I

EL PAISAJE CASTELLANO

Ancha es Castilla, reza un viejo y acreditado aforismo. Pero si Castilla es ancha o no lo es depende no sólo de la perspectiva que adoptemos para contemplarla, sino de la parte del país que recorramos, lo que equivale a afirmar que Castilla, antes que ancha —o además— es varia y diversa. M. Bartolomé Cossío afirma que el paisaje de Castilla es el cielo, mientras Ortega y Gasset asegura que en Castilla no hay curvas. Tales afirmaciones —cielo alto y tierra llana, uniforme—, la impresión de infinitud y vacuidad que su paisaje produce en el forastero, se refieren a la Castilla llana y, más propiamente aún, a la Tierra de Campos. Esta Castilla, la Castilla árida y desamueblada, dotada de elementos mínimos, es la Castilla de Unamuno, Azorín y Machado, la Castilla espectacular precisamente por la carencia de ornato, por la falta total de espectáculo: el mar de surcos, el páramo pedregoso, los sombríos montes de encina, los pueblecitos de adobes, rodeados de bardas, con la esquemática pobeda sombreándolos, los cerros motilones pespunteados por una docena de almendros raquíticos, las dos hileras de chopos flanqueando marcialmente el hilo escuálido, invisible, de un regato... Esta, quizá, sea, desde un punto de vista topográfico, la Castilla esencial, la Castilla por antonomasia y, por ende, la Castilla literaria.

Castilla, sin embargo, no se agota ahí. Cantabria, a mi entender, a pesar de sus plegamientos, su feracidad y su nivel de vida más desahogado, es también Castilla, incluso una de las cunas de su idioma, y si ascendemos desde el Cantábrico a la Meseta, hasta las llamadas tierras de pan llevar, observaremos que se va produciendo un proceso gradual de desecación y aplanamiento. La tierra va perdiendo jugosidad, verdor y orografía, hasta alcanzar la Castilla parda, sequiza y planchada de la Tierra de Campos.

En mis novelas, en mi afán por abarcar la totalidad de la región donde he nacido y vivo, no podía desdeñar ninguna de sus expresiones paisajísticas, y si en El Camino rindo un emocionado homenaje a la Montaña, al Valle de Iguña, donde están mis raíces familiares, en Las Ratas, La Hoja Roja, Diario de un cazador, la Mortaja y Viejas historias de Castilla la Vieja, retrato la desnudez, los campos yermos de Valladolid, Palencia y Zamora, al norte del río Duero, y, finalmente, en Las guerras de nuestros antepasados, El disputado voto del señor Cayo, Parábola del náufrago, Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo y Mis amigas las truchas, existen prolijas descripciones de la bronca comarca intermedia, el norte de León, Palencia, Burgos y Soria, tal vez la parte de Castilla menos exaltada literariamente, aunque no la menos bella, donde los ingentes plegamientos y sus peculiaridades vegetales, que preludian las tierras del norte, se conjugan con el clima extremoso y los cielos hondos y azules propios de la Castilla llana.

He aquí una interpretación personal del paisaje montañés, extraída de las páginas de El Camino, una novela escrita en 1950, cuando mis vivencias de estos valles eran frescas y directas y se renovaban puntualmente cada año.

El valle... Aquel valle significaba mucho para Daniel, el Mochuelo. Bien mirado, significaba todo para él. En el valle había nacido y, en once años, jamás franqueó la cadena de altas montañas que lo circuían. Ni experimentó la necesidad de hacerlo siquiera.

A veces, Daniel, el Mochuelo, pensaba que su padre, y el cura, y el maestro, tenían razón, que su valle era como una gran olla independiente, absolutamente aislada del exterior. Y, sin embargo, no era así; el valle tenía su cordón umbilical, un doble cordón umbilical, mejor dicho, que le vitalizaba al mismo tiempo que le maleaba: la vía férrea y la carretera. Ambas vías atravesaban el valle de sur a norte, provenían de la parda y reseca llanura de Castilla y buscaban la llanura azul del mar. Constituían, pues, el enlace de dos inmensos mundos contrapuestos.

