes por el dibujo y sus comienzos periodísticos como caricaturista en El Norte de Castilla.

Al nombre de todos los personajes de la novela se une indefectiblemente el mote o el epíteto, que alude de manera extraordinariamente gráfica y certera, tanto a las características físicas y psíquicas, tal como, por ejemplo, la Guindilla mayor, verdadero prodigio de ironía: «La Guindilla mayor, se tenía bien ganado el apodo por su carita redonda y colorada y por su carácter picante y agrio como el aguardiente. Por añadidura era una cotilla» (cap. IV).

Otro caso, realmente irónico y cómico, es el de don Moisés, el maestro, al que el juez del pueblo decidió llamarle Peón, aludiendo evidentemente a los movimientos sesgados de la pieza de ajedrez, en consonancia con la mueca más característica del rostro de dicho personaje:

Don Moisés, el maestro, era un hombre alto, desmedrado y nervioso. Algo así como un esqueleto recubierto de piel. Habitualmente torcía media boca como si intentase morderse el lóbulo de la oreja. La molicie o el contento le hacían acentuar la mueca de tal manera que la boca se le rasgaba hasta la patilla, que se afeitaba muy abajo. Era una cosa rara aquel hombre, y a Daniel, el Mochuelo, le asustó y le interesó desde el primer día de conocerle. Le llamaba Peón, como oía que le llamaban los demás chicos, sin saber por qué. El día que le explicaron que le bautizó el juez así en atención a que don Moisés «avanzaba de frente y comía de lado», Daniel, el Mochuelo, se dijo que «bueno», pero continuó sin entenderlo y llamándole Peón un poco a tontas y a locas (cap. IV).

Otras veces los motes o epítetos van ligados al personaje, además de por su rasgo esencial, por el oficio que desempeña: «Paco, el herrero, el hombre más fuerte del Valle»; «Andrés, el zapatero, el hombre que de perfil no se le ve»; «Pancho, el Sindiós»; «don José, el cura, que era un gran santo»; «Quino, el Manco»; «Antonio, el Buche»; «Salvador, el quesero»; «don Dimas, el del Banco»; «Rita, la tonta». O por otros motivos que tienen una especial relevancia en la vida del personaje, como el caso de «Gerardo, el Indiano». E incluso obedeciendo a un irónico juego de palabras, como las Lepóridas, las telefonistas, también conocidas por el sobrenombre de «Cacas» aludiendo a la sílaba inicial de sus nombres de pila: «Catalina, Carmen, Camila, Caridad y Casilda».

Más allá del mote, la caracterización de los personajes se completa con estructuras bimembres o trimembres de adjetivos, a las que a menudo se añaden comparaciones alusivas al mundo natural. Bastan algunos ejemplos sobradamente significativos: Ramón, el hijo del boticario era «emperejilado y tieso y pálido como una muchacha mórbida y presumida»; Paco, el herrero, con unos «antebrazos gruesos como troncos de árboles, cubiertos de un vello espeso y rojizo, erizados de músculos y nervios; «Germán, el Tiñoso, era un muchacho esmirriado, endeble y pálido». Y el retrato de la Mica, la hija del Indiano, que resume perfectamente lo que vengo apuntando:

[...] su voz, que parecía el suave y modulado acento de un jilguero. Su piel era tersa y tostada y sus ojos oscuros y sombreados por unas pestañas muy negras. Los brazos eran delgados y elásticos, y éstos y sus piernas, largas y esbeltas, ofrecían la tonalidad dorada de la pechuga del macho de perdiz. Al desplazarse, la ingravidez de sus movimientos producía la sensación de que podría volar y perderse en el espacio lo mismo que una pompa de jabón (cap. IX).

