El pecado original

Aloma Rodríguez

Viví en París el curso 2004/2005. Entonces, yo creía que ser español era una especie de pecado original del que no me libraría jamás y que me imponía una desventaja de partida prácticamente irremediable: nunca sería francesa.

Cuando viví en París ya había estado en París. Había hecho un viaje romántico justo una semana después de saber que viviría allí el curso siguiente: me acababan de conceder una beca Erasmus en París 3 Nouvelle Sorbonne. Cuando viví en París ya había vivido en Francia, aunque sólo un mes: justo antes de empezar la universidad en Zaragoza había pasado un mes cuidando de mi prima de tres años. Me gustaba todo de Francia: Brassens, Truffaut y Flaubert. Me gustaba sobre todo que no era España. La primera vez que había estado en Francia había sido en la boda de mi tío. Estábamos allí el 14 de julio, día de la fiesta nacional. Después de ver algunos desfiles (mientras mi madre, mi hermano y yo cantábamos La mauvaise réputation) fuimos a la casa familiar de la mujer con la que mi tío se había casado: France. Su hermano había desplegado una bandera francesa en el jardín y tenía preparado un arsenal de fuegos artificiales. Mi familia estaba un poco atónita y mi padre decía todo el rato que los franceses eran muy chovinistas. Yo tenía trece años, no sabía lo que era ser chovinista y lo que más me había molestado era que en el menú de la boda hubiera ancas de rana.

Viví en París el curso 2004/2005. Entonces, yo creía que ser español era una especie de pecado original del que no me libraría jamás y que me imponía una desventaja de partida prácticamente irremediable: nunca sería francesa (ni negra ni judía). Tampoco sería compatriota de Woody Allen, Charles Bukowski, J. D. Salinger o Susan E. Hinton. Ser español, creía, era pintoresco (Carmen, los románticos, etc.), pero sin llegar a ser exótico ni muchos menos sofisticado, como Ingrid Bergman, que me parecía el único modelo de mujer al que cualquiera querría aspirar. Algunas cosas de España me habían gustado de pequeña: los poemas de Lorca que mi padre nos hacía recitar a mi hermano y a mí o el príncipe Ajonjolí, de La cabeza del dragón, una farsa de Valle-Inclán. Otras eran frívolas: Olé Olé, Hombres G y Mecano hacían las mejores canciones para acompañar números de gimnasia rítmica o coreografías imposibles al sol del mediodía en Cantavieja durante el verano de 1990. Había leído el Quijote y el resto de los libros que se leen hasta tercero de Filología Hispánica y que básicamente pertenecen en mayor o menor medida a la picaresca (Lazarillo, El Buscón, La Celestina). Mi película favorita era (y sigue siendo, con más intensidad ahora) La princesa prometida. Hasta ahí estaba claro que los españoles teníamos un pecado original: Íñigo Montoya, el héroe que busca vengar la muerte de su padre es español, y alcohólico y testarudo. Cuando está esperando a que el misterioso hombre de negro termine de subir el Acantilado de la Locura, se ofrece a ayudarle a subir lanzándole una cuerda. El hombre de negro desconfía porque Montoya está esperando para batirse en duelo con él. «Podría daros mi palabra de español», dice Íñigo. «No me sirve de nada —replicó el hombre de negro—. He conocido a demasiados españoles.» Aunque tenía veintidós años, sólo era una adolescente (como Alejandro Sanz, el pecado original): me peleaba con el mundo para decidir quién quería ser, buscaba una identidad y creía que la encontraría yendo a la contra y por oposición. Había otras cosas que sí me gustaban, pero casi todas eran o aragonesas (Ignacio Martínez de Pisón, Cristina Grande, Félix Romeo, Javier Tomeo, Baltasar Gracián, Mariano Gistaín, Buñuel, Amaral, Bunbury y El Niño Gusano) o no parecían españolas (Vila-Matas, los cuentos de Quim Monzó, Fernando Trueba, Christina Rosenvinge), que era lo mejor que se podía decir de cualquier película, libro, disco o restaurante: que no parecía de aquí. También me gustaba lo que renegaba de España y del nacionalismo, desde la versión de Paco Ibáñez de La mala reputación, las películas de García Berlanga, El peor programa de la semana hasta Albert Pla y Extremoduro. Me gustaban irónicamente algunas cosas españolas, Raphael y Marisol, por ejemplo. Era una idiota. Sobre todo, porque era yo la que pecaba de cerrazón al creer que lo español se definía por un conjunto de tópicos y clichés donde sólo cabía la caspa, lo rancio y la horterada. Tuve que vivir en París para darme cuenta de mi error.