En su trayecto por el valle, la vía, la carretera y el río —que se unía a ellas después de lanzarse en un frenesí de rápidos y torrentes desde lo alto del Pico Rando— se entrecruzaban una y mil veces, creando una inquieta topografía de puentes, túneles, pasos a nivel y viaductos.

En primavera y verano, Roque, el Moñigo, y Daniel, el Mochuelo, solían sentarse, al caer la tarde, en cualquier leve prominencia y desde allí contemplaban, agobiados por una unción casi religiosa, la lánguida e ininterrumpida vitalidad del valle. La vía del tren y la carretera dibujaban, en la hondonada, violentos y frecuentes zigzags; a veces se buscaban, otras se repelían, pero siempre, en la perspectiva, eran como dos blancas estelas abiertas entre el verdor compacto de los prados y los maizales. En la distancia, los trenes, los automóviles y los blancos caseríos tomaban proporciones de diminutas figuras de nacimiento increíblemente lejanas y, al propio tiempo, incomprensiblemente próximas y manejables. En ocasiones se divisaban dos y tres trenes simultáneamente, cada cual con su negro penacho de humo colgado de la atmósfera, quebrando la hiriente uniformidad vegetal de la pradera. ¡Era gozoso ver surgir las locomotoras de las bocas de los túneles! Surgían como los grillos cuando el Moñigo o él orinaban, hasta anegarlas, en las huras del campo. Locomotora y grillo evidenciaban, al salir de sus agujeros, una misma expresión de jadeo, amedrentamiento y ahogo.

Le gustaba al Mochuelo sentir sobre sí la quietud serena y reposada del valle, contemplar el conglomerado de prados, divididos en parcelas, y salpicados de caseríos dispersos. Y, de vez en cuando, las manchas oscuras y espesas de los bosques de castaños o la tonalidad clara y mate de las aglomeraciones de eucaliptos. A lo lejos, por todas partes, las montañas, que, según la estación y el clima, alteraban su contextura, pasando de una extraña ingravidez vegetal a una solidez densa, mineral y plomiza en los días oscuros.

Al Mochuelo le agradaba aquello más que nada, quizá, también, porque no conocía otra cosa. Le agradaba constatar el paralizado estupor de los campos y el verdor frenético del valle y las rachas de ruido y velocidad que la civilización enviaba de cuando en cuando, con una exactitud casi cronométrica.

Muchas tardes, ante la inmovilidad y el silencio de la naturaleza, perdían el sentido del tiempo y la noche se les echaba encima. La bóveda del firmamento iba poblándose de estrellas y Roque, el Moñigo, se sobrecogía bajo una especie de pánico astral. Era en estos casos, de noche y lejos del mundo, cuando a Roque, el Moñigo, se le ocurrían ideas inverosímiles, pensamientos que normalmente no le inquietaban:

Dijo una vez:

—Mochuelo, ¿es posible que si cae una estrella de esas no llegue nunca al fondo?

Daniel, el Mochuelo, miró a su amigo, sin comprenderle.

—No sé lo que me quieres decir —respondió.

El Moñigo luchaba con su deficiencia de expresión. Accionó repetidamente con las manos, y, al fin, dijo:

—Las estrellas están en el aire, ¿no es eso?

—Eso.

—Y la Tierra está en el aire también como otra estrella, ¿verdad? —añadió.

—Sí; al menos eso dice el maestro.

—Bueno, pues es lo que te digo. Si una estrella se cae y no choca con la Tierra ni con otra estrella, ¿no llega nunca al fondo? ¿Es que ese aire que las rodea no se acaba nunca?

Daniel, el Mochuelo, se quedó pensativo un instante. Empezaba a dominarle también a él un indefinible desasosiego cósmico. La voz surgió de su garganta indecisa y aguda como un lamento.