En el análisis del rigor semántico del lenguaje rural en El camino conviene mencionar algunos nombres relacionados directamente con la naturaleza, singularmente con los pájaros: «canarios, tordos, verderones, jilgueros, grillos, malvises, mirlos, cuclillos...», que tan bien conocía Germán, el Tiñoso, y que responden a la vocación naturista de Delibes:63

Germán, el Tiñoso, distinguía como nadie a las aves por la violencia o los espasmos del vuelo o por la manera de gorjear; adivinaba sus instintos; conocía, con detalle, sus costumbres; presentía la influencia de los cambios atmosféricos en ellas y se diría que, de haberlo deseado, hubiera aprendido a volar (cap. VI).

La exactitud de los nombres de los frutos: «zarzamoras, ráspanos, majuelas, moras, avellanas silvestres»; de las tareas, «pescando jaramugo», «bastaba arrojar a la poza una remanga»; los utensilios como las «encellas de barro» del padre Daniel, el quesero, o la precisión topográfica: «el canto de los mirlos en los bardales», «el lamento chirriante e iterativo de una carreta de bueyes avanzando a trompicones por una cambera», «subir la varga camino del pueblo», «atravesar el puente por la acitara», entre otros.

Por último, la precisión del vocabulario de El camino responde a la voluntad del novelista de erigirse en notario de un mundo que agoniza lentamente pero de forma irreversible. El lenguaje rural, la larga serie de palabras relacionadas con la naturaleza y con las tareas y oficios característicos de los pueblos, poco a poco, con el despoblamiento de éstos han ido cayendo en desuso, en el olvido. Por ello, consecuente con sus ideas, Miguel Delibes afirmaba con escepticismo en el discurso de la Academia:

Me temo que muchas de mis propias palabras, de las palabras que yo utilizo en mis novelas de ambiente rural, como por ejemplo aricar, agostero, escardar, celemín, soldada, helada negra, alcor, por no citar más que unas cuantas, van a necesitar muy pronto de notas aclaratorias como si estuviesen escritas en un idioma arcaico o esotérico, cuando simplemente han tratado de traslucir la vida de la Naturaleza y de los hombres que en ella viven y designan al paisaje, a los anima les y a las plantas por sus nombres auténticos.

Para añadir con manifiesto desencanto:

La destrucción de la Naturaleza no es solamente física, sino una destrucción de su significado para el hombre, una verdadera amputación espiritual y vital de éste. Al hombre, ciertamente, se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el paisaje en que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante.64

El manejo de un vocabulario rico, preciso, es consecuencia del conocimiento profundo y directo que Delibes tiene de la realidad rural castellana, y, sobre todo, de su empeño en erigirse en testigo de un mundo condenado a desaparecer por el abandono, la miseria, la despoblación y que, sin embargo, es el depositario de la tradición, de las raíces de cada uno, de la sabiduría natural en contraposición al saber aprendido. De ahí que Daniel, desde su inocencia, no entienda que, más allá de los límites del valle, hubiera algo importante que mereciera la pena aprender:

¿Podría existir algo en el mundo cuyo conocimiento exigiera catorce años de esfuerzo, tres más de los que ahora contaba Daniel? Seguramente, en la ciudad se pierde mucho el tiempo —pensaba el Mochuelo— y, a fin de cuentas, habrá quien, al cabo de catorce años de estudio, no acierta a distinguir un rendajo de un jilguero o una boñiga de un cagajón. La vida era así de rara, absurda y caprichosa. El caso era trabajar y afanarse en las cosas inútiles o poco prácticas (cap. I).

Porque el paisaje ha sido, en realidad, el gran maestro de Daniel, el Mochuelo. De él, de su comunión con aquel paisaje del valle, había aprendido todo lo que hasta entonces sabía y, en este sentido, resultan de nuevo pertinentes las palabras de Ortega cuando escribe que, por debajo del libre albedrío, subyace una solidaridad fatal del individuo con el paisaje: «Los paisajes me han creado la mitad mejor de mi alma, y si no hubiera perdido largos años viviendo en la hosquedad de las ciudades, sería a la hora de ahora más bueno y más profundo. Dime el paisaje en el que vives y te diré quién eres.»65