Mi año en París fue el primer año de la legislatura de Zapatero. Y también fue el año en que se votó en Francia la posibilidad de que hubiera una Constitución europea. Para mi sorpresa, casi todos los franceses que conocía estaban en contra. De hecho, ganó el «no». En España hubo votación, ganó el «sí». Casi todos los españoles que conocía estaban a favor de una Constitución europea: era la manera de crear un marco legal igualitario para todos, que marcara sobre todo unos mínimos y que permitiera la convivencia. También fue el año en que se aprobó el matrimonio homosexual en España. En París aprendí que no tenía que pedir perdón al mundo por ser española. Descubrí que la mirada sobre España (clichés incluidos) no era como yo pensaba cuando me explicaron que la práctica sexual conocida en mi país como «una cubana» en Francia es «una española». Nadie está a salvo de la caricatura, afortunadamente.

En primavera conocí a una fotógrafa italiana que estaba haciendo un proyecto de retratos y estereotipos. Mi novio y yo, me dijo, éramos perfectos: los dos españoles, él tan moreno, yo no. Le dije que no teníamos nada típicamente español en casa. Me explicó que no hacía falta. Nos vestimos de negro, como los actores del teatro de vanguardia, y posamos. No me acuerdo de casi nada. Había olvidado ese episodio hasta que hace poco encontré una foto que me mandó la italiana. En la imagen, mi novio y yo sacamos la lengua mirando a cámara. Estamos en la cocina minúscula de nuestro apartamento parisino. Hay unas patatas friéndose al fuego. Lo que terminamos cenando no se parecía mucho a las tortillas de patata que ahora hace mi pareja —sigue siendo la misma, lo que sobrevive en París es prácticamente indestructible—. Al ver la foto descubrí que durante ese año aprendí algunas cosas casi sin darme cuenta: descubrí que quería ser escritora y que, para serlo, lo que yo creía mi desventaja natural era lo que me iba a hacer única, es decir, mis circunstancias. Mi posición en el mundo, mi punto de vista, era lo que me iba a hacer observar las cosas desde un sitio concreto y poder contarlo.

Desmitifiqué París y lo francés (en eso fue fundamental el canal de televisión M6, algunos profesores resabiados y arrogantes y muchos alumnos igual de idiotas que los que me encontraba en España) y pude entender que no había pecado original en ser español, era un punto de partida como cualquier otro. Pensaba en La hora chanante, Amanece que no es poco o Los peores años de nuestra vida. Ser española, además, me ofrecía algunas ventajas, como la propia beca que me permitía estudiar allí, vivir en una democracia, tener acceso a sanidad y educación, etc. Por otro lado, la tradición que más me gustaba, la de los afrancesados, era esencial y melancólicamente española.

El curso siguiente, ya en Zaragoza, leía Teresa de Ahumada, Lope de Vega, Calderón, Clarín y Galdós, explicados por Aurora Egido y Leonardo Romero Tobar. Cristina Grande presentó su segundo libro de cuentos, Dirección noche. Empecé a trabajar en el borrador de mi primer libro, París tres. Desde entonces sé que escribir literatura española es muy complicado. Me acuerdo mucho de lo que dice David Trueba sobre Vicky, Cristina, Barcelona, la película española de Woody Allen: que sea tan mala, dice Trueba, sólo demuestra lo difícil que es hacer cine español. Por eso admiro a los escritores Isabel Bono o Miqui Otero; a músicos como Rafael Berrio, La Bien Querida, Betacam o Calavera; a cineastas como Carla Simón o Jonás Trueba: lo que hacen es genuinamente español y no les pesa como una losa. Han borrado, por fin, el pecado original.

Aloma Rodríguez (Zaragoza, 1983) es escritora. Trabajó en el periódico semanal AHORA, donde se encargaba del cuadernillo de cultura e ideas. Colabora con El País, The Objective y El Heraldo de Aragón. Es miembro de la redacción española de Letras Libres. Sus relatos han sido publicados en diferentes revistas y antologías. Ha publicado los libros París tres (Xordica, 2007), Jóvenes y guapos (Xordica, 2010), Sólo si te mueves (Xordica, 2013) y Los idiotas prefieren la montaña (Xordica, 2016).