—Moñigo.

—¿Qué?

—No me hagas esas preguntas; me mareo.

—¿Te mareas o te asustas?

—Puede que las dos cosas —admitió.

Rió, entrecortadamente, el Moñigo.

—Voy a decirte una cosa —dijo luego.

—¿Qué?

—También a mí me dan miedo las estrellas y todas esas cosas que no se abarcan o no se acaban nunca. Pero no lo digas a nadie, ¿oyes? Por nada del mundo querría que se enterase de ello mi hermana Sara.

El Moñigo escogía siempre estos momentos de reposo solitario para sus confidencias. Las ingentes montañas, con sus recias crestas recortadas sobre el horizonte, imbuían al Moñigo una irritante impresión de insignificancia. Si la Sara, pensaba Daniel, el Mochuelo, conociera el flaco del Moñigo, podría fácilmente meterlo en un puño. Pero, naturalmente, por su parte, no lo sabría nunca. Sara era una muchacha antipática y cruel y Roque su mejor amigo. ¡Que adivinase ella el terror indefinible que al Moñigo le inspiraban las estrellas!

Al regresar, ya de noche, al pueblo, se hacía más notoria y perceptible la vibración vital del valle. Los trenes pitaban en las estaciones diseminadas y sus silbidos rasgaban la atmósfera como cuchilladas. La tierra exhalaba un agradable vaho a humedad y a excrementos de vaca. También olía, con más o menos fuerza, la hierba según el estado del cielo o la frecuencia de las lluvias.

A Daniel, el Mochuelo, le placían estos olores, como le placía oír en la quietud de la noche el mugido soñoliento de una vaca o el lamento chirriante e iterativo de una carreta de bueyes avanzando a trompicones por una cambera.

En verano, con el cambio de hora, regresaban al pueblo de día. Solían hacerlo por encima del túnel, escogiendo la hora del paso del tranvía interprovincial. Tumbados sobre el montículo, asomando la nariz al precipicio, los dos rapaces aguardaban impacientes la llegada del tren. La hueca resonancia del valle aportaba a sus oídos, con tiempo suficiente, la proximidad del convoy. Y, cuando el tren surgía del túnel, envuelto en una nube densa de humo, les hacía estornudar y reír con espasmódicas carcajadas. Y el tren se deslizaba bajo sus ojos, lento y traqueteante, monótono, casi al alcance de la mano.

Desde allí, por un senderillo de cabras, descendían a la carretera. El río cruzaba bajo el puente, con una sonoridad adusta de catarata. Era una corriente de montaña que discurría con fuerza entre grandes piedras reacias a la erosión. El murmullo oscuro de las aguas se remansaba, veinte metros más abajo, en la Poza del Inglés, donde ellos se bañaban en las tardes calurosas del estío.

En la confluencia del río y la carretera, a un kilómetro largo del pueblo, estaba la taberna de Quino, el Manco. Daniel, el Mochuelo, recordaba los buenos tiempos, los tiempos de las transacciones fáciles y baratas. En ellos, el Manco, por una perra chica les servía un gran vaso de sidra de barril y encima les daba conversación. Pero los tiempos habían cambiado últimamente y, ahora, Quino, el Manco, por cinco céntimos, no les daba más que conversación.

La tasca de Quino, el Manco, se hallaba casi siempre vacía. El Manco era generoso hasta la prodigalidad y en los tiempos que corrían resultaba arriesgado ser generoso. En la taberna de Quino, por unas causas o por otras, sólo se despachaba ya un pésimo vino tinto con el que mataban la sed los obreros y empleados de la fábrica de clavos, ubicada quinientos metros río abajo.

Más allá de la taberna, a la izquierda, doblando la última curva, se hallaba la quesería del padre del Mochuelo. Frente por frente, un poco internada en los prados, la estación y, junto a ella, la casita alegre, blanca y roja de Cuco, el factor. Luego, en plena varga ya, empezaba el pueblo propiamente dicho.

La Castilla adusta y mineral, la Castilla de transición entre la humedad norteña y la aridez de las tierras de pan y vino, está sintetizada en estas breves páginas de El disputado voto del señor Cayo, novela publicada en diciembre de 1978.

La carretera se rizaba como un tirabuzón. A la izquierda, en la falda de la ladera, crecían las escobas florecidas de un amarillo ardiente, luminoso, y, más arriba, una ancha franja de robles parecía sostener la masa de farallones grasientos que remataba la perspectiva por ese lado. A la derecha, el terreno, encendido asimismo por las flores de las escobas, se desplomaba sobre el río, flanqueado de saúcos y madreselvas y, una vez salvado, volvía a remontarse en un pliegue casi vertical, exornado, en las cumbres, por extrañas siluetas de piedra erosionada que resultaban contra la creciente luminosidad del día:

—¡Joder! El Cañón del Colorado —exclamó Rafa.

La hoz se hacía por momentos más angosta y tortuosa. En la desembocadura de las escorrentías, las lluvias habían arrastrado tierra a la carretera y las ruedas traseras del coche derrapaban en las curvas. Víctor miró alternativamente por ambas ventanillas:

—Es increíble —dijo.

Laly apuntó a una piedra enhiesta, exenta, entre el bosque apretado de robles:

—¿Te fijas? Las rocas hacen figuras raras. ¡Mira esa! Parece una Virgen con el Niño.

Rafa rió:

—Y detrás, San José con borriquilla. ¡No te jode! Os pierde la imaginación.

Al coronar el puerto, la topografía se hizo aún más adusta e inextricable. Detrás de los farallones aparecieron, de pronto, las oscuras siluetas de las montañas con las crestas blancas de nieve. Al pie, en un nuevo, angosto, valle, se adensaba la vegetación, dividida en dos por el río. Víctor dio a Rafa unos golpecitos en la espalda:

—Para, tú. Nunca vi una cosa igual.

—Vale, diputado.

Rafa detuvo el coche en el borde de la carretera:

—¿No te orillas más?

—Tranquilo. Por aquí no pasa un alma desde el treinta y seis.

Víctor se asomó cautelosamente al borde del abismo. De pronto, el sol, que desde hacía rato pugnaba con las nubes, asomó entre ellas y el paisaje, adormecido hasta entonces, adquirió relieve, animado por una insólita riqueza de matices. La mirada ensoñadora de Víctor ascendió desde el cauce del río hasta la flor amarilla, estridente, de las escobas, a las hojas coriáceas, espejeantes ahora, del bosque de robles y, finalmente, se detuvo en lo alto, en los dentados tolmos, agrupados en volúmenes arbitrarios pero con una cierta armonía de conjunto. De lo más profundo del valle llegaba el retumbo solemne, constantemente renovado, de las torrenteras del río. Permaneció un rato en silencio. Al cabo, repitió en voz baja, como un murmullo:

—Es increíble.

Dijo Rafa, frívolamente:

—Alucinante, macho, pero si un día me pierdo no me busques aquí. Esto está bien para las ovejas.

La mirada de Víctor siguió ahora el curso del río y se detuvo en una poza verde, transparente, a la vera de un frondoso nogal. Dijo:

—Pues a mí no me importaría instalarme aquí para los restos con la mujer que me quisiera.

Rafa hizo un cómico visaje con los ojos:

—Vale —dijo—, pero a ver dónde encuentras esa mujer.

Terció Laly:

—¿Puede saberse por qué tienes ese concepto tan particular de las mujeres?

Rafa no respondió. En el silencio se hacían más perceptibles los golpes del agua contra las rocas, allá abajo, en lo más profundo de la hoz:

—Esto me recuerda —dijo Víctor, de pronto, adoptando una actitud de gravedad— el pleito que plantea Zanussi en La estructura del cristal. ¿Os acordáis?

—Cojonuda película —dijo Rafa.

Laly observó a Rafa con curiosidad:

—Tú, ¿con quién te identificas? —preguntó.

—Identificarme ¿de qué?

—Con el tío que se integra en el pueblo y asume serena y responsablemente la vida rural o con el becario, ávido de subir.

Rafa se apresuró a responder:

—Con este, joder. El otro es un alienado.

Intervino Víctor:

—No seas maximalista.

—¡Ostras! —voceó Rafa—. Un pueblo, una tía buena, tus libritos, tus discos... Muy bien, cojonudo. Y los demás que se jodan. Muy cómodo pero socialmente inútil.

Víctor se acarició la barba, acuclilló las piernas, tomó una hierbecilla de la cuneta y se la puso entre los dientes. Dijo suavemente:

—¿Por qué inútil?

—Egoísta, me es igual.

—¡Coño, egoísta! Según lo mires —dijo Laly—. Más egoísta es la postura del tío que sólo piensa en medrar para alcanzar la fama y el dinero. Puro arribismo.

—Pero es un servicio, tía. ¿No hemos quedado en que si estamos aquí es para servir? ¿No te presentas tú a diputada por espíritu de servicio?

Víctor mordisqueaba la hierbecilla. Se incorporó y dijo apaciguador:

—Simplificas demasiado. El meteorólogo tampoco está en el pueblo tocándose los huevos, simplemente no es ambicioso, opta por servir desde un puesto modesto. Que en las horas de ocio se entretenga con un libro o agarre la caña y se vaya al río a coger un pez no es ninguna deserción.

Rafa se agachó, cogió una piedra del borde de la carretera y la lanzó con todas sus fuerzas intentando, en vano, alcanzar el río. Víctor sonrió e hizo lo propio. Su piedra se sumergió con un glup seco en la tablada más próxima.

—Los chicos de ahora no sabéis ni tirar piedras —dijo con indulgente menosprecio.

El rostro de Rafa cambió de expresión. Observaba insistentemente el abismo, el rotundo tajo del sol dividiendo en dos el angosto valle. Dijo con una seriedad impropia de él:

—Luces y sombras. Ahí lo tenéis en vivo, coño. ¿No era ese el invento de los Lumière?

La mirada gris de Víctor se tornó, de nuevo, ensoñadora y remota:

—Luces y sombras —repitió como para sí—. Tenebrismo puro. Y ¿en qué ha ido a parar todo? Mera experimentación para encubrir la mediocridad.

Rafa recuperó en un instante su despreocupación habitual:

—Joder, macho, tampoco te pongas así.

Laly asintió:

—Estoy de acuerdo —dijo—. El cine o la literatura que no exploran el corazón humano no me interesan. Las artes de laboratorio son pura evasión.

Víctor la miró profundamente a los ojos:

—¿Realismo crítico? —apuntó.

Laly denegó con firmeza:

—No —dijo—, no quería decir eso ahora. Pensaba en el neorrealismo italiano, Cuatro pasos por las nubes, Milagro en Milán, ya sabes.

—Cochambre, joder —dijo Rafa—. Antonioni enterró eso y bien muerto está.

Laly levantó, de pronto, su brazo, mostrando el reloj, escandalizada:

—Pero ¿sabéis qué hora es?

—Joder, las cinco, tú —dijo Rafa—. Somos la pera. Los paletos llevarán media hora en la plaza aguardando a sus ilustres visitantes.

Por último, los dos capitulillos que siguen pertenecen a Viejas historias de Castilla la Vieja, una novela corta que data de 1964 y que pudiera estar ambientada en cualquier pueblecito de Valladolid o Zamora.

El día que me largué, las Mellizas dormían juntas en la vieja cama de hierro y, al besarlas en la frente, la Clara, que sólo dormía con un ojo y me miraba con el otro, azul, patéticamente inmóvil, rebulló y los muelles chirriaron, como si también quisieran despedirme. A Padre no le dije nada, ni hice por verle, porque me había advertido: «Si te marchas, hazte la idea de que no me has conocido». Y yo me hice la idea desde el principio y amén. Y después de toparme con el Aniano, bajo el chopo del Elicio, tomé el camino de Pozal de la Culebra, con el hato al hombro y charlando con el Cosario de cosas insustanciales, porque en mi pueblo no se da demasiada importancia a las cosas y si uno se va, ya volverá; y si uno enferma, ya sanará; y si no sana, que se muera y que le entierren. Después de todo, el pueblo permanece y algo queda de uno agarrado a los cuetos, los chopos y los rastrojos. En las ciudades se muere uno del todo; en los pueblos, no; y la carne y los huesos de uno se hacen tierra, y si los trigos y las cebadas, los cuervos y las urracas medran y se reproducen es porque uno le dio su sangre y su calor y nada más.

El Aniano y yo íbamos por el camino y yo le dije al Aniano: «¿Tienes buena hora?». Y él miró para el sol, entrecerrando los ojos, y me dijo:«Aún no dio la media». Yo me irrité un poco: «Para llegar al coche no te fíes del sol», dije. Y él me dijo: «Si es por eso no te preocupes. Orestes sabe que voy y el coche no arranca sin el Aniano». Algo me pesaba dentro y dejé de hablar. Las alondras apeonaban entre los montones de estiércol, en la tierra del tío Tadeo, buscando los terrones más gruesos para encaramarse a ellos, y en el recodo volaron muy juntas dos codornices. El Aniano dijo: «Si las agarra el Antonio»; mas el Antonio no podía agarrarlas sino con red, en primavera, porque por una codorniz no malgastaba un cartucho, pero no dije nada porque algo me pesaba dentro y ya empezaba a comprender que ser de pueblo en Castilla era una cosa importante. Y así que llegamos al atajo de la Viuda, me volví y vi el llano y el camino polvoriento zigzagueando por él y, a la izquierda, los tres almendros del Ponciano y, a la derecha, los tres almendros del Olimpio, y detrás de los rastrojos amarillos, el pueblo, con la chata torre de la iglesia en medio y las casitas de adobe, como polluelos, en derredor. Eran cuatro casas mal contadas pero era un pueblo, y a mano derecha, según se mira, aún divisaba el chopo del Elicio y el palomar de la tía Zenona y el bando de palomas, muy nutrido, sobrevolando la última curva del camino. Tras el pueblo se iniciaban los tesos como moles de ceniza, y al pie del Cerro Fortuna, como protegiéndole del matacabras, se alzaba el soto de los Encapuchados, donde por San Vito, cuando era niño y Madre vivía, merendábamos los cangrejos que Padre sacaba del arroyo y una tortilla de escabeche. Recuerdo que Padre en aquellas meriendas empinaba la bota más de la cuenta y Madre decía: «Deja la bota, Isidoro; te puede hacer mal». Y él se enfadaba. Padre siempre se enfadaba con Madre, menos el día que murió y la vio tendida en el suelo entre cuatro hachones. Aquel día se arrancó a llorar y decía: «No hubo mujer más buena que ella». Luego se abrazó a las Mellizas y las dijo: «Sólo pido al Señor que os parezcáis a la difunta». Y las Mellizas, que eran muy niñas, se reían por lo bajo como dos tontas y se decían: «Fíjate cuánta gente viene hoy por casa».

Sobre la piedra caliza del recodo se balanceaba una picaza y es lo último que vi del pueblo, porque Aniano, el Cosario, me voceó desde lo alto del teso: «¿Vienes o no vienes? Orestes aguarda, pero se cabrea si le retraso».

El páramo de Lahoces desciende suavemente hacia Villalube del Pan y desde mi pueblo tiene dos accesos —uno por delante del cerro y otro por detrás— por los que sólo puede subirse a uña de caballo. De la parte de mi pueblo el cueto queda flotando sobre los rastrojos y cuando le da la luz de cierta manera se pone turbio y agrisado como una ballena. Y a pesar de que el páramo queda más próximo de Villalube del Pan que de mi pueblo, las tierras son nuestras y pertenecían cuando yo era chico a los hermanos Hernando. Hernando Hernando, el mayor de los tres, regentaba además la cantina del pueblo y despachaba un clarete casi incoloro que engañaba la vista porque bastaban tres vasos para apañar una borrachera. El vino ese le pisaban en los lagares de Marchamalo, a tres leguas de mi pueblo, y, al decir de los entendidos, no era recio tan sólo por las uvas de sus bacillares, un verdejo sin pretensiones, sino porque los mozos trituraban la uva sin lavarse, con la acritud del sudor y del polvo aún agarrada a los pies. Bueno, pues los hermanos Hernando limpiaron el páramo de cascajo y luego sembraron el trigo en cerros, como es de ley, pero a los pocos años lo sembraron a manta y recogieron una cosecha soberana. Y todos en el pueblo querían conocer el secreto porque el trigo sembrado a manta cunde más, como es sabido, y nadie podía imaginar cómo con una huebra y un arado romano corriente y moliente se consiguiera aquel prodigio. Mas los hermanos Hernando eran taciturnos y reservones y no despegaban los labios. Y al llegar el otoño ascendían con sus aperos por la vereda sur y, como eran tres, según subían por el sendero, parecían los Reyes Magos. Una vez allí, daban vuelta a la tierra para que la paja pudriera y se orease la tierra. Luego binaban en primavera como si tal cosa, pero lo que nadie se explicaba es cómo se arreglaban para cubrir la semilla sin cachear los surcos. Y si alguno pretendía seguirles, Norberto, el menor de los tres, disparaba su escopeta desde el arado y, según decían, tiraba a dar.

En todo caso, la ladera del cerro es desnuda e inhóspita y apenas si con las lluvias de primavera se suaviza un tanto su adustez debido a la salvia y el espliego. Por la ladera aquella, que ignoro por qué la llaman en el pueblo La Lanzadera, se veían descender en el mes de agosto las polladas de perdiz a los rastrojos. Los perdigones andaban tan agudos que se diría que rodaban. Caminaban en fila india, la perdiz grande en la cabeza, acechando cualquier improviso, mientras los perdigones descendían confiados, trompicando de vez en cuando en algún guijarro, piando torpemente, incipientemente, como gorriones. Luego, al ponerse el sol, regresaban al páramo con los buches llenos, de nuevo en rigurosa fila india, y allí en lo alto, en las tierras de los hermanos Hernando, pernoctaban.

Silos, el pastor, era más perjudicial para la caza que el mismo raposo, según decía el Antonio. Silos, el pastor, buscaba los nidos de perdiz con afán, y por las noches se llegaba con los huevos a la cantina de Hernando Hernando y se merendaba una tortilla. Una vez descubrió en la cárcava un nido con doce huevos y ese día bajó al pueblo más locuaz que de costumbre. El Antonio se enteró y se llegó a la cantina y, sin más, agarró la tortilla y la tiró al aire y le voceó al pastor: «Anda, cázala al vuelo. Así es como hay que cazar las perdices, granuja». El Silos se quedó, al pronto, como paralizado, pero en seguida se rehízo y le dijo al Antonio: «Lo que te cabrea es que te gane por la mano, pero el día que mates tú una hembra te la vas a comer con plumas». Después se puso a cuatro patas y engulló la tortilla sin tocarla con la mano siquiera, como los perros. Cuando el Antonio se fue, el Silos se echó al coleto tres tragos de clarete de Marchamalo y sentó cátedra sobre lo justo y lo injusto y decía: «Si él mata una hembra de perdiz, yo no puedo protestar aunque me deja sin huevos, pero si yo me como los huevos, él protesta porque le dejo sin perdices. ¿Qué clase de justicia es esta?».